0% encontró este documento útil (0 votos)
34 vistas3 páginas

Texto Actividad 2

Cargado por

Edwin Leon
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
34 vistas3 páginas

Texto Actividad 2

Cargado por

Edwin Leon
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como DOCX, PDF, TXT o lee en línea desde Scribd

Texto Actividad 2: Modos de hacer y usar la filosofía

¿Qué es el filósofo o la filosofía para el hombre común y corriente de nuestra sociedad,


una sociedad dividida en clases antagónicas de explotadores y explotados, poseedores
y desposeídos? Una sociedad como la nuestra que, en sus rasgos fundamentales,
por lo que toca a su estructura económica y su carácter de clase, es la sociedad burguesa
moderna. ¿Qué es lo que domina en las relaciones entre los hombres en esta
sociedad? No es necesario ser —como lo fueron en el siglo pasado los socialistas
utópicos y más tarde, Marx y Engels— críticos radicales y adversarios de ella, para
comprender el tipo de hombre que predomina en ella, así como al carácter de las
relaciones humanas. Ya antes de Marx pensadores burgueses como Adam Smith en
la economía, así como Hobbes y Hegel en la filosofía política, nada sospechosos de
aspirar a un cambio revolucionario de la sociedad burguesa reconocieron —con una
franqueza que raya en cinismo— el verdadero carácter de esa sociedad y de las relaciones
entre los hombres en ella. Para ellos, la sociedad es un campo de batalla, en la
que el hombre es “lobo del hombre”, como afirmaba Hobbes, o en la que se libra una
guerra de todos contra todos, como decían Adam Smith y Hegel.
En esta sociedad, el individuo sólo se afirma haciendo prevalecer sus intereses personales
sobre los de los demás. Hay un divorcio entre el individuo y la comunidad. Lo
que mueve a los individuos en sus actos es el egoísmo. Y, por lo tanto, lo que vale
en su comportamiento es su capacidad de hacer prevalecer su interés particular. Un
hombre es práctico en la medida en que ejercita con éxito esa capacidad. La práctica
se concibe, pues, en un sentido estrecho, sórdido, egoísta.

En una sociedad en la que el comportamiento humano se modela en función de


sus intereses egoístas, la filosofía aparece a los ojos del hombre común, “económico”,
“práctico”, como una actividad u oficio impráctico, no rentable, y, por tanto, inútil.
Y, ciertamente, si lo práctico se concibe en un sentido egoísta, económico y la adquisición
de bienes materiales es la medida de la riqueza humana, nada más impráctico en
esa sociedad que el oficio de filósofo.
Verdaderamente, la idea de la inutilidad práctica, y, por ello, de la impotencia vital
de la filosofía deriva de su carácter reflexivo y crítico. Éste se convierte en un obstáculo
para realizar los objetivos estrechamente prácticos, egoístas o utilitarios.
Pero esta negación de la filosofía no es sino la expresión de una negación del pensar
mismo, como actividad racional y crítica que forma parte, sin reducirse a ella, de
la condición propiamente humana. Una manifestación rotunda de la negación de esa
actividad es la actitud hacia el trabajo que se pone de manifiesto en la producción industrial
en serie o en cadena, introducida por Ford en los años veinte en la fabricación
de automóviles. Una de las instrucciones de Ford para la admisión de obreros en sus
fábricas era la de excluir a los que mostraran la tendencia a pensar por cuenta propia.
Con esto se presuponía que el pensamiento o intento de actuar reflexivamente,
obstaculiza el trabajo mecanizado, en serie o en cadena, y, de este modo, al rebajar
la productividad se convierte en un obstáculo al momento de obtener beneficios. La
idea de la inutilidad “práctica” o vital de la filosofía no es nueva, y tiene una larga
tradición. Ya la sirvienta del filósofo jonio Tales de Mileto, allá por el siglo VI antes de
nuestra era, no pudo contener la risa cuando su patrón, ensimismado en sus reflexiones,
cayó en un pozo. De acuerdo con la tradición que ejemplifica esta anécdota, la
filosofía sería un caso extremo de lo inútil, o impráctico en la vida real. Pero esta idea
de la inutilidad vital de la filosofía, no sólo es propia del hombre común y corriente que
pone lo práctico, lo útil —entendido en un sentido estrecho— como el valor preferido
en la vida de cada día.

