Leopoldo Alas
Un jornalero
Sala Fernando Vidal de la Biblioteca de N**, donde haba estado trabajando, segn costumbre, desde las cuatro de la tarde. Eran las nueve de la noche; acababa de obscurecer. La Biblioteca no estaba abierta al pblico sino por la maana. Los porteros y dems dependientes vivan en la planta baja del edificio, y Fernando, por un privilegio, disfrutaba a solas de la Biblioteca todas las tardes y todas las noches, sin ms condiciones que estas: ir siempre sin compaa; correr, por su cuenta, con el gasto de las luces que empleaba, y encargarse de abrir y cerrar, dejando al marcharse las llaves en casa del conserje. En toda N**, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica, llena de fbricas, no haba un solo ciudadano que disputase ni envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca. Cerr Fernando como siempre la puerta de la calle con enorme llave, y empuando el manojo que esta y otras varias formaban, anduvo algunos pasos por la acera, ensimismado, buscando, sin pensar en ello, el llamador de la puerta en la casa del conserje, que estaba a los pocos metros, en el mismo edificio. Pero llam en vano. No abran, no contestaban. Vidal tard en fijarse en tal silencio. Iba lleno de las ideas que con l haban bajado a la calle dejando las fras pginas de los libros de arriba, la eterna prisin. No est nadie, pens, por fin, sin fijarse en que deba extraar que no estuviese nadie en casa del conserje. -Y qu hago yo con esto! -se dijo, sacudiendo el manojo de llaves que le daba aspecto de carcelero. En aquel momento se fij en otra cosa. En que la noche era obscura, en que haba faroles, tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y no estaba ninguno encendido. Despus not que a nadie poda parecerle ridcula su situacin, porque por la calle de la Biblioteca no pasaba un alma. Silencio absoluto. Una detonacin lejana le hizo exclamar:
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Leopoldo Alas
-Un tiro! Y el tiro, ms bien su nombre, le trajo a la actualidad, a la vida real de su pueblo. -Cuando sal de casa, despus de comer, en el caf o decir que esta noche se armaba, que los socialistas o los anarquistas, o no s quin, preparaban un golpe de mano para sacar de la crcel a no s qu presos de su comunin y proclamar todo lo proclamable. Debe de ser eso. Debe de estar armada. Dios mo! -sigui reflexionando- si est armada, si aqu pasa algo grave, maana acaso est cerrada la Biblioteca, acaso no me permitan o no pueda yo venir de tarde a terminar mi examen del cdice en que he descubierto tan preciosos datos para la historia de los disturbios de los gremios de R*** en el siglo... por vida del chpiro! Y si maana no concluyo mi trabajo, el nmero prximo de la Revista Sociolgico-histrica sale sin mi artculo... y quin sabe si Mr. Flinder en la Revista de Ciencias morales e histricas de Zurich se adelantar, si es verdad, como me escriben de all, que ha visto este precioso documento el ao pasado, cuando estuvo aqu mientras yo fui a Vichy. No, mil veces no; eso no puedo consentirlo; no es por vanidad pueril; es que esos socialistas de ctedra me son antipticos; Flinder de fijo arrima el ascua a su sardina; de fijo lo convierte todo en sustancia, y de los datos favorables para sus teoras que este cdice contiene, quiere hacer una catedral, toda una prueba plena... y eso, vive Dios, que es profanar la historia, el arte, la ciencia... No, no; yo dir primero la verdad desnuda, imparcialmente, reconociendo todo lo que este manuscrito arroja de luz en la tan debatida cuestin... pero sin que sirva de arma para tirios ni troyanos. Me cargan los utopistas, los dogmticos... Son otro tiro. Pues debe de ser eso. Debe de haberse armado. Vidal se aventur por la calle arriba. Al dar vuelta a la esquina, que estaba lejos de la Biblioteca, en la calle inmediata, como a treinta pasos, vio al resplandor de una hoguera un montn informe, tenebroso, que obstrua la calle, que cerraba la perspectiva. Debe de ser una barricada. Alrededor de la hoguera distingui sombras. Hombres con fusiles, pens; no son soldados; deben de ser obreros. Estoy en poder de los enemigos... del orden. Una descarga nutrida le hizo afirmarse en sus conjeturas; oy gritos confusos, ayes, juramentos... No caba duda, se haba armado. Aquello era una barricada, y por aquel lado no haba salida. Deshizo el camino andado, y al llegar a la puerta de la Biblioteca se detuvo, se rasc detrs de una oreja y medit. Maana, por fas o por nefas, estar esto cerrado; mi artculo no podr salir a tiempo... puede adelantarse Flinder... No dejemos para maana lo que podemos hacer hoy. Son a lo lejos otra descarga, mientras Vidal meta la gran llave en su cerradura y abra la puerta de la Biblioteca. Al cerrar por dentro oy ms disparos, mucho ms cercanos, y voces y lamentos. Subi la escalera a tientas, repar al llegar a otra puerta
