EDUARDO GARCÍA DE ENTERRÍA
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
TOMÁS-RAMÓN FERNÁNDEZ
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
CURSO DE DERECHO
ADMINISTRATIVO
– II –
17.ª EDICIÓN
Reimpresión, 1978
Segunda edición, 1981
Reimpresiones, 1981 y 1982
Traducción italiana con el título de Principi di Diritto Administrativo,
Milano, Giuffrè, 1983, 363 págs. (trad. L. Vandelli y G. Gascani)
Reimpresiones, 1984, 1986, 1987, 1988, 1989 y 1990
Traducción portuguesa con el título Curso de Direito Administrativo,
Editora «Revista dos Tribunais». São Paulo, 1991, 957 págs. (trad. A.
2
Setti)
Tercera edición, 1991
Reimpresión, 1992
Cuarta edición, 1993
Reimpresiones, 1994, 1995
Quinta edición, 1998
Sexta edición, 1999
Séptima edición, 2000
Octava edición, 2002
Novena edición, 2004 (La novena edición ha sido publicada en Argentina
en 2006, con notas de Derecho argentino del Profesor
Agustín Gordillo. Editorial La Ley, y en Perú-Colombia, Editoriales
Palestra y Temis)
Décima edición, 2006
Undécima edición, 2008
Duodécima edición, 2011
Decimotercera edición, 2013 (nueva traducción brasileña, Ed-Rivista dos
Tribunais-São Paulo 2015)
Decimocuarta edición, 2015
Decimoquinta edición, 2017
Decimosexta edición, 2020
3
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Camino de Galar, 15
31190 Cizur Menor (Navarra)
ISBN: 978-84-1125-555-4
DL NA 878-2022
Printed in Spain. Impreso en España
Fotocomposición: Editorial Aranzadi, S.A.U.
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Impresión: Rodona Industria Gráfica, SL
Polígono Agustinos, Calle A, Nave D-11
31013 – Pamplona
A Mary Carmen
5
SUMARIO
ABREVIATURAS UTILIZADAS
TÍTULO QUINTO
LA POSICIÓN JURÍDICA DEL ADMINISTRADO
CAPÍTULO XV
LA TEORÍA DEL ADMINISTRADO Y DE SUS SITUACIONES
JURÍDICAS (I)
I. El administrado en general y su capacidad jurídica y de
obrar
1. La figura del administrado y sus clases
2. La capacidad del administrado y sus circunstancias
modificativas; en particular, nacionalidad, vecindad
territorial, vecindad administrativa, sexo, edad,
enfermedad, domicilio, religión, condena penal,
procesamiento; la cuestión de la «buena conducta»
II. Las situaciones jurídicas del administrado en general
1. Consideraciones generales y cuadro sistemático
2. Las situaciones jurídicas subjetivas de carácter activo. En
especial, las potestades del administrado
3. Las situaciones jurídicas pasivas. Sujeciones, deberes y
obligaciones del administrado
A. Sujeciones
B. La teoría de los deberes públicos. Distinción entre
deber y obligación
C. Los deberes de la Constitución
D. La imposición administrativa de deberes y
obligaciones
III. Los derechos subjetivos del administrado
1. Derechos subjetivos típicos
2. Derechos subjetivos y legalidad de la Administración
6
A. Planteamiento general
B. La cuestión en el derecho administrativo francés: la
formación del recurso por exceso de poder como un
supuesto recurso «objetivo» y el requisito del interés
C. El problema en Italia
D. El problema en Alemania
E. El problema en España
F. La explicación técnica de un tipo específico de
derecho subjetivo
a. Crítica de las construcciones tradicionales
b. La construcción de este nuevo derecho
subjetivo
3. Recapitulación
CAPÍTULO XVI
LA TEORÍA DEL ADMINISTRADO Y DE SUS SITUACIONES
JURÍDICAS (II)
I. Las libertades públicas en particular
1. El papel central de los derechos fundamentales en el
sistema constitucional
2. Las libertades públicas y derechos fundamentales en
general, sus clases y sus técnicas jurídicas
3. Los derechos fundamentales como derechos subjetivos
4. Funcionalidad jurídico-administrativa de las libertades
públicas
A. En el plano formal
B. En el plano material
5. La protección jurisdiccional de las libertades públicas
II. El derecho de los administrados a obtener prestaciones de los
servicios públicos
1. Los presupuestos del planteamiento tradicional y su crisis
actual
2. El derecho de los administrados a los servicios públicos
A. Las notas dominantes del sistema en vigor
7
B. El derecho a la creación y mantenimiento de los
servicios públicos u organizaciones prestacionales
C. El derecho al uso y disfrute de los servicios existentes
D. Un paso decisivo: el recurso contencioso-
administrativo contra la inactividad de la
Administración creado por la LJ de 1998
E. La participación de los usuarios en la orientación del
desenvolvimiento de los servicios
F. Técnicas adicionales de garantía
3. Observación final sobre el tema de la actividad
prestacional de los entes públicos
III. La participación del administrado en las funciones
administrativas
1. La participación en general, su ámbito y su carácter
2. La participación orgánica
3. La participación funcional
4. Las fórmulas cooperativas de participación
IV. Actos jurídicos del administrado
1. En general
2. Las principales especies de actos del administrado
A. Peticiones y solicitudes
B. Aceptaciones
C. Contratos y convenios con la Administración
D. Recursos y reclamaciones
E. Renuncias
F. Comunicaciones y declaraciones
G. Opciones
H. Requerimientos e intimaciones
CAPÍTULO XVII
LA INCIDENCIA DE LA ACCIÓN ADMINISTRATIVA SOBRE
LAS SITUACIONES JURÍDICAS DEL ADMINISTRADO
I. Introducción
8
II. Creación y ampliación de situaciones activas favorables. El
acto administrativo como título
III. Creación y ampliación de situaciones pasivas: operaciones de
gravamen
1. Introducción: los tipos de incidencia negativa en la
posición del administrado, su posible caracterización y sus
clases
2. El sacrificio de situaciones de mero interés
3. Las limitaciones administrativas de derechos
A. Concepto
B. Tipos de limitaciones administrativas
C. La exigencia de un respaldo normativo específico y
su rango
D. Las medidas de limitación administrativa
E. Clases de limitaciones administrativas
F. La no indemnizabilidad de las limitaciones
4. Precisiones adicionales sobre la licitud constitucional de
las diferentes limitaciones y criterios para su elección
5. Potestades ablatorias (reales): expropiaciones,
transferencias coactivas no expropiatorias, comisos
6. Prestaciones forzosas
A. Concepto, caracteres y clases
B. Prestaciones personales
C. Prestaciones reales
7. Imposición de deberes
A. Concepto de la figura y de su relevancia en el
Derecho Administrativo
B. Imposición reglamentaria de deberes a los
administrados
C. Deberes impuestos por decisión administrativa.
Teoría de las órdenes
a. Concepto, justificación y extensión de las
órdenes
b. La vinculación a las órdenes: el deber de
9
obediencia y sus límites
c. Clases de órdenes
D. Deberes normativos fiscalizados por la
Administración
IV. En particular, la técnica autorizatoria
1. La autorización como «genus»
2. El concepto clásico de autorización: su crisis y su vigencia
actual
3. Clases de autorizaciones
A. Criterios clasificatorios
B. Autorizaciones simples y autorizaciones operativas
C. Autorizaciones por operación y autorizaciones de
funcionamiento
D. Autorizaciones regladas y autorizaciones
discrecionales
E. Autorizaciones personales, reales y mixtas
V. La delimitación administrativa de derechos privados
1. Introducción: la alternativa de la acción interventora
sobre la libertad de actuación privada
2. La atribución de derechos privados de explotación de una
actividad mediante la técnica concesional
A. El principio general
B. La calificación demanial de bienes cuya utilidad
última es privada y no el de sostener una función
pública estrictamente tal
C. El caso de los derechos de la caza
D. Las concesiones de servicio público e industriales
3. La delimitación del contenido normal del derecho de
propiedad a través de Planes administrativos
A. En la propiedad urbana
B. La extensión de esta técnica a otras formas de
propiedad o de empresa
CAPÍTULO XVIII
10
LAS SANCIONES ADMINISTRATIVAS
I. Concepto, significado y extensión
1. Concepto y formación de una potestad sancionatoria
administrativa
2. El problema de la articulación técnico-jurídica de las
sanciones administrativas
3. La aplicación de los principios generales del Derecho
Penal al Derecho sancionador de la Administración
4. La cuestión de las sanciones disciplinarias y rescisorias
A. La materia disciplinaria
B. El régimen disciplinario militar
C. Las llamadas sanciones rescisorias
5. Las sanciones tributarias
II. Los principios del derecho sancionatorio administrativo
1. La aplicación y la matización de los principios jurídico-
penales
A. Principio de legalidad
B. Principio de tipicidad
C. Culpabilidad
D. Proporcionalidad
E. Derecho a la presunción de inocencia
F. Prescripción
III. Las relaciones entre la potestad sancionatoria administrativa
y la jurisdicción penal
1. Incompatibilidad y «non bis in idem»
2. Precedencia del enjuiciamiento penal sobre el
administrativo
3. La autonomía del ilícito administrativo frente a la
apreciación prejudicial del juez penal. La llamada
prejudicialidad devolutiva en favor del juez administrativo
IV. El procedimiento sancionador
1. Principios generales
2. El procedimiento general sancionador. Reglas comunes
11
3. Los derechos de defensa del inculpado
A. Vista del expediente y proposición de prueba
B. La aplicación de los derechos del artículo 24 de la
Constitución
V. Las medidas sancionatorias administrativas
1. Las clases de medidas sancionatorias y el problema de su
limitación
2. Las medidas accesorias: incapacidades, comiso y
responsabilidad civil derivada de la infracción
VI. La efectividad de las sanciones y su impugnación
jurisdiccional. Suspensión, «solve et repete» y «reformatio in
peius»
TÍTULO SEXTO
SACRIFICIO Y LESIÓN DEL PATRIMONIO DEL
ADMINISTRADO
CAPÍTULO XIX
LA EXPROPIACIÓN FORZOSA: LA POTESTAD
EXPROPIATORIA
I. Introducción
1. La historia normativa de la expropiación
2. Los dos aspectos de la institución expropiatoria
II. Naturaleza y justificación de la potestad expropiatoria
1. La potestad expropiatoria como potestad administrativa
2. Potestad expropiatoria actuada a través del legislador o
del juez
A. Las expropiaciones legislativas en general
B. Las expropiaciones legislativas en España
C. Las expropiaciones judiciales
3. La justificación del poder de expropiar
III. Los sujetos de la potestad expropiatoria
IV. El objeto de la potestad expropiatoria
1. El enunciado general
12
2. El problema de los «intereses patrimoniales legítimos»
como objeto expropiatorio
V. La «causa expropriandi»
1. En general
2. Utilidad pública e interés social como fines legales de la
expropiación
3. Especificidad de la «causa expropriandi» para cada
operación y su calificación por Ley
VI. El contenido de la expropiación
1. La cláusula general del artículo 1.º LEF y su significado
2. El «criterium» de la expropiación: expropiaciones y
limitaciones legales
A. Significación del tema
B. Privación
C. Singularidad de la privación
D. La indagación ulterior del criterio expropiatorio:
beneficio y enriquecimiento
E. Los problemas aplicativos: algunos ejemplos legales y
los criterios interpretativos
F. Expropiaciones plenas y no plenas
3. La privación ha de ser «acordada imperativamente»
A. El acuerdo imperativo directo. La diferencia entre
expropiación y responsabilidad civil de la
administración
B. La exclusión del ámbito de la expropiación de los
sacrificios patrimoniales producidos en el seno de
relaciones jurídicas singulares
4. Las excepciones del concepto legal de expropiación: las
llamadas «ventas o cesiones forzosas»
A. El fenómeno de las llamadas «ventas forzosas»
B. La naturaleza de estas operaciones
VII. El ejercicio de la potestad expropiatoria y su concreción
sobre bienes determinados
1. El procedimiento expropiatorio en general
2. La declaración de necesidad de la ocupación de los bienes
13
o derechos objeto de la expropiación
A. El sentido general de la declaración de necesidad de
la ocupación, su finalidad y su desvirtuación
B. El control de la legalidad de la aplicación de la «causa
expropriandi» y de la necesidad específica de un bien
concreto por depuración de alternativas de
localización
C. La extensión concreta de la necesidad y el problema
de las expropiaciones parciales
CAPÍTULO XX
LA EXPROPIACIÓN FORZOSA (CONTINUACIÓN): LA
GARANTÍA PATRIMONIAL EN LA EXPROPIACIÓN. LAS
EXPROPIACIONES ESPECIALES
I. Carácter esencial de la garantía expropiatoria y sus aspectos
II. La protección frente a la «vía de hecho»
1. El concepto de «vía de hecho» en la expropiación y sus
supuestos típicos
2. La reacción frente a la «vía de hecho»
A. La reacción interdictal
B. La acción específica en vía contencioso-
administrativa contra la vía de hecho
III. El derecho a las formas procedimentales
IV. La indemnización expropiatoria o «justo precio»
1. El «justo precio» como garantía
2. Naturaleza de la indemnización expropiatoria. El principio
del «previo pago»
A. La indemnización como carga legal. El momento de
la producción del efecto expropiatorio. La
justificación y las consecuencias de la regla del
«previo pago». El carácter constitucional de la regla
B. Las correcciones de la regla del «previo pago»
3. En particular, la expropiación urgente
A. El sistema legal y su naturaleza
a. El régimen positivo
14
b. La naturaleza de la figura
B. La desnaturalización del sistema
C. La necesaria corrección del sistema
4. El sistema de valoración del justiprecio
A. El acuerdo amigable o mutuo acuerdo
B. El Jurado Provincial de Expropiación
5. La garantía judicial de la valoración
V. Extensión de la indemnización y criterios de valoración
1. El concepto de justo precio. Elementos integrantes
A. El concepto general
B. Elementos integrantes del justiprecio y momento de
la valoración
C. El criterio formal de los valores fiscales y su
relativización. El principio del «valor real»
2. La libertad estimativa del artículo 43 LEF, su utilización
jurisprudencial y su alcance actual
A. Principio general
B. Valoración de industrias y establecimientos
mercantiles
C. Valoración de arrendamientos
VI. El pago del justo precio
VII. La garantía del justiprecio frente a demoras y depreciación
monetaria
1. Planteamiento general del problema
2. Análisis de las técnicas correctoras de la LEF y su
insuficiencia
A. La reducción de los plazos del procedimiento
B. Los intereses de demora
C. La retasación
D. La calificación preferencial de los procesos sobre
expropiación
3. La corrección de las iniquidades resultantes
VIII. La reversión del bien expropiado
15
1. Justificación y naturaleza de la reversión
2. Supuestos legales y condiciones de ejercicio
A. Los supuestos de hecho de la reversión y excepciones
a la misma
B. El surgimiento del derecho a la reversión y su
régimen
C. El ejercicio del derecho de reversión
3. La indemnización reversional
IX. Las expropiaciones especiales
1. Sentido y alcance de la especialidad
2. La expropiación por zonas o grupos de bienes
3. La expropiación por incumplimiento de la función social
de la propiedad o expropiación-sanción
4. Expropiación de bienes de valor artístico, histórico y
arqueológico
5. Expropiación por Entidades Locales
6. Expropiación que da lugar al traslado de poblaciones
7. Expropiaciones por causa de colonización y mejora
agraria
A. Expropiaciones para la transformación de grandes
zonas
B. Expropiación por causa del interés social
C. Expropiación de fincas mejorables y por causa de
reforma agraria
8. Expropiaciones por causa de obras públicas
9. La expropiación en materia de propiedad industrial
10. La expropiación por razones de defensa nacional y
seguridad del Estado
11. Otros procedimientos especiales
X. En particular, las expropiaciones urbanísticas
1. La prioridad aplicativa de la legislación urbanística
2. Las diversas funciones del instituto expropiatorio en el
ámbito urbanístico
A. La expropiación como sistema general de ejecución
16
de los Planes y como técnica alternativa de
recuperación de las plusvalías urbanísticas
B. La expropiación como instrumento para la ejecución
de los sistemas generales o de operaciones
urbanísticas aisladas
C. La expropiación como fórmula para la constitución de
patrimonios públicos de suelo
D. La expropiación como sanción por el incumplimiento
de las obligaciones y cargas que pesan sobre los
propietarios de suelo
3. Las especialidades procedimentales
4. Los criterios de valoración
A. El problema general y la formación del sistema
vigente
B. El sistema actual
5. La nueva regulación de la reversión en las expropiaciones
urbanísticas
CAPÍTULO XXI
LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE LA
ADMINISTRACIÓN
I. Introducción
II. El proceso de afirmación de la responsabilidad patrimonial
del Estado
1. El principio «the king can do not wrong» como punto de
partida
2. La ruptura por vía legislativa. El ejemplo de los
ordenamientos anglosajones
3. La evolución por vía jurisprudencial. En especial, el
ejemplo del Derecho francés
A. El problema en el Derecho alemán
B. El ejemplo del Derecho francés
III. La responsabilidad patrimonial de la Administración en
nuestro Derecho: orígenes y evolución
1. La situación anterior a la LEF
17
2. La situación actual
IV. Los presupuestos de la responsabilidad de la Administración
1. Universalidad de la cláusula general de responsabilidad
patrimonial
2. La configuración básica de la responsabilidad patrimonial
de la Administración
3. El concepto técnico-jurídico de lesión resarcible y sus
notas características
4. El problema de la imputación
A. Planteamiento general
B. La fórmula legal y los problemas específicos de la
responsabilidad del Estado-Juez
C. Títulos y modalidades de imputación del daño a la
Administración
5. La relación de la causalidad
A. El problema de la causalidad en la producción del
daño. Equivalencia de condiciones, causalidad
adecuada, apreciación pragmática
B. La incidencia de causa extraña, culpa de la víctima y
hecho de un tercero. El concurso de causas y su
tratamiento
6. La cobertura por la Administración de la responsabilidad
del funcionario. Acciones de regreso
V. El problema de la imputación a la Administración de daños
producidos «por hecho de las leyes»
1. Planteamiento general y análisis crítico de la
jurisprudencia
2. El caso especial de la responsabilidad derivada de la
infracción del Derecho Comunitario por las Leyes internas
3. La responsabilidad en caso de ruptura por una Ley del
equilibrio financiero de un contrato administrativo
VI. La efectividad de la reparación
1. Principios generales
A. Reparación «in natura» e indemnización
suplementaria
B. La extensión de la reparación
18
C. Momento de la valoración del perjuicio
D. En particular, el problema de los intereses de demora
por deudas de dinero
2. Referencia a regímenes especiales
VII. La acción de responsabilidad
1. Plazo de ejercicio y prescripción
2. El procedimiento de reclamación
3. La reparación de los daños causados por un acto
administrativo recurrido ante y anulado por los Tribunales
4. La garantía judicial
TÍTULO SÉPTIMO
LAS GARANTÍAS FORMALES DE LA POSICIÓN JURÍDICA
DEL ADMINISTRADO: PROCEDIMIENTO Y RECURSOS
ADMINISTRATIVOS
CAPÍTULO XXII
EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO
I. Introducción
II. El procedimiento administrativo como institución jurídica.
Concepto y clases de procedimientos
1. Naturaleza y fines del procedimiento administrativo
2. La estructura técnica del procedimiento
3. Clases de procedimientos
III. La regulación del procedimiento administrativo en nuestro
Derecho
1. La regulación inicial: la Ley Azcarate de 1889
2. La decisiva LPA de 1958 y su sustitución en 1992
3. La regulación vigente del Procedimiento Administrativo
A. La aplicabilidad general de la LPAC a todas las
Administraciones Públicas. El principio y sus
limitaciones
B. El procedimiento administrativo en la Administración
institucional
19
C. El procedimiento administrativo en la llamada
Administración corporativa
4. La tramitación electrónica del procedimiento
IV. Los principios generales del procedimiento administrativo
1. El carácter contradictorio del procedimiento
administrativo
2. El principio de economía procesal
3. El principio «in dubio pro actione»
4. El principio de oficialidad
5. Exigencia de legitimación
6. La imparcialidad en el procedimiento administrativo
7. El principio de transparencia
8. La gratuidad del procedimiento administrativo
V. Los interesados en el procedimiento administrativo
1. Concepto y clases de interesados
2. La posición de los interesados en el procedimiento
3. Capacidad y representación de los interesados
VI. La estructura del procedimiento administrativo
1. La iniciación del procedimiento: sus formas y sus efectos
A. Iniciación de oficio e iniciación a instancia de parte.
Derecho de petición
B. Efectos de la iniciación del procedimiento
2. Instrucción del procedimiento
A. Alegaciones
B. Informes
C. La prueba en el procedimiento administrativo
a. El principio de oficialidad y la carga de la
prueba en el procedimiento administrativo
b. Duración del período de prueba
c. Carácter no tasado de los medios de prueba
d. Valoración de las pruebas
D. El trámite de audiencia y vista del expediente
20
E. La tramitación simplificada
3. Terminación del procedimiento
A. Consideraciones generales. La propuesta de
resolución
B. La resolución. El principio de congruencia y sus
modulaciones
C. El desistimiento y la renuncia
D. La caducidad del procedimiento
E. La imposibilidad material de continuar el
procedimiento
F. Fórmulas convencionales de terminación
VII. La cuestión de la lengua en el procedimiento administrativo
CAPÍTULO XXIII
LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS
I. Concepto y caracterización. Significado real de la vía
administrativa de recurso
1. Los recursos administrativos como garantía
2. Los recursos administrativos como presupuesto de la
impugnación jurisdiccional
3. La reforma del sistema de recursos realizada por la LPC
de 1992 y la «reforma de la reforma»
II. Clases de recursos y regulación positiva
III. El procedimiento administrativo en vía de recurso.
Principios generales
1. Elementos subjetivos
A. Autoridad competente para resolver los recursos
B. El recurrente
2. Elementos objetivos: actos y disposiciones impugnables
3. Análisis del procedimiento propiamente dicho
A. La interposición y sus efectos
B. Tramitación del recurso. En especial, el trámite de
audiencia
21
C. Terminación del procedimiento. En especial, el
problema de la «reformatio in peius»
IV. El recurso de alzada
V. El recurso de reposición
VI. El recurso extraordinario de revisión
VII. Procedimientos alternativos de impugnación o reclamación
VIII. La especialidad de la vía de recurso en materia fiscal. Las
reclamaciones económico-administrativas
1. Consideraciones generales
2. El principio de separación entre la actividad de gestión y
la actividad de resolución. Los Tribunales Económico-
Administrativos: su naturaleza
3. La materia económico-administrativa. Actos impugnables
4. El procedimiento en la vía económico-administrativa
A. La extensión de la revisión en vía económico-
administrativa
B. El recurso de reposición previo a la vía
contencioso-administrativa
C. Los recursos económico-administrativos propiamente
dichos
a. La jurisdiccionalización del procedimiento y el
sistema de doble instancia
b. La especialidad del sistema en orden a la
legitimación, suspensión y resolución
5. La vía económico-administrativa en la esfera local
IX. Recursos administrativos especiales
TÍTULO OCTAVO
LA TUTELA JURISDICCIONAL DE LA POSICIÓN JURÍDICA
DEL ADMINISTRADO
CAPÍTULO XXIV
LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA:
NATURALEZA, EXTENSIÓN, LÍMITES
I. La formación del contencioso-administrativo
22
1. La formación del contencioso-administrativo francés
2. El contencioso-administrativo en España hasta la LJ de
1956
3. La Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa de 27
de diciembre de 1956
II. La Constitución de 1978 y el contencioso-administrativo
1. La significación general de la Constitución para la
jurisdicción contencioso-administrativa
2. La Ley de 26 de diciembre de 1978, de protección
jurisdiccional de los derechos fundamentales
3. La crisis de la legislación preconstitucional y su obligada
reforma: la nueva Ley jurisdiccional de 13 de julio de
1998
III. Los órganos de la jurisdicción
1. Juzgados de lo Contencioso-Administrativo
2. Juzgados Centrales de lo Contencioso-Administrativo
3. Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales
Superiores de Justicia
A. Composición
B. Competencia
4. Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia
Nacional
5. Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
Supremo
A. Composición
B. Competencia
6. La Sala especial del artículo 61 LOPJ
7. La regla especial de la nueva disposición adicional
séptima de la LJ
8. Reglas complementarias
IV. Naturaleza y caracteres
1. La inserción del contencioso-administrativo en el sistema
de autotutela y de la responsabilidad constitucional del
Ejecutivo e instituciones garantizadas
2. Sobre el supuesto carácter no pleno de la jurisdicción
23
contencioso-administrativa y su limitación al
restablecimiento de la legalidad objetiva, sin posibilidad
de imponer condenas de hacer. El carácter necesariamente
«subjetivo» de la jurisdicción o de tutela de derechos e
intereses legítimos del ciudadano
3. Sobre el carácter impugnatorio del recurso contencioso-
administrativo y el llamado carácter revisor de la
jurisdicción
V. Extensión y límites
1. La extensión de la jurisdicción contencioso-administrativa:
el alcance de la cláusula general
A. Actos de los órganos del Poder Judicial, del Poder
Legislativo, Tribunal de Cuentas, Administración
electoral, Tribunal Constitucional, Asambleas
legislativas autonómicas y otros órganos
constitucionales no integrados en la Administración
del Estado
B. La llamada Administración corporativa y demás
fórmulas de autoadministración
C. Concesionarios de servicios públicos
D. La Administración institucional y entidades
dependientes de ella
E. Órganos de naturaleza híbrida, jurisdiccional-
administrativa
2. Los límites de la jurisdicción contencioso-administrativa
A. Delimitación negativa. Materias excluidas y materias
ajenas a la jurisdicción contencioso-administrativa;
los actos de gobierno como materia incluida
a. Materias ajenas: el artículo 3.º LJ
b. Materias excluidas: en particular, el artículo 28
LJ. El caso de los actos de gobierno como
materia incluida
B. Delimitación positiva: la competencia de atribución
de la jurisdicción contencioso-administrativa
C. Las cuestiones prejudiciales e incidentales
VI. La jurisdicción como presupuesto procesal
24
CAPÍTULO XXV
LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA: EL
PROCEDIMIENTO Y LA SENTENCIA
I. Introducción
II. Las partes en el proceso contencioso-administrativo
1. Observaciones generales
2. Dualidad de partes. Emplazamiento de las mismas
A. Partes del proceso contencioso-administrativo
B. Emplazamiento
C. La peculiaridad de la Administración como parte
3. Requisitos de las partes
A. Capacidad, representación, postulación
B. En especial, la legitimación
C. La acción pública y la acción vecinal
4. El principio de igualdad de las partes
III. El objeto del recurso contencioso-administrativo
1. Las pretensiones de las partes. El carácter subjetivo del
proceso contencioso-administrativo
2. Actividad administrativa impugnable
3. Clases de pretensiones. El requisito de congruencia y sus
modulaciones
IV. El procedimiento en primera o única instancia
1. La interposición del recurso y sus efectos
A. Requisitos de la interposición. En especial, la vieja
regla de «solve et repete»
B. Plazos de interposición del recurso
C. Efectos de la interposición del recurso
2. La tutela cautelar en el proceso contencioso-
administrativo
A. Principios generales
B. La regulación de las medidas cautelares en la nueva
LJ
25
a. Régimen general
b. Las medidas cautelares precontractuales
C. El régimen procesal de las medidas cautelares y su
grave insuficiencia
3. La tramitación del recurso
4. La terminación del procedimiento
A. La inadmisión anticipada del recurso
B. El desistimiento del demandante
C. Transacción
D. El allanamiento
E. La satisfacción extraprocesal y la desaparición del
objeto del recurso
V. La sentencia
1. Contenido y alcance de la sentencia
A. Los pronunciamientos posibles
B. Alcance subjetivo de la sentencia
2. La ejecución de las sentencias
A. Los principios tradicionales y su superación
constitucional
B. El régimen de la ejecución de sentencias en la nueva
LJ
a. El sistema de la ejecución judicial
b. La situación procesal durante la ejecución
c. Imposibilidad de ejecución y posible
expropiación de la sentencia
d. La mediación intrajudicial como sistema
alternativo de ejecución
C. El caso particular de las condenas al pago de cantidad
D. La extensión de la sentencia a terceros, especialmente
en el caso de los llamados «actos en masa»
3. La ejecución provisional de las sentencias objeto de
recurso
VI. Recursos contra providencias, autos y sentencias
26
1. Recursos contra providencias y autos
2. Recurso ordinario de apelación
3. El recurso de casación
A. Origen y evolución
B. Objeto del recurso
C. El interés casacional, único motivo de admisión
D. El procedimiento
4. El recurso de revisión
VII. Procedimientos especiales
1. El procedimiento abreviado
2. Procedimiento para la protección de los derechos
fundamentales de la persona (arts. 114 y sigs. LJ)
3. La cuestión de ilegalidad
4. Procedimiento en los casos de suspensión administrativa
previa de acuerdos
5. Procedimiento para la garantía de la unidad de mercado
6. Procedimiento para la declaración judicial de extinción de
partidos políticos
VIII. Las costas del proceso
CAPÍTULO XXVI
LA ADMINISTRACIÓN Y LA JUSTICIA ORDINARIA
I. Introducción
II. La posición especial de la Administración en el proceso
ordinario. Manifestaciones
1. Origen histórico
2. La cobertura legal del sistema en la actualidad
3. Análisis individualizado de las reglas enunciadas
A. Especialidades relativas a los presupuestos del
proceso
a. La excepción de conciliación previa
b. Necesidad de autorización para entablar
demandas a nombre del Estado
27
c. Fuero territorial de las Administraciones
Públicas
B. Especialidades relativas al desarrollo del proceso
a. El privilegio de suspensión de plazos para
consulta
b. Régimen de notificaciones
c. Reglas especiales en materia de prueba
C. Especialidades relativas a la terminación del proceso
y a sus efectos
a. El allanamiento y el desistimiento de la
Administración
b. La técnica del recurso obligatorio
c. Exención de gastos, depósitos y cauciones
D. La reconducción a la Constitución del viejo privilegio
de exclusión de ejecución judicial. Remisión
III. La reclamación administrativa previa a la vía judicial
1. Origen y evolución
2. Reclamación previa y acto de conciliación
3. Ámbito de aplicación
4. La reclamación previa como Procedimiento Administrativo
5. La reclamación previa como presupuesto procesal
IV. Sustitución procesal de la Administración. Supuestos legales
28
ABREVIATURAS UTILIZADAS
Para mayor comodidad del lector se ha utilizado en el texto el sistema
de abreviaturas que se indica a continuación en relación a las Leyes y
Reglamentos de más frecuente uso. No obstante, cuando una Ley o
Reglamento aparece por vez primera se cita por su título y fecha
completos añadiendo a continuación entre paréntesis la abreviatura
con la que será designada en adelante.
CC Código Civil de 1889.
Código Penal, Ley Orgánica de 23 de
CP
noviembre de 1995.
Ley de Aguas, Texto Refundido de 20 de julio
LA
de 2001.
Texto Refundido de la Ley de Contratos del
LCSP
Sector Público de 4 de noviembre de 2011.
Ley Orgánica de Conflictos Jurisdiccionales
LCJ
de 18 de mayo de 1987.
Ley de Colegios Profesionales de 13 de
febrero de 1974, modificada por la Ley de 26
LCP
de diciembre de 1978 y la Ley 7/1997, de 14
de abril.
Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto básico
LEBEP
del empleado público.
Ley de Enjuiciamiento Civil de 7 de enero de
LEC
2000.
Ley de Expropiación Forzosa de 16 de
LEF
diciembre de 1954.
Ley articulada de Funcionarios Civiles del
Estado de 7 de febrero de 1964, parcialmente
29
LFCE derogada por la Ley 7/2007, de 12 de abril,
del Estatuto básico del empleado público.
Ley General Presupuestaria de 26 de
LGP
noviembre de 2003.
Ley del Gobierno de 23 de noviembre de
LGO
1997.
Ley General Tributaria de 17 de diciembre de
LGT
2003.
Ley reguladora de las Haciendas Locales.
LHL
Texto Refundido de 5 de marzo de 2004.
Ley reguladora de la Jurisdicción
contencioso-administrativa de 27 de
LJ 56 diciembre de 1956, modificada por Ley de 17
de marzo de 1973 y por Ley de 30 de abril de
1992.
Ley reguladora de la Jurisdicción
LJ Contencioso-administrativa de 13 de julio de
1998.
Ley Orgánica sobre los estados de alarma,
LOAES
excepción y sitio de 1 de junio de 1981.
Ley Orgánica del Consejo de Estado de 22 de
LOCE abril de 1980, modificada por la Ley Orgánica
3/2004, de 28 de diciembre.
Ley Orgánica sobre Protección de la
LOSC Seguridad Ciudadana de 30 de marzo de
2015.
Ley Orgánica del Poder Judicial de 1 de julio
LOPJ
de 1985.
Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de
3 de octubre de 1979, modificada por Leyes
30
Orgánicas de 26 de diciembre de 1984, 7 de
LOTC
junio de 1985, 9 de junio de 1988, 21 de abril
de 1999, 7 de enero de 2000, 24 de mayo de
2007, 21 de julio y 22 de septiembre de 2015.
Ley de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del
LPC/92 Procedimiento Administrativo común de 26
de noviembre de 1992, modificada por la Ley
4/1999, de 13 de enero.
Ley de Procedimiento Administrativo Común
LPAC de las Administraciones Públicas de 1 de
octubre de 2015.
Ley del Patrimonio de las Administraciones
LPAP
Públicas, de 3 de noviembre de 2003.
Ley de medidas para la reforma de la función
pública de 2 de agosto de 1984, parcialmente
LRFP
derogada por la Ley 7/2007, de 12 de abril,
del Estatuto básico del empleado público.
Ley reguladora de las bases de Régimen Local
de 2 de abril de 1985, modificada por la Ley
LRL
de 16 de diciembre de 2003 de modernización
del gobierno local.
Ley de Régimen del Suelo y Ordenación
LS 76 Urbana, Texto Refundido de 9 de abril de
1976.
Texto Refundido de la Ley de Suelo y
LS Rehabilitación Urbana, Texto Refundido de
30 de octubre de 2015.
Ley de Régimen Jurídico del Sector Público
LSP
de 1 de octubre de 2015.
Reglamento de Bienes de las Corporaciones
RBCL
31
Locales de 13 de junio de 1986.
Reglamento de la Ley de Expropiación
REF
Forzosa de 26 de abril de 1957.
Reglamento General de Recaudación de 29 de
RGR
julio de 2005.
Reglamento de Organización, funcionamiento
ROFRJ y régimen jurídico de las Corporaciones
Locales de 28 de noviembre de 1986.
Reglamento de Servicios de las Corporaciones
RSCL
Locales de 17 de junio de 1955.
Texto refundido de las disposiciones legales
vigentes en materia de Régimen Local,
TRRL
aprobado por Real Decreto legislativo de 18
de abril de 1986.
Asimismo, se han utilizado en las notas bibliográficas de cada
capítulo las siguientes abreviaturas:
ADC Anuario de Derecho Civil.
DA Documentación administrativa.
RAP Revista de Administración Pública.
RDAF Revista de Derecho Administrativo y Fiscal.
RDJ Revista de Derecho Judicial.
RDP Revista de Derecho Público.
RDU Revista de Derecho Urbanístico.
Civitas, Revista Española de Derecho
REDA
Administrativo.
32
REDC Revista Española de Derecho Constitucional.
RDPol. Revista de Derecho Político-UNED.
RGD Revista General de Derecho.
RVAP Revista Vasca de Administración Pública.
REVL- Revista de Estudios de la Vida Local-Revista
RALA de la Administración Local y Autonómica.
33
TÍTULO QUINTO
La posición jurídica del administrado
34
CAPÍTULO XV
LA TEORÍA DEL ADMINISTRADO Y DE SUS
SITUACIONES JURÍDICAS (I)
SUMARIO: I. EL ADMINISTRADO EN GENERAL Y SU
CAPACIDAD JURÍDICA Y DE OBRAR. 1. La figura del
administrado y sus clases. 2. La capacidad del administrado y sus
circunstancias modificativas; en particular, nacionalidad, vecindad
territorial, vecindad administrativa, sexo, edad, enfermedad,
domicilio, religión, condena penal, procesamiento; la cuestión de
la «buena conducta». II. LAS SITUACIONES JURÍDICAS DEL
ADMINISTRADO EN GENERAL. 1. Consideraciones generales y
cuadro sistemático. 2. Las situaciones jurídicas subjetivas de
carácter activo. En especial, las potestades del administrado. 3. Las
situaciones jurídicas pasivas. Sujeciones, deberes y obligaciones
del administrado. A. Sujeciones. B. La teoría de los deberes
públicos. Distinción entre deber y obligación. C. Los deberes de la
Constitución. D. La imposición administrativa de deberes y
obligaciones. III. LOS DERECHOS SUBJETIVOS DEL
ADMINISTRADO. 1. Derechos subjetivos típicos. 2. Derechos
subjetivos y legalidad de la Administración. A. Planteamiento
general. B. La cuestión en el derecho administrativo francés: la
formación del recurso por exceso de poder como un supuesto
recurso «objetivo» y el requisito del interés. C. El problema en
Italia. D. El problema en Alemania. E. El problema en España. F. La
explicación técnica de un tipo específico de derecho subjetivo. a.
Crítica de las construcciones tradicionales. b. La construcción de
este nuevo derecho subjetivo. 3. Recapitulación.
I. EL ADMINISTRADO EN GENERAL Y SU CAPACIDAD
JURÍDICA Y DE OBRAR
1. LA FIGURA DEL ADMINISTRADO Y SUS CLASES
35
En el volumen primero de esta obra quedó establecido el marco
general que define la posición jurídica de la Administración, término
inicial –y necesario, como ya vimos– de toda relación jurídico-
administrativa. Corresponde ahora, por lo tanto, iniciar el estudio del
segundo término de esta clase de relaciones jurídicas, que,
normalmente, suelen ser los particulares (aparte quedan, de momento,
las relaciones interadministrativas que traban entre sí dos
Administraciones Públicas distintas y las relaciones llamadas
reflexivas u organizativas, resueltas en el seno de una misma
Administración Pública a los efectos de su organización y
funcionamiento). En este capítulo y en los sucesivos se intentará
definir, por consiguiente, la posición jurídica del particular en sus
relaciones con la Administración, para lo cual comenzaremos por
exponer las líneas maestras de lo que se ha venido en llamar la teoría
del administrado.
Este término de «administrado» es, realmente, poco feliz; como
participio pasivo del verbo administrar, parece argüir una posición
simplemente pasiva de un sujeto, que vendría a sufrir o soportar la
acción de administrar que sobre él ejerce otro sujeto eminente y
activo, la potentior persona a que llamamos Administración Pública.
Sin embargo, esta connotación pasiva que el nombre de administrado
evoca inevitablemente es inexacta hoy, tanto política como
jurídicamente (quizás menos sociológicamente: la burocracia tiende a
heredar con ventaja al Príncipe absoluto). El absolutismo sí concebía
en ese sentido pasivo la posición del individuo dentro de la
comunidad política, titular apenas de meras cargas, obligaciones y
deberes que le imponía un poder público trascendente a todos y cada
uno de los individuos y aun al conjunto de todos ellos, como
emanado, de una u otra forma, de Dios mismo cuyo vicario en la
tierra para el fin de instaurar el orden secular era el Rey. Por eso, con
toda corrección técnica, los miembros de la comunidad política
distintos del Rey eran calificados de súbditos, esto es, de sometidos,
en virtud de la previa, general y superior posición trascendental del
Príncipe. La Revolución francesa fue dirigida derechamente contra
esta concepción política; el orden político perdió su base trascendente
radical para reducirse al mundo propio de los hombres en que se
aplica. No en una instancia extra o supracomunitaria surge y se apoya
el poder (con independencia de las concepciones de la filosofía
política y antropológica que lo hacen derivar de Dios mismo, lo cual
36
es otra cosa), sino en la propia voluntad general de la comunidad. Lo
cual hace que los individuos no sufran ya un poder externo y superior,
sino que funden con su asentimiento el poder que ellos crean y
configuran, que ellos controlan y que ellos mismos, en fin, aplican, y
a quienes sirve. Los individuos, pues, pasan a ser dueños del poder,
no su objeto como hasta ahora, y, a la vez, destinatarios directos de
sus beneficios, finalidad a la que el poder se ordena primariamente;
dejan así de ser súbditos para convertirse en ciudadanos, según un
concepto mil veces repetido, pero exacto.
Esta radical transformación, que está en la base del orden político y
jurídico moderno, parece puesta en cuestión con la reviviscencia del
viejo término «administrado» en el actual Derecho Administrativo,
porque el ciudadano es hoy no sólo titular de situaciones jurídicas
pasivas, sino, con la misma normalidad, un sujeto activo frente a la
Administración. Esta cualidad de sujeto activo del ciudadano no
resulta sólo de su participación en el proceso político de formación de
la voluntad general, sino del hecho más concreto de ostentar
normalmente la titularidad de situaciones jurídicas activas capaces de
imponer, incluso con la garantía judicial, sin la cual no sería
normalmente efectivo, obligaciones y deberes a la Administración, la
cual es, como hemos repetido en los capítulos anteriores tantas veces,
una organización servicial de la comunidad de ciudadanos y no una
instancia superior y extraña a los mismos.
Con esas reservas terminológicas, el término administrado se
mantiene aquí por su uso generalizado, que todavía puede encontrarse
en algunas leyes. Acaso podría decirse que, sin perjuicio de las
tendencias cada vez más vivas del Derecho Internacional en sentido
contrario, el concepto estricto de administrado seguiría cuadrando en
buena medida a los extranjeros residentes en territorio español,
supuesto que el Derecho Administrativo, como ya vimos en su
momento, se rige por el principio de territorialidad (art. 8.º.1, CC), y
los extranjeros no son miembros políticamente activos de la
comunidad (art. 13.2 de la Constitución), no son, pues, ciudadanos
stricto sensu. Pero tampoco ello quiere decir que el extranjero esté en
situación puramente pasiva frente a la Administración; más bien el
propio artículo 13 de la Constitución obliga a concluir que en materia
de las libertades públicas de todo el título I, con la sola excepción de
los derechos activae civitatis del artículo 23 (y aun esta excepción
37
puede excluirse, según el párrafo 2 del mismo art. 13, en cuanto al
derecho electoral activo y pasivo municipal, lo que es ya un criterio
impuesto por el Tratado de Maastricht para la Comunidad Europea
que ha determinado la reforma constitucional de 1992), la regla es la
equiparación de los extranjeros residentes con los nacionales, y
mucho más en cuanto a las demás posiciones activas del Derecho
Administrativo que no alcancen el rango de libertades públicas,
posiciones incluidas en la categoría de «derechos civiles» (como
opuestos a los políticos) que reconoce a los extranjeros el artículo 27
CC. Sobre ello haremos luego las correspondientes precisiones.
Administrado es, pues, cualquier persona física o jurídica considerada
desde su posición privada respecto a la Administración pública o a
sus agentes. La contraposición público-privado es la expresión más
simple de la dualidad Estado-ciudadano, aquí Administración-
administrado. Cabe luego desde una perspectiva general establecer
una distinción básica entre administrado simple y administrado
cualificado, que se corresponde al sentido de esa posición privada. El
administrado simple ostenta una posición puramente genérica de
ciudadano, el administrado cualificado matiza su posición de un
status especial que le singulariza de la situación genérica por virtud
de un tipo de relación concreta que le liga con la Administración de
una manera específica. Esta distinción es puramente funcional: todos
somos administrados simples en la mayor parte de nuestras relaciones
con la Administración, todos podemos ser en una circunstancia
administrados cualificados, aunque siempre respecto de relaciones
concretas y sólo en el seno de éstas. Es más: es justamente el carácter
genérico y común de la condición de administrado simple la
expresión del principio básico de la igualdad ante la Ley (art. 14 de la
Constitución), que supera y elimina la división de la sociedad en
estamentos o «estados», o en castas, como ha sido propio de
sociedades históricas o primitivas. Toda cualificación sobre ese fondo
común es parcial, funcional y limitada. Por eso se ha dicho
certeramente que el quicio de la teoría del administrado es el
principio de igualdad –y así lo recoge una formulación feliz, la del
art. 2.º RSCL, de donde ha pasado al art. 84.2 LRL–.
La condición de administrado simple es la que se expresa en la
posición respecto a la Administración propia del binomio genérico
poder público-ciudadanos. A esta situación suele calificársele en la
38
doctrina alemana, desde Laband y Mayer, de «relación general de
poder», o «de supremacía general» (desde la perspectiva
administrativa), o «relación general de sujeción» (desde la
perspectiva del administrado), conceptos que de nuevo nos remiten al
equívoco de considerar puramente pasiva la posición del administrado
–equívoco quizás aquí matizado del trasfondo hegeliano que subyace
a la construcción germánica. La Administración se presenta en estas
relaciones armada con sus potestades generales, las que la Ley le
atribuye por su condición genérica de tal (reglamentaria, impositiva,
expropiatoria, policial, sancionatoria, etc.)–. El particular mantiene,
sin embargo, en estas situaciones de aparente sujeción general,
posiciones activas capaces de imponerse a la Administración, según
podremos ver, de modo que en realidad la situación no puede
describirse sino como un entramado de posiciones activas y pasivas
para las dos partes. El administrado actúa aquí en su condición de
«privado» (por tanto, carece de la condición de administrado la
persona física que actúa como titular del órgano administrativo las
competencias de este, sin perjuicio de que como tal persona su
incorporación a la Administración se funcionalice en una relación de
servicio en la que reaparece su condición de administrado), esto es,
como centro de intereses personales propios, sin perjuicio de que su
actuación en este orden de cosas le conecte necesariamente, en mayor
o menor medida, con la organización política. Muestra, por tanto, a la
vez, su condición de titular de un status libertatis, que garantiza la
incolumidad de su ámbito personal exento, la posibilidad de su libre
desenvolvimiento y, por otra parte, su menesterosidad social, que le
hace postular prestaciones y servicios públicos y le deja situado
también como objeto pasivo de una actuación administrativa que le
reglamenta, le extrae impuestos, le ordena, le sanciona, le condiciona
en algunas o muchas de sus actividades, etc. De esta esencial dualidad
de aspectos en que el administrado se sitúa ante la Administración
(como persona libre, como sujeto social) deriva, en último extremo, la
pluralidad básica de sus situaciones jurídicas, que en modo alguno
cabe explicar como una simple situación de sujeción.
La cualificación de la condición de administrado sobre ese fondo
genérico e inespecífico, común a todos los ciudadanos, iguales ante la
Ley, puede venir de títulos diversos, como bien se comprende. Cabe
hablar entonces de status especiales, aunque nunca presenten el
carácter global propio del antiguo Derecho, status que vendrán
39
definidos normalmente por la condición de destinatario de un
«ordenamiento seccional», en la expresiva terminología italiana.
Parece ociosa una clasificación en este momento de esa pluralidad de
situaciones jurídicas posibles, que son potencialmente todas en las
que el Derecho Administrativo regula situaciones concretas de una
manera más o menos orgánica y no ocasional.
Quizá la cualificación más destacada sea la de «interesado» o «parte»
en un procedimiento administrativo, condición que habrá que estudiar
desde la teoría de este procedimiento (infra, capítulo XXI).
La cualificación más problemática es, sin duda, la que se produce
cuando el administrado se inserta en una organización administrativa,
lo que vendría a producir, pretende la doctrina alemana, una
dependencia respecto a dicha organización a la que esa doctrina llama
–por contraposición a la relación general de poder, antes expuesta–
«relación especial de poder» o de supremacía o sujeción especial.
Mayer, que está en el origen de la doctrina, caracterizó a estas
situaciones como «un estado de libertad restringida». Esa restricción
vendría del hecho de los poderes de autoorganización de la
Administración sobre el establecimiento o el servicio en que se
integra el administrado, poderes cuyo ejercicio podría afectar a este
administrado como «disciplina» de forma más expeditiva que lo que
es común en las relaciones ordinarias. Es el caso del preso, del
soldado, del funcionario, del escolar, u otros usuarios de un servicio
público. La doctrina alemana originaria hablaba de un plus de
sometimiento del ciudadano para cuya concreción la Administración
no necesitaría una cobertura de Ley, aun afectando a derechos
fundamentales de aquél.
Una conclusión análoga habría de ser matizada tras nuestra
Constitución, que, como nos consta, ha consagrado el principio de
legalidad universal de la actuación administrativa (art. 103.1: «con
sometimiento pleno a la Ley y al Derecho») y la vinculación de
«todos los poderes públicos», sin excepción, a los derechos
fundamentales (art. 53.1). El problema de la disciplina interna de un
servicio o de una corporación no puede, pues, resolverse al margen de
la legalidad; lo más que puede llegar a legitimar es una deducción de
poderes implícitos en los otorgados por la Ley de una manera general
o de un más amplio margen del papel del Reglamento en desarrollo
40
de esa Ley, nunca una exención de ésta.
El Tribunal Supremo y también el Tribunal Constitucional han
desbordado con mucho esos límites, calificando incluso de relaciones
de especial sujeción supuestos que nada tienen que ver con la
disciplina interna de una organización y dispensando con frecuencia a
la Administración de la observancia del principio de legalidad.
Felizmente una Sentencia constitucional, la de 29 de marzo de 1990,
restituyó la buena doctrina, que es la que impone la Constitución sin
paliativos.
La Sentencia dice que «la distinción entre relaciones de sujeción
general y especial, ya en sí misma imprecisa, no puede desvirtuar la
naturaleza del acto administrativo y sin que… y esto es más
importante, pueda dejar de considerarse al respecto la posibilidad de
que dicho acto incida en los derechos del administrado… con el
riesgo de lesionar derechos subjetivos». «Siempre deberá ser
exigido… el cumplimiento de los requisitos constitucionales de
legalidad formal –se trataba de un caso de sanciones administrativas,
artículo 25.1 de la Constitución… como garantía de la seguridad
jurídica del ciudadano». Un ejemplo de cómo en un «supuesto de
máxima intensidad» de la sujeción (la de un preso) se amplía el
campo del Reglamento respecto de la Ley, pero sin prescindir de ésta
(en el caso, la Ley General Penitenciaria), el fallado por la Sentencia
constitucional 2/1987.
No pueden confundirse, por lo demás, como ha hecho con frecuencia
la jurisprudencia, las relaciones de sujeción especial con cualquier
caso de relación particularizada entre la Administración y un
administrado.
Éste es el caso al que hemos llamado de status cualificado de un
administrado, que no supone necesariamente (ni ordinariamente) su
inserción en una organización administrativa.
2. LA CAPACIDAD DEL ADMINISTRADO Y SUS CIRCUNSTANCIAS
MODIFICATIVAS; EN PARTICULAR, NACIONALIDAD, VECINDAD
TERRITORIAL, VECINDAD ADMINISTRATIVA, SEXO, EDAD,
ENFERMEDAD, DOMICILIO, RELIGIÓN, CONDENA PENAL,
41
PROCESAMIENTO; LA CUESTIÓN DE LA «BUENA CONDUCTA»
La capacidad, en cuanto aptitud de un sujeto para desenvolverse en el
mundo del Derecho, no es, evidentemente, un tema específico del
Derecho Administrativo. El estudio de la capacidad del administrado
no requiere por ello otras precisiones que las estrictamente necesarias
a los efectos de resaltar las diferencias que en este ámbito se producen
respecto a la regulación general del Derecho Civil, a la que, en lo
demás, hay que remitirse.
Dos observaciones generales es preciso hacer, sin embargo. La
primera de ellas en relación a la tradicional distinción entre capacidad
jurídica (aptitud para ser sujeto de derechos y obligaciones y, en
general, de situaciones jurídicas subjetivas) y capacidad de obrar
(aptitud para operar personalmente en el tráfico jurídico ejercitando
los propios derechos), cuya relevancia en el Derecho Administrativo
es menor que en el Derecho Privado y ello porque, en términos
generales, ambos conceptos tienden a identificarse, en la medida en
que, normalmente, se permite el ejercicio de los derechos a todos
aquellos a quienes se reconoce aptitud para trabar las relaciones
jurídicas de las que estos derechos surgen. El artículo 3 LPAC (y en
su misma línea los arts. 18 LJ y 44 LGT) establece, en efecto, que
«tendrán capacidad de obrar ante las Administraciones Públicas, no
sólo las personas físicas o jurídicas que la ostenten con arreglo a las
normas civiles, sino también los menores de edad para el ejercicio y
defensa de aquéllos de sus derechos e intereses cuya actuación esté
permitida por el ordenamiento jurídico-administrativo sin la
asistencia de la persona que ejerza la patria potestad, tutela o
curatela» (así, la S. de 7 de febrero de 1975 admite la capacidad
procesal del menor para impugnar una sanción de orden público).
Esta mayor amplitud de las reglas jurídico-administrativas es
advertible, también, en lo que se refiere a la ampliación de las
técnicas de representación, que incluye a entes corporativos públicos,
a asociaciones privadas y también a «grupos de afectados, uniones sin
personalidad o patrimonios independientes o autónomos… al margen
de su integración en las estructuras formales de la personalidad
jurídica… cuando la Ley así lo declare expresamente» (art. 18 LJ),
aunque debe recordarse que el artículo 7.3 LOPJ acepta la capacidad
42
general de los «grupos que resulten afectados». El espíritu
antiformalista que inspira la regulación del procedimiento
administrativo (VEDEL ha dicho, con razón, que no hay Derecho
menos formalista que el Administrativo), tiende también a ampliar
considerablemente las técnicas propias del Derecho Civil a través de
una doctrina jurisprudencial consolidada que, en aplicación del
principio que prohíbe ir contra los propios actos, veda a la
Administración oponer reparos a la personalidad y representación por
ella aceptadas inicialmente en una fase anterior del procedimiento.
La segunda observación general que hay que tener presente se refiere
al casuismo del ordenamiento jurídico-administrativo, que construye
singularmente sus normas en función de las distintas exigencias del
concreto interés público que subyace en cada tipo de relaciones
jurídicas. Esto da lugar a una irreductible variedad de matices en lo
que se refiere al alcance de las causas modificativas de la capacidad
que contempla el artículo 32 CC, en notorio contraste con la
generalidad con que tales causas operan en el ámbito del Derecho
Privado. Un breve repaso de estas causas modificativas permitirá dar
cuenta de las especialidades más dignas de atención desde una
perspectiva general.
La significación de la nacionalidad, por ejemplo, tiende a reducirse
por el juego propio del principio de territorialidad, característico de
las normas jurídico-administrativas (art. 8.º CC), al que ya nos hemos
referido más atrás. Sobre ella, sin embargo, se construye el concepto
de ciudadano, al que obviamente se refiere la plenitud de los derechos
políticos que reconoce la Constitución y, también, los correlativos
deberes públicos.
Ya hemos indicado que el artículo 13.1 de la Constitución parte, en
materia de libertades públicas, de la regla de la equiparación entre
nacionales y extranjeros (con la excepción de los derechos políticos
activos y pasivos, art. 23, que las Leyes o los Tratados pueden a su
vez modular, por lo que hace al derecho de sufragio activo
municipal), sin perjuicio de admitir matizaciones que puedan
establecer los Tratados y las Leyes. Hoy esta reserva hay que
rellenarla sobre todo con los Tratados Internacionales de Derechos
Humanos que prohíben la discriminación del extranjero en el disfrute
de los derechos básicos que dichos Tratados definen (art. 2.º.1 del
43
Pacto Internacional de Derechos civiles y políticos de Naciones
Unidas, ratificado por el Estado español en instrumento publicado en
el BOE de 30 de abril de 1977; arts. 1.º y 14 del Convenio Europeo
de Derechos Humanos –ratificación en el BOE de 10 de octubre de
1979–), Tratados que, a su vez, tienen un valor interpretativo directo
de la propia Constitución en esta materia según su artículo 10.2. Ello,
no obstante, no en el plano de los derechos fundamentales inherentes
a la condición humana, en el que toda discriminación carecería de
sentido, sino en el de derechos instrumentales de algún modo
vinculados al funcionamiento del aparato político, o que razones de
seguridad o de protección pueden objetivamente justificar una reserva
en favor de nacionales, son a veces limitados o excluidos a los
extranjeros (Ley Orgánica de derechos y libertades de los Extranjeros
en España, de 12 de enero de 2000, modificada por las Leyes
Orgánicas 14/2003, de 20 de noviembre y 11/2003, de 29 de
septiembre).
Así, por ejemplo, la nacionalidad española es requisito necesario para
ingresar en la función pública y la pérdida de dicha nacionalidad
determina la pérdida de la condición de funcionario público [art. 56.
a) y 63. b) del Estatuto Básico del Empleado Público aprobado por
Ley 7/2007, de 12 de abril –en adelante EBEP–; «los nacionales de
los Estados miembros de la Unión Europea podrán acceder, como
personal funcionario, en igualdad de condiciones que los españoles a
los empleos públicos, con excepción de aquellos que directa o
indirectamente impliquen una participación en el ejercicio del poder
público o en las funciones que tienen por objeto la salvaguardia de los
intereses del Estado o de las Administraciones Públicas»: artículo 57
EBEP]; el status de concesionario de autopistas queda reservado a las
sociedades anónimas de nacionalidad española (art. 8.º.2 de la Ley de
10 de mayo de 1972); otro tanto se exige para ser titular de ciertos
derechos mineros (art. 91 de la Ley de Minas de 21 de julio de 1973);
etc. Los extranjeros están sujetos igualmente a una serie de
limitaciones específicas que no pesan sobre los nacionales, tanto en
los aspectos patrimoniales (así, en materia de inversiones en el
territorio nacional –Ley de 1 de julio de 1992 y Decreto de 2 de julio
siguiente–) como en el ámbito de su libertad personal (arts. 3 y
siguientes de la citada Ley de derechos y libertades de los
Extranjeros). Sin embargo, es esencial tener en cuenta el principio
básico de Derecho Comunitario Europeo, artículo 12 –antiguo 6– del
44
Tratado CEE, que prohíbe «en el ámbito de aplicación del presente
Tratado» toda discriminación por razón de nacionalidad entre los
ciudadanos de los Estados miembros y consagra «un espacio sin
fronteras interiores en el que la libre circulación de mercancías,
personas, servicios y capitales estará garantizada» (art. 14). El
Tratado de la Unión Europea reconoce, además, a todos los
ciudadanos de la Unión, artículo 19 del Tratado CE, «el derecho a ser
elector y elegible en las elecciones municipales del Estado miembro
en que resida» y en las del Parlamento Europeo –lo que impuso la
reforma del artículo 13.2 de la Constitución–, como correlato de la
«ciudadanía europea».
Paralelo al de ciudadanía es el vínculo de vecindad territorial, que
implica la condición de miembro políticamente activo de las
Comunidades Autónomas y destinatario del ordenamiento
autonómico que haya de considerarse Ley personal. Esta condición se
resuelve por el criterio de la vecindad administrativa en el territorio
respectivo, como precisan los correspondientes Estatutos.
La vecindad administrativa tiene importancia a efectos del régimen
local; el vecino (art. 16 LRL) es el miembro plenario de la entidad
local como corporación territorial y en tal sentido tiene capacidad
electoral activa y pasiva (art. 18 LRL), disfruta de sus bienes
comunales (art. 79.2 LRL), recibe las prestaciones de sus servicios
(art. 25.1 LRL), se subroga en el ejercicio de sus derechos (art. 68.3
LRL), etc. A efectos de ese contenido de derechos activos, la Ley
suele utilizar como una medida de fomento o estímulo el
reconocimiento de la vecindad a favor de ciertas personas que traban
ciertas relaciones con la Administración (por ejemplo, concesionarios
y contratistas: arts. 128.4 RSCL y sigs., art. 32 de la Ley General de
Obras Públicas, de 13 de abril de 1877).
El sexo no determina ninguna modificación de las reglas generales de
capacidad en el ordenamiento administrativo actualmente en vigor,
salvo en cuestiones estrictamente biológicas o análogas. El principio
de igualdad ante la Ley, formulado en el artículo 14 de la
Constitución, prohíbe expresamente discriminaciones por razón del
sexo. Nuestro Estado ha ratificado en 1983 (BOE 21 marzo 1984) la
Convención de Nueva York sobre Eliminación de todas las formas de
Discriminación contra la Mujer, de 1979, Convención que tiene el
45
valor cualificado que resulta del artículo 10.2 de la Constitución. La
misma igualdad en lo que respecta a la capacidad de obrar, según ya
notamos más atrás. En fin, la Ley de Igualdad efectiva de mujeres y
hombres de 22 de marzo de 2007, ha extremado ese postulado para
hacerlo efectivo en todos los aspectos prácticos.
Por lo que se refiere a la edad, juega, en principio, en Derecho
Administrativo, la regla general de la mayoría civil (art. 12 de la
Constitución: dieciocho años), que, no obstante, tiene excepciones
por arriba y por abajo, según la clase de relaciones de que se trate en
cada caso. Basta, por ejemplo, tener cumplidos dieciséis años para
acceder al empleo público: artículo 56.1.c) EBEP.
En cuanto al ejercicio por los menores de sus propios derechos, basta
recordar lo dispuesto en el artículo 3 LPAC en orden al
reconocimiento de su capacidad de obrar en ciertos casos. Este
reconocimiento no impide, sin embargo, que la responsabilidad en
que los menores puedan incurrir se traslade normalmente a sus padres
o tutores, en la medida en que esa responsabilidad sólo puede ser
hecha efectiva a partir de unas facultades de disposición en el orden
patrimonial de las que los menores carecen, en principio (art. 1.903
CC).
La enfermedad incide de forma diversa sobre la capacidad, de
acuerdo, también, con la especial índole de las relaciones jurídico-
administrativas de que se trate en cada momento. Así, el padecer
enfermedad infecto-contagiosa o ciertos defectos físicos puede
impedir el ingreso en la función pública; en otros casos, la
enfermedad exime del cumplimiento de ciertos deberes, o suspende
temporalmente su cumplimiento o, incluso, determina la extinción
misma de una relación jurídica (jubilación del funcionario por
incapacidad permanente, art. 67.1. c) EBEP). La enfermedad puede
ser, también, condición determinante del derecho a obtener
determinadas prestaciones (de la Seguridad Social, por ejemplo) o a
ingresar en los establecimientos de beneficencia.
Del domicilio depende el cumplimiento de ciertas obligaciones
(fiscales, por ejemplo) o la imposición de prestaciones personales
(arts. 118 y sigs. LHL), pero también el derecho a disfrutar de
determinadas ventajas (p. ej., disfrute de bienes comunales, art. 75
LRL).
46
El reconocimiento constitucional de la libertad religiosa, artículo 16
de la Constitución, elimina la posibilidad de toma en consideración de
esta circunstancia como determinante de discriminación o privilegio
(art. 14 de la Constitución), sin perjuicio del «derecho que asiste a los
padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que
esté de acuerdo con sus propias convicciones» (art. 27.3, idem). Una
Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 5 de julio de 1980, desarrolla
estos principios, así como Acuerdos del Estado con las distintas
iglesias y confesiones.
Es preciso hacer referencia, por último, a una serie de circunstancias
que influyen directa o indirectamente, y siempre para disminuirla, en
la capacidad de los administrados. Característica común a la mayoría
de ellas es su imprecisa, y muchas veces insatisfactoria, definición y
regulación –en ocasiones a través de normas de ínfimo rango–, en
base a la cual pretenden justificarse, además, potestades
administrativas discrecionales, no habilitadas por la Ley, en mengua
de los derechos fundamentales de los ciudadanos reconocidos a nivel
constitucional.
La primera de este tipo de circunstancias es la condena penal. La
comisión de un delito puede llevar aparejada la pena, principal o
accesoria, de inhabilitación o suspensión de cargos públicos. La
condena penal puede producir también consecuencias negativas
adicionales cuando se pone en relación con la frecuente exigencia de
una certificación negativa de antecedentes penales a los efectos de ser
nombrado funcionario público, de obtener el pasaporte, el permiso de
conducir, la licencia de caza, etc. Por lo general, esta exigencia, a la
que se conectan tan graves efectos (verdaderas penas accesorias, que
el CP no establece sino en supuestos concretos), carece de cobertura
suficiente a nivel de Ley formal y opera, además, de forma
indiscriminada, abstracción hecha del interés público subyacente en la
relación jurídica en consideración a la cual se impone, contra la lógica
más elemental (el hecho de haber sido condenado por un delito de
imprudencia en la conducción de automóviles no tiene nada que ver,
en principio, con la aptitud para ingresar en la función pública o para
obtener una licencia de arma de caza; vid. al respecto la Sentencia de
21 de junio de 1985).
Ambas razones hacen rigurosamente inaceptables los planteamientos
47
tradicionales, cuya amplitud es, a todas luces, desmesurada y está
reclamando con urgencia una regulación más matizada, a nivel de
Ley, que, al propio tiempo que salvaguarde el interés público,
garantice un efectivo respeto a los derechos fundamentales de los
ciudadanos.
El artículo 71.1 LCSP especifica ciertas condenas penales por
determinados delitos como causa de incapacidad para contratar.
El simple procesamiento y en los mismos términos la sujeción a un
expediente disciplinario puede dar lugar a la suspensión provisional
de la relación funcionarial, medida ésta de carácter preventivo y de
duración limitada (seis meses como máximo, art. 98.3 EBEP), que
comporta una disminución de los derechos del funcionario. Cuando la
suspensión no llega a ser declarada firme, sus efectos se borran,
restableciéndose en su integridad la situación jurídica del funcionario
suspenso, a quien se devuelven todos sus derechos.
El propio ordenamiento contractual impide contratar con los Entes
públicos a quienes hayan incurrido en una serie de situaciones que
especifica pormenorizadamente el extenso artículo 71 LCSP,
especificación que es en este momento innecesario reproducir; baste
ahora decir que se refieren a actuaciones anteriores del eventual
contratista que le descalifican como contratista serio y de buena fe.
La desmesurada extensión que en nuestro Derecho tenían las causas
de incapacidad de origen penal o parapenal, en el más amplio sentido,
culminaba con la asimilación a ellas de la valoración administrativa
de la conducta de los ciudadanos como requisito previo, de carácter
necesario, para el acceso a determinados empleos públicos, al
ejercicio de algunas profesiones o, incluso, al ejercicio de ciertos
derechos, a través de la exigencia, que tendió a generalizarse a estos
efectos, de certificados administrativos de buena conducta. Esta
exigencia, que ha sido muy extensa en el pasado, ha quedado
directamente afectada por los principios constitucionales en vigor. Ya
con anterioridad a la Constitución el Tribunal Supremo en Sentencia
de 19 de enero de 1977 limitó resueltamente la operatividad de la
exigencia administrativa de buena conducta a los supuestos limitados
en que esa conducta afectase al ámbito en que los derechos habían de
ejercerse. Sobre este criterio y con base en el derecho fundamental a
la presunción de inocencia (art. 24 de la Constitución) que alcanza a
48
todo ciudadano, salvo condena judicial firme, la Ley de 1 de
diciembre de 1980 ha dispuesto que «las certificaciones e informes de
conducta ciudadana consistirán en la certificación de antecedentes
penales… complementada» con una declaración personal del afectado
en que expresará «si se encuentra inculpado o procesado; si se le ha
aplicado medida de seguridad… o implicado en diligencias… de la
Ley de Peligrosidad Social; si ha sido condenado en juicio de faltas
durante los tres años anteriores… (o) se le ha impuesto sanción
gubernativa… por hechos que guarden relación directa con el objeto
del expediente». Este régimen se entiende «salvo prescripción
contraria contenida en norma con rango de Ley», salvándose ya por la
propia Ley los procedimientos de Defensa y del Reglamento de
Armas y Explosivos. (La Ley exceptúa también, lo que tiene menos
interés para nosotros, los «informes de moralidad» que puede requerir
el Juez Instructor según el art. 377 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal). Una Sentencia del Tribunal Constitucional de 6 de julio de
1987 declaró con énfasis que «el principio de igualdad impone como
canon de constitucionalidad que la exigencia normativa de buena
conducta guarde una directa y razonable relación con la finalidad
perseguida por la misma norma», criterio que, como de
constitucionalidad, se impone al propio legislador.
Sobre esta base sólida, la jurisprudencia ha restringido resueltamente
la anterior libertad de la Administración para apreciar la conducta de
los ciudadanos. Citemos, por ejemplo, en materia de uso de armas y
de caza las Sentencias de 3 de mayo y 21 de junio de 1985, 9 de
diciembre de 1986 y 30 de noviembre de 1987; en materia de
autorizaciones de bares y establecimientos de hostelería y salas de
bingo, las Sentencias de 17 de febrero de 1981, 21 de febrero de
1984, 17 de diciembre de 1985 y 26 de enero de 1987, entre otras en
el mismo sentido. Expresiva de este nuevo criterio es, en fin, la
rectificación normativa en un campo tradicional de exigencia de la
buena conducta, el de la licencia de uso de armas, salvado
expresamente, como vimos, por la Ley de 1 de diciembre de 1980; el
viejo requisito de la buena conducta del solicitante ha sido sustituido
por el de «condiciones psicofísicas que [no] les impidan su
utilización, tales como enfermos mentales, toxicómanos o peligrosos
sociales» (art. 82 del Reglamento de Armas de 24 de julio de 1981),
conceptos ya fácilmente objetivables.
49
II. LAS SITUACIONES JURÍDICAS DEL ADMINISTRADO EN
GENERAL
1. CONSIDERACIONES GENERALES Y CUADRO SISTEMÁTICO
Como todos los demás sujetos, el administrado, al desplegar su propia
personalidad dentro de los límites de la capacidad jurídica y de obrar
que le reconoce el ordenamiento jurídico, puede resultar titular de una
serie de situaciones jurídicas, que convencionalmente suelen
agruparse en dos grandes categorías, según comporten una
ampliación de su esfera jurídica, o bien una limitación o minoración
de la misma. Se habla así de situaciones jurídicas de ventaja o activas
y de situaciones jurídicas de desventaja, de gravamen, o pasivas.
Entre las primeras es habitual incluir tres tipos o clases diferentes –las
potestades, los derechos subjetivos y los intereses legítimos, estos
últimos en contraposición a los intereses simples–, enunciados por
orden descendente de acuerdo con la mayor o menor intensidad de la
ventaja que suponen para su titular; entre las segundas, se incluyen la
sujeción, el deber y la obligación. A todas estas figuras jurídicas
subjetivas, propias de la teoría general del Derecho, vamos a
referirnos a continuación, a los efectos de precisar analíticamente la
posición jurídica del administrado ante el Poder público.
Conviene notar, sin embargo, que esta presentación habitual del tema,
con ser muy expresiva, comporta una cierta simplificación. Hay que
observar que a este esquema primario escapan otras figuras jurídicas
de carácter intermedio en las que se mezclan de una forma u otra
ventajas y desventajas, más o menos intensas y evidentes,
respectivamente, según el punto de vista desde el cual se contemplen.
Este es el caso, por ejemplo, de los llamados poderes-deberes o, más
propiamente, poderes funcionales o funciones, en los que la situación
de poder está ensamblada con una situación de deber y ello en la
medida en que el poder se otorga en consideración no ya (o no sólo)
de un interés propio de su titular, sino en atención a un interés de otro
sujeto o a un interés simplemente objetivo (funciones) de cuya
efectiva satisfacción depende la legitimidad misma de su ejercicio.
Como ya vimos en otro lugar, la generalidad de las potestades de la
50
Administración tienen este carácter de potestades funcionales, en
cuanto habilitadas por el ordenamiento para «servir con objetividad
los intereses generales» (art. 103.1 de la Constitución). Los
administrados pueden ser, también, titulares de este tipo de poderes
(la patria potestad es el ejemplo típico), incluso en el ámbito del
Derecho Público: así en los casos en que la norma habla del «derecho
y el deber de defender a España» (art. 30.1 de la Constitución), o del
«deber de trabajar y el derecho al trabajo» (art. 35.1, idem), o lo
mismo referido al medio ambiente (art. 45.1) o de derechos como el
de propiedad privada y de herencia que habrá de delimitarse según su
«función social» (art. 33.1 y 2), o, en fin, de derecho obligatorio (la
enseñanza básica: art. 27.1 y 4).
Otra situación jurídica intermedia que el esquema al comienzo
utilizado deja igualmente en la sombra es la carga, figura instrumental
con respecto al ejercicio de ciertos poderes, que se asemeja, sin
embargo, a la obligación en la medida en que, al igual que ésta,
impone a su titular la adopción de un determinado comportamiento.
Las diferencias entre ambas situaciones son, pese a todo, evidentes,
ya que ese comportamiento que es común a ambas mira en la
obligación a satisfacer un interés de otro sujeto, razón por la cual se
configura como forzoso, de forma que su omisión arrastra la
imposición forzosa al obligado, mientras que en la carga se conecta a
un interés propio del mismo sujeto gravado, siendo en consecuencia
voluntario para éste, que, de omitirlo, no incurrirá en responsabilidad
alguna, si bien se verá privado del beneficio o la ventaja de los que
dicho comportamiento es presupuesto.
La figura de la carga, que procede del Derecho Procesal en el que se
ha utilizado para la construcción técnica de la prueba (onus
probandi), es sumamente frecuente en el Derecho Administrativo,
supuesta la general articulación de buena parte de la actividad
administrativa sobre el principio de rogación, que exige, como
presupuesto de la obtención de los beneficios inherentes a dicha
actividad, la previa petición del interesado. Cargas son, también, en
sentido técnico jurídico, las inscripciones en muchos Registros
públicos, de las cuales depende la posibilidad de beneficiarse de la
protección que tales Registros dispensan (en otros casos, la
inscripción se configura como una obligación en sentido estricto; vid.
sobre ambos supuestos el Dictamen del Consejo de Estado de 2 de
51
febrero de 1952); el mismo carácter corresponde al pago del
justiprecio por el beneficiario de la expropiación, del que depende la
efectiva transmisión de la propiedad (si se trata de una expropiación
plena) y, en general, la adquisición por aquél del derecho expropiado
(arts. 51, 53 y concordantes LEF); lo es, en fin, la comparecencia en
un procedimiento administrativo cualquiera antes de que recaiga la
resolución definitiva del mismo, de la que depende la adquisición de
la condición de interesado y de las ventajas inherentes a tal condición
[salvo que se trate de personas que ostentan la titularidad de
verdaderos derechos que puedan ser afectados por la resolución, los
cuales se consideran interesados necesarios aunque no comparezcan
en el procedimiento; vid. art. 4.1. b) LPAC]; la propia acción de
recurrir en tiempo y forma los actos administrativos constituye una
carga importante para el destinatario de los mismos, que ha de
levantarla si quiere evitar que dichos actos ganen firmeza y se hagan,
por tanto irrecurribles.
Fuera del esquema propuesto quedan, también, las situaciones
jurídicas complejas, constituidas por un conjunto de poderes,
derechos, deberes y obligaciones definidos en términos generales por
la Ley y aplicable en bloque a todos aquellos sujetos que se
encuentran en determinadas circunstancias o ingresan en ciertos
grupos o colectividades. En estos casos se habla de status (de
ciudadano, de vecino, de funcionario, de estudiante, de miembro de
un Colegio profesional, etc.).
El esquema dualista antes expuesto (situaciones de ventaja y
desventaja) comporta, también, otro tipo de riesgos, que es preciso
advertir ahora, ya que tiende, por un lado, a presentar como
incomunicadas entre sí a unas y otras figuras, que, como es lógico,
suelen aparecer entrelazadas, y, por otro, a expresar correlaciones
entre ellas que, aun siendo frecuentes, no son, sin embargo,
necesarias, ni se producen en todos los casos. A todos ellos habrá
ocasión de referirse, sin embargo, a lo largo del análisis
individualizado de cada una de las figuras o situaciones jurídicas
subjetivas de que antes se ha hecho mención.
2. LAS SITUACIONES JURÍDICAS SUBJETIVAS DE CARÁCTER
ACTIVO. EN ESPECIAL, LAS POTESTADES DEL ADMINISTRADO
52
Ya hemos indicado más atrás que el administrado no es en el sistema
jurídico actual un mero objeto del Derecho Administrativo, ni
tampoco un término de referencia de simples posiciones pasivas
(deberes, sujeciones, obligaciones), que era como la teoría jurídica del
absolutismo, poniendo siempre en primer término la eminencia del
bien general sobre el bien particular o privado, consideraba su
posición jurídica ante el Derecho Público.
Por el contrario, el administrado, sin perjuicio de resultar, en efecto,
destinatario de situaciones jurídicas pasivas es, a la vez, como
subrayó enérgicamente el pensamiento revolucionario, titular de
situaciones jurídicas activas frente a la Administración. Sin esta
realidad, el Derecho Administrativo no existiría, pura y simplemente.
Pues bien, la primera de estas situaciones jurídicas activas del
administrado remite a la figura de la potestad, cuya contextura
dogmática, en su oposición dialéctica al concepto de derechos
subjetivo, ya analizamos en otro lugar al explicar el mecanismo
técnico del principio de legalidad de la Administración (capítulo
VIII). Dijimos entonces que la potestad, especie del género común de
los poderes jurídicos al que también pertenecen los derechos
subjetivos, se definía, por oposición a éstos, como una manifestación
de la personalidad consistente en un poder efectivo, atribuido
directamente por el ordenamiento, previo, por lo tanto, e
independiente de toda relación jurídica concreta, y susceptible, por
esa razón de desplegarse y actuar frente a círculos genéricos de
personas, que, respecto del titular de dicho poder, se encuentran en
una situación de sujeción, concepto que ha de entenderse, no como
expresión de una idea de subordinación o sometimiento, sino, más
simplemente, en el sentido de la eventualidad de soportar las
consecuencias, que pueden ser normalmente desventajosas, aunque
puedan también no serlo, del ejercicio de la potestad. Se trata, pues,
de un poder genérico, no referido a un sujeto en particular, ni a un
objeto determinado, un poder, en fin, que sólo a través de su concreto
ejercicio puede llegar a actualizarse y traducirse en un poder
concreto, es decir, en un verdadero derecho subjetivo.
Notamos también en aquel momento que la figura de la potestad, si
bien es capital para definir la posición jurídica de la Administración,
no es exclusiva de ésta, puesto que los administrados también pueden
53
resultar titulares de esta clase de poderes jurídicos, tanto en el ámbito
del Derecho Privado como en la esfera del Derecho Público.
No tiene interés intentar una enunciación y clasificación de las
potestades privadas típicas en el campo del Derecho Administrativo.
Baste notar cómo muchas de las situaciones tradicionalmente
calificadas de derechos subjetivos entran técnicamente en esta
categoría específica. No será difícil la identificación en cada caso.
Quizá deba destacarse la potestad del ciudadano de poner en marcha
el aparato de la Justicia en defensa del propio patrimonio jurídico
amenazado o lesionado, «el derecho a obtener la tutela efectiva de los
jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses
legítimos» (art. 24.1 de la Constitución), del cual viene a ser una
especificación, aunque de singular importancia desde nuestra
perspectiva, la potestad de acción judicial frente al actuar de la
Administración, que igualmente reconoce la Constitución a los
ciudadanos (art. 106.1). Ha de hablarse de potestades en este
supuesto; la acción, como posibilidad de excitar el funcionamiento de
los órganos judiciales y de forzarles a un pronunciamiento decisorio
sobre una pretensión, no está condicionada a la titularidad de un
derecho subjetivo en defensa del cual esa acción se movilice, según la
concepción tradicional. Esa titularidad de un derecho específico será
condición de la Sentencia estimatoria, pero no de la acción misma, la
cual no promete en su resultado ningún contenido. Cualquiera puede
promover un pleito pidiendo la casa del vecino, o, en nuestro caso, a
la Administración la conducta más imaginativa o arbitraria: la
potestad de acción posibilita la apertura del proceso, y ése es su
contenido propio, no un determinado resultado, que está ligado ya a
las cuestiones de fondo que en dicho proceso habrán de ventilarse.
De las otras dos supuestas figuras jurídicas activas antes
mencionadas, derechos subjetivos e intereses legítimos, trataremos
detenidamente más adelante.
3. LAS SITUACIONES JURÍDICAS PASIVAS. SUJECIONES,
DEBERES Y OBLIGACIONES DEL ADMINISTRADO
54
A. Sujeciones
Ya sabemos que es el término correlativo al de potestad. El
administrado está sujeto o sometido a las potestades de la
Administración, que son verdaderamente importantes, y también,
eventualmente, a las potestades ejercidas por otros administrados.
Baste sólo este recuerdo sistemático de algo que ya nos es familiar
(en particular, cap. VIII, § III, 1 y 2, sobre la sujeción a las potestades
administrativas).
No necesitaremos insistir en que la sujeción, supone sólo la
eventualidad de soportar los efectos de una potestad de otro sobre el
propio ámbito jurídico, pero que una vez la potestad ejercida surgirán
ya otras figuras jurídicas subjetivas, derechos, deberes, obligaciones,
distintas de la indicada sujeción. Así, por ejemplo, yo estoy sometido
a la potestad reglamentaria, pero una vez que el Reglamento se ha
dictado, su incidencia concreta sobre mi esfera jurídica se expresará
en una u otra de esas distintas figuras; así, también, mi sujeción a la
potestad tributaria (de cuyo ejercicio resultará para mí,
eventualmente, una obligación tributaria), o a la potestad
expropiatoria, etc. La sujeción se resuelve, pues, una vez la incidencia
del ejercicio de la potestad producida en mi esfera jurídica (que es lo
que la sujeción asegura), en toda la serie de las demás figuras
subjetivas. Es, en este sentido, una situación puente a las demás.
B. La teoría de los deberes públicos. Distinción entre deber y
obligación
Es frecuente llamar la atención (y, en ocasiones, con un matiz de
reproche apenas velado desde posiciones de signo autoritario
fácilmente identificables) acerca del escaso desarrollo de la teoría de
los deberes públicos, que contrasta –se dice– con la abundante
literatura que a partir de la Revolución Francesa se ha dedicado a los
derechos de este carácter. Esta observación, en lo que pueda tener de
cierta, encuentra cumplida explicación en los propios orígenes del
Estado de Derecho en cuanto forma histórica de solución de la
permanente tensión entre el Poder, que tiende por esencia a la
55
dominación, sin reconocer fronteras ni obstáculos a su continua
expansión, y el Derecho, cuyo papel es, justamente, el de acotar el
legítimo ejercicio de aquél dentro de unos límites determinados, que
aseguren a los ciudadanos su propio ámbito de libertad. En el campo
del Derecho Público ése es, y no puede dejar de ser, el problema
primero y la específica forma de plantearse la lucha por el Derecho.
Esto supuesto, resulta inevitable que la teoría de los deberes públicos
no haya tenido en la historia contemporánea un desarrollo semejante a
la de los derechos. En definitiva, aquéllos se desprenden del
reconocimiento mismo de las potestades públicas, de cuyo ejercicio
en particular surgen eventualmente, lo cual hace innecesaria su
afirmación específica; los derechos, en cambio, necesitan
constantemente de esa afirmación estando como están en trance
permanente de ser desconocidos o conculcados.
Por lo demás, las insuficiencias que suelen acusarse no son
demasiado graves en sí mismas, una vez superadas las dificultades
terminológicas tradicionales en este ámbito, dificultades que, además,
no son mayores, sino semejantes a las que suscita el binomio
potestad-derecho subjetivo y, por supuesto, sensiblemente menores
que las que refleja la aguda polémica derecho subjetivo-interés
legítimo, como tendremos ocasión de comprobar.
La distinción entre deber y obligación discurre, en efecto, por un
camino paralelo a la de potestad y derecho subjetivo. Deberes y
obligaciones son dos especies de un género común, los deberes en
sentido amplio, en cuanto comportamientos, positivos o negativos,
que se imponen a un sujeto en consideración a intereses que no son
los suyos propios, sino los de otro sujeto distinto o los generales de la
colectividad.
Esta última precisión es decisiva a la hora de distinguir las dos
especies de deberes a que se viene haciendo referencia. En unos
casos, en efecto, estos deberes operan en direcciones genéricas, de
forma que los gravados por ellos no tienen frente a sí un sujeto
determinado que sea titular de un derecho subjetivo propiamente tal a
exigir de ellos el comportamiento en que el deber consiste, sino, todo
lo más, un poder destinado a actuar como garantía del efectivo
cumplimiento del deber. En estos supuestos se habla de deberes en
sentido estricto, que, al igual que las potestades, tienen su origen
56
directamente en la norma y no en ninguna relación o negocio jurídico
concreto.
Otras veces, en cambio, la situación de deber se produce en el seno de
una relación dada en estricta correlación con un derecho subjetivo de
otro sujeto que es parte de dicha relación y que, en consecuencia,
tiene el poder de exigir del sujeto gravado, so pena de
responsabilidad, el efectivo cumplimiento del comportamiento
previsto, en la medida en que ese comportamiento viene impuesto en
el marco de la relación considerada en atención, precisamente, a los
específicos intereses del titular del derecho. Para este tipo de deberes
específicos se reserva la denominación de obligaciones.