También entre los científicos se da, a veces, aunque por otras razones, la idea de la
inutilidad de la filosofía no en el sentido anterior sino en el que tiene para su actividad
propia, científica. Desde ésta, no ve la necesidad ni la utilidad de la filosofía. Y no la ve
porque parte del supuesto de que la ciencia constituye la única esfera del conocimiento
y que, por tanto, no queda un espacio propio para el saber filosófico. Ciertamente,
la filosofía no puede pretender —como han pretendido algunos filósofos— rivalizar
con la ciencia en la búsqueda de conocimientos positivos ni tampoco elevarse sobre
ella como una especie de ciencia suprema o reina de las ciencias. La filosofía no puede
sustituir a ninguna ciencia ni situarse por encima de ellas. Pero esto no significa que,
con base en ellas y no a sus espaldas, carezca de un campo propio al tratar de esclarecer
la situación del hombre en el mundo y sus relaciones mutuas en él, así como al
asignarse la tarea de analizar críticamente los supuestos y creencias que oscurecen u
ocultan esa situación y esas relaciones, como demuestra toda la historia de la filosofía,
el examen del instrumental cognoscitivo metodológico con que los hombres, a través
de las ciencias correspondientes, conocen la naturaleza y su propia naturaleza. Por
otro lado, para tratar de fundamentar racionalmente la utilidad y necesidad de la filosofía
con respecto a las ciencias o para negar esa utilidad y necesidad, hay que hacer
filosofía. Sólo filosóficamente se puede negar lo que distingue a la filosofía de las
ciencias. Y esta negación es la que pretende llevar a cabo la filosofía que, no obstante
sus variantes, se conoce como positivismo. Ahora bien, la filosofía está tan presente,
aunque de un modo distorsionado, en la vida cotidiana que incluso encontramos el
término filosofía en expresiones de uso corriente como la de: “tomar las cosas con
filosofía”. En este caso se hace alusión a una actitud de repliegue de los filósofos ante
la acción, de reflexión o recogimiento sereno antes de precipitarse en una decisión
que, por precipitación puede ser después lamentada.

O la hallamos también cuando los empresarios dicen: “la filosofía de nuestra empresa
es ésta”. En este caso se trata de fijar el lineamiento general de sus actividades o
sus planes de acción. Se toma de la filosofía justamente su tendencia a la generalización
por encima de los detalles o de las urgencias inmediatas, pero con ellos se oculta
la verdadera actitud empresarial que consiste en invertir el imperativo de aquel gran
filósofo que se llamó Kant, a saber: trata o considera siempre a los hombres como fi n y
no como medio. Ahora bien, la “filosofía” del empresario —tal como él la entiende—
persigue siempre justificar, sin argumentación convincente, el tratar a los hombres
como cosas —como mercancías— y no como fines.

La filosofía no rompe los nexos con la vida cotidiana; se alimenta de preocupaciones,


dudas, aspiraciones que se generan en ella, y que ella se encarga muchas veces
de esclarecer, analizar o fundamentar. La filosofía tampoco puede cortar sus ligas con
la historia real, con una determinada fase histórico-social en que esa filosofía surge.
Por ello, decía Hegel que la filosofía es hija de su tiempo, o que es la época misma traducida
en conceptos. Esto explica algo que sorprende y desorienta a quienes se inician
en el estudio de la filosofía: su diversidad, su sucederse en el tiempo. Esto sorprende,
sobre todo, si se compara esta variedad con la estabilidad y unidad que presenta la
ciencia. Y es que la ciencia une y la filosofía divide. Ciertamente, la ciencia en el pasado
registra una diversidad de hipótesis, teorías; pero esta diversidad tiende a desembocar
en la ciencia única y sistemática en el presente. La ciencia se escribe siempre en
presente y el pasado vale científicamente en la medida en que se integra ese sistema
que es la ciencia. Ahora bien, la diversidad de doctrinas filosóficas del pasado no está
destinada a desembocar en una y sola filosofía. No existe LA FILOSOFÍA con mayúsculas
sino una pluralidad de filosofías, pluralidad que cede paso a una nueva pluralidad.
Y ello es así porque en un mundo humano dividido, y particularmente en un mundo
humano desgarrado por contradicciones antagónicas, la filosofía —por su vinculación
con las aspiraciones, ideales e intereses humanos— no puede dejar de estar dividida.
Cambian por ello de una época a otra los problemas que pasan a primer plano; cambian
las soluciones a un problema ya planteado; cambia la función social de la filosofía
y cambia asimismo el modo de ejercerla, de practicarla; es decir cambia el “oficio” de
filósofo. Baste comparar cómo hacía la filosofía Sócrates en la calle interrogando al
primer ciudadano que pasaba por allí, o al zapatero de la esquina. Y cómo en este diálogo
con los no iniciados filosóficamente, aunque como seres humanos preocupados
por la verdad, la justicia o el bien, el filósofo de Atenas hacia parir en ellos —con el
concurso del “hombre de la calle”— los conceptos de verdad, justicia o bien.