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cerrada, en que iba a obscuras; encendi un fsforo, abri la puerta que tena delante, entr en la portera, contigua al saln principal; encendi un quinqu, de petrleo, que an tena el tubo caliente, pues era el mismo con que momentos antes se haba alumbrado; entr con su luz en el saln de la Biblioteca, busc sus libros y manuscritos, que tena separados en un rincn, y a los cinco minutos trabajaba con ardor febril, olvidado del mundo entero, sin or los disparos que sonaban cerca. As estuvo no saba l cunto tiempo. Tuvo que detenerse en su labor porque el quinqu empez a apagarse; la llama chisporroteaba, se ahogaba la luz con una especie de bostezo de muy mal olor y de resplandores fugaces. Fernando maldijo su suerte, su mala memoria que no le haba hecho recordar que tena poco petrleo el quinqu... en fin, recogi los papeles de prisa, y sali de la Biblioteca a obscuras, a tientas. Lleg a la puerta de la calle, abri, sali... y al dar la vuelta para cerrar, sinti que por ambos hombros le sujetaban sendas manos de hierro y oy voces roncas y feroces que gritaban: -Alto! -Date preso! -Un burgus! -Matarle! Son ellos -pens Vidal- los correligionarios activos, prcticos de Mr. Flinder!. En efecto, eran los socialistas, anarquistas o Dios saba qu, triunfantes, en aquel barrio a lo menos. Con otros burgueses que haban encontrado por aquellos contornos haban hecho lo que haban querido; quedaban algunos mal heridos, los que menos apaleados. El aspecto de Fernando que no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al sudor del pobre, los irrit en vez de ablandarlos. Se inclinaban a pasarle por las armas y as se lo hicieron saber. Uno que pareca cabecilla, se fij en el edificio de donde sala Vidal y exclam: -Esta es la Biblioteca; es un sabio, un burgus sabio! -Que muera! que muera! -Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Biblioteca, que muera a pedradas... de libros, de libros infames que han publicado el clero, la nobleza, los burgueses para explotar al pobre, engaarle, reducirle a la esclavitud moral y material. -Bravo, bravo!... -Mejor es quemarle en una hoguera de papel... -Eso, eso! -Abrasarle en su biblioteca... Y a empellones, Fernando se vio arrastrado por aquella corriente de brutalidad apasionada, que le llev hasta el mismo saln donde l trabajaba, poco antes, en aquel cdice en que se poda estudiar algn relmpago antiqusimo, precursor de la gran tempestad que ahora bramaba sobre su cabeza.
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Los sublevados llevaban antorchas y faroles; el saln se ilumin con una luz roja con franjas de sombras temblorosas, formidables. El grupo que subi hasta el saln no era muy numeroso, pero s muy fiero. -Seores -grit Vidal con gran energa-. En nombre del progreso les suplico que no quemen la biblioteca... La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros... son inocentes... no dicen que s ni que no; aqu hay de todo. Ah estn, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razn contra los ricos... En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 45... En ese otro est Lassalle... Ah tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, coleccin preciosa, hay multitud de argumentos socialistas; el ao sabtico, el jubileo... la misma vida de Job... no! la vida de Job no es argumento socialista. Oh, no, esa es la filosofa seria, la que sabrn las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos... Fernando se qued pensativo, e interrumpi su discurso, olvidado de su peligro y el de la biblioteca. Pero el discurso, apenas comprendido, haba producido su efecto. El cabecilla, que era un ergotista a la moderna, de caf y de club, uno de esos demagogos retricos y presuntuosos que tanto abundan, extendi una mano para apaciguar las olas de la ira popular... -Quietos, dijo... procedamos con orden. Oigamos a este burgus... Antes que el fuego de la venganza, la luz de la discusin. Discutamos... Prubanos que esos libros no son nuestros enemigos, y los salvas de las llamas; prubanos que t no eres un miserable burgus, un holgazn que vive como un vampiro, de la sangre del obrero... y te perdonamos la vida, que tienes ahora pendiente de un cabello... -No, no; que muera... que muera ese... sofista -grit un zapatero- que era terrible por la posesin de este vocablo que no entenda, pero que pronunciaba correctamente y con nfasis. -Es un sofista! -repiti el coro- y una docena de bocas de fusil se acercaron al rostro y al pecho de Fernando. -Paz!... paz!... tregua!... -grit el cabecilla que no quera matar sin triunfar antes del sofista-. Oigmosle, discutamos... Vidal, distrado, sin pensar en el peligro inmenso que corra, haciendo psicologa popular, teratologa sociolgica como l pensaba, estudiaba aquella locura poderosa que le tena entre sus garras; y su imaginacin le representaba, a la vez, el coro de locos del tercer acto de Jugar con fuego, y a Mr. Flinder y tantos otros que eran en ltimo anlisis los culpables de toda aquella confusin de ideas y pasiones. La lgica hecha una madeja enredada y untada de plvora, para servir de mecha a una explosin social!.... As meditaba. -Que muera! -volvieron a gritar. -No, que se disculpe... que diga qu es, cmo gana el pan que come... -Oh! tan bien como t, tan honradamente como t -grit Vidal volvindose al que tal deca, enrgico, arrogante, apasionado, mientras separaba con las manos los fusiles que le impedan, apuntndole, ver a su contrario.