Entre el deber en sentido estricto y la obligación suele mediar, por lo
tanto, un proceso de concreción semejante al que, con toda
frecuencia, se produce entre la potestad y el derecho subjetivo,
proceso que en este caso se resuelve en actos administrativos de
accertamento o fijación, que en atención a las circunstancias
concurrentes en cada caso, precisan en relación a un sujeto
determinado el deber genérico impuesto en la norma y el alcance
concreto del comportamiento exigible al sujeto gravado. A este tipo
de actos se refería el artículo 39.3 de la vieja Ley de la Jurisdicción
contencioso-administrativa de 1956 a la hora de posibilitar la
impugnación directa por los administrados individualmente
considerados de los Reglamentos que hubiesen de ser cumplidos por
ellos «sin necesidad de un previo acto de requerimiento o sujeción».
Los ejemplos son abundantes: la liquidación tributaria girada a un
sujeto convierte en obligación frente a la Administración el deber
genérico de contribuir «al sostenimiento de los gastos públicos» que
impone el artículo 31.1 de la Constitución; el llamamiento a filas
supone otro tanto en relación al genérico deber de «defender a
España» (art. 30.1, ibidem).
C. Los deberes de la Constitución
Es usual que las normas constitucionales impongan deberes públicos
a los ciudadanos al propio tiempo que reconocen los derechos y
libertades que corresponden a éstos. Es importante notar, sin
57
embargo, que entre aquellos deberes y estos derechos no existe
ninguna correlación necesaria, que, en otro caso, vendría a traducirse
en una amenaza para la efectividad y operatividad de los derechos
fundamentales. La observación es elemental en el plano de la teoría
general del Derecho y su comprobación no ofrece ninguna dificultad.
Son, en efecto, abundantes, como advirtiera ROMANO, a quien se
deben, también aquí, las precisiones conceptuales más importantes,
los supuestos de deberes a los que no corresponden derechos (las
llamadas obligaciones naturales, por ejemplo, en el ámbito del
Derecho Privado; igual ocurre en el campo del Derecho Público con
el deber de la Administración de crear, sostener o mejorar servicios
públicos, el de dictar normas jurídicas, etc., casos todos ellos en los
que no puede decirse que exista un sujeto que ostente un derecho a
exigir la efectiva adopción de esas conductas), lo mismo que los casos
de derechos a los que no corresponden deberes (los llamados
derechos absolutos, los derechos reales, frente a los cuales no existe
otra cosa que el amplísimo e inespecífico deber de abstención, que
viene a afectar a todos los humanos).
No hay, pues, correlación necesaria entre los deberes y los derechos
establecidos por la Constitución, sino, más bien, poderes públicos,
potestades administrativas, que actúan en garantía del efectivo
cumplimiento de aquellos deberes. La afirmación es fácilmente
comprobable, también, a través de la simple lectura de los artículos
9.º y 30 y siguientes del texto constitucional, que tipifican los
distintos deberes con plena independencia de los derechos que en la
propia Constitución se reconocen, relacionándolos pura y
simplemente con las potestades públicas destinadas a asegurar su
cumplimiento.
Entre estos deberes los hay de carácter negativo, como el
sometimiento a la Constitución y al resto del ordenamiento público
(art. 9.º), que viene a resumir el lado o vertiente pasiva del status de
ciudadano. Los hay, también, de carácter positivo, consistentes en
prestaciones, ya sean de actividad (obligaciones militares, servicio
civil: art. 30; prestaciones personales, arts. 30.4 y 31.3) o de cosas
(deberes tributarios, art. 31). Hay, ya lo hemos visto, poderes-deberes
(el de trabajar, art. 35; el de educarse, art. 27) y hay, en fin, deberes
funcionales (los que resultan de la caracterización de la propiedad
como vinculada a una función social –art. 33–, tema éste que habrá
58
ocasión de analizar en profundidad en su momento).
Lo que importa retener ahora es que en todos estos casos la
articulación del contenido y alcance de los deberes exige una
cobertura a nivel de Ley formal, que los preceptos constitucionales
subrayan en cada caso (arts. 30.2 y 4; 31.3; 33.2; 35.2, etc.) como
materia reservada que son en cuanto limitación del libre
desenvolvimiento de la personalidad (art. 53.1). Ello impide llevar su
análisis más lejos en este momento adelantando ideas que irán
recibiendo su adecuado desarrollo al estudiar en concreto las
instituciones en que cada uno de dichos deberes se inscribe.
D. La imposición administrativa de deberes y obligaciones
A partir de esa cobertura legal, siempre necesaria aunque su grado de
precisión varíe, la imposición a los administrados de una conducta
concreta constitutiva de un deber en sentido amplio se realiza a través
de los instrumentos jurídicos que ya conocemos: Leyes y
Reglamentos, el contrato y, especialmente, el acto administrativo.
Este último es, en efecto, el vehículo más frecuente de imposición de
deberes y obligaciones de los administrados en cuanto expresión final
de una amplia gama de operaciones administrativas cuya tipología
analizaremos con detalle en el capítulo siguiente.
Conviene notar desde ahora, sin embargo, que la imposición de
deberes y obligaciones no es privativa de los actos llamados de
gravamen (órdenes, mandatos, prohibiciones, sanciones). Los actos
favorables constituyen, también, con toda frecuencia un cauce
habitual para la exigencia de comportamientos concretos cuya
omisión por el destinatario del acto determina su responsabilidad. Así
ocurre, en efecto, en materia de autorizaciones y concesiones
(obligación de realizar la actividad autorizada o el objeto de la
concesión en la forma y de acuerdo con las condiciones en cada caso
impuestas); el otorgamiento de una subvención (una beca, por
ejemplo) comporta igualmente una contrapartida semejante; otro
tanto ocurre con los actos de admisión en virtud de los cuales el
administrado ingresa en una colectividad o grupo (un colegio
profesional, por ejemplo) o un servicio público adquiriendo la
59
condición de usuario del mismo (ejemplo, la matriculación de un
estudiante); lo mismo sucede, en fin, con los actos de nombramiento
(de funcionarios públicos, por ejemplo), etc.
En todos estos casos (concesiones, nombramientos, subvenciones,
admisiones, etc.) el acto administrativo opera como un acto-
condición, es decir, como condición o presupuesto de la adquisición
por su destinatario de un status (de concesionario, funcionario,
becario, estudiante, etc.) o situación jurídica compleja, dotada de
estabilidad y prevista con carácter impersonal, general y objetivo por
la norma jurídica.
El origen legal y reglamentario de estas situaciones, cuyo aislamiento
y caracterización es mérito de la Escuela de Burdeos (DUGUIT y JÈZE,
principalmente), comporta la posibilidad de su libre modificación en
cualquier momento (y la eventual agravación de los deberes
iniciales), sin que a esta modificación pueda oponerse límite alguno
extraído de los derechos presuntamente adquiridos por su titular,
siempre que, naturalmente, la modificación se realice por vía
normativa y con igual carácter de impersonalidad y generalidad.
«Nacidas de la Ley y no del acto (que es simple presupuesto de la
aplicación de aquélla), siguen todas las modificaciones de la Ley», en
la expresiva frase de DUGUIT. Las situaciones singulares, individuales
y subjetivas, en cambio, en cuanto surgidas no ya de la ley con
carácter general, sino de un pacto o acto jurídico concreto, que
singulariza la posición del sujeto que es parte en el mismo, son, por el
contrario, inmodificables por la norma, (principio de la
irrevocabilidad de los actos declarativos de derechos que ya
conocemos: cap. XI.V). La distinción, con la que nos encontraremos
con frecuencia en adelante, es capital en la técnica del Derecho
Público, en la medida en que ayuda a plantear en sus justos límites la
incidencia de la Ley y de la propia actividad administrativa en la
posición jurídica de los administrados.
El panorama no quedaría completo si no se hiciera referencia, por
último, a las técnicas planificadoras, que adquirieron especial relieve
tras la última postguerra, especialmente en el ámbito de la ordenación
urbana, creando vínculos precisos para el propietario y actualizando y
concretando, en consecuencia, los deberes inherentes a la
configuración de la propiedad como una efectiva función social. Por
60
el momento, sin embargo, es suficiente la sola mención de estas
técnicas, a las que dedicaremos especial atención en el capítulo
siguiente.
III. LOS DERECHOS SUBJETIVOS DEL ADMINISTRADO
1. DERECHOS SUBJETIVOS TÍPICOS
La figura subjetiva activa por excelencia en el ámbito del Derecho
privado, modelo histórico de todos los Derechos, es la del derecho
subjetivo.
Esta figura se edifica sobre el reconocimiento por el Derecho de un
poder en favor de un sujeto concreto que puede hacer valer frente a
otros sujetos, imponiéndoles obligaciones o deberes, en su interés
propio, reconocimiento que implica la tutela judicial de dicha
posición.
No vamos a hacer ninguna exposición propia de la doctrina general
del derecho subjetivo, que remitimos a su expresión característica en
el Derecho Civil. Bástenos decir aquí que esa figura, en sus mismos
términos, resulta aplicable en el Derecho Administrativo, tanto en
favor de la Administración (una vez que ha ejercitado sus potestades
y constituido, en su virtud, relaciones concretas), como, lo que ahora
nos interesa más, en favor del administrado, el cual puede ser, en
efecto, titular de derechos subjetivos de esa naturaleza común frente a
la Administración por lo menos en tres supuestos típicos:
1.º Derechos de naturaleza patrimonial, tanto los de naturaleza
obligacional, en sus tres clases de contractual, extracontractual por
daños y legal (contratante de la Administración, lesionado
extracontractual en cuanto a la exigencia de indemnización
resarcitoria de daños y perjuicios, titular de una situación a la que la
Ley conecta un crédito frente a la Administración –funcionario,
beneficiario de la seguridad social, beneficiario de situaciones
específicas a las que se atribuyen subvenciones o premios reglados–,
etc.), como de naturaleza real en sus varias formas y contenidos
61
(desde la de simple poseedor a la de propietario, titular de
servidumbres sobre bienes de la Administración, titular registral de
cualquier derecho en cuanto al deber de abstención, derechos de
aprovechamiento exclusivo sobre bienes públicos, etc.).
2.º Derechos creados, declarados o reconocidos por actos
administrativos singulares, en favor de una persona determinada
(concesionarios, titulares de licencias o autorizaciones, otorgamiento
de beneficios tributarios, en general reconocimiento de situaciones
jurídicas favorables).
3.º Situaciones de libertad individual articuladas técnicamente como
derechos subjetivos (ya veremos que no todas las libertades públicas,
constitucionalmente declaradas, están construidas con la técnica del
derecho subjetivo).
En estos tres supuestos es clara la aplicación del mecanismo técnico
del derecho subjetivo en su sentido más tradicional e indiscutible: se
trata de situaciones de intereses evidentemente privados, en servicio
de los cuales el ordenamiento confiere un poder en favor de su titular,
con el cual puede imponer a la Administración una conducta (una
prestación o una abstención, un deber).
Si el mecanismo técnico es el mismo, se dan, no obstante, algunas
peculiaridades en su inserción en una relación jurídico-administrativa:
primera, todas las derivadas de la posición privilegiada de la
Administración, especialmente del privilegio básico de la autotutela;
segunda, eventualmente algunos, al menos, de esos derechos
subjetivos del ciudadano pueden ser objeto de sacrificio o
modificación o limitación por parte de la Administración. A esto
último nos referiremos en el capítulo siguiente.
2. DERECHOS SUBJETIVOS Y LEGALIDAD DE LA
ADMINISTRACIÓN
A. Planteamiento general
62
El problema verdaderamente importante que plantea el tema de las
figuras subjetivas activas del administrado no es el de las
peculiaridades de esas tres formas típicas de derechos subjetivos de
contenido técnico común con los que conoce el Derecho privado, sino
precisamente su extraordinaria limitación de ámbito. Fuera del campo
limitado que ellos cubren, queda, sin duda posible, lo más importante
de las posibilidades de actuación de la Administración. Si el
administrado sólo dispusiese de poder jurídico para imponer a la
Administración el cumplimiento de la Ley en esos tres supuestos
tasados, la mayor parte de la legalidad administrativa (la cual está
configurada desde una perspectiva general, en atención a fines
colectivos, más que en consideración de intereses privados) quedaría
fuera del alcance de los particulares.
El Derecho privado es normalmente expresión de la justicia
distributiva de dar a cada cual lo suyo, de modo que la norma objetiva
se resuelve entera en una constelación de derechos subjetivos; por
ello la aplicación forzosa del Derecho privado queda confiada a los
propios sujetos, los cuales, instando de los Tribunales la protección de
sus derechos subjetivos, aseguran por sí solos todas las posibilidades
de cumplimiento de la Ley. Pero el Derecho Administrativo está
articulado de otro modo. Hay en él, por supuesto, manifestaciones de
una justicia distributiva, y es aquí donde justamente se insertan los
derechos subjetivos de contenido típico que hemos esquematizado,
pero no es ésta su materia predominante. Normalmente el Derecho
Administrativo alimenta sus normas de una valoración de los
intereses colectivos, sin atender de una manera expresa a la
articulación de los mismos con los intereses privados. Todo el
Derecho de la organización, por ejemplo, está en este caso y, en
general, las atribuciones de potestades que se configuran como
verdaderas potestades públicas o de superioridad (por ejemplo, la
legislación de obras públicas, la de orden público, la de selección de
funcionarios, las potestades de ordenación económica o urbanística,
etc.). Supuesto lo cual, parece resultar en principio imposible
descomponer una norma objetiva de ese tenor en un sistema de
derechos intersubjetivos.
Nadie, por ejemplo, puede pretender «tener derecho» a que un
Ayuntamiento se constituya, o delibere, o adopte acuerdos como la
legislación local detalladamente regula (arts. 19 y ss. y 46 y ss. LRL),
63
o a que un Plan de urbanismo se integre con todas las
determinaciones y documentos que la Ley les impone. Entonces, tales
normas, ¿no podrán ser hechas valer por los ciudadanos? Esta
cuestión es trascendental. Se comprende la gravedad de una respuesta
negativa: en la práctica ello significaría que tal legalidad, al no poder
su aplicación ser exigida por ningún otro sujeto, se reduciría a una
simple regla moral para la Administración, que ella sola sería libre (a
lo sumo bajo el control político parlamentario, no bajo el control del
juez, a quien nadie podrá poner en movimiento) de acatar o violar. El
resultado es que, si los ciudadanos no pudiesen imponer a la
Administración la observancia de las Leyes, éstas carecerían de
verdadera eficacia frente a la Administración, serían meras
admoniciones morales o de buena conducta deseable, no verdaderas
normas vinculantes para ella.
La cuestión alcanza una importancia de primera significación en el
Derecho público, quizá como muy pocas otras.
B. La cuestión en el derecho administrativo francés: la formación del
recurso por exceso de poder como un supuesto recurso «objetivo» y el
requisito del interés
El problema fue percibido inmediatamente por la sensibilidad
excepcional del Consejo de Estado francés desde los orígenes mismos
del contencioso, configurado inicialmente, según toda la tradición de
la justicia desde el Derecho Romano, en defensa de verdaderos
derechos subjetivos «adquiridos» por los administrados. Pero al lado
de este recurso «de plena jurisdicción», esto es, en que el juez
contencioso dispone de los mismos poderes que cualquier otro juez,
porque está en la operación común de tutelar derechos, va a
configurarse poco a poco una institución nueva, que pasará a ser, a
partir de 1872 hasta hoy mismo, el contenido básico de una justicia
administrativa digna de este nombre.
Se inicia tímidamente a partir de 1806 un «recurso por incompetencia
y exceso de poder» (esta última expresión se refiere inicialmente a las
violaciones de la cosa juzgada y a los empiétements de las autoridades
administrativas sobre las competencias judiciales) que pretende,
64
simplemente, «reprimir» (la expresión está en todos los autores de la
época) las irregularidades más chocantes y groseras de los
administradores. El Consejo de Estado actúa aquí como órgano
administrativo puro que es a la sazón (sistema de la justicia retenida),
para operar un control interno sobre la Administración, en servicio
del cual las reclamaciones individuales actúan como meras denuncias.
A partir de 1852, tras el establecimiento del Segundo Imperio, este
tímido núcleo inicial se desarrolla por dos razones: por una parte, se
trata de contrapesar la desconcentración que se opera en favor de los
Prefectos, asegurando un poder central de control, puesto en marcha
por los administrados; de otra parte, se trata de cubrir al poder central
del descontento creado por las torpezas de sus agentes (AUCOC dirá
que este recurso hace función de «válvula de seguridad» del
régimen). A los motivos de fondo iniciales que pueden hacerse valer
por el recurso (incompetencia y exceso de poder; esta última
expresión pasa ya a ser abstracta y general), se van añadiendo el vicio
de forma, la violación de Ley, la desviación de poder, que van
haciendo presa sobre los llamados «actos de pura administración» o
discrecionales que la doctrina de la época hacía equivaler a actos no
justiciables.
Al fin del Segundo Imperio, esa obra (en la que LAFERRIÈRE veía «un
cierto relajamiento de la doctrina jurídica») va a asentarse sobre otras
bases. El artículo 9.º de la Ley del 24 de mayo de 1872 suple la
ausencia de base legal admitiendo ya, como un verdadero recurso
ordinario, al lado del de plena jurisdicción, el recurso «por exceso de
poder», y ello en el mismo momento en que se pasa del sistema de
justicia retenida al de justicia delegada o propiamente jurisdiccional.
A partir de aquí el Consejo de Estado va a perfilar técnicamente la
figura mediante una obra que HAURIOU ha calificado de «maravilla de
arqueología jurídica» y que es, sin duda, una de las más grandes
construcciones de la Historia del Derecho de todos los tiempos.
El recurso por exceso de poder deja de ser una simple vía de petición
o de denuncia y se convierte en un verdadero proceso por medio del
cual se asegura el cumplimiento de la Ley por la Administración.
Pero los hábitos adquiridos pesan demasiado para admitir de entrada
que se trate de una justicia subjetiva, en la que los recurrentes
defienden, como es común, derechos propios. Por una parte, se habla
de un recurso «objetivo», en el cual, por diferencia con los procesos
65
tradicionales, no son derechos subjetivos, sino la legalidad objetiva lo
que es objeto de valoración y de fallo. Por eso mismo, se continuará
diciendo, no se da aquí un verdadero proceso entre partes, sino un
mero «proceso al acto» (concepto que lanza técnicamente LAFERRIÈRE;
«se abre proceso al acto como en la Edad Media se abría proceso a un
cadáver», dirá HAURIOU, y para él –como para toda la doctrina, por lo
demás hasta hoy mismo– se trata de algo más que de una bella
metáfora). Por eso mismo, la Sentencia sólo podía concluir en la
simple anulación del acto administrativo atacado (si el recurso es
fundado), no en la declaración de ningún derecho (ni aun de una
indemnización de daños y perjuicios) en favor del recurrente, ni
siquiera en ninguna condena de cualquier especie dirigida a la
Administración como sujeto, la cual, propiamente, no sería aquí
verdadera parte procesal. Del mismo modo, se intenta justificar en ese
supuesto carácter objetivo del recurso los efectos erga omnes, no
limitados al solo recurrente, de la Sentencia anulatoria. El recurrente,
sin embargo, es ya algo más que un denunciante actuando en defensa
de la legalidad; se le exige un interés directo y personal en el asunto.
(Hay que notar que las últimas reformas legislativas introducidas en
el tránsito del siglo XX al XXI en el contencioso francés han roto ese
esquema y tiende a aproximar el «exceso de poder» a la «plena
jurisdicción», admitiéndose ya normalmente condenas de hacer a la
Administración, especialmente desde 1995, y no la simple nulidad del
acto impugnado.)
Es esa regla de la exigencia de un interés personal en el recurrente la
que nos interesa especialmente ahora. Unánimemente la doctrina no
vio aquí nada que vaya contra la supuesta naturaleza «objetiva» del
recurso. HAURIOU dirá: «Sin duda que el recurso lo es en interés de los
administrados, y ello es necesario, puesto que son ellos los que han de
ponerlo en movimiento; pero el interés que tienen en la anulación del
acto se reconduce al interés de la buena administración y así juegan el
papel de un Ministerio público». Se trataría de «una especie de acción
pública que el interesado estaría encargado de intentar en interés de
todos»; el recurso sería, así, «un procedimiento contencioso de
introspección administrativa».
Se concluye que la exigencia jurisprudencial de un interés no es más
que imponer un «requisito de seriedad» para justificar el examen de
fondo, de modo que se evite una acumulación de recursos (ODENT), o
66
la ocasión de simples venganzas políticas o privadas; una vez
franqueado ese requisito previo, el Tribunal se olvida de él para
concentrarse en el examen del fondo de la legalidad del acto, único
objeto del fallo.
Esta doctrina ha sido la dominante en los autores. No obstante ello,
una corriente más crítica (KORNPROBST, LALIGANT, WOERLING) ha
comenzado a ver más profundamente y a repudiar la construcción
tradicional, lo que como ya hemos dicho, ha impulsado las reformas
legislativas realizadas en la última década del pasado siglo. De ello
hablaremos más adelante.
C. El problema en Italia
Es sumamente ilustrativo seguir el curso del mismo problema en otros
dos sistemas positivos y su reflejo en las respectivas doctrinas. No se
trata de ofrecer un comparatismo fácil, como motivo de lucimiento,
sino de asediar desde otras perspectivas un problema que está en el
centro mismo del actual Derecho público.
Italia, en el momento de su unificación legislativa, adopta en cuanto
al problema del contencioso-administrativo el sistema que entonces se
llama belga o judicial: por el prurito, tomado también del ejemplo
inglés, de la unificación de jurisdicciones, la Ley de 20 de marzo de
1865 atribuyó a los Tribunales ordinarios «todas las causas por
contravenciones [penales] y todas las materias en las cuales se haga
cuestión de un derecho civil o político». Ya en la discusión
parlamentaria de la Ley, por un conocimiento lúcido del ejemplo
francés y de su significación, se hizo notar que la protección judicial
de los derechos subjetivos perfectos no era suficiente y que en el
ámbito administrativo había necesidad de extender la protección a
intereses que no alcanzaban el rango de verdaderos derechos
subjetivos. Esta tesis va a encontrar más adelante en SPAVENTA y en
CRISPI sus defensores más ilustrados. Por iniciativa del último se llega
a la reforma de 1889, que atribuye al Consejo de Estado la tutela de
los intereses en el ámbito administrativo, intereses a los que más tarde
la doctrina calificará de legítimos. Desde entonces, con una
corrección en 1923-24, en Italia, la justicia administrativa está
67
dividida en protección de derechos subjetivos, confiada a los
Tribunales ordinarios, y protección de intereses legítimos, confiada al
Consejo de Estado (y hoy a los Tribunales regionales en un grado
inferior), partición que la Constitución vigente (arts. 24 y 113) ha
consolidado.
A partir de esa distinción básica, que configuró todo un sistema de
justicia administrativa, la doctrina italiana va a entrar en un esfuerzo
constructivo verdaderamente notable, lleno de sutileza, para precisar
la figura jurídica de los llamados «intereses legítimos» por diferencia
de la tradicional de los derechos subjetivos. Cada generación, cada
escuela, casi cada autor, ha dejado su marca en este vasto debate de
teoría general.
La primera gran teorización (RANELLETTI, CAMMEO, ZANOBINI) se hará
sobre la idea del destinatario del interés: el derecho subjetivo es un
interés que el ordenamiento considera como exclusivamente propio
del titular; en cambio, el interés legítimo será un interés de un
administrado que simplemente coincide de hecho con el interés
general en función del cual la norma se ha dictado; la tutela de este
tipo de situaciones jurídicas es, pues, indirecta u ocasional, a través de
la observancia de la norma que se ha dictado para asegurar la
satisfacción del interés general. Es la doctrina clásica.
Una segunda explicación creerá encontrar la clave en la naturaleza
puramente procesal del interés legítimo, que sería una simple
«proyección procesal del interés de facto», identificándole de hecho
con la legitimación para recurrir. En fin, GUICCIARDI ha puesto en
circulación otra explicación que presenta, por de pronto, el mérito de
la simplicidad: el derecho subjetivo aparece en la actuación
administrativa producida bajo la regulación de «normas de relación»
intersubjetiva; en cambio, el interés legítimo sería el correlato de una
actuación de la Administración producida bajo el imperio de «normas
de acción», que pautan tal actuación desde una perspectiva única del
interés público, sin intentar construir relaciones jurídicas.
De hecho ninguna de estas (y otras muchas) doctrinas acierta a dar
una cabal explicación del fenómeno como tal. También de hecho,
ninguna ha acertado a asegurar una extensión sustancial de la tutela
judicial a los ciudadanos, conviniendo todos los autores en que la
situación de la justicia administrativa en Italia, ligada a esa famosa
68
bipartición teórica entre derechos e intereses legítimos, no es
satisfactoria. Una reforma reciente relativizó las diferencias entre las
dos figuras, que hizo forzoso el reconocimiento por la Corte
Costituzionale el año 2000 de condenas indemnizatorias en caso de
violación de intereses legítimos, figura jurídica que identificó con
derechos subjetivos el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el
mismo año 2000.
D. El problema en Alemania
El caso alemán tiene un interés destacado. El dogmatismo de su
ciencia jurídica hizo un axioma de la correlación entre derechos
subjetivos perfectos y tutela jurisdiccional. El gran libro de G.
JELLINEK, «Sistema de los derechos públicos subjetivos» (1.ª edición,
1892; 2.ª y última, 1905), concluye sólo en una supuesta extensión de
los derechos públicos subjetivos del ciudadano alrededor de una serie
de status derivados de las libertades fundamentales, pero deja al
margen de la tutela judicial lo que, siguiendo a IHERING, califica de
«reflejos del Derecho objetivo» (Rechtsreflexe). El concepto básico es
éste:
«Cuando las normas jurídicas del Derecho público prescriben una
determinada acción u omisión a los órganos del Estado en interés
general, puede ocurrir que el resultado de esa acción o de esa omisión
favorezca a determinados individuos, sin que por ello el ordenamiento, al
establecer la norma de que se trata, se haya propuesto ampliar la esfera
jurídica propia de esas personas. En tales casos se podrá hablar de un
efecto reflejo del Derecho objetivo».
La justicia alemana quedará, por virtud de estos conceptos, al margen
(como la española, hasta 1956) de los inmensos campos de protección
jurisdiccional descubiertos por el excès de pouvoir francés
prácticamente hasta esta segunda postguerra.
Cuando se configura la Ley Fundamental de Bonn, con la que
intentan recuperarse por vía normativa todos los atrasos sufridos por
el país en la construcción técnica de un Estado de Derecho, se
formula en un lugar central (art. 19.4) la famosa «cláusula general»
de protección jurisdiccional del ciudadano, que pretende consagrar
69
una lückenlose Rechtsschutz, una protección jurídica sin lagunas.
Pues bien, he aquí que, no obstante este ambicioso planteamiento, la
cláusula general declara protegibles únicamente las lesiones que los
ciudadanos sufran en sus derechos (in seinen Rechten verletzt:
lesionados en sus derechos; lo mismo el artículo 42.2.º de la
Verwaltungsgerichtsordnung). Una doctrina alerta, sin embargo, y
con perfecta consciencia de los valores sustanciales en juego, va a
profundizar este concepto de derecho público subjetivo para incluir
en él, además de sus contenidos tradicionales, prácticamente lo que la
doctrina italiana califica de intereses legítimos o la francesa de
situaciones protegidas mediante recursos «objetivos». Los nombres
de BACHOF y de HENKE son aquí decisivos. Sobre su doctrina
volveremos luego.
E. El problema en España
En tanto el recurso contencioso-administrativo fue entre nosotros
limitado y además insertado en un sistema de justicia retenida, según
el principio juger l’Administration c’est encore administrer, se
producen algunas Sentencias, incluso extraordinariamente precoces,
que admiten recursos en los que se trata de proteger un «interés
legítimo» (sic) (Real Decreto S. de 30 de junio de 1847) y aun un
«derecho a las formas» de actuación de la Administración (Real
Decreto S. de 27 de julio de 1848). Hay aquí ya una intuición certera,
aunque facilitada en su aplicación práctica por el sistema de
autocontrol que el recurso supone en el sistema de la justicia retenida.
Cuando se trata, no obstante, de jurisdiccionalizar el recurso,
doctrina, legislación y jurisprudencia admiten apodícticamente que la
protección ha de limitarse a lo que son derechos subjetivos perfectos,
según el modelo conocido en el Derecho Civil. El artículo 1.º de la
Ley Santamaría de Paredes de 1888 (que parte aquí de la Ley
Camacho, de reclamaciones en el Ramo de Hacienda de 31 de
diciembre de 1881) limita, en efecto, el recurso contencioso-
administrativo a los supuestos en que un acto no discrecional o
reglado «vulnere un derecho de carácter administrativo establecido
anteriormente en favor del demandante por una Ley, un reglamento u
otro precepto administrativo». El artículo 2.º precisa que «se
70
entenderá establecido el derecho en favor del recurrente cuando la
disposición que se repute infringida le reconozca ese derecho
individualmente, o a personas que se hallen en el mismo caso en que
él se encuentra». «Lesión en derecho perfecto», había dicho, más
categóricamente aún, la Ley Camacho.
Debe notarse que, en las mismas fechas en que estas Leyes
configuraron nuestro sistema de justicia administrativa para setenta
años, la doctrina y el parlamento italianos, más atentos a las
evoluciones pragmáticas del sistema francés, habían visto
perfectamente que limitar la protección jurisdiccional a lo que
entonces se llamaban derechos subjetivos (que son los que hemos
tipificado en el apartado anterior) era dejar sin garantía la observancia
del grueso de la legalidad administrativa. Nadie aquí vio eso entonces
y a ello debemos el más grave bloqueo de nuestra justicia
administrativa, que aún hoy no ha superado del todo esa larga y
nefasta tradición. Se mantiene, no obstante, como ha estudiado uno de
nosotros, una tradición jurisprudencial que califica determinados
vicios de los actos (de competencia y de forma, esencialmente) como
«de orden público», con lo cual se subraya que los poderes
fiscalizadores del Tribunal se ejercen de oficio aun al margen de su
denuncia en el proceso y, por supuesto, de la invocación de un
derecho subjetivo que pretenda tutela, esto último porque nunca en la
práctica podría hablarse de un derecho a la competencia de los
órganos públicos o a las formas. Esta línea jurisprudencial va, pues,
en la línea de un verdadero recurso «objetivo», justificado en la pura
legalidad y no en la tutela de derechos del recurrente, y por eso
mismo aceptable sólo por el ejercicio de supuestos poderes de oficio
del Tribunal y no por una acción subjetiva propiamente tal, pero sus
posibilidades, salvo alguna excepción, van a perderse en una
hipervaloración de los vicios de forma, que concluye jugando contra
los intereses del recurrente. No será por aquí, pues, contra lo que
lógicamente cabría haber esperado, por donde advenga un
enriquecimiento de nuestro angosto sistema de protección
jurisdiccional.
La corrección del sistema no advino, ni por la jurisprudencia, ni por la
vía que ha emprendido la última doctrina alemana, la de profundizar
el sentido de los derechos públicos subjetivos, para extender las
posibilidades limitadas por el artículo 1.º de la Ley Santamaría. Más
71
simplemente, vino –una vez más– por la vía de una nueva recepción
de la técnica francesa, ahora en la forma del recurso de exceso de
poder o de anulación, cuando el mismo estaba ya configurado por una
evolución jurisprudencial ejemplar. Primero a través de la
introducción del recurso de anulación en la esfera local
[materialmente, con el art. 253 del Estatuto Municipal de 1924 y,
posteriormente, ya con esta denominación, en la Ley Municipal de
1935, art. 233. b)], luego, finalmente, por la LJ de 27 de diciembre de
1956, que acierta a definir la situación en que hoy estamos. La técnica
de la LJ (desde su versión de 1956 a la actual de 1998) es reducir todo
a un problema procesal de legitimación. El recurrente, precisa el
artículo 19, puede invocar como condición de legitimación «un
derecho o un interés legítimo». Por lo demás, ninguna otra diferencia
separa luego en cuanto al régimen procesal los dos casos de la
pretendida diferencia de legitimación, lo que vendría a subrayar en la
intención de los redactores el carácter puramente accesorio de este
último requisito. El fondo es siempre para la LJ, artículo 70.2
«cualquier infracción del ordenamiento jurídico» reprochable al acto
administrativo que se impugna, bien esa infracción lo sea de la
legalidad objetiva, bien del respeto debido a los derechos subjetivos.
La doctrina comenzó explicando esa posibilidad de obtener una tutela
judicial no justificada en derechos subjetivos según la formulación
pragmática francesa del recurso pretendidamente «objetivo», dentro
del cual el interés juega como simple «requisito de seriedad» para que
el Tribunal se ponga en marcha y no como cuestión de fondo. El
fondo sería la legalidad objetiva del acto.
Sin embargo, cuando la LJ en su versión de 1956 generalizó el
sistema, la doctrina más autorizada (GARRIDO, GONZÁLEZ PÉREZ,
GARCÍA-TREVIJANO) echará mano de la explicación ofrecida por el
Derecho italiano, de una protección de intereses legítimos sustantivos.
La insatisfacción de esta doctrina en el Derecho italiano, que ha
concluido por abandonar el concepto mismo ha venido a demostrar
que no es posible ya seguir apoyándose en esa categoría dogmática.
En cualquier caso, representa un evidente progreso sobre la
explicación exclusivamente procesal, que es la de la LJ, en cuanto
que pone de relieve la existencia de una situación subjetiva de fondo
como objeto de la tutela judicial.
72
Es curioso que el tecnicismo «intereses legítimos» reaparezca
solemnemente en el artículo 24 de la Constitución (transcripción, sin
duda, del art. 24 de la Constitución italiana). ¿Habrá que entender que
la Constitución impone la recepción misma de esa técnica? No lo
creemos: verba legis non sunt lex. La única intención que cabe inferir
de su mención constitucional es la de que la tutela judicial (ubi ius, ibi
remmedium) no quede limitada a los derechos subjetivos de corte
tradicional; lo que sea exactamente ese plus a los que llama «intereses
legítimos» es a la dogmática a la que corresponde precisarlo.
F. La explicación técnica de un tipo específico de derecho subjetivo
Se ha visto en la exposición anterior que los Tribunales contencioso-
administrativos declaran tutelar otra cosa que derechos subjetivos
perfectos.
¿Qué es esa otra cosa, es una situación jurídica subjetiva distinta, es
una tutela abstracta de la legalidad? Éste es el tema capital.
a. Crítica de las construcciones tradicionales
Comencemos por notar que no puede valer la idea de un recurso
«objetivo» o en puro interés de la legalidad. Esta idea puede tener su
curso cuando se trate del ejercicio de acciones populares. Aquí sí,
puede entenderse que el recurrente actúa como un Ministerio público,
según la idea cara a HAURIOU, aunque los problemas de la acción
popular (en nuestro derecho las más características, las que consagran
las leyes urbanísticas, de medio ambiente y de patrimonio histórico)
no acaben ahí. Pero fuera de este supuesto limitado, basta tener
alguna experiencia judicial, en cualquiera de los dos lados de la barra,
para comprender sin vacilaciones que los recurrentes defienden lo que
vívidamente entienden ser sus derechos o al menos sus intereses
propios (no adelantemos calificaciones) y no la legalidad abstracta. Es
totalmente convencional pretender que su interés se acaba con la
admisión del recurso, con la posibilidad de llegar a la decisión de
fondo, que es lo que viene a resultar de la construcción de la LJ al
73
resolver el interés del recurrente en un mero problema procesal de
legitimación. El recurrente siente no sólo la inadmisibilidad, sino
también, y quizá especialmente, la desestimación de su recurso como
una negación sustantiva de sus derechos. Esta vivencia es, en efecto,
subjetiva, pero es también general, lo cual denota que alguna
objetividad subyace en ella; por ello no es desdeñable en absoluto,
siquiera sea porque es la que mueve el mecanismo entero de la
justicia. El cual, con la excepción de los asuntos penales, en los que la
acción pública ha subsumido las arcaicas técnicas de composición
interprivada, es siempre un mecanismo de satisfacción de intereses
subjetivos, de lucha por el propio derecho, y éste es, justamente, todo
su sentido.
Menos aún puede intentar reducirse el problema que nos ocupa a una
simple técnica procesal de legitimación, que es, según hemos visto, la
posición oficial de nuestra Ley. Habría, primero, que determinar si la
legitimación es un mero requisito procesal, que afecte como tal a la
acción, o, por el contrario, es ya un requisito de fondo relativo a la
fundamentación de la pretensión, la titularidad misma del derecho
sobre el cual se pide la tutela, como la mejor doctrina procesalista
acepta hoy. Pero, aun sin necesidad de acudir a esa especie de
argumento ad hominen frente al procesalismo, baste notar que lo que
no puede ser nunca un mero requisito procesal en los procesos
intersubjetivos más inequívocos es la titularidad del derecho subjetivo
sobre el que se debate, y esto es, sin embargo, lo que dice el artículo
19.1 LJ; la equiparación de este supuesto, a efectos de su calificación
procesal, con el de la titularidad de un interés basta para desautorizar
la tesis procesalista de que en los recursos basados en un simple
interés éste se limita a jugar el papel de un requisito de admisión al
fondo del proceso. Como requisito de admisión podrá jugar, por
razones simplemente prácticas, la mera invocación de la titularidad
(de derechos o de intereses), no la realidad de la misma, la cual
pertenece siempre al fondo; por razones prácticas, decimos, porque el
juez puede anticipar sin necesidad de esperar a la decisión de fondo
que el tipo de titularidad que el recurrente invoca no está dentro del
ámbito de las titularidades protegidas, lo que no quiere decir que ese
ámbito no sea un ámbito jurídico-material, como bien se comprende.
Se trata, pues, de una decisión previa por razones de fondo y no por
razones atinentes a la pura relación procesal.
74
La jurisprudencia ha concretado, con todo rigor técnico, que por
interés ha de entenderse, precisamente, un perjuicio que el acto cause
o un beneficio que de su eliminación resulte al recurrente (Ss. de 23
de febrero y 12 de noviembre de 1965, 26 de abril y 7 y 9 de mayo de
1973, 20 de marzo de 1977, 14 de julio y 15 de octubre de 1988, 4 de
febrero de 1991, 17 de marzo y 30 de junio de 1995, 12 de febrero y
11 de junio de 1996, 9 de junio de 1997, entre otras muchas; doctrina
acogida también por la jurisprudencia constitucional: Ss. 60/1982,
47/1990, 257/1988, 97/1991, etc.). Es lo que la jurisprudencia
francesa llama el grief causado al interés, que es lo sustancial, y no el
interés mismo, como han notado certeramente KORNPROBST, AUBY Y
DRAGO y LALIGANT. La observación dista de ser una sutileza, pues ella
nos permite recomponer la actitud del recurrente, antes descrita, no
como una simple inclinación, que es lo que la mención del interés
parece aludir, sino como una defensa frente a un perjuicio que le
causa el acto de la Administración, perjuicio que él estima injusto en
cuanto causado al margen de la legalidad que pauta la actuación
legítima de la Administración.
Así se revela que lo que mueve al recurrente no es un abstracto
interés por la legalidad, sino el concretísimo de estimar que la
Administración le está perjudicando (luego veremos en qué esfera de
realidades hay que situar ese perjuicio) al obrar fuera de la legalidad y
que, por tanto, ese perjuicio debe ser eliminado mediante la
eliminación del acto ilegal que le causa. Aquí se conectan, pues, de
este modo, interés subjetivo y legalidad objetiva.
Pero el análisis ha de continuar: se trata de que el ordenamiento ha
apoderado al sujeto que demuestra que está en ese supuesto típico
(perjuicio causado por una actuación ilegal de la Administración)
para anular el acto que le causa el perjuicio. Esto, naturalmente, dista
muchísimo de ser una simple regla procesal; es, por el contrario, una
regla material de primera importancia, una extensión sustancial de la
tutela, en virtud de la cual nadie está obligado a soportar perjuicios
causados por actos ilegales de la Administración, atribuyendo a los
sujetos, a este efecto, una acción anulatoria de dichos actos, una
acción dirigida a la eliminación de los mismos [art. 71. a) LJ].
Es, sencillamente dicho, ya desde ahora, el otorgamiento de un
específico derecho subjetivo. Este consiste esencialmente en la
75
posibilidad atribuida al individuo de poner en movimiento una norma
objetiva en su propio interés. Y esto es lo que hace, justamente, el
ordenamiento cuando apodera al ciudadano de una acción anulatoria
contra los actos administrativos ilegales.
Resulta completamente equívoco pretender que no hay aquí derecho
subjetivo por la razón dogmática de que la norma que ha de juzgar la
validez del acto es una norma destinada a servir sólo al interés
general. Todas las normas objetivas, y no sólo las administrativas,
están basadas en el interés general. Pero donde está el derecho
subjetivo no es en la violación abstracta de la norma (no hay, en este
sentido, un derecho a la legalidad, contra lo que han pretendido
BONNARD y otros, observación donde concluye sus efectos la
observación que criticamos), sino en la acción que se otorga para
eliminar el acto que, habiendo violado la norma, causa un perjuicio
personal al ciudadano, y es evidente que esa acción se otorga en
interés del ciudadano, que en tal sentido y sólo en el mismo, la
ejercita.
Por la misma razón, la distinción de GUICCIARDI entre normas de
relación y de acción no es una explicación, es más bien un posterius
lógico (donde no hay derechos subjetivos no hay relaciones), que,
además, debemos de notar que es del todo inexacto. Pues en estos
supuestos de intereses legítimos sí hay una verdadera relación, la que
se expresa en el perjuicio que el acto causa al ciudadano y en la
reacción impugnatoria de éste; relación que es, además,
perfectamente disponible por el administrado, que puede aquietarse al
perjuicio o desistir de la acción, o renunciar a ésta, o transmitirla,
incluso, si transmite el círculo de intereses donde el perjuicio se ha
producido (art. 22 LJ).
En conclusión, creemos que hay en el tema que estamos estudiando
un fenómeno de verdaderos derechos subjetivos y no de nada
«objetivo» o de situaciones jurídicas extrañas o atípicas. Hemos de
decir que a esta conclusión están llegando prácticamente todas las
doctrinas. Desde luego la alemana (BACHOF, HENKE, LORENZ), forzada
por la fórmula positiva del artículo 19.4 de su Constitución que otorga
tutela jurisdiccional a los derechos subjetivos y nada más que a ellos.
También la francesa (KONPROBST, LALIGANT, ROUBIER) e incluso la
italiana, por la singularidad de su propio ordenamiento (CANNADA-
76
BARTOLI, especialmente).
A estas nuevas doctrinas tendremos que aludir más adelante. Es
curioso, y a la vez sorprendente, que estas tres doctrinas nacionales
estén desarrollándose sin ninguna relación entre sí, en círculos
cerrados, cuando en realidad están reaccionando frente a un problema
idéntico y sus respectivas posiciones y perspectivas se enriquecen
notablemente si se ponen en relación unas con otras.
b. La construcción de este nuevo derecho subjetivo
Hay que partir inevitablemente de la construcción, que se expuso en
el anterior capítulo VIII de este libro, de la posición jurídica de la
Administración. Esta es un sujeto que no puede obrar sino en virtud
de apoderamientos legales explícitos. Como también allí se dijo, esta
regla no es caprichosa, ni tiene una explicación puramente técnica; se
basa, más bien, en un determinado concepto de la situación del
ciudadano en la sociedad y en el Estado que puso en marcha la
Revolución francesa de una manera perfectamente lúcida. El artículo
4.º de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789
declaró, en efecto:
«La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro; así
los derechos naturales de cada hombre no tienen otros límites que los que
aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos
derechos. Estos límites no pueden ser determinados más que por la Ley».
Y en el artículo 5.º, corroborando el importante párrafo final del
anterior:
«La Ley no tiene derecho a prohibir más que las acciones perjudiciales a
la sociedad. Todo lo que no está prohibido por la Ley no puede ser
impedido y nadie puede ser forzado a hacer lo que ella no ordena».
En el proyecto girondino de declaración de derechos se decía en el
artículo 3.º:
«La conservación de la libertad depende de la sumisión a la Ley, que es
la expresión de la voluntad general», continuando luego con las mismas
palabras que el transcrito párrafo 2.º del artículo 5.º de la Declaración de
77
1789.
Igualmente en la declaración inserta en la Constitución de 1793,
artículo 9.º, se precisa:
«La Ley debe proteger la libertad pública e individual contra la opresión
de los que gobiernan».
En la declaración de la Constitución del año III, artículo 9.º, se reitera
el principio:
«Lo que no está prohibido por la Ley no puede ser impedido. Nadie
puede ser forzado a hacer lo que la Ley no ordena».
Es en estas reglas profundas, que siguen siendo la base estructural de
cualquier construcción de un Estado de Derecho, donde se articulan
las posiciones jurídicas básicas de la Administración y del
administrado. La legalidad de la Administración no es así una simple
exigencia a ella misma, que pudiese derivar de su condición de
organización burocrática y racionalizada: es también antes que eso,
una técnica de garantizar la libertad. Toda acción administrativa que
fuerce a un ciudadano a soportar lo que la Ley no autoriza o le impida
hacer lo que la Ley permite no sólo es una acción ilegal, es una
agresión a la libertad de dicho ciudadano. De este modo la oposición
a un acto administrativo ilegal es, en último extremo, una defensa de
la libertad de quien ha resultado injustamente afectado por dicho acto.
Aquí está la más aguda diferencia que desde el punto de vista jurídico
se produce entre la Administración del Rey absoluto y la surgida de la
Revolución. La Ley política es en el antiguo derecho una pura
instrucción interna que articula en una dirección concreta la
superioridad abstracta y subjetiva que corresponde al Rey por ser tal y
que pone en marcha su propio aparato operativo. Pero ni la Ley es
propiamente condición de validez de una acción concreta (validez que
se apoya en la posibilidad de ser imputada al Rey, aunque éste o sus
agentes operen por vía de excepción o de privilegio, de privación de
derechos o de dispensa legal, en virtud del «poderío real absoluto»),
ni mucho menos sobre sus términos sería posible articular derechos
subjetivos de los súbditos, salvo los de naturaleza patrimonial que
sostiene la doctrina de los rescriptos contra ius, más atrás expuesta.
Otto MAYER pudo decir por ello que las Leyes de policía (Estado de
78
policía se llamó en el mundo germánico al de la última fase del Rey
absoluto) no son Derecho. Más concretamente la doctrina de la época
afirmaba sin vacilación: politica non sunt apellabila: en las leyes
políticas no se puede apoyar una acción judicial.
La Revolución ha transformado ese panorama tradicional. La Ley
deja de ser un mandato (entre otros posibles) de un imperante
subjetivo para convertirse en el plano político en un marco que acota
el campo de las acciones legítimas, sobre el cual, correlativamente,
queda protegida la libertad inicial y básica de los ciudadanos, los
cuales justamente por esto (y por su participación en la producción de
la Ley) dejan de ser súbditos –expresión que quiere decir sometidos–
en adelante. Todos los precedentes, más o menos convencionales, que
puedan buscarse entre el Derecho Administrativo surgido de la
Revolución y el Derecho público prerrevolucionario no podrán saltar
nunca el foso profundo de esta fundamental diferencia.
Ocurre, sin embargo, que en el plano técnico esta construcción básica
no pasa al terreno del Derecho Administrativo, para justificar la
atribución de acciones judiciales defensivas a los ciudadanos, sino
paulatinamente, por obra de una jurisprudencia progresiva que va
moviéndose por la simple intuición y por el ajuste paulatino de
resultados y de logros, siempre, hasta hoy mismo, explicados de una
manera convencional.
Esta observación está en la base del tema que estudiamos, la
articulación entre legalidad administrativa y situación jurídica del
administrado, articulación que queda difuminada cuando se considera
dicha legalidad como algo abstracto, supraordenado y «objetivo»,
construido al margen de dicha situación subjetiva de los ciudadanos,
desde la pura perspectiva inmanente de la Administración. En los
cimientos del sistema existe la conciencia larvada de tal articulación
profunda, conciencia que ha hecho explícita la magna creación
histórica jurisprudencial del recurso francés de excès de pouvoir y las
soluciones paralelas que, bajo unas u otras justificaciones, han
seguido otros Derechos nacionales. Al reconocer al ciudadano una
acción jurisdiccional para lograr la eliminación de los actos
administrativos que «incurriere(n) en cualquier forma de infracción
del ordenamiento jurídico» (art. 70.2 LJ), la jurisprudencia o las
Leyes no están atribuyendo a dicho ciudadano una función abstracta
79
de fiscalizador de la observancia objetiva de la legalidad por la
Administración, una función de Ministerio Fiscal; por el contrario, le
están reconociendo un verdadero derecho subjetivo para defender su
libertad cuando ésta se siente injustamente (id est: ilegalmente)
atacada por la Administración: ubi remmedium, ibi ius.
De aquí que el hecho del desconocimiento por la Administración de
la libertad del ciudadano de no estar sometido más que a la Ley, lo
que nuestra jurisprudencia llama el «perjuicio» o la negación de una
ventaja, el grief de la jurisprudencia francesa, no sea un simple
requisito procesal, o una exigencia de simple «seriedad» en el
planteamiento del litigio. Por el contrario, es la base misma de ese
derecho subjetivo, que pretende justamente la eliminación de ese
perjuicio o de ese grief si se demuestra injusto, demostración que
debe hacerse sobre la justificación de la ilegalidad del ataque
administrativo.
Para explicar la estructura del tipo de derecho subjetivo que estamos
estudiando resulta preciso ahondar un poco más. Esquemáticamente,
podemos establecer lo siguiente:
1.º El concepto de «perjuicio» o de grief ha de referirse a cualquier
inmisión de la Administración en los «propios asuntos». Esta
expresión (eigenen Angelegenheiten) es de HENKE y parece más
expresiva que la de «interés legítimo» de que habla el artículo 19 LJ.
La jurisprudencia alemana se refiere también al «círculo vital»
(Lebenskreis), que en último extremo se expresa en cualquier utilidad
de la vida. La jurisprudencia francesa refiere al acto atacado la
exigencia de que «lesione al actor material o moralmente», que le
cause «conséquences fâcheuses (consecuencias perturbadoras) sobre
uno u otro de esos dos planos» (1956). Será muy fácil interpretar
sobre estos conceptos los ejemplos numerosos de nuestra
jurisprudencia, que será estudiada más adelante.
2.º En la doctrina italiana CANNADA-BARTOLI ha observado que en esas
situaciones de ventaja o de interés subyace casi siempre un derecho
subjetivo de los típicos; así, el expropiado que impugna la irregular
constitución del Jurado o un defecto de procedimiento en la actuación
expropiatoria está defendiendo, en realidad, su derecho de propiedad;
o el funcionario que ataca una ordenación ilegal de su carrera
defiende su ius in officium; o el opositor que impugna la composición
80
supuestamente irregular del Tribunal que ha de enjuiciar las pruebas
su ius ad officium (art. 23.2 de la Constitución), etc. Ese autor habla,
por eso, de que el derecho subjetivo es siempre presupuesto de las
situaciones que en la doctrina italiana se califican, según hemos visto,
de interés legítimo y que éste vendría a consistir en una extensión de
la protección dispensada a tales derechos de fondo frente a los
procedimientos (en amplio sentido) administrativos de incidencia
sobre los mismos, para imponer su legitimidad. Es ésta una
observación que estimamos certera y que puede contribuir a fortalecer
considerablemente la situación de base de que el proceso
administrativo parte por la incidencia que sobre la misma tiene el acto
administrativo que se impugna, pero, no obstante, es una observación
que puede ser equívoca. En efecto, como vamos a ver
inmediatamente, y ya hemos avanzado, donde está el verdadero
derecho subjetivo aquí relevante no es en esa titularidad subyacente
que sostiene, en último extremo, la situación afectada por el acto
administrativo a impugnar, sino, precisamente, en la reacción misma
frente al acto ilegal que perturba el propio ámbito vital. Es esta lesión
o perjuicio injustos lo que hace ponerse en pie el derecho subjetivo
que aquí se ejercita, que es un derecho distinto del que subyace a la
situación atacada (como el derecho a la reparación de un daño
extracontractual causado por un tercero a una cosa propia no es un
derecho real derivado de la titularidad de dicha cosa, sino,
claramente, otro derecho distinto y nuevo).
3.º Si antes de que esa lesión o perjuicio se produjesen no existía más
que un derecho abstracto de libertad, de libre desenvolvimiento (art.
10.1 de la Constitución), de integridad del propio círculo vital, salvo
en cuanto puedan afectarle prescripciones legales (en modo alguno,
pues, un derecho a la observancia por la Administración de la
legalidad objetiva), el hecho mismo de la producción de la lesión o
perjuicio, cuando éste es ilegal o producido infringiendo la Ley, hace
surgir un derecho subjetivo estricto, el derecho (que la atribución de
la acción revela) a la eliminación de ese perjuicio, un derecho de
defensa o protección (Abwehrrecht: RUPP, HENKE). Es lo que en la
caracterización de ROUBIER se llamaría una «situación reaccional»,
que este autor explica de esta manera: antes de la infracción no
existiría un derecho subjetivo propiamente tal, sino un simple deber
impuesto por la Ley al otro sujeto (aquí el deber de la Administración
de respetar, de no interferir el ámbito vital de los ciudadanos sino
81
legalmente); pero una vez el deber violado o infringido surge ya un
verdadero derecho subjetivo, el de reparación o de restitución, que
obliga a reintegrar al otro sujeto en la esfera de deber transgredida y a
reparar, en su caso, el perjuicio que esa transgresión ha podido causar
al dañado. Ejemplo en el Derecho privado de estas situaciones
reaccionales: acciones de responsabilidad, acciones de nulidad,
acción de competencia desleal. Antes de la infracción del deber legal
no existe propiamente un derecho subjetivo, porque si existiese podría
su titular disponer de él y esa disponibilidad (renuncia anticipada a
exigir responsabilidad –cláusulas de exclusión de responsabilidad–,
renuncia anticipada al ejercicio de acciones de nulidad, etc.; aquí
renuncia previa a impugnar los actos administrativos legales) no es
admitida por el ordenamiento, lo cual acreditaría que el deber de que
se trata en el otro sujeto es un deber objetivo hacia la Ley y no una
obligación subjetiva hacia otra persona de que ésta sea titular activo;
sólo cuando la lesión del ámbito vital de intereses se ha producido
surge el verdadero derecho subjetivo por parte del lesionado, un
derecho de redressement o de eliminación del perjuicio.
4.º Con la explicación técnica anterior queda aclarado con
simplicidad el fenómeno que aquí nos ocupa. La Administración no
tiene hacia un ciudadano o hacia un conjunto de ellos, la obligación
jurídica de observar la legalidad; por eso mismo no puede hablarse de
que los ciudadanos tengan, invirtiendo la perspectiva, un derecho
subjetivo a la observancia de la legalidad por la Administración, fuera
de los casos en que sean titulares de verdaderos derechos subjetivos
singularizados de los estudiados en el anterior apartado 1. La
observancia de la legalidad es para la Administración un deber
puramente objetivo, derivado de la vinculación positiva que de dicha
legalidad directamente resulta para ella, como vimos en el capítulo
VIII de esta misma obra y como hoy declara el artículo 103.1 de la
Constitución. Pero ese deber está instituido por el ordenamiento no
sólo con fines organizativos abstractos, o en función de intereses
materiales colectivos, sino también, y preferentemente, como una
técnica de libertad de los ciudadanos, los cuales no pueden ser
afectados por la Administración en sus propios asuntos, en sus
intereses, materiales y morales, más que a través de actuaciones
legítimas, esto es, cubiertas o amparadas por la Ley. De este modo la
Ley objetiva puede, contra lo que antes suponíamos, descomponerse,
en efecto, en un conjunto de situaciones jurídicas subjetivas, lo cual
82
se explica del modo siguiente. Cuando un ciudadano se ve
perjudicado en su ámbito material o moral de intereses por
actuaciones administrativas ilegales adquiere, por la conjunción de
los dos elementos de perjuicio y de ilegalidad, un derecho subjetivo a
la eliminación de esa actuación ilegal, de modo que se defienda y
restablezca la integridad de sus intereses. Ese derecho subjetivo se
revela en la atribución por el ordenamiento de una acción
impugnatoria, cuya titularidad y consiguiente disponibilidad ostenta a
partir de ese momento plenamente. Que del ejercicio de esta acción
dirigida a la protección y restauración de su círculo vital injustamente
perturbado, puedan derivarse consecuencias (beneficiosas o
perjudiciales) para terceros (art. 72.2 LJ), como consecuencia de la
trascendencia de la actuación administrativa eliminada, resulta
accidental. La acción y, consiguientemente, el derecho, no están
dirigidos a purificar por razones objetivas la actuación administrativa,
sino a la defensa de los propios intereses. El recurrente es, pues, parte
en el proceso y no un representante de la Ley; la Administración
también es parte procesal genuina en cuanto que destinataria de una
pretensión procesal que la afecta ya la que se opone activamente; el
recurso es, pues, subjetivo y no objetivo; lo que se hace valer en el
proceso es, pues, un verdadero derecho subjetivo y no un simple
interés, más o menos cualificado.
5.º Por ello la famosa afirmación de BACHOF, decisiva en la evolución
práctica y en la interpretación del Derecho alemán, según la cual
todas las ventajas (Begünstigen) derivadas del ordenamiento para
cada ciudadano se han constituido en verdaderos derechos subjetivos,
expresa un principio capital del actual Estado de Derecho; pero debe
matizarse, para evitar posibles equívocos, con la observación de que
la constitución en derechos subjetivos no surge directamente por la
inferencia de tales ventajas desde el ordenamiento, sino sólo y
únicamente cuando las mismas sufren una agresión injusta por parte
de la Administración, derechos subjetivos que tienden entonces al
restablecimiento de dichas ventajas por vía reaccional o de
eliminación del injusto que las niega, las desconoce o las perturba.
6.º Establecido lo cual, resulta sin justificación ninguna la limitación
de la Sentencia estimatoria, o que dé curso a este tipo de derecho
subjetivo, como precisaba la versión de 1956 de la LJ, a la simple
anulación del acto, sin otros pronunciamientos. Esta limitación venía
83
de la vieja doctrina francesa sobre la supuesta naturaleza objetiva y
no subjetiva de este recurso y, aunque algo quebrantada con fórmulas
indirectas que han estudiado P. WEIL y KORNPROBST, se mantuvo hasta
que en el cambio de los siglos XX-XXI se resolvió por vía legislativa,
recogida enseguida en el Code de Justice administrative a partir del
2000 reconocer el derecho del recurrente ganador a la ejecución
forzosa de la sentencia estimatoria asegurada por el mismo Tribunal
sentenciador. En ese modelo histórico se inspiraron los artículos 42 y
43 de la LJ de 1956, que exigían hacer valer un derecho subjetivo
típico y activo, y no meramente reaccional, para poder obtener en el
proceso contencioso, además de la anulación del acto, «el
reconocimiento de una situación jurídica individualizada y la
adopción de las medidas adecuadas para el pleno restablecimiento de
la misma». De hecho nuestros Tribunales no respetaron esta
limitación, completamente convencional y la nueva LJ de 1998 la ha
hecho desaparecer. El artículo 31.2 admite esa pretensión «cuando
proceda», sin condicionarla a ningún tipo de legitimación; el artículo
71.1. b) así lo admite ante cualquier tipo de «situación jurídica
individualizada», sea principal o reaccional. Que esto está justificado
es más que obvio: es una verdadera «situación jurídica
individualizada» lo que hace valer, como hemos visto, quien se
ampara en tal interés directo, que encubre realmente un verdadero
derecho subjetivo y, por tanto, el restablecimiento de dicho derecho,
o, lo que es lo mismo, la restauración de la esfera vital injustamente
perturbada, resulta obligada en el fallo estimatorio. Esta loable
práctica jurisprudencial, legitimada ya por la nueva LJ, está además
cubierta holgadamente por el principio general del artículo 24.1 de la
Constitución, con su proclamación del derecho a obtener la tutela
efectiva de los que allí se llaman, convencionalmente, intereses
legítimos.
3. RECAPITULACIÓN
Tras todo lo expuesto resulta, pues, y en conclusión, que debemos
retener ahora sistemáticamente, que el administrado es titular de
derechos subjetivos frente a la Administración en dos supuestos
típicos:
84
1.º Cuando ostenta pretensiones activas frente a la Administración
para la consecución de prestaciones patrimoniales, o de respeto de
titularidades jurídico-reales, o de vinculación a actos procedentes de
la propia Administración o de respeto a una esfera de libertad
formalmente definida (de esto último hablaremos en el capítulo
siguiente); podemos llamar a estos derechos subjetivos derechos
típicos (por su identidad con los derechos clásicos del Derecho
privado) o activos.
2.º Cuando ha sido perturbado en su esfera vital de intereses por una
actuación administrativa ilegal, supuesto en el cual el ordenamiento,
en servicio del más profundo sentido de la legalidad en el Estado de
Derecho como garantía de la libertad, le apodera con un derecho
subjetivo dirigido a la eliminación de esa actuación ilegal y al
restablecimiento de la integridad de sus intereses; a estos derechos
subjetivos podemos llamar reaccionales o impugnatorios.
La diferencia de los dos supuestos es clara, pero tal diferencia no
implica una división de naturaleza. En los dos casos estamos en
presencia de verdaderos derechos subjetivos y su funcionalidad es,
con independencia de ciertos matices, sustancialmente la misma.
Buena prueba de ello es que con absoluta normalidad uno y otro de
esos dos derechos se mezclan inescindiblemente en el mismo proceso,
lo cual está en la base de la generalización del recurso francés de
exceso de poder, que es hoy el normal después de haber comenzado
como excepcional; también, la generalidad con que en el sistema
contencioso-administrativo montado para la esfera local en la LRL de
1950, y que estuvo vigente hasta la LJ de 1956, se interponían en un
mismo proceso las dos acciones llamadas –por influencia mal
asimilada del sistema francés– de anulación y de plena jurisdicción;
hoy esto explica, también, la normalidad con la que en un proceso de
los montados en servicio de lo que el artículo 19.1 LJ llama derechos
–id est: activos o típicos– se hacen valer ilegalidades de los actos
administrativos no relacionadas con el respeto debido a tales
derechos. Esta inescindibilidad de situaciones es el talón de Aquiles
del sistema de partición procesal de uno y otro derecho subjetivo.
En cualquier caso, es el segundo de los derechos el que permite que
los particulares (todos ellos, y no sólo el estamento de los
«poseedores») fiscalicen la totalidad de la legalidad administrativa, y
85
no sólo la franja minúscula que entra en juego en la vida jurídico-
administrativa a propósito del tráfico de los derechos subjetivos
activos de corte tradicional. Es en los procesos montados en garantía
de los mismos donde puede invocarse «cualquier infracción del
ordenamiento jurídico» (arts. 48.1 LPAC y 70.2 LJ) y no sólo el
desconocimiento de titularidades jurídicas activas del recurrente. A
partir de ellos, pues, se produce el básico efecto de anudar y
relacionar la legalidad de la Administración en su conjunto con la
libertad de los ciudadanos y de hacer justiciable en su plenitud toda la
actuación administrativa. Esta es su enorme trascendencia.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: J. BAÑO LEÓN, La igualdad como derecho
público subjetivo, en «RAP», núm. 114; J. BERMEJO VERA, La tutela
judicial del administrado, en «REDA», núm. 35; F. A. CASTILLO
BLANCO, La protección de confianza en el Derecho Administrativo,
1998; J. DELGADO BARRIO, Proyección de las decisiones del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos en la jurisprudencia española, en
«RAP», núm. 119; T.-R. FERNÁNDEZ, Derecho Administrativo,
Sindicatos y autoadministración, IEAL, Madrid, 1972; A. GALLEGO
ANABITARTE, Las relaciones especiales de sujeción y el principio de
legalidad de la Administración, en el núm. 34 «RAP»; A. EMBID
IRUJO, Libertad religiosa y política municipal, en «REDA», núm. 24;
E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Sobre los derechos públicos subjetivos, en
«REDA», núm. 6, págs. 427 y sigs.; Profetismo y Derecho (En
recuerdo de Antonio Esteban Drake), en «REDA», núm. 18; y La
eliminación general de las normas reglamentarias nulas con ocasión
de recursos contra sus actos de aplicación, en «REDA», núm. 66;
Hacia una nueva justicia administrativa, 2.ª ed., Madrid, 1992; La
lengua de los derechos. La formación del Derecho Público europeo
tras la Revolución Francesa, 2.ª ed., Madrid, 2001; Contencioso-
administrativo objetivo y contencioso-administrativo subjetivo a
finales del siglo XX. Una visión comparatista, en «RAP», 152 (y en
«La Revue Administrative», número especial, 2000, que recoge las
ponencias y comunicaciones del «Colloque du 2ème Centenaire du
Conseil d’Etat», la versión francesa); Las transformaciones de la
justicia administrativa: de excepción singular a la plenitud
jurisdiccional. ¿Un cambio de paradigma?, Madrid, 2007; GARCÍA
MACHO, En torno a las garantías de los derechos fundamentales en el
ámbito de las relaciones de especial sujeción, en «REDA», núm. 64;
F. GARRIDO FALLA, Las tres crisis del derecho público subjetivo, en
86
«Estudios García Oviedo», vol. I, Sevilla, 1954, págs. 154 y sigs.; El
negocio jurídico del particular en el Derecho Administrativo, en el
núm. 1 «RAP» y las voces Actos del administrado, Derechos públicos
subjetivos e Interés legítimo, en la «Nueva Enciclopedia Jurídica
Seix», tomos II, págs. 312 y sigs.; VII, págs. 68 y sigs., y XIII, págs.
221 y sigs., respectivamente; E. GÓMEZ ORBANEJA, El ejercicio de los
derechos, Cuadernos Civitas, Madrid, 1975; J. GONZÁLEZ PÉREZ, El
administrado, Pub. Abella, Madrid, 1966; F. LÓPEZ-RAMÓN, Acerca de
las «especiales relaciones de sujeción a que está sometido el
recluso», en «REDA», núm. 14; L. MARTÍN-RETORTILLO, El genio
expansivo del Estado de Derecho: el principio de igualdad de
oportunidades como inspirador de la asistencia oficial docente, en el
núm. 47 «RAP», págs. 183 y sigs., y La cláusula de orden público
como límite –impreciso y creciente– del ejercicio de los derechos,
Cuadernos Civitas, Madrid, 1975; F. MONTIEL, El ciudadano y el
administrado, en el núm. 48, «RAP», págs. 127 y sigs.; A. NIETO, La
discutible supervivencia del interés directo, en «REDA», núm. 12,
págs. 39 y sigs.; F. SAINZ MORENO, Sobre la apreciación de la buena
conducta en función del interés general y la responsabilidad
patrimonial de la Administración, en «REDA», núm. 13; otra nota, en
«REDA», núm. 23; SANTI ROMANO, voces, Deberes, Obligaciones y
Poderes y Potestades, en «Fragmentos de un diccionario jurídico»,
Buenos Aires, 1964, págs. 89 y sigs. y 297 y sigs., respectivamente.
87
CAPÍTULO XVI
LA TEORÍA DEL ADMINISTRADO Y DE SUS
SITUACIONES JURÍDICAS (II)
SUMARIO: I. LAS LIBERTADES PÚBLICAS EN
PARTICULAR. 1. El papel central de los derechos fundamentales
en el sistema constitucional. 2. Las libertades públicas y derechos
fundamentales en general, sus clases y sus técnicas jurídicas. 3. Los
derechos fundamentales como derechos subjetivos. 4.
Funcionalidad jurídico-administrativa de las libertades públicas. A.
En el plano formal. B. En el plano material. 5. La protección
jurisdiccional de las libertades públicas. II. EL DERECHO DE
LOS ADMINISTRADOS A OBTENER PRESTACIONES DE
LOS SERVICIOS PÚBLICOS. 1. Los presupuestos del
planteamiento tradicional y su crisis actual. 2. El derecho de los
administrados a los servicios públicos. A. Las notas dominantes del
sistema en vigor. B. El derecho a la creación y mantenimiento de los
servicios públicos u organizaciones prestacionales. C. El derecho al
uso y disfrute de los servicios existentes. D. Un paso decisivo: el
recurso contencioso-administrativo contra la inactividad de la
Administración creado por la LJ de 1998. E. La participación de los
usuarios en la orientación del desenvolvimiento de los servicios. F.
Técnicas adicionales de garantía. 3. Observación final sobre el tema
de la actividad prestacional de los entes públicos. III. LA
PARTICIPACIÓN DEL ADMINISTRADO EN LAS
FUNCIONES ADMINISTRATIVAS. 1. La participación en
general, su ámbito y su carácter. 2. La participación orgánica. 3. La
participación funcional. 4. Las fórmulas cooperativas de
participación. IV. ACTOS JURÍDICOS DEL ADMINISTRADO. 1.
En general. 2. Las principales especies de actos del administrado. A.
Peticiones y solicitudes. B. Aceptaciones. C. Contratos y convenios
con la Administración. D. Recursos y reclamaciones. E. Renuncias. F.
Comunicaciones y declaraciones. G. Opciones. H. Requerimientos e
intimaciones.
88
I. LAS LIBERTADES PÚBLICAS EN PARTICULAR
1. EL PAPEL CENTRAL DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES EN
EL SISTEMA CONSTITUCIONAL
Ya hemos visto en el capítulo II, § II, de esta obra cuál es la
significación general de los derechos fundamentales y libertades
públicas en el orden constitucional en general y en el nuestro en
particular. La libertad es una de las «decisiones políticas
fundamentales» insertas en la Constitución, que fundamenta todo el
sistema constitucional en su conjunto como resulta del Preámbulo y
del artículo 1.º, donde se proclama, al lado de la justicia, la igualdad y
el pluralismo político como uno de los «valores superiores del
ordenamiento jurídico». El artículo 10 concreta aún más al precisar
que «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son
inherentes, el libre desarrollo de la personalidad... son fundamento del
orden político y de la paz social». Esa libertad como principio se
especifica luego en sus aplicaciones materiales básicas en el título I,
«De los derechos y deberes fundamentales» y, especialmente dentro
de él, en su capítulo II, con el epígrafe «Derechos y libertades», y aún
más precisamente, por lo que luego veremos, en su sección 1.ª, bajo el
rótulo «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas»
(arts. 15 a 30). El carácter básico, dentro de la economía de la
construcción constitucional, del principio de la libertad y de su
expresión concreta en el catálogo de derechos fundamentales y
libertades públicas enunciado en ese capítulo segundo, sección 1.ª del
título I, se hace patente en dos regulaciones claves: la extensión a
dicho catálogo de derechos de la protección reforzada del Tribunal
Constitucional, «intérprete supremo de la Constitución» (art. 1.º
LOTC), mediante el instrumento del recurso de amparo [arts. 53.2, y
161.1. b)], lo que subraya que en la intención del constituyente
cualquier problema atañente a los derechos fundamentales, por
singular que sea, pone en cuestión el sistema constitucional entero; y
la consideración de cualquier revisión del texto constitucional por
mínima que sea, de dichos artículos 15 a 30, así como de la del Título
Preliminar, como una revisión de los fundamentos mismos de la
Constitución, y en ese sentido equiparada a una revisión total o
cambio de la misma, por diferencia de lo que es una simple reforma
89
de su texto (arts. 167 y 168). Así, pues, los derechos fundamentales
enunciados en los artículo 15 a 30 no sólo tienen el rango supremo
constitucional, sino aun el rango reforzado dentro de la Constitución
misma que les destaca de todo el resto de ésta (en cuanto es uno de
sus «valores superiores», art. 1.1) y les hace por fuerza presidir el
proceso mismo de interpretación constitucional [vid. capítulo II, § II,
4, C), a)]. Constituyen por ello «la esencia misma del régimen
constitucional», de forma que cuando se trata de su protección «nada
es trivial e inimportante», como ha dicho el Tribunal Constitucional
(vid. Ss. de 9 de enero de 1985 y 21 de febrero de 1986) y la
interpretación de las normas legales ha de ser favorecedora de tal
valor superior (Sentencia de 16 de febrero de 1998). No hay en el
ordenamiento principio alguno que pueda anteponerse a éste; domina,
pues, a todos y no puede ser subordinado por ninguno.
Lo que a nosotros nos interesa precisar en este momento es la
naturaleza jurídica de estos derechos en cuanto marcan de manera
decisiva la posición activa del administrado en el sistema jurídico-
administrativo.
2. LAS LIBERTADES PÚBLICAS Y DERECHOS FUNDAMENTALES
EN GENERAL, SUS CLASES Y SUS TÉCNICAS JURÍDICAS
Inicialmente, desde su origen revolucionario, que recoge la filosofía
naturalista de la Ilustración (y aparte los precedentes históricos más
alejados, cuyo significado no siempre es coincidente), las libertades
públicas se configuraron como derechos subjetivos frente al Estado
(derechos naturales, innatos, sobre los cuales el Estado se funda y
cuyo respeto y garantía constituye su fin); estos derechos innatos
imponen un ámbito de libre determinación individual completamente
exento del poder del Estado. Lo que estos derechos individuales
reclaman del Estado es, pues, una abstención.
Pero en las propias Declaraciones de derechos iniciales se incluyeron
ya derechos de otro carácter que, como se ha dicho, no contemplan al
individuo como alejado, distante del poder, exento del mismo, sino
que pretendían la conversión del mismo en ciudadano y, por tanto, su
inserción en el propio aparato político o de poder, derechos a los que
90
más tarde se llamarían por eso derechos cívicos o políticos.
Esas dos categorías de derechos, libertad-autonomía y libertad-
participación, en la conocida caracterización de BURDEAU, tienen,
como se comprende, funcionalidades diversas. Los primeros intentan
liberar de las funciones y coacciones del poder esferas de
determinación puramente privadas, mediante la definición de dichas
esferas como un límite absoluto a la acción del poder, en cualquiera
de sus formas; definen así «la parte de la existencia individual no
sujeta a la autoridad del grupo», en la que reina, por tanto, una
libertad individual plenaria e inviolable de determinación
(«inviolabilidad» del derecho: art. 10 de la Constitución). Por el
contrario, los derechos en que se expresa el principio de libertad-
participación lo que intentan asegurar es algo diverso, es el control de
los gobernantes por los gobernados, es la interiorización del poder en
la sociedad, la libre disponibilidad del poder por quienes son a la vez
sus destinatarios, la eliminación de poderes extraños o alienantes que
intentan justificarse, siempre, en valores abstractos transpersonales y
no en la voluntad de los gobernantes. Son derechos en los que se
expresa propiamente el principio democrático.
Pero la historia hará aparecer más tarde aún una tercera especie de
derechos fundamentales, los que se llamarán (aunque no existe una
convención terminológica firme) los derechos económicos y sociales.
Con raíces en la línea de pensamiento socialista, aparecen por vez
primera en la Constitución mejicana de 1917 y se extienden al
constitucionalismo europeo a raíz de la primera postguerra, para
hacerse ya generales en la segunda. Este tipo de derechos no suponen
ya una abstención del Estado como contenido fundamental, sino, por
el contrario, una prestación positiva del Estado en favor de los
ciudadanos, a los que se trata de asegurar un nivel mínimo de
«libertades reales» que les asegure las posibilidades de existir y de
desarrollarse libremente en la sociedad. Mientras que los derechos
individuales en el sentido tradicional, ha notado justamente BURDEAU,
son poderes de prohibir, los derechos sociales son poderes de exigir.
La tripartición expuesta parece la esencial a nuestros efectos (que
hemos de recordar que son limitados, pues no se trata aquí, como es
claro, de una exposición general del tema), porque acierta a expresar,
además de la funcionalidad distinta de las tres categorías de derechos
91
fundamentales, su correlativa diferencia de estructura técnica y de
funcionamiento, que es lo que en este momento nos interesa
especialmente.
Pero inmediatamente hemos de precisar que tal clasificación básica
opera, en realidad, más con tipos ideales o históricos que con especies
concretas actuales perfectamente separables. Las técnicas respectivas
que singularizan a unos y otros tipos según la exposición precedente,
se han intercambiado, en realidad, y hoy resulta difícil separar
netamente dentro de los derechos fundamentales proclamados por la
Constitución los que responden a una sola y exclusiva de esas
técnicas. Así cada vez es más claro que la contraposición tradicional
entre los derechos que son expresión del principio liberal puro y los
que manifiestan el principio democrático o participativo no existe.
Importantes posiciones doctrinales, como la de ELY, en Norteamérica,
y la de HAEBERLE, en Alemania, intentan hoy reducir resueltamente la
totalidad de los derechos del primer grupo al segundo, en cuanto que
serían los manantiales de innovaciones y de alternativas capaces de
mantener indefinidamente abierto el proceso político, canales del
cambio político permanentemente asegurado, y no petrificado u
obstruido, en lo que se identifica la esencia misma de la democracia.
Por otra parte, y esto es también importante, en cuanto el
mantenimiento de la libertad se erige en fin mismo del Estado,
exigible no sólo de la actuación concreta de la Administración, sino
también de los actos configuradores más ambiciosos del Legislativo
(lo que se asegura a través del control de constitucionalidad de las
leyes), no basta ya al Estado la mera abstención para asegurar ese fin
último de sus funciones, le hace falta, además, una actividad positiva
que haga posible la realización de dicho fin y asegure en la práctica
su efectividad. Por eso se ha notado que, al lado de la obligación
tradicional de no hacer, la estructura técnica de la libertad grava hoy
al Estado con obligaciones accesorias de hacer (BRAUD) para poder
hacer eficaz esa libertad que la sola abstención ya no asegura en una
sociedad menesterosa y escasamente autosuficiente.
Hay que decir que ésta es, justamente, la posición de nuestra
Constitución, cuyo básico artículo 9.º.2 impone «a los poderes
públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad
del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y
92
efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud
y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política,
económica, cultural y social».
De este modo las diferencias últimas entre derecho-autonomía,
derecho-participación y derecho-prestación se difuminan y aparece
más bien la realidad de un catálogo concreto de derechos
fundamentales marcados por su marchamo constitucional, que los ha
destacado formalmente como tales, a través de los cuales se intenta
asegurar el papel central del ciudadano en el sistema político, con el
triple y simultáneo objetivo de: 1.º, respetar su esfera privativa de
vida personal, incoercible por el poder público; 2.º, erigirle en
dominus de la cosa pública, sujeto y no objeto de la misma, mediante
el reconocimiento de su determinante participación en la formación
de la voluntad política del Estado y en las instancias pública y
socialmente relevantes, de modo que no se bloquee en ningún
momento la posibilidad misma de esa actuación determinante, y 3.º,
postular un sistema de prestaciones positivas del Estado en su favor
que hagan permanentemente posibles su existencia, su libre desarrollo
y el mantenimiento de su papel central en el conjunto político.
Podría hacerse una diferenciación de los derechos constitucionales
según se orienten de manera más o menos predominante respecto de
alguno de esos tres objetivos, pero es un hecho que los tres están de
alguna manera presentes en todos ellos, al menos, y en último
extremo, de forma potencial. Por ejemplo, la libertad de conciencia es
el paradigma supremo de las libertades dominadas por la regla de la
abstención y la incoercibilidad del Estado, pero he aquí que el artículo
16.1 impone al Estado «relaciones de cooperación» con las distintas
confesiones (cfr. también la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 5
de julio de 1980). Otro derecho tradicionalmente negativo, el de
expresión y de prensa, incluye hoy también un típico derecho-
prestación, el derecho a recibir información (art. 20.1). La libertad de
reunión, si bien también ordenada sobre el criterio de la abstención de
la acción pública (art. 22), es ordinariamente una libertad
instrumental del principio democrático participativo, a la vez que
obliga a los servicios de orden público a su protección positiva; no
muy diferente, el derecho de asociación (art. 23), gran instrumento
hoy de las participaciones en todas las esferas, etc. En fin, el artículo
104 de la Constitución ilustra esta idea con carácter general en
93
términos definitivamente expresivos cuando asigna expresamente a
las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, «bajo la dependencia del
Gobierno», la misión de «proteger el libre ejercicio de los derechos y
libertades», que no sería posible pura y simplemente en muchos casos
sin el concurso efectivo de sus agentes (cfr. Ley Orgánica de
Protección de la Seguridad Ciudadana, de 30 de marzo de 2015, en
adelante LOSC).
La Constitución ha efectuado una sola división, la que se expresa en
las secciones 1.ª y 2.ª del capítulo II y en el capítulo III del título I;
sólo a los derechos incluidos en la sección 1.ª del capítulo II [alguno
de los cuales, sin embargo, es un típico derecho-prestación, como el
derecho a la educación (art. 22)], se reconoce su operatividad
fundamental en los dos efectos que ya expusimos: tutela por el
Tribunal Constitucional y superrigidez en caso de reforma
constitucional, equiparando su variación a una revisión constitucional
global. Los derechos de la sección 2.ª se benefician de su eficacia
inmediata, como los de la 1.ª, vinculando como tales derechos a todos
los poderes públicos y garantizando su «contenido esencial» frente al
legislador mismo (art. 53.1). Finalmente, los enunciados en el
capítulo III, que es donde fundamentalmente se recogen los llamados
«derechos sociales y económicos», se enuncian más bien como
obligaciones genéricas del Estado que como efectivos derechos
individuales, motivo por el cual se les ha colocado bajo el epígrafe
«De los principios rectores de la política social y económica». El
artículo 53.3 ha precisado, por ello, que su operatividad final en los
ciudadanos se realizará no por su simple enunciado constitucional
(que mantendrá toda su eficacia, no obstante, frente al legislador, así
como en su carácter de principios constitucionales generales), sino
«de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen».
3. LOS DERECHOS FUNDAMENTALES COMO DERECHOS
SUBJETIVOS
De conformidad con lo expuesto, ninguna duda cabe de que los
derechos de la sección 1.ª del capítulo II del título I se han
configurado técnicamente como derechos subjetivos, y derechos
subjetivos beneficiados de una especial y enérgica protección, la del
94
recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, superpuesta a la
protección judicial ordinaria. El recurso de amparo, según el artículo
41 LOTC, «protege a todos los ciudadanos frente a las violaciones de
los derechos y libertades... originados por disposiciones, actos
jurídicos o simple vía de hecho de los poderes públicos». El carácter
inequívoco de derechos subjetivos de estos derechos así titulados se
hace patente en los términos del artículo 55 LOTC, que impone a la
sentencia estimatoria del amparo reconocer el derecho o libertad
agraviado, de acuerdo con su contenido constitucionalmente
declarado, y «restablecer al recurrente en la integridad de su derecho
o libertad». Hay, pues, aquí, siempre, un contenido de goce individual
del derecho (frueri licere) que constituye el objeto del mismo. Pero en
la propia jurisdicción ordinaria estos derechos fundamentales se
benefician de una protección preferente y eficaz, artículos 144 y ss.
LJ, y, en términos más generales, artículo 7.º.1 y 2 LOPJ.
Los derechos enunciados en la sección 2.ª del mismo capítulo II,
título I, no tienen un carácter homogéneo y, en general, no tienen
sustantividad para ser protegidos por sí mismos, a partir de su simple
enunciado constitucional, sino en las leyes en que cobran cuerpo y
desarrollo (con respeto de su «contenido esencial»); por ejemplo, el
derecho de propiedad y de herencia, o el de matrimonio o de divorcio,
o el de fundación, desarrollados todos en una compleja casuística
legal donde deberá apoyarse su ejercicio concreto (aunque sobre el
principio constitucional base, que domina la interpretación de ese
desarrollo legal) y, por tanto, su protección. No se benefician de la
tutela jurisdiccional extraordinaria del amparo, y deberán buscarla en
las vías judiciales ordinarias.
4. FUNCIONALIDAD JURÍDICO-ADMINISTRATIVA DE LAS
LIBERTADES PÚBLICAS
La funcionalidad jurídico-administrativa de las libertades públicas, en
cuanto están solemne y constitucionalmente declaradas, se desarrolla
en dos planos, formal y material.
A. En el plano formal
95
Los derechos fundamentales constituyen, indudablemente, principios
generales del ordenamiento positivados solemnemente en la
Constitución, y, por tanto, de eficacia no discutible. Vinculan
directamente a la Administración y a los Tribunales que la juzgan
(art. 53.1 de la Constitución, art. 7.º LOPJ). En consecuencia, por una
parte (deber de abstención antes aludido), constituyen verdaderos
límites a los poderes administrativos, tanto normativos como
discrecionales, límites evidentemente infranqueables, tanto por su
carácter genérico de principios generales dominantes del
ordenamiento como por su específico rango constitucional.
Por otra parte, la Administración no sólo no puede penetrar en el
círculo exento de estos derechos, sino que le alcanza la obligación
positiva de servirlos en los términos del artículo 9.º.2, que ya hemos
visto, esto es, promoviendo las condiciones para asegurar la
efectividad de esos derechos y remover todos los obstáculos que
impidan o dificulten su plenitud. Deber de respeto, pues, y deber
positivo de servicio. «De la obligación de sometimiento de todos los
poderes a la Constitución no solamente se deduce la obligación
negativa del Estado de no lesionar la esfera individual o institucional
protegida por los derechos fundamentales, sino también la obligación
positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos y de los
valores que representan, aun cuando no exista una pretensión
subjetiva por parte del ciudadano» (S. constitucional de 11 de abril de
1985).
