no
estaba rodeado de varios SEAL del cuerpo de marines enfundados en sus
neoprenos, que el patrullero de la guardia costera que veía a lo lejos no tenía nada que
ver conmigo y que no iban a aparecer luego en la portada de periódicos de todo del
mundo imágenes mías sin camiseta bajo el titular «Apto para el cargo». Cuando hice
una seña de que estaba listo para marcharme, el jefe del equipo de seguridad de aquel
día —un sardónico agente llamado Dave Beach, que había estado conmigo desde el
principio y me conocía como un amigo— inclinó la cabeza para sacarse el agua de las
orejas y me dijo con total naturalidad: «Espero que lo haya disfrutado porque es la
última vez que podrá hacer esto en mucho mucho tiempo».
Me reí, sabía que bromeaba… ¿o no? La campaña y sus repercusiones más
inmediatas no me habían dejado tiempo para reflexionar, de modo que solo durante
aquel paréntesis tropical todos —amigos, familia, el equipo de trabajo, el Servicio
Secreto— tuvimos la oportunidad de comprender lo que había sucedido y tratamos de
vislumbrar lo que venía a continuación. Todo el mundo parecía feliz aunque
levemente indeciso, no sabíamos si estaba bien admitir lo extraña que era aquella
situación, tratábamos de descifrar qué cosas habían cambiado y cuáles no. Y aunque
no lo demostraba, nadie sentía esa incertidumbre con más intensidad que la que
pronto se convertiría en la primera dama de Estados Unidos.
Durante la campaña, había sido testigo de cómo Michelle se había adaptado a
nuestras nuevas circunstancias con elegancia; ganándose a los votantes, bordando
entrevistas, perfeccionando un estilo que demostraba que era alguien elegante y
accesible. No era tanto una transformación como una intensificación, su esencial
«michelledad» se había pulido hasta alcanzar su máximo esplendor. Pero a pesar de
su creciente comodidad en la esfera pública, entre bastidores Michelle estaba
desesperada por establecer algún tipo de normalidad en nuestra familia, una zona al
margen del distorsionador alcance de la política y la fama.
En las semanas que siguieron a las elecciones, eso implicó entregarse a las tareas
que cualquier pareja debe llevar a cabo cuando se tiene que mudar por un nuevo
trabajo. Lo resolvió todo con la eficiencia que la caracterizaba; embaló nuestras
cosas, cerró las cuentas, se aseguró de que nos reenviaran el correo y ayudó al centro
médico de la Universidad de Chicago a buscar un reemplazo.
Pero su interés principal eran nuestras hijas. Al día siguiente de las elecciones ya
había acordado un recorrido por distintas escuelas en Washington (tanto Malia como
Sasha tacharon de sus listas los centros femeninos, en su lugar habían elegido Sidwell
Friends, una escuela privada fundada por cuáqueros, la misma a la que había asistido
Chelsea Clinton) y había hablado con los profesores para gestionar la incorporación
de las niñas a mitad del año lectivo. Pidió consejo a Hillary y a Laura Bush sobre
cómo aislarlas de la prensa y habló con el Servicio Secreto para encontrar una
fórmula que evitara que los agentes que cuidaban de las niñas las molestaran cuando
traían compañeras a jugar y en los partidos de fútbol. Se familiarizó con el
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