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Leopoldo Alas
Le haban herido en lo vivo. Despus de haber tenido en su ya larga vida de erudito y escritor mil clases de vanidades, ya slo le quedaba el orgullo de su trabajo... No se reconoca, a fuerza de mucho anlisis de introspeccin, virtud alguna digna de ser llamada tal, ms que esta, la del trabajo; oh, pero esta s! Tan bien como t. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestin del capital y el salario, que est por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todava para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente... He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razn. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de m. Yo soy un albail que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando ms alto est me caer de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofa y en la historia y s que cuanto ms trabajo me acerco ms al desengao. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de precipitarme en un abismo... pero subo, trabajo. He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los hroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo nico que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazn, el espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocera a m propio si no me reconociera en la estela de mis esfuerzos; me reconozco en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueo. Trabajo a la hora de dormir, a obscuras, en mi lecho, sin querer, trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho... y de da sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra... Yo no pido emancipacin, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas... Desde los diez aos, no ha obscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche que vena: siempre mi veln se ha encendido para una labor preparada; hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida, fueron para m de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de aquella velada. De nio, de adolescente, trabajaba junto a la lmpara de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compaa de la vejez de mi madre, oracin de mi espritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana. ramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo ms familia. Pasar mi nombre, morir pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedar en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbn fsil que acaso prenda y d fuego algn da, al contacto de la chispa de un trabajador futuro... de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la obscuridad y del desprecio... -Pero a ti no te han explotado; tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran... -interrumpi el cabecilla. -Con mi trabajo -prosigui Vidal- se han hecho ricos otros; empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y peridicos; pero no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. No me queda el consuelo de protestar indignado con entera buena fe. Ese es un problema muy complejo; est por ver si es una injusticia que yo siga siendo pobre y los que en mis publicaciones slo ponan cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido.
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No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema, porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que s, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estmago; el pan que gano apenas lo puedo digerir... y lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazn y me descomponen el pensamiento... Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera en ltimo anlisis, una puerilidad... Compadecedme, sin embargo, compaeros mos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero bastar remedio ni represalias; porque no s si hay algo que remediar, ni si es justo remediarlo... No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero... no odio... no me vengo... Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocis, que tomarais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el nico cielo que existe... Matadme si queris, pero respetad la biblioteca, que es un depsito de carbn para el espritu del porvenir.... La plebe, como siempre que oye hablar largo y tendido, en forma oratoria, callaba, respetando el misterio religioso del pensamiento obscuro; deidad idoltrica de las masas modernas y tal vez de las de siempre... La retrica haba calmado las pasiones; los obreros no estaban convencidos, sino confusos, apaciguados a su despecho. Algo quera decir aquel hombre. Como un contagio, se les pegaba la enfermedad de Vidal, olvidaban la accin y se detenan a discurrir, a meditar, quietos. Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo algo de len enamorado, que se dej cortar las garras. De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de soldados suba por la escalera. Estaban perdidos. Hubo una resistencia intil. Algunos disparos; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo extraviado de la insurreccin vencida, estaba en la crcel. Vidal fue entre ellos, codo con codo. En opinin, terrible y poderosa opinin, del jefe de la tropa vencedora, aquel seorito tronado era el capitn del grupo de anarquistas sorprendido en la biblioteca. A todos se les form consejo de guerra, como era regular. La justicia sumarsima de la Temis marcial fue ayudada en su ceguera por el egosmo y el miedo del verdadero cabecilla y por el rencor de sus compaeros. Estaban furiosos todos contra aquel traidor, aquel polica secreto, o lo que fuera, que les haba embaucado con sus sofismas, con sus retricas y les haba hecho olvidarse de su misin redentora, de su situacin, del peligro... Todos declararon contra l. S, Vidal era el jefe. El cabecilla salvaba con esto la vida, porque la misericordia en estado de sitio decret que la ltima pena slo se aplicara a los cabezas de motn; a esta categora, perteneca sin duda Vidal; y mientras el que quera discutir con l las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero, quedaba en el mundo para predicar, e incendiar en su caso, el pobre jornalero del espritu, el distrado y erudito Fernando Vidal pasaba a mejor vida por la va sumaria de los clsicos y muy conservadores cuatro tiritos.
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