Como una especificación de lo anterior, aunque también por otros
motivos, que ya hemos estudiado en el capítulo III, hay que concluir
también que los derechos o libertades fundamentales, como precisa el
artículo 53.1 de la Constitución, constituyen «materia reservada a la
Ley», en la que, por consiguiente, el Reglamento carece de eficacia
directa por sí mismo, al margen de las fórmulas de remisión
normativa que ya conocemos y de sus límites.
B. En el plano material
Pero, con independencia de lo anterior, que es importante, hay que
resaltar que las libertades básicas están primariamente dirigidas a
96
imponer límites materiales a la acción administrativa, precisamente, y
más en concreto a la actividad de policía, tanto en el sentido
específico de la policía de orden público o de la libertad personal,
como en el más general de la actividad administrativa de limitación.
Históricamente el aserto anterior es incuestionable: los derechos
fundamentales se configuraron como una reacción frente a la
situación propia de la monarquía absoluta y para asegurar un ámbito
personal franco a la acción administrativa («libertad-autonomía», que
es la «libertad de los modernos», en la famosa caracterización de
Benjamin CONSTANT). Justamente para subrayar que es esta última la
intervención que se excluye, las libertades básicas se colocan bajo la
garantía directa del juez (art. 7.º LOPJ), el cual protege de manera
inmediata la libre determinación del ciudadano en que la libertad
consiste y el correlativo deber de abstención de la Administración en
ese ámbito autónomo. Esta configuración sigue siendo lo sustancial
del concepto como técnica jurídica operante.
De lo cual se deduce, entrando ya en nuestro régimen positivo:
a) Es absolutamente inadmisible afirmar, como resulta de ciertas
exposiciones y aun de algunas decisiones jurisprudenciales, que la
Administración disponga de un poder general implícito o derivado de
la cláusula general de orden público, para poder condicionar, limitar o
intervenir los derechos y libertades constitucionalmente proclamados
en orden a una hipotética articulación de los mismos con la utilidad
común o general. Ésta es una tesis rigurosamente procedente del
absolutismo (y prolongada parcialmente en el XIX por el famoso
«principio monárquico»), pero totalmente incompatible con la
construcción moderna del Estado de Derecho, que la Constitución ha
librado felizmente de todo equívoco.
Hoy, el interés público primario es, justamente, el respeto y el
servicio de los derechos fundamentales, cuyo libre y pacífico ejercicio
es el fundamento mismo del orden público (vid. arts. 1 y 11 de la
nueva LOSC, que ha preferido evitar, incluso, la expresión y emplear
en su lugar otras similares: seguridad ciudadana, sobre todo) y aun del
orden político entero (art. 10.1 de la Constitución) y no el objetivo a
eliminar para una transpersonalización de éste. La articulación de las
libertades públicas individuales con el interés general deberá buscarse
en el sistema constitucional mismo y en las Leyes Orgánicas que lo
97
desarrollen (art. 81.1), y no en ninguna apreciación subjetiva de los
funcionarios.
Así pues, la Administración no podrá intervenir en el ámbito de los
derechos fundamentales más que en virtud de una explícita e
inequívoca habilitación legal, entendiendo por «legal», como antes se
justificó, los pronunciamientos contenidos en Ley formal que el
Reglamento no puede intentar ni suplir ni ampliar.
b) Especialmente contradictorio con la técnica jurídica de las
libertades o derechos fundamentales resulta intentar construir
reglamentariamente, o incluso por meros actos administrativos (si es
la Ley formal la que lo hiciese incurrirá, indudablemente, en
inconstitucionalidad por no respetar «el contenido esencial» de dichos
derechos a que la obliga el artículo 53.1 de la Constitución) o
potestades administrativas discrecionales para permitir, limitar o
impedir el ejercicio de derechos fundamentales. Aparte de algunos
ejemplos más atrás citados, uno particularmente inadmisible es la
exigencia de los certificados administrativos o policiales de «buena
conducta» para el ejercicio de cargos o funciones públicas (art. 23 de
la Constitución), o para discriminar la aplicación de la Ley contra el
principio de igualdad (art. 14), o para ejercitar el derecho de libertad
de desplazamiento (art. 19; cfr., respecto al anterior sistema S. de 25
de octubre de 1971), etc.; a este tema nos referimos ya en el capítulo
anterior, §I,2.
c) Las exigencias del orden público, con ser importantes, no justifican
en modo alguno un principio general que permita a la Administración
interferir o limitar el ejercicio de los derechos fundamentales, no sólo
por las razones más atrás expuestas, sino, de manera especial, porque
ninguna justificación puede encontrarse para tal consecuencia en los
textos legales aplicables. La LOSC de 1992 despejó ya
definitivamente toda duda al respecto. La misión del Gobierno, de las
autoridades y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad a sus órdenes es,
precisamente, proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y
garantizar la seguridad ciudadana, «mediante la protección de
personas y bienes y el mantenimiento de la tranquilidad de los
ciudadanos» (art. 1 de la vigencia LOSC de 2015). En todo caso, las
«medidas de acción preventiva y vigilancia», así como las
«actuaciones para el mantenimiento y restablecimiento de la
98
seguridad ciudadana», y más aún el «régimen sancionador», se
expresan en facultades específicas y tasadas, en modo alguno
indeterminadas y abiertas. Los únicos supuestos en que la
Constitución admite la «suspensión» de algunos derechos
fundamentales, nunca de todos, requieren, según el artículo 55, la
declaración del estado de excepción o de sitio (una Ley Orgánica de 1
de junio de 1981, de acuerdo con el artículo 116 de la propia
Constitución, regula estos estados), aparte de un caso específico
previsto por el mismo precepto constitucional, el de una Ley
Orgánica (hoy de 25 de mayo de 1988, que reformó la Ley de
Enjuiciamiento Criminal), que regula la suspensión de los derechos
de los arts. 17.2 y 18.2 y 3 en el caso de investigaciones relativas a la
actuación de bandas armadas o elementos terroristas. De esto resulta
fácil concluir que, fuera de esas hipótesis excepcionales, el sistema de
garantía que resulta de los derechos fundamentales es plenamente
operante en las circunstancias ordinarias y normales; lo es también,
con excepciones muy concretas, en los estados de excepción y de sitio
(no de alarma, por cierto); y finalmente, puede ocasionar y
transitoriamente resultar afectado, nunca de manera sustancial, en el
caso de situaciones de emergencia o de grandes catástrofes o
calamidades [arts. 8 y sigs. de la Ley de Protección Civil de 21 de
enero de 1985; art. 21.1. j) LRL, art. 120 LEF; art. 30.4 de la
Constitución], supuestos en que la Administración aparece en su
papel de «salvadora» [cfr. cap. XIV, § IV, 1, C)]. En modo alguno,
pues, puede justificarse en los datos positivos de nuestro Derecho la
doctrina de alguna jurisprudencia anterior a la Constitución, según la
cual «el interés privado se supedita al general y público, pues de otro
modo las funciones de Policía del Estado, en su amplia significación,
habrían de claudicar ante el interés particular» (S. de 25 de junio de
1974).
d) El carácter fundamental y básico de estos derechos
constitucionalmente declarados (art. 10.1 de la Constitución)
determina la necesidad de una protección especialmente enérgica, lo
cual, con independencia de lo que inmediatamente hemos de precisar,
justifica por sí solo el criterio de la imprescriptibilidad de su
titularidad y de sus posibilidades de ejercicio, principio que a su vez
impone, como ocurre en otros derechos, la exclusión en su ámbito de
las rigurosas técnicas de privación de efectividad que están ligadas
dentro del procedimiento administrativo a los criterios de «acto
99
consentido» y de preclusividad de protección (art. 28 LJ y supra,
capítulo XI, § III, 1). Así lo proclaman las Sentencias constitucionales
de 19 de junio de 1995, 13 de diciembre de 1993, 28 de octubre de
1991 y 22 de diciembre de 1986. Consecuentemente, el artículo 47.1.
a) LPAC declara nulos de pleno derecho los actos administrativos
«que lesionen el contenido esencial de los derechos y libertades
susceptibles de amparo constitucional». A su vez, debe tenerse en
cuenta que el amparo se otorgará «de conformidad con su contenido
constitucional» [art. 55.1. d) LOTC], así como la tutela judicial
ordinaria (art. 7.º LOPJ), contenido que no enuncia en parte alguna
tales técnicas limitativas y único al que está sometido el Tribunal
Constitucional (art. 1.º.1, idem). Si el amparo, a su vez, ha de
precederse, como veremos inmediatamente, de una vía contencioso-
administrativa, ésta tendrá que operar con el mismo nivel de
protección que va a fiscalizar luego el Tribunal Constitucional; ante la
jurisdicción contencioso-administrativa en sede protectora de
derechos fundamentales, pues, carecerán de toda eficacia esas
técnicas de protección de los intereses de la Administración que hoy
son normales (aunque tampoco siempre justificados, como también
sabemos) en el tráfico jurídico-administrativo. Toda esta explicación
sirve para justificar técnicamente una conclusión importante que ya
nos consta: los actos administrativos que infrinjan o desconozcan los
derechos fundamentales son, evidentemente, nulos de pleno derecho,
lo cual, se deduce naturalmente del carácter de dichos derechos como
principios superiores del ordenamiento, vocados a la efectividad
inmediata y permanente frente a todos los poderes públicos, tanto,
pues, frente a la Administración como frente al Juez (arts. 9.º.2, y
53.1 de la Constitución). Así lo ha afirmado sin vacilación el Tribunal
Constitucional en sus Sentencias de 23 de noviembre de 1981 y 30 de
junio de 1982, antes de que lo recogiere (quizá no con la amplitud
debida) el art. 47.1. a) LPAC.
5. LA PROTECCIÓN JURISDICCIONAL DE LAS LIBERTADES
PÚBLICAS
Prácticamente en todos los Derechos occidentales está habilitado un
sistema de inmediato amparo judicial de los derechos fundamentales
o libertades públicas frente a su desconocimiento eventual por los
100
agentes administrativos. La técnica del habeas corpus es la fórmula
inglesa originaria que faculta al juez penal a exigir de la
Administración el cuerpo del indebidamente detenido o impedido por
ella de actuar, en el supuesto básico de la libertad personal o física,
fórmula luego en lo sustancial extendida, en otras aplicaciones, a
otras libertades públicas. En Derecho francés se aplica, por una parte,
la técnica interdictal (aunque permita también la condena a la
reparación patrimonial) de la «vía de hecho», que ya hemos estudiado
más atrás (capítulo XIV), entendiendo que tal es la situación que se
produce ante una agresión administrativa a una libertad pública, lo
cual habilita al juez ordinario como «guardián de las libertades
individuales»; por otra parte, al juez penal, con poder inmediato sobre
los agentes eventualmente culpables. En fin, la cuestión se complica
en otros países con la atribución de estas materias a los Tribunales
constitucionales, fórmula que se aplicó en España durante la segunda
República con el llamado «Tribunal de Garantías Constitucionales»
(Ley de 14 de junio de 1933), y que ha rehabilitado la Constitución
vigente.
El Derecho histórico español conoce técnicas idénticas de protección
judicial ordinaria inmediatamente efectivas, frente a los
desconocimientos administrativos de derechos básicos. Los supuestos
más importantes son el «recurso de manifestación», paralelo del
habeas corpus, en el Derecho aragonés, y el recurso de amparo en
Indias, antecedente inmediato, según parece probado, de la técnica de
este nombre que han desarrollado después de la emancipación con
especial fortuna los países hispanoamericanos, especialmente Méjico.
La Constitución, como hemos indicado, ha rehabilitado con toda
oportunidad estas técnicas de protección inmediata y efectiva a través
de una doble vía reforzada: estableciendo un proceso sumario y
preferente ante los Tribunales ordinarios como primer nivel de
protección, y, en segundo término, superponiendo a esta protección
un «recurso de amparo», que se encomienda ya al Tribunal
Constitucional, dado el rango calificado constitucional que ya vimos
que se asigna a los derechos fundamentales dentro del sistema.
Esa técnica de protección, que enuncia el artículo 53.2 de la
Constitución, fue desarrollada inicialmente por una Ley previa a la
Constitución misma, la Ley de Protección Jurisdiccional de los
101
derechos fundamentales de la persona de 26 de diciembre de 1978,
cuyo régimen ha pasado sustancialmente a la LJ de 1998, arts. 114 y
sigs. Por lo que hace al amparo constitucional, la regulación ha de
buscarse en la LOTC.
El régimen del proceso contencioso-administrativo especial
establecido por la LJ será expuesto en detalle en el capítulo XXV.
Aquí notaremos solamente, en la perspectiva en que estamos, que este
régimen ha hecho saltar espectacularmente casi todos los viejos
privilegios históricos de la Administración en el proceso,
demostrando así su artificiosidad. Ello ha sido el resultado de
proponer como objeto de tutela bienes jurídicos como los derechos
fundamentales que preceden indudablemente en su valor absoluto,
según el sistema, a los bienes jurídicos de que la Administración es
portadora: su necesidad de eficacia, la presunción de objetividad y de
acierto en sus decisiones, la ejecutoriedad de sus actos a ello
normalmente ligada. Frente a los intereses puramente gestores de la
Administración prevalecen, sin duda, la proclamación constitucional
como «fundamentales» y como «inviolables» de los ámbitos privados
de autonomía, participación y prestación. Por ello se excluyó desde la
primera regulación de 1978 la vía administrativa previa, que reveló
así su verdadero carácter de privilegio infundado de la
Administración. La regla general, frente a lo que impera en el recurso
contencioso-administrativo ordinario, fue en la Ley de 1978 el
carácter suspensivo del recurso, «salvo que se justifique la existencia
o posibilidad de perjuicio grave para el interés general», aunque esta
regla, ya afectada por la LOSC por lo que hace a las sanciones de
orden público, ha desaparecido en la regulación de la LJ de 1998,
incomprensiblemente, dado el tenor del artículo 56 LOTC, que prevé
incluso la suspensión de oficio. Hay que decir que toda la
significación de un procedimiento especial de protección de los
derechos fundamentales está, justamente, en su efectividad inmediata,
que proteja dichos derechos de los largos plazos procesales
ordinarios, lo que no asegura la práctica desde la Ley de 1978 y,
menos aún, aunque resulte paradójico, la nueva regulación de la LJ de
1998 –que únicamente mantiene el carácter preferente de la
tramitación, art. 114.3, regla no siempre efectiva– (un intento de
excluir legalmente la posibilidad misma de una suspensión cautelar
en el caso de la policía de extranjeros fue ya anulada por
inconstitucional por la Sentencia constitucional de 7 de julio de 1987;
102
aquí se trataría del principio nulla poena sine iuditio, que viene
exigida por el principio básico de presunción de inocencia; es de
esperar que los Tribunales contencioso-administrativos sean
conscientes de ello otorgando con normalidad la suspensión que ha
dejado de ser preceptiva). Igualmente, fue importante en el
procedimiento de la Ley de 1978 la no vinculación del proceso a la
remisión administrativa del expediente, que mantiene hoy el artículo
117.1 LJ (y aun con carácter general, en toda clase de recursos, el art.
53.1), la rapidez de los plazos, etc.
Es digno de notar que fuera de ese procedimiento especial de la LJ
cabe también la tutela de los derechos fundamentales por la vía
contencioso-administrativa ordinaria. Ello es importante porque
aclara que aquel procedimiento especial y privilegiado respecto al
ordinario es una facultad y no una carga del ciudadano, lo que
interesa especialmente respecto de los plazos limitados a que se
condiciona la disponibilidad de dicho procedimiento. Por eso no es
excepcional que se interpongan simultáneamente el recurso especial y
el ordinario, por si el primero resultara inadmitido.
Por último, resta la vía del amparo, como una vía final una vez
agotada la contencioso-administrativa previa. Está regulado por los
artículos 41 y siguientes, LOTC. La legitimación para recurrir se
extiende, además de a la persona afectada, al Defensor del Pueblo y al
Ministerio Fiscal. Se prevé también una suspensión cautelar del acto
que motiva el amparo como regla, incluso acordada de oficio (art.
56). La Sentencia (fuera de los supuestos de inadmisión) otorgará o
denegará el amparo y en el primer caso, además de anular la decisión
que ha impedido el pleno ejercicio de los derechos o libertades
protegidos, restablecerá al recurrente en la integridad del derecho
violado, con la adopción de las medidas apropiadas para su
conservación.
Es de notar que el amparo puede dirigirse no sólo frente a la
Administración, sino también contra eventuales infracciones de los
derechos fundamentales que tengan su origen inmediato y directo en
un acto u omisión de un órgano judicial (art. 44), lo que es importante
para controlar las Sentencias finales de lo contencioso-administrativo
desde ese criterio del respeto a los derechos fundamentales.
Convendrá advertir que aun contra la Sentencia constitucional se
103
dispone, para todos los derechos fundamentales recogidos en el
Convenio Europeo para Protección de los Derechos Humanos y de las
libertades fundamentales de 1950 y en sus Protocolos adicionales, de
una vía ulterior de recurso, la que supone el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, que garantizan su
observancia por los Estados, sobre reclamación individual de «toda
persona dependiente de su jurisdicción» (art. 1.º del Convenio).
España, como los demás Estados que componen el Consejo de
Europa, ha ratificado el Convenio y los Protocolos (1979) y
formulado las declaraciones facultativas de jurisdicción obligatoria
del Tribunal (art. 46 del Convenio) y de reconocimiento de la
reclamación individual ante la Comisión (ésta, la última vez, por
Declaración de 14 de diciembre de 1985). Esta reclamación exige
haber agotado todos los recursos internos disponibles y presentarse
dentro del plazo de seis meses desde la resolución que se impugne.
No están exentas del ámbito de esta jurisdicción ni las Sentencias de
los Tribunales, ni siquiera las Leyes.
Es de notar que este Convenio (interpretado por la jurisprudencia de
su órgano jurisdiccional propio) tiene hoy ya valor propio de Derecho
interno (art. 96 de la Constitución) y aun interpretativo de las normas
constitucionales sobre la materia (art. 10.2), como, por lo demás,
ocurre según este último precepto, con todos los acuerdos
internacionales sobre el tema que hayan sido ratificados por España.
II. EL DERECHO DE LOS ADMINISTRADOS A OBTENER
PRESTACIONES DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS
1. LOS PRESUPUESTOS DEL PLANTEAMIENTO TRADICIONAL Y
SU CRISIS ACTUAL
Es un dato incuestionable que el Derecho Administrativo, surgido en
el contexto de la Revolución liberal, ha ido construyendo
fatigosamente sus técnicas con la atención puesta en la defensa de la
libertad y de la propiedad del individuo frente a las eventuales
injerencias no justificadas del poder público. Esta ha sido la
preocupación fundamental, nunca totalmente satisfecha, por otra
104
parte, según hemos podido comprobar a lo largo de las páginas
precedentes, en ese concreto marco se han ido integrando las
potestades, derechos y libertades del ciudadano que en dichas páginas
hemos procurado analizar con algún detalle, poderes todos ellos
ordenados al libre desenvolvimiento de la personalidad individual,
cuyo efectivo ejercicio se consideraba suficiente para asegurar la
posición del individuo en la sociedad.
El esquema expuesto, satisfactorio, en principio, en el contexto social
en el que inicialmente surgió y progresivamente se fue formando, ha
dejado de serlo, sin embargo, en la actualidad, dada la radical
transformación de los supuestos sociales en que se apoyaba. Es, en
efecto, bien evidente que ya no basta con acotar reductos exentos
frente a la acción del poder a los efectos de proporcionar al individuo
una protección efectiva. A este orden de necesidades se ha venido a
sumar en la época en que vivimos otro no menos importante, a partir
de la constatación, verdaderamente elemental, de la absoluta
impotencia del individuo aislado para proveer con sus solas fuerzas a
sus múltiples carencias y, correlativamente, de la no menos imperiosa
necesidad de una actividad de los entes públicos para suplir aquéllas y
garantizar al ciudadano una asistencia vital efectiva capaz de asegurar
su subsistencia a un nivel mínimamente razonable. Al compás de este
cambio realmente impresionante de los supuestos sobre los que se
asienta la existencia individual y colectiva, la propia imagen de la
Administración ha variado sustancialmente, presentándose no tanto
como una amenaza para la libertad de los ciudadanos, sino, más bien,
como el soporte necesario de la propia existencia de éstos.
Consecuentemente, la función del Derecho Público ya no se agota en
la pura defensa de la libertad y de la propiedad individuales, a la cual
estaba inicialmente orientado de forma casi exclusiva, aunque esta
función siga siendo imprescindible (los derechos fundamentales no
han pasado a la historia, como con notorio exceso y en un ambiente
especialmente proclive a este tipo de afirmaciones dijera FORSTHOFF
en la Alemania de 1938, al propio tiempo que llamaba la atención
sobre el orden de problemas al que venimos haciendo referencia),
sino que debe alcanzar también a encauzar adecuadamente una tarea
de asistencia vital, de procura existencial, de aseguramiento de las
bases materiales de la existencia individual y colectiva (lo que
FORSTHOFF ha denominado Daseinvorsorge) y a proporcionar al
ciudadano los medios apropiados para exigir y obtener de los entes
105
públicos todo lo que, siéndole estrictamente necesario para subsistir
dignamente, queda fuera del espacio vital por él dominado.
En este marco se ha ido desarrollando en el Derecho Público europeo
continental la doctrina del servicio público, que parte de la asunción
por la Administración de la responsabilidad de sectores enteros de
actividad mediante un acto formal de publicatio de ésta, que desde
ese momento queda bajo su directo control, tanto si la propia
Administración se hace cargo directamente de su gestión, como si
concede ésta a una empresa privada por ella seleccionada para que, a
su riesgo y ventura, la desarrolle en las concretas condiciones
previamente fijadas en el correspondiente proceso selectivo, según el
esquema típico de la concesión, que es la figura matriz en torno a la
cual se han articulado las demás variantes del hoy llamado contrato
de gestión de servicios públicos.
Esta vieja y respetable doctrina del servicio público ha entrado en
crisis en los últimos años a consecuencia de la progresiva expansión
de las Comunidades Europeas, con la consiguiente integración en
ellas de Estados con una tradición a la que esta idea del servicio
público es ajena (aunque no lo sea, por supuesto, la necesidad de
asegurar las bases de la existencia individual y colectiva a la que
simplemente venían dando satisfacción por otros medios), y, sobre
todo, de la progresiva implantación en todo el ámbito territorial que
cubren de un mercado único basado en la libre competencia, que,
naturalmente, pugna con la reserva a la propia Administración o
empresas concesionarias suyas de actividades concretas característica
de dicha doctrina. Los espectaculares avances tecnológicos de la
última década del siglo XX contribuyeron, por otra parte, a privar de
toda justificación, técnica y económica, a las antiguas declaraciones
de servicio público haciendo incontenibles los procesos de
liberalización de dichas actividades, cuya rapidez e intensidad
produjo inicialmente un notable desconcierto.
La nueva situación parece haberse estabilizado ya cristalizando en
una síntesis en la que el concepto orgánico de servicio público,
entendido del modo antes expuesto, con su secuela de explotación en
exclusiva por la Administración o por sus concesionarios de bloques
enteros de actividad, ha dejado paso al concepto funcional de servicio
universal, como «servicio de calidad a un precio asequible para
106
todos», para cuya satisfacción efectiva basta con que las leyes
reguladoras de los sectores liberalizados impongan a todos los
operadores sin distinción unas concretas obligaciones de servicio
público que la Administración, libre ya de responsabilidades
prestacionales, se encargará de hacer cumplir utilizando cuando sea
preciso sus poderes de inspección y control y, en último término, su
potestad sancionadora y asegurando de este modo la infraestructura
básica de la vida individual y colectiva en un contexto nuevo de libre
competencia sin exclusivas, ni privilegios para nadie.
A este nuevo esquema responden las Leyes más recientes,
promulgadas a impulsos de las Directivas comunitarias (del Servicio
Postal Universal y de Liberalización de los Servicios Postales de 13
de julio de 1998, del Sector Eléctrico de 26 de diciembre de 2013, del
Sector Ferroviario de 17 de noviembre de 2003, de
Telecomunicaciones de 9 de mayo de 2014, etc.). La citada en último
lugar refleja mejor que ninguna otra el sentido de esta evolución y el
alcance concreto de los cambios en curso, no en vano el de las
telecomunicaciones es el sector en el que el proceso de liberalización
está más avanzado. El artículo 2 comienza afirmando que «las
telecomunicaciones son servicios de interés general que se prestan en
régimen de competencia», sin monopolios ni exclusiva de ningún tipo
por lo tanto, pero, como precisa luego el artículo 23, los titulares de
estos servicios están sujetos a las obligaciones de servicio público que
la propia Ley establece, cuyo cumplimiento, dice, «se efectuará con
respeto a los principios de igualdad, transparencia, no discriminación,
continuidad, adaptabilidad, disponibilidad y permanencia y conforme
a los términos y condiciones que mediante real decreto se
determinen». A estas obligaciones de servicio público «se aplicará
con carácter supletorio el régimen establecido para la concesión de
servicio público determinado por el Texto refundido de la Ley de
Contratos del Sector Público».
Lo que había de esencial en la vieja doctrina del servicio público
permanece así, sin variaciones apreciables, en el nuevo contexto de
las actividades liberalizadas, lo que permite seguir refiriendo en
buena parte a todo el conjunto de servicios de interés general las
observaciones que haremos a continuación.
107
2. EL DERECHO DE LOS ADMINISTRADOS A LOS SERVICIOS
PÚBLICOS
A. Las notas dominantes del sistema en vigor
Como se desprende de lo que acabamos de decir, la situación actual
del problema entre nosotros es típicamente de transición. Por lo
pronto, el sistema es dual, ya que a los servicios de interés general de
carácter no comercial (enseñanza, protección social, seguridad,
justicia, etc.) no les alcanzan las condiciones del artículo 90 del
Tratado CEE, por lo que siguen organizados al modo tradicional. Otro
tanto ocurre también con algunos servicios de carácter comercial, a
los que el proceso de implantación del mercado único no ha afectado
todavía o no afectará, incluso, si se entiende que su funcionamiento
no es incompatible con los principios que presiden aquél (así, por
ejemplo, el servicio público de transporte regular de viajeros por
carretera, por citar el supuesto más relevante). Junto a estos servicios,
que siguen funcionando de acuerdo con el viejo modelo, se sitúan las
actividades propias de los sectores liberalizados, a los que más atrás
hemos hecho referencia subrayando las ideas básicas a las que su
nueva regulación responde. El grado o la intensidad de su
liberalización es por el momento diferente en cada uno de ellos, lo
que limita las posibilidades de generalización. En todos, sin embargo,
la Administración sigue controlando el ritmo del proceso de
transformación; es, por lo tanto, protagonista todavía y no simple
árbitro neutral, mero garante de la observancia por todos los
operadores del sector de las reglas de la competencia.
El análisis del ordenamiento vigente ofrece así un panorama
extraordinariamente plural, para cuya correcta comprensión sigue
siendo necesario partir del planteamiento tradicional, que es todavía
el telón de fondo sobre el que se proyectan las nuevas figuras y en el
que se hacen perceptibles sus concretos perfiles.
El color dominante de ese telón de fondo es ab initio el de la
discrecionalidad administrativa, una discrecionalidad
extraordinariamente amplia frente a la cual los ciudadanos no pueden
esgrimir otras pretensiones que las que convienen en reconocerles las
108
normas reguladoras de cada servicio o actividad. Sobre ese fondo
oscuro destacan, sin embargo, aquí y allá, como pequeñas manchas,
preceptos aislados de algunas Leyes preconstitucionales que, de
forma no demasiado precisa en la mayoría de los casos, anuncian un
futuro aun por construir. A lo uno y a lo otro haremos referencia a
continuación.
La incorporación al constitucionalismo de comienzos de siglo de una
segunda generación de derechos fundamentales de contenido
económico y social proyectó, ciertamente, sobre la Administración
desde el primer momento un conjunto de deberes genéricos de
actuación en la línea propuesta por aquellos derechos. Sin embargo, al
no poderse construir éstos por las normas constitucionales como
auténticos derechos subjetivos, quedó en el aire la posibilidad de
exigir el cumplimiento de aquellos deberes, que se dejó, en
consecuencia, a la discreción de la Administración frente a la que el
ciudadano no podía exhibir sino un simple interés precariamente
protegido por el ordenamiento.
En este orden de ideas ha acostumbrado a moverse la jurisprudencia
del Tribunal Supremo, sin que la doctrina, por su parte, pudiera
exhibir una actitud más progresiva, para la cual los textos legales –
hay que reconocerlo así– no prestaban demasiado apoyo ni a una, ni a
otra. La Sentencia de 8 de marzo de 1935 refleja muy expresivamente
esta actitud: «Es facultad privativa de la Administración la de acordar
lo más adecuado para atender a la distribución y aprovechamiento de
un servicio público, sin que los acuerdos sobre esta materia supongan
ni creen un derecho especial a favor de cada uno de los administrados
que puedan hacer valer hasta la vía contenciosa».
Éste es, en términos generales, el punto de partida, que tiene su base
en una óptica normativa acostumbrada a limitar su perspectiva a un
interés general difusamente entendido, en base al cual la norma o bien
habilita actuaciones concretas de los entes públicos, o bien establece
cautelas (preferentemente presupuestarias o financieras) ante posibles
desviaciones del interés general así contemplado. Sólo en casos
excepcionales acertaban las normas a situarse en la perspectiva
concreta del ciudadano necesitado de asistencia o protección y ello
gracias al estímulo que a estos efectos proporcionaba la singular
organización de ciertos servicios o prestaciones, bien porque su
109
gestión venía confiada a empresas privadas en calidad de
concesionarias, bien porque la prestación misma se articulaba sobre
una base formal de carácter más o menos contractual, en la que el
servicio requerido se presentaba como la contraprestación obligada de
un pago en dinero realizado por el propio ciudadano.
En estos supuestos –y sólo en ellos–, la Administración titular del
servicio público asumía sin dificultad en los propios Reglamentos del
servicio o en los pliegos de condiciones de las correspondientes
concesiones el papel de árbitro y garante del derecho de los
ciudadanos al acceso al servicio en condiciones de igualdad y al
mantenimiento de un cierto nivel cuantitativo y cualitativo de las
prestaciones respectivas, así como de las condiciones económicas
(precios y tarifas) de cada servicio, a cuyos efectos podía poner en
juego una amplia potestad disciplinaria frente a la empresa gestora. El
régimen, todavía actual, de los servicios de suministro de agua, gas y
transportes interurbanos por carretera, etc., ilustra bien esta situación.
En los sectores liberalizados, las nuevas Leyes reguladoras se sitúan
también en esta línea, ya que la Administración, aunque ya no ostenta
la titularidad y responsabilidad última de la actividad que la
publicatio le aseguraba, sigue contando con poderes de inspección,
control y sancionadores semejantes. La expresa remisión, que antes
recordamos del artículo 23.2 de la Ley General de
Telecomunicaciones al régimen de la concesión previsto en la LCSP
es expresiva al respecto.
En los demás casos –servicios públicos en régimen de gestión directa,
articulados técnicamente en torno a un acto administrativo de
admisión (no sobre la base de un contrato)–, la Administración era
bastante menos generosa para con el potencial usuario, que, en
general, quedaba inerme ante ella.
En este panorama, más bien sombrío, que describe un pasado
próximo, abrió brecha primero la legislación de Régimen Local,
campo habitual para las experiencias que la Administración del
Estado se resiste a afrontar por vez primera, brecha que, tras la
promulgación de la Constitución de 1978 y a consecuencia de ella, ha
ahondado la vigente LRL, como más adelante veremos. La LJ de
1998 ha dado, por su parte, un paso importante de alcance general,
como veremos.
110
Resulta, en todo caso, necesario efectuar una primera distinción,
según exista o no de antemano el servicio u organización
prestacional; si existe, los problemas a analizar son los referentes al
acceso de los ciudadanos a la prestación en que se concretan, al modo
y la forma en que ésta puede disfrutarse, o su concreto contenido, a
sus posibles contrapartidas y –esto es básico– a las garantías
disponibles en relación a todo lo anterior.
B. El derecho a la creación y mantenimiento de los servicios públicos u
organizaciones prestacionales
La creación u organización de un servicio público se ha entendido
siempre como perteneciente a la facultad discrecional de la
Administración, incluso en el caso de que la propia Ley hubiese
adoptado al respecto una decisión de principio, ya que esta decisión
se presentaba normalmente como una simple habilitación, más que
como un verdadero mandato. Sobre estas bases es comprensible que
se negara al ciudadano la titularidad de un verdadero derecho,
exigible en la vía jurisdiccional, a la implantación efectiva del
servicio.
En el ámbito local, sin embargo, la situación del ciudadano era algo
más favorable. La vieja legislación de Régimen Local de la
postguerra distinguía dos tipos de gastos, obligatorios (los vinculados
al cumplimiento de las «obligaciones mínimas de los
Ayuntamientos») y voluntarios (los que rebasaban las prestaciones
mínimas exigidas por la Ley). A estos últimos se aplicaba la nota
tradicional de discrecionalidad («pueden realizar discrecional y
libremente... con el fin de mejorar y crear servicios y atenciones de su
competencia»: art. 796 de la LRL de 1955); a los primeros, en
cambio, se les calificaba de forzosos y en garantía de esa forzosidad
el artículo 683 de la LRL citada reconocía legitimación para
impugnar el presupuesto en que tales gastos habían de reflejarse a
todos los habitantes del territorio de la Entidad Local y a las demás
personas interesadas, incluso Asociaciones, Corporaciones o personas
jurídicas, impugnación que podía fundarse en la omisión del «crédito
necesario para el cumplimiento de obligaciones exigibles a la Entidad
Local, a virtud de precepto legal o de cualquier otro título legítimo»
111
(art. 684 de la misma Ley).
La Ley configuraba, pues, en estos casos la implantación de ciertos
servicios como una obligación estricta de las Corporaciones Locales y
otorgaba a los administrados una acción dirigida a asegurar, en
principio, su efectivo cumplimiento, combinación en base a la cual
era ya posible afirmar la existencia de un derecho en el ciudadano,
aunque de un ámbito material en extremo reducido, supuesta la
elementalidad de las prestaciones a las que la Ley lo refería, y de una
eficacia también limitada, ya que la inclusión en el presupuesto del
crédito correspondiente para atenderlas no equivalía a la implantación
efectiva del servicio, al que, en consecuencia, la Corporación podía
seguirse resistiendo (art. 30 RSCL: «Las Corporaciones Locales
tendrán plena potestad para constituir, organizar, modificar y suprimir
los servicios de su competencia»), resistencia cuya superación remitía
a nuevos procedimientos.
En lo relativo a los servicios ya creados, las posibilidades que ofrecía
el ordenamiento local ya derogado en orden al mantenimiento de los
mismos eran todavía menores, ya que el problema acostumbraba a
presentarse desde la perspectiva de los derechos de la empresa gestora
del servicio con la única finalidad de asegurar a ésta la adecuada
compensación en los casos de modificación o supresión de aquél en
los términos que ya conocemos. El servicio al usuario permanecía,
pura y simplemente, al margen de la norma citada. La decisión que la
Administración pudiera adoptar en orden a la modificación o
supresión del servicio se configuraba, pues, como discrecional, si bien
esto no impedía, naturalmente, su posible control por los Tribunales a
instancias de cualquier usuario del servicio, como ya nos consta (art.
36 RSCL: «Todas las cuestiones que se suscitaren respecto a las
resoluciones de las Corporaciones Locales sobre constitución,
organización, modificación y supresión de los servicios públicos de
su competencia serán deferidas al conocimiento de la jurisdicción
contencioso-administrativa»), aunque, de hecho, la crítica de esa
decisión resultaba en extremo difícil a falta de referencias objetivas
en que apoyarla.
La nueva LRL profundizó en esta dirección, reforzando
sustancialmente el punto de partida de la situación anterior al
reconocer expresa y formalmente en su artículo 18.1. g) a los vecinos
112
el derecho a «exigir la prestación y, en su caso, el establecimiento del
correspondiente servicio público, en el supuesto de constituir una
competencia municipal propia de carácter obligatorio» (referencia
esta que también se ha ensanchado notablemente: vid. art. 26). Este
régimen está desarrollado por los artículos 170 y 171 del Texto
Refundido de la Ley de Haciendas Locales de 5 de marzo de 2004 (en
adelante LHL), que prevén la impugnación en vía contencioso-
administrativa de los Presupuestos Locales, con una legitimación
sumamente amplia (todos los habitantes en el territorio de la entidad
local, entidades representativas de intereses y los que resulten
directamente afectados).
En los sectores liberalizados es la Ley quien define en cada caso el
ámbito del servicio universal y la extensión e intensidad de las
obligaciones de servicio público, lo cual supone, sin duda, un cambio
cualitativo importante, ya que la toma de posición por el legislador
reduce el papel de la Administración al de garante del cumplimiento
efectivo de las decisiones adoptadas por aquél.
C. El derecho al uso y disfrute de los servicios existentes
Implantado el servicio e iniciado su funcionamiento, es cuando la
posición del ciudadano empieza a adquirir una cierta solidez.
Desde una perspectiva general, que es ahora la nuestra, no es posible
precisar demasiado, ya que cada servicio se rige por sus propias
normas (art. 42 RSCL: «La prestación de los servicios se atemperará
a las normas que rijan cada uno de ellos»), de cuyo concreto tenor
depende esencialmente tanto la posibilidad de acceso al servicio por
los eventuales usuarios del mismo como el efectivo goce de las
prestaciones consiguientes (art. 33 RSCL: «Las Corporaciones
determinarán en la reglamentación de todo servicio que establezcan
las modalidades de prestación, situación, deberes y derechos de los
usuarios»). La LRL no ha alterado sustancialmente tampoco este
planteamiento, ya que su art. 18.1. c) se limita a reconocer a los
vecinos con carácter general el derecho a «utilizar, de acuerdo con su
naturaleza, los servicios públicos municipales». Los supuestos
posibles en orden al acceso al servicio varían, pues, desde el extremo
113
de la imposición obligatoria de la recepción y uso de algunos de ellos
(art. 34 RSCL: «cuando fuere necesario para garantizar la
tranquilidad, seguridad o salubridad ciudadanas»; afiliación
obligatoria a la Seguridad Social: art. 15 del Texto refundido vigente
de 20 de junio de 1994; la educación general básica es también
obligatoria: art. 27.4 de la Constitución), hasta su limitación a un
sector de ciudadanos muy concreto y reducido, previamente inscrito
en listas o padrones cuya confección regula la ley en función de
circunstancias objetivas preestablecidas (los legalmente calificados de
pobres e inscritos como tales en el padrón de Beneficencia
municipal). En todo caso, el acceso a un servicio público ha de
respetar siempre el principio de igualdad que está en la base de todo
servicio de este tipo, igualdad que tiene, sin embargo, un carácter
relativo, en la medida en que, en ocasiones, actúa en relación a grupos
o categorías de usuarios y, por supuesto, a partir del cumplimiento
por los mismos de los requisitos en cada caso previstos con carácter
general en atención a la naturaleza misma del servicio y a sus
concretas posibilidades de funcionamiento (sobre la igualdad de
acceso a los servicios ya establecidos vid. por ejemplo, las Ss. de 22
de diciembre de 1984 y 18 de febrero de 1985, relativas ambas a
servicios públicos locales; en materia sanitaria, la afirmación del
principio es particularmente enérgica: vid. art. 3.º.2 de la Ley General
de Sanidad de 25 de abril de 1986).
La precisión de las normas en cada caso aplicables suele ser mayor
cuando se trata de servicios gestionados por empresas privadas en
virtud de concesiones suscritas con la Administración titular de los
mismos. Por lo pronto, entre las obligaciones del concesionario se
incluye la de «admitir al goce del servicio a toda persona que cumpla
los requisitos dispuestos reglamentariamente» (art. 128.1.2.ª RSCL),
reconociéndose de este modo, aunque indirectamente, el correlativo
derecho de los particulares [art. 288. a) LCSP: «El concesionario
estará sujeto al cumplimiento de las siguientes obligaciones: a)
prestar el servicio con la continuidad convenida, y garantizar a los
particulares el derecho a utilizarlo en las condiciones que hayan sido
establecidas»), derecho que la propia Administración concedente
garantiza mediante la puesta en juego de la potestad disciplinaria que
ostenta sobre el concesionario (art. 127.1 RSCL). En ciertos servicios
la reglamentación del acceso a los mismos es en extremo minuciosa,
precisándose con todo detalle los supuestos en los que la entidad
114
gestora correspondiente puede oponerse a él (arts. 60 y sigs. y 79 y
sigs. del Real Decreto de 1 de diciembre de 2000 regulador de las
actividades de transporte, distribución, comercialización, suministro y
procedimientos de autorización de instalaciones de energía eléctrica),
oposición cuyo fundamento técnico debe ser comprobado por la
Administración titular del servicio, que, de no encontrarlo suficiente,
puede imponer su decisión a dicha entidad, bajo intimación de las
sanciones procedentes de no ser acatada dicha decisión.
Admitido al servicio, el usuario se hace titular de los derechos que le
reconoce la reglamentación del mismo, a la que corresponde
determinar las modalidades de prestación y su calidad, cantidad,
tiempo y lugar de realización, aspectos todos ellos que la
Administración titular del servicio puede variar en todo momento por
razones de interés público (art. 127.1.2.ª RSCL), sin que a la
modificación, que es de la ley del servicio y no de una situación
particular nacida en un negocio jurídico concreto, pueda oponerse por
el usuario derecho adquirido alguno. La situación del usuario es,
pues, una situación legal y reglamentaria, estrictamente objetiva por
tanto, y en su aspecto positivo se concreta en un derecho al
funcionamiento legal del servicio en los términos concretos que en
cada caso establezca la reglamentación por la que dicho servicio se
rija, pero no a permanecer perpetuamente en la que en un momento le
ha afectado.
En ciertos servicios públicos, la relación de uso de los mismos se
aparta de este esquema general, cuyo punto de partida radica en la
configuración del acto de admisión como un acto unilateral de
carácter administrativo (acto-condición), para canalizarse por la vía
del contrato (calificado de privado). Así ocurre normalmente en
buena parte de los servicios concedidos en virtud de una práctica
generalizada que arranca de la personalidad jurídica privada del
gestor y del usuario (servicios de suministro de gas y electricidad,
transportes, etc.). En tales casos la normativa aplicable suele ser muy
precisa en la determinación de los niveles de la prestación para evitar
los posibles abusos del suministrador, estableciendo incluso contratos
tipo a los cuales debe acomodarse la negociación entre el
concesionario y el usuario (art. 24 de la Ley de Ordenación de los
Transportes Terrestres de 30 de julio de 1987; art. 59.2. d) de la Ley
del Sector Ferroviario de 17 de noviembre de 2003). «La tarifa de
115
cada servicio público –dice el art. 150 RSCL– de la Corporación será
igual para todos los que recibieren las mismas prestaciones y en
iguales circunstancias», sin perjuicio de lo cual –añade– «podrán
establecerse tarifas reducidas en beneficio de sectores personales
económicamente débiles». Con tarifas o sin ellas (hay prestaciones
gratuitas: enseñanza general básica), el principio de igualdad es
esencial en todo tipo de servicios, cualquiera que sea la concreta
articulación técnico-jurídica y constituye referencia obligada para
valorar la actuación del ente gestor del mismo. Y lo sigue siendo,
naturalmente, con mayor motivo, en el ámbito de los servicios y
actividades liberalizados, como ya notamos (vid. por ejemplo, art. 44
de la Ley del Sector Eléctrico de 26 de diciembre de 2013 y 23 de la
Ley de Telecomunicaciones de 9 de mayo de 2014, etc.).
El caso de la Seguridad Social presenta características peculiares y
ello no sólo por tratarse de un orden prestacional básico que tiende a
garantizar una protección general frente a los riesgos más graves de la
vida, sino por su peculiar estructuración técnica, que sigue siendo
tributaria del esquema del contrato de seguro, que está en su origen.
La reglamentación del servicio es, en este caso, especialmente
detallada, configurando sus normas auténticos derechos de contenido
bien delimitado, cuya determinación remite a una simple aplicación
de los preceptos que con carácter general establecen el nivel de cada
prestación, con total exclusión en muchas de ellas de todo margen de
discrecionalidad y plenamente justiciable ante la jurisdicción social.
Es éste, pues, el modelo más avanzado y más en la línea de las ideas
expuestas al comienzo.
Sin llegar a este nivel de precisión, merece la pena subrayar el
esfuerzo de concreción de los derechos de los usuarios de los
servicios de salud por la Ley General de Sanidad de 25 de abril de
1986, esfuerzo que ha prolongado la Ley de 14 de noviembre de 2002
reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones
en materia de información y documentación clínica.
En general y para todo tipo de servicios, los derechos de los usuarios
se han visto notablemente reforzados a resultas de la Ley General
para la defensa de consumidores y usuarios de 19 de julio de 1984,
dictada en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 51 de la
Constitución, modificada por la Ley de 28 de octubre de 2002 para
116
incorporar diversas directivas comunitarias inspiradas en el mismo
propósito, aunque, evidentemente, la perspectiva de la norma legal
citada no es exactamente la que aquí nos ocupa.
D. Un paso decisivo: el recurso contencioso-administrativo contra la
inactividad de la Administración creado por la LJ de 1998
Rompiendo resueltamente con la tradición de limitar el recurso
contencioso-administrativo a la técnica impugnatoria de actos cuya
validez se cuestiona y que concluye, caso de resultar fundado, en una
simple anulación de dichos actos, la nueva LJ de 1998 ha dado un
paso capital para extender la garantía judicial a hacer efectivo el
sistema de la Administración prestacional, hoy dominante. Ya en la
LJ de 1956 se había abierto la posibilidad de pronunciamientos de
condena a la Administración, pero siempre anejas a una sentencia
anulatoria de un acto y condicionada a la titularidad de un derecho,
cuyo «pleno restablecimiento» podía imponer el Tribunal. Con la
nueva Ley la posibilidad de esos pronunciamientos de condena anejos
a pronunciamientos anulatorios no se condiciona, como ya notamos, a
la titularidad de un derecho subjetivo perfecto, lo que supone una
extensión notable del anterior sistema. Pero mucho más importante
aún es la apertura del recurso directamente contra «la inactividad de
la Administración» (art. 25.2), sin tener que formalizar el proceso
como una impugnación convencional del acto, expreso o
normalmente presunto, que sostenga tal inactividad. La pretensión
procesal, la acción nueva aquí configurada, se dirige directamente
contra el hecho mismo de la inactividad y se concreta en que «el
órgano jurisdiccional condene a la Administración al cumplimiento
de sus obligaciones» (art. 32). El artículo 29 delimita el supuesto a
aquellos casos en que «la Administración, en virtud de una
disposición general que no precise de actos de aplicación o en virtud
de un acto, contrato o convenio administrativo esté obligada a
realizar una prestación concreta en favor de una o varias personas
determinadas». Aunque la legitimación parece limitarse a «quienes
tuvieren derecho» a esa prestación en ese mismo precepto, no parece
que pueda cuestionarse, para evitar un estrechamiento de esta
importante vía, la regla general de legitimación del artículo 19.1. a)
(«personas físicas o jurídicas que ostenten un derecho o interés
117
legítimo»), teniendo en cuenta, además, las indicaciones que se han
hecho más atrás de que esos supuestos «intereses legítimos» son, en
realidad, derechos subjetivos plenos, de la clase que hemos llamado
«reaccionales».
Convendrá notar que a esta posibilidad nueva abierta por la LJ se
añade la posibilidad de obtener medidas cautelares inmediatas de
carácter positivo, incluidas en la fórmula general del nuevo artículo
129, medidas expresamente amparadas para este supuesto específico
por el artículo 136.1, que ordena otorgarlas –regla general, pues–
«salvo que se aprecie con evidencia que no se dan las circunstancias
previstas en dichos artículos (29 y 30) o la medida ocasione una
perturbación grave de los intereses generales o de tercero»; obsérvese
que para denegar la medida cautelar se exige algo más que el fumus
boni iuris contrario; se exige la «evidencia» manifiesta, pues, y no
meramente aparente, de que no existe la situación jurídica para la que
el recurrente pretende la tutela. Es el supuesto más enérgico de
medidas cautelares en favor del recurrente previsto en la LJ.
Con esta nueva regulación el derecho de los administrados a obtener
prestaciones de los servicios públicos a cargo de la Administración ha
encontrado, pues, una vía expeditiva de resolución.
E. La participación de los usuarios en la orientación del
desenvolvimiento de los servicios
La dirección de los servicios públicos ya creados, su forma de
funcionamiento y su posible mejora son aspectos todos ellos en los
que la Administración titular de los mismos goza de una amplia
libertad, según hemos podido ir comprobando. La participación de los
usuarios en todas estas cuestiones es hoy por hoy poco relevante,
entre otras cosas porque requiere unas estructuras organizativas cuya
creación sólo la propia Administración puede estimular eficazmente,
supuesta la inevitable dispersión de aquéllos. La Constitución ha
impuesto, no obstante, de acuerdo con el principio general
participativo de su artículo 9.º.2, la participación de profesores,
padres y alumnos en el control y gestión de los centros de enseñanza
(arts. 28 y sigs. y 41 y sigs. de la Ley Reguladora del Derecho a la
118
Educación de 3 de julio de 1985); la de los interesados en la
Seguridad Social (art. 129.1; cfr. arts. 67 y sigs. de la Ley General de
la Seguridad Social de 20 de diciembre de 1994), y, en términos
generales, «en la actividad de los organismos públicos cuya función
afecte directamente a la calidad de la vida o al bienestar general» (cfr.
art. 40 de la Ley Básica de Empleo de 4 de octubre de 1980, sobre
órganos del Instituto Nacional de Empleo). En la misma línea se
mueven las previsiones del artículo 51 de la Norma Fundamental,
desarrolladas por la Ley General para la defensa de consumidores y
usuarios, antes citada (vid. especialmente sus arts. 20 y sigs.). Otras
veces la participación se articula al nivel de simple información y
consulta, sin perjuicio de alguna posible colaboración auxiliar o
lateral, pero sin real protagonismo en la gestión (p. ej., arts. 131.3 LS
76 y 193 del Reglamento de Gestión Urbanística de 1978, sobre las
Asociaciones administrativas de cooperación). Más adelante
trataremos de otras fórmulas participativas.
F. Técnicas adicionales de garantía
Aparte del régimen general introducido por la nueva LJ, a que ya nos
hemos referido, trataremos de algunos supuestos específicos. Así, si
la decisión procede del concesionario o ente gestor cuando actúan en
ejercicio de las facultades delegadas en ellos por la Administración
titular del servicio (art. 126.3 RSCL: «Los actos de los concesionarios
realizados en el ejercicio de las funciones delegadas serán recurribles
en reposición ante la Corporación concedente, frente a cuya
resolución se admitirá recurso jurisdiccional con arreglo a la Ley»; en
términos semejantes el art. 184 del vigente Reglamento General de la
Ley de Contratos de 12 de octubre de 2001; vid., también, la
Sentencia de 24 de septiembre de 1999), con la salvedad de aquellos
servicios en los que la relación de prestación se articula a través de
contratos, tradicionalmente calificados de privados (suministros de
aguas, gas y electricidad: Sentencias de 12 de abril de 1919, 11 de
octubre de 1930, 31 de enero de 1935; transportes: arts. 349 y sigs.
del Código de Comercio, art. 24 de la Ley de Ordenación de los
Transportes Terrestres de 30 de julio de 1987), supuestos en los que a
la acción civil nacida del contrato y ejercitable ante los Tribunales
ordinarios se añade la de recurso en vía contencioso-administrativa
119
previo planteamiento de la cuestión ante la Administración titular del
servicio y petición a ésta de la adopción de las medidas necesarias
para corregir las eventuales irregularidades imputables al ente gestor.
En los supuestos de negativa de la Administración a la implantación
de un nuevo servicio u organización prestacional o a la mejora de los
ya existentes, el ciudadano permanece prácticamente indefenso,
supuesto que las normas aplicables se limitan a habilitar o autorizar
en términos generales la actuación de la Administración, dejando a su
solo criterio la elección del momento, lugar, forma y extensión de las
medidas necesarias, sin llegar a configurar nunca verdaderas
obligaciones y, por lo tanto, correlativos derechos del particular. La
vida diaria ofrece continuamente ejemplos de esta indefensión
material de los ciudadanos ante la falta de escuelas, de zonas verdes,
de servicios urbanísticos mínimos, de señalizaciones de tráfico, de
agua potable, etc., cuyas demandas, a veces violentas a falta de
cauces jurídicos practicables y efectivos, terminan resolviéndose con
frecuencia en el terreno del orden público, siendo, como son,
problemas propios de la actividad prestacional de la Administración.
Es cierto que el ordenamiento jurídico vigente tiene organizada desde
la promulgación de la LEF el 16 de diciembre de 1954 una técnica
general de cobertura patrimonial de toda clase de daños que los
administrados sufran en sus bienes o derechos a consecuencia del
funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos (art. 121
LEF y arts. 139 y sigs. LPC), fórmula que abarca la total actividad
administrativa y, por supuesto, la falta de ella; pero no lo es menos
que esta técnica de cobertura, aunque configurada, como en su
momento veremos, en los términos más amplios, como una auténtica
responsabilidad patrimonial integral, es en sí misma limitada, ya que
está concebida para compensar los daños efectivamente producidos,
no para evitarlos, y actúa en relación a daños individualizados en una
persona o grupo de personas, no, por lo tanto, de perjuicios colectivos
referibles a la comunidad en general o a colectivos extensos.
La vigencia material o, si se quiere, la vivencia efectiva de esta
técnica de cobertura, que remite a standards de actuación
normalmente exigibles a los servicios públicos, empezó a tomar
cuerpo al filo de los setenta, momento en el que empiezan a
producirse las primeras decisiones jurisprudenciales positivas (así, las
120
Ss. de 23 de octubre de 1969 –condena a la Administración por los
daños producidos por el mal funcionamiento de unos desagües
públicos–, 28 de febrero de 1972 –indemnización a la viuda de un
motorista que falleció al caer en un «bache transversal de acentuado
grado» existente en una vía pública–, 8 de febrero de 1973 –daños
producidos en un camión accidentado a consecuencia de baches no
señalizados debidamente–, 11 de diciembre de 1974 –daños
producidos al reventar una tubería de agua por causas desconocidas,
aunque ajenas a una situación de fuerza mayor–), que hoy ya son
habituales (vid. Ss. de 11 de noviembre de 1986 –inundación causada
por la rotura de una tubería–, 2 de marzo de 1987 –daños causados a
unos comerciantes por el retraso en las obras de construcción de un
aparcamiento–, 30 de septiembre de 1988 –inundación de una fábrica
por insuficiencia de un colector nuevo de sección inferior al
primitivo–, 4 de junio de 1994, 3 de junio de 1995, 9 de octubre de
2001, 16 de diciembre de 2002 –omisión de la realización de obras
para evitar el desprendimiento de rocas sobre la calzada o del deber
de colocación de señales de peligro o de la limpieza del aceite
derramado en las vías en que se produjeron los accidentes–, etc.).
Es ésta, pues, una garantía nada despreciable, por supuesto, que puede
contribuir indirectamente a mejorar la actividad prestacional de la
Administración, pero insuficiente, también, para asegurar el nivel de
protección que el ciudadano necesita en el contexto social en que nos
movemos.
3. OBSERVACIÓN FINAL SOBRE EL TEMA DE LA ACTIVIDAD
PRESTACIONAL DE LOS ENTES PÚBLICOS
La Norma Fundamental reconoce, como ya hemos visto, en el
Capítulo III de su Título I un conjunto de derechos económicos y
sociales de cuya efectividad depende la infraestructura misma de la
vida colectiva. Esos derechos son, por su propia naturaleza, derechos
de prestación y por serlo no están directamente construidos por la
Constitución como auténticos derechos subjetivos. Para alcanzar ese
carácter necesitan un adecuado tratamiento por parte del legislador
ordinario, que es quien ha de precisar en cada caso el contenido
concreto de los mismos cuyo disfrute corresponda a los ciudadanos
121
individualmente considerados o a grupos determinados de ellos
concretamente definidos, contenido que, a partir de ese momento, y
no antes, traducirá a términos de obligación en sentido estricto,
susceptible de ser exigida como tal por aquéllos y éstos (así lo
precisa, como hemos visto, el art. 29.1 LJ), no obstante el deber de los
poderes públicos que la Constitución ha querido imponer.
Éste es, precisamente, el sentido del artículo 53.3 de la Constitución
cuando afirma, con expresión no demasiado feliz quizás, que «los
principios reconocidos en el Capítulo III... sólo podrán ser alegados
ante la jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las
leyes que los desarrollen». Esta prohibición de invocación directa
ante los Jueces y Tribunales ordinarios de los derechos económicos y
sociales no quiere decir, sin embargo, que los preceptos
constitucionales que los consagran carezcan de todo valor. Como el
Tribunal Constitucional se apresuró a advertir en la primera ocasión
(S. de 2 de febrero de 1981), no hay en la Constitución normas
meramente programáticas. Todos los preceptos constitucionales, por
el contrario, encierran un mandato que vincula en sus propios
términos a los poderes públicos (art. 9.º.1). Lo único que varía son los
términos concretos de esa vinculación.
Una cosa es, por lo tanto, que la Constitución no configure
directamente estos derechos como derechos subjetivos en sentido
propio, directamente operativos y exigibles jurídicamente (no podría
hacerlo aunque quisiera, dada su forzosa generalidad –derecho a la
salud, derecho a una vivienda digna y adecuada, derecho al medio
ambiente, etc.– y la economía de expresión que es propia del lenguaje
constitucional), y otra muy distinta que su proclamación por la Norma
Fundamental carezca de toda consecuencia.
El propio artículo 53.3 de la Constitución es explícito al respecto
cuando establece que «el reconocimiento, el respeto y la protección
de los principios reconocidos en el Capítulo III informarán la
legislación positiva». Se formula así un mandato explícito que opera
prima facie sobre el legislador, a quien la Constitución obliga, desde
luego, a convertir el deber genérico en obligación exigible y la mera
expectativa de derecho en derecho subjetivo en sentido estricto, a
través de un adecuado desarrollo de dichos principios. Si la Ley, al
llevar a cabo el desarrollo al que la Constitución le obliga, no realiza
122
esa labor de conversión que la propia Constitución también reclama o
la realiza de forma que el derecho no termina de alcanzar la
operatividad individual y social que le es propia, incurrirá, sin duda,
en un vicio de inconstitucionalidad por omisión susceptible de ser
denunciado ante (y depurado por) la jurisdicción constitucional, a la
que no alcanza, como antes vimos, la limitación que enuncia el
artículo 53.3, referida únicamente a la jurisdicción ordinaria.
Todo ello significa que la Constitución exige un nuevo modo de
legislar diferente al que había venido siendo habitual. Ya no basta,
por lo tanto, que las Leyes se limiten, como tradicionalmente lo han
venido haciendo, en punto al establecimiento de los diferentes
servicios públicos, a habilitar o autorizar a la Administración para
crearlos, sin obligarla a hacerlo casi nunca. Por el contrario, la Ley
debe ahora esforzarse en fijar estándares concretos de prestación, en
cantidad y calidad, capaces de garantizar al ciudadano un nivel
mínimo de derechos exigibles, porque la Constitución reclama
imperativamente –y no sólo recomienda: art. 9.2– del legislador el
reconocimiento y la protección efectiva de los derechos económicos y
sociales que proclama, un desarrollo completo de los mismos capaz
de permitir su concreta exigencia por los ciudadanos ante la
jurisdicción ordinaria.
Hasta donde deba llegar ese nivel mínimo de prestación legalmente
reconocido y garantizado es algo que, naturalmente, la Constitución
no dice, ni puede decir. Eso depende, de un lado, del grado de
sensibilidad colectiva y, por lo tanto, de la dinámica política y
electoral y, de otro, de las concretas, cambiantes y, por supuesto,
siempre limitadas disponibilidades financieras del Estado, que a los
gobernantes toca valorar en cada momento. Lo que sí es fijo e
indisponible para los gobernantes y, de modo especial, para el
legislador es la necesidad de establecer un nivel concreto que
garantice la existencia del derecho como tal y su operatividad. No
fijar ninguno, limitándose como suele ocurrir a habilitar a la
Administración para decidir discrecional y libremente si establece el
servicio o no lo establece, cuándo y con qué contenido, equivale a
incurrir, potencialmente al menos, ya lo hemos dicho, en
inconstitucionalidad.
Las leyes reguladoras de los servicios de interés general ahora
123
liberalizados constituyen la mejor prueba de la corrección de esta
tesis, que venimos sosteniendo en esta obra edición tras edición.
Todas ellas definen, siguiendo la pauta de las Directivas comunitarias
correspondientes, en qué consiste y hasta dónde llega en cada caso lo
que ha de considerarse como servicio universal, es decir, ese
«servicio de calidad a un precio asequible para todos», para cuya
efectiva satisfacción se imponen a todos los operadores unas
concretas obligaciones de servicio público, que deben cumplir sin
excusa bajo la intimación de graves sanciones. Eso es, exactamente,
lo que la Constitución reclama y no se ve por qué razón no ha de
exigirse por las Leyes a la Administración en el caso de los servicios
públicos de su titularidad si se exige a los simples particulares que
operan en los sectores que han dejado de tener esa condición.
Es ésta una enseñanza clara del proceso de liberalización que
conviene retener, como éste en efecto ha retenido las que le ofrecía la
vieja doctrina del servicio público. La mutua interacción de las dos
técnicas que integran el sistema dual en el que ahora nos movemos
puede y debe propiciar un esfuerzo de reconstrucción dogmática cuyo
eje no puede ser otro que el derecho de los administrados a los
servicios y prestaciones que la Constitución reconoce y proclama,
derecho cuya operatividad debe asegurar el legislador en cada caso.
La conversión a que aludimos de la expectativa de derecho que nace
de la Constitución en derecho subjetivo, del deber genérico en
obligación exigible a la que el legislador está hoy constitucionalmente
obligado plantea, sin duda, problemas técnicos, de dificultad mayor o
menor según los casos. La Seguridad Social, por ejemplo, (art. 41 de
la Constitución) encontró hace tiempo, mucho antes de la
promulgación de la vigente Norma Fundamental, el camino adecuado
a partir de sus peculiares orígenes en el contrato de seguro y sobre la
base firme de ese modelo estructural. La legislación urbanística,
cualesquiera que sean sus carencias, se viene esforzando también en
encontrarlo desde la primera Ley del Suelo de 12 de mayo de 1956,
cuya reforma en 1976 acertó a dar un paso decisivo en esa dirección,
al limitar de forma sustancial la libertad de los planificadores (es
decir de la Administración), imponiendo a éstos unas obligaciones
precisas en materia de estándares, reservas y dotaciones para los
equipamientos colectivos y servicios públicos (medidas, incluso,
como es sabido, en términos de equis metros cuadrados para cada
124
nueva vivienda o unidad residencial para cada tipo de servicio), sin
los cuales las viviendas que se construyan no podrían ser las
viviendas dignas y adecuadas que el artículo 47 de la Constitución
reclama hoy.
Desde una perspectiva general, que es ahora la nuestra, no puede irse
mucho más lejos de esta sumaria referencia, que, no obstante, nos
parece suficiente para demostrar que es perfectamente posible, desde
el punto de vista técnico-jurídico, realizar esa imprescindible
conversión a la que sistemáticamente hemos venido aludiendo, como
lo es también averiguar hasta qué punto responde o no una concreta
ley ordinaria a los requerimientos y exigencias del texto
constitucional.
El legislador postconstitucional parece haberlo entendido así, como lo
prueba el esfuerzo que en esta dirección ha realizado la Ley General
de Sanidad de 25 de abril de 1986 y que ha intensificado, como más
atrás advertimos, la Ley de 14 de noviembre de 2002, reguladora de
los derechos y obligaciones del paciente en materia de información y
documentación clínica. En términos parecidos, la Ley Orgánica de
Educación de 3 de mayo de 2006, modificada por la de 9 de
Diciembre de 2013. En esa misma línea, aunque remitiéndose a un
desarrollo reglamentario, la Ley de Ordenación de los Transportes
Terrestres de 30 de julio de 1987 (arts. 39 y 40).
Recordemos, en fin, que las eventuales imperfecciones de la
Legislación aplicable podrán ser corregidas, al menos parcialmente,
por «la práctica judicial», a la que también remite de manera expresa
el artículo 53.3 de la Constitución. La vía abierta por la nueva LJ
puede contribuir a ello de forma decisiva.
III. LA PARTICIPACIÓN DEL ADMINISTRADO EN LAS
FUNCIONES ADMINISTRATIVAS
1. LA PARTICIPACIÓN EN GENERAL, SU ÁMBITO Y SU
CARÁCTER
125
Para el tema de la participación ciudadana en la Administración (no
nos corresponde, naturalmente, estudiar en su profundidad los
problemas generales de la participación política) existe desde hace
algún tiempo una especial sensibilidad; «participación» es una gran
entelequia social y política de nuestro tiempo; hay una verdadera
Partizipationeuphorie, ha dicho SCHMITT-GLAESER, una «ideología de
la participación» (CHEVALIER). En cierto modo, la Constitución se ha
hecho eco de este nuevo valor social al incluirlo entre sus principios
básicos, dentro del Título Preliminar, artículo 9.º.2: «Corresponde a
los poderes públicos... facilitar la participación de todos los
ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». A partir
de ahora se trata, pues, de un principio constitucional. En el artículo
23.1 se proclama, entre el catálogo de derechos fundamentales, el
derecho de los ciudadanos «a participar en los asuntos públicos,
directamente o por medio de representantes libremente elegidos», que
aunque parece aludir sobre todo a la participación política puede
tener, en su generalidad, un alcance extensible a la esfera
administrativa.
Hay que comenzar por hacer una salvedad: nos referimos a la
participación del ciudadano en el funcionamiento de la
Administración no uti singulus, como parte en un procedimiento (art.
3 LPAC), esto es, como titular de intereses o derechos propios, sino
como miembro de la comunidad, uti socius, uti cives, como
simplemente afectado por el interés general. La distinción material es
clara en un plano abstracto; menos, sin embargo, en el terreno
aplicativo. Quien «lucha por su derecho» defiende con ello el orden
jurídico general, y aún más especialmente cuando invoca el tipo de
derechos subjetivos públicos a los que hemos llamado más atrás
reaccionales, que le permite imponer a la Administración la
observancia de todo su ordenamiento objetivo. A la vez, quien actúa
como ciudadano, como miembro de la sociedad a quien la res publica
no es ajena, lo hace con frecuencia con la atención puesta en su
propio interés singular.
Pero esto no obstante, desde el punto de vista jurídico, la distinción
no es difícil, atendiendo al título en que respectivamente una y otra
actuación se apoyan: un título jurídico singular y específico en el
primer caso, un status general en el segundo derivado de su simple
condición ciudadana (o, en su caso, de «círculos de interés» más
126
estrictos, pero siempre genéricos: vecino, usuario, profesional,
experto, comerciante, etc.). De este último supuesto, pues, vamos a
tratar en exclusiva en este apartado, así como en los anteriores hemos
tratado de las titularidades estrictamente subjetivas. JELLINEK (aunque
en un estudio bastante diferente del que aquí vamos a desarrollar)
unificaba esos status legitimadores de la actuación cívica en un
común status activae civitatis. Es una fórmula expresiva, que acaso
merezca por ello retenerse.
La tradición constitucional había justificado una concentración del
principio representativo popular en el poder legislativo, de donde, a
través del papel predominante de la Ley como producto del mismo,
irradiaba a los otros poderes, ordenados a su aplicación y ejecución.
Esto no obstante, así como la institución del Jurado, recibida de la
práctica inglesa, suponía una intervención ciudadana en la función de
juzgar, así el control parlamentario de la Administración (en el
sistema europeo originario o no presidencialista), y sobre todo, el
reconocimiento frecuente en la parte dogmática de las Constituciones
de las «libertades comunales» o municipales, legalizaba también una
específica participación ciudadana en el funcionamiento
administrativo, siquiera fuera indirecta o limitada.
Aun para la propia Administración tradicional esa limitación del
principio de participación ciudadana no reflejaba con exactitud la
realidad. Las técnicas de participación eran, en realidad, varias y
complejas y hoy tienden a desarrollarse aún más. Contribuye a ello,
por una parte, la conciencia de la necesidad de una interiorización (o
acercamiento, al menos) del poder en la sociedad, sustituyendo la
antigua separación entre sociedad y Estado, que fue base de la
construcción liberal, por una «ósmosis» recíproca (FORSTHOFF). En
segundo término, y como un desarrollo de lo anterior, la exigencia de
«desalienar» el poder, de romper el secreto y, con él, la autonomía
burocrática, de luchar contra el riesgo inmenso que el gobierno por
burócratas supone para nuestro tiempo, de sacar a la luz la
Arkanverwaltung, los arcana principis, en donde se rompe la
«identidad entre gobernantes y gobernados», que es el gran dogma
democrático y social contemporáneo. Finalmente, la conveniencia,
como técnica elemental de eficiencia, de complementar, si no
sustituir, la tradición de la Administración autoritaria con una
Administración «participada» o concertada (tema al que ya tuvimos
127
ocasión más atrás de referirnos parcialmente, cap. XII). En este
sentido, la idea de una participación de los administrados en los
procesos de decisión parece capaz no sólo de disminuir las
disfunciones organizativas y burocráticas, sino también de obtener un
nuevo consensus, una legitimidad nueva (CHEVALIER) que permita
superar la crisis actual del mando autoritario, generalizada a todas las
esferas; constituye, así, la ideología participativa un verdadero
contrapunto al desarrollo de los sistemas burocráticos.
Hemos de separar del fenómeno que estudiamos otros casos en que
encontramos la incorporación de administrados a la ejecución de
funciones públicas, pero que no se presentan como fenómenos
participativos en el sentido estricto, que aquí nos interesa precisar.
Así la incorporación de agentes públicos como titulares de órganos u
oficios administrativos, cuando se presenta como un trabajo
profesional (funcionarios, personal contratado), o como incorporación
de la clase política, que actúa como comisionada del soberano, o
incluso en los supuestos de adscripción forzosa o conscripción
permanente y general, de los que ha sido ejemplo relevante el viejo
servicio militar; también excluimos el trabajo profesional de empresas
(concesionarios, contratistas, gestores interesados, socios privados en
sociedad de economía mixta, etc.), o de profesionales, que suponen
un «ejercicio privado de funciones públicas» remunerado de una u
otra forma. Nos interesa retener, pues, como fenómeno a considerar,
la actuación ciudadana determinada por una apreciación libre del
interés general, normalmente voluntaria, aunque eventualmente
incluso forzosa –siempre que ésta no defina una situación
relativamente permanente y general ni una ocupación estable– y no
profesionalizada o retribuida dentro del sistema de intercambio de
bienes y servicios.
Así delimitado el supuesto, vemos claramente tres círculos de
actuación ciudadana sobre las funciones administrativas: una
actuación orgánica, ordenada sobre el modelo corporativo, en que el
ciudadano se incorpora a órganos estrictamente tales de la
Administración; una actuación funcional, en que el ciudadano actúa
funciones administrativas desde su propia posición privada, sin
incorporarse a un órgano administrativo formal; y, en tercer término,
una actuación cooperativa, en que el administrado, sin dejar de actuar
como tal y sin cumplir funciones materialmente públicas, secunda con
128
su actuación privada el interés general en un sentido específico que la
Administración propugna. Examinaremos seguidamente estos tres
círculos diversos de participación.
Antes precisemos que unas y otras formas de participación en la
actuación administrativa no pretenden legitimar ésta como una acción
soberana irresistible. Como ha observado la doctrina alemana
certeramente, la participación ciudadana en las funciones
administrativas no tiene una función legitimadora del señorío, en
sentido jurídico, o de apropiación o dominación soberana; pretende
sólo servir de cauce a la expresión de las demandas sociales, y
eventualmente a fenómenos limitados de autoadministración. Por eso
la Administración «participada» sigue siendo una organización
subalterna, cuya fuente de legitimación continúa estando en la Ley
(que es, como ya estudiamos –cap. III–, la única manifestación
jurídica soberana e irresistible), íntegramente sometida al orden
jurídico que en la Ley tiene su expresión más alta y su fundamento.
No podría por ello legitimarse una decisión ciudadana, aún unánime,
como prevalente a la Ley general. Todos los supuestos de
participación ciudadana en las funciones administrativas se expresan
dentro de «subsistemas» en el seno de la comunidad política
(SCHMITT-GLAESER); pueden incluso, en el caso más intenso de
participación que es el de las corporaciones, llegar a formar
ordenamientos sectoriales propios, pero siempre, y en todo caso, tales
ordenamientos sectoriales se articulan dentro de espacios delimitados
que el ordenamiento general ha construido y reservado, sobre el
fundamento, pues, de este ordenamiento general, como autonomías
funcionales, en modo alguno como alternativas o derogaciones de
dicho ordenamiento general. El interés general, el bien común, si se
prefiere, es de todos los ciudadanos y por referencia a todos, sin que
pueda disolverse en un haz de bienes sectoriales de interesados (como
pretendió, con notorio fracaso práctico, la concepción corporativista u
«orgánica» del poder político). Es en esa unidad indivisible de la
comunidad política donde ha de situarse la clave de bóveda de la
legitimación soberana; cualquier atribución de la misma a
subsistemas inferiores supondrá no una autonomía, ni siquiera una
participación ciudadana, sino una ruptura pura y simple de la unidad
política.
Por eso, ha observado certeramente el austríaco R. WALTER, los
129
fenómenos de participación ciudadana en el funcionamiento de la
Administración tienen su justificación específica, no como aportación
a la búsqueda de decisiones «justas» frente a decisiones «injustas», en
el plano de los valores jurídicos finales, que es el propio de la Ley,
sino dentro de ámbitos de discrecionalidad, donde lo que interesa es
precisar lo «oportuno» frente a lo «inoportuno». Las autonomías
corporativas se producen en decisiones de este orden, también los
supuestos más característicos de una institucionalización de la
participación de los ciudadanos en la preparación de grandes
decisiones administrativas (Planes Económicos, Planes de urbanismo,
Planes y proyectos de grandes obras públicas, Anteproyectos
normativos, etc.). La oportunidad de la decisión se mide normalmente
no por una simple perfección técnica en su preparación y concepción,
sino por su adecuación a las demandas sociales y por su aceptación
por el cuerpo social, previamente investigada, además de promovida e
implicada, a través de las técnicas participativas.
2. LA PARTICIPACIÓN ORGÁNICA
Supone, como ya hemos indicado, la inserción de los ciudadanos, en
cuanto tales (no, pues, en cuanto funcionarios o políticos), en órganos
formalizados de entidades administrativas. Hay aquí una gran
distinción que realizar, la de la participación en corporaciones
públicas de la que se refiere a Administraciones no corporativas, sino
institucionales o burocráticas.
A) Respecto a la participación en Corporaciones públicas, hemos de
remitirnos a lo que sobre este tipo de entidades precisamos ya en el
capítulo VII. Las Corporaciones, se recordará, son universitas
personarum, personificaciones que encubren un conjunto de
miembros personales, unidos en un objetivo común; estos miembros
forman la organización del ente, lo sostienen económicamente, son a
la vez los destinatarios (aunque sea bajo el aspecto en que el interés
común les afecte) de la acción colectiva. La participación ciudadana
en este tipo de entes es la participación de sus miembros (y nada más
que de sus miembros) en su organización y funcionamiento; ellos
designan sus representantes, si es que no se actúa en democracia
directa, para integrar los órganos corporativos propios. El derecho
130
electoral, activo y pasivo (y en su caso la participación en Asambleas
generales con competencias decisorias o fiscalizadoras propias), es la
forma más característica de participación. Los representantes, a su
vez, actúan como miembros corporativos típicos y en representación
de todos ellos, para integrar la voluntad del ente y determinar su
ejercicio en beneficio de la comunidad de que son expresión.
Ya nos consta que sobre este modelo, en cuanto se refiere a
miembros-ciudadanos, se da una distinción básica, la de
Corporaciones territoriales y Corporaciones sectoriales. Las primeras
constituyen la Administración Local, las segundas la Administración
corporativa no territorial o sectorial (Colegios profesionales, Cámaras
oficiales, Comunidades de usuarios del agua, etc.). En uno y otro caso
la participación de los miembros de la Corporación, con la amplitud
descrita, no es una mera asistencia externa a la Administración,
constituye la Administración misma, que es así –según una fórmula
que ya expusimos– inmanente a sus miembros (pues surge de ellos y
a ellos se destina). Por eso, también lo indicamos, la fórmula
corporativa de administrar supone siempre una técnica de auto-
administración, esto es, de administración confiada a los propios
interesados, reconocidos como origen, sostenedores y destinatarios de
la acción administrativa, sin perjuicio de que ésta resulte afectada por
una tutela o vigilancia de la Administración estatal más o menos
intensa. Es por eso ésta la más alta fórmula de participación
ciudadana en la Administración entre toda la amplia gama que
estamos exponiendo (todo ello, sin perjuicio de las reservas que ya
formulamos sobre el carácter singular de las Corporaciones
sectoriales, que sólo secundum quid, en la medida en que actúen
poderes públicos delegados, pueden considerarse verdaderas
Administraciones públicas).
B) Distinto es el caso de una participación ciudadana en órganos de
una Administración no corporativa, esto es, de una Administración
organizada sobre el modelo burocrático. El caso más típico es la
participación en órganos de la Administración estatal, o de la
Administración institucional, o incluso, dentro ya del complejo de la
Administración Local, en organizaciones o servicios no gobernados
directamente por los representantes corporativos generales.
No hay aquí, evidentemente, un fenómeno de Administración
131
corporativa, sino lo que la antigua doctrina llamaba, quizá con algún
equívoco, el «momento corporativo» en la organización institucional
o burocrática. La «inserción de legos», de simples ciudadanos
(aunque normalmente extraídos de círculos de interesados), el
Laienbeantentum (funcionarios legos o no profesionales), es aquí una
manera de arraigar un poder entre los intereses reales a cuya gestión
dicho poder está destinado, de llevar al seno de la organización la voz
de quienes son los interesados directos en su funcionamiento, de
quebrantar las estructuras burocráticas exclusivas, con su tendencia a
formar equilibrios de autoprotección en perjuicio de la función real de
la organización. Pero tal participación, aunque recuerde
analógicamente algunos aspectos del modelo corporativo, no
convierte a la Administración en que se introduce en una corporación
estrictamente tal; los ciudadanos colaboran en la organización y
funcionamiento de la Administración, pero no constituyen la
Administración entera, ni aun, normalmente, la parte predominante en
su actuación; no sostienen económicamente al ente, el cual no se hace
cosa propia y exclusiva de ellos, sino que sirve a intereses más
generales.
Las formas participativas de este tipo son múltiples. Puede intentarse
una categorización. Operemos con dos pares de distinciones:
participación en órganos auxiliares de asistencia externa y
participación en órganos principales de decisión; participación por
representación de intereses y participación de expertos.
a) Es frecuente formalizar la participación en órganos especializados
de asistencia, propuesta, control y consejo, pero dejando exentos los
órganos decisorios, que simplemente escuchan a los anteriores,
aunque no les vinculan. Por ejemplo, las llamadas Asociaciones de
padres de alumnos, artículo 5.º de la Ley Orgánica del Derecho a la
Educación de 3 de julio de 1985; o las Asociaciones administrativas
de contribuyentes en materia de contribuciones especiales, artículo 36
LHL; Asociaciones administrativas de propietarios o «Entidades
urbanísticas colaboradoras» para participar, ejecutar o fiscalizar
planes y proyectos de urbanización o conservar ésta (arts. 24 y sigs.
Del Reglamento de Gestión Urbanística de 1978); Consejos
Provinciales y Locales de Caza (art. 39 de la Ley de Caza, de 4 de
abril de 1970); Asociaciones de consumidores y usuarios (arts. 20 y
sigs. de la Ley para la Defensa de Consumidores y Usuarios de 1984),
132
Asociaciones vecinales (arts. 69 y 72 LRL, arts. 232 y sigs. del
Reglamento de Organización, Funcionamiento y Régimen Jurídico de
las Corporaciones Locales de 1986, etc.). La Ley 27/2006, de 18 de
julio, por la que se regulan los derechos de acceso a la información,
de participación pública y de acceso a la justicia en materia de medio
ambiente, ha creado un Consejo Asesor de Medio Ambiente, adscrito
al Ministerio de Medio Ambiente, como órgano para la participación
y seguimiento de las políticas ambientales, con amplias funciones de
informe y propuesta, constituido en su integridad por representantes
de organizaciones no gubernamentales, sindicatos y organizaciones
empresariales, asociaciones de consumidores y usuarios,
organizaciones profesionales agrarias, etc. Conviene notar que
aunque, como se habrá notado, se use con frecuencia el término
Asociación no se trata normalmente de entidades privadas sometidas
a la Ley de Asociaciones, sino de órganos auxiliares de la
Administración, sometidas a sus normas orgánicas («Las Entidades
Urbanísticas colaboradoras –dice el art. 26 del Reglamento de
Gestión Urbanística– tendrán carácter administrativo»).
Otras veces la inserción de interesados no se limita a órganos de
asistencia externos a la decisión, sino que se lleva hasta órganos
decisorios genuinos, lo que se formaliza siempre en órganos
colegiales. Alguna vez, y por excepción, componen esos
representantes ciudadanos la totalidad del órgano; un solo caso
conocemos de esta fórmula, el de las mesas electorales, en que la
designación se hace por sorteo o rotación entre los electores de ciertas
categorías (arts. 25 y sigs. de la Ley Orgánica de Régimen Electoral
General de 19 de junio de 1985, modificada en 1987, 1991, 1992,
1994, 1995 y 1997). Lo normal es que participen en el colegio
decisorio y que sea siempre minoritariamente, por las razones
estructurales aludidas (no tratarse de fenómenos corporativos
genuinos). Así, en el ámbito universitario [Consejo Social de las
Universidades, participación estudiantil en los órganos universitarios,
Ley Orgánica de Universidades, de 21 de diciembre de 2001, arts. 14,
46.2. f) y 78].
b) Estos fenómenos participativos se articulan normalmente con
técnicas de «representación de intereses». La representación de
intereses no sólo no es una representación política (como no lo es
ninguna de las técnicas de participación en la Administración, según
133
notamos), sino que tampoco es una representación de voluntad, que
supone un representante que actúa en el lugar del representado y con
efectos jurídicos sobre éste; aquí se trata de asegurar una conexión
entre la actividad del llamado representante con las necesidades, las
exigencias, los intereses de otras personas o grupo de personas. Tiene
de común con la verdadera representación el cuidado de intereses de
otro, pero aquí ese otro no está personalizado (y aún si está
organizado en Corporaciones no es el interés subjetivo de éstas el
relevante, sino los propios intereses sectoriales a los que la
Corporación sirve), ni intenta tampoco apropiarse de ninguna
organización o aparato; se trata sólo de asegurar la «adherencia de la
actividad del agente a los intereses que debe servir» (MIELE), como
intérprete o valedor de los mismos, lo cual se asegura por la
extracción de dicho agente de ese grupo social y por la asignación de
ese oficio, extracción que puede ser electiva, o a través de
designaciones de los grupos ya organizados (lo normal en el caso de
que la representación se canalice a través de Asociaciones,
Sindicatos, Cámaras, Colegios), o incluso, en ocasiones, por la misma
autoridad mediante designación entre categorías profesionales o
sociales establecidas.
c) Finalmente, un caso muy característico de colaboración ciudadana
por participación en órganos públicos, aunque no encuadrables dentro
de la técnica de la representación de intereses, es la participación de
expertos. Con frecuencia encontramos una apelación a expertos no
funcionarios (o al menos funcionarios sin funciones específicas
dentro de la organización de que se trata; es común el caso de los
Profesores, cuya función pública es docente y examinadora, pero no
de asesoramiento de la Administración, o el de los Magistrados, que
no tienen como tales función alguna en la Administración y a los que,
sin embargo, se integra a veces en órganos administrativos –por
ejemplo, Jurado provincial de expropiación–, art. 32 LEF;
Comisiones de Concentración Parcelaria, art. 16 Ley de Reforma y
Desarrollo Agrario de 12 de enero de 1973; Juntas Electorales, arts.
8.º y sigs. de la Ley Orgánica Electoral General, etc.), para integrarlos
en órganos públicos, bien permanentes, bien –con bastante mayor
frecuencia– ocasionales y transitorios, a los que se encomienda un
estudio o formular propuestas concretas sobre un tema dado (órganos
ad hoc, pues). Ejemplos: Comisión General de Codificación (Real
Decreto de 7 de febrero de 1997); Consejo Nacional de Transportes
134
Terrestres (art. 36 de la Ley de Ordenación de los Transportes
Terrestres de 30 de julio de 1987).