Ciertamente este modo de hacer filosofía corresponde a una sociedad como la polis
ateniense, en la que el ciudadano y el hombre “libre” (no el esclavo) hace suya la vida
pública, comunitaria y no pone su vida personal por encima de ella; una sociedad en
la que todo, la política, las grandes decisiones del Estado, etcétera, pasan por la plaza
pública. También por ello, la filosofía se hace públicamente y no en un recinto aislado.
Con la división del trabajo cada vez más acentuada, y con ella la del trabajo intelectual,
y con la escisión de la vida en pública y privada que, caracterizada a la sociedad moderna,
la filosofía se hace, sobre todo, fuera de la calle, en los recintos especializados de
las instituciones académicas. En estrecha relación con este modo de hacer la filosofía,
tiene lugar también —ya en la sociedad moderna— su profesionalización o filosofía
hecha, sobre todo, por los que se consagran profesional o especialmente a ella. Así la
practicaron Hegel o Comte en el siglo pasado. Así la hacen en nuestro tiempo Husserl,
Carnap, Jaspers o Heidegger. La hacen especialistas de la filosofía, como una especialidad
un tanto paradójica en cuanto que la filosofía, a diferencia de la ciencia, se mueve
siempre en un plano más abstracto y más general. De ahí que se haya dicho que si el
científico es especialista en un campo particular —el de la física, la química, o el del
Estado o la economía— el filósofo sería el especialista en todo. Y esto se aplica
particularmente a los constructores de los grandes sistemas en los que todo tiene o debe
tener su asiento, como sucede con ese constructor de sistemas o grandes catedrales
del pensamiento que fue Hegel.

Sin embargo, aunque en los tiempos modernos y contemporáneos, a diferencia de


otros, predomina la actividad del filósofo como una ocupación profesional de la que
vive o malvive y a la que dedica todo su tiempo activo; no hay que pensar que toda la
filosofía se produce profesionalmente. Baste citar en el siglo pasado a filósofos como
Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche o Marx que nunca ejercieron profesionalmente
el oficio del filósofo. Y en nuestro tiempo, recordamos los nombres de Gramsci o Sartre
que no fueron filósofos en el sentido académico o profesional de un Husserl o un
Heidegger. Si la filosofía es una reflexión sobre la situación del hombre en el mundo,
sobre las relaciones que los hombres contraen en esa relación, y sobre el conocimiento
que los hombres tienen de unos y otros, y si la filosofía misma se hace en una época y
sociedad dadas: es decir, en un mundo en el que se libran conflictos, choques de intereses;
la filosofía no puede sustraerse a ese mundo, y en cuanto actividad humana que
pone al hombre, a sus ideas, a su comportamiento, como objeto de sus reflexiones,
es siempre filosofía interesada. Naturalmente, no siempre los filósofos aceptan esta
caracterización; a lo sumo admiten esta incidencia de los intereses y aspiraciones que
emanan de la vida real —así como las ideas o ideología que las expresan— como algo
que se da en otras filosofías, pero no en la propia, que supuestamente sería inmune
por su objeto o por sus procedimientos, a toda ideología. Ven la paja en el ojo ajeno y
no la viga en el propio. El objeto de la filosofía, o sea: el campo temático que aborda
o el tipo de problemas que pone en primer plano, así como el modo de ejercerla, o de
practicarse este oficio de filósofo, permiten establecer una caracterización de la diversidad
de la filosofía. Se trata de una caracterización esquemática como todo lo que
trata de introducir rasgos comunes en la diversidad —ya hemos dicho inevitable por
su carácter interesado— de la filosofía.

Sánchez Vázquez, A., en Revista Topan,


Revista del Círculo Mexicano de Profesores de Filosofía.

También podría gustarte