Más frecuente es el caso de la apelación a expertos en la constitución
de órganos ad hoc, creados para estudiar un tema concreto y proponer
o informar alguna solución. Es el caso del comité de expertos al que
el artículo 146.2.a) LCSP encomienda la valoración de las ofertas
cuando los criterios cuya cuantificación dependa de un juicio de valor
tenga atribuida una ponderación mayor que la correspondiente a los
criterios evaluables de forma automática. También el de las
Comisiones encargadas de redactar anteproyectos legislativos, de
formulación de planes, de proposición de medidas concretas, etc. El
órgano se crea a este solo objeto, cumplido el cual se extingue. La
designación de expertos no funcionarios es normal en este tipo de
trabajos.
Como una modalidad de estos órganos ad hoc han adquirido un justo
prestigio las Royal Commissions inglesas, designadas por el
Parlamento para proponer reformas legislativas en extremos
importantes o para encuestar o investigar un tema específico, y en
cuya composición, además de funcionarios cualificados y de
miembros de los dos partidos, entran predominantemente expertos no
señalados políticamente. Suelen designarse por el nombre de su
Presidente, una personalidad relevante independiente, y rinden su
informe y propuesta (que es objeto de publicación oficial, lo cual
suele tener el sentido de una apelación a la opinión) al propio
Parlamento, el cual suele seguir normalmente el criterio que se le
propone. Por poner algún ejemplo: la Comisión Beveridge, que
propuso en 1942 y 1944 todo el sistema de seguridad social que fue
luego modelo para el mundo occidental: la Comisión Frank, que en
1957 estudió el problema de los Tribunales administrativos,
marcando una época en la evolución del sistema inglés; la Comisión
Redcliffe-Maud que en 1969 propuso un cambio radical del sistema
de régimen local; la Comisión Skefington, que propuso en 1969 las
fórmulas de participación social en el planeamiento urbanístico; la
Comisión Kilbrandon, sobre las reformas constitucionales impuestas
por las corrientes regionalistas y nacionalistas, de 1973, cuyas
conclusiones se llevaron parcialmente a la práctica por el Gobierno
Blair en 1998, etc.
135
En todas estas fórmulas los expertos (a quienes no se integra de
manera definitiva y profesional en el aparato, pues ya notamos que
esta técnica de profesionalizar no puede considerarse como técnica
participativa estricta) actúan, indudablemente, uti cives, como
ciudadanos, aunque sin representar ningún sector social concreto, por
lo cual no entra en juego la técnica de la representación de intereses
ya aludida. Son ciudadanos cualificados por su técnica, que es además
una técnica libre y crítica, o no integrada en ningún servicio
administrativo concreto, la fidelidad al cual y a las consignas o
directrices a que los servicios se deben puede, con frecuencia,
empañar la objetividad. Por esto mismo estos ciudadanos se presentan
con normalidad no como portavoces o servidores de unos intereses,
sino como la voz del enjuiciamiento objetivo y crítico. Su
participación se funcionaliza como propia de los intereses generales y
se hace frecuentemente ineludible si se pretende conseguir
valoraciones verdaderamente objetivas e incomprometidas en puntos
importantes.
3. LA PARTICIPACIÓN FUNCIONAL
Como ya sabemos, esta fórmula participativa no supone insertar a
ciudadanos no profesionalizados en órganos públicos, para que
aporten desde dentro de ellos sus perspectivas propias, sino que
supone una actuación ciudadana desde fuera del aparato
administrativo, aunque ejercitando funciones materialmente públicas,
que como tales auxilian o colaboran en el desarrollo de las tareas de
la Administración.
Aquí el ciudadano, sin dejar de serlo, adopta una posición puramente
individual de colaborador de la Administración.
Destacaremos entre estas fórmulas participativas:
a) Participación en informaciones públicas. La Administración hace
público un proyecto determinado y suscita de manera explícita una
invitación a los ciudadanos para que lo enjuicien y lo valoren y la
sometan sus proposiciones sobre el mismo con anterioridad a su
aprobación definitiva. Es así un procedimiento de suscitar la
136
formulación de demandas sociales sobre la materia de que se trate, de
tantear de manera previa los posibles intereses que puedan resultar
afectados, la previsión de aceptaciones o de repulsas que pueda
suscitar un proyecto, el conocimiento de eventuales alternativas que
puedan aparecer como preferibles. No es infrecuente la
institucionalización de esta técnica: en materia de formulación de
anteproyectos de Reglamentos estatales [art. 24.1. c) LGO] y de
Ordenanzas y Reglamentos Locales (art. 49 LRL), de elaboración y
aprobación de Planes de urbanismo e instrumentos complementarios
(arts. 116, 125 y correlativos del Reglamento de Planeamiento
Urbanístico de 1978), de aprobación de Presupuestos Locales (art.
150 LHL), de elaboración, modificaciones y revisión de planes,
programas y disposiciones de carácter general relacionados con el
medio ambiente (art. 16 de la ya citada Ley 27/2006, de 18 de julio),
etc. El art. 83 LPAC regula un «procedimiento común» de
información pública.
b) Denuncias de diversos tipos (denuncia-deber y denuncia-facultad),
carentes por ello de un estatuto general. Una referencia general, en el
artículo 62 LPAC; específicamente, en relación a materias concretas,
vid. el artículo 2.º de la Ley de Epizootias de 18 de diciembre de
1954, que establece una obligación positiva de denunciar –denuncia-
deber– la existencia de enfermedades contagiosas y epizootias; el
artículo 259 de la LECrim. contempla otro supuesto de denuncia-
deber, que pesa sobre todo aquel que presencie la comisión de un
delito público. En general, la denuncia suele ser facultativa y puede
dar lugar al cobro de una prima si de la denuncia se sigue beneficio
para la Administración –arts. 10 y 11 LPE–, etc. En otras ocasiones,
la formulación de una denuncia exige la prestación de caución
bastante para reparar los eventuales perjuicios que puedan resultar –
Reglamento de Canarias de 8 de octubre de 1993 sancionador en
materia de aguas–.
c) Ejercicio de acciones populares [arts. 304 LS 92, 8.º.2 Ley
Patrimonio Histórico de 1985, 109 Ley de Costas, 20 y siguientes de
la Ley 27/2006, de 18 de julio, en materia de medio ambiente, art. 4 f)
LS y 151.1. a) LHL] o de acciones de entes públicos en subrogación
de los mismos (art. 68.2 LRL).
d) Peticiones o propuestas (art. 29 de la Constitución) que no
137
supongan reclamaciones o ejercicio de otros derechos (el desarrollo
de este derecho de petición, en la Ley Orgánica 4/2001, de 12 de
noviembre). Dentro de esas peticiones o propuestas entran las
iniciativas y sugerencias.
En todos estos supuestos los administrados actúan, evidentemente, uti
cives, en la posición subjetiva de un Ministerio público o defensor de
la legalidad y del bien general, ejercitando, pues, verdaderas
funciones públicas –lo cual no impide, como antes notamos, que las
mismas puedan utilizarse eventualmente en servicio de sus propios
intereses privados–.
4. LAS FÓRMULAS COOPERATIVAS DE PARTICIPACIÓN
En esta última forma de participación (en amplio sentido este
término) el administrado no se integra en la organización pública,
sino que actúa como tal sujeto privado, ni ejercita funciones
materialmente públicas, como en el supuesto anterior, sino que realiza
una actividad estrictamente privada, aunque sea –y aquí se concreta el
fenómeno colaborativo– en el sentido propugnado o estimado por la
Administración como más conveniente a los intereses generales que
ella representa y gestiona. Es, pues, una cooperación prestada desde
fuera de la Administración, tanto orgánica como funcionalmente, pero
que supone colaborar de una manera voluntaria en programas o
actividades que la Administración patrocina y promueve: «Es una
colaboración por vía paralela la que los particulares aportan así a la
Administración» (HAURIOU, GENY). La Administración puede imponer
a los administrados, cuando la Ley le habilita a ello especialmente,
conductas o actuaciones preceptivas, o establecer prohibiciones en su
libertad de determinación; pero otras veces opta por excluir el modo
imperativo, limitándose a invitar o a aconsejar direcciones o criterios
determinados en el ejercicio de la libertad privada de determinación,
o incluso, dando un paso más, pero respetando siempre el ejercicio de
esa libertad, crea estímulos o beneficios para inducir por vía indirecta
a que esa libertad se oriente por sí misma, para obtener tales
beneficios, en el sentido más conveniente al interés general.
Un ejemplo: la Ley de Incentivos Regionales para la corrección de
138
desequilibrios económicos interterritoriales de 27 de diciembre de
1985 pretende, mediante la delimitación de «zonas promocionables»
(R. Decreto de 11 de diciembre de 1987), asignar ayudas financieras
«para fomentar la actividad empresarial y orientar su localización» en
dichas zonas. Es obvio que las empresas pueden o no sentirse
movidas a solicitar esas ayudas (que pueden alcanzar hasta el 50 por
ciento del total de la inversión, art. 14 del R. Decreto citado) y que
nadie les obligará a hacerlo. Otro ejemplo: la Ley de Fomento de la
Minería, de 4 de enero de 1977 (modificada en 1980 y 1995). Del
mismo modo, las autoridades invitan en ciertas ocasiones a los
consumidores hacia el ahorro como medida antiinflacionaria, o a la
limitación del consumo de energía. Seguir estas directrices es, sin
duda, colaborar en el mejor servicio de los intereses generales, tal
como la Administración los orienta o valora.
La invitación no es siempre una pura admonición moral al espíritu
cívico. Alguna vez lleva implícita una alternativa de medidas
coactivas más enérgicas cuya reserva constituye una suerte de
compulsión indirecta. Pero es más frecuente que la Administración
mueva indirectamente a los administrados a que ejerciten su libertad
en el sentido que a la Administración interesa mediante un sistema de
incentivos o de estímulos. Es la técnica que JORDANA DE POZAS destacó
como una forma típica de acción administrativa, rehabilitando para
ella el nombre clásico de «fomento»: la libertad de determinación
privada se sigue respetando, sólo que se la estimula a caminar por una
senda determinada otorgándola determinados incentivos,
normalmente económicos (subvenciones, exenciones o bonificaciones
tributarias, privilegios de crédito oficial o bonificado, de expropiación
forzosa, etc.), si, en efecto, emprende la vía deseada por la
Administración.
El sistema de fomento es, sin embargo, mucho más extenso y aquí no
puede ser más que aludido. JORDANA DE POZAS incluye no sólo los
estímulos económicos –bonificaciones fiscales, subvenciones,
beneficio de expropiación forzosa, etc.–, también los puramente
jurídicos –atribución de status especiales– y aun los «premiales» y
honorarios (premios, condecoraciones, honores). Decía HAURIOU que
el procedimiento de incentivos o de fomento constituye para la
Administración un instrumento precioso, que la permite,
interesándose en las iniciativas particulares, no aislarse del mundo
139
exterior; establece un puente entre el ámbito de la vida pública y el de
la vida privada, «la permite responder por un gesto de aprobación y
de animación al gesto de los hombres emprendedores que acometen
una obra de interés general», convirtiéndose así «en un centro de
actividad que suscita y sostiene a su alrededor un conjunto de otras
actividades en las que invita a colaborar a los particulares y cuya
amplitud excede de sus propias fuerzas».
En la misma línea y como un grado aún más intenso de colaboración,
puesto que no se refiere a actuaciones aisladas sino a conductas
permanentes institucionalizadas, está la realización de fines de interés
general mediante la creación por los ciudadanos de organizaciones
especiales vocadas a ese objetivo. Hay en nuestra patria dos formas
típicas: las Fundaciones, afectas necesariamente a un «interés
general» y no privado (arts. 34 de la Constitución, y 35.1.º CC), y las
Asociaciones de «utilidad pública», que son aquellas cuyos «fines
estatutarios tiendan a promover el interés general... sean de carácter
cívico, educativo, científico, cultural, deportivo, sanitario, de
promoción de los valores constitucionales, de promoción de los
derechos humanos, de asistencia social, de cooperación para el
desarrollo, de promoción de la mujer, de protección de la infancia, de
fomento de la igualdad de oportunidades y de la tolerancia, de
defensa del medio ambiente, de fomento de la economía social o de la
investigación, de promoción del voluntariado social, de defensa de
consumidores y usuarios, de promoción y atención a las personas en
riesgo de exclusión... y cualesquiera de similar naturaleza» (art. 32 de
la Ley Orgánica de Asociaciones de 22 de marzo de 2002; como se
ve, es casi un catálogo de ONGs), más otros requisitos que no son del
caso; los derechos de estas Asociaciones, artículo 33, y obligaciones,
artículo 34. Otros casos análogos, aparte de los que hemos calificado
más atrás de órganos auxiliares de asistencia a la Administración,
pueden citarse en ordenamientos sectoriales. Así: atribución de status
de establecimientos benéficos (por ejemplo: las Cajas de Ahorro y
Montes de Piedad), «explotaciones agrarias ejemplares» o
«calificadas» (Ley de reforma y Desarrollo Agrario, de 12 de enero
de 1973, arts. 270 y sigs.), etc.
En general, este tipo de organizaciones privadas vocadas a un interés
público requieren un acto de reconocimiento o calificación expresa
por parte de la Administración, al cual va conectado, en su caso, la
140
atribución de determinados beneficios (fiscales, etc.; vid., por
ejemplo, para las Asociaciones de utilidad pública, arts. 32 y sigs. de
la Ley Orgánica de Asociaciones más atrás citada). Ello lleva
implícito también una cierta intervención o inspección administrativa
en su funcionamiento, para evitar la desnaturalización de sus fines
altruistas en otros egoístas, y la eventualidad de una descalificación si
tales fines o las garantías de que su gestión se rodea se frustrasen.
IV. ACTOS JURÍDICOS DEL ADMINISTRADO
1. EN GENERAL
El que en el ámbito del Derecho Administrativo el protagonismo
corresponda primariamente a las Administraciones públicas y a los
actos administrativos por ellas dictados, no permite ignorar los actos
jurídicos emanados por los propios administrados en ejercicio de las
potestades y derechos que, en cuanto tales (se hace abstracción, por lo
tanto, de los supuestos en que los particulares actúan en lugar de una
Administración pública ejercitando los poderes propios de ésta en
cuanto agentes –ocasionales– suyos), les reconoce el ordenamiento
jurídico. A esta clase de actos, a los que ya hemos aludido en alguna
otra ocasión, aunque de forma marginal y fragmentaria, vamos a
hacer referencia ahora, ya que, de otro modo no sería posible dar
explicación cumplida en muchos casos al nacimiento, desarrollo y
extinción de toda una serie de relaciones jurídicas en las que dichos
actos inciden y de las que, incluso, constituyen con frecuencia un
presupuesto necesario.
Por supuesto, aunque de procedencia privada, estos actos, en cuanto
producidos en el seno de relaciones jurídico-administrativas, se rigen
por el Derecho Administrativo y no por el Derecho Civil en cuanto a
sus presupuestos, perfección, eficacia, etc., sin perjuicio de que una
ausencia de regulaciones específicas pueda forzar a acudir al Derecho
privado como derecho supletorio general (art. 4.º.3 CC).
2. LAS PRINCIPALES ESPECIES DE ACTOS DEL ADMINISTRADO
141
A. Peticiones y solicitudes
Un primer tipo de actos del administrado se agrupa bajo la
denominación no muy precisa de peticiones, rótulo genérico con el
cual se designan habitualmente al menos dos especies diferentes de
actos, unas son peticiones de lo que la anterior LPA llamaba «un acto
graciable o... (de) promulgación de nuevas normas», y que no tienen
otro fundamento que el derecho formal de petición que proclama el
artículo 29 de la Constitución y el principio participativo que a él
subyace, como ya vimos. Otras, por el contrario, son las que el
artículo 66 LPAC, llama «solicitudes», que son peticiones que
pretenden ampararse en una norma material cualquiera, pretendiendo
una aplicación de la misma en favor del solicitante o de otra persona.
Esta diferencia opera en cuanto a la obligación de actuación de la
Administración respecto de ellas. Las primeras, simples peticiones al
amparo genérico del derecho constitucional de petición, imponen hoy
a la Administración la obligación de contestación expresa (art. 11 de
la Ley Orgánica de 12 de noviembre de 2001), pero respecto de ellas
no opera el silencio administrativo. Las «solicitudes», sin embargo,
que suponen pedir algo al amparo (aunque sea infundado,
obviamente) de cualquier norma material distinta de la del derecho
constitucional de petición, obligan a la Administración a resolver
expresamente en Derecho, según la regla básica del artículo 21
LPAC, cuyos problemas se han expuesto al tratar del silencio
administrativo más atrás.
Quizás puedan significarse aún aquellas solicitudes que son exigibles
para que la Administración pueda iniciar una determinada actividad,
que le está vedada comenzar de oficio. Al referirnos en otro lugar a la
unilateralidad característica de los actos administrativos, dimos
cuenta, en efecto, de un tipo de ellos que, de un modo u otro,
requieren la cooperación de los interesados a quienes van dirigidos.
La doctrina alemana desde O. MAYER reserva para estos casos la
denominación de actos administrativos de sumisión
(Verwaltungsakten auf Unterwerfung), con lo que quiere explicarse
que sólo la previa sumisión o aquiescencia del particular puede
justificar de forma satisfactoria la intervención limitativa de la
Administración en la esfera de la libertad de los ciudadanos en todos
142
aquellos supuestos en los que la decisión administrativa comporta la
imposición a los mismos de nuevos deberes carentes de otra
cobertura. La previa sumisión del particular, expresada en la
correspondiente solicitud, se eleva así a presupuesto de validez del
acto administrativo, que, a falta de ella, estará viciado de
incompetencia, supuesto que la norma que atribuye al órgano
administrativo la competencia para actuar lo hace sobre la base,
precisamente, de esa iniciativa y ello como un principio mínimo de
orden y también como una garantía, igualmente mínima, que opera
unas veces en beneficio del interés general, que es preciso defender
de la oficiosidad de los agentes públicos, y otras en beneficio de los
intereses privados. Así ocurre en todos aquellos sectores –y son
muchos– que por una u otra razón se articulan en torno al principio de
rogación (otorgamiento de concesiones y autorizaciones, expedición
de títulos y nombramientos, concesión de beneficios y ventajas, etc.).
En todos ellos es normal que aparezcan implicadas situaciones de
deber para el destinatario de los actos administrativos
correspondientes, que la norma prohíbe que sean impuestos ex officio
por la Administración.
B. Aceptaciones
El tipo de los actos administrativos de sumisión (que W. JELLINEK
llamó gráficamente actos administrativos bilaterales y FORSTHOFF
actos administrativos necesitados de coadyuvante, para evitar el
equívoco que introduce la alusión a una bilateralidad incompatible
con la especie misma del acto administrativo) comprende también
aquellos supuestos en los que la cooperación del particular se requiere
por la norma a posteriori y no con carácter previo. En tales casos, la
intervención del administrado se concreta en un acto de aceptación
que funciona como condición, no ya de validez, sino de eficacia del
acto administrativo antecedente. La concesión demanial sigue
respondiendo a este esquema, como ya notamos en otro momento; a
él se acomoda, también el del nombramiento de funcionarios
públicos, cuya efectividad queda pendiente de la aceptación del
interesado, instrumentada a través de la «toma de posesión» [art. 62.1.
d) EBEP].
143
C. Contratos y convenios con la Administración
Ya tratados en el capítulo XII de esta obra.
D. Recursos y reclamaciones
Los recursos son actos jurídicos del administrado por los que éste
impugna otros anteriores de la Administración que estima contrarios a
Derecho. Su estudio pormenorizado no corresponde hacerlo en este
momento, en el que basta subrayar la significación que en estos casos
tiene, también, la intervención del particular en cuanto presupuesto
del lícito ejercicio por la Administración de unos poderes
revocatorios sobre sus propios actos de los que no dispone en la
misma medida cuando actúa ex officio. Al resolver un recurso la
Administración puede, en efecto, decidir cuantas cuestiones plantee el
expediente (art. 119 LPAC) y, por supuesto, modificar o revocar el
acto recurrido sin las trabas que en otro caso imponen los artículos
106 y siguientes LPAC, en otro lugar analizados.
Distintas por su objeto y por sus efectos de los recursos, aunque se
asemejen a ellos en cuanto contienen una crítica de la actuación
administrativa, son las reclamaciones, término que suele emplearse
por las normas positivas en muy diversos sentidos (unas veces para
designar simples peticiones o denuncias en relación a las anomalías
observadas en el funcionamiento de ciertos servicios; otras para aludir
a las alegaciones formuladas en el curso de un procedimiento,
especialmente cuando se canalizan a través del trámite de
información pública; otras, en fin, para referirse a las quejas que los
interesados puedan presentar por los defectos de tramitación que se
produzcan en un procedimiento determinado y que sean susceptibles
de subsanación –los impropiamente llamados recursos de queja bajo
el imperio de la Ley Azcárate y hoy reguladas por el art. 76.2 LPAC–
e, incluso, para designar un tipo esencial de recursos –las
tradicionalmente llamadas reclamaciones económico-
administrativas–).
144
E. Renuncias
Las renuncias son actos jurídicos de los administrados por los cuales
éstos abdican de una titularidad jurídica que les corresponde (art. 94
LPAC). Su régimen no difiere, en principio, del previsto con carácter
general en el artículo 6.º.2 CC («sólo serán válidas cuando no
contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros»).
Ocurre, sin embargo, que lo que en el ámbito jurídico privado es
excepcional constituye, en cambio, la regla general en el Derecho
Administrativo, ya que lo normal en éste es que el interés público esté
en juego de un modo u otro en la mayor parte de los casos. Por esta
razón es frecuente que para la eficacia de la renuncia de un derecho –
las potestades son, por su propia naturaleza, irrenunciables, como ya
nos consta– se exija la aceptación de la misma por la Administración,
que es quien tiene que valorar su incidencia sobre los intereses
generales implicados (art. 94 LPAC). Esta exigencia es prácticamente
general (salvo, quizás, en el caso de los derechos económicos ya
devengados por el renunciante y en el supuesto de los derechos de
prestación) y opera, incluso, en defecto de norma expresa que la
imponga, en todos aquellos casos en los que la renuncia implica
alguna incidencia sobre los servicios de la Administración.
F. Comunicaciones y declaraciones
El administrado puede y en muchas ocasiones debe formular
declaraciones y dirigir comunicaciones a la Administración relativas a
hechos relevantes para la decisión de un procedimiento o
simplemente de interés para ella. La LGT exige, en efecto, a los
obligados tributarios la presentación de declaraciones y califica de
ocultación en ciertos casos el incumplimiento o mal cumplimiento de
dicha obligación [artículo 29.2. c)], que pueden, por lo tanto, ser
corregidos con las correspondientes sanciones (artículos 192 y 199),
artículo 50 de la Ley 10/2014, de 26 de junio, de ordenación,
supervisión y solvencia de las entidades de crédito obliga a dichas
entidades a remitir al Banco de España la información necesaria para
comprobar el cumplimiento por ellas de las normas de ordenación y
disciplina y los artículos 92 y 93 de la propia Ley tipifican como
145
infracción muy grave o grave la no remisión o la remisión incompleta
o inexacta de la información requerida. Hay también declaraciones
obligatorias en materia estadística (artículo 10 de la Ley de 9 de mayo
de 1989) y un sinfín de obligaciones de comunicar hechos, actos y
operaciones concretas en otras muchas Leyes sectoriales.
Con independencia de las consecuencias que en el plano
sancionatorio pueda tener, como ya se ha dicho, el incumplimiento o
mal cumplimiento de este tipo de obligaciones hay que destacar que
la inexactitud de una declaración (obrepción) o la ocultación de los
hechos (subrepción) pueden viciar de nulidad los actos
administrativos subsiguientes si los hechos inexactamente declarados
u ocultados han sido realmente transcendentes para su adopción. La
nulidad será en tales casos absoluta o de pleno derecho en la medida
en que el vicio afecte a los presupuestos fácticos determinantes del
ejercicio de la competencia del órgano administrativo. La obrepción y
la subrepción en que hubiere podido incurrir un administrado enervan
también, como es lógico, la responsabilidad patrimonial de la
Administración por los daños que hubieren podido derivar del acto
viciado [vid. singularmente el artículo 35. d) LS].
Las comunicaciones y declaraciones del administrado han venido a
adquirir un especial relieve a resultas de la Directiva 2006/123/CE, de
12 de diciembre, relativa a los servicios en el mercado interior, que
con el fin de «eliminar los obstáculos a la libertad de establecimiento
de los prestadores de los Estados miembros y a la libre circulación de
los servicios» ha relegado a un segundo plano los regímenes de
autorización, que ahora sólo se admiten excepcionalmente cuando
alguna razón imperiosa de interés general así lo exija. Como regla
general, por lo tanto, a partir de ahora y una vez incorporada la
Directiva a nuestro Derecho interno por la Ley 17/2009, de 23 de
noviembre, será suficiente para ejercer una actividad de servicios con
la presentación de una declaración responsable, esto es, de un
«documento suscrito por la persona titular de una actividad
empresarial o profesional en el que declara, bajo su responsabilidad,
que cumple con los requisitos establecidos en la normativa vigente,
que dispone de la documentación que así lo acredita y que se
compromete a mantener su cumplimiento durante la vigencia de la
actividad» (artículo 3.9 de la Ley citada).
146
La Administración puede, naturalmente, comprobar la eventual
inexactitud o falsedad de cualquier dato, manifestación o documento,
de carácter esencial, que el declarante hubiere aportado y en tal caso
«determinará la imposibilidad de continuar con el ejercicio del
derecho o actividad... sin perjuicio de las responsabilidades penales,
civiles o administrativas a que hubiere lugar» (artículo 7.2, in fine, de
la Ley 17/2009).
G. Opciones
Un tipo particular de manifestaciones o declaraciones del
administrado es el de las opciones, que le facultan a hacer en ciertos
casos las Leyes para dar vida o hacer surgir un status determinado.
Así los artículos 18, 19 y 20 CC, sobre opciones en materia de
nacionalidad, ante las cuales el órgano administrativo no tiene otro
papel posible que el de simple receptor de la declaración de voluntad
del administrado, que produce ya por sí sola el efecto pretendido.
H. Requerimientos e intimaciones
Existen, finalmente, otra serie de actos del administrado que, si bien
no dan lugar al nacimiento o la extinción de relaciones jurídico-
administrativas, inciden de un modo u otro sobre ellas, afectando,
más o menos intensamente, a su contenido o desarrollo.
Éste es el caso de los requerimientos o intimaciones dirigidos a la
Administración. El ejemplo más notable de este tipo de actos lo
ofrece el artículo 30 LJ, que, en caso de vía de hecho, permite al
interesado «formular requerimiento a la Administración actuante,
intimando su cesación» antes de deducir el correspondiente recurso
contencioso-administrativo, que podría evitarse si el requerimiento
fuese atendido en el plazo de los diez días siguientes a su
presentación.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: Además de los trabajos indicados en la
nota bibliográfica del capítulo anterior y de la que se incluirá en el
147
capítulo XXV, pueden consultarse los siguientes: N. ALCALÁ-ZAMORA,
La protección procesal internacional de los derechos humanos,
Cuadernos Civitas, Madrid, 1975; [Link]. tomo II de la obra
Estudios sobre la Constitución Española, Homenaje a García de
Enterría, Madrid, 1991; M. BAENA DEL ALCÁZAR , Sobre el concepto de
fomento, en «RAP», núm. 54, 1967; J. M. CASTELLS ARTECHE , El
derecho de libre desplazamiento y el pasaporte en España, Madrid,
1974; L. M.ª DÍEZ-PICAZO, Sistema de derechos fundamentales,
Civitas, 2003; P. ESCRIBANO, El usuario ante los servicios públicos:
precisiones ante su situación jurídica, en «RAP», 82; C. FERNÁNDEZ
DE CASADEVANTE y F. JIMÉNEZ GARCÍA, El Derecho Internacional de los
derechos humanos en la Constitución española: 25 años de
jurisprudencia constitucional, Civitas, 2006; G. FERNÁNDEZ FARRERES,
Asociaciones y Constitución, Ed. Civitas, Madrid, 1987; T.-R.
FERNÁNDEZ, Los derechos fundamentales y la acción de los poderes
públicos, en el núm. 15 de la «Revista de Derecho Político» y
«Servicios económicos de interés general versus servicio público» en
J. HUELIN Dir. Agua: legislación y justicia. Agbar 2013, págs. 18 y
sigs. Un nuevo Derecho Administrativo para el mercado interior
europeo, en el núm. 22 de la «Revista de Derecho Europeo»; E.
GARCÍA DE ENTERRÍA, La participación del administrado en las
funciones administrativas, en Homenaje a S. ROYO-VILLANOVA,
Madrid, 1977, págs. 305 y sigs.; Principios y modalidades de la
participación ciudadana en la vida administrativa, en «Libro
Homenaje a Villar Palasí», Madrid, 1989; J. GARCÍA TORRES y A.
JIMÉNEZ BLANCO, Derechos fundamentales y relaciones entre
particulares, Ed. Civitas, Madrid, 1986; L. JORDANA DE POZAS, Ensayo
sobre una teoría del fomento en el Derecho Administrativo, en sus
«Estudios de Administración Local y General», Madrid, 1961; I.
LASAGABASTER HERRALDE y colaboradores, Convenio Europeo de
Derechos Humanos. Comentario Sistemático, Madrid, Civitas, 2004;
E. LINDE, L. I. ORTEGA, M. SÁNCHEZ MORÓN (coordinación E. GARCÍA
DE ENTERRÍA), El sistema europeo de protección de los derechos
humanos. Estudio de la Convención y de la Jurisprudencia del
Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, Madrid, Ed. Civitas, 2.ª
ed.; J. LEGUINA VILLA, Asociaciones y policía, en «REDA», núm. 4,
1975; L. MARTÍN-RETORTILLO e I. DE OTTO, Derechos fundamentales y
Constitución, Ed. Civitas, Madrid, 1988; A. MESA MOLES,
Participación de los administrados en la obra de la Administración,
Bol. Universidad de Granada, 1933, págs. 87 y sigs.; S. MUÑOZ
148
MACHADO, Las concepciones del Derecho Administrativo y la idea de
participación en la Administración, en «RAP», núm. 84 y Las
regulaciones por silencio (Cambio de paradigma en la intervención
administrativa en los mercados), en el núm. 9 de «El Cronista del
Estado Social y Democrático de Derecho», enero 2010; T. DE LA
QUADRA-SALCEDO FERNÁNDEZ DEL CASTILLO (dir.), El mercado interior
de servicios en la Unión Europea, M. Pons, Madrid, 2009; T.
QUINTANA LÓPEZ, El derecho de los vecinos a la prestación y
establecimiento de los servicios públicos municipales, Ed. Civitas,
Madrid, 1987; E. RIVERO YSERN , La protección de los usuarios de los
servicios públicos, en «RAP», núm. 87; R. RIVERO ORTEGA (coord.),
Mercado europeo y reformas administrativas, Civitas, Madrid, 2009;
M. SÁNCHEZ MORÓN, La participación del ciudadano en la
Administración Pública, Madrid, 1980, y El principio de
participación en la Constitución española, en «RAP», núm. 89; A.
TRUYOL SERRA, Los derechos humanos, Tecnos, Madrid, 1968; J. L.
VILLAR EZCURRA, El derecho a la educación como servicio público, en
«RAP», núm. 88; J. Luis VILLAR PALASÍ, Las técnicas administrativas
de fomento y de apoyo al precio político, en «RAP», núm. 14, 1954.
149
CAPÍTULO XVII
LA INCIDENCIA DE LA ACCIÓN
ADMINISTRATIVA SOBRE LAS
SITUACIONES JURÍDICAS DEL
ADMINISTRADO
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. CREACIÓN Y
AMPLIACIÓN DE SITUACIONES ACTIVAS FAVORABLES.
EL ACTO ADMINISTRATIVO COMO TÍTULO. III. CREACIÓN
Y AMPLIACIÓN DE SITUACIONES PASIVAS:
OPERACIONES DE GRAVAMEN. 1. Introducción: los tipos de
incidencia negativa en la posición del administrado, su posible
caracterización y sus clases. 2. El sacrificio de situaciones de mero
interés. 3. Las limitaciones administrativas de derechos. A.
Concepto. B. Tipos de limitaciones administrativas. C. La exigencia
de un respaldo normativo específico y su rango. D. Las medidas de
limitación administrativa. E. Clases de limitaciones administrativas.
F. La no indemnizabilidad de las limitaciones. 4. Precisiones
adicionales sobre la licitud constitucional de las diferentes
limitaciones y criterios para su elección. 5. Potestades ablatorias
(reales): expropiaciones, transferencias coactivas no
expropiatorias, comisos. 6. Prestaciones forzosas. A. Concepto,
caracteres y clases. B. Prestaciones personales. C. Prestaciones
reales. 7. Imposición de deberes. A. Concepto de la figura y de su
relevancia en el Derecho Administrativo. B. Imposición
reglamentaria de deberes a los administrados. C. Deberes impuestos
por decisión administrativa. Teoría de las órdenes. a. Concepto,
justificación y extensión de las órdenes. b. La vinculación a las
órdenes: el deber de obediencia y sus límites. c. Clases de órdenes.
D. Deberes normativos fiscalizados por la Administración. IV. EN
PARTICULAR, LA TÉCNICA AUTORIZATORIA. 1. La
autorización como «genus». 2. El concepto clásico de autorización:
su crisis y su vigencia actual. 3. Clases de autorizaciones. A.
Criterios clasificatorios. B. Autorizaciones simples y autorizaciones
operativas. C. Autorizaciones por operación y autorizaciones de
funcionamiento. D. Autorizaciones regladas y autorizaciones
150
discrecionales. E. Autorizaciones personales, reales y mixtas. V.
LA DELIMITACIÓN ADMINISTRATIVA DE DERECHOS
PRIVADOS. 1. Introducción: la alternativa de la acción
interventora sobre la libertad de actuación privada. 2. La
atribución de derechos privados de explotación de una actividad
mediante la técnica concesional. A. El principio general. B. La
calificación demanial de bienes cuya utilidad última es privada y no
el de sostener una función pública estrictamente tal. C. El caso de
los derechos de la caza. D. Las concesiones de servicio público e
industriales. 3. La delimitación del contenido normal del derecho
de propiedad a través de Planes administrativos. A. En la
propiedad urbana. B. La extensión de esta técnica a otras formas de
propiedad o de empresa.
I. INTRODUCCIÓN
Expuestas las situaciones jurídicas subjetivas del administrado en los
dos capítulos precedentes, nos corresponde ahora recapitular la
incidencia que sobre las mismas puede producir la intervención
administrativa. En cierta manera, en este punto vienen a articularse
las posiciones de los dos sujetos característicos de las relaciones
jurídico-administrativas típicas, la Administración y el administrado.
La intervención de la Administración sobre la esfera jurídica de los
particulares puede manifestarse en el ordenamiento (a través de la
atribución de potestades, que suponen justamente la posibilidad de
producir efectos jurídicos en situaciones afectantes a otros sujetos,
como ya sabemos) mediante alguna de las cuatro formas jurídicas que
ya conocemos, Reglamentos, actos administrativos, contratos,
coacciones.
La incidencia producida por vía de Reglamentos, de contratos y de
coacción administrativa no merece la pena ser sistematizada aquí. La
teoría del Reglamento, y especialmente la del Reglamento normativo
externo o no organizatorio, como ya hemos podido ver, está
enteramente construida sobre las condiciones en que el mismo ha de
manifestarse para vincular válidamente al ciudadano; la incidencia de
la Administración sobre las situaciones subjetivas de éste se produce
151
aquí por vía normativa, y es obvio que puede afectar creando,
modificando, extinguiendo situaciones jurídicas tanto activas como
pasivas. Esta incidencia, a su vez, puede ser inmediata, por el solo
efecto de la creación normativa («disposición general que no precise
de actos de aplicación»: art. 29.1 LJ), o bien previa una aplicación
singular mediante actos aplicativos concretos, habilitados por la
norma. No parece preciso recapitular desde esta perspectiva la teoría
de esta fuente normativa, que supondría una repetición de lo que ya
nos es conocido.
Igual ocurre con la incidencia intersubjetiva que pueda ser obra de
conciertos o contratos perfeccionados entre la Administración y
particulares. La teoría de esa incidencia es, simplemente, la teoría de
los efectos del contrato, que produce, modifica o extingue, a la vez
situaciones activas, o derechos, y pasivas, u obligaciones, para el
particular contratista en los términos que ya conocemos. Igual sucede,
finalmente, con la teoría de la coacción administrativa, que refiere,
como también nos consta, las condiciones y efectos de esta
manifestación jurídica de la Administración sobre la esfera jurídica de
los administrados.
Queda, pues, como únicamente necesitado de una explicitación el
caso de la incidencia sobre las situaciones jurídicas privadas
producidas por los actos administrativos. La teoría de éstos es una
teoría formal (incluso en el plano de los efectos o eficacia), formulada
al margen de su contenido concreto (cfr. supra, capítulos X y XI).
Ahora se trata de pasar al plano de ese contenido, que interesa aislar
en el momento en que produce una incidencia determinada sobre la
situación jurídica de los administrados, lo cual es un estudio que sólo
ahora, cuando ya nos es conocida la teoría de dicha situación, es
posible emprender.
Ha de precisarse, no obstante, que no nos interesa un estudio analítico
de tipos formales de actos administrativos caracterizados por un
cierto contenido ventajoso o gravoso, sino más bien incluir el estudio
de esos actos dentro de «operaciones» globales que les dan sentido y
dentro sólo de las cuales pueden interpretarse; así, por ejemplo, la
autorización es en sí misma un acto favorable, o ampliatorio del
patrimonio jurídico del autorizado, pero resulta indudable que la
técnica autorizatoria sólo tiene sentido observando que la regulación
152
previa que «somete a autorización» (arts. 84 LRL, 5.º y 8.º RSCL) el
ejercicio de una determinada actividad privada es en sí misma una
técnica de limitación de derechos, precisamente, de tal modo que el
estudio de la autorización únicamente cobra sentido desde esta
perspectiva.
II. CREACIÓN Y AMPLIACIÓN DE SITUACIONES ACTIVAS
FAVORABLES. EL ACTO ADMINISTRATIVO COMO TÍTULO
Con toda frecuencia los actos administrativos hacen nacer en la esfera
jurídica de sus destinatarios privados derechos, facultades, poderes
nuevos hasta entonces inexistentes, o bien eliminan limitaciones que
afectaban a su extensión o a su desenvolvimiento; conocemos ya, en
efecto, la categoría de los actos administrativos «favorables» o
ampliatorios de la esfera jurídica de los destinatarios, como
contrapuesta a la de actos administrativos desfavorables o de
gravamen (supra, capítulo X, § III, 3).
Parece difícil intentar agotar una tipología de tales actos
administrativos, además de que sería aquí dudosamente útil. Pueden
citarse algunos supuestos característicos, como concesiones,
aprobaciones, autorizaciones, inscripciones o registraciones de
titulaciones activas, dispensas, subvenciones, actos de reconocimiento
de derechos, declaración de exenciones, etc.
No tendría objeto, desde la perspectiva en que estamos, intentar
ofrecer aquí una exposición analítica de éstas y otras tantas figuras de
creación, ampliación o reconocimiento de derechos de los
administrados a través de actos administrativos. De alguna de esas
figuras, como la autorización, tendremos que hacer mención más
adelante. Bástenos ahora decir que, según un principio general que se
formula en nuestro Derecho en forma negativa, a través del principio
de irrevocabilidad de los actos administrativos «declarativos de
derechos» (que es, según ya se indicó más atrás, la expresión legal
que corresponde a la categoría teórica de los actos favorables, arts.
107 y 109 LPAC), los derechos –o las facultades, poderes,
titularidades, etc.– creados, reconocidos, ampliados por los actos
administrativos entran de manera definitiva en el patrimonio jurídico
153
de los destinatarios de dichos actos, con la salvedad de las reservas
legales o negociales de revocación. El principio antirrevocatorio de
ese tipo de actos, ya estudiado en el capítulo XI, no es más que la
consecuencia de la consistencia definitiva de los derechos creados por
los mismos y de la adquisición de tales derechos que del acto resultan
por parte de su beneficiario, adquisición y consistencia que juegan un
papel sumamente relevante en el tráfico ordinario jurídico-
administrativo.
Esa atribución de derechos o de situaciones jurídicas activas
efectuada por los actos administrativos en favor de los particulares se
ampara siempre en la Ley, según el principio de precedencia de la
legalidad respecto de los actos concretos que ya hemos estudiado
(capítulo VIII), pero puede incluir también, junto a la previsión legal
abstracta, un ingrediente más concreto de decisión discrecional, por
ejemplo en la concesión o en la subvención. En cualquier caso, sea la
declaración de derechos reglada (el acto singulariza una atribución de
derechos enteramente diseñada en la Ley, en cuanto a quién, al cómo,
al quantum; por ejemplo, una declaración de derechos pasivos, un
reconocimiento de trienios funcionariales, etc.), o discrecional, como
en los casos ya indicados, es importante notar que, una vez el acto
administrativo dictado, es éste el que juega como título del derecho
por el mismo reconocido, independizándose de la cobertura legal
superior, la cual sólo en los casos de revisión del acto (de oficio o en
vía de recurso) vuelve a emerger para contrastar la validez de dicho
título.
Esa individualización del acto administrativo como título inmediato
de los derechos en él reconocidos u otorgados y su independización
del título legal lejano, funciona como una simple técnica, por cierto
con analogías visibles respecto de los títulos privados que expresan
situaciones jurídicas abstractas, independizadas, al menos prima
facie, a efectos legitimadores, de su causa (títulos valores, títulos
registrales, etc.). Esto no quiere decir que el acto administrativo que
juega así como título legitimador autónomo de un derecho sea
siempre un acto constitutivo; puede ser simplemente declarativo, y así
ocurre en la mayor parte de los ejemplos de actos reglados, aunque
tampoco en todos (piénsese en las inscripciones constitutivas: del
Registro de la Propiedad, o del Mercantil, o del de la Propiedad
Industrial). El efecto, que es muy importante en el tráfico,
154
especialmente en cuanto al requisito de legitimación para el ejercicio
de los derechos que del acto resultan, en cuanto que dispensa de
acudir a pruebas materiales de titularidad en cada ocasión de su
ejercicio, se apoya en la técnica formal de la eficacia del acto
administrativo como título ejecutorio, protegido tanto por la
presunción de legalidad, que funciona mientras el acto no se elimine,
como por el principio antirrevocatorio respecto del beneficiario, que
supone para él un título sustantivo y autónomo que dispensa de
consultar la base legal del mismo, aunque dicha base pueda ser
materialmente cuestionable.
III. CREACIÓN Y AMPLIACIÓN DE SITUACIONES PASIVAS:
OPERACIONES DE GRAVAMEN
1. INTRODUCCIÓN: LOS TIPOS DE INCIDENCIA NEGATIVA EN LA
POSICIÓN DEL ADMINISTRADO, SU POSIBLE CARACTERIZACIÓN
Y SUS CLASES
Los actos administrativos pueden también, en vez de ampliar o
beneficiar la esfera jurídica de sus destinatarios privados, restringirla,
afectar a la misma en sentido negativo, producir sobre ellos
obligaciones, deberes, cargas, antes inexistentes, o bien restricciones,
limitaciones o extinciones de titularidades activas previas.
No tendría interés, lo mismo que en el apartado anterior, intentar aquí
una sistematización completa de los diversos actos de gravamen, que
sería forzosamente convencional y ofrecería, además, una perspectiva
excesivamente analítica del tema que ahora nos interesa.
Una exposición de conjunto de este tipo de actividad administrativa
incidente en forma negativa sobre la esfera jurídica de los particulares
se intentó, sobre moldes tomados de la cameralística absolutista, por
la doctrina alemana bajo el epígrafe común de policía. La actividad
administrativa de policía se caracterizaría por ser una actividad de
limitación de derechos de los ciudadanos, con objeto de prevenir los
peligros que de su libre ejercicio podrían derivarse para la
colectividad, y tal actividad se expresaría en formas típicas, las más
155
peculiares de las cuales serían órdenes, autorizaciones, sanciones y
coacciones. Esta construcción arcaizante, justificada en buena parte
por la larga pervivencia en Prusia del famoso parágrafo 10, II 17 del
Allgemeine Landrecht für die Preussischen Staaten, el conocido
Código absolutista de 1794, llega hasta MAYER y aun trasciende de él,
en buena parte por su influencia, en la doctrina de entreguerras,
concretamente hasta la «despolicización» (Entpolizeilichung)
decidida como una verdadera medida política (en los aspectos
organizativos, pero también en los de regulación legal) por las
autoridades de ocupación para poner al Estado alemán en las
condiciones de un Estado de Derecho.
Esa doctrina, que tuvo que ser apuntalada con la distinción entre
policía general, o de orden público, y policías especiales, ha sido
abandonada y la policía se ha reducido en la actual doctrina alemana
(cuando no desaparece del todo el término, como en WOLFF, que huye
de las connotaciones peyorativas del mismo utilizando la expresión
inespecífica de «Administración de vigilancia» -Ueberwachung) a su
función específica referida al orden público. Se habla ahora como
concepto general para la actividad interventora de la Administración
de una Ordnungsverwaltung u ordnenden Verwaltung, esto es,
Administración ordenadora, no en el sentido del orden público, sino
en el genérico de la ordenación de las actividades privadas, concepto
que se contrapone a Leistungsverwaltung o leistenden Verwaltung,
Administración prestacional, que realiza servicios o prestaciones en
favor de los administrados.
Es curioso que ese uso de calificar como policía toda actividad
administrativa de limitación de derechos, y en general de gravamen
de los mismos, se haya mantenido vivo aún en España
(probablemente a través de la tripartición de las formas de actividad
administrativa que formuló JORDANA: policía, fomento y servicio
público, que hace de cada una de ellas figuras abstractas) en
exposiciones como las de GARRIDO (aunque ya BALLBÉ había
distinguido certeramente entre policía e intervención) y se presente
insólitamente de nuevo en algún sector de la doctrina francesa
contemporánea (BENOIT, BOURJOL) como un criterio clasificatorio de
la materia administrativa, en formulación paralela a la de JORDANA.
Dada la multivocidad y cambio sucesivo de sentidos que ha tenido el
término policía a través de un largo y complejo transcurso histórico,
156
desde su origen al final de la Edad Media, no parece aconsejable
convenir ahora un sentido nuevo para dicha expresión, ya
suficientemente torturada (sentido, por lo demás, contrario al usual,
incluso en las Leyes), lo cual, por otra parte, se revela escasamente
útil, apenas justificado como un simple término clasificatorio y no
verdaderamente institucional.
En Italia, SANTI ROMANO formuló una distinción entre actividad
administrativa de limitación y actividad de prestación y dentro de ésta
caracterizó un tipo de prestación de los particulares hacia la
Administración, que incluiría expropiaciones, exacciones públicas,
prestaciones personales, subrayando así la mayor complejidad del
conjunto de actos de gravamen, difícilmente reducible a la sola
actividad de limitación.
GIANNINI ha intentado una reelaboración de conjunto de este material
al hilo del concepto de potestades, procedimientos o actos
«ablatorios», rehabilitando el término jurídico medieval ablatio,
usado ya por BÁRTOLO, en el sentido de un sacrificio, privación o
eliminación de un interés privado por el poder público en atención a
un interés colectivo. Distingue luego procedimientos ablatorios que
inciden sobre derechos personales (y aquí incluye, en particular, la
teoría de las órdenes), los que inciden sobre derechos reales (el
llamado tradicionalmente «régimen administrativo de la propiedad»,
distinguiendo entre procedimientos apropiatorios y los privativos, con
especial relieve entre los primeros de la expropiación, la requisa, las
transferencias coactivas, secuestros, confiscaciones, imposición de
servidumbres, ocupaciones, enfiteusis y superficies coactivas) y,
finalmente, las ablaciones que recaen sobre derechos de obligación
(equivalentes, pari passu, a las prestaciones obligatorias, las cuales, a
su vez, pueden ser reales, como las exacciones tributarias, o bien
personales, como el servicio militar, la requisa de servicios, los
contratos imperativos). Al margen de estas ablaciones de derechos,
campo tradicional de los actos de imperio, se producirían también,
entre la actuación de gravamen, procedimientos sancionatorios y
ejecutivos. El cuadro es brillante y expresivo.
Por nuestra parte, creemos útil mantener la categoría inaugurada por
ROMANO (y hasta él reducida a explicar la cuestionada figura de las
«limitaciones de la propiedad privada») de la actividad administrativa
157
de limitación de derechos. Con independencia del posible valor
dogmático de la figura, que luego nos tocará precisar, estimamos que
a aislar ese término fuerza hoy en nuestro Derecho la cláusula general
del artículo 1.º LEF (precepto constitucionalizado como contenido del
art. 33.3 de la Constitución por el Tribunal Constitucional: Sentencia
de 29 noviembre 1988), que no sólo ofrece un concepto positivo de
expropiación distinto al que conocen otros Derechos, sino que implica
una contraposición dialéctica limitación-expropiación que resulta
obligado recoger y explicar. Supuesta, pues, la oportunidad de este
necesario reajuste sobre las fórmulas propuestas por otras doctrinas,
la sistematización de supuestos de una incidencia de la actuación
administrativa sobre las situaciones jurídicas activas de los
administrados (renunciando de antemano a una plenitud sistemática
exhaustiva) puede ser la siguiente; sacrificios de situaciones de mero
interés, limitaciones de derechos, delimitaciones administrativas del
contenido normal de los derechos, potestades ablatorias (reales, y
entre ellas notablemente las expropiaciones), prestaciones forzosas
(personales y reales, y entre estas señaladamente las tributarias), la
imposición de deberes y las sanciones. Seguidamente pasamos al
estudio separado de estas figuras; a la última de ellas, las sanciones,
dedicaremos el capítulo siguiente.
2. EL SACRIFICIO DE SITUACIONES DE MERO INTERÉS
Las situaciones de simple interés, no constituidas en verdaderos
derechos subjetivos, pueden verse afectadas normalmente en sentido
negativo como consecuencia del ejercicio de potestades
administrativas discrecionales. Una situación dada crea siempre
intereses en su mantenimiento, los cuales se verán afectados por el
cambio que a dicha situación pueda imponer una potestad
discrecional que parta de una apreciación de la oportunidad de
alterarla.
Un ejemplo ordinario es el del ejercicio de la potestad organizatoria;
quienes tienen intereses personales en la situación organizatoria
anterior no podrán impedir que ésta se altere (jurisprudencia
constante a propósito de los funcionarios: Ss. de 8 de marzo de 1905,
4 de julio de 1921, 28 de mayo de 1935, 6 de marzo de 1944, 18 de
158
enero de 1966, 26 de enero de 1974, etc.; lo mismo en otros sectores:
Ss. de 31 de octubre de 1978, 27 de marzo de 1985, 10 de octubre de
1987, 30 de septiembre de 1993, etc.); a quien ostenta un cargo de
libre designación y remoción probablemente le moleste esta última,
pero su interés no es suficiente para excluirla jurídicamente. Más
claro aún es el caso de las alteraciones de situaciones de interés como
consecuencia de innovaciones normativas, o de iniciativas
administrativas de actuación (realizar una obra pública determinada,
convocar unas oposiciones, fijar las épocas y zonas de veda de la
caza, etc.). A una potestad discrecional corresponde siempre esa
posibilidad de un ejercicio alternativo igualmente legítimo, como ya
estudiamos, de donde la imposibilidad de oponer al ejercicio de la
misma el interés en que se mantenga una determinada de las
soluciones posibles.
Este sacrificio de intereses no constituidos en derechos subjetivos,
como primer grado de una incidencia administrativa sobre las
situaciones del administrado, ha de entenderse, naturalmente, sin
perjuicio de lo que más atrás hemos precisado sobre el posible control
de la discrecionalidad (cap. VIII) y sobre la eventualidad de que esos
simples intereses puedan poner en su servicio derechos subjetivos
reaccionales cuando la incidencia administrativa sobre los mismos se
produzca sin base legal (cap. XVI).
3. LAS LIMITACIONES ADMINISTRATIVAS DE DERECHOS
A. Concepto
El segundo grado de la incidencia administrativa sobre las situaciones
activas de los ciudadanos está en las limitaciones administrativas de
derechos. Sobre el concepto propuesto por ROMANO, VIGNOCCHI ha
efectuado un notable esfuerzo dogmático para la precisión de esta
figura. Se trataría de una incidencia que no modifica el derecho
subjetivo afectado, ni tampoco la capacidad jurídica o de obrar del
titular, sino que actúa, exclusivamente, sobre las condiciones de
ejercicio de dicho derecho, dejando inalterados todo el resto de los
elementos del mismo (configuración, funcionalidad, límites,
159
protección). Esa incidencia sobre las facultades de ejercicio de los
derechos está determinada por la necesidad de coordinarlos, bien con
los derechos o intereses de otro sujeto, bien (lo que es el supuesto
normal de las limitaciones administrativas) con los intereses o
derechos de la comunidad o del aparato administrativo.
B. Tipos de limitaciones administrativas
a) VIGNOCCHI ha indicado que todas las limitaciones de derechos
pueden reducirse a tres tipos: prohibición incondicionada y absoluta
de un modo de ejercicio concreto; prohibición relativa, o con reserva
de excepción a otorgar por la Administración (técnica de la
suspensión de la facultad de ejercicio; modelo entre todos, el
sometimiento de una determinada actividad a autorización o licencia
administrativa); permisión de ejercicio libre con reserva de excepción
prohibitiva impuesta en casos concretos por la Administración
(técnica de la eficacia inmediata de la facultad con pendencia de una
acción administrativa resolutoria de la misma).
Entendemos, no obstante, que la prohibición absoluta de un tipo de
ejercicio entra más que en el ámbito de la limitación stricto sensu en
el de la delimitación objetiva del derecho, recortando su contenido,
cuando no es circunstancial (temporal o por su ordenación
específica), sino permanente, estable, definitoria de una situación
dada, que queda articulada de manera completa. Por ejemplo, las
restricciones temporales o permanentes en la circulación de vehículos
(art. 39 del Reglamento General de Circulación de 17 de enero de
1992) entran, evidentemente, en el ámbito de las limitaciones, o
también la prohibición de exceder de determinadas velocidades o de
efectuar adelantamiento en ciertas situaciones; igualmente, la
restricción o limitación de circulación o permanencia en vías o
lugares públicos en supuestos de alteración del orden público (art. 19
de la Ley de Seguridad Ciudadana); o la prohibición de elevar los
precios por encima de un cierto nivel, etc. Sin embargo, no es
limitación o compresión de un derecho en cuanto a su ejercicio, sino
una verdadera definición del contenido normal del mismo la
prohibición de que un funcionario actúe en causa de que es interesado
(art. 23 LSP), o la prohibición de ejercer actividades incompatibles
160
(Ley 53/1984, de 26 de diciembre, de Incompatibilidades del personal
al servicio de las Administraciones Públicas), o la prohibición de
prácticas restrictivas de la competencia (Ley 15/2007, de 3 de julio,
de Defensa de la Competencia), o la de que los particulares posean
armas de guerra (art. 92 del Reglamento de Armas de 24 de julio de
1981), o la utilización en la alimentación de materias insalubres
(Código Alimentario de 21 de septiembre de 1967), y, en general, la
prohibición de realizar actividades reprensibles en cualquier orden de
actividad. Este tipo de prohibiciones define el ámbito de lo lícito, por
tanto la extensión del contenido normal del derecho, con lo cual son
algo más que una verdadera limitación o compresión de su ejercicio.
b) Hemos de añadir a esos tres tipos de limitaciones administrativas
un cuarto, consistente en la obligación positiva de comunicar a la
Administración, a efectos de control de los límites de su ejercicio
lícito (o de información o estadística, en su caso), determinados
ejercicios de derechos, lo que se ha convertido en regla a partir de la
transposición de la Directiva 2006/123 CE, de 12 de diciembre, por la
Ley 17/2009, de 23 de noviembre, y de la progresiva adaptación a la
misma de nuestro ordenamiento (vid. especialmente las Leyes
25/2009, de 22 de diciembre, y 7/2012, de 23 de abril). Otras veces la
obligación de comunicación es meramente instrumental de la
limitación consistente en una permisión general con reserva de
excepción prohibitiva (por ejemplo: art. 10 del Reglamento de
Dominio Público Hidráulico de 11 de abril de 1986: en caso de
urgencia pueden realizarse obras de protección de carácter provisional
en los márgenes de los cauces de los ríos, pero este hecho «deberá ser
puesto en conocimiento del organismo de cuenca... al objeto de que
éste... pueda resolver sobre su legitimación o demolición»). Es verdad
que al configurarse el deber de comunicación como un deber personal
del titular podrá haber base para incluir esta medida, más que en las
limitaciones de derechos stricto sensu, en las que luego calificaremos
como imposición de deberes personales. Pero, en realidad, el deber
personal está en este caso ligado directamente al ejercicio concreto de
un derecho, de modo que la atribución del mismo se hace ob rem al
titular de dicho derecho y no a todos los ciudadanos por el hecho de
serlo; es, por tanto, técnicamente, una modalidad del ejercicio del
derecho y, en consecuencia, parece correcto incluirla entre las formas
de limitación.
161
c) Es muy certera la observación de GIANNINI de que, a efectos del
establecimiento de limitaciones, las normas en que éstas se basan
individualizan conjuntos o aspectos de facultades de ejercicio que
desde el punto de vista de la regulación material del derecho no están
necesariamente sustantivadas; por ejemplo, en materia de
intervención económica, la facultad de modificar los precios, o la de
anunciarlos, o la de vender en determinadas fechas o circunstancias.
La norma en que la limitación se apoya construye, pues, ad hoc su
propio supuesto, aislando o destacando convencionalmente facultades
determinadas para imponerlas luego la medida interventora que
propugna.
Entre los tipos de limitación administrativa expuestos, el más
objetivado como técnica es hoy, sin duda, el segundo, el de la
prohibición relativa de ejercicio con reserva a la Administración de
una excepción permisiva, la técnica por excelencia de la autorización
administrativa. A ello dedicaremos, por tanto, un epígrafe especial en
otro lugar de este capítulo. También trataremos de manera especial el
tema de las órdenes, que es la fórmula técnica predominante para
hacer operativo el tercero de los tipos de limitación aludidos, la
permisión normativa de un ejercicio libre del derecho con reserva en
favor de la Administración de una potestad de prohibir o de modalizar
dicho ejercicio.
C. La exigencia de un respaldo normativo específico y su rango
Resultará obvio recordar que, conforme a la técnica común de la
legalidad que ya hemos estudiado, la Administración precisa de un
respaldo normativo explícito para poder actuar una cualquiera de las
técnicas de limitación de derechos que hemos expuesto. Por otra
parte, ello viene exigido también por tratarse de una restricción de
facultades de ejercicio en derechos cuya construcción positiva se
encuentra en otras normas, lo que supone una alteración de éstas o al
menos un condicionamiento a su eficacia plena. De este modo, resulta
excluida, sin vacilación, la posibilidad de que la Administración
pueda imponer medidas limitativas de los derechos remitiéndose a su
solo juicio ocasional, sin norma legal que ampare la medida.
162
Esta tesis es hoy elemental, y supone negar la existencia de un
supuesto poder abstracto y general de la Administración capaz de
intercalarse a su arbitrio entre la titularidad de un derecho del
ciudadano y su ejercicio. Ésta era, justamente, la construcción
absolutista del ius politiae, vigente en Alemania hasta tiempos
asombrosamente recientes (Otto MAYER aun lo expone como Derecho
aplicable), y que afirmaba la existencia en la Administración de un
poder general e indeterminado utilizable discrecionalmente para
prevenir los peligros que para el orden general pudiese ocasionar la
libertad privada, una Generalermächtigung zur Gefahrenabwehr; esta
potestad genérica se apoyaría, a su vez, en un supuesto deber de los
súbditos igualmente general, el deber inespecífico y general de
guardar el orden, deber capaz de concretarse por la Administración en
una multiplicidad de deberes concretos en cada caso, lo que es,
ciertamente, la cifra misma de la construcción jurídica del
absolutismo, que de modo sorprendente traspasó en Alemania las
fronteras de su propio tiempo histórico.
Cuando en el capítulo VIII estudiamos el principio de legalidad de la
Administración, ya vimos que esas tesis, desde un elemental punto de
vista exegético, antes que por razones filosófico-políticas, no son de
recibo en nuestro Derecho, el cual impone claramente atribuciones
legales específicas de potestad. Ni siquiera en la policía general o de
orden público admite nuestro Derecho poderes indeterminados,
configurados caso por caso por la Administración en el momento de
su ejercicio; de la Ley Orgánica de Protección de la Seguridad
Ciudadana de 30 de marzo de 2015 resulta perfectamente claro que
los poderes que se confieren a las autoridades de policía son, aunque
amplios, poderes perfectamente catalogados y tasados en el texto
legal como poderes específicos. Más aún es esto cierto en las
intervenciones administrativas de otro carácter que las determinadas
por el orden público.
En nuestra jurisprudencia preconstitucional se encuentra algún resto
de esa arcaica concepción de un poder de policía indeterminado y
genérico que permitiría a la Administración intercalar entre la libertad
privada proclamada en las leyes y su aplicación real una instancia
propia condicionante y eventualmente limitadora o prohibitiva de
dicha libertad. Así, entre otras muchas, la Sentencia de 25 de junio de
1974, que admite como regla «la legítima actuación intervencionista
163
de la Administración (que) condiciona desde el punto de vista del
Derecho público el ejercicio de actividades privadas en consideración
a finalidades que exceden del interés privado, el cual, en estos
aspectos, se supedita al general y público». Esta doctrina es hoy
inadmisible.
Ha de subrayarse, además, que tratándose de restricciones de
derechos y, por ende, de restricciones a la libertad de determinación
que el derecho subjetivo consagra, ese respaldo normativo explícito y
preciso que apodere a la Administración ha de cubrirse, en último
extremo, con una Ley formal, según la doctrina de las «materias
reservadas» a la Ley, que también conocemos (supra, capítulo V, § I,
2). Recordemos la doctrina de la Sentencia constitucional de 24 de
julio de 1984: «El principio general que la Constitución consagra (art.
1.º.1) autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo todas aquellas
actividades que la Ley no prohíbe, o cuyo ejercicio no subordine a
requisitos o condiciones determinadas y el principio de legalidad
(arts. 9.3 y 103.1) impide que la Administración dicte normas sin la
suficiente habilitación legal». Podría plantearse entonces si una
cláusula general contenida en una Ley [como la característica del art.
84.1 LRL, que declara que «las Corporaciones locales podrán
intervenir la actividad de los ciudadanos a través de los siguientes
medios... b) Sometimiento a previa licencia y otros actos de control
preventivo... c) Sometimiento a comunicación previa o declaración
responsable... d) Sometimiento a control posterior al inicio de la
actividad...»] podría, en efecto, habilitar a la Administración o a sus
Reglamentos para construir a su albur intervenciones o limitaciones
de los derechos de los ciudadanos o de sus condiciones de ejercicio.
La respuesta nos la da la propia Sentencia constitucional de 24 de
julio de 1984. «El principio (de reserva de Ley) no excluye la
posibilidad de que las Leyes contengan remisiones a normas
reglamentarias, pero sí que tales remisiones hagan posible una
regulación independiente y no claramente subordinada a la Ley, lo
que supondría una degradación de la reserva formulada por la
Constitución en favor del legislador... que produce (n) una verdadera
deslegalización de la materia reservada, esto es, una total abdicación
por parte del legislador de su facultad para establecer reglas
limitativas, transfiriendo esta facultad al titular de la potestad
reglamentaria, sin fijar ni siquiera cuáles son los fines u objetivos que
la reglamentación ha de perseguir». En conclusión, pues, la cláusula
164
general del citado artículo 84.1 LRL no es por sí sola suficiente para
que cualquier Ayuntamiento pueda establecer a su albur cualquier
medida de intervención sobre los derechos de los ciudadanos,
necesitándose para su puesta en práctica una regulación por Ley que
habite tal facultad en el caso concreto.
D. Las medidas de limitación administrativa
Una norma previa ha de habilitar, pues, a la Administración para
imponer las medidas limitativas específicas de que se trate. Si no se
da esa habilitación a la Administración, podrá haber, eventualmente,
una limitación de derechos, pero no será una limitación administrativa
(por ejemplo, todos los supuestos en que hay que recabar autorización
judicial en procedimientos de jurisdicción voluntaria; o aquellos en
que el privado requiere autorización del juez, por ejemplo, art. 271
CC; o, en fin, las técnicas de control parlamentario, por ejemplo, en
materia financiera, aunque estas medidas tengan por destinatario a la
Administración y no a los particulares).
Esa habilitación referirá, como es común, los poderes concretos de
que la Administración pueda disponer. Puede tratarse de una
actuación previa al ejercicio del derecho de que se trate, de modo que
este ejercicio se subordine a dicha actuación (autorizaciones,
inscripciones, registraciones, y en este último caso los consiguientes
poderes de organización de cada Registro concreto); o bien de una
actuación administrativa concurrente al ejercicio de esos derechos
(inspecciones, verificaciones, posibilidad de impartir órdenes,
preceptivas o prohibitivas, o instrucciones); o, en fin, de una
actuación posterior (ejecuciones forzosas de actos desatendidos o para
paralizar los mal ejecutados, o remover las situaciones logradas con
los mismos –demoliciones de obras abusivas, artículos 184 y 185 LS
de 1976 y toda la legislación urbanística autonómica, etc.–,
revocaciones sancionatorias y –sobre todo– sanciones
administrativas).
Ésos son los instrumentos, con una u otra extensión o modalidades,
de que la Administración dispone para imponer las limitaciones de
derechos. Se observará que no incluimos entre los mismos a los
165
Reglamentos, contra lo que suele ser doctrina común –e incluso legal
arts. 84.1 LRL y 5.º RSCL–. Entendemos que la sola normación
reglamentaria, si de la misma no resulta una habilitación de poderes
concretos –siquiera sean los represivos– para que la Administración
esté en condiciones de imponer las limitaciones que de dicha
normación puedan resultar, no constituye una verdadera limitación
administrativa. Bien es verdad que resulta excepcional (aunque no
excluido, dado que también el Reglamento puede, cuando la Ley le
habilita especialmente, regular relaciones jurídico-privadas) el
supuesto de una regulación reglamentaria de limitaciones de derechos
que no implique paralelamente una atribución de responsabilidades
administrativas directas en su aseguramiento y efectividad, pero
entendemos que en este caso la calificación administrativa de la
limitación procederá en virtud de esta segunda nota y no por su origen
reglamentario.
E. Clases de limitaciones administrativas
La clasificación más importante de las limitaciones administrativas de
derechos es la que se remite a la naturaleza misma de los derechos
limitados. Así, hay limitaciones que afectan a libertades públicas
(respecto de las cuales la exigencia de una normación habilitante de la
Ley y el principio restrictivo en cuanto a la extensión de los poderes
administrativos resultan más enérgicos, porque en ningún caso tales
limitaciones han de afectar al «contenido esencial» de la libertad: art.
53.1 de la Constitución); otras que afectan a la propiedad (que
constituyen una de las especies más fecundas y extensas), o que
afectan a la empresa como actividad más que a la propiedad de bienes
concretos utilizados en dicha actividad (esta distinción entre
propiedad y empresa como objetos distintos de la intervención ha sido
desarrollada por la doctrina italiana, aunque no sin polémica); otras,
en fin, que afectan a derechos de obligación (intervenciones
administrativas en la contratación privada, también muy
características entre las técnicas tanto de Administración económica
como de Administración social o más específicamente, laboral).
No tiene interés el intentar ahora una catalogación más o menos
extensa de limitaciones administrativas de esas diferentes especies. Es
166
un tema que debe abordarse al estudiar los respectivos tratamientos
sectoriales donde esas limitaciones se producen –y así lo haremos por
nuestra parte, en la medida en que dichos sectores sean objeto de
estudio en esta obra–; de otra forma se presentaría un cuadro
excesivamente abstracto de figuras, de utilidad institucional muy
dudosa.
F. La no indemnizabilidad de las limitaciones
Una nota común a todas las limitaciones es su no indemnizabilidad.
Ello cobra especial relieve a propósito de las limitaciones a la
propiedad y a los derechos patrimoniales, porque esta nota las separa,
según nuestro Derecho, de las expropiaciones, que suponen
incidencias administrativas sobre el patrimonio que deben ser
indemnizadas (arts. 33.3 de la Constitución, 1.º LEF y 1.º REF). El
tema es extraordinariamente importante, como fácilmente se
comprende, puesto que expresa la diferencia entre, por una parte, una
actuación administrativa que debe ser soportada pasivamente por el
administrado, como una carga de la vida social, sin contraprestación
económica alguna (incluso no es infrecuente que el particular deba
abonar él mismo el costo de la medida interventora de la
Administración que sufre, mediante la técnica de la tasa: art. 6.º de la
Ley de Tasas y Precios Públicos de 13 de abril de 1989, reformada
por la Ley de 13 de julio de 1998; art. 20 LHL; viene a ser, en
ocasiones, casi como cobrarle la soga al ahorcado); y, por otra parte,
aquella otra actuación de la Administración que, aun produciendo el
efecto de un sacrificio imperativo de derechos patrimoniales que el
titular de éstos ha de sufrir, hace nacer, correlativamente, un derecho
a ser indemnizado por la pérdida material que la medida le comporta,
lo que en nuestro Derecho se califica genéricamente de expropiación.
Este problema lo abordamos más despacio al estudiar el tema de la
expropiación, en el capítulo XIX, del que constituye uno de sus
aspectos básicos.
4. PRECISIONES ADICIONALES SOBRE LA LICITUD
CONSTITUCIONAL DE LAS DIFERENTES LIMITACIONES Y
167
CRITERIOS PARA SU ELECCIÓN
Más atrás hemos precisado que, implicando las limitaciones de que
venimos hablando una restricción a la libertad, su concreta
imposición debe venir cubierta en cada caso por una Ley formal.
Aquella observación primera, sobre la que ha llamado la atención de
forma explícita la Sentencia constitucional de 24 de julio de 1984,
también citada, debe ser completada ahora con algunas otras,
supuesto que esa Ley imprescindible de cobertura no puede ser
cualquier Ley, habida cuenta de que los derechos fundamentales en
que la libertad se concreta tienen garantizado ex constitutione su
contenido esencial, que es intangible, incluso, para el propio
legislador (art. 53.1 de la Constitución).
Más aún, siendo la libertad un valor superior del ordenamiento
jurídico todo, es obvio que la elección por el legislador de un modo u
otro de incidir sobre ella limitándola no puede considerarse
constitucionalmente indiferente, dado el distinto grado de intensidad
que cada tipo de limitación comporta.
La cuestión es muy clara, como vamos a ver. En principio, cabe
distinguir entre dos grandes modelos o sistemas abstractos de
intervención, uno de signo represivo y otro de signo preventivo. El
primero supone la existencia de una completa regulación previa de la
actividad, dentro de la cual el ejercicio de ésta se entiende
enteramente libre y no está sometido ab initio a control administrativo
alguno. Sólo a posteriori, en los casos en que se compruebe que una
concreta actividad se desarrolla fuera de los cauces de la normación
establecida, surge la reacción por vía de sanción, administrativa o,
incluso, penal, en su caso.
El sistema preventivo supone una intervención más intensa, una
mayor restricción de la libertad, ya que a la regulación previa de la
actividad mediante las normas correspondientes se une la
comprobación, también previa, por la Administración de la
adecuación a la misma del concreto proyecto ideado por quien
pretende ejercer dicha actividad, de forma que sólo cuando esa
comprobación tenga un resultado satisfactorio se levantaría la
prohibición general que la ley reguladora establece como punto de
168
partida. Por lo demás, el sistema preventivo, al partir de una
prohibición general, implica un control previo individualizado de
todas y cada una de las actividades que, en ejercicio de la libertad
constitucionalmente reconocida, pretenden emprenderse, en tanto que
el sistema represivo supone sólo un control ocasional de aquellas
actividades respecto de las cuales se advierten indicios de un presunto
exceso. El control preventivo, por ser tal, opera, además, sobre meras
hipótesis, ya que en el momento en que se regula la actividad ésta en
concreto aún no ha sido emprendida, lo cual hace entrar en juego de
facto un margen de apreciación notable sobre la eventual
conformidad o disconformidad con el interés público de la actividad
que pretende emprenderse, margen del que la Administración se
beneficia, cosa que no sucede en el control a posteriori, propio del
sistema represivo, ya que el objeto de éste no es una mera hipótesis,
sino una realidad dada, la concreta realidad de la actividad que se
viene ejerciendo.
Pero todavía hay más. El control previo que el sistema preventivo
comporta en todo caso admite modalidades distintas, que suponen
grados, también diferentes, de restricción o limitación de la libertad.
Puede, en efecto, consistir, como ya hemos notado, en una simple
declaración, comunicación o notificación previa a la Administración
de la actividad que el interesado se propone desarrollar, que puede o
no ir seguida de una obligación de inscripción en un registro público
o, en su caso, dar lugar a una prohibición formal ulterior en el
supuesto de que la actividad declarada no cumpla alguno de los
requisitos previstos en la norma aplicable.
El nivel máximo de limitación, dentro del contexto en el que nos
estamos moviendo, es, sin embargo, el que resulta de la exigencia de
una autorización previa. Esta ha sido, desde luego, la técnica más
frecuentemente utilizada tradicionalmente entre nosotros, en materia
económica sobre todo, y hasta el inicio del proceso de liberalización
económica puesto en marcha por el Decreto-Ley de Ordenación
Económica de 21 de julio de 1959 prácticamente la única.
La autorización previa admite, también, variantes, como luego
veremos con detalle. Lo que ahora importa resaltar, sin embargo, es
que esas variantes son en cada caso más o menos agresivas para la
libertad, bien por razón del modo de obtención de la autorización, que
169
es distinto, evidentemente, según que el silencio de la Administración
ante la solicitud del particular juegue en sentido positivo o negativo,
bien por razón de la configuración normativa del poder conferido por
la Ley a la Administración para otorgarla o denegarla, que puede ser
un poder estrictamente vinculado o reglado o, más o menos,
discrecional y admitir o no condicionamientos.
Todas estas modalidades de intervención, que son muchas como
puede apreciarse, ya que los ingredientes que entran en juego en su
composición son en muchos casos susceptibles de combinación,
pueden ser, en principio, compatibles con la libertad de empresa
reconocida por el artículo 38 de la Constitución, supuesto que dicho
artículo conecta –y condiciona– dicha libertad a las exigencias de la
economía general y de la planificación. No son, sin embargo, ni
pueden considerarse indiferentes o de uso puro y simplemente
alternativo, como tradicionalmente se ha venido entendiendo, en
ausencia de una norma constitucional que obligara a apurar el
análisis.
La distinta intensidad de su respectiva incidencia en la libertad, que es
el punto de partida constitucionalmente obligado, determina que su
concreta elección por el legislador ya no sea, como antes, enteramente
libre para éste, que habrá de respetar en todo caso los criterios
inmanentes al sistema de libertades que la Constitución ha
implantado.
¿Cuáles son estos criterios? La respuesta no es difícil en la línea de
razonamiento que venimos siguiendo. Por lo pronto, parece
indiscutible que en caso de duda respecto a la técnica de intervención
concretamente utilizable habrá que optar por la que suponga una
menor restricción de la libertad. In dubbio pro libertate es un
principio inexcusable en la materia, que, si ya tenía consagración
positiva en el ordenamiento preconstitucional (art. 6.º.2 RSCL: «Si
fueran varios –los actos de intervención– admisibles, se elegirá al
menos restrictivo de la libertad individual»; también en esta línea el
art. 34.2 LPAC), ahora se presenta con la fuerza renovada que le
presta la norma constitucional. La libertad es la regla; la limitación es,
en cambio, la excepción, que, como tal, hay que interpretar
restrictivamente. Hoy este principio aparece robustecido por la
proclamación de la libertad como «valor superior» de la Constitución
170
(art. 1.1).
Tampoco parece discutible, por otro lado, por las mismas razones,
que la elección de la técnica de intervención tiene que ser congruente
y proporcionada con los valores constitucionales que con ella quieren
protegerse. Quiere esto decir que si en un caso concreto es suficiente
a estos fines con la mera regulación de la actividad y la represión a
posteriori del mal uso de la libertad reconocida, es decir, con la
implantación de un sistema de corte represivo, no debe imponerse un
control preventivo de carácter general y, si las circunstancias obligan
a establecer éste, debe elegirse la técnica de declaración o
comunicación previa con preferencia a la autorización y la modalidad
de autorización reglada antes que la discrecional, el silencio positivo
mejor que el negativo, etc. En materia de nuevas construcciones
parece lógica y plausible la opción por el sistema preventivo y el
consiguiente sometimiento de los proyectos de obra a la previa
licencia, ya que de otro modo sería difícil depurar a posteriori los
eventuales excesos. Muy distinto es, sin embargo, el caso de los
espectáculos, cuyo sometimiento a un régimen de autorización o
permiso previo carece de justificación en la medida en que las
eventuales alteraciones del orden público, que es lo que
tradicionalmente quiere evitarse con la exigencia de tal autorización o
permiso, pueden ser eliminadas, caso de llegar a producirse, por otros
medios, sin necesidad de restringir a priori la libertad de todos.
La decisión exige necesariamente una valoración individualizada de
cada supuesto, a partir de la cual podrán detectarse –y combatirse por
los procedimientos que la Constitución habilita– los posibles excesos.
La proporcionalidad que debe existir siempre entre la limitación de la
libertad y los fines que en cada caso se persiguen y la obligada
valoración pro libertate constituyen hoy dos tests de cuya superación
depende la constitucionalidad misma de las normas y, por supuesto, la
de su concreta aplicación por la Administración.
La jurisprudencia contencioso-administrativa preconstitucional, a
pesar de los estrechos márgenes en que se veía obligada a operar,
acertó ya a hacer suyos estos principios (sobre el de proporcionalidad
vid. las Sentencias de 8 de marzo de 1968, 14 de octubre de 1969 y 25
de marzo de 1972, entre otras; sobre el principio pro libertate, vid. las
de 21 de marzo de 1972, 21 de noviembre de 1974 y 14 de febrero de
171
1977, esta última muy importante, porque aplica el principio, incluso,
como un límite a la potestad reglamentaria), sobre los que ha seguido
insistiendo el Tribunal Supremo con mayor explicitud tras la
promulgación de la Constitución (vid. Sentencias de 14 de febrero de
1984, 3 de mayo y 7 de octubre de 1985, 13 de mayo y 16 de
diciembre de 1986, 20 de enero de 1987, 27 de octubre de 1988, 24
de mayo de 1989, 11 de noviembre de 1996, etc.).
Las tensiones entre la vieja y la nueva cultura no desaparecieron del
todo con la promulgación de la Constitución. Sea por interés, por
comodidad o por simple rutina tanto la Administración, como el
propio legislador siguieron insistiendo con alguna frecuencia en los
viejos planteamientos, difícilmente compatibles ya con la Norma
Fundamental. En ocasiones, el sometimiento de ciertas actividades a
un régimen de autorización previa se continuó imponiendo por
normas de mero rango reglamentario sin que existiera una norma
legal que prestara cobertura de una forma clara a esa exigencia. Así
ocurrió, por ejemplo, con el vigente Reglamento de Espectáculos
Públicos de 27 de agosto de 1982, que sujetó indiscriminadamente a
autorización previa la apertura de toda clase de locales y la
celebración de toda clase de espectáculos, aunque, finalmente, la Ley
de Seguridad Ciudadana de 1992, artículo 8, vino a prestarle el
respaldo legal que le faltaba (hoy el artículo 27 de la Ley Orgánica de
Protección de la Seguridad Ciudadana de 30 de marzo de 2015). Más
llamativo es el caso de los espectáculos taurinos para cuya
celebración la Ley estatal de 4 de abril de 1991 consideró suficiente
como regla general la mera comunicación a la autoridad gubernativa,
suprimiendo así la hasta entonces preceptiva autorización previa,
sistema éste al que inopinadamente han regresado las Comunidades
Autónomas de Navarra, País Vasco, Andalucía y Castilla y León en
cuanto han podido hacer uso de su potestad reglamentaria sobre este
tipo de espectáculos.
En el ámbito económico se hizo desde el principio más visible un
cambio en la actitud tradicional de la Administración y del legislador
y una mayor sintonía efectiva con los principios informadores del
ordenamiento constitucional como es fácil comprobar.
La liberalización industrial culminada por el Real Decreto de 26 de
septiembre de 1980 ofrece, en efecto, un ejemplo temprano de ese
172
cambio de sensibilidad, al propio tiempo que ilustra muy bien las
observaciones que más atrás hicimos acerca del distinto grado de
intensidad de los diferentes tipos de limitaciones y de la necesidad de
ajustar éstas en cada caso a los principios y parámetros
constitucionales. El punto de partida aquí se encuentra en la vieja Ley
de Ordenación y Defensa de la Industria de 24 de noviembre de 1939,
que estableció en materia industrial un riguroso sistema de control
preventivo de los proyectos industriales a través de la exigencia de
autorizaciones previas rigurosamente discrecionales. El primer paso
en el proceso de liberalización se dio con el Decreto de 26 de enero
de 1963, que convirtió en regladas las autorizaciones previas precisas
para la instalación, ampliación y traslado de industrias en un buen
número de sectores, siempre que los correspondientes proyectos se
ajustasen a unas ciertas dimensiones mínimas y condiciones técnicas
previamente establecidas. El control previo de la Administración se
reducía en estos casos a una mera actividad de comprobación del
efectivo cumplimiento de dichas condiciones, convirtiendo así en
reglada la autorización previa, expresión de la que el Decreto citado
prescindió, incluso, sin duda para subrayar el cambio, sustituyendo
esta denominación por la más neutra de inscripción en el Registro
Industrial.
Este diseño permaneció, con unas u otras modificaciones menores,
hasta el Real Decreto de 26 de septiembre de 1980, que, invocando
expresamente la libertad de empresa consagrada por el artículo 38 de
la Constitución, eliminó definitivamente la exigencia de autorización
(con muy pocas excepciones: industrias mineras, energéticas,
militares, de armas y explosivos, o que empleen estupefacientes o
psicotrópicos), implantando en su lugar un sistema de corte represivo
o de control a posteriori, basado en la mera comunicación previa de
los proyectos y en la posibilidad de decretar ex post la paralización de
las industrias ya establecidas que incumplan las reglamentaciones
técnicas y demás normas aplicables (arts. 2.º y 3.º del Real Decreto;
confirmado por la Ley de Industria de 16 de julio de 1992, art. 4,
«Libertad de establecimiento»).
Esta línea evolutiva se fue consolidando progresivamente a resultas
del proceso de integración de la economía española en la Comunidad
Europea, cuyo ordenamiento específico ha venido a enfatizar las
coincidentes exigencias que resultan de nuestra propia Norma
173
Fundamental.
La Comunidad Europea, aunque ha recorrido un largo camino sin una
Constitución en sentido estricto, sí ha contado siempre con un
Derecho básico propio, compuesto en primer término por los Tratados
y complementado por los principios generales que el Tribunal de
Justicia se ha venido esforzando día a día en deducir de aquéllos. De
ese Derecho fundamental forma parte, muy en primer término, la
libertad económica en general y, especialmente, la libre circulación
de personas, servicios, mercancías y capitales, que el Acta Única de
1986 y, sobre todo, el Tratado de Maastricht de 1992 potenciaron
decisivamente al enunciar el propósito de establecer un mercado
común y una unión económica y monetaria mediante la adopción de
una política económica basada en una estrecha coordinación de la de
los Estados miembros «que se llevará a cabo de conformidad con el
respeto al principio de una economía de mercado abierta y de libre
competencia».
El impulso decisivo se produjo, sobre todo, por el cauce jurisdiccional
a través de una jurisprudencia muy sólida del Tribunal Europeo de
Justicia, que, a partir de las libertades fundamentales que el Tratado
proclama, no duda en afirmar que para que una medida nacional que
restrinja de algún modo dichas libertades pueda considerarse
justificada «debe perseguir una finalidad de interés general
reconocida por el Derecho comunitario y respetar el principio de
proporcionalidad, es decir, ha de ser adecuada para garantizar la
realización del objetivo que pretende lograr, sin ir más allá de lo
necesario para alcanzarlo». La Sentencia de 22 de enero de 2002,
asunto Sogecable, dictada para resolver una cuestión prejudicial
planteada por nuestro Tribunal Supremo, no se conformó, sin
embargo, con esta categórica declaración y para mayor claridad
añadió que «un procedimiento de autorización previa sólo es
necesario si se considera que el control a posteriori es demasiado
tardío para que su eficacia real quede garantizada» y que cuando se
establezca deberá, «en cualquier caso, basarse en criterios objetivos,
no discriminatorios y conocidos de antemano, de forma que queden
establecidos los límites del ejercicio de la facultad de apreciación de
las autoridades nacionales con el fin de que ésta no pueda utilizarse
de manera arbitraria».
174
La Sentencia del Tribunal de Justicia de 13 de mayo de 2003, dictada
a propósito de la llamada «acción de oro» regulada en nuestra Ley
5/1995, no dudó en condenar ésta por contraria al artículo 56 del
Tratado justamente porque la intervención autorizatoria de la
Administración que dicha Ley diseñaba no proporcionaba al juez
nacional criterios precisos para controlar la discrecionalidad que
atribuía, ni permitía en consecuencia a los particulares conocer el
alcance real de sus derechos y obligaciones, lo que la Sentencia
estimó contrario al principio de seguridad.
Esta línea evolutiva, firmemente marcada en la jurisprudencia
europea de la que las dos Sentencias citadas son una simple muestra,
ha alcanzado su culminación con la importantísima y polémica
Directiva de Servicios («Directiva 2006/123/CE, del Parlamento
Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre de 2006, relativa a los
servicios en el mercado interior») que lleva a sus últimas
consecuencias la lógica del mercado interior como un espacio sin
fronteras en el que está garantizada la libertad de establecimiento y de
prestación de servicios, que sólo podrá someterse en adelante a un
régimen de autorización previa con carácter excepcional cuando así lo
justifique «una razón imperiosa de interés general» y no existan otras
medidas menos restrictivas que permitan alcanzar el objetivo
perseguido.
La Directiva, para cuya efectiva incorporación a nuestro
ordenamiento el legislador estatal aprobó la Ley 17/2009, de 23 de
noviembre, sobre el libre acceso a las actividades de servicios y su
ejercicio, a la que siguieron las Leyes de adaptación 25/2009, de 22
de diciembre, y 7/2012, de 23 de abril, ha abierto una etapa nueva en
la que, no sin resistencias, irán desapareciendo las viejas tradiciones
de un uso puntilloso y abusivo de las técnicas autorizatorias para
dejar paso a una nueva cultura de libertad sólo limitable
excepcionalmente y sobre la base de «criterios que delimiten el
ejercicio de la facultad de apreciación de la autoridades competentes
con el fin de que dicha facultad no se ejerza de forma arbitraria»
(artículo 10.1 de la Directiva).
5. POTESTADES ABLATORIAS (REALES): EXPROPIACIONES,
TRANSFERENCIAS COACTIVAS NO EXPROPIATORIAS, COMISOS
175
La tercera gran especie de potestad, luego de la que se expresa en las
limitaciones de derechos, por la que la Administración puede incidir
gravosamente sobre las situaciones jurídicas de los particulares, es la
que llamaremos, stricto sensu, potestad ablatoria. Reducimos el
concepto, frente a la extensión que GIANNINI le ha dado, según vimos,
al poder de la Administración de sacrificar situaciones patrimoniales
de los particulares. Aquí no se limitan los derechos afectados, sino
que más bien se destruyen, se extinguen como tales derechos, total o
parcialmente.
La ablación de derechos puede tener dos manifestaciones principales:
por un lado, expropiaciones, concepto que es genérico en nuestro
Derecho (arts. 1.º LEF y 1.º REF, concepto que el Tribunal
Constitucional no ha dudado en aplicar a la interpretación del
contenido garantizado por el art. 33.3 de la Constitución: Sentencia de
29 de noviembre 1988, entre otras), y que incluye las requisas reales,
consideradas como expropiaciones actuadas en estado de necesidad y,
por tanto, sin procedimiento formal, y, por otro lado, las
transferencias coactivas no expropiatorias.
La expropiación sacrifica «la propiedad privada o derechos o
intereses patrimoniales legítimos» (art. 1.º LEF), o «facultades
parciales del dominio, de derechos o intereses patrimoniales
legítimos» (art. 2.º REF), porque su mantenimiento resulta
incompatible con la utilidad pública o el interés social, formalmente
declarados, en cuanto que éstos imponen una afectación nueva del
objeto a expropiar que implica el desapoderamiento del titular
privado (arts. 9.º y 54 LEF); pero es característico que esta privación
se hace en consideración a un «beneficiario», que puede ser una
persona pública (la misma Administración expropiante u otra en su
caso), o incluso una persona privada (arts. 2.º LEF y 3.º.4 y 5.º REF),
beneficiario que queda por ello gravado con la carga de satisfacer un
«justo precio» al expropiado (arts. 25 y sigs. LEF y 5.º.5 REF) que
compense la pérdida que éste ha sufrido. De la institución nos
ocuparemos pormenorizadamente en los siguientes capítulos XIX y
XX.
Las transferencias coactivas no expropiatorias pueden tener contenido
muy vario. Puede tratarse de medidas de subrogación real forzosa
realizada en razón del interés general, pero que en último término
176
redundan en beneficio de los propios afectados y no de un tercero, lo
que excluye la imputación de un deber de indemnizar (es el caso de
las figuras institucionales que son la reparcelación urbanística –arts.
97 y sigs. LS de 1976– y la concentración parcelaria agraria –arts.
117 y sigs. Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 1973–). Puede
ser el fenómeno de las llamadas «ventas forzosas», aludidas por los
artículos 1.º.2 LEF y 1.º.3 REF, para excluirlas de la regulación
expropiatoria y que suponen la adquisición generalizada de bienes
muebles, bienes agrarios, con fines de regulación de mercado o de
sostenimiento de precios, mineros (minerales radiactivos,
hidrocarburos) por razón de monopolio legal, divisas (cesión forzosa
de divisas afectante en otro tiempo a todos los residentes en territorio
nacional) por política económica de defensa de la propia valuta
monetaria; a este fenómeno de las ventas forzosas, cuya
generalización excluye el «sacrificio especial» que es característico
de la expropiación, y que se opera a través de medidas interventoras
generales que excluyen procedimientos singulares de
individualización y valoración, que son característicos de la
expropiación, nos referimos más pormenorizadamente en el capítulo
XIX. Puede la transferencia coactiva operar también como técnica de
ordenación de los servicios públicos, y aun de meras actividades
industriales, en fenómenos característicos como los intercambios y
entregas forzosas de energía eléctrica (hoy incluidas en las medidas
que el art. 7.2 de la Ley del Sector Eléctrico de 26 de diciembre de
2013 autoriza a dictar al Gobierno en determinadas situaciones), los
cotos mineros forzosos (arts. 110 y 111 Ley de Minas de 1973
modificada por la Ley de 4 de junio de 2007), la unificación de
concesiones (art. 81 Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres
de 1987); en beneficio de los fines benéficos, una medida análoga es
la fusión forzosa de fundaciones privadas (art. 30 de la Ley de
Fundaciones de 26 de diciembre de 2002). Aún puede citarse entre las
transferencias coactivas la extensión de la técnica del tanteo y retracto
legales (arts. 1.521 y sigs. CC) para la adquisición por el Estado de
obras de interés histórico-artístico (art. 38 de la Ley del Patrimonio
Histórico Español de 25 de junio de 1985), de suelo en áreas
especialmente delimitadas (arts. 291 y sigs. LS 92), o de fundos
forestales (art. 25 de la Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003).
La transferencia coactiva supone un desapoderamiento de la facultad
de disponer del propietario y una adquisición forzosa por la
177
Administración, o por particulares legitimados por ésta, normalmente
actuado en función de una operación compleja que suele encerrar
medidas generales de ordenación económica, social, eventualmente
administrativa, pero funcionalizada de manera claramente distinta de
la que es propia de la expropiación forzosa. En ésta, como hemos de
ver más despacio, se trata de una medida singular, justificada en la
incompatibilidad entre una situación patrimonial existente y una
específica causa de utilidad pública o interés social que impone una
remoción de dicha situación, lo que lleva aparejado un procedimiento
formal de individualización y concreción de esa causa, primero, y de
valoración de la privación realizada luego, al objeto de pagar su
importe íntegro al expropiado que la sufre, en quien se sustituye
autoritariamente el bien de que es privado por su valor económico. En
la transferencia coactiva no expropiatoria habrá podido notarse que el
fenómeno es diferente: es más bien una suerte de «contrato forzoso»
(y en esta categoría convencional suelen incluir los privatistas muchas
de sus manifestaciones), que no se justifica en una necesidad
específica de realizar una determinada y concreta operación de
utilidad pública o interés social, sino en un criterio genérico de
ordenación, que hace de la transferencia forzosa una técnica de
intervención económica general, e incluso normalmente periódica
(adquisición forzosa de cosechas, fórmula ya histórica), en que la
Administración cuando adquiere lo hace con fines puramente
instrumentales de intermediación en el mercado (lo cual no sería
posible en la expropiación, como veremos, pues la figura de la
reversión lo impediría), o por su vocación especial a la titularidad –
genérica– de un tipo semipúblico de bienes (los histórico-artísticos,
los forestales), pero no por una imprescindible necesidad de realizar
una específica y singular actuación propia. Se ha podido decir por ello
certeramente (VILLAR PALASÍ, HUBER) que en la expropiación se
produce una «diversión del fin» a que está afecto un bien patrimonial,
que pasa a ser destinado a una finalidad distinta (causa expropriandi)
de aquélla a que su propietario lo venía utilizando, en tanto que en las
«ventas forzosas» (y en general en las demás formas de transferencias
coactivas no expropiatorias) no se produce esa mutación en el destino
del bien del particular, sino que se le destina a los mismos fines que
hubiera cubierto de haber continuado en manos privadas, sólo que en
lugar de llegar al mercado de un modo libre y espontáneo lo hace de
forma organizada por la Administración, para lo cual es un simple
presupuesto técnico la previa adquisición forzosa del producto. Por
178
ello mismo, se dan también fenómenos de transferencia en favor de
otros particulares, o de los mismos afectados pasivos, o de entes de
integración de todos ellos, que se liquidan en términos inter privatos,
en que la Administración rara vez se compromete (y no siempre) a
algo más que a arbitrar entre los posibles intereses encontrados.
En cualquier caso, no es de aplicación a estos supuestos de
transferencias coactivas la normativa expropiatoria, especialmente en
cuanto a su procedimiento formal de manifestación y
condicionamiento, sin perjuicio de que puedan invocarse
analógicamente algunas de sus reglas propias, las que puedan ser
expresión del género común a las transferencias forzosas
expropiatorias y no expropiatorias.
Un caso especial, entre los varios que se mueven entre los dos
términos institucionales, y que por ello puede ser útil discernir para
iluminar sus respectivos límites, es el llamado de incautación de
industrias, por razón de «interés de la Economía Nacional»,
autorizada por la Ley de 1 de septiembre de 1939. Parece que este
supuesto debe excluirse del sistema expropiatorio, como hoy la Ley
impone. No es lo mismo, en efecto, aunque otra cosa puede parecer,
dicha incautación de la que procede, por ejemplo, por razón de
movilización (arts. 14 de la Ley de Criterios básicos de la Defensa
Nacional de 1 de julio de 1980 y 13 de la Ley de 26 de abril de 1969,
de Movilización Nacional); esta última es un simple supuesto de
requisa militar (art. 101 LEF), con todas las características propias de
esta figura, que ya notamos que es una subespecie de la expropiación,
singularizada sólo por razón de procedimiento. En cambio, la
incautación de la Ley de 1 de septiembre de 1939 no suele hacerse en
beneficio de la Administración que la efectúa, sino normalmente a su
cargo, por entender que el mantenimiento de la empresa, aun sin
resultar rentable (el art. 2.º de la Ley prevé que la causa de la
incautación sea precisamente la quiebra o la suspensión de pagos de
la empresa, hoy la declaración de concurso), debe mantenerse por
alguna razón social o de interés público. No hay, por tanto, en la
medida un beneficio de la Administración interventora, como es lo
propio de la expropiación. No hay expropiación, pues, lo cual no
quiere decir, obviamente, que los perjuicios que de la incautación
puedan resultar no sean indemnizables por el principio general del
artículo 139 LPC, como reconoce expresamente el artículo 119 LEF.
179
Todo esto se comprenderá mejor una vez estudiado el régimen
institucional de la expropiación forzosa, como término dialéctico
contrapuesto (infra, cap. XIX).
Por último, entran también dentro del género de la ablación real los
comisos o decomisos (administrativos) de instrumentos de actuación
ilícita, o peligrosos para la salubridad, o de objetos o productos
obtenidos ilegalmente, como, por ejemplo, los géneros o efectos de
contrabando (arts. 5 y 14 Ley de Contrabando de 13 de julio de
1982), o los productos forestales obtenidos ilegalmente (art. 79 de la
Ley de Montes), o los objetos artísticos que traten de exportarse
fraudulentamente (art. 29 de la Ley del Patrimonio Histórico Español
de 25 de junio de 1985); estas medidas se presentan normalmente
como accesorias de las sanciones administrativas correspondientes,
según podremos ver en el capítulo siguiente.
6. PRESTACIONES FORZOSAS
A. Concepto, caracteres y clases
Como cuarta medida administrativa de gravamen sobre la situación
jurídica de los ciudadanos está la imposición de prestaciones
forzosas. Estas prestaciones pueden ser personales o reales. A ambas
se refiere el artículo 31.3 de la Constitución: «Sólo podrán
establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter
público con arreglo a la Ley». Sobre ese fundamento normativo la
Administración especifica las personas, el momento y el tipo de
actividad impuesto, mediante procedimientos tasados. Hay también
otro motivo para entender que estas prestaciones forzosas son
administrativas, además de por su forma de exigibilidad, y es cuando
el servicio en que consisten se presta a la propia Administración. No
se incluyen en la categoría de prestaciones ciertos deberes de hacer
impuestos a los administrados que no tienen plena sustantividad, sino
que son auxiliares de otras situaciones jurídicas o instrumentales a fin
exclusivamente informativo (por ejemplo, obligaciones de
comunicación de datos a fines estadísticos o de información) o como
imposición previa a una eventual medida limitativa de derechos,
180
según vimos más arriba.
Las prestaciones forzosas pueden ser o personales o reales, según la
prestación consista en un servicio personal o en la entrega de una
cosa.
B. Prestaciones personales
Son tres los casos más notorios de prestaciones personales forzosas:
el servicio militar (Ley Orgánica de 20 de diciembre de 1991), hoy
limitado a situaciones excepcionales o al caso de guerra (Ley de 18 de
mayo de 1999); la calificada en el régimen local de «prestación
personal y de transporte», imponible, como un medio financiero no
dinerario, en los Municipios de menos de 5.000 habitantes y
Entidades locales menores para obras y limpieza de vías públicas,
fuentes, abrevaderos y obras municipales (arts. 118 y sigs. LHL); y,
en fin, las requisas de servicios personales.
Estas últimas pueden ser, a su vez, civiles o militares, según las
circunstancias y el fin determinantes. A las primeras (requisas civiles
de servicios personales) se refieren la Ley Orgánica de Estados de
Alarma, Excepción o Sitio, de 1 de junio de 1981, art. 11, la Ley
General de Sanidad de 25 de abril de 1986, art. 26, la Ley de
Protección civil de 21 de enero de 1985, art. 4, y, en general, en las
cláusulas generales de estados de calamidad pública y excepcionales
[art. 21.1. j) LRL]. Un supuesto específico es el de incendios
forestales (Ley de 5 de diciembre de 1968, art. 12: movilización,
acordada por Gobernadores o Alcaldes, de «las personas útiles,
varones, con edad comprendida entre los dieciocho y los sesenta
años», cuando «los medios permanentes» disponibles para combatir
el incendio no sean suficientes). En fin, a las requisas militares de
servicios personales se refieren el artículo 101 LEF («en tiempo de
guerra y en caso de movilización total o parcial que no sea para
maniobras, las autoridades militares podrán utilizar, previa requisa,
toda clase de prestaciones personales» en cuanto «sirva directa o
indirectamente a los fines militares») y la Ley de 26 de abril de 1969,
de Movilización Nacional, artículos 2.º (son movilizables «todas las
personas físicas o jurídicas a efectos de prestaciones personales») y
181
14 («en caso de movilización el Gobierno puede imponer la
prestación de servicios»), confirmado por la Ley Orgánica de 1 de
julio de 1980, artículo 14.1.
La utilización de la técnica de la requisa implica aquí la sumariedad
procedimental de la imposición, normalmente actuable por meras
órdenes instantáneas, incluso generales (toque de campana, bandos,
etc.), así como el carácter indemnizable del servicio personal
impuesto (arts. 120 y 105 LEF, art. 15 de la Ley de Movilización
Nacional, art. 47 de la Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003).
No es este el caso de las restantes prestaciones forzosas (servicio
militar y «prestación personal y de transporte» en la esfera
municipal), ya que todo su sentido es el de suponer una contribución
–aunque no dineraria– a cargas colectivas y, como tal contribución,
en forma general.
C. Prestaciones reales
La figura de las prestaciones forzosas reales plantea problemas
diferentes. Se distinguen, a su vez, en prestaciones tributarias (entre
las cuales, a los efectos sistemáticos que aquí seguimos, no hay
inconveniente en incluir las prestaciones de cuotas de seguridad
social) y no tributarias. De las primeras poco tenemos que decir aquí;
su estudio ha de remitirse íntegro al Derecho Tributario, que es una
rama especializada, y ya separada definitivamente, del Derecho
Administrativo (lo mismo puede decirse del Derecho de la Seguridad
Social). Se refiere a ellas el artículo 31.1 de la Constitución y, con
más precisión técnica, aunque en sus aspectos generales, la LGT, así
como toda la legislación analítica referente a cada una de las figuras
tributarias (o de cuotas de Seguridad Social, que también cuentan con
una Ley básica, la Ley de Seguridad Social, Texto refundido de 20 de
junio de 1994), en particular. Se expresan en deudas dinerarias,
ordinariamente previo un acto administrativo de liquidación.
Las prestaciones forzosas reales no tributarias plantean un tema
dogmático de algún interés. La doctrina italiana, por la influencia de
LUCIFREDI, ha pretendido incluir en esta categoría a las
expropiaciones, en sus diversas formas, dirección que ha seguido
182
entre nosotros GARRIDO. Entendemos que la calificación es incorrecta,
al menos para nuestro Derecho positivo. El expropiado no tiene
ninguna obligación de aportar o prestar su cosa al beneficiario; la
expropiación no es, por ello, la ejecución forzosa de esa supuesta
obligación desatendida, como sería preciso considerarla si su
calificación como prestación forzosa fuese exacta; la expropiación
produce directamente su efecto por la acción de la Administración
expropiante, unilateral y autoritariamente, sin necesitar el intermedio
de la imposición previa de una obligación de prestar al expropiado.
No creemos, por todo ello, que pueda esa importante figura incluirse
en el género de las prestaciones obligatorias de los administrados.
Supuesto que en nuestro Derecho las ocupaciones temporales y las
requisas (reales) se incluyen en la categoría positiva de las
expropiaciones, tampoco estas figuras pueden encuadrarse, por la
misma razón, entre las prestaciones reales forzosas.
Tampoco creemos que deben incluirse en esta categoría dogmática
los supuestos de transferencias coactivas no expropiatorias, más atrás
estudiadas.
Quedan entonces como supuestos de prestaciones reales
extratributarias impuestas con carácter forzoso muy pocos supuestos,
siquiera sea porque en el sistema económico actual el Geldprinzip, o
principio del dinero, tiende a reconvertir en deudas dinerarias (id est,
tributarias), por su superior funcionalidad, las obligaciones de
prestación in natura. Queda algún caso aislado y singular en que ese
tipo de prestación se mantiene: depósito obligatorio de libros e
impresos (art. 4.1 de la Ley 23/2011, de 29 de julio, de depósito
legal), energía eléctrica «de reserva» en favor de las Confederaciones
Hidrográficas (arts. 4.º y 5.º del Real Decreto de 14 de junio de 1921,
Decreto de 18 de junio de 1943, art. 12), etc.
7. IMPOSICIÓN DE DEBERES
A. Concepto de la figura y de su relevancia en el Derecho
Administrativo
183
Hemos de comenzar por precisar la intención concreta con que
utilizamos aquí el término «deber», que ni es para nosotros sinónimo
de toda vinculación jurídica ni debe confundirse con la figura
subjetiva de la obligación (como ya notamos en el capítulo anterior).
Por deber entendemos aquí, precisamente (ya lo notamos, si se
recuerda, en el capítulo precedente), la necesidad de que un sujeto
adopte un cierto comportamiento, consistente en hacer o en no hacer
o en padecer. Separamos este supuesto del de «obligación» en la
circunstancia de que en ésta el comportamiento, que puede consistir
también en dar o en retener, se articula correlativamente como
derecho de otro sujeto; por ejemplo, una obligación contractual.
Dentro del cuadro general de supuestos de incidencia imperativa de la
Administración sobre las situaciones jurídicas activas de los
ciudadanos, que estamos aquí desarrollando, un caso de obligación es
el que hemos calificado de prestaciones forzosas. Por eso en este
momento, cuando singularizamos los deberes respecto de las
prestaciones forzosas, nos estamos refiriendo a aquellos casos en que
la Administración impone a los administrados deberes de
comportamiento que no enriquecen el patrimonio de aquélla o su
organización, sino que se hacen surgir por puras consideraciones
abstractas de interés público. Como ha notado con acierto GIANNINI,
frente a estos deberes la Administración no exhibe un derecho, sino
una potestad, que es la que le permite imponerlos o vigilarlos en el
caso concreto.
Pues bien, la imposición de este tipo de deberes es una experiencia
común en la vida jurídico-pública, incluso una de las marcas con que
en todos los tiempos ha pretendido caracterizarse el poder político.
Como contenido normativo, la imposición de deberes de
comportamiento es absolutamente común: las normas preceptúan o
prohíben conductas como uno de sus objetos más característicos.
La cuestión, sin embargo, no trasciende al campo del Derecho
Administrativo sino en tres supuestos: cuando esa imposición de
deberes es efectuada, o bien (primer caso) por normas de formulación
administrativa (Reglamentos); o bien (segunda hipótesis), sobre la
base de una norma previa que así lo habilita, por decisión
administrativa específica para el sujeto vinculado o para la situación
dada, decisión que concreta la exigibilidad o la medida del deber; o
184
bien, tercero y finalmente, cuando la vigilancia de un deber que surge
de la norma es confiada a la Administración a la que se atribuye a este
efecto poderes de inspección o control con la facultad de definir la
extensión concreta del deber legal y/o poderes de sanción o de
denuncia cualificada a un órgano sancionador.
B. Imposición reglamentaria de deberes a los administrados
Del primer caso, según el criterio que estamos siguiendo en este
capítulo, no trataremos aquí, porque la cuestión debe ser considerada
desde la lógica de la teoría normativa, y no desde la de la acción
administrativa concreta, que es la que en este momento nos interesa.
Sobre la creación de deberes por medio de Reglamentos diremos sólo
dos cosas: primero, que ha de retenerse toda la doctrina más atrás
expuesta (caps. IV y V) sobre el ámbito propio del Reglamento y la
teoría de las materias reservadas a la Ley (entre las cuales entra, como
regla, la restricción a la libertad que supone la creación de deberes
nuevos); segundo, que el tema remite al recurso directo contra
Reglamentos (art. 26 LJ), recurso hoy disponible con normalidad, sin
la exigencia de una legitimación cualificada, como imponía la LJ de
1956, exigencia que la jurisprudencia constitucional había ya
eliminado por su contradicción con el artículo 24 de la Constitución.
C. Deberes impuestos por decisión administrativa. Teoría de las
órdenes
a. Concepto, justificación y extensión de las órdenes
El segundo supuesto, deberes impuestos por decisiones
administrativas específicas, en virtud de una habilitación legal, es el
más estudiado en el Derecho Administrativo bajo el epígrafe clásico
de la teoría de las órdenes. La orden sería, en efecto, el acto
administrativo típico de imposición de deberes de hacer, de no hacer,
o de padecer. Su teoría se ha hecho, sobre todo en la doctrina
alemana, como una de las manifestaciones típicas de la policía
185
(MAYER y THOMA, en formulaciones hoy clásicas), y, aunque el
concepto de policía incluyese también las llamadas «policías
especiales», en realidad la teoría de las órdenes se configuró sobre el
ámbito de la policía general (orden público) y a lo sumo de la
sanitaria.
Ya notamos, también, que la orden constituye una modalidad entre las
técnicas de limitación de derechos, y en ese sentido resultará de
aplicación cuanto sobre esta figura hemos expuesto más atrás; pero
una orden puede imponer también un deber nuevo que no suponga
una limitación de un derecho concreto (salvo que se tome como tal la
libertad en abstracto), por ejemplo, la vacunación obligatoria. Como,
por otra parte, la imposición de deberes puede proceder de otra fuente
que la de las órdenes, según estamos viendo en este apartado, parece
aconsejable sustantivar el tratamiento de esta técnica respecto de la
figura general de las limitaciones de derechos.
Lo primero que ha de notarse para caracterizar jurídicamente la orden
es que ha de separarse de los actos de mando que son normales en las
relaciones organizativas («los funcionarios deben respeto y
obediencia a las autoridades y superiores, acatar sus órdenes...»: art.
79 LFCE; las órdenes militares, más claramente aún), en las
relaciones de supremacía especial (limitado el supuesto, como
sabemos a la integración en una organización administrativa) y, en
fin, a los contratos y las concesiones de servicios; en estos supuestos
las órdenes, como ha notado GIANNINI, no inciden propiamente sobre
derechos, no tienen efecto privativo o limitativo, sino que son
manifestación normal de una relación ya creada previamente en la
que está establecido que una de las partes disponga de la otra,
situación no muy distinta de la que puede darse en relaciones
jurídico-privadas (órdenes en relaciones de servicios o laborales, de
mandato, familiares, etc.).
La orden, para ser tal, ha de partir, pues, de una situación previa de
libertad del destinatario sobre la cual la orden incide con efecto
excluyente de esa libertad, bien en un sentido positivo
(prescripciones: imponen una conducta activa), bien en un sentido
negativo (prohibiciones: imponen una conducta omisiva). No
obstante, como la posibilidad de que la Administración imparta la
orden requiere una expresa previsión legal, tal situación de libertad no
186
es absoluta, sino afectada de esa reserva de que la previsión legal se
actualice y la Administración decida interferir dicha libertad (libertad
con reserva de excepción). En este sentido la orden se aparece como
concepto relativo al de libertad y como una posible excepción a la
misma; quiere ello decir que normalmente la orden es de
manifestación eventual y no una técnica interventora de actuación
general y necesaria, como veremos que, sin embargo, es común en la
autorización.
La orden concreta, pues, en un caso particular un deber cuyo título es
la Ley, pero que antes de esa concreción no era exigible aún; quiere
decirse que la orden es, técnicamente, un acto constitutivo, en lo que
veremos que se diferencia de otros actos operantes entre los medios
de actuación de deberes que tienen carácter meramente declarativo y
que expondremos luego (intimaciones).
La orden puede ser singular o general. La orden general no debe
confundirse con una norma reglamentaria, según ya expusimos en el
capítulo IV, § I, 3, puesto que, aunque tenga por destinatarios a una
pluralidad indeterminada de personas [art. 45.1. a) LPAC], se refiere
siempre a una situación concreta y no permanente (por ejemplo:
prohibición de tráfico en un tramo determinado, orden de vacunación
o de desinfección, orden de desalojo de un lugar, orden de disolución
de una manifestación), de modo que su realización agota el mandato
en ella contenido –lo que no es el caso de las normas–. La orden
general debe ser publicada, aunque no siempre tal publicación, salvo
que otra cosa precise la Ley, deba seguir fórmulas tasadas y formales;
aquí está, especialmente, la técnica de los Bandos [art. 21.1. e) LRL],
que normalmente, por diferencia de las Ordenanzas y Reglamentos
locales, suelen ser expresión de órdenes generales y no de
normaciones propiamente dichas, o, a lo sumo, de mero recordatorio
de la existencia de éstas.
b. La vinculación a las órdenes: el deber de obediencia y sus límites
La orden hace surgir en sus destinatarios un deber de obediencia, de
conformar la propia conducta a la directiva expresa en el acto de la
Administración. Este deber de obediencia es inmediato, como
187
beneficiado de la autotutela declarativa común a los actos de la
Administración, pero aún goza de un plus de intensidad respecto a los
actos administrativos de otro carácter, en cuanto la orden se aparece
como el acto de autoridad por excelencia, cuya exigencia de
cumplimiento se presenta como una particularización de la exigencia
de funcionamiento del orden colectivo. La efectividad del deber
impuesto por la orden implica que frente al incumplimiento de la
misma sean actuables tanto los medios de ejecución forzosa, como
también técnicas sancionatorias especialmente enérgicas, como, en
fin –y aquí se hace visible ese plus de intensidad, a que hemos
aludido–, reacciones penales, genuinamente tales, lo que no es el caso
de otros actos. Los artículos 550 y siguientes, en particular el artículo
556 CP tipifican, en efecto, delitos de atentado y desobediencia
(cuando la omisión de obediencia se convierte en resistencia pasa a
ser el delito más grave de atentado) por incumplimiento de órdenes de
la autoridad administrativa.
Tiene interés, por ello, dada la especial energía que la vinculación a
las órdenes implica, estudiar el problema de los límites del deber de
obediencia a las órdenes de la autoridad. ¿Cualquier orden que se
presente como tal debe ser necesariamente cumplida por el
administrado? La cuestión ha sido sobre todo estudiada en Derecho
Penal, a propósito tanto de la eximente antes llamada de «obediencia
debida» (y que el CP de 1995 ha incluido en la de obrar «en
cumplimiento de un deber», art. 20.7.º, aunque juega normalmente
dentro del ámbito de las órdenes jerárquicas, que es más estricto),
como del citado delito de desobediencia. No es el mismo,
evidentemente, el problema en Derecho Administrativo, porque allí se
trata de definir responsabilidades penales, lo que no es nuestro caso,
pero la solución es virtualmente idéntica. No rige aquí el principio de
la validez absoluta de la orden como condición de su exigibilidad,
sino sólo (en virtud del principio de eficacia inmediata de los actos
administrativos, cap. X, § V) el de cumplimiento de sus «condiciones
externas de legalidad» –lo cual, en último extremo, puede mensurarse
con las reglas del artículo 62 LPC definitorias de la nulidad de pleno
derecho–.
c. Clases de órdenes
188
Otra clasificación de las órdenes, aparte de la ya expuesta de positivas
o negativas, es la que las distingue por su funcionalidad en
preventivas, directivas y represivas. Las órdenes preventivas, de
contenido normalmente –aunque no necesariamente– prohibitivo,
están dirigidas a procurar un desarrollo de las actividades privadas
que eviten peligros o riesgos (así una buena parte de las órdenes
dimanantes de la policía de orden público, de la de circulación, de la
sanitaria). Sobre las órdenes directivas ha llamado la atención
recientemente GIANNINI, destacándolas como técnica de importancia
creciente entre las de intervención económica; mediante ellas la
Administración impone el deber de conformar la empresa o la
industria o, más genéricamente, el ejercicio de una actividad, de una
cierta manera, o de dirigir la actividad privada hacia un cierto
objetivo (por ejemplo, en el sector forestal la gestión sostenible de los
montes, de acuerdo con las instrucciones básicas que al efecto
elaboren la Administración del Estado y las Comunidades
Autónomas: art. 32 de la Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003;
las medidas de prevención y defensa contra incendios forestales y la
restauración posterior de los terrenos incendiados, arts. 43 y sigs. de
la misma Ley; medidas de prevención y lucha contra plagas
forestales, arts. 51 y siguientes de la Ley citada y Ley de 20 de
noviembre de 2002, de sanidad vegetal; en Agricultura son aún más
frecuentes –laboreo y cultivo forzoso, planes de mejora, declaración
de fincas mejorables, etc.–, órdenes urbanísticas de conservación o
ejecución de obras –arts. 181 y sigs. LS de 1976–). No deben
confundirse este tipo de órdenes, no obstante, con las intimaciones
meramente declarativas que estudiaremos en el siguiente apartado.
Veremos más adelante que cuando estas órdenes directivas no se
agotan en una operación o transformación concreta, sino que tienen
una tendencia duradera de encuadramiento o de delimitación de una
actividad privada como tal, entramos, por una suerte de «salto
dialéctico», en una técnica interventora más intensa que la común a la
teoría general de las órdenes.
Por último, las órdenes represivas son especialmente importantes. No
deben confundirse con la imposición de sanciones administrativas –
cuestión a la que aludiremos en el siguiente capítulo–, aunque con
frecuencia envuelvan algún contenido sancionatorio, pudiendo
aparecer entonces como actos mixtos. La orden represiva pretende la
189
eliminación de una situación ilegal ya consumada o de los efectos
derivados de la misma: orden de suspensión o de demolición de
construcciones abusivas (art. 38 del Reglamento de Actividades
molestas, insalubres, nocivas y peligrosas de 30 de noviembre de
1961, arts. 1.º y 4.º), orden de disolución de reuniones ilegales (art.
5.º, Ley Orgánica del derecho de reunión, de 15 de julio de 1983; art.
23 de la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana de 30 de marzo
de 2015), orden de paralización inmediata de las actividades
industriales que incumplan las reglamentaciones técnicas y demás
normas aplicables (art. 3.º.2 del Real Decreto de 26 de septiembre de
1980, art. 10 de la Ley de Industria de 1992).
Una última clasificación de las órdenes puede ser la de personales
(impone conductas personales) y reales (conductas subjetivamente
reales o en relación con cosas determinadas). Estas últimas tienen un
interés sustantivo, aparte de por su objeto, porque para imponer la
vinculación efectiva de las mismas puede entrar en juego, con
independencia de las técnicas de ejecución forzosa o sancionatorias,
la figura de la expropiación-sanción. La expropiación-sanción es una
técnica en virtud de la cual, para llevar a término la orden desatendida
referente a un ejercicio determinado del derecho de propiedad, se
expropia la cosa objeto de este derecho con la finalidad de apartar al
propietario incumplidor y de buscar un nuevo titular dispuesto a
cumplir la mencionada orden. Una regulación abstracta de esta
institución se encuentra en los artículos 71 y siguientes LEF bajo el
epígrafe de «expropiación por incumplimiento de la función social de
la propiedad». Se da esta causa de expropiación, dice el artículo 71,
«cuando, con esta intimación expresa, se haya declarado
específicamente por una Ley la oportunidad de que un bien o una
clase de bienes se utilicen en el sentido positivo de una determinada
función social y el propietario incumpla esta directiva». El artículo 72
sistematiza los requisitos del caso: primero, una declaración de que
un determinado bien debe «sufrir determinadas transformaciones o
ser utilizados de manera específica»; segundo, cobertura legal;
tercero, que la Ley contenga intimación de expropiación forzosa
frente al incumplimiento; cuarto, que para la realización de la función
señalada se haya fijado un plazo y a su vencimiento tal función haya
quedado incumplida. A su vez, el artículo 73 declara que esta
expropiación «impone al beneficiario la carga de cumplir la función
desatendida causa de la expropiación».
190
Son bastantes los supuestos analíticos de expropiación-sanción, tanto
respecto al incumplimiento de deberes urbanísticos recayentes sobre
la propiedad urbana (arts. 154 y sigs. LS de 1976), como por
inatención de los deberes referentes a la propiedad rústica (del deber
de puesta en riego, art. 122 de la Ley de Reforma y Desarrollo
Agrario de 1973; o de someter las enajenaciones de tierras en las
zonas regables a autorización administrativa, art. 108; de mejora
forzosa de fincas, Ley de 16 de noviembre de 1979; o de repoblación
forestal obligatoria, en el marco de los planes de ordenación de los
recursos forestales aprobados por las Comunidades Autónomas,
artículo 31 de la Ley de Montes), o a la propiedad de viviendas de
protección oficial (Ley de 1 de abril de 1977: viviendas de esa
naturaleza desocupadas), etc.
D. Deberes normativos fiscalizados por la Administración
El último tipo de imposición de deberes relevante para el Derecho
Administrativo es, según el cuadro que anteriormente hemos trazado,
el supuesto de deberes que dimanan directamente de las normas (a
diferencia del caso de las órdenes, que acabamos de estudiar, en el
que el deber surge de éstas, que actúan así con eficacia constitutiva),
pero que la Administración fiscaliza y vigila y cuyo incumplimiento
eventualmente sanciona. Constituyen un importante conjunto de
deberes, bastando con citar como meros ejemplos los deberes de
declaraciones o de información estadística hacia la Administración, o
los laborales hacia los trabajadores, o los de higiene y seguridad en el
trabajo, o los de seguridad en las minas o las industrias, o los de
sanidad alimentaria o farmacéutica, o el deber escolar de «Educación
General Básica», los deberes tributarios, etc.
Aquí lo peculiar es que la norma vincula directamente a los
destinatarios a adoptar una cierta conducta, pero a la vez habilita a la
Administración a que fiscalice el efectivo cumplimiento de la misma.
Esa habilitación suele comprender: una facultad de inspección sobre
la actividad privada donde la conducta debida ha de adoptarse;
normalmente, junto a dicho poder de inspección, el de declarar con
efectos vinculantes la extensión concreta del deber de que se trate y
su grado de realización concreta; finalmente, una potestad de
191
ejecución forzosa y, eventualmente también, sancionatoria de los
incumplimientos.
El problema que en esta temática resalta es el segundo, el de la
declaración vinculante de la extensión concreta de cómo el deber
legal tiene que ser cumplido por el administrado. Ejemplo, el artículo
181 LS 76: los propietarios de terrenos, urbanizaciones privadas y de
edificios «deberán mantenerlos en las condiciones de seguridad,
salubridad y ornato públicos»; la Administración «ordenará... la
ejecución de las obras necesarias para conservar aquellas
condiciones». La vigente LS, artículo 9, enuncia con precisión éste y
los demás deberes que pesan sobre el propietario del suelo. Se
comprende que aquí estamos en presencia de un acto distinto de las
puras órdenes: éstas hacen surgir el deber, las declaraciones de que
aquí se trata definen sólo su extensión; aquéllas son actos
constitutivos, éstas meramente declarativos de la vinculación que
surge de la norma. La diferencia resulta clara y con ello
necesariamente su régimen, no obstante lo cual es lo más frecuente
que se las califique igualmente de órdenes –lo cual supone crear
equívocos innecesarios–. Estamos en presencia de una de las «falsas
órdenes» contra las que ya previno MAYER; es más bien una
intimación (Aufforderung) para que se ejecute un deber que está ya
definido por la Ley o por un acto anterior y que puede comprender un
requerimiento conminatorio, con eventual fijación de un plazo, o un
mero apercibimiento para que el obligado adquiera conciencia de su
situación irregular, todo ello con la posibilidad de precisar en el caso
concreto la extensión del deber o de sus exigencias de cumplimiento.
Con frecuencia esta intimación previa condiciona la posibilidad de las
medidas de ejecución forzosa (así, art. 99 LPAC: La Administración
«podrá proceder, previo apercibimiento, a la ejecución forzosa»,
aunque aquí se refiere a la de los actos administrativos y no a la de los
deberes legales y aun de las sanciones).
La facultad sancionatoria de la Administración por el incumplimiento
de deberes legales es cada día más extensa; es ésta una de las fuentes
más elementales de administrativizar relaciones jurídicas. Pero sus
problemas no tienen singularidad para ser tratados al margen del tema
general (que estudiaremos en el siguiente capítulo) de la potestad
sancionatoria administrativa, salvo la indicación de que ésta lleva
implícito, como se comprende, la facultad de declarar el
192
cumplimiento o el incumplimiento del deber en función del cual la
sanción se impone. Otras veces la fiscalización administrativa se
traduce en meras facultades de denuncia calificada ante el órgano
judicial represivo (por ejemplo, art. 40.1 de la Ley de Caza de 4 de
abril de 1970).
IV. EN PARTICULAR, LA TÉCNICA AUTORIZATORIA
1. LA AUTORIZACIÓN COMO «GENUS»
Nos corresponde ahora precisar la alusión que más atrás hemos hecho
dentro de las técnicas administrativas de limitación de derechos a la
figura de la autorización.
Un simple repaso de las normas positivas en materia de limitaciones
administrativas de derechos pone de manifiesto de inmediato la
existencia de una serie de figuras que, con unos u otros matices y bajo
una terminología muy variada, expresan ideas muy próximas entre sí.
En todos estos casos (autorizaciones, permisos, licencias, visados,
habilitaciones, colegiaciones, dispensas, inscripciones incluso, etc.)
una actividad privada es consentida por la Administración previa
valoración de la misma a la luz del interés público que la norma
aplicable en cada caso pretende tutelar. La intervención de la
Administración por vía de consentimiento del ejercicio de la actividad
se configura siempre como requisito necesario de dicho ejercicio,
que, de otro modo, o bien no podría desplegarse válidamente, o bien
se vería privado de efectos jurídicos.
En una primera aproximación estos rasgos comunes y esta idéntica
funcionalidad parecen justificar el intento de construir un esquema
dogmático unitario capaz de proporcionar una explicación
satisfactoria de todos y cada uno de los supuestos tomados en
consideración. Ese intento ha tropezado, sin embargo, con no pocos
obstáculos.
La variedad terminológica y la escasa o nula disciplina con que las
normas positivas han venido los distintos términos al uso ha sido
193
siempre una primera dificultad, al privar de buena parte de su valor a
las referencias primarias que las normas ofrecen a partir de
tradiciones sectoriales rutinizadas y ajenas a toda razón de índole
estructural o funcional (en el ámbito local el término dominante es el
de licencia –de parcelación, de obras, de apertura y funcionamiento
de industrias, de mercados, de actividades personales, de uso del
dominio público, etc.–, que prima igualmente en el sector del
comercio exterior, en el de la caza y la pesca, etc.; en materia de
farmacias, policía de aguas, precios, entidades de crédito, etc., se
habla, en cambio, de autorizaciones). No faltan textos que aplican
indistintamente las voces licencia y permiso (Ley de Tráfico,
Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, Texto Refundido
de 30 de octubre de 2015, modificado por la Ley 18/2021, de 20 de
diciembre, Título IV, «Autorizaciones en general», capítulo I, pero
luego, «permiso o licencia» del conductor y «permiso de circulación
del vehículo»: artículo 59; Reglamento de Armas de 24 de julio de
1981: permisos o licencias de armas) como equivalentes a
autorización, ni tampoco –lo que, evidentemente, aumenta la
confusión– normas que pretenden distinguir entre términos (así, en
materia de instalaciones industriales, Decreto de 26 de septiembre de
1980: inscripciones y autorizaciones) que otras normas consideran
equivalentes (la inscripción en el Registro de Empresas Periodísticas,
art. 26 LPI, que funciona a modo de autorización o licencia, según
precisa la Sentencia de 9 de junio de 1972). La legislación de
inversiones extranjeras en España (Real Decreto de 2 de julio de
1992) ha añadido otra expresión más –trámite de verificación previa,
procedente del arsenal del Derecho Comunitario– para aludir a lo que,
en rigor, no es más que un supuesto de autorización reglada. La
legislación aplicable en los sectores recientemente liberalizados ha
utilizado en ocasiones los términos de autorización y licencia
aplicando uno u otro a grupos de supuestos sólo distinguibles por su
objeto (vid. los arts. 11 y 16 de la anterior Ley General de
Telecomunicaciones de 1998) antes de prescindir de ellos y
sustituirlos por una simple comunicación previa del inicio de la
actividad (art. 6.2 de la vigente Ley de Telecomunicaciones de 9 de
mayo de 2014). La Ley la Orgánica de 20 de noviembre de 2003, de
reforma de la Ley Orgánica de 11 de enero de 2000 sobre derechos y
libertades de los extranjeros en España, ha tenido la ocurrencia de
incluir una disposición adicional para sustituir el término «permiso»
utilizado por esta última por el de «autorización», acaso para evitar
194
posibles confusiones derivadas de los distintos usos lingüísticos de
los hispanohablantes procedentes de las repúblicas americanas.
A las dificultades resultantes de la variedad terminológica, que ha
llevado a no pocos autores a establecer diferencias de concepto poco
o nada justificables en nuestro Derecho (entre licencia, permiso y
autorización, por ejemplo), se añaden otras de mayor porte en
conexión con particularidades específicas de algunas de estas figuras.
Así, por ejemplo, el concepto de aprobación (o visado), típico en las
relaciones entre los entes locales y la Administración del Estado, se
ha referido tradicionalmente a las intervenciones ex post, a diferencia
de las autorizaciones stricto sensu, configuradas como intervenciones
ex ante. La distinción ha sido rechazada por convencional en la
doctrina más reciente, según la cual el dato sobre el que estaba
montada es jurídicamente indiferente (el dato diferencial hay que
ponerlo en conexión –se dice– con el objeto, que en las aprobaciones
son actos jurídicos propiamente tales, mientras que en las
autorizaciones son actividades materiales del sujeto autorizado). Sin
embargo, la diferencia subsiste desde el punto de vista jurídico,
supuesto que la aprobación se configura como condición de eficacia
(en este sentido, el art. 39.2 LPAC: «la eficacia quedará demorada
cuando esté supeditada a su... aprobación superior»), mientras que la
autorización opera en el plano de la validez, como resulta claramente
del artículo 52.4 LPAC, que considera subsanable las omisiones de
autorizaciones preceptivas en la emisión de un acto administrativo.
Algo semejante ocurre con las dispensas, mediante las cuales el
particular a quien van dirigidas queda exonerado del cumplimiento de
un deber o de una obligación (dispensa de escolaridad, por ejemplo),
deber que no existe, sin embargo, en quien solicita una autorización.
Con las habilitaciones, colegiaciones e inscripciones en listas, libros o
registros profesionales (vid., por ejemplo, el art. 3.º.2 LCP; los arts.
77 y sigs. LCSP, sobre clasificación y registro de contratistas) sucede
también algo parecido, en la medida en que la intervención
administrativa se limita a comprobar en estos casos la concurrencia de
una idoneidad profesional ya acreditada de antemano, lo cual difiere,
también, como veremos, del supuesto tipo de las autorizaciones
propiamente dichas.
Todo ello ha contribuido a reducir la utilidad de los intentos de
ofrecer una explicación unitaria de toda esta gama de figuras que se
195
han realizado a lo largo del pasado siglo, un empeño que, sin
embargo, ha recuperado ahora su inicial sentido a partir de la
Directiva de Servicios más atrás aludida y de su trasposición a
nuestro Derecho por la Ley 17/2009, de 23 de noviembre.
El alcance de la Directiva es muy amplio, aunque no general. En el
ámbito de los servicios excluidos de su disciplina (los servicios no
económicos de interés general, los financieros, los servicios y redes
de comunicaciones electrónicas, los de transporte, los servicios
portuarios, los de las empresas de trabajo temporal, los sanitarios, los
audiovisuales, los juegos de azar, loterías y apuestas, las actividades
vinculadas al ejercicio de la autoridad pública, los servicios sociales,
los privados de seguridad, y los prestados por Notarios y
Registradores: artículo 2 de la Directiva y de la Ley 17/2009) las
dificultades terminológicas y conceptuales a las que acabamos de
aludir permanecen intactas y justifican las reservas que hemos
formulado.
En el resto, en cambio, es no sólo posible, sino obligada esa
explicación unitaria tan largo tiempo perseguida porque las
diferencias terminológicas han sido eliminadas y la regulación
establecida es ya una sola para «cualquier procedimiento en virtud del
cual el prestador o el destinatario están obligados a hacer un trámite
ante la autoridad competente para obtener un documento oficial o una
decisión implícita sobre el acceso a una actividad de servicios o su
ejercicio» (artículo 4 de la Directiva). «Cualquier acto expreso o
tácito de la autoridad competente que se exija, con carácter previo,
para el acceso a una actividad de servicios o su ejercicio» es una
autorización a los efectos de la Ley 17/2009 (vid. artículo 3.7) y está,
en consecuencia, sujeto al régimen jurídico que dicha Ley establece
con carácter general.
2. EL CONCEPTO CLÁSICO DE AUTORIZACIÓN: SU CRISIS Y SU
VIGENCIA ACTUAL
El concepto de autorización en sentido estricto que ha llegado hasta
nosotros se formó a finales del siglo XIX, a partir de dos
construcciones dogmáticas de distinto origen, que surgen casi
196
simultáneamente en el tiempo y que la doctrina posterior terminó de
fundir en un concepto unitario con pretensiones de explicar la
múltiple gama de intervenciones autorizatorias de la Administración.
La primera de esas construcciones (Otto MAYER, 1895) puso el acento
en la descripción del mecanismo sobre el que la autorización actúa,
como acto administrativo que levanta la prohibición preventivamente
establecida por la norma de policía, previa comprobación de que el
ejercicio de la actividad inicialmente prohibida no ha de producir en
el caso concreto considerado perturbación alguna para el buen orden
de la cosa pública. Según este esquema, prohibición bajo reserva de
autorización, el juego de esta última se concreta en el
restablecimiento de la libertad inicial del sujeto autorizado, que, en
rigor, no recibe nada que no tuviera de antemano. «La autorización
restablece la libertad, no tiene contenido positivo».
La segunda construcción (RANELLETTI, 1893) sitúa el centro de
atención en la preexistencia en el sujeto autorizado de un derecho
verdadero y propio, cuyo libre ejercicio permite la autorización
removiendo los límites que a dicho ejercicio opone, en principio, el
interés público. La autorización, según esto, en la medida en que
presupone la titularidad previa de un derecho, queda marcada por un
neto carácter declarativo que la distingue con toda claridad de la
concesión, acto por el que la Administración otorga derechos nuevos
a un particular que, de este modo, ve enriquecido su patrimonio
jurídico.
Este esquema conceptual entró en crisis, sin embargo, a partir del
momento en el que, rebasando el ámbito propio del orden público, en
su triple dimensión comprensiva de la tranquilidad, seguridad y
salubridad ciudadanas en función del cual fue pensado, la
autorización se vio transplantada al complejo campo de las
actividades económicas en el que se la hizo jugar sistemáticamente un
papel muy distinto al del simple control negativo del ejercicio de un
derecho al utilizarla como instrumento de regulación del mercado con
el propósito decidido de orientar y encauzar positivamente la
actividad autorizada en el sentido de unos objetivos previamente
programados o, al menos, implícitamente definidos en las normas
aplicables.
En este nuevo escenario la Administración acostumbró a reservarse
197
poderes ampliamente discrecionales en la materia, con la consiguiente
libertad para otorgar o negar las autorizaciones que se la solicitaban y
la limitación, de iure o simplemente de facto, del número de
autorizaciones que en cada caso podían obtenerse, lo que contribuyó a
hacer cada vez más ilusoria la imagen de un derecho preexistente,
cuya afirmación en la mayor parte de los casos (en rigor todos, fuera
del ámbito de los derechos fundamentales de libertad protegidos por
el amparo constitucional, que por su naturaleza repelen el empleo de
la técnica autorizatoria) estaría en abierta contradicción con la
realidad de las cosas que muestra siempre con toda claridad hasta qué
punto difieren las posiciones del sujeto autorizado antes y después de
la autorización.
Las propias normas positivas, sin perjuicio de mantener invariable
como punto de partida la construcción de MAYER de una prohibición
general con reserva de excepción (Ley del Patrimonio Histórico
Español de 25 de junio de 1985, art. 19: «En los Monumentos
declarados Bienes de Interés Cultural no podrá realizarse obra interior
o exterior que afecte directamente al inmueble... sin autorización
expresa de los Organismos competentes para la ejecución de esta
Ley» y lo mismo arts. 23, 24, etc.), tendieron por ello cada vez más a
expresarse en forma positiva poniendo el acento en la existencia en el
particular de un deber –en realidad, se trata de una carga en sentido
técnico: su obtención condiciona la posibilidad de la actividad que se
pretende realizar– de solicitar la autorización (en general, art. 8.º
RSCL: «Las Corporaciones podrán sujetar a sus administrados al
deber de obtener previa licencia..».).
En estas circunstancias se hizo obligado formular un nuevo concepto
de autorización a partir del dato de la existencia de una prohibición
general previa que actúa sobre actividades que la norma considera
propias de los particulares, lo cual es suficiente para distinguir la
autorización de las concesiones, que operan a partir de una previa
publicatio o reserva formal del sector a los entes públicos, que de este
modo ostentan en el mismo una titularidad primaria de la que
disponen libremente (VILLAR PALASI). La autorización sería así, en
este contexto, un acto de la Administración por el que ésta consiente a
un particular el ejercicio de una actividad privada, aunque
inicialmente prohibida con fines de control de su ejercicio,
constituyendo al propio tiempo la situación jurídica correspondiente.
198
Ésta era la situación en el momento de la aparición de la Directiva de
Servicios y lo sigue siendo en el ámbito de los servicios excluidos de
la misma. Para todos los demás, que son la inmensa mayoría, vuelve a
ser válida la idea clásica del derecho preexistente, porque el punto de
partida es efectivamente la libertad de establecimiento de los
prestadores de servicios y la libre circulación de éstos, una libertad
cuyo ejercicio no requiere otra cosa como regla general que una
simple comunicación o una declaración responsable del prestador del
cumplimiento de los requisitos en cada caso exigidos por lo que sólo
excepcionalmente puede ser sometida a un régimen de autorización
previa cuando una razón imperiosa de interés general así lo requiera
por no existir otras medidas menos restrictivas que garanticen la
consecución del objetivo perseguido (artículo 5 de la Ley 17/2009).
En estos supuestos excepcionales los procedimientos y trámites para
la obtención de las autorizaciones deberán, además, tener «carácter
reglado, ser claros e inequívocos, objetivos e imparciales,
transparentes, proporcionados al objetivo de interés general y darse a
conocer con antelación», como precisa el artículo 6 de la Ley, que
prohíbe categóricamente en su artículo 10 la exigencia no sólo de
requisitos discriminatorios, sino también la de requisitos de
naturaleza económica que impliquen una evaluación de los efectos
económicos, posibles o reales, de la actividad que se pretende realizar
o una apreciación de su eventual ajuste a objetivos de programación
económica fijados por la autoridad competente y condiciona en su
artículo 11 la eventual exigencia de otros, entre ellos los que
supongan restricciones cuantitativas o territoriales, a la previa
comprobación de que no son discriminatorios, que resultan
proporcionados y que están justificados por razones imperiosas de
interés general.
Todo ello contribuye a delimitar con precisión el ejercicio de la
facultad de apreciación de las autoridades competentes «con el fin de
que dicha facultad no se ejerza de forma arbitraria», como la
Directiva de Servicios ha querido subrayar expresamente (artículo
6.1), lo que ciertamente permite afirmar que en el amplio campo por
ella cubierto sí hay un auténtico derecho preexistente, la libertad de
establecimiento y prestación de servicios, que la autorización se
limitaría en todo caso a declarar.
199
3. CLASES DE AUTORIZACIONES
A. Criterios clasificatorios
Una clasificación de los distintos tipos de autorizaciones que quiera
ser algo más que una simple lista, por otra parte inacabable, exige
manejar una serie de criterios de algún valor sistematizador. La
elección de estos criterios comporta, sin embargo, una importante
limitación en la medida en que cada uno de ellos remite a
perspectivas o puntos de vista que contemplan el mecanismo
autorizatorio desde un ángulo determinado y por ello parcial, ya sea
éste el de la amplitud de los poderes de que en cada caso dispone la
Administración, el del objeto o actividad autorizada, el del sujeto
peticionario, el del contenido y fines de la autorización o cualquier
otro semejante.
Importa, pues, advertir desde ahora que cada uno de estos criterios no
es incompatible con los demás. Por el contrario, todos ellos se
combinan de una u otra manera y contribuyen a definir, así
combinados, el régimen jurídico de cada autorización en concreto.
B. Autorizaciones simples y autorizaciones operativas
Al exponer la formulación y crisis del concepto clásico de
autorización vimos que dicha formulación había tenido lugar a partir
de la noción de policía, básicamente referida entonces al tríptico
tradicional del orden público (tranquilidad, seguridad, salubridad
públicas), mientras que la crisis se había producido al compás de una
progresiva programación de los objetivos sectoriales, principalmente
económicos, que había hecho de la autorización un instrumento a su
servicio, imposible de explicar sobre las bases tradicionales.
Quedaron así enunciadas desde ese momento dos clases de
autorizaciones, en razón de su distinta funcionalidad, que GIANNINI
denomina expresivamente autorizaciones en función de control y
autorizaciones en función de programación.
200
Las primeras (autorizaciones simples) se proponen únicamente
controlar la actividad autorizada y, como mucho, acotarla
negativamente dentro de unos límites determinados. Su ámbito más
propio es por ello el del orden público y las zonas más o menos
próximas al mismo (ejercicio de derechos fundamentales –donde, por
cierto, la técnica autorizativa pura resulta contradictoria con el
principio de la libertad; así, enérgicamente, el art. 3.º.1 de la Ley
Orgánica del derecho de reunión de 15 de julio de 1983: «Ninguna
reunión estará sometida al régimen de previa autorización»–; prensa,
arts. 26, 43 y 51 LPI, bajo la denominación en este caso de
inscripciones; espectáculos públicos: Reglamento de 27 de agosto de
1982; uso de armas: Reglamento de 24 de julio de 1981; circulación y
tráfico: Ley de Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y
Seguridad Vial, Texto Refundido de 30 de octubre de 2015,
modificado por la Ley 18/2021, de 20 de diciembre, etc.).
Las autorizaciones operativas, en cambio, sin renunciar a la función
primaria de control, que también canalizan, pretenden ir más allá de
ella, encauzando y orientando positivamente la actividad de su titular
en la dirección previamente definida por planes o programas
sectoriales, o bien, aunque de forma esquemática o, incluso,
implícitamente, por la propia norma en cada caso aplicable.
Los ejemplos son abundantes, dentro y fuera del campo económico.
Así, por ejemplo, la autorización de creación de nuevos Bancos (vid.
art. 8 de la Ley 10/2014, de 26 de junio, de ordenación, supervisión y
solvencia de las entidades de crédito, si se trata de entidades de
crédito de Estados no miembros de la Unión Europea; para las
entidades de países de la Unión vid. el Reglamento (UE) n.º
1024/2013 del Consejo Europeo de 15 de octubre de 2013), la
autorización de apertura de farmacias (sometida tradicionalmente a un
régimen de distancias mínimas y a módulos numéricos en función de
la población a raíz del Decreto de 24 de enero de 1941, hoy Ley de 25
de abril de 1997), la autorización de construcción, transformación o
ampliación de hospitales (Ley General de Sanidad de 25 de abril de
1986, art. 9.º), las autorizaciones de aprovechamientos maderables y
leñosos, que es preceptivo solicitar cuando no exista proyecto de
ordenación, plan dasocrático o instrumento de gestión equivalente
(art. 37 de la Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003), las
licencias de apertura y funcionamiento de establecimientos o
201
actividades potencialmente nocivos o peligrosos para las personas o
las cosas (Reglamento de Actividades molestas, insalubres, nocivas y
peligrosas de 30 de noviembre de 1961 e Instrucción complementaria
de 15 de marzo de 1963, art. 11 de la Ley de Industria de 16 de julio
de 1992), etc.
En todos estos casos, dada la complejidad de los fines que se
persiguen, suele ser frecuente que la norma reserve a la
Administración ciertas facultades discrecionales en orden al
otorgamiento de las autorizaciones, posibilitando también su sujeción
a determinadas condiciones, que son, precisamente, los instrumentos
en que se plasma esa función de encauzamiento y dirección de la
actividad autorizada y cuyo incumplimiento puede dar lugar a la
imposición de sanciones y a la propia revocación de la autorización
otorgada, como prevé, en general, el artículo 16 RSCL.
Desde un punto de vista general, que es ahora el nuestro, el análisis
de este tipo de autorizaciones no puede llevarse mucho más lejos,
dado el particularismo de las distintas regulaciones.
C. Autorizaciones por operación y autorizaciones de funcionamiento
Desde el punto de vista de su objeto, es importante distinguir,
también, dos tipos de autorizaciones, según se refieran a una
operación determinada (la importación o exportación de un producto,
la construcción de un edificio, la realización de una corta en un
monte, etc.), o al ejercicio de una actividad llamada a prolongarse
indefinidamente en el tiempo (instalación de una industria, creación
de un Banco, apertura de un hospital, etc.).
La importancia de la distinción radica en la distinta naturaleza de las
relaciones que a través de cada una de ellas se establecen entre la
Administración y el sujeto autorizado. En el primer caso
(autorizaciones por operación) esa relación es episódica y no crea
ningún vínculo estable entre las partes. Realizada la operación
comercial o construido el edificio autorizado, los efectos de la
autorización otorgada se agotan y la relación establecida por el acto
de otorgamiento se extingue pura y simplemente.
202
La cuestión se plantea de modo muy diferente, sin embargo, cuando
el objeto de la autorización es la apertura de una instalación o de un
establecimiento o el ejercicio de una actividad por tiempo indefinido.
En estos casos la autorización, que, lógicamente, prolonga su vigencia
tanto como dure la actividad autorizada (art. 15.1 RSCL: «Las
licencias relativas a las condiciones de una obra o instalación tendrán
vigencia mientras subsistan aquéllas»), hace surgir una relación
permanente entre la Administración y el sujeto autorizado, con el fin
de proteger en todo caso al interés público frente a las vicisitudes y
circunstancias que a lo largo del tiempo puedan surgir más allá del
horizonte limitado que es posible avizorar en el momento de otorgar
el permiso.
Esta necesidad de disciplinar el futuro da al problema una especial
complejidad que no tiene satisfactoria solución en el ordenamiento en
vigor, cuyas normas acostumbran a centrar exclusivamente su
atención en el momento inicial en que se solicita la autorización, con
la consiguiente congelación que ello supone de la valoración de los
intereses públicos en juego, congelación a la que coadyuva una
aplicación tópica e indiscriminada del principio de intangibilidad de
los actos declarativos de derechos.
Este planteamiento es normalmente insatisfactorio y exige una
corrección, que sólo en algún sector determinado ofrece una base
normativa suficiente, sobre la cual la jurisprudencia ha podido operar
con alguna holgura. Nos referimos, concretamente, a las licencias
municipales y, en especial, a las de apertura y funcionamiento de
actividades molestas, insalubres, nocivas y peligrosas (Reglamento de
30 de noviembre de 1961).
El artículo 16 RSCL establece en su número 1 que «las licencias...
deberán ser revocadas cuando desaparecieran las circunstancias que
motivaron su otorgamiento o sobrevinieran otras que, de haber
existido a la sazón, habrían justificado la denegación», revocación
que, además, no tiene que ser indemnizada por la Administración,
como resulta a contrario sensu de lo dispuesto en el número 3 del
mismo artículo. El precepto en cuestión rompe, pues, acertadamente
con el tópico principio de la intangibilidad de los actos declarativos
de derechos y lo hace a partir de un dato capital: la vinculación
necesaria de este tipo de autorizaciones a las circunstancias
203
concurrentes en el momento en que se otorgaron y el implícito
condicionamiento de las mismas a la permanente compatibilidad de la
actividad autorizada con el superior interés público, cuya prevalencia
no puede quedar subordinada al resultado de una valoración inicial
inmodificable. Sobre esta base y a propósito de las licencias de
apertura y funcionamiento antes citadas, la jurisprudencia ha
reconocido sin vacilar, aunque utilizando en ocasiones fórmulas
técnicas no demasiado correctas (carácter a precario de estas
licencias: Ss. de 24 de febrero de 1962 y 23 de mayo de 1964, entre
otras), que «la posibilidad de actuación en esta materia de los
Ayuntamientos como titulares de la policía de seguridad no se agota
en la concesión y la revocación de las licencias de apertura, sino que,
más bien, disponen de unos poderes de intervención de oficio y de
manera constante con la finalidad de salvaguardar la protección de
personas y bienes» (S. de 9 de diciembre de 1964), «ya que otra cosa
sería hacer dejación de sus preminentes deberes de vigilancia,
seguridad, conveniencia, etc.». (S. de 22 de noviembre de 1963),
pudiendo imponer, en consecuencia, cualesquiera correcciones y
adaptaciones que estimen necesarias (vid. S. de 24 de febrero de 1962
con expresa alusión a la «percepción que aconsejan los proyectos
técnicos») e, incluso, llegar a revocar la licencia (S. de 17 de
diciembre de 1956: «la autorización municipal no excluye la
vigilancia del taller ni la imposición de condiciones o limitaciones en
el uso de la máquina, si la experiencia demostrara la conveniencia de
hacerlo e, incluso, la revocación de la licencia en caso preciso»), sin
que ello suponga una ilícita vuelta contra los propios actos, «sino que,
sometida la apertura del salón a que su uso y funcionamiento se
atuviera a la legislación aplicable, quedó también la autoridad
gubernativa en trance de dejar invalidada su permisión ante el rehúso
a ejecutar las obras aislantes que creyó la misma indispensables» (S.
de 11 de marzo de 1967). El único límite a la facultad revocatoria, en
su carácter de ultima ratio, no es en este caso de índole formal (el
tópico principio de intangibilidad de los actos favorables), sino
material: que hayan agotado todas las posibilidades de corrección y
adaptación de la actividad autorizada a las nuevas circunstancias y a
las nuevas normas (S. de 27 de noviembre de 1957 y toda la
jurisprudencia posterior). Esta doctrina es constante: Ss. de 22 de
octubre de 1997, 14 de septiembre de 1995, 22 de junio y 12 de julio
de 1993, etc.
204
La jurisprudencia admite, pues, sin vacilación en relación a estas
licencias la posibilidad (e, incluso, el deber) de modificar el contenido
de la autorización inicialmente otorgada para mantenerlo
constantemente adaptado, a lo largo de su vigencia, a las exigencias
del interés público.
La Ley de Industria de 16 de julio de 1992, artículo 11, establece
igualmente, prestando respaldo legal expreso al régimen expuesto,
que «las instalaciones industriales de alto riesgo potencial,
contaminantes o nocivas para las personas, flora, fauna, bienes y
medio ambiente que reglamentariamente se determinen deberán
adecuar su actividad y la prevención de los riesgos a lo que
establezcan los correspondientes planes de seguridad, que habrán de
someterse a la aprobación y revisión periódica de la Administración
competente», previéndose que en las «zonas de elevada densidad
industrial, los planes deberán considerar el conjunto de las industrias,
sus instalaciones y procesos productivos». En la misma línea se sitúan
hoy las vigentes Leyes de Aguas y de Costas (vid. los arts. 96 y 58,
respectivamente, de las mismas).
Una doctrina semejante no existe a propósito de las demás
autorizaciones de funcionamiento de actividades llamadas a ejercerse
por tiempo indefinido, ya que, como antes notamos, las normas al uso
suelen pronunciarse por vía de generalización del modelo propio de
las licencias por operación. Sin embargo, y aunque con las necesarias
salvedades en razón de las especiales características que puedan
adornar en cada caso a las distintas autorizaciones de funcionamiento,
parece clara la profunda justificación institucional de la
jurisprudencia estudiada. Las autorizaciones de funcionamiento
responden, en efecto, con carácter general al esquema de los actos-
condición (concepto que perfiló León DUGUIT); son, pues, títulos
jurídicos que colocan al administrado en una situación impersonal y
objetiva, definida abstractamente por las normas en cada caso
aplicables y libremente modificables por ellas, una situación, en fin,
legal y reglamentaria, cuyo contenido, en su doble vertiente, positiva
y negativa (derechos y obligaciones), hay que referir en cada
momento a la normativa en vigor. La autorización de funcionamiento,
en cuanto título de constitución de un status complejo, adquiere así un
relieve organizativo (como han puesto de manifiesto NIGRO en Italia y
S. MARTÍN-RETORTILLO en España, en relación a la creación de nuevos
205
Bancos), hasta situarse en las mismas fronteras que separan el genus
autorizatorio del esquema concesional propiamente dicho. Sobre esta
diferencia, que supone partir de un principio de libertad –o de derecho
preexistente, si se prefiere– en la autorización, y del principio
opuesto, de otorgamiento por la Administración de derechos nuevos
en la concesión, hablaremos más despacio seguidamente.
D. Autorizaciones regladas y autorizaciones discrecionales
Buena parte de la polémica suscitada en torno al concepto clásico de
autorización hace relación, como ya hemos visto, a estos dos tipos de
autorizaciones, el primero de los cuales (autorizaciones regladas) se
sigue ajustando sustancialmente al esquema tradicional del derecho
preexistente, en el que, sin embargo, no es fácil encajar aquellas
autorizaciones para cuyo otorgamiento la Administración dispone de
facultades discrecionales, que, en mayor o menor medida, le permiten
oponerse al ejercicio de un «derecho», de cuya entidad de tal se duda
justamente, supuestas esas amplias facultades (MANZANEDO).
Dejando al margen esta cuestión y prescindiendo, también, de las
variaciones de orden terminológico por las que ha discurrido un
sector de la doctrina, cuestión que no tiene demasiado interés, lo que
importa subrayar es la distinta posición en que la Administración se
encuentra en uno y otro caso y la diferente amplitud de los poderes
que puede poner en juego, con la consiguiente incidencia que ello
tiene no sólo a la hora de otorgar la autorización pedida, sino también
a los efectos de configurar su concreto contenido.
El supuesto tipo de autorizaciones regladas, sobre el que la
jurisprudencia se ha esforzado en construir una doctrina de valor
general para todas las de su clase, es el de las licencias de edificación.
Los Planes de ordenación definen, en efecto, la calificación
correspondiente a cada terreno, precisan su destino, señalan los usos
posibles y su concreta intensidad, establecen, en fin, todas y cada una
de las condiciones en que es posible ejercitar las facultades
integrantes del derecho de propiedad, anticipando, pues, una
valoración, positiva o negativa, de todas las iniciativas constructivas
imaginables. A la vista de una cualquiera de ellas, la Administración
206
no tiene sino que confrontarla con las determinaciones contenidas en
los Planes «con vistas a controlar si se cumplen o no las condiciones
requeridas por normas urbanísticas preexistentes..., disposiciones a
las que los Ayuntamientos habrán de ajustarse en el doble sentido de
tener que denegar las licencias de obras que se opongan a tales
disposiciones y tener que conceder las que a las mismas se
acomoden» (Ss. de 31 de octubre de 1958 y 29 de noviembre de
1968), «lo que quiere decir que la Administración no es libre para
decidir si otorga o no otorga una licencia (ya que), las leyes y
reglamentos la indican y ordenan cuándo debe otorgarla y cuándo
negarla» (S. de 10 de noviembre de 1960), pues «es principio general
en esta materia que las licencias deben otorgarse o negarse en forma
reglada, según se ajusten o no a la ordenación urbanística aplicable –
art. 57.1, 58.1 y 78.2 de la Ley del Suelo de 1976–» (S. de 28
noviembre 2001), a las que no es posible por ello añadir nuevas
condiciones que la Ley no impone (S. de 12 de marzo de 1973: no
pueden condicionarse válidamente a la cesión de terrenos o al pago de
indemnizaciones o de contribuciones especiales), salvedad hecha de
las condictiones iuris, que no son condiciones en sentido propio, sino
requisitos exigidos por las normas aplicables con carácter general,
cuya introducción permite acomodar la petición a la legalidad
eliminando, adaptando o completando extremos concretos de aquélla
que no se ajusten a ésta (Ss. de 21 de abril de 1987 y 2 de febrero de
1989), no siendo lícito tampoco «modificar el contenido de las
licencias en previsión de futuras disposiciones legales o
reglamentarias» (S. de 29 de noviembre de 1968, etc.) y, menos aún,
denegarlas por ese motivo (S. de 18 de enero de 1973, 15 de marzo de
1974, 2 de febrero de 1989, etc.). Corroboran esta doctrina uniforme
Sentencias posteriores como la de 1 de septiembre de 1990, que
subraya el carácter reglado (en otro caso la potestad de la
Administración, «sería absolutamente discrecional y fuente de
inseguridad jurídica, proscrita por el artículo 9 de la Constitución»); 6
de junio de 1990, que señala «el carácter debido de la licencia
urbanística de naturaleza rigurosamente reglada»; 5 de diciembre de
1994 («es de naturaleza rigurosamente reglada»); 10 de octubre de
1996 (el otorgamiento «debe ceñirse estrictamente a la comprobación
de la conformidad o disconformidad de la actividad proyectada por el
solicitante de aquélla con el ordenamiento urbanístico»); de 22 de
marzo de 1995, de 26 de junio de 1997, etc.
207
La Sentencia de 21 de febrero de 2000 examina con mayor
detenimiento el alcance de las potestades de la Administración en
materia de licencias y declara que:
«Las licencias de obras, a diferencia de las autorizaciones que implican
autorizaciones de funcionamiento, se conceden para una operación
singular y concreta, conforme a las normas de planeamiento que le son
de aplicación. Exigen por ello una apreciación por parte de la
Administración autorizante de la realidad del estado de cosas que existen
en el momento en que se debe otorgar, para determinar si la misma se
acomoda o no a las normas establecidas para garantizar el interés
público, que justifica la sumisión a un control ex ante del acto de que se
trata».
Idem, Sentencias de la misma fecha, 21 febrero 2000, 5 de diciembre
de 2002, etc.
La doctrina jurisprudencial expuesta no requiere aclaraciones de
ningún tipo en orden al funcionamiento del mecanismo en el que se
concreta la autorización reglada. Conviene notar, únicamente, que esa
tarea de confrontación de la solicitud del particular con la norma
aplicable puede ser más o menos compleja según los casos, en
función de las concretas exigencias que esa norma imponga.
Los supuestos varían desde la simple toma de razón de unos datos,
cuya declaración se requiere del peticionario a efectos de simple
constancia oficial y como referencia para el futuro (así, la inscripción
en el Registro de Empresas Periodísticas, arts. 26 y 27 LPI, y Ss. de
30 de enero de 1969 y 9 de junio de 1969), a la comprobación de que
la actividad proyectada se encuentra efectivamente liberalizada en
todo o en parte, hasta llegar, incluso, a exigir valoraciones técnicas
muy complejas. Esta mayor o menor complejidad material o técnica
de la confrontación no altera, sin embargo, en absoluto, el esquema
expuesto, que funciona en todos los casos de la misma forma sobre la
base de una estricta vinculación de la Administración al resultado de
esa confrontación, cuya corrección es, por lo demás, perfectamente
verificable.
El planteamiento –no hace falta insistir– es totalmente diferente en los
supuestos en que la norma aplicable reconoce a la Administración
poderes de decisión más amplios, dentro de cuyos márgenes son
posibles soluciones diversas. En estos casos no sólo es posible
208
denegar la autorización pedida, sino también sujetar su otorgamiento
a condiciones determinadas o incorporar una carga modal o, incluso,
limitar su vigencia a un plazo más corto del máximo previsto por las
normas (una exacerbación de estos poderes discrecionales, en materia
de costas, art. 35.2 de la Ley de 28 de julio de 1988: «La
Administración no está obligada a otorgar los títulos de utilización del
dominio público marítimo-terrestre que se soliciten con arreglo a las
determinaciones del plan o normas aprobadas, pudiendo ser
denegadas por razones de oportunidad u otras de interés público
debidamente motivadas»), todo ello, naturalmente, dentro del marco
legal típico que la norma define y sin perjuicio, como es obvio, de un
control posterior del concreto ejercicio del poder discrecional que
dicha norma habilita.
Sobre este concreto problema no parece necesario volver ahora. Sí lo
es, en cambio, detenerse un momento en otro que le precede y le
condiciona, a saber: el de la propia licitud del quantum de
discrecionalidad que la Ley puede otorgar a la Administración a estos
efectos. Porque es aquí, justamente, donde tuvo su causa última la
crisis del concepto de autorización a la que más atrás hicimos
referencia y es esto, sobre todo, lo que ha impedido y sigue
impidiendo en muchos casos hablar con propiedad de un derecho
preexistente y lo que ha contribuido a aproximar los conceptos de
autorización y concesión hasta hacerlos casi indistinguibles en
algunas ocasiones.
La jurisprudencia constitucional ha tardado en tomar posición sobre
este asunto y ha sido demasiado tolerante con los no infrecuentes
excesos a pesar de sus negativas consecuencias para la seguridad
jurídica que el artículo 9.3 de la Constitución proclama y, por
supuesto, para el derecho fundamental a solicitar y obtener una tutela
judicial efectiva y sin indefensión, derecho que se convierte en
ilusorio cuando la Ley se abstiene de imponer límites y fijar
condiciones al ejercicio por la Administración de los poderes con que
la dota. La Sentencia de 16 de noviembre de 1981 sobre la Ley vasca
del Centro de Contratación de Cargas pudo ser el inicio de una línea
jurisprudencial que hubiera enriquecido la vetusta y apolillada teoría
de la Ley todavía al uso, pero no tuvo continuación. Hubo, pues, que
esperar hasta la Sentencia de 30 de diciembre de 2000 que anuló por
inconstitucionales dos preceptos de la Ley Orgánica de Protección de
209
Datos de carácter personal de 13 de diciembre de 1999 por entender
que la Ley que restrinja un derecho fundamental «debe expresar con
precisión todos y cada uno de los presupuestos materiales de la
medida limitativa», ya que lo contrario «es apoderar a otros Poderes
Públicos para que sean ellos quienes fijen los límites al derecho
fundamental». El empleo de expresiones tales como «funciones de
control y verificación», «interés público» o «intereses de terceros más
dignos de protección» como motivos de limitación de los derechos
fundamentales –concluye la Sentencia– «adolecen de tal grado de
indeterminación que deja excesivo campo de maniobra a la
discrecionalidad administrativa, incompatible con las exigencias de
la reserva legal en cuanto constituye una cesión en blanco del poder
normativo que defrauda la reserva de Ley».
El Tribunal Europeo de Justicia, sobre el que no pesan los prejuicios
que atenazan a los jueces constitucionales nacionales, no ha tenido, en
cambio, dificultad alguna para perfilar una doctrina precisa y clara
sobre este asunto en garantía de las libertades fundamentales que el
Tratado de la Comunidad Europea reconoce, doctrina, de la que son
expresión las Sentencias más atrás citadas de 22 de enero de 2002 y
de 13 de mayo de 2003, que ha allanado decisivamente el camino a la
capital Directiva de Servicios con la que, como ya nos consta, se ha
abierto una nueva etapa.
E. Autorizaciones personales, reales y mixtas
Es ésta una distinción clásica, ya formulada por MAYER, en función
del centro de interés en que se sitúa la norma aplicable, del que,
naturalmente, depende no sólo la valoración inicial del interés público
determinante del otorgamiento o la denegación de la autorización
pedida, sino también su contenido y eficacia.
Si el centro de atención se sitúa en la persona del peticionario, en sus
cualidades personales, cuya positiva valoración desde la perspectiva
del interés público en juego viabiliza el otorgamiento de la
autorización, es natural que los efectos de ésta se hagan depender de
ese dato. Es lógico por ello que la norma exija que la actividad
autorizada se ejercite precisamente por el titular de la autorización
210
(art. 14.1 RSCL), y que las excepciones a esta regla deban ser
expresamente aprobadas por la Administración previa comprobación
de la concurrencia en el representante de las mismas cualidades
exigidas al titular (art. 14.2 RSCL: «Cuando se permitiere la
representación, el que la ejerciere deberá reunir las cualidades
necesarias para conseguir por sí mismo una licencia y obtener la
aprobación del Organismo que la hubiere otorgado»). Por la misma
razón es igualmente lógico que la transmisión de la autorización no
pueda en principio hacerse libremente, supuesto que, en realidad, la
entrada en juego de un nuevo titular equivale a un otorgamiento ex
novo de la autorización primitiva (art. 13.2 RSCL). La contemplación
de las cualidades personales del peticionario justifica igualmente el
sometimiento a un plazo determinado de este tipo de autorizaciones,
en el que es previsible el mantenimiento de las cualidades
consideradas como necesarias (art. 15.2 RSCL) o la imposición de
renovaciones periódicas llamadas, precisamente, a comprobar este
extremo (vid. artículos 61 y 70 de la Ley de Tráfico, Circulación de
Vehículos a Motor y Seguridad Vial, Texto Refundido de 30 de
octubre de 2015, modificado por la Ley 18/2021, de 20 de diciembre).
Hay supuestos de autorizaciones personales que al dar origen a una
empresa (por ejemplo, autorizaciones de nuevos bancos, de taxis, de
farmacias, etc.) y supuesta la caracterización de la misma como un
derecho patrimonial, resultan transmisibles, si bien el control
administrativo de la transmisión exigirá al adquirente demostrar que
en él concurren las mismas circunstancias personales legalmente
exigibles para el ejercicio de la actividad.
El régimen descrito gira ciento ochenta grados en las autorizaciones
reales, en las que lo decisivo son las condiciones del objeto. No hay
aquí por ello ninguna prohibición o limitación a la libre transmisión
de las mismas, sino sólo un deber de comunicarla a la Administración
que las otorgó (art. 13.1 RSCL). El cambio en las condiciones del
objeto es, sin embargo, decisivo y requiere nueva autorización, previa
valoración de las modificaciones producidas (art. 70 de la Ley de
Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, Texto
Refundido de 30 de octubre de 2015, modificado por la Ley 18/2021,
de 20 de diciembre).
En las autorizaciones mixtas el centro de atención es doble, con lo
211
que vienen a sumarse las limitaciones propias de los dos tipos de
autorizaciones aludidos, que aquí se combinan. Un ejemplo típico de
autorización mixta es la requerida para la creación de Bancos, ya
aludida, para la que se exige tanto un capital mínimo (elemento
objetivo), como la concurrencia en sus administradores y directores
generales de determinados requisitos de idoneidad (vid. arts. 6 y sigs.
de la Ley 10/2014, de 26 de junio).
En todos los casos, la autorización se vincula a unas circunstancias,
personales o reales, determinadas en relación a un cierto momento. La
denegación de la autorización, cualquiera que sea su clase, no impide
por ello en el futuro el replanteamiento de la petición ni el buen éxito
de la misma, si las circunstancias a valorar han variado hasta el punto
de satisfacer las exigencias de la norma (Ss. de 12 de febrero de 1960,
29 de marzo de 1969, 28 de abril de 1972, 28 de abril de 1981, 7 de
marzo de 1983, 26 de abril de 1984, 3 de julio de 1985, etc., todas
ellas rechazando la excepción de acto confirmatorio extraída de
anteriores denegaciones).
V. LA DELIMITACIÓN ADMINISTRATIVA DE DERECHOS
PRIVADOS
1. INTRODUCCIÓN: LA ALTERNATIVA DE LA ACCIÓN
INTERVENTORA SOBRE LA LIBERTAD DE ACTUACIÓN PRIVADA
Hasta ahora hemos venido hablando de una incidencia de la acción
administrativa sobre la esfera jurídica privada consistente, bien en la
atribución de derechos ex novo al administrado o en la ampliación de
aquéllos de que es ya titular (eventualmente, mediante la eliminación
de restricciones o limitaciones que hasta ese momento le afectaban),
bien en su reducción a través de la limitación, reducción o sacrificio
de esos derechos previos, o incluso en la creación nueva de cargas,
obligaciones o deberes que hasta ese momento no gravaban a dicho
administrado. El cuadro sistemático y las peculiaridades más salientes
de las respectivas figuras de intervención han quedado así expuestos
en los apartados precedentes.
212
Pero no con ello queda agotado el sistema general de las
intervenciones administrativas sobre las situaciones jurídicas
privadas. No nos interesa especialmente intentar agotar ese sistema
ofreciendo ahora un catálogo completo de dichas intervenciones,
cuyo estudio más bien corresponde al de los sectores donde las
mismas se producen y en cuya lógica propia encuentran únicamente
explicación la estructura y la función institucional en que como tales
intervenciones están configuradas (Derecho agrario, Derecho
económico, Derecho urbanístico, etc.).
Ello no obstante, parece obligado dejar constancia desde ahora de
cómo las medidas de intervención y de control de actividades
privadas por la Administración puede alcanzar grados más intensos
que el de la mera actuación sobre situaciones jurídicas preexistentes,
cuya libertad de determinación en último extremo, y más o menos
reducida, se mantiene (aunque sea bajo la forma de una nuda
titularidad capaz de reconstruir alrededor de su núcleo las facultades
activas eventualmente eliminadas o dormidas), o el sistema de la
creación de cargas, obligaciones o deberes nuevos. Ese grado de
intensidad superior de la intervención administrativa se consigue, y es
a lo que ahora nos interesa prestar atención, mediante dos técnicas
específicas entre sí estrechamente vinculadas, por cierto: la
eliminación total de las titularidades privadas previas en el sector de
que se trate y su traslado a la titularidad pública, desde la cual se
dispensan posibilidades parciales de ejercicio a los particulares
mediante la fórmula concesional, y, en segundo lugar, la técnica de la
configuración por la Administración del contenido normal de los
derechos privados (no ya su limitación, que opera sobre el ejercicio
del derecho y no sobre su contenido, según nos es ya conocido), en
virtud, naturalmente, de una habilitación legal explícita que a ello le
autorice.
Estas dos técnicas constituyen verdaderas alternativas interventoras
sobre las ordinarias, que parten del principio de la libertad de
actuación privada, que, o bien se restringe, o bien se acompaña de
deberes u obligaciones nuevas. Aquí la libertad queda sustituida, en el
primer caso, por una concesión administrativa otorgada desde arriba,
que configura facultades, pero también el deber de ejercerlas en un
determinado sentido y siempre con la extensión que la
Administración determine, concesión que es, además, resoluble en un
213
plazo, o caducable o rescatable por la propia Administración; en el
segundo tipo, la libertad y su ámbito lícito sólo surgen tras la
delimitación administrativa del contenido del derecho, al margen de
la cual o contra y sobre la cual tal libertad no existe. Hay, pues, un
verdadero «salto dialéctico» en las técnicas de la intervención
administrativa que hasta ahora hemos estudiado en los apartados
precedentes.
En los dos casos también, la Administración no se encuentra con
situaciones jurídicas previas: las crea, las configura, las delimita. No
puede hablarse, por ello, de una actividad de limitación de derechos,
que por fuerza presupone su existencia previa y su contenido
«normal», sino de algo en esencia distinto, de una «delimitación»
originaria de los mismos, que surgen como tales, originariamente, de
la acción administrativa. La delimitación señala el contenido normal
de los derechos, sus fronteras o límites (pues no hay ningún derecho
ilimitado).
La doctrina alemana ya desde GIERKE distinguió lúcidamente, a
propósito del régimen de la propiedad, entre Eigentumsbegrenzung,
delimitación de la propiedad, que define su contenido normal, y
Eigentumsbeschränkungen, limitaciones de la propiedad, por
reducción o compresión de ese contenido normal. La distinción que
aquí proponemos está en esta misma línea, sólo que funcionalizada en
otra dirección, la de la actuación administrativa directa, y no limitada
tampoco al régimen de la propiedad.
Es obvio que para que la Administración pueda disponer de esos
poderes configuradores de derechos privados ha de apoyarse en una
Ley que a ello le habilite especialmente y también lo es que, cuando
tenga que establecer su titularidad previa y exclusiva sobre un sector
de actividad, titularidad desde la que pueda fundar un régimen
concesional de actuación privada en ese sector, necesitará
normalmente para ello, si ese sector era antes privado y ha de
producirse una efectiva privación patrimonial, una nacionalización [o
municipalización, o provincialización, arts. 22. f), 36. c) y 86 LRL]
mediante procedimientos expropiatorios a ello dirigidos y en los
límites definidos por el artículo 128.2 de la Constitución y por la
normativa comunitaria. Pero todo eso son requisitos previos de la
intervención administrativa propiamente dicha. Lo que nos interesa
214
ahora es precisar el contenido de ésta.
2. LA ATRIBUCIÓN DE DERECHOS PRIVADOS DE EXPLOTACIÓN
DE UNA ACTIVIDAD MEDIANTE LA TÉCNICA CONCESIONAL
A. El principio general
Esta técnica es, en el fondo, bastante elemental, aunque su
articulación plantee bastantes cuestiones: se trata de dar la vuelta al
problema de una intervención concreta, eliminando el dato básico de
una actuación privada inicialmente libre sobre la cual la
Administración debe de obrar por vía de limitación o de imposición
de deberes o cargas, constituyendo un monopolio de derecho de dicha
actividad en favor de la Administración, de modo que ésta en adelante
podría distribuir entre un número limitado de administrados el
ejercicio de dicha actividad, mediante la fórmula de la concesión. La
concesión, en efecto, permite: primero, elegir los sujetos más capaces
o con mayores garantías para que la indicada actividad se cumpla en
el sentido que al interés público convenga; segundo, tasar de una
manera previa y bien delimitada el contenido de las facultades de
ejercicio que se transmiten, en función del objetivo social que con
ello se pretende; tercero, imponer, a la vez, ese ejercicio de una
manera forzosa, de modo que elimine la posibilidad de un no
ejercicio, que se juzga contrario al interés general, todo ello bajo la
fiscalización administrativa; y, en fin, reservar la posibilidad de una
caducidad de los derechos otorgados, o de un rescate de los mismos, o
de una reversión a tiempo establecido, en virtud de una titularidad
remanente y última que permanece en la Administración, desde la
cual se efectúa y se apoya todo el proceso interventor descrito y que
puede recuperar la plenitud de facultades con vistas, o bien a una
explotación directa ulterior por la propia Administración, o bien a una
nueva distribución concesional en favor de nuevos titulares.
Pondremos tres ejemplos de esta técnica interventora, subrayando
especialmente cómo a ella se llega por superación de una intervención
operada hasta entonces sobre los criterios de una libre actuación
privada interferida por limitaciones administrativas y como una forma
215
alternativa y más intensa de intervención.
B. La calificación demanial de bienes cuya utilidad última es privada y
no el de sostener una función pública estrictamente tal
En otro lugar de esta obra habremos de estudiar la teoría del demanio
o dominio público. Hemos de avanzar ahora que bajo esta
denominación se comprenden unos tipos de bienes de propiedad de la
Administración que se afectan a servir de soporte físico de una
determinada función pública propia de la Administración propietaria,
función pública que puede ser, o bien un uso público (caminos, calles,
etc.), o bien un servicio público estrictamente tal (ferrocarriles,
instalaciones militares, escuelas); así resulta de los artículos 339 CC,
79 LRL, 5 LPAP y 2.º RBCL.
Pues bien, la técnica que ahora nos interesa consiste en extender esta
categoría de bienes demaniales a cosas que no están vocadas a servir
de soporte físico a una función pública propiamente dicha (uso
público, servicio público), sino a producir bienes dentro del tráfico
privado; es el tipo de bienes demaniales que el artículo 339 CC llama
«destinados al fomento de la riqueza nacional» y son concretamente
dos: aguas y minas. Fuera del supuesto del agua afecta al
abastecimiento de poblaciones o a la navegación, donde pueden verse
fines de servicio y uso públicos, el agua es un recurso natural que se
destina a utilidad privada: riegos, fines industriales (refrigeración de
plantas, producción de energía, etc.); esta dualidad de aspectos a que
el agua sirve venía a corresponderse tradicionalmente con su dualidad
de régimen, de modo que el agua podría ser de dominio público o de
dominio privado (arts. 407 y 408 CC, dualidad hoy suprimida por la
demanialización total del agua: arts. 1.º y sigs. LA). En cambio, las
minas no tienen otro objeto que la producción de minerales, que es un
producto industrial más que desemboca en el mercado.
Por ello en el Derecho comparado y en el Derecho histórico las aguas
y las minas pueden ordenarse o sobre la técnica de la propiedad
privada (esto es lo normal para ambos recursos en el Derecho
anglosajón), sobre la técnica del dominio público (que es lo normal en
la Europa continental, por estatalización de antiguas regalías
216
configuradas sobre el Derecho germánico), o, como ocurría aún entre
nosotros a propósito de las aguas hasta la Ley de Aguas de 2 de
agosto de 1985 (LA), sobre una y otra de ambas técnicas, según líneas
de partición más o menos convencionales.
Las diferencias que para el régimen de intervención administrativa de
la utilización de ambos recursos se derivan del empleo de una u otra
de esas calificaciones resulta capital. Si el agua o la mina se califican
de privadas, su apropiación y utilización quedan remitidas al libre
comercio, que parte de la iniciativa de sus respectivos propietarios en
la correspondiente explotación y se ordena sobre fórmulas de
transmisión total o parcial de derechos o de los productos respectivos
según el Derecho privado. Esta libertad de iniciativa y de contratación
privadas podrá interferirse con fórmulas de intervención
administrativa más o menos intensas, pero sin hacer desaparecer tal
libertad, salvo hipótesis extremas de expropiación. En cambio, si se
emplea la técnica demanial, que es por la que ha optado la nueva Ley
de Aguas, ningún privado podrá utilizar los respectivos recursos sin
una previa concesión administrativa, la cual se otorgará con fines
distributivos de recursos escasos de alta significación económica y
social, desde la perspectiva de su mejor utilización social; es la
técnica de las concesiones hidráulicas y mineras de nuestro Derecho.
Pues bien: lo hasta aquí expuesto no es una simple exposición
infraestructural o de principio sobre técnicas jurídicas abstractamente
posibles, sino que es un hilo director para comprender una evolución
legislativa que se ha cumplido en nuestro propio Derecho a propósito
de ciertos recursos naturales de esa especie y, justamente, como un
cambio deliberado de técnicas de intervención administrativa en el
sentido que ahora a nosotros nos interesa para la sistemática de
nuestra exposición.
La vigente Ley de Minas de 31 de julio de 1973 (LM) ha extendido
de forma resuelta la calificación demanial de recursos mineros o
geológicos en dos frentes: por una parte, respecto de las antiguas
«rocas» (por diferencia de los «minerales» propiamente dichos),
recursos donde comienza ya una intervención administrativa
especialmente intensa con la anterior Ley de Minas de 1944, aunque
respetando aún, según la doctrina dominante, su calificación de
propiedad privada, y que ahora pasan a ser explícitamente bienes
217
demaniales (los incluidos en la actual «Sección A», arts. 2.º, 3A y 20;
pero ha de notarse que las rocas pasan a ser recursos de la «Sección
C» y, por tanto, equiparados a todos los efectos a los genuinos
minerales en cuanto su valor económico deje de ser «escaso» o su
comercialización no se limite a un ámbito geográfico «restringido»,
según los módulos hoy fijados por el Decreto de 17 de julio de 1975);
por otra parte, respecto de las llamadas «estructuras subterráneas»,
que no producen recurso mineral alguno (cuevas, antiguas galerías,
etc.) y de los «yacimientos de origen no natural» (escombreras,
residuos de antiguas explotaciones o de vertederos), hoy incluidos
entre los recursos de la «Sección B» (arts. 3.º y 31 y sigs. LM). Estos
nuevos bienes demaniales han sido hasta la LM de 1973 bienes de
propiedad privada; respecto de ellos es explícita y deliberada la
intención legal de excluir el sistema de titularidad privada, más o
menos intervenida, para establecer una utilización de los mismos
sobre la base de una distribución pública, en favor de quienes se
muestran dispuestos a su explotación efectiva y para asegurar ésta,
bajo la técnica de la concesión minera (aunque en la LM se hable
equívocamente de «autorización» en esos casos, lo que ya tenemos
datos suficientes para poder concluir que no es una calificación
exacta).
En el caso de las aguas, la realidad física de la unidad del «ciclo
hidrológico», que impide distinguir entre aguas superficiales y
subterráneas, y el agotamiento creciente de los caudales disponibles
en una sociedad que consume cada vez mayores volúmenes de este
recurso natural escaso, han llevado al legislador español a una
demanialización general del agua por la LA de 1985. El Preámbulo lo
justifica observando que «se trata de un recurso que debe estar
disponible no sólo en la cantidad necesaria, sino también en la calidad
precisa, en función de las directrices de la planificación económica,
de acuerdo con las previsiones de la ordenación territorial y en la
forma que la propia dinámica social demanda». En adelante, pues, «el
derecho al uso privativo (del agua) se adquiere por disposición legal o
por concesión administrativa» (art. 50) y es un derecho temporal, que,
además, puede extinguirse por otras causas (art. 51). El Tribunal
Constitucional, Sentencia de 29 de noviembre de 1988, ha aceptado la
constitucionalidad de esta operación legislativa.
218
C. El caso de los derechos de la caza
El derecho de la caza se ha concebido en la historia según tres
modelos bien determinados: como un ius hominis general, en primer
lugar, que faculta a cualquier hombre a la persecución, muerte (o
captura) y apropiación de animales nullius; es la concepción que,
sobre el fondo humano primitivo, configuró el Derecho Romano. En
segundo término, como un fruto del fundo donde la especie venatoria
se encuentra, según la técnica de los frutos o de la accesión; es la
fórmula que, ya conocida en el Derecho Romano a propósito del
vivarium o fundo venatorio, va a generalizar la Revolución francesa
en el proceso de concentración de facultades a realizar sobre los
bienes inmuebles, hasta entonces dispersas, en la titularidad
dominical, y es el modelo sobre el que se ofrece la primera regulación
de la caza de nuestro régimen constitucional, la del Real Decreto de
13 de mayo de 1834, que declaraba el derecho de «los dueños
particulares de las tierras de cazar libremente en ellas en cualquier
tiempo del año, sin traba ni sujeción a regla alguna»; esas reglas sólo
se imponían en las tierras de propios y baldíos. Finalmente la caza
como una regalía, propia del señor o del Príncipe, que le atribuye en
exclusiva las especies venatorias o algunas de ellas (las piezas o
especies regalianas o feraminae nostrae –nuestras fieras– o gibiers
royaux en las fuentes francesas: ciervos y venados, cetrería, águilas) y
les reserva su persecución y captura sobre las fincas de cualquiera.
Pues bien, según la concepción tradicional de nuestro Derecho, tal
como luce aún en el CC (art. 610), el derecho de caza estaría
configurado sobre el primer modelo, esto es, como un ius hominis
general, propio de todos los particulares, que la Administración
simplemente, somete a limitación (art. 611 CC), con técnicas como la
previa licencia de caza y de armas y la limitación de especies,
tiempos y modos de caza. Es ya visible, no obstante, la relevancia del
criterio segundo o fundiario, a través de la fórmula de vedado de
fincas o fundo venatorio y, sobre todo, de la progresiva extensión del
régimen de tales vedados, que implican una reserva privada de caza, a
los meros acotamientos o cerramientos de fincas.
Sin embargo, menos notado es el insólito reverdecimiento de la
técnica regaliana o medieval de la caza, que supone la eliminación
219
virtual de la titularidad privada general del derecho de caza, y aun de
la titularidad del propietario fundiario, para concentrar dicha
titularidad en la Administración, que distribuye luego su ejercicio con
técnicas concesionales, mejor o peor perfiladas, en administrados
singulares, con exclusión de todos los demás. Esta técnica comienza
con el artículo 15 del Reglamento de la Ley de Caza de 1903, que,
sobre una redacción equívoca (y aunque posteriormente la Ley de
Régimen Local de 1950 limitó la operación a la caza existente sobre
los bienes comunales y de propios) va a servir de base para el
arrendamiento por los Ayuntamientos de la caza de todo el término
municipal. Se extiende luego, a través de la técnica de Cotos
Nacionales (Decreto de 9 de abril de 1932) y Reservas Nacionales de
Caza (Leyes de 4 de septiembre de 1943 –Reres–, 13 de junio de
1950 –Gredos–, 21 de julio de 1960 –Cazorla–, 31 de mayo de 1966 –
que define ya una pluralidad de ellas por todo el país–), que
comprenden grandes espacios, donde la administración de la caza y
los llamados «permisos especiales» (vid. Decreto de 2 de junio de
1960, que convalida la tasa correspondiente) quedan atribuidos a la
Administración. Finalmente, culmina en la reactualización de la
técnica de las antiguas «especies reales», aunque ahora normalmente
con fines de protección de especies amenazadas de extinción,
especies cuya caza exige también esos «permisos especiales» del
Estado –en realidad, como se comprende, puras concesiones, no ya
licencias o autorizaciones–, calificaciones efectuadas hasta 1970 por
simples Órdenes ministeriales.
Todas esas técnicas regalianas confluyen en la Ley de Caza de 4 de
abril de 1970 (Reglamento de 25 de marzo de 1971): el ius hominis a
cazar, que sigue proclamando formulariamente el artículo 3.º de la
Ley de Caza («El derecho de cazar corresponde a toda persona mayor
de catorce años que esté en posesión de la licencia de caza»), se
reduce a los «terrenos cinegéticos de aprovechamiento común» (arts.
8.º y 9.º), en tanto que se excluye en los terrenos «de régimen
especial», cada vez más extensos y variados (Parques Nacionales,
Refugios de Caza, Reservas Nacionales de Caza, Zonas de Seguridad,
Cotos de caza, cercados y de régimen de caza controlada; entre los
cotos de caza se incluyen ahora los llamados cotos locales, que
consagran la facultad municipal de acotar términos enteros); la
consagración de la técnica regaliana de las feraminae nostrae es
explícita en el artículo 23 («especial protección de especies de interés
220
científico o en vías de extinción»), 34, 36 («licencias especiales»;
éstas han quedado sustituidas por la Ley de 1989 citada) y artículos
25 y sigs. del Reglamento de 25 de marzo de 1971
(«reglamentaciones especiales», «Orden general de vedas», por
especies, «caza sometida a control del Servicio», «autorización
nominal» para cazar ciertas especies, limitación del número de piezas
a cazar y de cazadores, etc., vid., también, las Órdenes de 17 de
diciembre de 1973 y 13 de junio de 1977, sobre ejercicio de la caza
en Reservas y Cotos nacionales).
Todo esto culmina, como ya notamos, con la Ley de Conservación de
Espacios Naturales y de la Flora y Fauna Silvestres de 27 de marzo de
1989, cuyos principios ha llevado a sus últimas consecuencias la Ley
42/2007 del Patrimonio Natural y de la Biodiversidad. Frente al
principio del derecho de caza, se alza ahora el criterio de que «las
Comunidades Autónomas adoptarán las medidas necesarias para
garantizar la conservación de la biodiversidad que vive en estado
silvestre» (artículo 52.1), prohibiéndose pura y simplemente «dar
muerte, dañar, molestar o inquietar intencionadamente a los animales
silvestres, sea cual fuere el método empleado o la fase de su ciclo
biológico» (artículo 58.2), prohibición que sólo puede levantarse en
casos excepcionales (para prevenir perjuicios importantes a los
cultivos o al ganado, por razón de investigación, por razones de
seguridad área, etc.) y mediante una autorización administrativa
específica (artículo 58). La caza sólo puede realizarse ya «sobre las
especies que determinen las Comunidades Autónomas», cuya
declaración en este sentido «en ningún caso podrá afectar a las
especies incluidas en el Listado de Especies en Régimen de
Protección Especial o a las prohibidas por la Unión Europea (artículo
62.1)».
Queda así ilustrada, de manera especialmente expresiva, la evolución
de las técnicas de intervención administrativa en este sector, desde la
situación operante sobre una libertad privada de principio, sometida a
limitaciones administrativas típicas (bien se refiera esa libertad a la
general de todo ciudadano a la apropiación de nullius, bien a la del
propietario de la finca en las situaciones en que opera el sistema
fundiario), hasta la reconducción del derecho de caza a una titularidad
administrativa, desde la cual se distribuye entre los particulares con
técnicas concesionales efectivas, más o menos adecuadas. Unas, en
221
efecto, de estas técnicas concesionales se ordenan sobre un criterio de
puro rendimiento patrimonial (el llamado arrendamiento de la caza
por los Ayuntamientos en sus términos, quizá no fácilmente
justificable); otras por un criterio de protección ecológica o de
especies naturales amenazadas o en riesgo de extinción; otras, por el
de distribución igualitaria –incluso por sorteo– de un producto
venatorio escaso. El giro de la técnica de intervención, en el sentido
que estamos considerando, desde una perspectiva sistemática general,
que es ahora la nuestra, resulta especialmente expresivo.
D. Las concesiones de servicio público e industriales
La conversión formal de una determinada actividad, hasta entonces
entregada al sistema de la libertad industrial, más o menos
intervenida, en «servicio público» mediante la correspondiente
publicatio, tiene normalmente por objeto la exclusión de dicha
libertad y la constitución de un monopolio administrativo, desde el
cual, y mediante el instrumento concesional, se otorgan luego
derechos de explotación a empresas privadas en atención a los fines
sociales que el servicio público intenta atender.
Esta técnica, cumplida muchas veces en la historia de los servicios
públicos, sigue encontrando cobertura en el artículo 128 de la
Constitución, al que apela expresamente el artículo 86.2 LRL, y
remite en último término, como acabamos de notar, a la figura de la
concesión para la explotación privada de las actividades así
reservadas al sector público (arts. 284 LCSP y 114 y sigs. RSCL).
En el pasado fue frecuente también la constitución de monopolios
administrativos de derecho (o la limitación absoluta del número de
empresas actuantes en un sector determinado, que tiene la misma
significación) por razones puramente fiscales (así los monopolios de
petróleos y de tabacos, ya suprimidos, las loterías) o de simple
ordenación de una actividad industrial aunque ésta no consistiera en
la prestación regular y continua y, por lo tanto, no fuese calificable de
servicio público, sino en la simple «dación de bienes al mercado»
(VILLAR PALASÍ). El monopolio administrativo de la actividad remitía
también en estos casos, según el autor citado, a técnicas concesionales
222
(las concesiones de estaciones de servicio hasta la supresión del
monopolio de petróleos, o de algas, de almadrabas, de pesquerías con
puestos limitados, etc.), aunque hubiera de hablarse de concesiones
industriales para evitar su confusión con las de gestión de servicios
públicos. Lo característico, aquí también, era la eliminación del
sistema de libertad industrial y la exigencia de una verdadera
concesión, otorgada a partir de la previa monopolización de la
actividad, para poder entrar en el sector y para asegurar, desde la
perspectiva administrativa, el eficaz cumplimiento de los fines
públicos perseguidos por la ordenación general. Estas concesiones
precisaban, obviamente, de manera más o menos extensa, pero
siempre rigurosa, el contenido virtualmente completo de los derechos
de explotación que atribuían, que pasaban a ser así derechos
administrativamente configurados y delimitados.
Los vientos de liberalización que impulsó la opción formal del
Tratado de Maastricht en favor de una economía de mercado abierta y
de libre competencia, han barrido ya en unos casos y arrinconado
decididamente en otros ambos tipos de concesiones, a las que era, no
obstante, obligado hacer alusión aquí para completar el cuadro
inicialmente esbozado.
3. LA DELIMITACIÓN DEL CONTENIDO NORMAL DEL DERECHO
DE PROPIEDAD A TRAVÉS DE PLANES ADMINISTRATIVOS
A. En la propiedad urbana
Hasta la LS de 1956 la técnica de acción administrativa sobre la
propiedad privada urbana, en orden a la mejor composición de la
ciudad, se acomodaba a las técnicas tópicas de las limitaciones
administrativas. El artículo 350 CC dispone, en efecto, que «el
propietario de un terreno es dueño de su superficie y de lo que está
debajo de ella y puede hacer en él las obras... que le convengan,
salvas las servidumbres, y con sujeción a lo dispuesto... en los
reglamentos de policía». Policía vale aquí, según ya sabemos, como
limitación.
223
El propietario urbano estaba, pues, sujeto, por una parte, a las
exigencias de las relaciones de vecindad con sus colindantes (arts.
571 y sigs. CC: medianería, luces y vistas, vertido de aguas,
distancias mínimas) y, por otra parte, a las Ordenanzas municipales
de construcción, que en su formulación típica justifican ciertas
obligaciones y limitaciones constructivas en razones de seguridad y
de higiene públicas, según las reglas de las limitaciones
administrativas. Al margen de esas dos condiciones el propietario
tiene el «derecho de gozar y disponer» de la cosa (art. 348 CC) en la
forma «que le convenga» (art. 350 CC), libremente pues.
La LS 1956 (como su Texto Refundido de 1976, hoy de aplicación
supletoria respecto del Derecho autonómico en la materia, como ha
admitido la Sentencia constitucional 61/1997) alteró radicalmente
este sistema.
Su artículo 61 estableció, en efecto, que «las facultades del derecho
de propiedad se ejercerán dentro de los límites y con el cumplimiento
de los deberes establecidos en esta Ley o, en virtud de la misma, por
los planes de ordenación, con arreglo a la calificación urbanística de
los predios», declaración capital que el artículo 70 procedió a
completar precisando que la ordenación del uso de los terrenos y de
las construcciones contenida en los Planes «define el contenido
normal de la propiedad». De acuerdo con estas lapidarias
formulaciones, que las Leyes de 1990 y 1998 tuvieron el acierto de
conservar literalmente, ya no se trata, pues, de meras limitaciones
administrativas al derecho de propiedad, sino de definir su propio
contenido. Esta definición se opera mediante la Ley, por una parte, y
por los planes de urbanismo que en aplicación de la legislación
urbanística se aprueben, planes que efectúan una clasificación
urbanística de los predios que determinan «límites y deberes» para el
ejercicio del derecho de propiedad.
La vigente LS ratifica en lo sustancial este planteamiento, aunque de
forma menos expresiva, cuando en su artículo 11 afirma que «el
régimen urbanístico de la propiedad del suelo es estatutario y resulta
de su vinculación a concretos destinos, en los términos dispuestos por
la legislación sobre ordenación territorial y urbanística», que, como es
natural, sigue sirviéndose de los planes para precisar los usos posibles
del suelo y el destino que éste tenga en cada momento, completando y
224
concretando de este modo los derechos y deberes de los propietarios
correspondientes.
De esta manera puede concluirse con bastante rigor que el ius
aedificandi urbano ha dejado de ser una facultad libre del propietario
para convertirse en una determinación pública realizada precisamente
por el Plan urbanístico; el propietario no tiene otras posibilidades
edificatorias sobre su suelo que las que el Plan le otorga –puede no
otorgarlas–, y en la medida precisa en que lo hace, con todas las
determinaciones relevantes, salvo las del simple diseño arquitectónico
–que también puede excluirse–.
¿Estamos en presencia de un sistema de limitaciones administrativas
del tipo tradicional, aunque más o menos sofisticado? Parece evidente
que no. No se trata de un fenómeno de restricción o compresión de un
determinado contenido previo de los derechos privados, o de una
libertad de principio, sino de algo en esencia diverso (y aquí el «salto
dialéctico» de que antes hablamos), de un verdadero supuesto de
delimitación o definición del contenido normal y ordinario de tales
derechos, realizada libremente por la Administración desde la
estimación por ella del modelo urbano que el Plan realiza por razones
de puro interés colectivo. Con énfasis lo afirman los preceptos, que
más atrás transcribimos. La ordenación contenida en los planes
«define el contenido normal de la propiedad» razón por la cual, sea el
que sea el resultado de esa ordenación, «no conferirá derecho a los
propietarios a exigir indemnización» –salvo supuestos especiales y
sin perjuicio de las técnicas redistributivas de beneficios y cargas del
planeamiento, que no corresponde estudiar en este lugar–.
La delimitación de un derecho es, en efecto, fijar su «contenido
normal», señalar límites o fronteras a su extensión, que no puede ser
nunca ilimitada; por el contrario, la limitación de un derecho opera
sobre ese contenido normal, para restringir sus posibilidades de
ejercicio.
Que la delimitación del derecho de propiedad urbana se realice por
decisión especial de la Administración y no mediante normas
generales y abstractas (y aquí está una de las técnicas más
características de la planificación) se explica a través del mecanismo
de la remisión legal: las Leyes urbanísticas remiten al Plan aprobado
por la Administración esa determinación, que queda hecha no en
225
función de valoraciones abstractas (éste es el sistema de delimitación
legal de los derechos), sino desde la perspectiva de una situación
espacial, urbana, social absolutamente singular, la que es propia de
cada ciudad o núcleo urbano. El fenómeno de remisión legal (vid.
supra, capítulo V, § II, 3) está confesado en la LS; que, como hemos
visto, dice, en efecto, que la utilización del suelo habrá de hacerse
conforme a lo dispuesto en la legislación territorial y urbanística y en
los instrumentos de ordenación, esto es, en los planes. Por eso mismo,
el plan urbanístico es necesariamente una norma –aunque sea una
norma singularizada a un supuesto concreto: la jurisprudencia así lo
admite, incluso a los efectos de la excepción de ilegalidad, o del
recurso indirecto contra Reglamentos: Sentencias, entre otras muchas,
de 18 de julio de 1997, 16 de mayo de 1996, 26 de abril de 1996, 26
de diciembre de 1995, 20 de diciembre de 1994, etc.–.
Se trata, como vemos, de una de las más espectaculares
transformaciones, a la vez, del derecho de propiedad y de las técnicas
administrativas de intervención. Su estudio analítico no es ya de este
lugar.
B. La extensión de esta técnica a otras formas de propiedad o de
empresa
La técnica descrita no tiene fuera del caso de la propiedad del suelo y
especialmente del urbano unos perfiles tan netos y definidos.
Se le aproxima mucho, sin embargo, la regulación de la propiedad
forestal, cuya comprensión desde una perspectiva estatutaria que
postuló LEGUINA, se ha hecho más visible con la reciente Ley de
Montes de 21 de noviembre de 2003, a partir del explícito
reconocimiento de la relevante función social que los montes
desempeñan, independientemente de su titularidad, tanto como fuente
de recursos naturales, como por ser proveedores de múltiples
servicios ambientales, entre ellos, la protección del suelo y del ciclo
hidrológico, de fijación del carbono atmosférico, de depósito de la
diversidad biológica, y como elementos fundamentales del paisaje
(sic en el art. 4). La nueva Ley hace girar por ello todo el régimen
jurídico de la propiedad forestal sobre la idea de la «gestión
226
sostenible» (art. 3), cuya concreción se remite a los planes de
ordenación de los recursos forestales, obligatorios y vinculantes, que
elaboren las Comunidades Autónomas para los territorios forestales
de características homogéneas, a los que queda sujeto en todo caso su
uso y aprovechamiento (arts. 33, 36, etc.).
En otros sectores la intervención administrativa ha apuntado también,
con uno u otro grado de intensidad, en esa misma dirección,
utilizando la técnica expuesta como modelo.
Es el caso de la propiedad agraria, donde no obstante el refuerzo de
los criterios de dirección administrativa, no se ha pasado, en general,
en la configuración de las formas de intervención puestas en práctica
del estadio de las órdenes vinculantes, ya estudiadas más atrás
(cultivo forzoso, tratamiento obligatorio de plagas, planes de mejoras
–bien comarcales, bien individuales–, relativos a determinadas fincas
o explotaciones, art. 140 Ley de Reforma y Desarrollo Agrario, Ley
de 16 de noviembre de 1974), o de las expropiaciones o transferencias
coactivas, también aludidas (consorcios forzosos, concentración
parcelaria, ventas forzosas de productos, etc.). Frente a las
apariencias, pues, y aun sobre paralelismos externos, como el mismo
empleo del término de «planes», dista aún mucho el grado de
intervención administrativa sobre la propiedad agraria del que se ha
alcanzado con la técnica planificadora urbanística en la propiedad
urbana. La incidencia de la Política Agraria Comunitaria está
inclinando resueltamente las técnicas de intervención, a través sobre
todo de ayudas financieras, a mecanismos finales del mercado.
La planificación económica, por otra parte, que gozó en algún tiempo
de predicamento y que suscitó grandes esperanzas, está hoy en crisis
en la fórmula de planes globales o integrales (ninguno se ha aprobado
tras el cambio democrático, no obstante la previsión expresa del art.
131 de la Constitución). La Comunidad Europea tiene como objetivo
la creación de un «mercado interior sin fronteras interiores, en el que
la libre circulación de mercancías, personas, servicios y capitales
estará garantizado» (art. 18 –antiguo 8.º A– del Tratado CE), lo que
implica la prohibición para los Estados de introducir restricciones
cuantitativas o «medidas de efecto equivalente» (art. 28) y de
obstaculizar la libre competencia comunitaria (arts. 81 y sigs.), así
como una rígida limitación a los Estados para otorgar ayudas a
227
empresas o sectores (art. 87), más la cooperación en materia
económica y monetaria, que ha conducido a una Unión Económica y
Monetaria, desarrollada por el Tratado de Amsterdam sobre la Unión
Europea de 1997. Todo este mecanismo ha reducido notablemente la
capacidad de dirección económica activa de las Administraciones
nacionales.
Podemos, sin embargo, resaltar como supuestos de acercamiento –no
de expresión formal propiamente dicha– a la fórmula interventora de
delimitación del contenido de los derechos privados, dos casos
concretos.
a) La técnica de las directrices o instrucciones vinculantes duraderas,
si no permanentes, que suponen un plus sobre la simple orden
singular, agotada en un simple acto de cumplimiento o en una
operación de transformación determinada, directrices que sujetan con
un deber in faciendo prolongado la actividad empresarial o de uso de
un bien determinado por un largo período.
A veces este tipo de vinculaciones o directivas permanentes se
encuentran en Planes sectoriales (por ejemplo, el Plan Energético
Nacional, aprobado en tiempo pasado por el Pleno del Congreso de
los Diputados aunque no en forma de Ley; programas o planes
mineros de labores, Plan Nacional de Abastecimiento de Materias
primas mineras, programas sectoriales de objetivos mínimos –arts.
20, 56, 58, 70, 73 LM, y Ley de fomento de la minería de 4 de enero
de 1977, art. 3.º–, etc.). Otras veces este tipo de directrices se impone
a través de las que hemos llamado «autorizaciones operativas» más
atrás estudiadas y, aún más frecuentemente, mediante la fórmula de
Planes de reestructuración (el ya pasado Real Decreto-Ley de 5 de
junio de 1981 y Decretos especiales por sectores); programas de
promoción industrial, arts. 5 y sigs., Ley de Industria de 16 de julio de
1992. Esta técnica acerca la situación a la de una delimitación
administrativa de derechos privados, aquí en la forma de deberes
positivos de hacer cuyo mantenimiento en el tiempo parece suplantar
una libertad de actuación simplemente limitada en un caso. Ello, no
obstante, ha de notarse, por una parte, que tales directrices, como ya
hemos notado, se limitan normalmente a la formulación de objetivos,
para cuya realización la libertad y el riesgo empresariales siguen
siendo operativos; y, en segundo término, que su origen normal en
228
convenios o conciertos de los aludidos en el artículo 6.2 LCSP, o en
la solicitud voluntaria de beneficios o de autorizaciones cuyo
otorgamiento comporta tales directrices operativas, impide hablar en
buena parte de los casos de intervenciones imperativas.
b) El segundo supuesto a que queremos aludir es más singular y, en
general, no destacado aún por la doctrina. Es el caso de la
incorporación de empresas en un corpus organizativo dirigido por la
Administración, lo que implica someterse a una actuación directa y
permanente de ésta, normalmente expresada en simples instrucciones
u órdenes verbales o no formalizadas. Tenemos claros dos ejemplos:
el de la organización bancaria y el del sistema eléctrico nacional.
La organización bancaria se institucionalizó como tal, a través de una
«disciplina bancaria», actuable a través del Banco de España por el
Ministerio de Hacienda, desde la Ley de Ordenación Bancaria
CAMBÓ, de 1921, y luego se reforzó notablemente tras la
nacionalización total del Banco de España a raíz de la Ley de
Ordenación del Crédito y la Banca de 14 de abril de 1962 (por
Decreto-Ley de 7 de junio de 1962). La Ley de 29 de julio de 1988
(modificada por la de 14 de abril de 1994, que la adaptó al Derecho
Comunitario), sobre disciplina e intervención de las entidades de
crédito, ha reforzado aún más el control por el Gobierno y por el
Banco de España de todo el sistema financiero. Así como en la Ley
Cambó el sometimiento de los Bancos privados a la disciplina estricta
impuesta por la Administración se intentó justificar aún por un acto
de sumisión voluntaria a cambio de ciertos beneficios (el acceso al
redescuento por el Banco de España, que la Ley reservaba a quienes
se hubieren inscrito en el Registro de Bancos y Banqueros) ese
supuesto título voluntario ha desaparecido: toda la Banca privada,
como tal, está sometida a unas normas muy precisas de ordenación y
disciplina, en buena parte comunitarizadas, que imponen un cierto
nivel de recursos propios, de dotaciones de provisiones, de
restricciones o limitaciones de su política crediticia con el fin de
reducir riesgos excesivos, de política de retribuciones y dividendos,
etc., cuya observancia es objeto de una estricta supervisión. La
«disciplina bancaria» constituye un verdadero intus en el seno de la
organización en el que la autoridad pública está presente como pieza
de articulación central del sistema. Esa autoridad ha sido entre
nosotros el Banco de España, que, sin embargo, ha debido ceder
229
ahora el papel principal al Banco Central Europeo, al que el
Reglamento (UE) del Consejo n.º 1024/2013 de 15 de octubre de
2013 ha confiado el mecanismo único europeo de supervisión, al que
están sujetas las ciento veinte entidades de crédito más significativas
que controlan en conjunto el 85 % de los activos bancarios de la
eurozona.
Un método en cierto modo análogo lo ofrecía, hasta la Ley del Sector
Eléctrico de 27 de noviembre de 1997, la ordenación del sistema
eléctrico nacional, que se articulaba en un sistema de dirección
pública, especialmente tras la Ley de 26 de diciembre de 1984, de
explotación conjunta de dicho sistema, que confiaba esa dirección a
una empresa pública (Real Decreto de 25 de mayo de 1985). La
citada Ley de 1997 afirmó enfáticamente en su Exposición de
Motivos que «no se considera necesario que el Estado se reserve para
sí el ejercicio de ninguna de las actividades que integran el suministro
eléctrico. Así, se abandona la noción de servicio público tradicional
en nuestro ordenamiento... la explotación unificada del sistema
eléctrico nacional deja de ser un servicio público de titularidad estatal
desarrollado por el Estado mediante una sociedad de mayoría pública
y sus funciones son asumidas por dos sociedades mercantiles y
privadas». La Ley del Sector Eléctrico de 26 de diciembre de 2013,
hoy vigente, explica muy bien la nueva situación: de un lado,
«reconoce la libre iniciativa empresarial para el ejercicio de las
actividades destinadas al suministro de energía eléctrica» y, afirma de
otro que «el suministro constituye un servicio de interés económico
general», cuya regulación y control corresponde al Gobierno a fin de
garantizarlo en términos de seguridad, calidad y eficacia (art. 2).
NOTA BIBLIOGRÁFICA: J. BARNES, La propiedad constitucional.
El Estatuto jurídico del suelo agrario, Madrid, 1988; R. ENTRENA, Las
licencias en la legislación local, en «REVL», núm. 107, págs.; 641 y
sigs.; T.-R. FERNÁNDEZ, Inscripciones y autorizaciones industriales,
en «RAP», núm. 52, págs. 422 y sigs., Libertad de empresa e
intervencionismo administrativo, en el Boletín del Círculo de
Empresarios núm. 32, págs. 37 y sigs., Manual de Derecho
Urbanístico, 26.ª ed. Madrid, 2019, Los poderes públicos de
ordenación bancaria y su eficacia preventiva, en el «Libro Homenaje
al Prof. Villar Palasí», Madrid, 1989, págs. 399 y sigs.; Del servicio
público a la liberalización desde 1950 hasta hoy, en «RAP», núm.
230
151, págs. 57 y sigs. y Un nuevo Derecho Administrativo para el
mercado interior europeo, en «Revista Española de Derecho
Europeo», 22, 2007; E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Sobre los límites del
poder de policía general y del poder reglamentario, en «REDA»,
núm. 5, págs. 203 y sigs., y Actuación pública y actuación privada en
el Derecho Urbanístico, en «REDA», núm. 1, págs. 79 y sigs.; E.
GARCÍA DE ENTERRÍA y L. PAREJO, Lecciones de Derecho Urbanístico,
2.ª ed., Madrid, 1981; F. GARRIDO FALLA, El derecho a indemnización
por limitaciones o vinculaciones impuestas a la propiedad privada,
en «RAP», núm. 81, págs. 7 y sigs., y Los medios de policía y la
teoría de las sanciones administrativas, en «RAP», núm. 12, págs. 11
y sigs.; J. C. LAGUNA DE PAZ, La autorización administrativa, Madrid,
2006 y Derecho Administrativo Económico, 2.ª ed., 2019; J. L. LÓPEZ
GONZÁLEZ, El principio general de proporcionalidad en el Derecho
Administrativo, Sevilla, 1988; J. A. MANZANEDO, El comercio exterior
en el ordenamiento administrativo español, IEAL, Madrid, 1968; S.
MARTÍN-RETORTILLO, Crédito, Banca y Cajas de Ahorro. Aspectos
jurídico-administrativos, Ed. Tecnos, Madrid, 1975, y Derecho
Administrativo Económico, Madrid, 1989; y vol. II, con colaboración
de varios autores, 1992; Acción administrativa sanitaria: la
autorización para apertura de farmacias, en «RAP», núm. 24, págs.
138 y sigs., R. MARTÍN MATEO, Actos tácitos y actividad autorizante,
en «REDA», núm. 4, págs. 17 y sigs., y Silencio administrativo y
actividad autorizante, en «RAP», núm. 48, págs. 205 y sigs.; P.
MENÉNDEZ, Las potestades administrativas de dirección y de
coordinación territorial, Madrid, 1993; J. M. MICHAVILA,
Autorizaciones, en «Estudios de Derecho Público Bancario», dirigido
por S. MARTÍN-RETORTILLO, Madrid, 1987, págs. 207 y sigs.; A. NIETO,
Algunas precisiones sobre el concepto de policía, en «RAP», núm.
81, págs. 35 y sigs., y Aguas Subterráneas: subsuelo árido y subsuelo
hídrico, en el núm. 56 de la «RAP»; J. TORNOS MAS, La ordenación
administrativa de los precios privados, en «RAP», núm. 86; J. L.
VILLAR PALASÍ, voz Concesiones administrativas, en «Nueva
Enciclopedia Jurídica Seix», tomo V, págs. 684 y sigs.; Poder de
policía y precio justo. El problema de la tasa de mercado, en «RAP»,
núm. 16, págs. 11 y sigs.; Justo precio y transferencias coactivas, en
«RAP», núm. 18, págs. 11 y sigs., y La intervención administrativa
en la industria, IEP, Madrid, 1964.
Sobre la Directiva de Servicios y su trasposición a nuestro Derecho se
231
ha producido una abundante bibliografía, en pro y también en contra.
Vid. por todos R. RIVERO ORTEGA (director), Mercado europeo y
reformas administrativas, Civitas-Thomson Reuters, 2009 y T. DE LA
QUADRA SALCEDO, El mercado interior de servicios en la Unión
Europea. Estudios sobre la Directiva 123/2006/CE, relativa a los
servicios en el mercado interior, Marcial Pons, Madrid, 2009.
232
CAPÍTULO XVIII
LAS SANCIONES ADMINISTRATIVAS
SUMARIO: I. CONCEPTO, SIGNIFICADO Y EXTENSIÓN. 1.
Concepto y formación de una potestad sancionatoria
administrativa. 2. El problema de la articulación técnico-jurídica
de las sanciones administrativas. 3. La aplicación de los principios
generales del Derecho Penal al Derecho sancionador de la
Administración. 4. La cuestión de las sanciones disciplinarias y
rescisorias. A. La materia disciplinaria. B. El régimen disciplinario
militar. C. Las llamadas sanciones rescisorias. 5. Las sanciones
tributarias. II. LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO
SANCIONATORIO ADMINISTRATIVO. 1. La aplicación y la
matización de los principios jurídico-penales. A. Principio de
legalidad. B. Principio de tipicidad. C. Culpabilidad. D.
Proporcionalidad. E. Derecho a la presunción de inocencia. F.
Prescripción. III. LAS RELACIONES ENTRE LA POTESTAD
SANCIONATORIA ADMINISTRATIVA Y LA JURISDICCIÓN
PENAL. 1. Incompatibilidad y «non bis in idem». 2. Precedencia
del enjuiciamiento penal sobre el administrativo. 3. La autonomía
del ilícito administrativo frente a la apreciación prejudicial del juez
penal. La llamada prejudicialidad devolutiva en favor del juez
administrativo. IV. EL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR. 1.
Principios generales. 2. El procedimiento general sancionador.
Reglas comunes. 3. Los derechos de defensa del inculpado. A. Vista
del expediente y proposición de prueba. B. La aplicación de los
derechos del artículo 24 de la Constitución. V. LAS MEDIDAS
SANCIONATORIAS ADMINISTRATIVAS. 1. Las clases de
medidas sancionatorias y el problema de su limitación. 2. Las
medidas accesorias: incapacidades, comiso y responsabilidad civil
derivada de la infracción. VI. LA EFECTIVIDAD DE LAS
SANCIONES Y SU IMPUGNACIÓN JURISDICCIONAL.
SUSPENSIÓN, «SOLVE ET REPETE» Y «REFORMATIO IN
PEIUS».
Dentro de los actos administrativos gravosos para los administrados,
233
las sanciones administrativas merecen, como ya advertimos en el
capítulo precedente, un tratamiento separado, tanto por su
significación como por su importancia material en nuestro Derecho.
I. CONCEPTO, SIGNIFICADO Y EXTENSIÓN
1. CONCEPTO Y FORMACIÓN DE UNA POTESTAD
SANCIONATORIA ADMINISTRATIVA
Por sanción entendemos aquí un mal infligido por la Administración a
un administrado como consecuencia de una conducta ilegal. Este mal
(fin aflictivo de la sanción) consistirá siempre en la privación de un
bien o de un derecho, imposición de una obligación de pago de una
multa; anteriormente a la Constitución, como veremos, incluso arresto
personal del infractor.
Se distinguen estas sanciones de las penas propiamente dichas por un
dato formal, la autoridad que las impone: aquéllas, la Administración;
éstas, los Tribunales penales.
Esta dualidad de sistemas represivos está recogida en un mismo
precepto de la Constitución, el artículo 25: «Nadie puede ser
condenado o sancionado por acciones u omisiones que en el momento
de producirse no constituyan delito, falta o infracción administrativa
según la legislación vigente en aquel momento».
¿Por qué esa dualidad? –es la primera cuestión a plantear–. ¿Tienen
las sanciones administrativas respecto de las penas judicialmente
impuestas alguna diferencia de naturaleza que justifique su
singularidad?
Este problema surgió como consecuencia del mantenimiento en
manos del Ejecutivo de poderes sancionatorios directos y expeditivos
tras la gran revolución del sistema represivo que supuso la adopción
del Derecho Penal legalizado y judicializado (nullum crimen, nulla
poena sine lege; nulla poena sine legale iudicium), desde los orígenes
mismos de la Revolución Francesa (el primer Código Penal fue el
234
francés de 1791, dictado en aplicación de los principios penales
contenidos en la Declaración de derechos de 1789, Código sustituido
luego por el de 1810, no sustituido hasta recientemente). Las
monarquías del XIX, aun las más alejadas de los principios
revolucionarios, se apresuraron a adoptar el nuevo sistema represivo,
más racionalizado y objetivo, pero no por eso abandonaron sus
propios poderes sancionatorios, en virtud del viejo principio que en el
siglo XVII expresaba así DOMAT: L’Administration de la police
renferme l’usage de l’autorité de la justice.
En las monarquías centroeuropeas durante todo el siglo XIX hasta
bien entrado el XX, se mantuvo así un «Derecho Penal de Policía»,
que una doctrina dogmática se esforzó en justificar y teorizar (Otto
MAYER, jurista de tanta calidad, no duda en echar mano aquí de un
Derecho Natural de la Policía). Lo mismo ocurrió en el siglo XIX
español. El sistema represivo tradicional se mantuvo hasta el Código
Penal de 1848 (el de 1822 rigió apenas un año, hasta el fin del
régimen liberal). PACHECO, cuya participación capital en ese Código
es conocida, escribió: «Las bárbaras Leyes de la Edad Media y la
arbitrariedad de los últimos siglos, de aquí en adelante sólo
pertenecen a la historia». Todas las penas quedaron, pues,
judicializadas. Pero el desplazamiento total de los viejos poderes de
policía de la Administración no llegó, en realidad, a producirse. Poco
tiempo después de la entrada en vigor del nuevo Código Penal el Real
Decreto de Competencia de 31 de octubre de 1849, dictado, por tanto,
sobre un dictamen del Consejo de Estado, resolvió el primer conflicto
entre la autoridad judicial y la autoridad administrativa sobre el
particular. Esta decisión, capital como muy pocas para configurar
nuestro sistema administrativo, sostuvo que el nuevo Código Penal, y
no obstante la judicialización de las faltas en su libro III, no eliminaba
en realidad los poderes represivos de Gobernadores y Alcaldes, que
podían ejercer paralelamente a las penas por faltas aplicadas por el
Juez, porque «el ejercicio de la autoridad debe ser libre y
desembarazado», invocándose también el principio de separación
entre la Administración y la Justicia. COLMEIRO, con su autoridad,
justificó la doctrina de este Real Decreto de Competencia, que
embarcó a nuestro Derecho en una vía de la que hasta ahora no ha
salido; para COLMEIRO «la independencia de la Administración estaría
comprometida si no tuviese ninguna potestad coercitiva», admitiendo
que se trata en realidad de «funciones propias del poder judicial»,
235
pero que «el poder legislativo delega en la Administración». Esta
posición queda establecida en la práctica de nuestro Derecho. Más
tarde, la Dictadura, la II República (con Leyes como la de Defensa de
la República y la de Orden Público), el franquismo después,
desarrollaron ampliamente esa potestad sancionatoria en los órganos
centrales, haciendo incluso de la misma un medio normal de lucha
contra la oposición política, o al menos contra cierta oposición
política, aunque hoy pueda parecer sorprendente.
Aunque excluyendo ya esta última aplicación, inconciliable con otros
derechos fundamentales, así como la posibilidad de que la
Administración impusiera sanciones privativas de libertad (la
Administración civil, no la militar, como veremos), la Constitución de
1978 ha mantenido en el citado artículo 25 (dándole por vez primera
rango constitucional) esa potestad administrativa de sancionar, sin
que tampoco ofrezca ningún criterio objetivo para distribuirse el
campo con el ius puniendi que se actúa a través de procedimientos
judiciales. Es el legislador, por tanto, el que efectúa esa distribución
(así viene a admitirlo la propia Constitución en su art. 45.3: «se
establecerán sanciones penales o, en su caso, administrativas» contra
quienes atenten contra el medio ambiente; esa «o» es expresiva por sí
misma), con frecuencia en virtud de razones puramente cuantitativas
(por ejemplo, el delito fiscal respecto de la infracción administrativa
del mismo carácter), otras, la mayor parte de las veces, por razones de
expeditividad ante una justicia penal bloqueada por la acumulación de
asuntos, el procedimentalismo y la falta de articulación efectiva de la
Administración con las Fiscalías, como ha notado PARADA. En
Francia, recientemente, el Consejo Constitucional, en su función de
control de la constitucionalidad de las Leyes, ha declarado compatible
con el principio de división de los poderes la existencia de una
potestad sancionatoria del órgano administrativo «Consejo Superior
de lo Audiovisual» por existir un vínculo entre esa potestad y las
autorizaciones o concesiones administrativas de que disfrutan las
empresas destinatarias de las sanciones; el límite constitucional de la
sanción administrativa estaría, pues, en referencia exclusiva a las
infracciones de un título administrativo preexistente (Decisión 88-248
de 17 de febrero de 1989). Ese límite no ha sido precisado nunca en
nuestro Derecho, aunque se reconozca una primacía a la jurisdicción
penal sobre la administrativa en la aplicación del principio non bis in
idem, al que luego nos referiremos. Desde esa primacía, es evidente
236
que ciertos ilícitos no dejarán nunca de estar en el Código Penal, pero
será difícil concretar formalmente cuáles, fuera de aquéllos cuya
sanción privativa de libertad o de pérdida de derechos civiles y
políticos parezca inexcusable, dado el monopolio judicial de ese tipo
de sanciones.
A esa peculiaridad histórica, no presente en general en otros Derechos
occidentales, han venido a sumarse otras dos razones más
circunstanciales. En primer término, la generalización en algunos
países europeos, ya en nuestra época, de procesos de
«despenalización», que ha trasladado desde los jueces penales a la
Administración la represión de los llamados «delitos bagatela»,
aunque con entrada en juego de dichos jueces (y no de los
contencioso-administrativos) si se formaliza una discrepancia con el
infractor (sistemas alemán de las «infracciones del orden» e italiano
de la depenalizzazione; tendencia norteamericana towards an
Administrative Law of Crime, en materia de sanciones de tráfico). En
segundo lugar, la influencia en Europa del sistema norteamericano de
control de las prácticas restrictivas de la competencia, de actividades
financieras y del mercado de valores, del sistema eléctrico o del de
telecomunicaciones, de protección de datos personales, de seguridad
nuclear a través de las llamadas «Administraciones independientes»,
con poderes sancionatorios, influencia respaldada por el sistema del
Derecho Comunitario Europeo, entrando aquí en juego una garantía
judicial a posteriori, sobre el modelo del contencioso-administrativo.
Por último, la descentralización política en España ha creado tantos
centros nuevos de poder sancionador como Comunidades Autónomas,
extendiendo hasta el límite esta técnica represiva.
En todos los casos, herencia histórica, despenalización, influencia del
sistema de Derecho Comunitario, multiplicación de centros políticos
con poder sancionador, no parece haber base alguna para distinguir
por su naturaleza estas sanciones administrativas de las penas
propiamente dichas. Con frecuencia, la gravedad de aquéllas excede a
la de éstas (es incluso lo normal respecto de las multas). Todos los
esfuerzos por dotar a las sanciones administrativas de alguna
justificación teórica y de una sustancia propia han fracasado. Sólo
razones de política criminal explican las opciones varias, y a menudo
contradictorias, del legislador en favor de una u otra de esas dos vías
represivas. Queda, como último núcleo irreductible, un solo criterio:
237
sólo los procesos judiciales pueden imponer penas privativas de
libertad (las cuales, por su contenido, entre todas las demás penas,
han de preverse por Leyes Orgánicas, Sentencia del Tribunal
Constitucional de 11 de noviembre de 1986) y las privativas de otros
derechos civiles y políticos (aunque ciertas sanciones administrativas
pueden producir ciertos efectos privativos de derechos, hasta ahora –y
parece difícil que pueda exceder de ese ámbito– en el orden
administrativo, como la capacidad para ser contratista de la
Administración, arts. 71 y 72 LCSP; vid. infra). Pero aun ese criterio
lo es en nuestro Derecho sólo desde la Constitución de 1978, artículo
25.3.
También el fin de las penas judiciales y de las sanciones
administrativas es distinguible. Aquéllas, hoy por mandato
constitucional (art. 25.3), «estarán orientadas hacia la reeducación y
reinserción social», en tanto que las sanciones administrativas buscan
una finalidad represiva más pragmática, tanto que se ha pretendido
incluso que puedan proceder por responsabilidad objetiva o al margen
de la culpabilidad del infractor, extremo, sin embargo, hoy no
sostenible en nuestro Derecho, como veremos.
2. EL PROBLEMA DE LA ARTICULACIÓN TÉCNICO-JURÍDICA DE
LAS SANCIONES ADMINISTRATIVAS
El mismo ius puniendi del Estado puede manifestarse, pues (con la
salvedad ya hecha de las penas privativas de libertad y de otros
derechos civiles y políticos), tanto por la vía judicial penal como por
la vía administrativa. Esto último supone –y esto es esencial– que el
juez no interviene más que eventualmente y a posteriori, por la vía
común del recurso contencioso-administrativo, y esto mismo fue ya
un progreso, pues hasta la Ley de la Jurisdicción contencioso-
administrativa de 1956 (con la salvedad de alguna valerosa y
excepcional Sentencia del Tribunal Supremo), los actos
administrativos sancionatorios se calificaban de actos políticos o
discrecionales y se excluían, por tanto, del control contencioso. El
problema es ahora si esa aplicación administrativa del ius puniendi
general puede separarse en sus principios de los establecidos con el
mayor rigor para la aplicación penal por los jueces desde los orígenes
238
del Estado de Derecho.
Históricamente esa separación de principios se mantuvo como
derivada de una supuesta y nunca explicada «sustantividad» de las
sanciones administrativas. En la medida en que ello se produjo en el
XIX por el mantenimiento del Derecho sancionatorio de la policía,
como institución mantenida del Antiguo Régimen, se ha podido
hablar, como uno de nosotros lo hizo en 1976, de la persistencia de un
«Derecho represivo prebeccariano», esto es, anterior a todos los
refinamientos técnicos que el acogimiento de los principios de
BECCARIA ha supuesto para el Derecho Penal actual. Las sanciones
administrativas inicialmente no eran siquiera recurribles, ya lo hemos
indicado, como expresión de la esencia misma de un poder político
puramente discrecional en su ejercicio. Más tarde se reordenaron las
ideas y se comprendió que no había sanción discrecional posible, por
la necesidad de su previsión legal y por su referencia necesaria a un
supuesto de hecho específico, que, en su mayor indefinición posible,
siempre sería delimitable como un concepto jurídico indeterminado;
la conducta sancionable no puede ser cualquiera, obviamente, sino
que ha de ser una perfectamente tipificada, al menos para que los
ciudadanos puedan conocer con alguna seguridad el ámbito de lo
lícito y de lo sancionable. Ésa es la historia, penosamente desenvuelta
tras la LJ de 1956, de las sanciones por razón de orden público o en
materia de prensa. Pero aun la disposición estructural típica de un
proceso administrativo dejaba en pie viejas técnicas del viejo Derecho
de Policía que habían sido desmontadas desde la Revolución Francesa
en el Derecho Penal y en el proceso que lo aplica: presunción de
verdad de la decisión administrativa frente a presunción de inocencia
del imputado, correlativa carga de probar la inocencia al sancionado,
ejecutoriedad inmediata del acto administrativo sancionador frente al
carácter suspensivo de los recursos procesales contra las sentencias
condenatorias. Pero aun antes de estos dispositivos procesales, la
potestad sancionatoria administrativa ha utilizado tradicionalmente, y
dista aun de una inmunización total frente a las mismas, las arcaicas y
groseras técnicas de la responsabilidad objetiva, del versare in re
illicita, de supuestos estimativos y no tipificados legalmente de los
hechos sancionables y aun de las sanciones mismas disponibles, de
las pruebas por presunciones, de los recursos en justicia
condicionados a la previa efectividad de la sanción (solve et repete) o
de los que puede resultar la sorpresa de una reformatio in pejus, de la
239
imprescriptibilidad de la responsabilidad, de la ilimitación o
indeterminación de las sanciones, de la inaplicación de técnicas
correctivas como la del concurso de delitos, o de penas, o de causas
de exclusión y modificación de la responsabilidad, etc. Con
frecuencia la base de la potestad sancionatoria misma era,
normalmente, reglamentaria, incluso de rango ínfimo (Circulares,
Ordenanzas locales) y referida a conductas aludidas con una total
indeterminación o a la «infracción de las normas reguladoras» de una
materia, sin otras precisiones.
Tal situación, determinada por la formación histórica de este poder
administrativo, por su evolución independiente como un simple
instrumento de efectividad coercitiva, sin otras consideraciones, por
la inexistencia de un cuadro normativo común dentro del cual integrar
cada una de sus manifestaciones singulares, intentó ya tardíamente
corregirse mediante una entrada en juego de los principios generales
del Derecho Penal concebidos como principios generales del Derecho
sancionador. Es la jurisprudencia preconstitucional, y fue una de sus
mejores aportaciones, la que comienza esta vía (Ss. de 2 y 25 de
marzo de 1972, como más significativas, rectificando una postura que
en general legitimaba el uso que de la potestad sancionatoria venía
haciendo la Administración), que quedará confirmada por la
Constitución misma. Como ya sabemos, el artículo 25 de la
Constitución ha incluido en una fórmula común penas y sanciones
administrativas respecto de los principios de legalidad, tipicidad e
irretroactividad. Pero esta regulación unitaria puede entenderse más
amplia, como enseguida vamos a explicar.
3. LA APLICACIÓN DE LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL
DERECHO PENAL AL DERECHO SANCIONADOR DE LA
ADMINISTRACIÓN
El Tribunal Constitucional, desde sus primeras Sentencias de amparo
en la materia (30 de enero y 8 de junio de 1981), hizo suya esa
postura que acababa de iniciar el Tribunal Supremo: «Los principios
inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al
Derecho sancionador, dado que ambos son manifestaciones del
ordenamiento punitivo del Estado, tal y como refleja la propia
240
Constitución (art. 25, principio de legalidad) y una muy reiterada
jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo..., hasta el punto de que
un mismo bien jurídico puede ser protegido por técnicas
administrativas o penales». De este modo, la inmensa laguna que
suponía la ausencia de un cuadro normativo general que definiese los
principios generales de funcionamiento de las sanciones
administrativas y de su aplicación se encuentra suplida por esa
remisión general (que vendría impuesta por un principio
constitucional, lo que supone su superioridad sobre cualquier eventual
determinación contraria de las Leyes) a «los principios del orden
penal», lo cual es de una extraordinaria importancia práctica, como
bien se comprende.
El Tribunal Constitucional ha ido concretando luego esos «matices»
que no hacen aplicables en su generalidad esos principios del orden
penal al campo de las sanciones administrativas. Quizás la más
significativa de esas excepciones se encontró en las calificadas por el
propio Tribunal Constitucional, como por el Tribunal Supremo (con
una enorme latitud), como «situaciones o relaciones de sujeción
especial», supuesto en el cual las exigencias de la legalidad y de la
tipicidad se relajarían o «debilitarían» notablemente, incluso hasta su
desaparición pura y simple. Pero esta tesis, aplicada incluso a
situaciones que nada tienen de «especial sujeción» (cfr. supra, cap.
XV, § I, 1 e infra), fue superada felizmente por la importante
Sentencia de 29 de marzo de 1990, que parece marcar la postura
definitiva del Tribunal Constitucional sobre la materia. «La
naturaleza sancionatoria de la medida (impide) que la distinción entre
relaciones de sujeción general y especial, ya en sí misma imprecisa,
pueda desvirtuar aquella naturaleza... y sin que, por lo demás, y esto
es más importante, pueda dejar de considerarse al respecto la
posibilidad de que dicho acto incida en los derechos del administrado
con el riesgo de lesionar derechos fundamentales». Pues «una cosa es,
en efecto, que quepan restricciones en el ejercicio de los derechos en
los casos de sujeción especial y otra que los principios
constitucionales (y derechos fundamentales en ellos subsumidos)
puedan ser también restringidos o perder eficacia y virtualidad. Y
siempre deberá ser exigible en el campo sancionatorio administrativo
(no hay duda en el penal) el cumplimiento de los requisitos
constitucionales de legalidad formal y tipicidad como garantía de la
seguridad del ciudadano».
241
Veremos al exponer los distintos principios rectores de la potestad
administrativa de sanción cuál es el grado y alcance de esos
«matices» o «adaptación –nunca supresión» (S. citada de 29 de marzo
de 1990)– de los principios del orden penal a nuestro campo.
4. LA CUESTIÓN DE LAS SANCIONES DISCIPLINARIAS Y
RESCISORIAS
A. La materia disciplinaria
Hemos hecho una alusión a la cuestión de la potestad sancionatoria en
las llamadas relaciones de sujeción especial. Este problema surge
desde la peculiaridad de la llamada potestad disciplinaria, que es la
que la Administración ejerce normalmente sobre los agentes que
están integrados en su organización. Aun en los países que mantienen
con mayor rigor el monopolio sancionatorio de los jueces, la
Administración, para mantener la «disciplina» interna de su
organización, ha dispuesto siempre de un poder disciplinario
correlativo en virtud del cual puede imponer sanciones a sus agentes,
sanciones atañentes normalmente al régimen funcionarial de los
sancionados. Muy característico es el régimen de la disciplina militar.
Esta potestad disciplinaria sufre luego dos extensiones, a partir de ese
núcleo esencial: usuarios de los servicios públicos (escolares, presos,
internados en instituciones sanitarias, característicamente), cuya
disciplina se presenta también como una exigencia del
funcionamiento regular del servicio; y miembros de las profesiones
tituladas, integrados a estos efectos en Colegios profesionales, cuya
articulación sobre el modelo corporativo les permite considerar la
actuación de sus miembros como un problema interno [Ley de
Colegios Profesionales, de 13 de febrero de 1974, art. 5.º. i)].
La peculiaridad de esta especie de sanciones administrativas reside en
dos caracteres: el reconocimiento de una especie de titularidad natural
de la Administración, derivada de actuar en su propio ámbito interno
o doméstico, tutelando su propia organización y funcionamiento, por
una parte; y, en segundo término, la estimación como ilícitos
sancionables de conductas valoradas con criterios deontológicos más
242
que estrictamente jurídicos [la tradicional «falta de probidad» de los
funcionarios, fue eliminada por la Ley de 30 de enero de 1984, pero
todavía queda una sombra de esta clase de ilícitos en el artículo 7.1.
ñ) del Reglamento de Régimen Disciplinario de 10 de enero de 1986;
vid. también la referencia al «descrédito para la imagen pública de la
Administración» en el artículo 95.3. c) EBEP; «velar por la ética y
dignidad profesional», dice aun el art. 5.º. i) de la Ley de Colegios
Profesionales de 1974], y, con frecuencia, de deontología
convencional o corporativa de ciertas profesiones específicas. Por
ello, la tradición del Derecho Público ha pretendido dispensar al
ejercicio de este tipo de potestad de los requisitos generales de la
legalidad y la tipicidad, sustituyendo estas reglas por una suerte de
potestad doméstica, legitimada en la simple posición de un previo
sometimiento general –voluntario normalmente, pero no siempre:
soldados, presos– de los destinatarios de las medidas disciplinarias.
Sin embargo, la evolución general en todos los Derechos ha
conducido o está conduciendo a una integración general de estos
poderes disciplinarios entre los poderes sancionatorios generales. Así,
el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha aplicado al
procedimiento disciplinario las exigencias comunes impuestas por el
artículo 6.º.1 del Convenio Europeo tanto a las sanciones
disciplinarias militares en cuanto alcancen cierta gravedad (S. Engel,
de 1976), como a las procedentes de organizaciones profesionales
(Ss. Le Compte y otros y Albert, Lecompte, de 1981 y 1983), como
también a los presos (S. Campbell y Fell, de 1984).
En Derecho español, una cierta jurisprudencia tanto del Tribunal
Supremo como del Tribunal Constitucional, siguiendo alguna
imprecisa formulación doctrinal, aplicó sistemáticamente el concepto
de «relaciones de especial sujeción», que amplió incluso fuera del
estricto ámbito disciplinario, dándole una extensión desmesurada; de
hecho cualquier relación jurídica específica (incluso las referentes a
autorizaciones o licencias, hasta las relaciones tributarias en bloque)
podía calificarse de «sujeción especial». Pero ya notamos más atrás
que el Tribunal Constitucional rectificó espectacularmente esta
posición en su Sentencia de 29 de marzo de 1990. Desde una
perspectiva simple, teniendo en cuenta la alusión general a las
sanciones administrativas que se encuentra, con equiparación a las
penas judiciales, en el artículo 25.1 de la Constitución, el Tribunal
243
Constitucional ya había dicho muchas veces que este precepto
consagra un verdadero derecho fundamental, el de no ser sancionado
al margen de los requisitos que el mismo establece. Una simple
tradición jurídica, más aún, una construcción conceptual cualquiera, y
todavía más, mal interpretada y aplicada, no puede amparar un
atentado contra ese derecho fundamental.
Importante también la Sentencia constitucional de 15 de noviembre
de 1990 (que confirma otra de 27 de junio de 1984) que, en relación
al elemento de la tipicidad en una sanción disciplinaria característica,
niega la posibilidad constitucional de la sanción en base a un tipo
legal genérico («incumplimiento de los deberes y obligaciones del
funcionario») por considerar que el artículo 25.1 de la Constitución
«no tolera la aplicación analógica in peius de las normas penales y
exigen su aplicación rigurosa... a conductas que reúnan todos los
elementos del tipo descrito y sean objetivamente perseguibles».
De este modo, la peculiaridad originaria de las sanciones
disciplinarias ha concluido por conducir a una virtual identificación
de su régimen con el del resto de las sanciones administrativas. Esta
corriente se ha extendido incluso a ámbitos especiales corporativos
tradicionalmente al margen del ordenamiento del Estado, como el del
deporte (Ley del Deporte de 15 de octubre de 1990, Tít. XI), o que se
contemplaban convencionalmente desde la cláusula genérica de orden
público, como el de los toros (Ley de potestades administrativas en
materia de espectáculos taurinos de 4 de abril de 1991), cuya
legalización y tipificación han concluido por formalizarse.
La única singularidad que hoy resta de las sanciones disciplinarias
respecto de las demás sanciones administrativas es, en su relación con
las penas judiciales, la inaplicación respecto de ellas del principio non
bis in idem, esto es, su compatibilidad con dichas penas. Así lo ha
establecido, por razones fácilmente comprensibles, la restitución de la
disciplina interna de la organización de que se trate, la jurisprudencia
tanto constitucional (Ss. de 6 de junio de 1984 y muchos Autos de
inadmisión de recursos de amparo, por ejemplo, 13 y 21 de
noviembre de 1988) como ordinaria (Ss. TS 19 de abril, 7 de octubre
de 1986, etc.).
244
B. El régimen disciplinario militar
Una peculiaridad sigue afectando al régimen disciplinario de las
fuerzas armadas. Integrado antes de la Constitución dentro de la
justicia militar en general (y dentro del Código de Justicia Militar), el
mandato del artículo 117.5 de la Constitución ha determinado una
alteración de su regulación. Por de pronto, ha desaparecido la
consideración de Autoridad judicial que correspondía a los Capitanes
Generales, según un régimen que hundía sus raíces en una tradición
multisecular, y con ello la posibilidad de una apreciación puramente
estimativa de las conductas contrarias al «espíritu militar». Es digno
de notar que el Gobierno español, que conocía la ya aludida
jurisprudencia europea, en el momento de la ratificación del
Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y
libertades fundamentales de 1950 (Instrumento de ratificación de 26
de septiembre de 1979, aunque la firma se hizo en 1977, antes de la
Constitución, pues) reservó la aplicación de los artículos 5.º y 6.º de
dicho Convenio «en la medida que fueran incompatibles con... el
régimen disciplinario de las Fuerzas Armadas». La Constitución, sin
embargo, ha operado luego por sí sola, pues frente a ella no caben
«reservas». Hoy las faltas disciplinarias están tipificadas (fuera del
Código Penal Militar) por la Ley (Ley Orgánica de Régimen
Disciplinario de las Fuerzas Armadas de 27 de noviembre de 1985) y
existe un orden judicial específico, una de cuyas funciones es la de
fiscalizar (contencioso-disciplinario militar, sobre el esquema del
contencioso-administrativo, regulado por el Libro IV, Parte 1.ª, de la
Ley Procesal Militar de 13 de abril de 1989) la aplicación de las
sanciones disciplinarias (Ley Orgánica de 15 de julio de 1987, en
particular art. 17). No obstante, las peculiaridades de estas sanciones
siguen siendo notables: la autoridad sancionatoria es ordinariamente
el superior jerárquico, con disponibilidad decreciente de las
sanciones; el procedimiento en las faltas leves será «preferentemente
oral» (en tanto que en las faltas graves se requiere un «juez
instructor» togado); las sanciones disponibles incluyen las privativas
de libertad, «arresto», hasta tres meses, dado que la prohibición de
estas sanciones en el artículo 25.1 de la Constitución afecta sólo a la
Administración «civil»; en fin, aunque aparentemente sólo se habla
de recurso jurisdiccional contra las sanciones graves (art. 52 de la Ley
de Régimen Disciplinario de las Fuerzas Armadas), la cláusula
245
general del artículo 453 de la Ley Procesal Militar de 1989, que
habilita una vía «preferente y sumaria» (conforme al art. 53.2 de la
Constitución) para impugnar cualquier sanción disciplinaria «que
afecte al ejercicio de derechos fundamentales», permite concluir que
cualquier arresto es, lógicamente, recurrible ante esa vía judicial
especial.
C. Las llamadas sanciones rescisorias
Nos resta por tratar el problema de las llamadas sanciones rescisorias
de actos o contratos administrativos anteriores. El mal en que la
sanción consiste es aquí la pérdida de la situación jurídico-
administrativa de ventaja: la Administración deja sin efecto, temporal
o definitivamente, un acto administrativo favorable al sancionado
como consecuencia de una conducta ilegal de éste realizada desde la
titularidad de dicho acto.
Pero aquí hay que ofrecer también algunas precisiones. La primera,
que la medida aflictiva ha de ser respuesta precisamente a una
conducta ilegal previa (así la Sentencia constitucional de 4 de julio de
1988 se niega a calificar de sanción la denegación de una pensión por
falta de requisitos). La segunda es que en todas las relaciones
bilaterales (contratos, concesiones) distintas de las de empleo público
la responsabilidad por los eventuales incumplimientos se sustancia en
el seno de la propia relación, por virtud de la misma [responsabilidad
contractual, sin perjuicio de su posible alcance general pro futuro] y
no del poder sancionatorio general, sin otra particularidad sobre las
instituciones paralelas jurídico-privadas que la disponibilidad de la
autotutela por la Administración. En cambio, las revocaciones o
caducidades de licencias, autorizaciones y permisos, que afectan a los
derechos de los sujetos cuyo ejercicio esos actos administrativos
posibilitan, caen de lleno dentro de los actos sancionatorios. Así
licencias urbanísticas, Reglamento de Disciplina Urbanística de 23 de
junio de 1978, legislación autonómica sobre el tema; licencias
municipales en general, artículo 18.1 RSCL; retirada del permiso de
caza, artículo 48 de la Ley de Caza de 4 de abril de 1970, revocación
de las autorizaciones para el ejercicio del crédito (art. 97 de la Ley
10/2014, de 26 de junio, de ordenación, supervisión y solvencia de
246
entidades de crédito), del seguro [art. 29.1. f) de la Ley de Ordenación
del Seguro Privado], del permiso de conducir (art. 67 de la Ley de
Tráfico, Circulación de Vehículos a Motor y Seguridad Vial, Texto
Refundido de 30 de octubre de 2015, modificado por la Ley 18/2021,
de 20 de diciembre), clausura de locales o instalaciones [art. 10.5 del
Real Decreto 22 junio 1983, de infracciones y sanciones en defensa
del consumidor y de la producción agroalimentaria; art. 12. b) de la
Ley de Protección del Ambiente Atmosférico de 22 diciembre 1972;
art. 35 de la Ley de Residuos de 21 de abril de 1998].
Estas sanciones, lo mismo que las disciplinarias, no están afectadas
por la prohibición de acumulación con las penales según el principio
non bis in idem; aunque con toda frecuencia la retirada de los actos
administrativos en que consisten se define como accesoria de la pena
judicial (retirada del permiso de conducir, etc.), cuando no es así la
Administración tiene la posibilidad de partir de la infracción penal
constatada para rescindir o limitar el acto administrativo base, cuyo
tenor u obligaciones derivadas han podido ser violados por dicha
infracción.
5. LAS SANCIONES TRIBUTARIAS
Hoy (sobre todo tras el art. 25 de la Constitución) son sanciones
administrativas típicas, sin otra especialidad que las propias de su
objeto y su procedimiento. Están reguladas por la Ley General
Tributaria, de 27 de diciembre de 2003, Título IV, artículos 178 y
siguientes. La Sentencia constitucional de 26 de abril de 1990
enjuició la constitucionalidad de la regulación anterior contenida en
una Ley de 1985; su punto de partida, la calificación de la relación
jurídico-tributaria como relación de sujeción especial (Fundamento
3), lo que «justifica la imposición de limitaciones legales al ejercicio
de los derechos individuales», así como el surgimiento en la
Administración de «potestades específicas», es doctrina que no
compartimos y a la que preferimos la ya aludida de la Sentencia del
propio Tribunal de 29 de marzo de 1990, reductora resuelta de esa
tesis de las relaciones de especial sujeción y, sobre todo, de sus
efectos sobre los derechos fundamentales. El continuum entre las
sanciones administrativas y las penales es más inexcusable
247
precisamente en esta materia tributaria desde el momento en que una
misma infracción caerá en uno u otro ámbito únicamente por razón de
cuantía (arts. 305 y sigs. del Código Penal). La nueva LGT subraya
esa identidad con el ilícito penal en su artículo 2 («serán aplicables
los principios de legalidad, tipicidad, responsabilidad,
proporcionalidad y no concurrencia. El principio de irretroactividad
se aplicará con carácter general»).
II. LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO SANCIONATORIO
ADMINISTRATIVO
1. LA APLICACIÓN Y LA MATIZACIÓN DE LOS PRINCIPIOS
JURÍDICO-PENALES
Ya hemos expuesto que la regulación unitaria de las penas y de las
sanciones administrativas por el artículo 25 de la Constitución, así
como la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal
Supremo han impuesto la aplicación a la esfera sancionatoria
administrativa de los principios generales del Derecho Penal,
sumamente elaborados y precisos, y más aún ante la carencia de una
regulación paralela de una «parte general» en el Derecho de las
sanciones administrativas.
Ahora bien, esa aplicación debe hacerse, dice esa jurisprudencia, «con
matices». Algunos de esos matices, tal como la misma jurisprudencia
los ha precisado, rinden un cierto tributo a la fuerte tradición del
sistema sancionatorio administrativo en nuestro Derecho, otros
pueden justificarse en datos estructurales objetivos, otros, en fin, con
todos los respetos, parecen difícilmente justificables. Por de pronto,
ha de recordarse que el propio artículo 25 formula por sí mismo una
equiparación de los dos ámbitos represivos en cuanto a legalidad,
tipicidad e irretroactividad. En esta línea se sitúa hoy la nueva LSP,
que dedica el capítulo III de su Título preliminar, artículos 25 a 31, a
los «principios de la potestad sancionadora».
A. Principio de legalidad
248
Es la expresión del principio nullum crimen, nulla poena sine lege. La
Ley ha de preceder a la conducta sancionable, dice el artículo 25 de la
Constitución (lex previa), así como determinar el contenido de la
sanción que pueda imponerse.
El artículo 25 usa el término «legislación» y no el de Ley, lo cual
suscita la cuestión de si se está refiriendo a cualquier norma o sólo,
precisamente, a la Ley formal, eso es, si se trata de una verdadera
reserva de Ley. En favor de esto último militan razones decisivas.
Primero, que tal es, incuestionablemente, el caso de las infracciones
penales, y la equiparación entre éstas y las administrativas es
completa en el artículo 25 (aunque el Tribunal Constitucional ha
precisado –Sentencias de 11 de noviembre y 16 de diciembre de
1986– que la previsión de penas privativas de libertad, al poner en
juego el art. 17 de la Constitución requiere, además, Ley Orgánica).
Segundo, el carácter de derecho fundamental que tiene la formulación
de dicho artículo 25 (y así no ha podido dejar de subrayarlo el
Tribunal Constitucional: Sentencias de 23 de octubre de 1983, 29 de
marzo de 1990, etc.), lo que hace entrar en juego el artículo 53.1 de la
Constitución, según el cual «sólo por Ley... podrá regularse el
ejercicio de tales derechos». En tercer término –lo que, en último
extremo, no es sino una especificación de lo anterior–, porque
delimitando la Ley sancionatoria el ámbito de lo lícito y de lo ilícito
sancionable, y por tanto, las fronteras de la libertad, este efecto capital
en la vida social no puede quedar deferido a una simple norma
reglamentaria (Sentencias TS de 19 de mayo de 1982, 18 de abril de
1983).
Esta tesis, reserva de Ley ordinaria, y «reserva absoluta», es la
declarada por el Tribunal Constitucional. Su Sentencia 276/2000
resume con especial lucidez esta doctrina: «Conforme a reiterada
doctrina de este Tribunal, que recuerda la STC 133/1999, FJ 2, “el
derecho fundamental enunciado en el artículo 25.1 de la Constitución
extiende la regla nullum crimen, nulla poena sine lege al ámbito del
ordenamiento administrativo sancionador (SSTC 42/1987, FJ 2;
69/1989, FJ 1; 219/1989, FJ 2; 2007/1990, FJ 3 y 341/1993, FJ 10) y
comprende una doble garantía. La primera, de alcance material y
absoluto, se refiere a la imperiosa exigencia de la predeterminación
normativa de las conductas ilícitas y de las sanciones
correspondientes, es decir, la existencia de preceptos jurídicos (lex
249
previa) que permitan predecir con el suficiente grado de certeza (lex
certa) dichas conductas, y se sepa a qué atenerse en cuanto a la aneja
responsabilidad y la eventual sanción; la otra, de alcance formal, hace
referencia al rango necesario de las normas tipificadoras de dichas
conductas y sanciones, toda vez que este Tribunal ha señalado
reiteradamente que el término ‘legislación vigente’ contenido en
dicho artículo 25.1 es expresivo de una reserva de Ley en materia
sancionadora (SSTC 42/1987, 101/1988, 29/1989, 69/1989,
219/1989, 61/1990, 83/1990, 207/1990, 6/1994, 145/1995 y
153/1996)”».
«La regla es absoluta, por cuanto “refleja la especial transcendencia
del principio de seguridad en dichos ámbitos limitativos de la libertad
individual” (STC 212/1996), y ello porque “cuando de ejercitar la
potestad sancionadora se trata el más exquisito cuidado en la
observancia de la forma se impone. Porque es la potestad
sancionadora de la Administración sumamente grave y temible, cuyo
ejercicio, como el de la potestad punitiva general del Estado, debe
verse rodeado de las máximas cautelas” (Sentencia Tribunal Supremo
de 12 de febrero de 1986)».
Así ha venido a recogerlo hoy el artículo 25.1 LSP: «la potestad
sancionatoria de las Administraciones públicas... se ejercerá cuando
haya sido expresamente reconocida por una norma con rango de
Ley». Igualmente, el 128.1 LPAC, al definir la materia reglamentaria,
prescribe: «Los reglamentos y disposiciones administrativas no
podrán... regular aquellas materias que la Constitución o los Estatutos
de Autonomía reconocen de la competencia de las Cortes Generales o
de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas», ni
«tipificar delitos, faltas o infracciones administrativas, establecer
penas o sanciones...». Esto supone la resuelta proscripción del
Reglamento en la materia (el TC salva las regulaciones
preconstitucionales, a nuestro juicio sin demasiada justificación, dado
lo ya expuesto). Pero esta proscripción no es absoluta, y aquí resulta
una de las «matizaciones» que el Tribunal Constitucional ha hecho
sobre los principios penales comunes. No son posibles, por supuesto,
puesto que esto variaría la reserva de Ley, ni las regulaciones
reglamentarias independientes o que intenten tipificar conductas
sancionables o sanciones sin cobertura legal precisa, ni las que
pretendan ampararse en una cláusula de deslegalización o de remisión
250
inespecífica. Ejemplar, en esta posición, la Sentencia TS de 10 de
noviembre de 1986, que anuló en su totalidad la regulación contenida
en el RD 4 diciembre 1985 de las infracciones y sanciones laborales
(que conectaba, pretendiendo desarrollarlo, con el art. 57 del Estatuto
de los Trabajadores, con rango de Ley), dando lugar a una enorme
laguna en nuestro ordenamiento que hubo de ser cubierta por la Ley
de 7 de abril de 1988, de infracciones y sanciones en el orden laboral.
«Lo que prohíbe el artículo 25.1 de la Constitución es la remisión al
Reglamento que haga posible una regulación independiente y no
claramente subordinada a la Ley, pero no la colaboración
reglamentaria en la normativa sancionatoria» (Sentencia
constitucional 29 marzo 1990). Esta colaboración se define como el
«desarrollo y precisión de los tipos de infracciones previamente
establecidos por la Ley» (Sentencia constitucional 60/2000 y las por
ella citadas; recientemente la Sentencia constitucional 14/2021 de 28
de enero). El Reglamento no puede, pues, definir ilícitos o conductas
sancionables ni las sanciones aplicables. Esto supone que «el artículo
25.1 de la Constitución obliga al legislador a regular por sí mismo los
tipos de infracción administrativa y las sanciones correspondientes»
(Sentencias constitucionales 305/1993 y 45/1994).
El artículo 27 LSP, recogiendo el contenido del artículo 129.3 de la
LPC 92, concreta más esa colaboración reglamentaria: «las
disposiciones reglamentarias de desarrollo podrán introducir
especificaciones o graduaciones al cuadro de infracciones o sanciones
establecidas legalmente que, sin constituir nuevas infracciones o
sanciones, ni alterar la naturaleza o límites de las que la Ley
contempla, contribuyan a la más correcta identificación de las
conductas o a la más precisa determinación de las sanciones
correspondientes».
El problema de la colaboración del reglamento en este ámbito, que
alcanzó niveles preocupantes en la esfera local con el Reglamento del
procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora de 4 de
Agosto de 1993, que admitió la posibilidad de que simples
Ordenanzas Locales «tipifiquen como infracciones hechos y
conductas» (arts. 1.2 y 2.2), fue finalmente encauzado la Ley de 16 de
diciembre de 2003, de medidas para la modernización del gobierno
local, que añadió a la LRL un nuevo Título XI con la pretensión de
adaptar las exigencias del principio de legalidad a las singularidades
251
locales en la línea de la doctrina establecida por la Sentencia
constitucional de 8 de junio de 2001. El nuevo artículo 139 LRL
permite así a los entes locales, «en defecto de normativa sectorial
específica» y en un ámbito muy concreto («la adecuada ordenación de
las relaciones de convivencia del interés local y del uso de sus
servicios, equipamientos, infraestructuras y espacios públicos»)
«establecer los tipos de las infracciones e imponer sanciones por el
incumplimiento de deberes, prohibiciones o limitaciones contenidos
en las correspondientes ordenanzas» respetando siempre los criterios
que la propia Ley establece expresamente en los artículos siguientes.
Estos criterios que se formulan a partir de una clasificación de las
infracciones en muy graves, graves y leves, no se limitan, sin
embargo, a establecer una graduación de las conductas en función de
la intensidad de la perturbación o de los daños que puedan ocasionar,
sino que incluyen una descripción básica de las conductas mismas
[así, por ejemplo, art. 140.1. b): «el impedimento del uso de un
servicio público por otra u otras personas»; art. 140.1. d): «los actos
de deterioro grave y relevante de equipamientos, infraestructuras,
instalaciones o elementos de un servicio público», etc.] que las
Ordenanzas particulares de cada municipio vendrían luego a
especificar y precisar. Si así se entendiera y aplicara, la nueva
regulación podría aceptarse sin graves escrúpulos, porque lo que no
resulta jurídicamente admisible (es) que la Ley fije un contenido
sancionador sólo a grandes rasgos, remitiendo su concreción al
reglamento de desarrollo, que ha de ser un Real Decreto y éste, lejos
de dar cuerpo a ese contenido en términos reconocibles, se limite a
remitirse para tal definición y concreción a lo que establezca una
Orden ministerial (Sentencia constitucional de 4 de noviembre de
2011).
B. Principio de tipicidad
El principio de legalidad impone, pues, la «exigencia material
absoluta de predeterminación normativa de las conductas y de las
sanciones correspondientes, exigencia que... afecta a la tipificación de
las infracciones, a la graduación y escala de las sanciones y a la
correlación entre unas y otras, de tal modo que... el conjunto de las
252
normas aplicables permita predecir, con suficiente grado de certeza,
el tipo y el grado de sanción susceptible de ser impuesta» (Sentencia
constitucional de 29 de marzo de 1990). Así lo declara hoy el artículo
27 LSP, que, consecuentemente, concluye que «las normas
definidoras de infracciones y sanciones no serán susceptibles de
aplicación analógica».
La tipicidad es, pues, la descripción legal de una conducta específica
a la que se conectará una sanción administrativa. La especificidad de
la conducta a tipificar viene de una doble exigencia: del principio
general de libertad, sobre el que se organiza todo el Estado de
Derecho, que impone que las conductas sancionables sean excepción
a esa libertad y, por tanto, exactamente delimitadas, sin ninguna
indeterminación (y delimitadas, además, por la representación
democrática del pueblo a través de las Leyes: STC 137/1997); y, en
segundo término, a la correlativa exigencia de la seguridad jurídica
(art. 9.º.3 de la Constitución), que no se cumpliría si la descripción de
lo sancionable no permitiese un grado de certeza suficiente para que
los ciudadanos puedan predecir las consecuencias de sus actos (lex
certa).
No caben, pues, cláusulas generales o indeterminadas de infracción,
que «permitirían al órgano sancionador actuar con un excesivo
arbitrio y no con el prudente y razonable que permitiría una
especificación normativa» (términos de la misma Sentencia
constitucional de 29 de marzo de 1990). Es muy expresiva en este
sentido la Sentencia constitucional 194/2000, de 19 de julio, que
anuló la disposición adicional cuarta de la Ley de Tasas y Exacciones
Parafiscales por considerar que las normas que tipifican las
infracciones tributarias por referencia a un concepto jurídico
indeterminado y específicamente al valor de mercado no satisfacen
las exigencias de lex certa. La reciente Sentencia constitucional
13/2021, de 28 de enero, precisa al respecto que «el principio de
tipicidad recogido en el artículo 25.1 CE requiere que, mediante su
predeterminación normativa, se asegure que la reacción sancionadora
sea previsible y no sorpresiva», exigencia ésta que «no se opone a la
utilización de un concepto jurídico indeterminado como el de
perturbación de la seguridad ciudadana en la definición de la
conducta infractora, siempre que su concreción sea razonablemente
previsible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia».
253
Obsérvese que estos juicios son interpretativos de la Constitución
formulados por el Tribunal Constitucional y que por ello prevalecen
incluso frente a las Leyes y, en todo caso, han de presidir siempre su
interpretación (art. 5 LOPJ). Recordemos, en fin, la Sentencia
constitucional de 15 de noviembre de 1990 que citamos supra § I, 4, a
propósito de las sanciones disciplinarias, en la que se negó la
posibilidad de sancionar en base a un tipo legal genérico, el de
«incumplimiento de los deberes y obligaciones» del funcionario. Una
formulación de ilícitos de tal amplitud no ha sido infrecuente, pero
resulta inadmisible desde la exigencia de la tipicidad. Por de pronto,
hay infracciones legales que no lesionan ningún bien jurídico ni
presentan ningún peligro social, respecto de las cuales el
ordenamiento reacciona al margen del sistema de sanciones
personales, e incluso permite con frecuencia subsanar (p. ej., art. 69
LPAC).
En materia disciplinaria, no obstante, resulta difícil evitar, como ya
notamos más atrás, la formulación de standards deontológicos de
conducta a los que conectar efectos sancionatorios. A este efecto,
convendrá retener dos cosas: una, que el artículo 26 de la
Constitución prohíbe formalmente los llamados Tribunales de Honor
en el ámbito de la Administración Civil, que juzgaban «en
conciencia» si el inculpado era «indigno de seguir desempeñando sus
funciones» (Ley 17 octubre 1941), juicio abierto e inmotivado que
resulta, por tanto, excluido de nuestro ordenamiento, y no sólo por
razones de procedimiento; en segundo lugar, que esos standards
deberán interpretarse como conceptos jurídicos indeterminados (cfr.
capítulo VIII, § IV, 2) y, por tanto, deberán rellenarse a través de un
análisis pormenorizado y concreto de los hechos y de una calificación
de los mismos desde los valores expresos en dichos conceptos
jurídicos y no por meros juicios apodícticos o de invocación del
abstracto honor o dignidad de un colectivo.
La jurisprudencia constitucional condena también por contrarias al
principio de legalidad sancionadora las interpretaciones de las normas
que describen los tipos de infracción que sean «ajenas al significado
posible de los términos» que dichas normas emplean o que se apoyen
en «una argumentación ilógica o indiscutidamente extravagante» de
forma «que conduzcan a soluciones imprevisibles para sus
destinatarios», así como las que supongan una aplicación extensiva o
254
analógica de los tipos en cuestión. La Sentencia 54/2008, de 14 de
abril, es concluyente en este sentido.
C. Culpabilidad
Se pretendió en tiempos que la responsabilidad administrativa a
efectos de sanciones administrativas era una responsabilidad objetiva,
que no requería dolo o culpa en la conducta sancionable. Esta
posición fue condenada, primero por la jurisprudencia, desde
mediados de los años setenta, después por la regla de la aplicación
general de los principios del Derecho Penal al Derecho sancionador
administrativo que recibió respaldo constitucional en el artículo 25,
tantas veces citado. Uno de esos principios es justamente el de
culpabilidad, que supone imputación y dolo o culpa en la acción
sancionable. Bastará esa remisión general a los principios de Derecho
Penal, que no parece necesario repetir aquí. El artículo 28 LSP
declara hoy: «sólo podrán ser sancionadas por hechos constitutivos de
infracción administrativa las personas físicas y jurídicas que resulten
responsables de las mismas, a título de dolo o culpa».
Aún recientemente el Tribunal Constitucional hubo de enfrentarse
con la constitucionalidad de la reforma por Ley de 26 de abril de
1985 de la Ley General Tributaria de 1963, en cuyo artículo 77.1, al
definir las infracciones tributarias («las acciones y omisiones
tipificadas y sancionadas en las Leyes») se suprimió la mención de
que tales acciones y omisiones debían ser precisamente «voluntarias»,
que figuraba en el texto de 1963. Los recurrentes de
inconstitucionalidad y los Tribunales que habían planteado cuestión
de inconstitucionalidad sobre esa modificación legal, así como por la
nueva definición de la responsabilidad solidaria formulada en el
artículo 38.1, por el mismo reproche, entendían que la Ley pretendía
implantar un sistema de responsabilidad objetiva en materia de
infracciones tributarias. La Sentencia constitucional de 26 de abril de
1990 rechaza la impugnación, pero no por aceptar esa consecuencia
de la responsabilidad objetiva, que no es arriesgado imaginar que
estuvo probablemente en el ánimo de los redactores de la reforma,
sino porque la exigencia de la culpabilidad es inexcusable en nuestro
sistema. «Es cierto –dice– que, a diferencia de lo que ha ocurrido en
255
el Código Penal, en el que se ha sustituido aquel término
–“voluntarias”– por la expresión “dolosas o culposas”, en la LGT se
ha excluido cualquier adjetivación de las acciones u omisiones
constitutivas de infracción tributaria. Pero ello no puede llevar a la
errónea conclusión de que se haya suprimido en la configuración del
ilícito tributario el elemento subjetivo de la culpabilidad para
sustituirlo por un sistema de responsabilidad objetiva o sin culpa. En
la medida en que la sanción de las infracciones tributarias es una de
las manifestaciones del ius puniendi del Estado, tal resultado sería
inadmisible en nuestro ordenamiento», para concluir que «el precepto
está dando por supuesta la exigencia de culpabilidad en los grados de
dolo, o culpa o negligencia grave y... que más allá de la simple
negligencia, los hechos no pueden ser sancionados». Igualmente la
Sentencia afirma que, aunque no se haga constar expresamente en el
artículo 77.4 LGT entre las causas de exención de responsabilidad el
error de derecho, «es evidente que el error de Derecho –
singularmente el error invencible– podrá producir los efectos de
exención o atenuación que le son propios en un sistema de
responsabilidad subjetiva». El error de derecho se justifica con una
interpretación «razonable» y no claramente absurda o temeraria. Es,
pues, una Sentencia interpretativa, muy importante en el extremo que
nos ocupa, que el Tribunal Supremo ha hecho suya rechazando con
firmeza que esa inobservancia pueda ser entendida como la admisión
en el derecho administrativo sancionador de la responsabilidad
objetiva, pues «el principio de culpabilidad, aun sin reconocimiento
explícito en la Constitución, se infiere de los principios de legalidad y
prohibición de exceso» (art. 25.1 CE) o de la exigencia de un Estado
de Derecho y requieren la existencia de dolo o culpa (Sentencia de 31
de octubre de 2007). La nueva LGT de 17 de diciembre de 2003 ha
eliminado cualquier posible duda (art. 183.1: «Son infracciones
tributarias las acciones u omisiones dolosas o culposas con cualquier
grado de negligencia que estén tipificadas y sancionadas como tales
en esta u otra ley»), como certifican las Sentencias posteriores del
Tribunal Supremo, que son absolutamente concluyentes en su rechazo
a cualquier forma de responsabilidad objetiva y en la correlativa
exclusión de la culpabilidad del supuesto infractor se halle amparada
por una interpretación razonable de las normas aplicables (vid.
recientemente la Sentencia de 9 de octubre de 2014).
La jurisprudencia del Tribunal Supremo, rechaza también
256
sistemáticamente los intentos de extender la responsabilidad más allá
de los límites que la exigencia de culpabilidad impone (a los
herederos, por ejemplo: Sentencia de 4 de marzo de 1985), graduando
en todo caso la falta de diligencia de los responsables en función de
sus circunstancias (Sentencias, entre otras, de 11 de marzo y 5 de
junio de 1998 y 2 de marzo de 1999) y teniendo muy en cuenta
siempre la propia conducta anterior de la Administración, cuya
tolerancia continuada (Sentencia de 23 de diciembre de 1997) o falta
de un criterio interpretativo firme sobre la legalidad que considera
infringida (Sentencia de 25 de junio de 1997) pueden llegar a eliminar
la culpabilidad de los imputados al inducirles a creer en la licitud de
su conducta.
No obstante, la Sentencia de 19 de junio de 2018 precisa que existe
una presunción iuris tantum de que la empresa matriz ejerce una
influencia decisiva sobre su filial, por lo que en el caso de que ésta
haya cometido una infracción habrá de probar que actuó de modo
autónomo.
Una particularidad final del juego de este elemento de la culpabilidad
en las sanciones administrativas es la admisión de la responsabilidad
de las personas jurídicas, frente al viejo principio universitas
delinquere non potest. Las últimas Leyes, sin embargo (Ley de
Mercado de Valores de 1988, Ley de Defensa de la Competencia de
2007, Ley General de Subvenciones de 2003, Ley de ordenación,
supervisión y solvencia de las entidades de crédito de 2014), están
extendiendo la responsabilidad de las personas jurídicas
cumulativamente a la de sus administradores –por vía subsidiaria en
el caso de infracción tributaria, artículo 40.1 LGT–. Así lo generaliza
hoy el ya citado art. 28 LSP.
Las Sentencias de la Audiencia Nacional de 30 de mayo y 4 de julio
de 2018 subraya al respecto que los miembros del Consejo de
Administración de la sociedad infractora tenían «el deber de saber»,
como especial extensión de su deber de diligencia, y no podían, en
consecuencia, alegar ignorancia de los problemas de
infracapitalización detectados en aquella. Las sociedades, por su
parte, pueden ser responsables por culpa in vigilando en caso de
infracciones cometidas por un empleado (Sentencia de 17 de julio de
2018).
257
En fin, la elevación a regla de la responsabilidad solidaria en todo
supuesto en que «el cumplimiento de las obligaciones previstas en
una disposición legal corresponda a varias personas conjuntamente»
(art. 28.3 LSP), es de constitucionalidad dudosa, como resulta de los
términos de la Sentencia constitucional citada de 26 de abril de 1990.
Plantea, como es notorio, un conflicto irresoluble con la exigencia de
proporcionalidad y con el principio de responsabilidad personal, la
«dimensión personalísima del ilícito» como acostumbra a decir la
jurisprudencia, en la medida en que impide tener en cuenta las
circunstancias, atenuantes y agravantes, eventualmente concurrentes
en cada uno de los responsables, como ha advertido con acierto la
Sentencia de 25 de enero de 1998. En cualquier caso, por aplicación
del principio de tipicidad, que la propia Ley proclama (art. 27.1 LSP),
estimamos que esa solidaridad deberá figurar en la Ley que establezca
el tipo legal de infracción, no pudiendo jugar ese artículo 28.3 LSP
como un tipo general e indeterminado.
D. Proporcionalidad
El principio de proporcionalidad se formuló como regla del Derecho
Penal en los orígenes modernos de éste, concretamente en la
Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789,
artículo 9.º, «penas estricta y evidentemente necesarias», conceptos
que pasan literalmente al artículo 8.º de la Declaración Universal de
Derechos Humanos, cuyo valor positivo en nuestro Derecho resulta
del artículo 10.2 de la Constitución. Supone, por lo pronto, una
correspondencia entre la infracción y la sanción, con interdicción de
medidas innecesarias o excesivas. El principio ha sido formulado más
expresamente por la jurisprudencia europea, tanto del Tribunal de
Justicia como del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en materia
sancionatoria. Nuestro Tribunal Supremo lo ha calificado de
«principio propio del Estado de Derecho», y en concreto uno de «los
principios constitucionales de garantía penal, comunes a todo
ordenamiento sancionador» (Ss. 10 junio 1981, 7 abril 1982, 29 enero
1983, etc.). Igualmente el Tribunal Constitucional (Sentencia
136/1999). Hoy lo declara el artículo 29 LSP, que obliga a las
Administraciones Públicas a observar «la debida idoneidad y
necesidad de la sanción a imponer y su adecuación a la gravedad del
258
hecho constitutivo de la infracción», así como a tener en cuenta para
la graduación de la sanción los criterios que enuncia (intencionalidad,
continuidad o persistencia de la acción infractora, perjuicios
causados, reincidencia por infracción de la misma naturaleza en el
plazo de un año).
La funcionalidad del principio no se limita, sin embargo, a asegurar
una correspondencia entre las infracciones y las sanciones
respectivas; debe estar presente inspirando toda la regulación de la
potestad sancionadora y de su ejercicio. Es expresiva en este sentido
la Sentencia de 28 de julio de 2016 que elimina por desproporcionada
y contraria al derecho a la intimidad la obligación impuesta a los
deportistas de estar localizados y disponibles todos los días del año a
efectos para la posible realización de controles antidopaje.
E. Derecho a la presunción de inocencia
Este derecho está hoy sustantivado en el artículo 24.2 de la
Constitución, referido en su redacción al proceso, pero cuya
significación general, como base del sistema general de la libertad, lo
hace necesariamente extensible a la materia sancionatoria
administrativa.
Hoy no hay sobre esta extensión de tan esencial derecho fundamental
la menor duda. El Tribunal Constitucional así lo ha declarado de
manera constante: «El derecho a la presunción de inocencia no puede
entenderse reducido al estricto campo del enjuiciamiento de
conductas presuntamente delictivas, sino que debe entenderse
también que preside la adopción de cualquier resolución tanto
administrativa como jurisdiccional que se base en la condición o
conducta de las personas de cuya apreciación derive un resultado
sancionatorio o limitativo de sus derechos» (S. 8 marzo 1985). El
artículo 53.2.b) LSP lo proclama hoy sin ambages cuando afirma que
en los procedimientos de naturaleza sancionadora los presuntos
responsables tendrán derecho «a la presunción de no existencia de
responsabilidad administrativa mientras no se demuestre lo contrario»
(vid. también el art. 178 LGT).
259
Este principio ha deshecho en la esfera sancionatoria administrativa
viejos privilegios procedentes en línea directa del antiguo Derecho de
policía: la presunción de verdad de las actas o denuncias de
funcionarios administrativos, la presunción de verdad del mismo acto
sancionatorio, que se beneficiaría de la situación posicional de todos
los actos administrativos que obligan a quienes disientan de los
mismos a una impugnación en la que el recurrente tendría la carga de
la prueba (aquí, nada menos, que la de probar su inocencia), la
admisión generalizada de la prueba por presunciones para eludir la
astucia de los infractores para ocultar o destruir las pruebas (así la
vieja jurisprudencia en materia de contrabando, p. ej. Ss. Sala 3.ª 29
enero, 3 junio y 8 junio 1970), etc. La presunción constitucional de
inocencia, con rango de derecho fundamental, supone que sólo sobre
la base de pruebas cumplidas, cuya aportación es carga de quien
acusa (aquí, la propia Administración, en su fase instructoria), podrá
alguien ser sancionado. La supuesta presunción de verdad de los actos
administrativos no es tal, sino un mecanismo de autotutela previa o
provisional que presume sólo la validez en tanto ésta no se destruya a
través de un medio impugnatorio (salvo las nulidades de pleno
derecho); pero la impugnación podrá basarse, justamente, en que la
Administración no ha alcanzado con sus pruebas a destruir esa
presunción constitucional de inocencia (así, expresamente, la S.
constitucional de 26 abril 1990, a la que luego nos referiremos); es
inimaginable imponer a alguien la carga de probar su inocencia, lo
que normalmente equivale a una probatio diabolica. Toda sanción ha
de apoyarse en una actividad probatoria de cargo o de demostración
de la realidad de la infracción que se reprime, sin la cual la represión
misma no es posible (Ss. 26 diciembre 1983, 20 febrero y 11 marzo
1985, 11 febrero 1986, 21 mayo 1987, 4 de febrero de 1991, etc.).
El problema de la supuesta presunción de verdad de las actas o
denuncias de los agentes administrativos (cuando en la esfera penal el
art. 297 LECrim atribuye a los atestados policiales el valor de meras
denuncias) ha de ser valorado desde esta misma perspectiva. La
Sentencia constitucional de 26 de abril de 1990 dejó indemne la
fórmula del artículo 145.3 LGT, en su redacción de 1985, que dice
que «las actas y diligencias extendidas por la Inspección de los
Tributos tienen naturaleza de documentos públicos y hacen prueba de
los hechos que motiven su formalización, salvo que se acredite lo
contrario», pero lo adicionó con un fallo interpretativo que
260
condiciona su constitucionalidad a la interpretación que ofrece su
Fundamento 8.B). Esta interpretación peca en sí misma de cierta
imprecisión, pero al menos ha quedado rigurosamente claro que «no
puede suscitar ninguna duda que la presunción de inocencia rige sin
excepciones en el ordenamiento sancionador y ha de ser respetado en
la imposición de cualesquiera sanciones, sean penales, sean
administrativas en general o tributarias en particular, pues el
ejercicio del ius puniendi en sus diversas manifestaciones está
condicionado por el artículo 24.2 de la Constitución al juego de la
prueba y a un procedimiento contradictorio en el que puedan
defenderse las propias posiciones. En tal sentido, el derecho a la
presunción de inocencia comporta: que la sanción esté basada en
actos o medios probatorios de cargo o incriminación de la conducta
reprochada; que la carga de la prueba corresponda a quien acusa,
sin que nadie esté obligado a probar su propia inocencia; y que
cualquier insuficiencia en el resultado de las pruebas practicadas,
libremente valorado por el órgano sancionador, debe traducirse en un
pronunciamiento absolutorio». De modo que «toda resolución
sancionadora, sea penal o administrativa, requiere a la par la certeza
de los hechos imputados, obtenida mediante pruebas de cargo, y
certeza del juicio de culpabilidad sobre esos mismos hechos, de
manera que el artículo 24.2 de la Constitución rechaza tanto la
responsabilidad presunta y objetiva como la inversión de la carga de
la prueba en relación con el presupuesto fáctico de la sanción». Por
tanto, «ha de excluirse a limine que el artículo 145.3 LGT establezca
una presunción legal que dispense a la Administración, en contra del
derecho fundamental a la presunción de inocencia, de toda prueba
respecto de los hechos sancionados». Lo que parece que, en el
razonamiento de la Sentencia, ha llevado a preservar la
constitucionalidad «bajo reserva de interpretación» de ese precepto,
es que el Tribunal Constitucional quiso precisar que las actas de la
inspección «no tienen la consideración de simple denuncia», sino que
es un elemento probatorio más, susceptible incluso de valorarse en
vía contencioso-administrativa junto con los demás elementos
probatorios, «sin necesidad de reiterar en dicha vía la actividad
probatoria de cargo practicada en el expediente administrativo». Pero
a continuación dice que esta regla no se aplica al proceso penal,
dentro del cual el acta de la inspección «tendrá el valor probatorio
como prueba documental que el Juez penal libremente aprecie». Esta
diferencia de efectos de las actas en el proceso contencioso-
261
administrativo y en el penal resulta profundamente equívoca, y
mucho más cuando lo que separa en esta materia la sanción
administrativa del delito penal es un simple límite de cuantía, de
modo que se admite difícilmente que la garantía del contribuyente se
modifique por encima o por debajo de 120.000 euros, cuando el
mismo precepto constitucional la ampara. La nueva LGT de 2003
reitera en su artículo 144.1 el texto del artículo 145.3 de la Ley
anterior, por lo que le es aplicable la doctrina constitucional
establecida a propósito de este último. El artículo 210 de la nueva
Ley, recoge, por otra parte, la precisión introducida en el sistema de
la precedente LGT por la Ley de Derechos y Garantías de los
Contribuyentes de 26 de febrero de 1998, precisando en su apartado 2
que «los datos, pruebas o circunstancias que obren o hayan sido
obtenidos en... los procedimientos de aplicación de los tributos... y
vayan a ser tenidos en cuenta en el procedimiento sancionador
deberán incorporarse formalmente al mismo antes de la propuesta de
resolución», lo que viene a subrayar la idea que ha quedado expuesta,
esto es, que las actas de inspección son un elemento probatorio más a
valorar junto con los demás que hayan sido incorporados al
expediente.
Así ha de entenderse también el artículo 77.5 LPAC: «Los
documentos formalizados por los funcionarios a los que se reconozca
la condición de autoridad y en los que, observándose los requisitos
legales correspondientes se recojan los hechos constatados por
aquéllos harán prueba de éstos salvo que se acredite lo contrario». En
todo caso esa prueba habrá de valorarse como todas las demás por el
órgano sancionador «según las reglas de la sana crítica» a las que se
refiere la Ley de Enjuiciamiento Civil (art. 77 LPAC).
Lo que la Sentencia constitucional de 26 de abril de 1990 quiso
preservar fue la singularidad esencial de las sanciones
administrativas, en que la apreciación de los hechos y el juicio de
culpabilidad se hacen por la Administración, en la vía administrativa
y bajo el control eventual y posterior de los Tribunales contencioso-
administrativos; este control no implica en nuestro sistema devolver
la integridad del poder sancionatorio a dichos Tribunales, que
deberían entonces actuarlo mediante la concentración de medios
probatorios en el juicio oral, al modo del proceso penal, sino que es
un control que se efectúa por la valoración a posteriori de esa
262
apreciación de hechos y ese juicio de culpabilidad que la
Administración ha realizado ya en el procedimiento sancionatorio (en
los sistemas alemán e italiano de las «infracciones del orden» y de la
despenalización la oposición del inculpado sí produce esa devolución
del poder sancionador, pero es en favor de un Tribunal penal de
Derecho común, no contencioso-administrativo, el cual impone por sí
mismo la pena originariamente). Pero ésa es toda la peculiaridad de
las sanciones administrativas, constitucionalizadas por el artículo 25,
como sabemos. Ello no tiene ninguna consecuencia en cuanto a la
presunción de inocencia del inculpado, presunción que deberá
respetar necesariamente la Administración y destruirla en su caso con
verdaderas pruebas de cargo, las cuales no podrán ser suplidas por la
libre estimación de ningún funcionario. Así lo reconoce, por lo
demás, la propia Sentencia.
Desde estos criterios, que son los constitucionales, debe interpretarse
el intento de asignar valor de prueba iuris tantum en materia de
Seguridad Ciudadana, artículo 37 de su Ley Orgánica, a las
«informaciones aportadas por los agentes de la autoridad que hubiere
presenciado los hechos».
F. Prescripción
Hasta la LPC/92 no existía una regulación general de la prescripción
en materia de sanciones administrativas, lo que se suplía, o bien por la
afirmación (que no faltó, aunque resulte sorprendente) de que el
Derecho sancionatorio administrativo no admitía la prescripción
como causa de extinción de las infracciones o de sus sanciones, o con
las reglas del CP, bien la general establecida para las faltas, bien
aplicando la gradación de plazos prescriptorios según la cuantía de las
multas penales. El artículo 132 LPC/92 aportó ya ese criterio general
que faltaba, estableciendo, tras una primera e injustificada remisión a
lo que dispongan las Leyes especiales a cada tipo de sanción, que las
infracciones muy graves prescriben a los tres años, las graves a los
dos y las leves a los seis meses; el dies a quo es la fecha de
realización de la infracción.
A su vez, las sanciones ya impuestas prescriben también en los
263
mismos plazos (dies a quo, la firmeza del acto sancionatorio), salvo el
de las impuestas por faltas leves, que es de un año en lugar de seis
meses.
Estos plazos se mantienen en la novísima LSP (art. 30).
Resta decir que los plazos se interrumpen: el de las infracciones, por
iniciación del procedimiento «con conocimiento del interesado»
(debiendo tenerse muy en cuenta la importante regla de caducidad
automática del art. 25.1.b LPAC); el de las sanciones, por iniciación,
con el mismo conocimiento del interesado, del procedimiento de
ejecución. Estas interrupciones de la prescripción cesan en sus
efectos, reanudándose el plazo transcurrido hasta entonces, si los
expedientes respectivos se paralizan durante más de un mes «por
culpa no imputable» al interesado.
El transcurso del plazo de prescripción de las infracciones no impide
exigir la reposición de la realidad alterada por éstas (Sentencia de 11
de julio de 2018).
III. LAS RELACIONES ENTRE LA POTESTAD
SANCIONATORIA ADMINISTRATIVA Y LA JURISDICCIÓN
PENAL
1. INCOMPATIBILIDAD Y «NON BIS IN IDEM»
Durante toda la vida de nuestro contencioso hasta el momento mismo
de la Constitución la jurisprudencia utilizó la doctrina de que,
tratándose de dos ordenamientos distintos, las sanciones
administrativas eran perfectamente compatibles e incluso
independientes respecto a las penales frente a unos mismos hechos.
De modo que cabía que por unos mismos hechos se sufriese una
doble punición (administrativa y penal) y, lo que resultaba aún más
chocante, unos mismos hechos podían estimarse de un modo por el
juez penal y de otro completamente distinto o hasta contradictorio por
la autoridad administrativa sancionatoria.
264
Hoy esta tesis está rectificada por el Tribunal Constitucional desde
una de sus primeras Sentencias, la de 30 de enero de 1981, que
estableció, por contra, el principio radicalmente contrario, el de non
bis in idem, principio que según el Tribunal Constitucional va
íntimamente unido a los principios de legalidad y tipicidad recogido
en el artículo 25 de la Constitución y por tanto participa de la
naturaleza de derecho fundamental. Doctrina reiterada: Sentencias
constitucionales de 27 de noviembre 1985, 23 mayo 1986, 18 de junio
de 1990, etc. De este modo se ha consolidado el criterio de la unidad
represiva entre sanciones administrativas y penas judiciales, que, en
efecto, el artículo 25 de la Constitución impone. El artículo 31 LSP
hoy lo proclama expresamente.
Una excepción admite nuestra jurisprudencia a la prohibición de la
doble sanción, la relativa a las sanciones disciplinarias y, en ciertas
condiciones especiales, a las que más atrás hemos llamado rescisorias
de actos administrativos favorables. La explicación de esta excepción,
que una buena parte de las veces no necesita materializarse en dos
procedimientos al estar incluida la pérdida o suspensión de los
derechos administrativos entre las penas accesorias de la principal
impuesta por el juez, se ha intentado derivar de la doctrina de la
«relación de sujeción especial», a la cual ya hemos opuesto serias
reticencias y con la que preferimos por ello no operar. La
constatación de que una persona ha cometido un delito puede tener,
por sí misma, una significación directa en el ámbito interno de la
organización que la potestad disciplinaria protege; que un notario
haga un uso indebido de su fe pública, o que un médico falsee sus
diagnósticos, o que un funcionario trafique con informaciones que
está obligado a mantener secretas, afecta, sin duda, al orden general y
la reacción penal estará justificada; pero también revela la presencia
en el seno de la corporación o de la organización de agentes contra
los que puede estar justificada una actuación disciplinaria que tutele o
depure el propio aparato, si las penas accesorias correspondientes no
producen por sí esa depuración.
Este supuesto de compatibilidad, excepción al principio general non
bis in idem, ha sido declarado por el Tribunal Constitucional, entre
otras en sus Sentencias 6 de junio de 1984, 21 de noviembre de 1984,
15 de noviembre de 1985 y 13 de noviembre de 1988.
265
2. PRECEDENCIA DEL ENJUICIAMIENTO PENAL SOBRE EL
ADMINISTRATIVO
Supuesto el principio general non bis in idem, que presupone que
unos mismos hechos no pueden ser objeto de penas judiciales y de
sanciones administrativas, se plantea ahora cuál de los dos órdenes
tiene preferencia para enjuiciar esos hechos. Esa primacía
corresponde al juez penal, como ha recordado la Sentencia
constitucional de 3 octubre 1983, según el viejo principio le criminel
tient le civil en état y el régimen general de la prejudicialidad (art. 4.1
LJ). El artículo 10.2 LOPJ ha limitado la tradicional automaticidad
del efecto suspensivo de la prejudicialidad penal sobre los demás
procesos a los supuestos de «que no pueda prescindirse [de la
Sentencia penal] para la debida decisión o que condicione
directamente el contenido de ésta». Entendemos que esta regla resulta
aplicable igualmente al procedimiento administrativo en curso (así,
art. 7 del Reglamento de 4 de agosto 1993 de procedimiento
sancionador).
3. LA AUTONOMÍA DEL ILÍCITO ADMINISTRATIVO FRENTE A LA
APRECIACIÓN PREJUDICIAL DEL JUEZ PENAL. LA LLAMADA
PREJUDICIALIDAD DEVOLUTIVA EN FAVOR DEL JUEZ
ADMINISTRATIVO
El artículo 3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal dispone que
«por regla general, la competencia de los Tribunales encargados de la
justicia penal se extiende a resolver, para sólo el efecto de la represión,
las cuestiones civiles y administrativas prejudiciales propuestas con
motivo de los hechos perseguidos cuando tales cuestiones aparezcan tan
íntimamente ligadas al hecho punible que sea racionalmente imposible su
separación».
Es la llamada cuestión prejudicial incidental en favor de la
jurisdicción penal o no devolutiva. Para resolver estas cuestiones
prejudiciales el juez penal, dice el artículo 7 de la propia Ley,
«se atemperará, respectivamente, a las reglas del Derecho civil o
266
administrativo en las cuestiones prejudiciales que... deba resolver».
Es, pues, esencial a este régimen que la apreciación por el juez penal
de un ilícito administrativo no produce fuerza de cosa juzgada en el
orden jurídico administrativo, por más que sea plenamente eficaz para
«el efecto de la represión penal» que el juez penal decide. Es el
mismo régimen, exactamente, que el que dispone, más claramente, el
artículo 4.2 LJ sobre las decisiones prejudiciales adoptadas en los
procesos contencioso-administrativos: «La decisión que se pronuncie
no producirá efectos fuera del proceso en que se dicte y no vinculará
al orden jurisdiccional correspondiente».
Pero la Ley de Enjuiciamiento Criminal ha dispuesto un caso
diferente de prejudicialidad, la llamada «devolutiva», en que el juez
penal no puede resolver por sí mismo, sino que debe suspender el
procedimiento y remitir de una manera previa la cuestión al Tribunal
contencioso-administrativo competente. Así lo formula el artículo 4
de dicha Ley:
«Sin embargo, si la cuestión [prejudicial] fuese determinante de la
culpabilidad o de la inocencia, el Tribunal de lo criminal suspenderá el
procedimiento hasta la resolución de aquélla por quien corresponda; pero
puede fijar un plazo, que no exceda de dos meses, para que las partes
acudan al Juez o Tribunal contencioso-administrativo competente... En
estos juicios será parte el Ministerio Fiscal».
Este precepto se interpretó siempre como una mera facultad del juez
penal, que se aplicó, además, rarísimamente durante el siglo largo de
vigencia de la Ley. Pero el Tribunal Constitucional, en una serie de
Sentencias recientes, ha rehabilitado ese precepto y lo ha hecho de
aplicación preceptiva sobre los principios constitucionales del juez
predeterminado por la Ley y de la tutela judicial efectiva, con objeto
de evitar la posible contradicción de Sentencias sobre un mismo
hecho. La situación de la que resultaron las Sentencias
constitucionales de 26 de febrero, 26 de marzo, 27 de mayo y 11 de
junio de 1996 era especialmente vivaz. Licenciados de Medicina
españoles habían obtenido en la República Dominicana el título de
Doctor en Odontología, que intentaron hacer valer en España al
amparo de un Convenio Internacional suscrito en 1953 entre esa
República y España, que establecía el principio de homologación
recíproca de los títulos académicos obtenidos en cada uno de los
267
países firmantes. El Ministerio español de Educación les denegó, no
obstante, tal homologación, a la vista de lo cual los interesados
interpusieron recurso contencioso-administrativo, que ganaron,
mientras que los Colegios de Odontólogos y Estomatólogos se
querellaron por delito de intrusismo, logrando Sentencias
condenatorias. Los interesados impugnaron en amparo estas últimas y
el Tribunal Constitucional las anuló, por entender que el Tribunal
penal «no podía extender a este elemento del tipo [el determinado por
la supuesta ilegalidad administrativa] su competencia», porque «el
ordenamiento jurídico impone la necesidad de deferir al
conocimiento de otro orden jurisdiccional una cuestión prejudicial»
de estas características, en virtud del citado artículo 4 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal.
Esta doctrina tiene hoy una importancia de gran relieve, ante la
criminalización que ha impuesto el Código Penal de 1995 de muchas
ilicitudes jurídico-administrativas (infracciones urbanísticas, de
medio ambiente, tributarias). La relación entre las dos jurisdicciones,
penal y contencioso-administrativa, queda así establecida sobre
nuevos criterios: la competencia prejudicial incidental en materias de
Derecho Administrativo corresponde al juez penal siempre que no
sean «determinantes de la culpabilidad o de la inocencia», pero con la
reserva de que la Sentencia penal carece de fuerza de cosa juzgada en
el orden jurídico-administrativo, sin que vincule, por tanto, el
posterior enjuiciamiento de los Tribunales contencioso-
administrativos; cuando la cuestión prejudicial administrativa sea
«determinante de la culpabilidad o la inocencia», el juez penal tiene la
obligación de «devolver» o deferir el pronunciamiento previo de
dicha cuestión a los Tribunales contencioso-administrativos, decisión
que vinculará a la jurisdicción penal; la falta de esta «devolución»
implicará una infracción del artículo 24 de la Constitución, revisable
en amparo.
IV. EL PROCEDIMIENTO SANCIONADOR
1. PRINCIPIOS GENERALES
268
Correspondiendo a la Administración la imposición de la sanción en
la institución que estamos estudiando, la Administración debe seguir
para llegar a ese acto sancionatorio un procedimiento formal. Así lo
enuncia el artículo 25.1 LSP: «La potestad sancionadora de las
Administraciones Públicas se ejercerá cuando haya sido
expresamente reconocida por una norma con rango de Ley, con
aplicación del procedimiento previsto para su ejercicio y de acuerdo
con lo establecido en esta Ley y en la Ley de Procedimiento
Administrativo Común de las Administraciones Públicas y, cuando se
trate de Entidades Locales, de conformidad con lo dispuesto en el
Título XI de la Ley 7/1985, de 2 de Abril». El artículo 63.2 LPAC
añade, por su parte, que «en ningún caso se podrá imponer una
sanción sin que se haya tramitado el oportuno procedimiento»,
precisión ésta dirigida a excluir las llamadas «sanciones de plano» o
sin procedimiento, que proscribió tempranamente la Sentencia
constitucional de 8 de Junio de 1981
La exigencia de un procedimiento es en materia sancionatoria
especialmente cualificada. Suple, en primer término, al proceso penal,
que es propio del Derecho común sancionatorio y debe dar cabida,
por consecuencia, a las mismas garantías de la libertad que
encuentran en el Derecho Procesal Penal su lugar propio. Se trata, en
segundo lugar, de combatir en el caso concreto una presunción
constitucional estrechamente ligada a la libertad, la presunción de
inocencia, según vimos. Todos los derechos de defensa del afectado
deben ser reconocidos por ello, como veremos infra. Está también la
circunstancia de que la Administración ha de ser a la vez instructora y
resolutora del expediente (aunque veremos que se intenta mantener
una distinción orgánica entre las dos funciones), asumiendo así dos
cualidades que el Tribunal Constitucional ha considerado un riesgo a
la imparcialidad del acto de juzgar (Sentencia de 12 julio 1988), y
aunque el mismo Tribunal Constitucional, en su Sentencia 26 abril
1990, ya citada, haya observado que «la imparcialidad e
independencia de los órganos del poder judicial no es, por esencia,
predicable con igual significado y en la misma medida de los órganos
administrativos», al menos ello obliga a una especial objetividad (art.
103.1 Constitución) en la tramitación y resolución del expediente. En
particular la Administración ha de justificar cuidadosamente en la
prueba de los hechos y en el Derecho la eventual sanción final que
concluya imponiendo y que constituirá un gravamen para el
269
sancionado. Finalmente, siendo esencial a los actos administrativos de
sanción la posibilidad de ser fiscalizados por un Tribunal (aunque
contencioso-administrativo y no penal, esto es, a posteriori, en forma
de impugnación del acto sancionatorio), que es por donde reaparece
el derecho a la tutela judicial efectiva del eventualmente sancionado,
el procedimiento administrativo ha de formalizarse lo necesario para
que ese derecho fundamental pueda ejercitarse y desarrollarse en
condiciones suficientes; no podrá darse por supuesto ningún trámite
esencial, las formas son todas aquí, en la conocida expresión de
IHERING, garantías de la libertad y, consecuentemente, condicionan ad
solemnitatem la validez de la sanción misma.
2. EL PROCEDIMIENTO GENERAL SANCIONADOR. REGLAS
COMUNES
La LPC de 1992 no sólo no reguló un procedimiento sancionador
común, sino que deslegalizó la materia al disponer en su artículo
134.1 que «el ejercicio de la potestad sancionadora requerirá
procedimiento legal o reglamentariamente establecido», lo que abrió
una brecha notable en el plano de las garantías al propiciar una
disgregación absoluta de una pieza esencial del régimen sancionador.
Un Reglamento de Procedimiento sancionador aprobado por Real
Decreto de 4 de Agosto de 1993 intentó colmarla, pero, como es
lógico, no puedo conseguirlo por razón de su rango.
Las novísimas Leyes de Régimen Jurídico del Sector Público y del
Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones
Públicas han intentado rectificar la situación creada por la Ley
precedente. La LSP ha restablecido, en efecto, el principio de
legalidad en la materia devolviendo a la Ley la regulación del
procedimiento sancionador, antes entregada al reglamento. Así se
desprende de su artículo 25.1: «La potestad sancionadora… se
ejercerá cuando haya sido expresamente reconocida por una norma
con rango de ley con aplicación del procedimiento previsto para su
ejercicio y de acuerdo con lo establecido en esta Ley y en la de
Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones
Públicas y, cuando se trate de Entidades Locales, de conformidad con
lo dispuesto en el Título XI de la Ley 7/1985, de 2 de Abril».
270
La LPAC, por su parte, consecuente con este punto de partida, ha
derogado expresamente el Reglamento de Procedimiento sancionador
de 4 de Agosto de 1993 y, aunque tampoco regula un procedimiento
sancionador completo, sí incrusta en la regulación general del
procedimiento que contiene varios preceptos concretos que pretenden
dar respuesta a los problemas singulares que pueden plantear este tipo
de procedimientos.
Así, el artículo 55.2, al referirse a la información y actuaciones
previas al inicio de un procedimiento, precisa que en el caso de
procedimientos de naturaleza sancionadora esas actuaciones «se
orientarán a determinar, con la mayor precisión posible, los hechos
susceptibles de motivar la incoación del procedimiento, la
identificación de la persona o personas que pudieran resultar
responsables y las circunstancias relevantes que concurran en unos y
otros». Es éste un trámite semejante en todo a las diligencias previas
que regula el artículo 789 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y,
aunque el artículo 55.2 LPAC no lo diga, requiere, como es natural, la
correspondiente notificación a los interesados para que puedan
participar en las mismas como convenga a su derecho.
La práctica de una información reservada no exime, sin embargo, del
deber de probar los hechos constitutivos de la infracción y la
culpabilidad de su autor (Sentencia de 30 de diciembre de 2017).
El artículo 63 establece, por su parte, que los procedimientos de
naturaleza sancionadora se iniciarán siempre de oficio y «establecerán
la debida separación entre la fase instructora y la sancionadora, que se
encomendarán a órganos distintos».
El acuerdo de incoación deberá contener al menos la identificación de
la persona o personas presuntamente responsables, los hechos que
motivan la incoación, su posible calificación y las sanciones que, en
principio, pudiesen corresponder, la identificación del instructor y del
secretario, el órgano competente para resolver y las medidas
provisionales que pudieren acordarse. En el acuerdo habrán de
incluirse igualmente dos indicaciones importantes, a saber: la
posibilidad de que el presunto responsable pueda reconocer
voluntariamente su responsabilidad, lo que dará lugar a la aplicación
de una reducción de la sanción de, al menos, un 20% (art. 85) y la
advertencia de que de no efectuar alegaciones en el plazo previsto
271
sobre el contenido del acuerdo de incoación, éste podrá ser
considerado propuesta de resolución cuando contenga un
pronunciamiento preciso acerca de la responsabilidad imputada (art.
64.2).
El acuerdo de incoación cumple así con carácter general la función
que tradicionalmente ha desempeñado el pliego de cargos, que ahora
ya sólo es preciso excepcionalmente en el caso de que en el momento
de dictarse aquel acuerdo no existan elementos suficientes para la
calificación de los hechos (art. 64.3).
En materia de prueba rigen también en esta clase de procedimientos
las reglas generales del artículo 77, que en su apartado 4 recuerda, sin
embargo, que los hechos declarados probados por resoluciones
judiciales penales vincularán a las Administraciones que los
sustancien.
El artículo 85 prevé, como ya quedó indicado, que cuando el infractor
reconozca su responsabilidad la cuantía de la sanción pecuniaria
podrá ser reducida, al menos en un 20%, porcentaje que puede ser
incrementado reglamentariamente.
Los artículos 89 y 90 precisan, en fin, las especialidades relativas a la
resolución de los procedimientos sancionadores, que debe ir
precedida de una propuesta, de la que habrá de darse traslado a los
interesados para que, a la vista de la misma y del expediente
administrativo que también habrá de ponérseles de manifiesto,
puedan formular las alegaciones y presentar los documentos que
consideran pertinentes (art. 89.2).
Esta propuesta de resolución, que tiene, como es obvio, un sentido
garantizador, puede ahorrarse en caso de inexistencia de los hechos,
falta de acreditación de los mismos, cuando los que hayan sido
probados no sean constitutivos de infracción, cuando no se hayan
podido identificar los responsables o éstos aparezcan exentos de
responsabilidad o cuando se concluya que la infracción ha prescrito
(art. 89.1).
En la resolución, que deberá incluir la valoración de las pruebas
practicadas, «no se podrán aceptar hechos distintos de los
determinados en el curso del procedimiento, con independencia de su
272
valoración jurídica», pero si el órgano competente considerase que la
infracción o la sanción revisten mayor gravedad que la apreciada por
la propuesta de resolución, será necesario notificarlo al interesado
para que pueda formular cuantas alegaciones considere convenientes
en el plazo de quince días (art. 90.2). Es explícita en este sentido la
Sentencia de 21 de octubre de 2014.
El artículo 90 establece, en fin, que la resolución de los
procedimientos sancionadores no será ejecutiva, hasta que no quepa
contra ella ningún recurso ordinario en vía administrativa y que
cuando adquiera este carácter «se podrá suspender cautelarmente si el
interesado manifiesta a la Administración su intención de interponer
recurso contencioso-administrativo», suspensión que se levantará si
transcurre el plazo sin que se interponga dicho recurso o si no se
solicita en el mismo del Tribunal la suspensión, así como cuando
dicho Tribunal resuelva sobre la suspensión que se le haya solicitado
(art. 90.3).
Si la conducta infractora hubiese producido daños o perjuicios a la
Administración y la cuantía de la indemnización a pagar por el
responsable no hubiera quedado determinada en el expediente, se
fijará en un procedimiento complementario, que será susceptible de
terminación convencional (arts. 90.4 y 86).
El vencimiento del plazo máximo para resolver producirá en estos
casos la caducidad del procedimiento y el consiguiente archivo de las
actuaciones, sin perjuicio de la posibilidad de abrir un nuevo
procedimiento de no haberse producido la prescripción [arts. 25.1.b) y
95].
La nueva LPAC ha dejado así margen suficiente para las normas
especiales que puedan reclamar las regulaciones sectoriales, pero ha
asegurado al propio tiempo un tratamiento común de las cuestiones
más importantes, que ahora cuentan con una legislación básica de
aplicación general de la que antes carecían.
3. LOS DERECHOS DE DEFENSA DEL INCULPADO
273
A. Vista del expediente y proposición de prueba
Como acabamos de ver la nueva LPAC define el derecho de vista del
expediente, derecho que incluye el de obtener copias de todos los
documentos contenidos en el mismo. Se sigue así la línea
jurisprudencial que había suplido un claro desfallecimiento de la
anterior LPA.
El derecho de formular alegaciones, así como el de proponer prueba
(definido en el art. 24.2 de la Constitución) se expresa, al menos, en
dos momentos del procedimiento: al iniciarse éste y al producirse la
«propuesta de resolución», más los supuestos de alteración en ésta de
la precalificación inicial de la infracción o de su sanción eventual y la
de realización por el órgano de resolución de «actuaciones
complementarias».
B. La aplicación de los derechos del artículo 24 de la Constitución
Tras la Constitución, la cuestión no parece admitir ya ninguna duda.
El artículo 24 de la misma consagra como derecho fundamental
precisamente el derecho a la defensa («sin que, en ningún caso, pueda
producirse indefensión»), y, más aún, especifica en el párrafo 2 una
serie de aplicaciones de ese derecho: derecho «a utilizar los medios
de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos,
a no confesarse culpables». El problema es que el texto del artículo
24 en sus dos párrafos se refiere al proceso y aquí estamos, por
hipótesis, en un procedimiento que no es judicial, sino administrativo.
Ahora bien, se comprende que esa posible objeción formal carecería
de consistencia. Si la propia Constitución es la que ha permitido,
como hemos visto, en su artículo 25 la dualidad del sistema represivo,
judicial-penal y administrativo, sería absolutamente incoherente
disminuir en una de esas dos formas las garantías mínimas de la
defensa. Argumento capital, al que no podría replicarse invocando la
posibilidad de que la sanción administrativa sea fiscalizable a
posteriori por el recurso contencioso-administrativo, porque este
recurso enjuicia un acto sancionador ya consumado cuya legalidad
274
valora; no es, pues, el Tribunal el que en este caso impone la sanción
y no hay el menor paralelismo entre el proceso contencioso-
administrativo y el proceso penal. Donde hay que situar todas las
garantías del derecho de defensa frente a las medidas represivas y en
garantía de la presunción constitucional de inocencia es, pues, en la
propia fase administrativa donde la sanción se produce, sin perjuicio
de todas las ulteriores defensas procesales ordinariamente disponibles
en todos los procesos contencioso-administrativos sin distinción.
Todos los derechos proclamados en el artículo 24 de la Constitución
como integrantes del derecho fundamental a la defensa son, pues,
aplicables exactamente al procedimiento sancionador. La mejor
jurisprudencia así lo ha establecido desde la básica Sentencia
constitucional de 8 de junio de 1981 que declaró que «los principios
esenciales reflejados en el artículo 24 de la Constitución en materia
de procedimiento han de ser aplicables a la actividad sancionadora de
la Administración en la medida necesaria para preservar los valores
esenciales que se encuentran en la base del precepto». En este mismo
sentido se pronuncia la Sentencia de 20 de junio de 1995, que precisa
el alcance de esta regla general «concretando que las garantías
aplicables a los procedimientos administrativos sancionadores son las
relativas a los derechos de defensa, a la presunción de inocencia y a la
actividad probatoria». Igualmente, es la doctrina del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos, Sentencia Ozturk de 1984 y otras
sucesivas.
El primero de esos derechos, que condiciona todos los demás como
advierte la Sentencia constitucional de 24 de mayo de 1983, es el de
ser informado de la acusación. Este derecho se cumple con el traslado
del acuerdo de incoación (y de no ser posible con el de un ulterior
pliego de cargos), en el que ha de concretarse la posición acusatoria
con expresa referencia a los hechos que se imputan y a la calificación
jurídica que merecen a la Administración (Sentencia constitucional de
2 de diciembre de 1987). La ampliación ulterior de esa acusación
inicial a nuevos hechos o la eventual condena por causas distintas a
las consignadas en el pliego viciarían de nulidad la resolución del
expediente (Sentencia de 8 de noviembre de 1990), a menos,
naturalmente, que se hubiere dado a los imputados oportunidad de
defenderse de esas nuevas imputaciones. Idéntica calificación de
nulidad aplica la Sentencia constitucional de 6 de febrero de 1987 al
275
aumento de la sanción resultante de la aplicación de una agravante de
reincidencia no advertida previamente.
Especial atención reclama a su vez la Sentencia constitucional ya
citada de 26 de abril de 1990, que previniendo, en términos quizás
algo adustos, de «intentos apresurados de trasladar mecánicamente
garantías y conceptos propios del orden penal a actuaciones y
procedimientos administrativos alejados del mismo» (aunque
refiriéndose, expresamente, debe precisarse, al procedimiento «de
gestión tributaria» y no al sancionador, lo que explica la referencia a
«procedimientos administrativos alejados» del orden penal), se ha
enfrentado con el importante tema de si el «deber de colaboración»
del contribuyente puede enervarse por el derecho constitucional a no
declarar contra sí mismo. Concluyó que «no existe un derecho
absoluto e incondicionado a la reserva de los datos económicos del
contribuyente con relevancia fiscal esgrimible frente a la
Administración tributaria», derecho que «dejaría desprovisto de toda
garantía y eficacia el deber tributario que el artículo 31.1 de la
Constitución consagra». Se refería la Sentencia al texto del artículo
83.3. f) LGT, en su redacción de 1985, que preveía una sanción de
multa por «falta de aportación de pruebas y documentos contables o
negativa a su exhibición», precepto que absolvió de toda objeción
constitucional. Pero deben notarse dos cosas importantes: una, que la
negativa de que exista ese supuesto derecho se refiere a un «derecho
absoluto e incondicionado» precisamente; y dos, y quizás de manera
especial, que el párrafo final de la Sentencia es que en «el tenor del
artículo 83.3. f) LGT... el sustantivo “pruebas” no es utilizado por
dicho precepto en un sentido estricto o técnico-jurídico, sino más bien
como concepto equivalente, redundante y sinónimo de la expresión
“documentos contables” que la propia norma emplea». Así, pues, en
último extremo la Sentencia, aun sin recogerlo en el fallo, ha
restringido el alcance de ese deber de colaboración fiscal a la
aportación de los documentos contables, se sobreentiende que los que
el contribuyente tiene el deber de llevar o conservar, pero incluso en
este «procedimiento de gestión» y no sancionador ha mantenido el
derecho de no «declarar» contra sí mismo («cuando el contribuyente
aporta o exhibe los documentos contables pertinentes no está
haciendo una manifestación de voluntad ni emite una declaración que
exteriorice un contenido admitiendo su culpabilidad», dice también la
Sentencia). Se comprende, en cualquier caso, que resulte difícil
276
admitir que el nivel del derecho de defensa se modifique por debajo o
por encima de la cuantía de 120.000 euros, límite que separa a la
infracción administrativa del delito en esta materia fiscal.
Por lo demás, el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas,
Sentencia Solvay de 18 de octubre de 1989, ha consagrado como
principio general europeo el derecho a no declarar contra sí mismo en
el orden administrativo, incluso en la fase de inspección: «ciertos
derechos de defensa... deben ser respetados en la inspección previa.
La Comisión no puede imponer a la empresa la obligación de
suministrar las respuestas en aquellos casos en que ello supondría
admitir la existencia de la infracción, pues corresponde a la Comisión
–se trataba de un expediente en materia de defensa de la
competencia– establecer la prueba». Doctrina capital, cuya aplicación
al Derecho español parece difícil esquivar. Recordemos que el
artículo 135 LPC se limita en esta materia a decir que el presunto
responsable tiene derecho a «utilizar los medios de defensa admitidos
por el Ordenamiento que resulten procedentes», sin otra
especificación.
Es, pues, repudiable la idea del absoluto dominio del expediente
sancionador por la Administración, debiendo reconocerse el derecho
del encausado a proponer y presenciar las pruebas «pertinentes»
(concepto jurídico indeterminado que será controlable por la
jurisdicción), así como a la vista y audiencia de la totalidad de las
actuaciones del expediente y a no declarar contra sí mismo, contra el
criterio, que lucía en alguna vieja norma sancionatoria, de que el
eventual silencio de dicho encausado deba o pueda interpretarse como
una hipotética confesión de culpabilidad. La carga de la prueba es
entera de la Administración, que concentra las funciones de acusador
y decisor, y el procedimiento es enteramente contradictorio, con la
plenitud de los derechos constitucionales de defensa.
V. LAS MEDIDAS SANCIONATORIAS ADMINISTRATIVAS
1. LAS CLASES DE MEDIDAS SANCIONATORIAS Y EL PROBLEMA
DE SU LIMITACIÓN
277
Según las sanciones administrativas sean disciplinarias estrictamente
tales o de otro carácter tendrán un diferente contenido. Las primeras
son típicamente sanciones de privaciones de derechos no personales o
funcionariales (del derecho al cargo: separación o suspensión
temporal; o a la residencia: traslado; o a la retribución: pérdida de
remuneraciones; cfr. art. 14 del Reglamento de Régimen Disciplinario
de 10 de enero de 1986), o de los derechos creados por los actos
administrativos de cuya titularidad se ha abusado, según la técnica
rescisoria ya expuesta más atrás. En materia de orden público, es
característica la clausura de las fábricas, locales o establecimientos
desde seis meses y un día a dos años (art. 39.2 de la Ley Orgánica de
Protección de la Seguridad Ciudadana de 30 de marzo de 2015), o la
expulsión del territorio español si el infractor es extranjero (ibidem,
art. 28.3). La Ley General de Subvenciones de 2003 prevé también la
posibilidad de imponer sanciones no pecuniarias consistentes en la
prohibición de volver a solicitar ayudas durante un plazo de hasta
cinco años, de actuar como entidad colaboradora o de contratar con la
Administración por un período de tiempo semejante (artículo 59.3).
Fuera de estos casos, la medida sancionatoria administrativa por
excelencia es la multa. Hasta la Constitución lo fue también la
detención personal, aunque ello resulte asombroso.
La tendencia a incluir entre las sanciones administrativas el arresto o
detención personal comenzó apoyándose en la técnica de la
responsabilidad personal subsidiaria en caso de impago de las penas
de multa, técnica que regulaba el artículo 91 del anterior CP. Este
apoyo determinó la fijación inicial del límite de esta detención
administrativa en el plazo de quince días, que es el que impone el
citado precepto cuando la sanción se hubiese impuesto por razón de
falta, plazo que se mantuvo en el siglo XIX y en el XX hasta la Ley
de Orden Público de 1933, que lo elevó a un mes, que se convirtieron
en tres en la reforma legal de 1971. La superación del límite del CP se
había consumado hace ya tiempo, admitiéndose privaciones de
libertad directas y no subsidiarias (así en la Ley de Pesca Fluvial de
1942), que incluso llegaron hasta el plazo de tres años (infracciones
monetarias, Ley de 1938) y subsidiarias de hasta cuatro años (en
materia de contrabando, Ley de 1964). Bien se comprende que esto
no es sino la muestra extrema del fenómeno de expansión
degenerativa de la potestad sancionatoria de la Administración, sin
278
paralelo en otros Derechos occidentales. Ha tenido que ser la
Constitución la que ha cortado ese camino mediante un precepto
explícito, el artículo 25.3: «La Administración civil no podrá imponer
sanciones que directa o indirectamente impliquen privación de
libertad». El artículo 29.1 LSP afirma otro tanto incluyendo un
rotundo «en ningún caso». El criterio es rotundo y su justificación
más que obvia, como exigencia elemental de la libertad personal y de
su garantía judicial exclusiva y plenaria.
El problema más importante de la multa es el de su cuantía legítima.
Hay un principio general que procede del CP de 1848 y que se
mantuvo en todas sus revisiones hasta el CP actual de 1995, en que ha
desaparecido, según el cual, y salvo el caso de que otra cosa fuese
dispuesta «por leyes especiales», las facultades sancionatorias de la
Administración no podrían exceder de las que el Libro III del CP,
relativo a las faltas, establece en favor de las autoridades judiciales.
El artículo estaba configurado como un límite a las «ordenanzas
municipales y demás reglamentos generales y particulares de la
Administración», por medio de los cuales «no se establecerán –dice–
penas mayores que las señaladas por este Libro».
Esto precisado, hay que añadir que fueron muchas las «Leyes
especiales» que atribuyeron a las autoridades administrativas la
facultad de imponer a los ciudadanos multas de cuantía enormemente
superior a las establecidas en el CP. He aquí, sin embargo, algunas
cuantías de multas administrativas autorizadas por la Ley o, incluso,
por simples Decretos:
– Texto Refundido de la Ley General para la defensa de
consumidores y usuarios de 16 de noviembre de 2007, art. 51.1:
infracciones muy graves entre 15.025,31 y 601.012,10 euros,
«pudiendo rebasar dicha cantidad hasta alcanzar el quíntuplo del
valor de los bienes o servicios objeto de infracción».
– Ley de Residuos y Suelos contaminados de 28 de julio de 2011:
infracciones muy graves hasta 1.750.000 euros.
– Ley de Aguas, Texto Refundido de 20 de julio de 2001:
infracciones muy graves, art. 117, hasta 1.000.000 euros.
– Ley de Costas de 1998, modificada por Ley de 29 de mayo de 2013,
279
art. 99: infracciones muy graves: Consejo de Ministros más de
1.200.000 euros.
– Ley de Calidad del Aire y Protección de la atmósfera de 15 de
noviembre de 2007, art. 31: infracciones muy graves hasta 2.000.000
euros.
– Ley de Patrimonio Natural y de la Biodiversidad de 13 de diciembre
de 2007, art. 77, hasta dos millones de euros.
– Ley del Sector Eléctrico de 26 de diciembre de 2013, art. 67:
infracciones muy graves hasta 60.000.000 de euros.
– Ley de Telecomunicaciones de 9 de mayo de 2014, art. 79:
infracciones muy graves: por importe no inferior al tanto, ni superior
al quíntuplo del beneficio bruto obtenido y, si no es posible aplicar
este criterio, hasta 20 millones de euros.
– Ley de ordenación, supervisión y solvencia de las entidades de
crédito de 26 de junio de 2014, art. 97: infracciones muy graves: de
entre el triple y el quíntuplo del importe de los beneficios derivados
de las infracciones o de entre el 5 y el 10% del volumen de negocio
neto anual de la entidad sancionada.
La Ley de 10 de julio de 2003 de la Viña y el Vino prevé en su
artículo 42.3 multas de hasta 300.000 euros, permitiendo, además,
rebasar este límite «hasta el 10% del volumen de ventas del producto
objeto de infracción correspondiente al ejercicio inmediato anterior».
La Ley de Defensa de la Competencia de 3 de julio de 2007 prevé
igualmente la imposición de multas hasta el 1, el 5 o, incluso, el 10%
del volumen total de negocios de las empresas infractoras en el
ejercicio inmediatamente anterior (artículo 63).
Estos preceptos plantean un verdadero reto al jurista, porque resulta
bastante obvio que tal técnica de ilimitación de las sanciones, o de
límites realmente exorbitantes y convencionales, es absolutamente
contradictoria con exigencias elementales del Estado de Derecho. Por
de pronto, con dos: con el principio de legalidad de las penas (nulla
poena sine lege), que se incluye en el artículo 25.1 de la Constitución,
y que proscribe absolutamente las sanciones indeterminadas, y con el
280
artículo 33 de la Constitución, que reconoce y ampara la propiedad
privada y prohíbe de manera indirecta, pero clara la pena de
confiscación de bienes, confiscación a la que se puede llegar muy
fácilmente con la aplicación de estos preceptos. El artículo 17 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos (aplicable por el
artículo 10.2 de la Constitución) establece que «nadie será privado
arbitrariamente de su propiedad».
Por el juego combinado y sistemático de esos principios
constitucionales no puede admitirse, pues, una interpretación
simplista de esas Leyes que facultan multas ilimitadas de derecho o
de hecho. A nuestro juicio, parece forzoso establecer que esa cláusula
en blanco debe ser rellenada necesariamente con la estimación de la
finalidad resarcitoria y de comiso de los efectos de la infracción que
se acumulan en la multa, según lo que luego veremos. En otros
términos: la ilimitación o los límites excesivos llaman a la cuantía del
resarcimiento o del importe de los beneficios ilícitos obtenidos de la
infracción por el culpable, beneficios que han de ser decomisados, no
a una verdadera facultad sancionatoria estrictamente tal, la cual hay
que entender necesariamente limitada, en su estricto sentido, a la cifra
inicial de que se parte («a partir de»). De este modo, cualquier cifra
de la multa por encima de esa cifra última tasada sólo podrá admitirse
en virtud de, al menos, un principio de prueba que justifique dicho
exceso en la finalidad resarcitoria o de comiso de los efectos de la
infracción, en correlación, pues, con los daños o perjuicios a resarcir
o con la cuantía de dichos efectos, o de los dos. Por primario y
grosero que sea el derecho sancionatorio administrativo, y ya vamos
viendo que lo es bastante, otra solución no puede admitirse,
simplemente.
En cualquier caso, es siempre invocable en cuanto a la fijación de la
cuantía de las multas el principio de proporcionalidad, que el artículo
29 LSP ha realzado, lo que es otra vía posible de corregir los excesos
que resultan de esas normas con sanciones exorbitantes.
2. LAS MEDIDAS ACCESORIAS: INCAPACIDADES, COMISO Y
RESPONSABILIDAD CIVIL DERIVADA DE LA INFRACCIÓN
281
Hay, quizá, un cierto exceso en la simetría con el Derecho Penal
cuando hablamos aquí de efectos accesorios de las medidas
sancionatorias administrativas, y más aún, todavía, al incluir entre
tales efectos el tema de la eventual responsabilidad civil por los daños
y perjuicios que haya causado la infracción, lo cual es bien sabido que
no tiene en el Derecho Penal condición de pena accesoria, sino de la
entrada en juego de una responsabilidad independiente. Pero esta
objeción previa, que nosotros mismos formulamos, no nos impide
seguir adelante con este epígrafe, aun admitiendo el
convencionalismo de su enunciado, por razones que se nos harán
presentes a través de su desarrollo.
A) Con frecuencia las medidas sancionatorias administrativas
producen un efecto accesorio de incapacitar al sancionado para
determinadas titularidades administrativas. Para contratar con la
Administración, por ejemplo: artículo 71.1.b) LCSP. Ley de Costas,
artículo 94.4: «Inhabilitación para ser titular de autorizaciones y
concesiones por un plazo de uno a tres años».
Estas inhabilitaciones accesorias no necesitan ser pronunciadas en el
acuerdo sancionatorio, produciendo sus efectos ipso iure. Falta, por
otra parte, un sistema general de anotaciones, salvo en materia
disciplinaria funcionarial (art. 93 LFCE).
B) El tema del comiso de los instrumentos y efectos de la infracción
sancionada (que es en el Derecho Penal una consecuencia accesoria
preceptiva, art. 127 CP: «toda pena que se imponga por un delito o
falta dolosos llevará consigo la pérdida de los efectos que de ellos
provengan y de los instrumentos con que se haya ejecutado, así como
las ganancias provenientes del delito... Los unos y las otras serán
decomisados») es un tema importante y, como tantos otros de esta
singular aplicación de las potestades administrativas, menospreciado
casi totalmente por la regulación legal. Sólo excepcionalmente se
encuentra en la legislación administrativa una precisión de este
problema: así en la Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003 (art.
79: «La Administración competente podrá acordar el decomiso tanto
de los productos forestales ilegalmente obtenidos, como de los
instrumentos y medios utilizados en la comisión de la infracción»); en
la Ley de Caza de 4 de abril de 1970, artículos 50 y 51; en la de Pesca
Fluvial de 20 de febrero de 1942, artículo 59, párrafo III; en el
282
artículo 21 de la Ley de Semillas y Plantas de 30 de marzo de 1971;
en el artículo 43 de la Ley de la Viña y del Vino de 10 de julio de
2003; en el artículo 52 del Texto Refundido de la Ley General para la
defensa de los consumidores y usuarios de 16 de noviembre de 2007;
artículo 39.2.b) de la Ley de Seguridad Ciudadana de 30 de marzo de
2015.
La falta de una regulación objetiva de este tema, especialmente por lo
que hace a la privación de los beneficios ilegales obtenidos mediante
la infracción que se sanciona, ha hecho que esa privación intente ser
hecha valer a través de la multa principal, lo cual es una de las
razones más notorias de la impresionante inflación de estas multas y,
en particular, de la admisión de cuantías indeterminadas –o
virtualmente indeterminadas– en la fijación de las mismas, que ya
hemos analizado. En efecto, eso es patente en materia urbanística; el
artículo 228 LS de 1976 incluye un apartado 7, que dice: «En las
parcelaciones ilegales el importe de la multa alcanzará una cantidad
igual a todo el beneficio obtenido, más los daños y perjuicios». Del
mismo modo, en las sanciones en materia de consumo, en el sector
vinícola, en el de las telecomunicaciones, en el mercado de valores,
en materia de costas, etc. La nueva LSP ha generalizado esta regla en
su artículo 29.1 («el establecimiento de sanciones pecuniarias deberá
prever que la comisión de las infraestructuras tipificadas no resulte
más beneficioso para el infractor que el cumplimiento de las normas
infringidas»). La multa ha de cumplir, pues, a la par que su función
sancionatoria típica, una anómala función de decomiso de los efectos
obtenidos a través de la infracción, de modo que absorba la totalidad
del beneficio ilegal obtenido por el infractor. Aunque no tan
claramente, el mismo principio subyace en todos los casos en que la
cuantía de la multa se fija por relación a la cuantía de la infracción
(infracciones tributarias, de contrabando, prácticas restrictivas de la
competencia, etc.) y en la casi generalidad de los casos (fuera de la
materia de orden público, en que la magnitud de la multa se orienta
sólo al fin aflictivo estricto) en que las cuantías autorizadas para los
importes de las multas o son muy altas o son ilimitadas.
C) Por último, queda el importante tema de la responsabilidad civil
por los daños y perjuicios que deriven de la infracción. Hasta la
aparición de la novísima LSP no había en nuestro Derecho
Administrativo un principio general análogo al del artículo 109 CP y,
283
menos aún, una acumulación procesal de la exigibilidad de esa
responsabilidad en el mismo procedimiento en que se hace efectiva la
sanción, como disponen en materia penal los artículos 108 y sigs.
LECrim. Alguna precisión de la exigencia paralela por la
Administración de los daños y perjuicios que la infracción le cause
podía encontrarse en la Ley de Aguas, artículo 118 (reposición de las
cosas a su estado anterior y daños y perjuicios ocasionados al servicio
público), idem Ley de Costas, artículo 95, artículo 59 de la Ley de
Pesca Fluvial de 20 de febrero de 1942, artículo 49 del Reglamento
de la Ley de Caza de 25 de marzo de 1971, artículo 81 de la Ley de
Minas de 21 de julio de 1973 (por infracción de las prescripciones de
protección del medio ambiente), artículo 228 LS 76, artículo 77 de la
Ley de Montes de 21 de noviembre de 2003, etc.
En materia de subvenciones el reintegro de las cantidades percibidas
en caso de incumplimiento del objetivo previsto, de los compromisos
asumidos o de la obligación de justificación que la Ley establece y la
imposición de sanciones son objeto de procedimientos separados, lo
que plantea algunas dificultades (vid. artículos 41 y 67 de la Ley
General de Subvenciones de 2003).
La nueva LSP ha resuelto las dificultades precedentes al afirmar con
carácter general en su artículo 28.1 que «las responsabilidades
administrativas que se deriven de la comisión de una infracción serán
compatibles con la exigencia al infractor de la reposición de la
situación alterada por el mismo a su estado originario, así como con
la indemnización por los daños y perjuicios que será determinada y
exigida por el órgano al que corresponda el ejercicio de la potestad
sancionadora».
Es dudoso aún que, sin una Ley expresa que lo ampare, la
Administración pueda imponer una reparación en favor de terceros
dañados; se trata de una cuestión inter privatos, expresión
característica de un litigio civil, en el cual las facultades decisorias de
la Administración están fuera de lugar. Así lo declaró un Real
Decreto de competencia de 13 de enero de 1917 a propósito de lo
dispuesto en el Reglamento de 18 de diciembre de 1890, sobre
indemnizaciones de los daños producidos a la agricultura por la
industria minera, que, como el Reglamento sobre aterramiento e
infección de cauces públicos de 16 de noviembre de 1900 (art. 26),
284
ofrecía a los perjudicados la posibilidad de reclamar ante el
Gobernador civil de la provincia la indemnización a que estimaren
tener derecho. En el mismo sentido se pronunció el Tribunal
Supremo, Sala 1.ª, en Sentencia de 10 de noviembre de 1924,
declarando que «esta cuestión sólo se puede ventilar conforme a las
reglas del Derecho común ante los Tribunales ordinarios». Una
normativa reciente, la Ley de Caza de 4 de abril de 1970 y su
Reglamento de 25 de marzo de 1971, ha resucitado, sin embargo, la
fórmula de aquellos viejos Reglamentos. Así, el artículo 49.9 del
Reglamento de la Ley de Caza dispone que la propuesta de resolución
de los expedientes sancionadores incluirá la «determinación y
tasación de daños y perjuicios, especificando las personas o Entidades
que los hubieren sufrido». El número 18, apartado b), del propio
precepto establece que una vez «firme la resolución se procederá al
pago a las personas o Entidades perjudicadas de las cantidades
cobradas para indemnizar daños y perjuicios. Si aquéllas fuesen
indeterminadas, el importe de las indemnizaciones se ingresará en la
Caja Central del Servicio para su empleo en obras o actividades que
repercutan directamente en beneficio de la caza». Si no cuentan con
expreso respaldo de Ley las normas puramente reglamentarias no
tienen fuerza para derivar la competencia judicial en una competencia
administrativa.
Los artículos 176 y siguientes LGP (siguiendo la tradición legislativa
inmediata: Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda
Pública de 1911), declaran el principio de responsabilidad civil hacia
la Hacienda Pública de las autoridades y funcionarios de cualquier
orden que causen daños y perjuicios a la misma en su gestión por
dolo, culpa o negligencia graves, con infracción de los preceptos de la
propia Ley, salvo quienes salven en el expediente su responsabilidad
mediante observación escrita de ilegalidad o improcedencia del acto
(art. 179); la responsabilidad será colectiva entre cuantos han
intervenido en el acto, pero sólo tendrá carácter solidario en caso de
dolo. Esta responsabilidad se hará valer por el órgano jurisdiccional
especial que es el Tribunal de Cuentas en caso de alcance o
malversación de los fondos públicos, y en todos los demás casos,
aunque pueda intervenir dicho Tribunal, «la responsabilidad será
exigida en expediente administrativo instruido al interesado» (art.
180), ejecutable mediante la vía de apremio (art. 181). Pero esta
administrativización del procedimiento, aparte de estar construida por
285
una Ley formal, puede explicarse dentro del plus de poderes propios
de las sanciones disciplinarias más que como una medida general; a
contrario, pues, cabe deducir la regla opuesta para los supuestos no
comprendidos en estos preceptos de la LGP.
VI. LA EFECTIVIDAD DE LAS SANCIONES Y SU
IMPUGNACIÓN JURISDICCIONAL. SUSPENSIÓN, «SOLVE ET
REPETE» Y «REFORMATIO IN PEIUS»
Como ya quedó dicho, el artículo 90.3 LPAC aplaza la ejecutividad
de las resoluciones sancionatorias al momento en que adquieran
firmeza en vía administrativa bien por no haber sido impugnadas en
esta vía, bien por haber sido desestimados los recursos interpuestos.
El mero anuncio del propósito de interponer recurso contencioso-
administrativo prolonga también el aplazamiento de la eficacia de
dichas resoluciones, como también se dijo.
Una vez eficaz la resolución, el pago de la multa por ella impuesta
habrá de hacerse normalmente (salvo que la Administración que haya
impuesto la multa sea otra Administración territorial), por medio de
«papel de pagos al Estado», que son efectos timbrados especiales que
se editan por la Hacienda con fines recaudatorios (art. 28 del
Reglamento General de Recaudación de 20 de diciembre de 1990).
Antes se requería excepción legal para que el ingreso tuviera lugar de
otra manera, pero ahora parece haberse invertido la regla (art. 23.2 del
mismo Reglamento de Recaudación).
Existe una cierta regulación específica en favor de la eventual
participación de los denunciantes o descubridores (particulares,
Inspectores o agentes) en el importe de las multas; por ejemplo, en
materia de contrabando, artículo 97 de la antigua Ley de 16 de julio
de 1964, mantenida como un «derecho» de los funcionarios «y
fuerzas» en la disposición transitoria 3.ª de la Ley vigente de 13 de
julio de 1982. Parece que esta técnica se extiende a la gestión
tributaria según la Ley de Presupuestos para 1991 que descentraliza
esa función en una «Agencia Estatal de la Administración
Tributaria», actuando en régimen de Derecho privado, entre cuyos
ingresos figura «un porcentaje de la recaudación que resulte de los
286
actos de liquidación realizados por la Agencia» (art. 103.5).
Esta regulación, justificada acaso en una eficacia pragmática,
infringe, sin embargo, principios sustanciales de objetividad en la
actuación sancionatoria, de obligada observancia para toda la
actuación administrativa y especialmente exigibles en materia
represiva (art. 6.º Convenio Europeo de Derechos Humanos, aplicable
por art. 10.2 de la Constitución).
Cuestión distinta a ésta es la posibilidad que el artículo 82.4 LPAC
contempla de eximir de la sanción al denunciante que habiendo
participado, junto con otras personas, en la comisión de la infracción
«sea el primero en aportar elementos de prueba que permitan iniciar
el procedimiento o comprobar la infracción». El propio artículo 82
permite al órgano competente para resolver reducir el importe de la
multa o de la sanción que, en principio, correspondería al
denunciante-infractor siempre que éste facilite elementos de prueba
que aporten un valor añadido significativo respecto de aquellos otros
de los que ya se disponga.
Las multas gubernativas se benefician de la ejecución forzosa sobre el
patrimonio del responsable, ejecución que es normalmente impuesta
por medios administrativos, artículos 99 y sigs. LPAC, 10.1 y 12.1
LGP y 163 y siguientes LGT.
La Constitución de 1978 y su progresiva interpretación por el
Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo han erradicado los
inaceptables y onerosos privilegios que tradicionalmente han
acompañado al ejercicio por la Administración de la potestad
sancionadora, como la exigencia del previo pago o depósito del
importe de la sanción para poder recurrir contra la misma en la vía
contencioso-administrativa, el odioso solve et repete, que limitaba a
los ricos la posibilidad misma de recurrir.
También ha desaparecido ya la grosera y arcaica técnica
procedimental de la reformatio in pejus, que permitía al órgano
competente para conocer de los recursos interpuestos contra una
sanción agravar ésta, lo que implicaba una inadmisible coacción
capaz en muchos casos de inhibir el ejercicio del derecho de recurso.
El aplazamiento de la ejecutividad de las sanciones en caso de recurso
287
que acaba de establecer el artículo 90 LPAC, deja la efectiva
ejecución de las mismas en manos de los Tribunales, que suelen
acceder a la solicitud de suspensión formulada por los recurrentes si
se presta por éstos caución bastante.
Todo esto ha aclarado el panorama, hasta hace poco muy negro, de la
impugnación de las sanciones y de la validez misma del recurso
contencioso-administrativo ordinario como técnica de garantía frente
a la actividad sancionatoria de la Administración. Aun así, hay
razones para sostener la conveniencia de reorientar la garantía judicial
en este ámbito de la actividad represiva de la Administración hacia
una entrada en juego de los jueces penales como instancia revisora,
así como de las garantías del proceso penal, de lo que no faltan
ejemplos en el Derecho Comparado o, como mínimo, hacia el
establecimiento de un proceso contencioso-administrativo especial
para la materia sancionatoria que diese cabida o garantías no menores
y, por de pronto, a una cognición completa del problema de fondo en
su conjunto y no sólo de verificación de la legalidad extensa de la
actuación administrativa sancionatoria. Es lástima que la LJ no haya
seguido este camino.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: L. ALARCÓN, La garantía non bis in idem
y el procedimiento administrativo sancionador, Iustel, Madrid, 2008;
T. CANO CAMPOS, El autismo del legislador: la «nueva» regulación de
la potestad sancionadora de la Administración, en el núm. 201 de la
Revista de Administración Pública; A. DOMÍNGUEZ VILA, Constitución
y Derecho sancionador, Madrid, 1997; J. GARBERÍ LLOBREGAT, La
aplicación de los derechos y garantías constitucionales a la potestad
y al procedimiento administrativo sancionador, Madrid, 1989; El
procedimiento administrativo sancionador, Valencia, 1998; M. J.
GALLARDO, Los principios de la potestad sancionadora. Teoría y
práctica, Iustel, Madrid, 2008; E. GARCÍA DE ENTERRÍA, La
problemática puesta en aplicación de la LRJ-PAC: el caso del RD
1398/1993, de 4 de agosto, que aprueba el Reglamento del
procedimiento para el ejercicio de la potestad sancionadora, en
«REDA», núm. 80; La nulidad de los actos administrativos que sean
constitutivos de delito ante la doctrina del Tribunal Constitucional
sobre cuestiones prejudiciales administrativas apreciadas por los
Jueces penales, en «REDA», núm. 98; GARCÍA MACHO, Las relaciones
de especial sujeción en la Constitución española, Madrid, 1992; F.
288
GARRIDO FALLA, Los medios de policía y la teoría de las sanciones
administrativas, en «RAP» núm. 28; J. GONZÁLEZ PÉREZ,
Independencia de la potestad sancionadora de la jurisdicción penal,
en «RAP» núm. 47; La prescripción de las faltas administrativas, en
«Revista Crítica de Derecho Inmobiliario», núm. 491; GONZÁLEZ
NAVARRO, El «Big Bang» del procedimiento administrativo
sancionador común, en «REDA», núm. 78; P. GONZÁLEZ TREVIJANO y
C. DÍEZ LIRIO, El principio de culpabilidad en el Derecho
Administrativo sancionador. Perspectiva constitucional y
jurisprudencial, en «El Juez del Derecho Administrativo, Libro
homenaje a J. Delgado Barrio», coord. por L. ARROYO, M. BELADIEZ,
C. ORTEGA y J. M. RODRÍGUEZ DE SANTIAGO, M. Pons, 2015; A.
HUERGO, Las sanciones administrativas, Iustel, Madrid, 2007; B.
LOZANO, La extinción de las sanciones administrativas y tributarias,
Madrid, 1990; H. y H. MATTES, Problemas de Derecho Penal
Administrativo, 1, Historia y Derecho comparado, t.e. Rodríguez
Devesa, Madrid, 1979; L. MARTÍN-RETORTILLO, Las sanciones de
orden público en el Derecho español, vol. I, Madrid, 1973; J. F.
MESTRE DELGADO, La configuración constitucional de la potestad
sancionatoria de la Administración Pública, en «Estudios sobre la
Constitución Española. Homenaje al Prof. E. García de Enterría»,
1991, cit., págs. 2493 y sigs.; A. MONTOYA MELGAR, El procedimiento
de imposición de sanciones por infracción de la legislación laboral,
en «Documentación Administrativa», núm. 129; S. MUÑOZ MACHADO,
La carga de la prueba en el contencioso-administrativo: su
problemática en materia de sanciones administrativas, en «REDA»,
núm. 11; A. NIETO, Problemas capitales del Derecho disciplinario, en
«RAP», núm. 63; Derecho Administrativo sancionador, 4.ª ed., 2005;
A. DE PALMA, El principio de culpabilidad en el Derecho
Administrativo Sancionador, Madrid, 1996; J. R. PARADA, El poder
sancionador de la Administración y la crisis del sistema judicial
penal, en «RAP» núm. 67; F. PÉREZ ROYO, Los delitos y las
infracciones en materia tributaria, Madrid, 1986; I. G. RODRÍGUEZ
MOURULLO, Delito y pena en la jurisprudencia constitucional, Madrid,
2002; J. SUAY RINCÓN, La discutible vigencia de los principios de
imparcialidad y de contradicción en el procedimiento administrativo
sancionador, en «RAP» núm. 123; Sanciones administrativas,
Madrid, 1989; El Derecho Administrativo sancionador: perspectivas
de reforma, en «RAP», núm. 109; A. TORÍO, Injusto penal e injusto
administrativo (Presupuestos para la reforma del sistema de
289
sanciones), en «Estudios sobre la Constitución Española. Homenaje
al Prof. E. García de Enterría», Madrid, 1991, III, págs. 2529 y sigs.;
J. M. TRAYTER y V. AGUADO, Derecho Administrativo Sancionador:
Materiales, Barcelona, 1995; ZORNOZA, El sistema de infracciones y
sanciones tributarias, Madrid, 1992. Vid. también los trabajos
incluidos en el número extraordinario 2001 de la revista «Justicia
administrativa».
290
TÍTULO SEXTO
Sacrificio y lesión del patrimonio del
administrado
291
CAPÍTULO XIX
LA EXPROPIACIÓN FORZOSA: LA
POTESTAD EXPROPIATORIA
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. 1. La historia normativa de la
expropiación. 2. Los dos aspectos de la institución expropiatoria.
II. NATURALEZA Y JUSTIFICACIÓN DE LA POTESTAD
EXPROPIATORIA. 1. La potestad expropiatoria como potestad
administrativa. 2. Potestad expropiatoria actuada a través del
legislador o del juez. A. Las expropiaciones legislativas en general.
B. Las expropiaciones legislativas en España. C. Las
expropiaciones judiciales. 3. La justificación del poder de
expropiar. III. LOS SUJETOS DE LA POTESTAD
EXPROPIATORIA. IV. EL OBJETO DE LA POTESTAD
EXPROPIATORIA. 1. El enunciado general. 2. El problema de los
«intereses patrimoniales legítimos» como objeto expropiatorio. V.
LA «CAUSA EXPROPRIANDI». 1. En general. 2. Utilidad
pública e interés social como fines legales de la expropiación. 3.
Especificidad de la «causa expropriandi» para cada operación y su
calificación por Ley. VI. EL CONTENIDO DE LA
EXPROPIACIÓN. 1. La cláusula general del artículo 1.º LEF y su
significado. 2. El «criterium» de la expropiación: expropiaciones y
limitaciones legales. A. Significación del tema. B. Privación. C.
Singularidad de la privación. D. La indagación ulterior del criterio
expropiatorio: beneficio y enriquecimiento. E. Los problemas
aplicativos: algunos ejemplos legales y los criterios interpretativos.
F. Expropiaciones plenas y no plenas. 3. La privación ha de ser
«acordada imperativamente». A. El acuerdo imperativo directo. La
diferencia entre expropiación y responsabilidad civil de la
administración. B. La exclusión del ámbito de la expropiación de
los sacrificios patrimoniales producidos en el seno de relaciones
jurídicas singulares. 4. Las excepciones del concepto legal de
expropiación: las llamadas «ventas o cesiones forzosas». A. El
fenómeno de las llamadas «ventas forzosas». B. La naturaleza de
estas operaciones. VII. EL EJERCICIO DE LA POTESTAD
EXPROPIATORIA Y SU CONCRECIÓN SOBRE BIENES
DETERMINADOS. 1. El procedimiento expropiatorio en general.
292
2. La declaración de necesidad de la ocupación de los bienes o
derechos objeto de la expropiación. A. El sentido general de la
declaración de necesidad de la ocupación, su finalidad y su
desvirtuación. B. El control de la legalidad de la aplicación de la
«causa expropriandi» y de la necesidad específica de un bien
concreto por depuración de alternativas de localización. C. La
extensión concreta de la necesidad y el problema de las
expropiaciones parciales.
I. INTRODUCCIÓN
En el cuadro de medidas interventoras administrativas expuestas en el
capítulo XVII supra, la expropiación forzosa se nos presenta como
una de las más enérgicas por su contenido (sacrificio de las
situaciones patrimoniales de los administrados) y también, quizá, por
ello, como una de las que se expresa en un sistema institucional más
objetivado y, asimismo, más delicado. Ello justifica sobradamente un
estudio separado de la misma, que va a ser el objeto del presente
capítulo y del siguiente.
1. LA HISTORIA NORMATIVA DE LA EXPROPIACIÓN
La Edad Media conoce ya una primera regulación de la figura,
regulación que tiene ahora un interés apenas anecdótico. Dentro de la
doctrina de los rescriptos contra ius naturale ac gentium, a la que ya
hemos hecho alguna alusión antecedente, que justifica, cómo, frente
al principio princeps legibus solutus est, el Príncipe está, sin
embargo, abstrictus o vinculado a la observancia del derecho natural
y de gentes, se concluye que cuando por vía de rescripto el Rey
desapodera de su propiedad a un súbdito, como quiera que la
propiedad es institución de derecho natural o de gentes, o bien la
medida será ineficaz, o bien, si se fundamentase en alguna iusta
causa, para ser mantenida requerirá ser acompañada de una
indemnización que restablezca por vía compensatoria el derecho del
afectado. Esta construcción domina, en realidad, toda la época
293
preconstitucional, desde los comentaristas, como ha estudiado
cumplidamente NICOLINI (y aquí entra la famosa regulación de
Partidas –Ley 2.ª, Tít. I, Partida 2.ª, y Ley 31, Tít. XVIII, Partida 3.ª–,
que, contra lo que ha pretendido un nacionalismo complaciente, e
incluso ha recogido en obiter dicta alguna sentencia –por ejemplo, la
de 4 de abril de 1961–, no es más que el reflejo del ius commune
europeo), hasta el absolutismo, el cual, no obstante haber enfatizado
los poderes expropiatorios con la doctrina del dominium eminens,
reconocía aquí (en Alemania a través de la teoría del Fisco), en la
necesidad de la indemnización correlativa, uno de los escasos límites
al poder real que fuese realmente operativo. Por cierto que esta
arcaica doctrina del dominio eminente sigue siendo hoy en los países
anglosajones, sin duda por haber quedado exentos de la influencia de
la Revolución francesa, el soporte de la institución que aquí
estudiamos: el eminent domain como potestad supuestamente
inherente al poder público (aunque lies dormant until legislative
action que lo movilice), como atribute of sovereignty, es lo que
explica la titularidad de la potestad expropiatoria, y aunque la
explicación suponga que por la expropiación el poder recupere o
«reasuma» en el caso concreto la plenitud de su dominio latente sobre
todas las cosas del territorio (resume o resumption theory), la
legitimidad de esa reasunción queda condicionada al estricto
cumplimiento de dos requisitos: public use or purpose, como causa
de la operación y destino del bien apropiado, y justa compensación
económica.
La regulación moderna de la institución, fuera de esa continuidad
singular de los anglosajones, arranca en rigor, con un sentido
peculiar, de la Revolución francesa y concretamente del artículo 17
de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.
La reconstrucción del derecho de propiedad, disgregado y
condicionado en los múltiples lazos y vínculos feudales que el
Antiguo Régimen había conservado, y la elevación de dicho derecho
a quicio entero del orden social y político, es un principio básico de la
Revolución. En el momento de proclamarlo así, afirmando que la
propiedad es un derecho inviolable et sacré, el citado artículo 17 de la
Declaración reconoce como único límite del mismo la posibilidad de
ser privado de él «cuando la necesidad pública, legalmente
constatada, lo exija de manera evidente y bajo la condición de una
justa y previa indemnización». Se acepta, pues (y sólo porque se
294
acepta será en adelante ejercitable), un poder de expropiar en manos
del Estado, capaz de hacer cesar la sagrada propiedad, pero
inmediatamente se rodea esa eventualidad de todo un sistema de
garantías, concretamente, según vemos, tres: necesidad pública
evidente (manifiesta icto oculi, lo que reduce el supuesto a una
contradicción directa entre esa necesidad y el mantenimiento de la
situación dominical privada); constatación por la Ley de ese caso
límite; indemnización, que, además de ser justa en su cuantía, ha de
ser hecha efectiva precisamente de manera previa, como condición
misma del desapoderamiento.
La regulación de la expropiación se articula así, a la vez, como
reconocimiento de un límite a la propiedad y como un sistema de
garantías para hacer compatible su admisión con la garantía básica de
la propiedad misma. De ahí la fórmula negativa que va a trasladarse a
la tradición constitucional (y que aún perdura en el art. 33.3 de
nuestra Constitución) que inaugura ese artículo 17 del gran texto
revolucionario: «nadie puede ser privado de su propiedad sino…» (y
aquí el enunciado de las condiciones legales de la institución
expropiatoria).
En Derecho español esta nueva configuración de la expropiación se
introduce con la Ley de 17 de julio de 1836. Las Constituciones
sucesivas le prestarán un respaldo constitucional expreso. La
Constitución liberal de 1869 estableció entre las reglas básicas de
garantía una nueva, el sistema judicial, que procede también de
Francia (aunque ahora por la Ley napoleónica de 8 de marzo de 1810,
subsistiendo dicho sistema aún hoy en lo fundamental), para el
acuerdo expropiatorio y para la fijación de la indemnización. Tras la
Constitución canovista de 1876, artículo 10, que vuelve al sistema
administrativo, pero que a cambio de ello constitucionaliza una
garantía judicial ejercitable por la técnica interdictal sobre la vía de
hecho, se dicta la segunda ley general de expropiación, la de 10 de
enero de 1879. Ésta persiste aún durante la II República, no obstante
el cambio de orientación sobre el tema de su Constitución, que prevé
incluso la posibilidad de expropiaciones no indemnizadas.
La constitucionalización de la expropiación se mantuvo en las Leyes
Fundamentales del régimen político anterior y ha pasado a la actual
Constitución, artículo 33.3: «Nadie podrá ser privado de sus bienes y
295
derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés
social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad
con lo dispuesto por las Leyes». Sobre la anterior formulación
constitucional, ya más amplia de lo que preveía la Ley general de
1879, y sobre todo por el desbordamiento del cuadro que ésta ofrecía,
producido por una multitud de leyes especiales, se redactó la Ley de
Expropiación Forzosa actualmente vigente, de 16 de diciembre de
1954 (a su vez desarrollada –como lo fueron las dos precedentes– por
un Reglamento ejecutivo, aprobado por Decreto de 26 de abril de
1957).
La LEF vigente ha tenido una gran significación en la historia
legislativa de nuestro Derecho Administrativo: introduce un nuevo
concepto de expropiación forzosa frente al tradicional, limitado a la
adquisición forzosa de inmuebles por razón de obras públicas; altera
aspectos sustanciales de la regulación de la institución –sistema de
valoración, elementos subjetivos, etc.–, propone una sistematización
de supuestos especiales de expropiación que intenta reunir en su solo
texto para excluir la necesidad de leyes especiales; impone por vez
primera, como veremos más adelante, el principio general de
responsabilidad patrimonial de la Administración (sin duda, su
novedad de más fuste, aunque sea propiamente ajena a la regulación
de la expropiación forzosa).
Los méritos de la Ley son notorios, por su amplitud de planteamiento,
por su esfuerzo constructivo, por su alcance innovador; pero esos
merecimientos no la han impedido haber sufrido ella misma una
profunda erosión durante el ya no corto plazo de su vigencia. Hoy
puede decirse, con rigurosa frialdad, que la Ley de 1954 está en crisis
y que el sistema positivo de regulación de la expropiación forzosa
debe ser renovado en puntos sustanciales, naturalmente que
conservando (aunque también perfeccionando) muchas de las
creaciones de la Ley de 1954.
A estas razones, cuya consistencia podrá ser apreciada en la
exposición que sigue, se unen hoy las que resultan de la promulgación
de un nuevo texto constitucional. La Constitución de 1978 no ha
alterado, ciertamente, los perfiles ya tradicionales de la institución,
que permanecen invariables en el artículo 33.3 sin otra particularidad,
como luego veremos, que la falta de referencia expresa al carácter
296
previo del pago de la indemnización, pero sí ha propiciado una
transformación profunda de la organización territorial del Estado, que
repercute en todas y cada una de las instituciones y que, en concreto,
ha incidido también en ésta.
En efecto, el artículo 149.1.18 de la Constitución atribuye al Estado
«la legislación sobre expropiación forzosa» sin matices ni
limitaciones de ningún tipo, a diferencia de lo que ocurre en otros
sectores también contemplados en el mismo precepto, respecto de los
cuales éste desdobla el poder de legislar distinguiendo entre una
legislación básica estatal y un desarrollo legislativo de la misma por
los diferentes legisladores autonómicos. Sin embargo, un buen
número de Estatutos de Autonomía (Cataluña, País Vasco, Galicia,
Andalucía, Comunidad Valenciana, Navarra) ha recabado para las
Comunidades Autónomas respectivas no sólo facultades de simple
ejecución, sino también competencias del «desarrollo legislativo»
sobre esta materia «en el marco de la legislación básica del Estado y,
en su caso, en los términos que la misma establezca», lo que, en un
primer momento, contribuyó a crear alguna confusión.
La Sentencia constitucional de 26 de marzo de 1987, producida a
propósito de la Ley andaluza de Reforma Agraria, ha disipado, sin
embargo, toda posible duda al precisar que «la uniformidad normativa
impuesta por la Constitución supone la igual configuración y
aplicación de las garantías expropiatorias en todo el territorio del
Estado y, por ende, el estricto respeto y cumplimiento de los criterios
y sistema de valoración del justiprecio y del procedimiento
expropiatorio establecidos por Ley estatal para los distintos tipos o
modalidades de expropiación», de forma que «la competencia
exclusiva que al Estado reserva el artículo 149.1.18 impide que los
bienes objeto de expropiación puedan ser evaluados con criterios
diferentes en unas y otras partes del territorio nacional y que se prive
a cualquier ciudadano de alguna de las garantías que comporta el
procedimiento expropiatorio», lo cual «no excluye que por Ley
autonómica puedan establecerse, en el ámbito de sus propias
competencias, los casos o supuestos en que procede aplicar la
expropiación forzosa, determinando las causas de expropiar a los
fines de interés público a que aquélla deba servir».
Por lo tanto, cuando la legislación sectorial corresponda a las
297
Comunidades Autónomas según la Constitución y sus propios
Estatutos «son éstas, y no el Estado, las que ostentan la potestad de
definir legalmente los supuestos en que cabe hacer uso del
instrumento expropiatorio mediante la declaración de la causa
expropriandi necesaria en cada caso, sin perjuicio de la legislación
general del Estado que garantiza por igual los derechos patrimoniales
de todos los sujetos privados». A ello hay que unir la competencia de
las Comunidades Autónomas para el desarrollo legislativo en relación
con los aspectos organizativos de la acción expropiatoria,
competencia ésta que, como subraya la propia Sentencia
constitucional, está incluida en la indiscutible potestad autonómica de
autoorganización.
El riesgo inicial de cuarteamiento de la unidad esencial de la
institución ha quedado así conjurado.
2. LOS DOS ASPECTOS DE LA INSTITUCIÓN EXPROPIATORIA
Ya hemos visto que desde sus orígenes mismos la expropiación
forzosa se nos presenta bajo una doble faz: por una parte, supone un
poder de la Administración de abatir y hacer cesar la propiedad y las
situaciones patrimoniales de los administrados; por otro lado, su
regulación se articula en muy buena medida como un sistema de
garantías ofrecido a estos administrados que sufren sobre su
patrimonio la violenta inmisión administrativa.
Podemos así distinguir en el seno de la misma institución una
potestad expropiatoria (término legal: arts. 3.º y 4.º REF) y una
garantía patrimonial. La primera (compulsory power, o power of
compulsory purchase, en inglés; Enteignungsgewalt, en alemán) es
una potestad administrativa característica (supra, cap. VIII), de la
clase de las potestades innovativas, dotada de una especial energía y
gravedad, la de sacrificar situaciones patrimoniales privadas. La
garantía del particular, que, como es lo común en todas las
instituciones de Derecho Administrativo, balancea y contrapesa esa
potestad de la Administración, hace valer, primero, los límites y
condiciones de la tal potestad, que diseñan el negativo de un sistema
activo de protección correlativo; y, en segundo término, y de manera
298
especial, reduce esa potestad a su efecto mínimo de desapoderamiento
específico del objeto expropiado, pero sin implicar el empeoramiento
patrimonial de su valor, que ha de restablecerse con la indemnización
expropiatoria; y aun todavía, y finalmente, hace pender
permanentemente sobre la expropiación consumada la efectividad de
su causa para resolver aquélla cuando ésta cesa (reversión).
Vamos a exponer el régimen de la expropiación en nuestro Derecho
escindiendo esos dos aspectos, potestad activa y garantía del sujeto
pasivo, que la jurisprudencia constitucional (vid. Ss. de 19 de
diciembre de 1986 y 26 de marzo de 1987, en el mismo sentido en la
Sentencia de 3 de marzo de 2005) ha puesto especial empeño en
destacar. Bien entendido que es ésta una distinción un tanto
convencional, pues uno y otro aspecto son correlativos y no
sucesivos, y su constante tensión recíproca, justamente, presta a la
institución su perfil más característico.
II. NATURALEZA Y JUSTIFICACIÓN DE LA POTESTAD
EXPROPIATORIA
1. LA POTESTAD EXPROPIATORIA COMO POTESTAD
ADMINISTRATIVA
Ya hemos notado que la potestad de expropiar, entendida como el
poder que permite dirigir la expropiación contra otros sujetos, es una
potestad administrativa, concepto común que nos es conocido y al
que ahora nos basta remitirnos. Sus distintos elementos definitorios
(sujetos, objeto, contenido, causa, condiciones de ejercicio), que la
especifican entre todo ese género común, serán estudiadas
seguidamente.
Se plantean, no obstante, antes de pasar a ese estudio analítico, dos
problemas de calificación que van a merecer nuestra atención: por
una parte, si su titular es, en efecto, la Administración o, por el
contrario, puede localizarse igualmente en otros poderes del Estado;
en segundo término, cuál es su justificación.
299
2. POTESTAD EXPROPIATORIA ACTUADA A TRAVÉS DEL
LEGISLADOR O DEL JUEZ
A. Las expropiaciones legislativas en general
La LEF, y las demás Leyes generales que la complementan, es una
norma general y abstracta, no referible a una operación expropiatoria
concreta, capaz, por eso mismo de ordenar operaciones expropiatorias
muy diferentes a ejecutar por la Administración según el concreto
procedimiento por ella establecido, de cuya puesta en marcha es
presupuesto, que no parte, la previa declaración de la utilidad pública
o del interés social del fin legitimador de cada operación, declaración
que la propia LEF refiere en última instancia a otra Ley, general o
singular (arts. 10, 11 y 12 LEF).
Esta intervención previa del legislador declarando genérica o
singularmente la utilidad pública o el interés social del fin a que haya
de afectarse el bien o derecho expropiado, que es general en nuestro
sistema desde la LEF, no autoriza a calificar estas operaciones como
expropiaciones legislativas, puesto que, como hemos visto, tales
declaraciones legales son solamente el presupuesto habilitante del
ejercicio por la Administración de la potestad expropiatoria. Cuando
hablamos de expropiaciones legislativas estamos aludiendo a otro
fenómeno, esto es, a una intervención del legislador que va más allá
de esa simple habilitación, de forma que es la propia Ley especial la
que organiza e instrumenta la propia operación expropiatoria de unos
bienes o derechos determinados en todo o en parte.
El fenómeno aludido no es ni de hoy, ni de aquí. Así, la Ley de
Presupuestos de 30 de junio de 1892, que organizó el monopolio de
cerillas, supuso la expropiación de las fábricas e industrias privadas
existentes; lo mismo, el Decreto-Ley de 28 de junio de 1927, que
organizó el Monopolio de petróleos; la Ley de 24 de enero de 1941,
que creó la RENFE, dispuso igualmente la apropiación por el Estado
de las concesiones ferroviarias de ancho normal en pleno vigor, con
efectividad inmediata y disponiendo unos módulos indemnizatorios
específicos, tanto respecto a criterios materiales como a
procedimiento de determinación, operación que no se calificó
300
formalmente de expropiación (lo que quizá no permitía la Ley de
Expropiación de 1879, entonces vigente), sino de «unificación de la
fecha de reversión» de las concesiones ferroviarias preexistentes,
aunque materialmente fue una expropiación si nos atenemos a la
«cláusula general» que hoy establece el artículo 1 LEF y que luego
estudiaremos; la Ley de 14 de abril de 1962, de bases para la
ordenación del crédito y la banca, que dispuso la «transferencia» al
Estado «mediante el pago de un justo precio», que se determinaba en
la propia Ley sistemáticamente, de las acciones en manos privadas
del Banco de España y de los demás Bancos oficiales. Ya después de
la promulgación de la Constitución vigente, la Ley de 8 de noviembre
de 1979, de «asunción por el sector público» del metropolitano de
Madrid, con expropiación de las acciones de la hasta entonces
compañía concesionaria y, finalmente, el Real Decreto-Ley de 23 de
febrero de 1983, que acordó la expropiación de la totalidad de las
acciones representativas del capital de las sociedades del grupo
RUMASA, al que sucedió luego, en aplicación del mecanismo
previsto en el artículo 86.3 de la Constitución, la Ley de 29 de junio
de 1983.
Calificar o no de expropiaciones estas operaciones dispuestas y
reguladas en su especificidad por el legislador no es una cuestión
puramente abstracta y teórica, sino que tiene el más alto interés
práctico, puesto que es posible (y veremos que no hipotético) que el
legislador pretenda con esas regulaciones específicas disminuir, o
incluso excluir, las garantías básicas que el ordenamiento común ha
construido en beneficio de los expropiados. Puede y debe ocurrir,
incluso, que la Ley especial disponga la apropiación y no prevea o
excluya, en su caso, de manera expresa la indemnización.
El tema es común, de un modo y otro, en todos los Derechos, pero se
plantea y resuelve de distinta manera según que exista en ellos o no
un sistema de control de la constitucionalidad de las Leyes. Allí
donde no existe, no hay posibilidad, obviamente, de negar la validez
de Leyes que dispongan materialmente expropiaciones y, sin
embargo, no prevean indemnizaciones o garantías correlativas. Se
hablará entonces a lo sumo no de expropiaciones, sino de
«responsabilidad patrimonial» del Estado por daños causados «por
hecho de las Leyes», o de responsabilidad del Estado legislador,
concepto mucho más resbaladizo técnicamente, pero que intenta
301
resolver el mismo problema. La primera decisión del Conseil d’État,
la producida en el caso La Fleurette, 1938 (una sociedad que
fabricaba una crema especial a partir de la leche y de otros productos
y que se vio forzada a cerrar su negocio como consecuencia de una
Ley que, con fines de protección de la industria lechera, prohibió
elaborar productos análogos que no derivasen íntegramente de la
leche), admitió la pertinencia de una indemnización, arguyendo tanto
sobre las circunstancias concretas del supuesto –se trataba de la única
empresa afectada por la medida, lo que dibujaba con claridad la figura
de un «sacrificio especial» y de una desigualdad en el sostenimiento
de las cargas públicas–, como, muy particularmente, sobre los
antecedentes legislativos, que permitían suponer, implícitamente, una
posible voluntad indemnizadora no expresada en la Ley, o al menos
no excluida por ella. El desarrollo, aunque sumamente limitado en la
práctica, de esta jurisprudencia ha consistido en abandonar la vía de la
interpretación de la Ley causante del daño, que parecía ofrecer una
operación de integración de lagunas legales, para llegar en el arrêt
Bovero, 1962, a la formulación del principio general de la
procedencia de la indemnización siempre que, produciéndose un daño
especial como consecuencia de una Ley, ésta no excluya expresa e
inequívocamente dicha indemnización; esta exclusión expresa, que en
la técnica de los países con control de constitucionalidad constituye el
supuesto tipo de la invalidez de la Ley, es el límite de esta teoría de la
responsabilidad por actos legislativos, puesto que el juez contencioso-
administrativo no puede enjuiciar la Ley y, por el contrario, ha de
acatar su cumplimiento.
En los países en los que se admite el control de la constitucionalidad
de las Leyes la cuestión se plantea, lógicamente, en esta sede, de
forma que la Ley materialmente expropiatoria que excluya, o
simplemente disminuya, las garantías comunes de la propiedad, y el
standard que de esas garantías quepa inferir de la Constitución, será
una Ley inconstitucional por desconocer la protección constitucional
de la propiedad. Este tema es perfectamente conocido en esos
términos en los países donde la técnica de la inconstitucionalidad se
ha desarrollado. En [Link]. la falta de la previsión de una just
compensation en una Ley materialmente expropiatoria determina su
invalidez por infracción de la Enmienda 5.ª de la Constitución. En
Alemania, la validez de una Ley que disponga una expropiación en
sentido material, aunque no sea calificada como tal, está condicionada
302
a que la misma incluya la Junktim-Klausel, esto es, la cláusula
adicional que disponga la indemnización correlativa (art. [Link].2, de
la Ley Fundamental). En Italia, en fin, el principio es análogo y el
Tribunal Constitucional ha hecho de este tema, aunque más bien con
referencia a Leyes generales, las que regulan las allí llamadas
«limitaciones expropiatorias» –Leyes urbanísticas, de limitaciones
por razones militares, de establecimiento de «vínculo paisajístico»,
etc.–, uno de los más relevantes, y también más polémicos, entre toda
su actuación.
Es justamente desde ese planteamiento peculiar en los países con
control jurisdiccional de las Leyes como se ha llegado a la necesidad
de formular un concepto abstracto de expropiación forzosa, esto es un
concepto que permita calificar como expropiatoria una medida
directamente impuesta o autorizada por una Ley y que ésta, sin
embargo, no trata como tal expropiación. La calificación de la medida
que la propia Ley cuestionada realice no sirve, obviamente, cuando se
trata de averiguar si la Ley respeta o no la garantía general y abstracta
que la Constitución formula para la propiedad. Este concepto
abstracto de expropiación, a los efectos de enjuiciar la validez de una
Ley, ha de conectarse por eso a esa garantía general de la propiedad y
ofrecernos un criterio que deslinde lo que es una regulación o
limitación de ésta, no indemnizable, de lo que, por ser un ataque al
núcleo dominical garantizado, aun amparándose en la Ley, exige una
indemnización. Así surge en la Alemania de la Constitución de
Weimar el gran debate doctrinal que aún persiste y al que habremos
de aludir más adelante, sobre la esencia de la expropiación, que hace
variar sustancialmente el tema desde su teorización tradicional, que
era, simplemente, la de explicar una regulación procedimental de
transferencias forzosas (normalmente de inmuebles) en beneficio de
la Administración. Así también en [Link]., con el tema de la
distinción entre regulation (adoptada en virtud del police power y no
indemnizable) y taking, entendida como deprivation of property or
diminution of its value, y que exige la «compensación justa». Este
debate se planteó también en Italia con gran viveza, a partir de las
formulaciones procedentes de la doctrina alemana.
B. Las expropiaciones legislativas en España
303
En nuestro país el problema que venimos analizando tiene,
naturalmente, un antes y un después, supuesto que la Constitución de
1978 ha instaurado un sistema de justicia constitucional que con
anterioridad a ella no existía.
Aludir aquí a la situación anterior a la Constitución vigente sigue
teniendo sentido, sin embargo, ya que en ese período se gestó una
solución ciertamente original que merece la pena seguir destacando
ahora en la medida en que es capaz de ofrecer todavía una posibilidad
adicional de protección no despreciable en absoluto, habida cuenta de
las limitaciones procesales inherentes al sistema de control de
constitucionalidad de las Leyes.
Nos referimos en concreto a lo siguiente: a diferencia del Derecho
francés, al que más atrás hemos hecho alusión, nuestro Derecho
conocía –y conoce– desde la promulgación de la LEF en 1954 un
concepto material de expropiación general y abstracto, no limitable a
la transferencia forzosa de inmuebles, concepto que, al igual que
ocurre en los países con régimen de inconstitucionalidad de las Leyes,
hay que conectar con la garantía igualmente general y abstracta, de la
propiedad que se formula en el artículo 33 de la Constitución, que se
extiende a todo el patrimonio. Es la «cláusula general» del artículo 1.º
LEF, que luego estudiaremos más detenidamente, y cuyo texto
conviene ya ofrecer: en la expropiación «se entenderá comprendida
cualquier forma de privación singular de la propiedad privada o de
derechos o intereses patrimoniales legítimos, cualesquiera que fueran
las personas o entidades a que pertenezcan, acordada
imperativamente, ya implique venta, permuta, censo, arrendamiento,
ocupación temporal o mera cesación de su ejercicio» (el art. 1.º REF
puntualiza más este concepto, como veremos). Es importante notar
que el Tribunal Constitucional ha dado valor constitucional a la
fórmula del artículo 1 LEF como expresión del alcance de la
garantía de la propiedad contenida en el artículo 33 de la
Constitución y del propio concepto de expropiación que dicho
artículo utiliza (Sentencias de 29 de julio de 1986, 11 de junio de
1987, 29 de noviembre de 1988, etc.).
De este modo, en nuestro Derecho, en presencia de una ley
materialmente expropiatoria, podremos buscar esta calificación de
expropiatoria en el concepto de este artículo 1.º LEF (también ha
304
utilizado el Tribunal Constitucional el criterio de que la Ley no
respete «el contenido esencial» del derecho de propiedad: Sentencias
de 26 de marzo de 1987, 29 de noviembre de 1988 y 4 de julio de
1991), teniendo en cuenta la distinción capital entre «delimitación»
del derecho de propiedad, no indemnizable, y «expropiación»,
«ablación» o «despojo» (conceptos todos utilizados por el Tribunal
Constitucional), lo que basta para excluir el tener que acudir a la
teoría de la responsabilidad civil, como tenía que hacerse en Francia,
para resolver el problema de una falta de previsión de indemnización
en la propia Ley. La Ley singular expropiatoria podría,
evidentemente, excluir de una manera expresa la indemnización y,
aunque injusta, y además inconstitucional, la Ley no podría dejar de
ser aplicada por el juez (recuérdese que estamos exponiendo la
situación anterior a la Constitución). Pero si esa exclusión no era
expresa e inequívoca, el juez debería necesariamente relacionar, en
función de interpretación sistemática del ordenamiento, esa medida
expropiatoria singular, aunque legislativamente dispuesta, con la
cláusula general del artículo 1.º LEF y artículo 1.º REF, normas
igualmente vigentes y aplicables. Esa conexión arrojaba
necesariamente la calificación legal de expropiación y ello aparejaba
consecuencias importantes. La Ley singular expropiatoria incluiría la
declaración de necesidad pública o interés social, aunque no utilizara
explícitamente estos tecnicismos; delimitaría la «necesidad de
ocupación» de bienes y derechos de manera más o menos explícita;
eventualmente podría contener, incluso, ius singulare en materia de
procedimiento, de criterios valorativos, de excepción a la regla común
de previo pago; contaba para todo ello con rango suficiente. Pero
donde concluían sus especialidades comenzaba la aplicación
necesaria de la LEF común. Lo que implicaba, si, en efecto, nos
encontrábamos ante una falta de previsión de indemnización en la
Ley especial, la obligación de pasar inmediatamente a la fase de
justiprecio según el sistema común, fijando y abonando esa
indemnización de acuerdo con este sistema.
El problema se planteó con toda su crudeza una vez, que nosotros
conozcamos. La Ley de Seguridad Social, texto articulado de 21 de
abril de 1966 (bases de 28 de diciembre de 1963), dispuso el cese de
las empresas aseguradoras privadas en el aseguramiento de los
accidentes de trabajo y el monopolio de este seguro social en los entes
públicos institucionales indebidamente llamados «Mutualidades
305
Laborales» y, facultativamente, en las «Mutuas Patronales» (que no
son propiamente titulares a nombre propio, ni aun como
concesionarios o delegados del servicio, sino meras «colaboradoras
en la gestión»). Las Compañías y mutuas aseguradoras pretendieron
que se trataba de una verdadera «nacionalización» del sector hecha a
su costa, pues no sólo se impuso imperativamente la extinción de sus
contratos de seguro en curso, sino la transferencia de sus carteras de
pólizas en vigor en favor de entidades públicas (o, en su caso, de
beneficiarios privados, lo cual veremos que no altera los datos del
problema). Aplicando la «cláusula general» de los artículos 1.º LEF y
1.º REF, las Compañías pretendieron ver una expropiación y, según el
planteamiento antes expuesto, solicitaron de la Administración la
apertura del procedimiento de justiprecio para la fijación y pago de la
indemnización a que creían tener derecho.
La negativa de la Administración a abrir ese procedimiento dio lugar
a varios recursos contencioso-administrativos, los cuales fueron
fallados negativamente por el Tribunal Supremo (Ss. de 22 de mayo
de 1970, 1 de febrero y 12 de noviembre de 1971 y 30 de septiembre
de 1972). Lo de menos es ahora estudiar las razones (por lo demás, no
demasiado profundas y ni siquiera convincentes) de esa
desestimación, sino observar que el Tribunal Supremo entró en el
fondo del debate y lo decidió y que de manera expresa no dio lugar a
la excepción de inadmisibilidad opuesta por la defensa de la
Administración sobre la base de que se trataba de enjuiciar una Ley.
Esto es: quedó así establecido en esas cuatro sentencias que puede, y
debe, liquidarse el problema que plantea una Ley singular
expropiatoria a través de la integración de sus preceptos con la LEF y
como una cuestión jurídico-administrativa, planteamiento éste que
sigue siendo viable y que por ello no debe echarse en el olvido.
Tras la promulgación de la Constitución de 1978, el problema de las
expropiaciones legislativas, es decir, de las operaciones material y/o
formalmente expropiatorias realizadas por el legislador por la vía de
la lex specialis ha adquirido una nueva y mayor complejidad, que la
expropiación del grupo RUMASA ha planteado en toda su crudeza,
cuestionando, por lo pronto, la propia constitucionalidad de las Leyes
singulares de expropiación.
El Tribunal Constitucional, aunque muy seriamente dividido, aceptó,
306
en efecto, en las cuatro Sentencias pronunciadas sobre este asunto
(RUMASA I de 2 de diciembre de 1983, RUMASA II de 19 de
diciembre de 1986, RUMASA III de 18 de abril de 1988 y RUMASA
IV de 17 de enero de 1991) la plena constitucionalidad de la polémica
expropiación, por entender que en ella no se habían desconocido las
garantías de la propiedad que establece el artículo 33.3 de la
Constitución. El Alto Tribunal hizo suyo, pues, sin reservas el
principio general antes aludido, es decir, la necesidad de que la lex
singularis respete el standard constitucional de garantías y orientó
toda su argumentación en este sentido para concluir que en este caso
dicho standard ha sido respetado.
De acuerdo, pues, con la mayoría del Tribunal son posibles en nuestro
Derecho las expropiaciones por Ley singular, supuesto que la
Constitución «no establece reserva de la materia de expropiación a
favor de la Administración». Esas Leyes singulares de expropiación
son, a su juicio, compatibles con el principio constitucional de
igualdad siempre que respondan «a una situación excepcional
igualmente singular» y «su canon de constitucionalidad es la
razonabilidad y proporcionalidad del supuesto de hecho sobre el que
(la Ley singular) se proyecta», ya que «la esencia de la igualdad
consiste, no en proscribir diferenciaciones o singularizaciones, sino
en evitar que éstas carezcan de justificación objetivamente
razonable». Según RUMASA II, que es la Sentencia que estamos
citando, «el control de constitucionalidad opera así en un doble plano,
para excluir la creación arbitraria de supuestos de hecho, que sólo
resultarían singulares en razón de esa arbitrariedad y para asegurar la
razonabilidad, en función del fin propuesto, de las medidas
adoptadas».
Dichas Leyes singulares «requieren, por ser expropiatorias, que
respeten las garantías del artículo 33.3 de la Constitución», que son,
según RUMASA II, tres: un fin de utilidad pública o interés social o
causa expropriandi, el derecho del expropiado a la correspondiente
indemnización y la realización de la expropiación de conformidad
con lo dispuesto en las Leyes (no la reversión, por tanto, que, según
RUMASA III, es un derecho de configuración legal pura y
simplemente).
La solución patrocinada por la mayoría del Tribunal Constitucional
307
es, sin embargo, tan discutible, como discutida. El verdadero
problema constitucional que plantean las expropiaciones ope legis
instrumentadas por Leyes singulares no resulta tanto de su
singularidad misma, esto es, de su confrontación con el principio de
igualdad, ni tampoco de su conformidad o disconformidad con las
garantías que derivan del artículo 33.3 de la Constitución, sino, más
bien, como acertó a destacar PARADA, de la eliminación o, por lo
menos, de la sustancial mutilación de la garantía judicial que resulta
del hecho mismo de la inatacabilidad de la Ley por el expropiado.
En el caso RUMASA, ciertamente, no se produjo indefensión en
términos absolutos. RUMASA II y RUMASA IV resultaron,
precisamente, de sendas cuestiones de constitucionalidad planteadas
por los órganos judiciales que conocieron el interdicto que al objeto
de recuperar la posesión de los bienes y derechos expropiados
promovió su titular y RUMASA III de los recursos de amparo
interpuestos por éste contra los acuerdos del Consejo de Ministros
que autorizaron la venta ulterior de determinadas empresas del grupo
en su día expropiadas. Por lo demás, como RUMASA II se esforzó en
justificar, «la inexistencia de recursos directos frente a la Ley no
quiere, sin embargo, decir que los expropiados queden indefensos
frente a la causa expropriandi declarada en una Ley singular, pues
estando ésta sometida al principio de igualdad, los expropiados que
consideren que la privación singular de sus bienes o derechos carece
de base razonable podrán… solicitar del órgano judicial el
planteamiento de la cuestión de constitucionalidad», así como
interponer recurso de amparo, planteamiento que dicha Sentencia
extiende con semejantes argumentos al control de la necesidad de
ocupación, lo que –entiende– excluye la violación del derecho a la
tutela judicial efectiva garantizado en el artículo 24.1 de la
Constitución.
Es evidente, sin embargo, como hicieron notar los votos particulares
del Sr. RUBIO LLORENTE a RUMASA II y RUMASA IV, que «ni la
jurisdicción constitucional forma parte del Poder Judicial, ni cabe el
recurso de amparo frente a Leyes, ni puede reducirse el derecho
fundamental a la tutela judicial efectiva a la posibilidad de pedir a un
Juez o Tribunal que plantee ante el Tribunal Constitucional una
cuestión de inconstitucionalidad, en términos abstractos, basada sólo
en las dudas que albergue el órgano proponente y sin que exista
308
siquiera la posibilidad de que el autor de la petición (titular del
derecho) comparezca ante nosotros en defensa de sus tesis» (la
Sentencia del TEDH de 24 junio 1993 ha condenado por contraria al
artículo 6 del Convenio Europeo la negación de audiencia al
interesado en la tramitación ante el Tribunal Constitucional de las
cuestiones de constitucionalidad, tal y como nosotros veníamos
sosteniendo: vid. el capítulo III de esta misma obra).
La doctrina así establecida ha sido ratificada por la Sentencia de 3 de
marzo de 2005, que no obstante ha introducido en ella importantes
matizaciones que conviene destacar. Confirma, en efecto, la
legitimidad constitucional de las leyes expropiatorias singulares,
aunque –dice– «están constreñidas a supuestos estrictamente
excepcionales frente a los que no resulta posible responder mediante
el sistema expropiatorio general» y acepta expresamente, incluso, que
contengan «las especialidades procedimentales que sean necesarias
para hacer frente a la situación excepcional», pero advierte que «un
acto legislativo expropiatorio sólo será constitucionalmente admisible
si el control jurisdiccional que admiten las normas con rango de Ley
es suficiente, en cada caso, para brindar una tutela materialmente
equivalente a la que puede dispensar frente a un acto administrativo
un Juez de lo contencioso», incluida la posibilidad de discutir sobre
«la existencia de otros bienes capaces de proveer a la necesidad del
expropiante en la misma o mejor medida que los que el legislador ha
señalado como objeto de expropiación». Es ésta una importantísima
precisión, que en este caso llevó al Tribunal a considerar
inconstitucional y nulo un precepto de la Ley canaria 2/1992, que
declaró la utilidad pública de la expropiación de dos concretos
edificios para la ampliación de la sede del Parlamento de Canarias.
Pero el problema de las expropiaciones legislativas no se plantea
únicamente con las llamadas «Leyes de caso único», como fue la que
afectó a RUMASA. También se plantea cuando una Ley formula una
regulación general, que afecta, pues, a un número indeterminado de
sujetos, pero que supone para éstos un efectivo despojo de sus
derechos hasta entonces existentes. Aquí ya no puede erigirse en
criterio delimitador entre limitación y expropiación el de medida
general-medida singular. Dos casos notorios se han producido
recientemente en nuestro Derecho, los de la Ley de Aguas de 2 de
agosto de 1985, que demanializó o convirtió en dominio público
309
todas las aguas, incluyendo las que hasta entonces se consideraban
privadas, y la Ley de Costas, de 28 de julio de 1988, que invocando el
artículo 132.2 de la Constitución, declaró de dominio público la
totalidad de las playas y de la zona marítimo-terrestre (cuya
extensión, además, extendió notablemente) que hasta entonces tenían
títulos de derecho privado, incluso con frecuencia sancionados por
sentencia firme (disposición transitoria primera de la Ley). El
Tribunal Constitucional consideró, no obstante, que se trataba de una
verdadera expropiación, no obstante su generalidad, y para ello aplicó
como criterio el de la obligación constitucional de las Leyes de
mantener «el contenido esencial» de los derechos fundamentales
(entre los cuales el de propiedad según el art. 33), obligación que, en
los casos cuestionados, no se respetaba y que, por tanto, sólo podía
ser constitucionalmente legítima si se ponía en juego el mecanismo
expropiatorio, esto es, indemnizatorio que el propio artículo 33 en su
párrafo 3 prevé. Rige, pues, en nuestro Derecho una solución análoga
a la establecida en el Derecho alemán: una Ley de contenido
expropiatorio sólo será constitucional si a la vez habilita «la
correspondiente indemnización».
En la Sentencia posterior, la de 4 de julio de 1991, sobre la Ley de
Costas, el Tribunal Constitucional afirma que una «privación de
derechos» acordada legislativamente tiene que ir acompañada de una
indemnización, de modo que sólo si ésta es insuficiente «comporta la
inconstitucionalidad de la norma», volviendo a referirse a la
necesidad de un «proporcional equilibrio». Es, pues,
«constitucionalmente ilegítima cuando la correspondencia entre aquél
[el valor del bien o derecho expropiado] y ésta [la indemnización] se
revele manifiestamente desprovista de base razonable». Igualmente
en la Sentencia de 29 de noviembre de 1988, sobre la Ley de Aguas
de 1985: «Es obvio que la delimitación legal del contenido de los
derechos patrimoniales o la introducción de nuevas limitaciones no
pueden desconocer su contenido esencial, pues en tal caso no cabría
hablar de una regulación general del derecho, sino de una privación o
supresión del mismo que, aunque predicada por la norma de manera
generalizada, se traducirá en un despojo de situaciones jurídicas
individualizadas no tolerado por la norma constitucional salvo que
medie la indemnización correspondiente.»
310
C. Las expropiaciones judiciales
a) Fenómeno distinto es el de las llamadas expropiaciones judiciales.
Ocurre, simplemente, que aquí el término expropiación está utilizado
con un sentido netamente diverso. El juez desapodera a los
propietarios de sus bienes para hacer efectiva una ejecución judicial,
la cual, con independencia de los supuestos de devolución
(interdictos, acciones reivindicatorias o confesorias), que no suponen
expropiación propiamente dicha, sino efectividad de una declaración
de derecho que rectifica una situación meramente de hecho, pretende
una finalidad «satisfactiva» de una deuda en dinero previamente
establecida y declarada. El juez utiliza, pues, la convencionalmente
llamada expropiación (desapoderamiento del propietario sobre la cosa
y su posterior enajenación) como un simple instrumento para obtener
como producto de esa enajenación el dinero preciso para satisfacer la
deuda del ejecutado que éste no ha pagado voluntariamente.
Nada tiene que ver esto, como se comprende, con las expropiaciones
de que aquí tratamos. La Administración también practica
ejecuciones patrimoniales con idéntica finalidad satisfactiva de
deudas dinerarias (art. 97 LPC, y Reglamento General de
Recaudación de 20 de diciembre de 1990; supra, cap. XVII, § III) y el
supuesto, que es, en su contenido, idéntico al de esas llamadas
expropiaciones judiciales, no es confundido, en absoluto, con la
expropiación de que aquí tratamos, cuya causa no es, según veremos,
una ejecución de una deuda previa, sino una necesidad colectiva que
exige el despojo patrimonial en que la expropiación consiste y que
lleva aparejada (otra diferencia sustancial con los desapoderamientos
en vía de ejecución) la necesidad de una indemnización
compensatoria.
b) En fin, también a veces se habla de expropiaciones judiciales
haciendo referencia al fenómeno de una expropiación administrativa
genuina, en cuanto a sus causas, contenido y efectos, que,
simplemente, se actúa parcialmente a través de un procedimiento
judicial más o menos desarrollado. Es justamente el modelo francés
(y, por su influjo, el de muchos otros países), desde una Ley
napoleónica de 1810 hasta las últimas regulaciones hoy vigentes, en
el que, por tanto, se ha renunciado a la técnica de un procedimiento
311
administrativo exclusivo y ejecutorio, a la técnica de la autotutela; al
juez (civil, por cierto) corresponde en Francia acordar la transferencia
de propiedad y fijar el importe de la indemnización. El modelo fue
importado en España por la Constitución de 1869, artículo 14, como
ya vimos más atrás, y desarrollado, adaptando el texto de la primera
Ley de 1836, por el Decreto de 12 de agosto de 1869, hasta que la
Ley de 1879 retornó al sistema administrativo puro, que ha mantenido
la LEF vigente.
Tampoco esa eventual intervención del juez en el procedimiento
expropiatorio es motivo para desadministrativizar la potestad que aquí
se ejerce. El juez actúa aquí a instancia de la Administración y como
controlador de los requisitos legales que condicionan la posibilidad de
la expropiación.
Esta atribución de una tutela judicial preventiva al juez no existe hoy
en nuestro Derecho, como hemos dicho, de modo que el problema es
para nosotros sólo hipotético. Únicamente es planteable iure
condendo si es o no conveniente instaurar ese sistema o mantener el
de autotutela administrativa exclusiva, cuestión a la que luego
haremos alusión.
3. LA JUSTIFICACIÓN DEL PODER DE EXPROPIAR
Desde el dogma del carácter absoluto del derecho de propiedad, se
inquiría por una justificación del poder que permite a la
Administración extinguirlo o alterarlo en un caso concreto. Este
planteamiento carece hoy de sentido. La propiedad no es,
evidentemente, un derecho absoluto y, exactamente igual que todos
los derechos, ha de servir a una necesidad colectiva para subsistir o
mantenerse. Esto es hoy un principio constitucional, según los
artículos 33.2 («la función social de estos derechos –propiedad
privada y herencia– delimitará su contenido, de acuerdo con las
leyes») y 128.1 («Toda la riqueza del país en sus distintas formas y
sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general») del
texto fundamental. De este modo, cuando las necesidades colectivas
postulan su desaparición o su transformación o cambio nada resulta
objetable a esa exigencia, si es que, efectivamente, ésta es fundada.
312
Lo cual se manifiesta, a la vez, en un orden general y de régimen,
como en un orden particular, referido a situaciones concretas. Esto
último es lo propio de la expropiación forzosa: no se altera el status
general de la propiedad, simplemente se impone un sacrificio de una
situación dominical específica ante intereses públicos superiores.
Pero, a la vez, tal sacrificio se reduce al mínimo, al no acarrear la
pérdida del contenido económico de la situación sacrificada,
contenido que es simplemente sustituido por un equivalente dinerario
para que la carga pública que la extinción de la propiedad supone no
recaiga sobre la sola persona del afectado y se reparta entre toda la
colectividad, a través del sistema fiscal que nutre los fondos de que la
indemnización procede.
Tal es la justificación «infraestructural» de la expropiación, en la que
han insistido las Sentencias constitucionales de 26 de marzo de 1987
y 3 de marzo de 2005. Técnicamente, la justificación efectiva es
mucho más simple: la Administración está justificada para expropiar
el patrimonio de los administrados en la medida –y en los supuestos y
con las condiciones– en que la Ley le haya atribuido tal potestad. No
es distinto, pues, este caso de los demás de potestades innovativas
afectantes a los derechos de los administrados. Cuáles son esos
requisitos legales y cuál el alcance concreto de dicho poder es materia
que estudiamos seguidamente.
III. LOS SUJETOS DE LA POTESTAD EXPROPIATORIA
Los sujetos de la potestad expropiatoria, según el régimen de la LEF,
son tres, respectivamente: expropiante, beneficiario y expropiado.
1. El expropiante es el titular activo de la potestad expropiatoria (art.
3.º.1 REF), posición que corresponde únicamente al Estado, la
Provincia y el Municipio (art. 2.º.1 LEF; 3.º.2 REF), a los que hay
que añadir ahora, obviamente, las Comunidades Autónomas, esto es,
a las Administraciones territoriales entre todo el complejo de
entidades públicas (cada una de ellas, claro está, en el ámbito de su
respectivo territorio: Sentencia de 22 de octubre de 1985). En
términos negativos, esa formulación se convierte en esta otra: ni los
particulares, ni los entes públicos no territoriales (institucionales,
313
corporativos, empresas públicas) pueden ser nunca titulares del poder
de expropiar (vid. Sentencias de 25 de octubre de 1982 y 4 de julio de
1986); unos y otros podrán ser, a lo sumo, beneficiarios de la
expropiación, en el sentido que inmediatamente veremos.
La razón de que la titularidad de la potestad expropiatoria se limite a
los entes territoriales nos es conocida: sólo este tipo de entes
representan los fines generales y abstractos de la Administración y
por ello sólo tales entes pueden ser titulares de los poderes públicos
superiores, entre los cuales, indudablemente, está el expropiatorio.
Por lo demás, el ejercicio de este poder no se adecúa a los demás
sujetos. Los entes institucionales ya nos consta que son simples
organizaciones instrumentales de gestión en manos de un ente
territorial. Los entes corporativos tienen normalmente limitados sus
poderes a las personas de sus miembros, y en orden a aspectos
determinados que no suelen incluir la privación de sus propiedades.
En fin, tratándose de un poder público, los particulares sólo por vía de
delegación o de concesión, podrán ejercitarlo, nunca en nombre
propio; pero veremos que precisamente el aislamiento de la figura del
beneficiario, que ha operado la LEF, y que suelen desconocer otros
Derechos, se ha realizado justamente para excluir las técnicas de la
concesión o delegación.
Por otra parte, esa concentración del poder de expropiar (se puede
dudar de si no sería preferible una concentración aún más intensa, en
favor del Estado –y de las Comunidades Autónomas–, únicamente,
como es el caso de otros Derechos), introduce un necesario orden ante
la dispersión de supuestos expropiatorios y de beneficiarios de los
mismos, orden más preciso en nuestro Derecho ante la no
intervención en vía preventiva del juez. El ataque patrimonial que la
expropiación supone no puede trivializarse y es garantía de su
regularidad y objetividad la concentración de su ejercicio en
autoridades generales, y en autoridades, además, que tengan un cierto
hábito en el procedimiento.
El artículo 3.º REF especifica qué órganos han de actuar en concreto.
En las expropiaciones ejercitadas por el Estado, la regla general es a
favor del Gobernador Civil (hoy Delegados y Subdelegados del
Gobierno: arts. 72 y sigs. LSP), regla que puede exceptuarse por
simple Decreto; el artículo 98 LEF prevé ya la importante excepción
314
de las expropiaciones de obras públicas, en que el Delegado o
Subdelegado del Gobierno es sustituido por los «Ingenieros Jefes de
los Servicios respectivos». En el supuesto de expropiaciones
realizadas por Administraciones Locales, son el Alcalde y el
Presidente de la Diputación los órganos ordinarios (art. 3.º.4 REF),
salvo lo que pueda disponer la LRL; pero, aun en esos casos, se
reserva al Delegado o Subdelegado del Gobierno una intervención en
el trámite de necesidad de ocupación, la prevista en el artículo 18
LEF. Queda por precisar el supuesto de las expropiaciones que
realicen las Comunidades Autónomas, en las que, obviamente, el
papel del Delegado o Subdelegado del Gobierno debe ser jugado por
el Gobierno de las mismas o por aquel de sus miembros o
representantes que determinen las normas privativas que regulen su
organización interna.
2. Beneficiario de la expropiación, dice el artículo 3.º.1 REF, es «el
sujeto que representa el interés público o social para cuya realización
está autorizado a instar de la Administración expropiante el ejercicio
de la potestad expropiatoria y que adquiere el bien o derecho
expropiado» (cuando la expropiación es transmisiva; en otro caso, el
que se beneficia directamente –bien por el surgimiento de un lucrum
emergens, bien por la eliminación de un damnum cesans – de la
privación impuesta al expropiado). La consecuencia de esta posición
es que justamente al beneficiario se le imputa el deber de indemnizar
al expropiado.
Hay que decir que, con frecuencia, la posición de beneficiario
coincide con la del expropiante, lo que ocurre siempre que éste
expropia para sí. La singularidad de la posición de beneficiario se
hace visible cuando no es ése el caso, cuando la Administración
expropiante actúa en beneficio de un tercero, lo cual es hoy
igualmente normal.
La distinción entre las figuras del expropiante y del beneficiario no
está formulada tan netamente como en la Ley española por ningún
otro Derecho. Es común, en efecto, o trasladar a todos los
beneficiarios la condición de expropiante, o distinguir a lo sumo entre
expropiante y concesión o delegación a un tercero de su poder de
expropiar. Lo primero, que puede no ser grave si el juez controla
preventivamente las expropiaciones, no parece admisible cuando no
315
es ése el caso, como sabemos que ocurre entre nosotros, y menos aún
si la admisión ordinaria de expropiación por causa de mero «interés
social» hace normales las expropiaciones en favor de particulares; lo
segundo, la fórmula concesional o delegativa, es también imperfecta,
pues o bien implica una traslación completa del ejercicio de la
potestad expropiatoria, lo que acarrea los inconvenientes de lo
anterior, o bien resultan precisas una serie de matizaciones
(conservación de ciertas facultades en el expropiante) que complican
su técnica. La distinción resuelta entre expropiante y beneficiario de
la expropiación, que compensa cuando el beneficiario es un ente
público la concentración del poder expropiatorio en los entes
territoriales, y cuando es una persona privada el iter inutilis de doblar
la adquisición inmediata realizada por el expropiante con una cesión
ulterior entre éste y el destinatario final, parece una técnica bien
concebida, porque permite responsabilizar la titularidad del
procedimiento expropiatorio en la autoridad expropiante y dar entrada
inicial, con una participación activa en dicho procedimiento, a aquél
en interés del cual la expropiación se realiza, permitiendo de este
modo la inmediata y directa producción de los efectos expropiatorios
relevantes sobre su propia esfera jurídica. A la vez ello permite
concentrar toda la operación en una sola relación jurídica, siquiera sea
triangular, sin necesidad de descomponer su unidad en tres relaciones
bilaterales diversas, que es la otra alternativa real.
El artículo 2.º LEF distingue, a efectos de la calidad de beneficiario,
según se trate de expropiaciones por causa de utilidad pública, en
cuyo caso los beneficiarios son siempre entidades públicas o
concesionarios privados de las mismas, y expropiaciones por causa de
interés social, supuesto en el cual pueden ser beneficiarios, además de
personas públicas, simples particulares, sin que requieran la condición
de concesionarios administrativos.
En cualquier caso, es importante que la condición de beneficiario
haya de venir determinada por la Ley, si bien puede determinar tal
condición ad relationem, por una situación concreta, que puede ser
automática (así, art. 64.2 LS de 1976) o requerir una previa
calificación administrativa (por ejemplo, propietarios que no se
adhieran a una Junta de Compensación o que incumplan las
obligaciones y cargas de dicha Junta, art. 130.3 LS de 1976; o
promotores de «viviendas de protección oficial», artículos 22 y
316
siguientes de la Ley de Viviendas de Protección Oficial de 12 de
noviembre de 1976, o, en fin, todos los casos del beneficio
expropiatorio ligado a la condición de concesionario).
En el REF se han especificado con bastante acierto las
responsabilidades del beneficiario en el procedimiento expropiatorio.
En el artículo 4.º se concreta el papel del expropiante cuando no
coincida en él la condición de beneficiario: ejercer la potestad
expropiatoria «en favor del beneficiario, a instancia del mismo» (lo
que revela, por cierto, que el reconocimiento de la condición de
beneficiario faculta y no obliga a ejercitar el beneficio; en este
sentido, la Sentencia de 31 de octubre de 1978); decidir
ejecutoriamente sobre la procedencia y extensión de las obligaciones
del beneficiario respecto al expropiado (lo cual legitima a este último
para promover cuantas iniciativas sobre el particular pretenda); y
adoptar cuantas resoluciones requiera el ejercicio de dicha potestad.
Como dice la Sentencia de 17 de diciembre de 2013, «la
Administración no es ajena al procedimiento expropiatorio por el
hecho de existir un beneficiario de la expropiación, muy al contrario,
sigue siendo el titular de la potestad expropiatoria, conserva el control
del procedimiento y de las decisiones más relevantes que en el mismo
han de producirse y en modo alguno puede desentenderse del
cumplimiento del presupuesto –que no sólo obligación– esencial de la
expropiación como es el pago del justiprecio».
Todo ello es compatible con las atribuciones que se reservan al
beneficiario.
Estas atribuciones las concreta el artículo 5.º: solicitar del expropiante
la iniciación del expediente en su favor, justificando la procedencia
legal de la expropiación y su condición de beneficiario; impulsar el
procedimiento e informar a su arbitrio en las incidencias y
pronunciamientos del mismo; formular la relación de bienes de
necesaria ocupación; en la fase de justiprecio, llegar a mutuo acuerdo
con el expropiado, formular hoja de aprecio y aceptar o rechazar la
del expropiado y pagar o consignar la cantidad fijada como
justiprecio y las indemnizaciones por demora que le sean imputables;
en fin, las obligaciones y derechos derivados de la reversión.
3. Expropiado es el titular de las cosas, derechos o intereses objeto
del ataque expropiatorio (art. 3.º.1 REF). Como tal, tiene un básico
317
derecho a participar como interesado directo en el procedimiento y,
sobre todo, a percibir la indemnización expropiatoria en que la
expropiación convierte el derecho de que es privado.
La condición de expropiado, según el concepto general expuesto es,
característicamente, una cualidad ob rem, o determinada por su
relación con el objeto de la expropiación, lo que, a su vez, determina
que es una cualidad en que se subroga cualquier adquirente de dicho
objeto ulterior a la iniciación del procedimiento expropiatorio (art. 7.º
LEF); el artículo 7.º REF condiciona en el plano formal esa
subrogación a ciertos requisitos.
Hay que precisar, por una parte, si existen o no sujetos que puedan
excluir la condición de expropiados; en segundo término, qué titulares
de derechos o intereses tienen la facultad de ser considerados
expropiados; finalmente, cómo la Administración expropiante ha de
concretar los expropiados con quienes ha de entenderse.
A) La primera cuestión, si existen o no determinados sujetos de
derecho que puedan excluir, por una determinada cualidad, la
condición de expropiados, ha de resolverse negativamente, en
términos generales (el art. 1.º LEF lo supone: «cualquiera que fueran
las personas o entidades a que pertenezcan»). Más bien, supuesto que
la condición de expropiado está ligada a la relación con un
determinado bien, la cuestión debe remitirse a si determinados bienes
pueden o no ser excluidos de la expropiación, cuestión que
examinaremos más adelante. Ni el Estado ni ninguna Administración
puede pretender, pues, por su sola cualidad subjetiva (otra cosa podrá
ser, según veremos, por la cualidad de sus bienes), quedar exonerados
de una expropiación que pueda promoverse en beneficio de un
tercero, incluido de un privado, ni tampoco Estados o entidades
extranjeras o simples extranjeros privados podrán invocar una
franquicia análoga frente a expropiaciones promovidas por la
Administración territorial, esto último sin perjuicio de que el Derecho
Internacional común o convencional imponga ciertas reglas a este
tipo de expropiaciones sin cumplir las cuales pueda eventualmente la
expropiación que no las cumpla, aun acomodándose al Derecho
interno, ser calificada de ilícito internacional a los efectos de una
responsabilidad internacional del Estado (surgen aquí dos temas: el de
la descalificación previa de los inmuebles extraterritoriales y el de la
318
protección internacional de la propiedad extranjera, que se ha
mantenido incluso en los supuestos de socializaciones masivas en los
países comunistas a través de la técnica de los convenios globales de
indemnización). En el caso de la Iglesia Católica, los artículos 16
LEF y 23 REF remitían al Concordato entonces vigente, hoy
sustituido en este punto por el Acuerdo entre el Estado Español y la
Santa Sede sobre Asuntos Jurídicos publicados en el BOE de 15 de
diciembre de 1979, artículo I.5; según este régimen peculiar, la
Administración puede expropiar los bienes eclesiásticos, aunque con
un derecho de audiencia (que si bien suele ser común a todos los
expropiados, puede reduplicarse en este caso, como concluye el art.
23 REF) y con la garantía, en el caso de los bienes sagrados, de una
previa descalificación canónica de los mismos anteriores a su
ocupación. Únicamente en la materia de requisas militares y a
propósito de bienes muebles se formulaban exenciones en favor del
Jefe del Estado, de agentes diplomáticos e incluso de extranjeros en
ciertas condiciones (art. 8.º del Anexo 3.º de la Ley de Bases del
Ejército de 29 de junio de 1918, excepción no recogida en el artículo
14 de la Ley Básica de Movilización Nacional de 26 de abril de
1969).
B) El segundo problema a precisar en relación con el status de
expropiado es qué titulares de qué situaciones jurídicas en relación
con el objeto expropiado tienen derecho a ser considerados tales.
La regla general es que, «en primer lugar», la Administración deberá
reconocer la condición de expropiado al «propietario de la cosa o
titular del derecho objeto de la expropiación» (art. 3.º.1 LEF). Esto en
todo caso. Los titulares de otros derechos o «intereses económicos
directos» sobre el objeto expropiado tendrán la posibilidad de ser
considerados expropiados en dos casos: si esa titularidad secundaria
consta formalmente en los Registros Públicos o fiscales, en cuyo caso
la Administración tiene la obligación legal de citarles al expediente,
o, en otro caso, si ellos lo solicitan, acreditando su condición
debidamente (art. 4.º LEF). Entre estos titulares secundarios la Ley
menciona de manera expresa a los arrendatarios rústicos o urbanos y
la jurisprudencia ha precisado que, a través de la mención legal de
«titulares de intereses» y no sólo de derechos, deben incluirse
también los meros precaristas (Ss. de 22 de marzo y 19 de noviembre
de 1957, 23 de mayo de 1979, etc.). Todos los titulares de derechos o
319
intereses económicos directos sobre la cosa expropiada quedan, pues,
comprendidos en la fórmula legal: Sentencias de 19 de mayo de 1980,
10 de octubre de 1983 y, especialmente, la de 3 de octubre de 1984;
posteriormente, la de 4 de diciembre de 1995. La propia
jurisprudencia constitucional lo acepta: Sentencias de 29 de
noviembre de 1988, 19 de noviembre de 1986, etcétera.
Ahora bien, la pluralidad de expropiados en relación a un mismo
objeto, por concurso de titularidades distinto de la simple comunidad,
plantea dos problemas. Primero, la regla general es que la totalidad de
las titularidades debe ser expropiada, en virtud del principio de que
«la cosa expropiada se adquirirá libre de cargas» (art. 8.º LEF), regla
que, sin embargo, tiene la excepción de que la Administración
expropiante puede conservar algún derecho sobre el bien expropiado
«siempre que resultase compatible con el fin a que tal bien haya de
quedar afectado como consecuencia de la expropiación» (art. 9.º
REF); el artículo 8.º LEF pide, además –lo que resulta extraño y el
artículo 9.º REF parece querer excluirlo a través de la técnica de la
decisión ejecutoria–, «acuerdo entre el expropiante y el titular del
derecho» cuya conservación se propone, lo que parece que ha de
interpretarse en el sentido de que ese titular tiene un efectivo derecho
a que se le incluya en la expropiación, ello salvo el supuesto
específico de que la expropiación se haya promovido como una
expropiación parcial de facultades limitadas del dominio (art. 9.º.3
LEF; ejemplos de estas expropiaciones: expropiaciones de fachadas,
art. 66 LS de 1976, imposición forzosa de servidumbres urbanas,
artículo 68 de la misma LS, o de paso –arts. 54 de la Ley del Sector
Eléctrico de 26 de diciembre de 2013 y 140 y sigs. del Real Decreto
1955/2000, de 1 de diciembre–, etc.).
El segundo problema del concurso de titularidades expropiadas es el
de su posición relativa. La regla general que explicita el artículo 6.º.2
REF, es que sólo los arrendatarios rústicos y urbanos tienen derecho a
una indemnización independiente, a los que han de añadirse los
precaristas, según la misma jurisprudencia citada más atrás; el resto
de los titulares secundarios tendrán que hacer valer sus derechos
sobre el justo precio de la expropiación principal, minorando, pues, la
indemnización del propietario; en caso de desacuerdo sobre la
distribución del justiprecio, la Administración consigna el importe
total de éste en la Caja General de Depósitos y remite la decisión a un
320
proceso civil entre los interesados (art. 8.º REF).
C) El último tema es el de los aspectos formales de la condición del
expropiado. La Administración ha de atender para determinar esta
condición, precisa el artículo 3.º.2 LEF, a las titularidades inscritas en
Registros Públicos que produzcan presunción de exactitud; en su
defecto, a quien aparezca con tal carácter en los Registros o
matrículas fiscales y, finalmente, a quien ostente «pública y
notoriamente» la correspondiente titularidad. Ya se ha notado que en
este último caso los sujetos de titularidades secundarias (no ya, pues,
los propietarios o titulares principales, que la Administración tiene
obligación de investigar de oficio también si de los Registros
formales no resulta nada) sólo a su solicitud podrán ser considerados
expropiados.
En el caso de que no aparezcan titulares, o si fuesen incapaces y no
tuviesen constituido el aparato de representación legal, o, en fin, si la
propiedad fuese litigiosa (esto es, con litigio abierto, sin perjuicio de
que los que aleguen títulos contradictorios puedan considerarse como
partes en el expediente; vid. Sentencias de 13 de octubre de 1993, 8
de abril de 2000 y 26 de mayo de 2005), las diligencias
procedimentales se entenderán con el Ministerio Fiscal (art. 5.º LEF).
Éste no alcanza la plena condición de representante del expropiado
porque no tiene derecho a recibir la indemnización expropiatoria, la
cual se consignará normalmente en estos supuestos en la Caja General
de Depósitos a resultas del procedimiento civil que determine el
verdadero titular (art. 50 LEF).
En fin, el artículo 6.º LEF precisa otra regla significativa, la de que
los representantes legales que no puedan enajenar sin permiso o
resolución judicial no necesitan ésta, sin embargo, para actuar en el
procedimiento expropiatorio, incluso para aceptar, pues, las hojas de
aprecio contrarias. Ello es debido a que no se trata de una verdadera
enajenación voluntaria, sino de una expropiación autoritaria.
Las actuaciones de los expropiados en el procedimiento expropiatorio
son muy importantes. Su presencia en el mismo, en su caso suplida
por el Fiscal, es esencial, sine qua non, esto es, que si se prescindiese
de ella se daría una verdadera vía de hecho y no una expropiación. Se
verá que interviene en todas las fases del procedimiento con una
actuación principal y básica. El procedimiento entero es
321
«contradictorio», esto es, debe oírse a quienes están en posiciones
encontradas antes de resolver; y frente al expropiante y, en su caso,
beneficiario, se alza el interés del expropiado (en que o bien no se le
expropie, o que se limite al mínimo la ocupación necesaria, en que se
le otorgue un «justo precio», en que el trámite sea regular y diligente,
etc.), interés en el servicio del cual se le asigna la condición de parte
principal e inexcusable del expediente. Por esa razón, la
jurisprudencia exige su emplazamiento personal, siempre que sea
conocido (Sentencia de 14 de noviembre de 1984), so pena de nulidad
(vid. también la Sentencia de 19 de noviembre de 1984).
IV. EL OBJETO DE LA POTESTAD EXPROPIATORIA
1. EL ENUNCIADO GENERAL
El mismo artículo 1.º LEF especifica que pueden ser objeto de la
potestad expropiatoria «la propiedad privada… derechos e intereses
patrimoniales legítimos». Los artículos 1.º y 2.º REF repiten la
fórmula, aunque en el segundo aún se explicita la posibilidad de que
la expropiación se concrete en «facultades parciales del dominio o de
derechos e intereses legítimos».
La expresión legal quiere abarcar, como resulta claro, todos los
derechos de naturaleza patrimonial, sean de Derecho privado o de
Derecho público. Negativamente, para perfilar el contorno completo:
la única excepción a la expropiabilidad de los derechos todos es la de
los derechos de naturaleza no patrimonial (derechos de la
personalidad y familiares).
El régimen legal de la expropiación configura así una vastísima
potestad de sacrificio en favor de la Administración: toda situación
jurídica patrimonial de cualquier naturaleza (real, de crédito, pública,
privada) puede ser en principio (siempre que se cumplan los
requisitos de ejercicio y de causa a que luego habremos de referirnos)
sacrificada por la Administración; todas esas situaciones son
«claudicantes» frente a la potestad expropiatoria de la
Administración. No será preciso subrayar demasiado la importancia
322
de este principio.
Ha de notarse que la construcción tradicional de la expropiación
limitaba ésta a los bienes inmuebles; fue ya una novedad admitir la
extensión a los bienes muebles (requisas, bienes del Patrimonio
artístico, acciones de Sociedades, etc.). La resuelta extensión operada
por la LEF está en la línea de una generalización de la institución,
efectuada más con la intención de extender las técnicas de garantía
propias de la expropiación al patrimonio entero que con la de ampliar
las posibilidades efectivas de sacrificio, pues, según veremos, la
actualización de esta posibilidad potencial sigue requiriendo leyes
singulares de calificación de la presencia de una causa expropriandi
respecto de un bien concreto o de una categoría de bienes.
El objeto de la expropiación ha de ser, pues, una titularidad activa
previamente existente, que será objeto de «privación», como dice la
fórmula legal; caen así fuera de la expropiación la imposición de
prestaciones personales de hacer, que constituyen otra figura
institucional distinta (sin que pueda argüir contra esta conclusión la
regulación en la LEF de alguna de dichas prestaciones al tratar de las
requisas militares, artículo 101, regulación puramente de oportunidad
legislativa).
La expresión «propiedad privada» que se contiene en las normas
citadas parece tener una intención limitativa, excluir de la
expropiación los bienes demaniales, el dominio público. Como es
sabido, una de las notas del régimen del dominio público es la de la
inalienabilidad (art. 132.1 de la Constitución), nota que no se expresa
en una incapacidad objetiva de la cosa demanial para ser enajenada,
sino en la vinculación permanente entre dicha cosa y la función
pública que sobre ella se cumple. Es esta vinculación la que no puede
ser rota sino por un acto formal de «desafectación», sólo producido el
cual la cosa, ya privada del papel de ser soporte de una función
pública, se hace, en cuanto tal, simple cosa privada (art. 342 CC) y
por ello enajenable. La regla de la inalienabilidad, como habremos de
ver en otro lugar de este libro es, pues, un simple correlato de la
afectación pública de las cosas demaniales y, por lo que ahora nos
interesa, impide que éstas puedan ser objeto de expropiación directa.
Es una simple regla de orden, porque no siempre la autoridad
expropiante podrá disponer la desafectación, y cuando pueda hacerlo,
323
ésta tendrá que acordarse sustantiva y previamente.
La figura jurídica pertinente para regular los cambios de titularidad
sobre los bienes de dominio público, que implican ordinariamente
cambios de afectación, no es, por tanto, la de la expropiación forzosa,
sino la de la «mutación demanial» (arts. 71 y sigs. LPAP), figura
institucional que será estudiada en otro lugar.
2. EL PROBLEMA DE LOS «INTERESES PATRIMONIALES
LEGÍTIMOS» COMO OBJETO EXPROPIATORIO
Quizá merezca alguna explicación adicional la inclusión expresa entre
los objetos expropiatorios posibles, según se habrá notado, de los
llamados «intereses patrimoniales legítimos».
Naturalmente, desde la perspectiva de la posibilidad de ser
sacrificados, parece obvio que si se prevé la expropiación de derechos
ningún problema ha de presentar la de titularidades jurídicas
inferiores. El problema, por eso, se presenta desde la perspectiva
inversa, la del derecho a indemnización que conlleva en su efecto de
garantía la fórmula legal del artículo 1.º LEF. La jurisprudencia del
Tribunal Supremo ha obtenido ya alguna consecuencia directa en este
sentido: derecho de los precaristas, que por hipótesis no ostentan
derecho alguno a la posesión en que están, a ser incluidos como
expropiados en los expedientes de expropiación (así lo corrobora el
art. 4.º.1 LEF: derecho a ser considerados como interesados en el
expediente, a la par que los «titulares de derechos reales», los de
«intereses económicos directos sobre la cosa expropiada») y, por
tanto, a ser indemnizados (Ss., entre otras, de 22 de marzo y 19 de
noviembre de 1957, 23 de mayo de 1979, y las demás citadas supra, §
III).
La propia LEF nos ofrece otros ejemplos de la indemnizabilidad de
intereses patrimoniales legítimos (a no confundir con los llamados
«intereses legítimos» en la teoría de las titularidades subjetivas y de la
justicia administrativa: supra, cap. XV, § III), en el artículo 89
(cambios forzosos de residencia, gastos de viaje y transportes,
quebrantos por interrupción de actividades), aunque limitados al caso
324
de una expropiación «que dé lugar al traslado de poblaciones». Aquí
se ve clara la sustantividad del concepto de interés patrimonial,
porque esas indemnizaciones son las más de las veces independientes
de una expropiación de cosas o derechos, afectantes por ello a todos
«los vecinos de la Entidad Local» (art. 88) en general y no sólo a los
propietarios. Por cierto, que en esta explícita mención legal se da base
suficiente para, al amparo de la cláusula general del artículo 1.º LEF,
aplicar el mismo criterio indemnizatorio a situaciones no ya análogas,
sino idénticas, que se presentan en expropiaciones que no dan lugar a
un traslado conjunto de la población («todas o la mayor parte de las
familias»: art. 86), sino meramente a un traslado o un quebranto por
interrupción de actividades parcial y minoritario.
En fin, la mayor relevancia práctica de los intereses patrimoniales
legítimos se presenta cuando se trata de adicionar su cuantía real al
perjuicio causado por la expropiación directa de cosas o derechos. La
jurisprudencia ha mantenido con reiteración, según podremos ver en
el capítulo siguiente, que la indemnización expropiatoria debe cubrir
la totalidad de los perjuicios reales derivados del hecho expropiatorio,
lo que lleva a incluir entre ellos los que proceden de simples intereses
no constituidos en verdaderos derechos. La jurisprudencia es
especialmente rica en los supuestos de expropiación que impliquen
cesación o traslado de industrias (gastos de desmontaje, traslado y
nuevo montaje; pérdida de clientela, temporal o total; quebranto de
actividades; gastos financieros de sostenimiento, etc.). Aquí es el
concepto material de perjuicio el que, al igual que veremos que ocurre
en la teoría de la responsabilidad, cubre por sí sólo, en cuanto expresa
una privación económica efectiva, esas titularidades patrimoniales no
plenas.
V. LA «CAUSA EXPROPRIANDI»
1. EN GENERAL
Este elemento de la potestad expropiatoria es capital: la expropiación
ha de legitimarse en una causa precisa, tasada y estimada por la Ley,
según veremos, lo que excluye cualquier uso libre de dicha potestad
325
por la Administración. Así lo precisa el básico artículo 33.3 de la
Constitución: «por causa justificada de utilidad pública e interés
social». Desde el primer momento la cláusula general del artículo 1.º
LEF lo reitera así, al comenzar –y con él, la Ley entera–: «es objeto
de la presente Ley la expropiación forzosa por causa de utilidad
pública o interés social»; y el artículo 9.º: «para proceder a la
expropiación forzosa será indispensable la previa declaración de
utilidad pública o interés social». De este modo, la extraordinaria
extensión de la potestad de sacrificio patrimonial de que la regulación
expropiatoria apodera a la Administración no concluye en una mera
superioridad formal y abstracta de ésta sobre los patrimonios privados
que la permita desconocerlos en cualquier ocasión, sino en un
mecanismo técnico de obtención de fines públicos precisos, los fines
propios de esa «causa» que únicamente puede justificar el ejercicio de
dicha potestad.
Hemos de recordar lo que expusimos en el capítulo X, § II, 2, a
propósito del fin y de la causa de los actos administrativos. Toda
potestad administrativa está ordenada a un fin, que además de
genéricamente público o «general» (art. 103.1 de la Constitución) está
ordinariamente especificado en la norma que la crea, y se llama causa
a la efectividad cumplida por el acto concreto en el servicio de este
fin normativo. Esta distinción es aquí importante. La expropiación
está ordenada a un fin de utilidad pública o de interés social
(conceptos que luego examinaremos), y la Ley ha de predeterminar
en cada caso lo que por tal ha de entenderse, como también veremos;
pero cada expropiación singular ha de servir a ese fin específico para
que se entienda legitimada en la causa legal. ¿Cómo se opera ese
servicio efectivo?
Lo primero que hay que notar es que el fin de la expropiación no es la
mera «privación» en que ésta consiste, sino el destino posterior a que
tras la privación expropiatoria ha de afectarse el bien que se expropia.
Lo expresa así, con todo rigor, el citado artículo 9.º LEF que habla de
la «previa declaración de utilidad pública o interés social del fin a que
haya de afectarse el objeto expropiado». Esto es básico para
comprender el mecanismo expropiatorio y su alcance estrictamente
objetivo. La expropiación está siempre en función de una
transformación posterior de los bienes objeto de la misma,
transformación que no es preciso que sea material (obras,
326
típicamente), que incluso puede bastar simplemente con que sea
jurídica (sustitución de un propietario por otro: nacionalización o
municipalización de empresas, expropiación-sanción, también
supuestos típicos), pero que debe responder a un plan de ordenación
para cuya efectividad resulte un obstáculo el estado de cosas que la
expropiación se encarga de remover.
En virtud de esta nota la expropiación forzosa se nos presenta como
un instrumento y no como un fin, como un elemento dentro de una
operación de poder público que la supera y trasciende. Toda
expropiación singular ha de servir a esa finalidad instrumental, sin lo
cual carecerá de causa.
Esto justifica también que la causa expropriandi, así especificada, se
inserte en el fenómeno expropiatorio de un modo permanente y no
sólo en el momento previo de autorizar o abrir el ejercicio de la
potestad de expropiar. Toda la expropiación queda vinculada al
destino invocado como causa expropiatoria. El beneficiario queda
gravado con la carga de realizar ese destino específico y de esta
realización pende, en definitiva, la validez de la expropiación misma,
en cuanto que su incumplimiento inviste al sujeto expropiado de un
derecho de reversión sobre el bien expropiado (arts. 54 y 55 LEF),
que puede construirse, como más adelante precisaremos, como la
actuación de un motivo de invalidez sucesiva en virtud del propio
juego de la causa. En alguna ocasión, la carga de cumplir la
afectación causal se refuerza aún más hasta convertirse en un deber
exigible por la Administración al beneficiario, cuyo incumplimiento,
además del efecto reversional, puede determinar sanciones (art. 74).
En resolución, pues: la expropiación ha de justificarse en una
finalidad legal de utilidad pública o de interés social, sin lo cual no
cabe siquiera iniciarla; pero ha de legitimarse, una vez consumada, en
el servicio efectivo de esa finalidad legal, que es a lo que se llama
técnicamente causa, y que supone una transformación ulterior del
bien expropiado, material o jurídica, en el sentido postulado por esa
finalidad, sin lo cual la expropiación, aun realizada, no puede
mantenerse.
2. UTILIDAD PÚBLICA E INTERÉS SOCIAL COMO FINES LEGALES
327
DE LA EXPROPIACIÓN
Desde la Revolución francesa, con precedentes claros en el Derecho
intermedio (así en nuestra Ley de Partidas, citada más atrás, «tomar
heredad» se justifica para «facer alguna cosa que se tornase
procomunal de la tierra»), la expropiación forzosa ha de justificarse
en una finalidad de utilidad pública. Este concepto, que se recibe en
nuestra primera Ley de 1836 y en algunas Constituciones del siglo
XIX, de donde se traslada a la Ley de 1879, pasará a ser en la
Constitución republicana de 1931 el más amplio de «utilidad social».
El Fuero de los Españoles de 1945, artículo 32, duplica el concepto,
utilidad pública e interés social, de donde pasa a la vigente LEF,
especialmente artículos 1.º y 9.º, antes citados, y de ahí al artículo
33.3 de la Constitución vigente. ¿Qué quieren decir esos conceptos?
En el sentido del siglo XIX, utilidad pública se predicaba
característicamente de una obra pública (así, el art. 2.º de la LEF de
1879: «Serán obras de utilidad pública…»; y Ley General de Obras
Públicas de 13 de abril de 1877, arts. 114 y sigs.), que era el campo
por excelencia de la expropiación. Eso limitaba ésta a los bienes
inmuebles, que por su condición de infungibilidad y permanencia
imponían la sustitución de su titularidad cuando una obra pública
debía asentarse sobre ellos o partir de su destrucción previa; eran así
los únicos bienes indispensables para que la acción administrativa (o
eventualmente de sus concesionarios) pudiera cumplirse, puesto que
los muebles, ordinariamente genéricos, si no fungibles, podían
adquirirse por los medios voluntarios de la contratación.
Es el desbordamiento de ese límite estricto el que ha llevado a
ampliar el concepto, lo que formalmente no parecía necesario, dado el
contenido abstracto a que parece remitir la idea de una utilidad
pública; de ahí esos tecnicismos de utilidad o de interés social. La
aparición de expropiaciones de muebles (bienes del patrimonio
artístico, requisas sanitarias, propiedad industrial, etc.), la admisión
creciente de expropiaciones con beneficiarios privados, sin que éstos
fuesen necesariamente concesionarios de obras y servicios, en fin, y,
sobre todo, la funcionalización del instrumento expropiatorio fuera
del ámbito estricto de la obra pública o del funcionamiento de la
Administración, hacia operaciones de transformación social directa
328
(reformas agrarias, socializaciones de empresas, etc.), determinaron
esa duplicación causal expresada en la dualidad de conceptos, utilidad
pública e interés social.
En la LEF no se especifica el sentido de la distinción, pero parece
claro que por «utilidad pública» se entienden las exigencias del
funcionamiento de la Administración (obras públicas, servicios
públicos) o de sus concesionarios (argumento: art. 2.º.2 LEF), en
tanto que por «interés social» habrá que entender cualquier forma de
interés prevalente al individual del propietario distinto del supuesto
anterior. Esto es: el adjetivo «público» remite a una organización
pública beneficiaria y a las exigencias de su funcionamiento
intrínseco; el adjetivo «social» intenta referir una operación de
conformación o transformación social, que puede implicar también
que el beneficiario sea eventualmente un ente público, aunque ya por
razón diversa de su funcionamiento objetivo, pero que incluye con
normalidad la hipótesis de beneficiarios privados que no estén en
posición de concesionarios de la Administración. Por ejemplo:
municipalización o nacionalización de empresas, expropiaciones
«para la resolución de un problema social no circunstancial» (art. 241
de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 1973: expropiaciones
agrarias «por causa de interés social»), o para la construcción de
viviendas de protección oficial, o para facilitar la instalación de
industrias, o «por incumplimiento de la función social de la
propiedad» (art. 71 LEF), etc.
La distinción no merece ser apurada más, una vez precisada su
intención, que es clara, puesto que una y otra causa se vienen a
confundir seguidamente en sus consecuencias: dar paso al ejercicio de
una idéntica potestad expropiatoria. La LEF no distingue, en efecto,
dos regímenes expropiatorios diferentes, según sea operativo uno u
otro de los fines legales.
3. ESPECIFICIDAD DE LA «CAUSA EXPROPRIANDI» PARA CADA
OPERACIÓN Y SU CALIFICACIÓN POR LEY
A) En el Derecho español (y esto no ocurre, por cierto, en otros
sistemas) el concepto de «utilidad pública» o de «interés social» no es
329
un concepto abierto que corresponda a la Administración aplicar a
unas u otras operaciones a su arbitrio para concluir la pertinencia de
la expropiación; por el contrario, ni por acto singular ni por vía
reglamentaria puede la Administración determinar originariamente
qué operación merece o no beneficiarse del instrumento expropiatorio
por entenderla de utilidad pública o interés social, sino que ese juicio
está reservado en nuestro Derecho a la Ley. A la Ley, en efecto, y
sólo a ella, corresponde en nuestro sistema determinar en exclusiva el
tipo de operaciones que han de calificarse de utilidad pública o de
interés social (la calificación ha de referirse, según ya hemos notado,
y precisa el art. 9.º LEF, al «fin a que haya de efectuarse el objeto
expropiado»), a los efectos de poder disponer de la expropiación; lo
cual implica, por cierto, que esa calificación ha de ser específica para
una operación singular o para un tipo o categoría de operaciones,
excluyendo una formulación abierta o indeterminada. Así es como ha
de interpretarse el artículo 33.3 de la Constitución, según el cual la
expropiación requiere una «causa justificada», esto es, específica para
operaciones determinadas.
De este modo, resulta claro que la Administración no dispone de una
potestad expropiatoria abstracta capaz de ser aplicada a su albur en
cuanto pueda estimarla justificada; por el contrario, la Administración
dispone de la potestad expropiatoria sólo para ser ejercida en aquellos
ámbitos singulares que la Ley formal ha calificado previamente como
merecedores de ese remedio («requisito previo a la expropiación
forzosa», lo llama por ello el epígrafe del cap. I del Tít. II de la LEF).
La potestad expropiatoria requiere, pues, para su ejercicio una previa
auctoritatis interpositio de la Ley, que selecciona, entre todos los
posibles, los fines que han de ser considerados de utilidad pública o
interés social al objeto de poder movilizar en su favor el instrumento
de la expropiación. Esta exigencia de Ley está hoy
constitucionalizada a través del artículo 53.1 de la Constitución.
Este papel de la Ley, abriendo los ámbitos concretos donde la
expropiación puede ser aplicada, comenzó siendo históricamente una
garantía extrema de la propiedad, a cuyo carácter absoluto sólo una
Ley podía poner fin. Hoy, en que ese carácter no es aceptado, y en
que se admite, por tanto, la relativización ordinaria de los derechos
patrimoniales a los fines generales, que eventualmente la
expropiación puede hacer valer (art. 33.2 de la Constitución), esa
330
intervención de la Ley presenta otro significado: el de formular una
jerarquización social de los bienes, una calificación de las
prevalencias colectivas de unos fines sobre otros, de forma definida,
estable y solemne, de modo que el evento de sufrir una expropiación
sobre los propios bienes no quede al arbitrio discrecional de los
órganos administrativos. Esta exigencia se refuerza aún más cuando
la expropiación ha transformado su sentido, según hemos visto, y ha
pasado a ser un instrumento generalizado de conformación del mundo
social de los bienes.
B) El sistema positivo es el siguiente: La regla general, en principio,
es que ha de preceder la calificación legal de utilidad pública o interés
social del fin a que haya de afectarse al objeto expropiado (art. 9.º).
Esa calificación ha de ser hecha por Ley, bien genéricamente «para
categorías determinadas de obras, servicios o concesiones» (art. 10, in
fine) u otros fines de interés social (art. LEF), bien «en cada caso»
(arts. 11 y 12).
Las declaraciones legales genéricas de utilidad pública deben ser, sin
embargo, concretadas en cada caso mediante un acto expreso de
reconocimiento del Consejo de Ministros (o del Consejo de Gobierno
de las Comunidades Autónomas) cuya finalidad es, justamente,
reconocer y constatar que ese supuesto concreto está efectivamente
comprendido en aquella declaración genérica contenida en la Ley,
esto es, que también en ese supuesto concurre la causa de utilidad
pública susceptible de legitimar la imposición del sacrificio que la
expropiación comporta. Dicho acto concreto de reconocimiento es
susceptible, por supuesto, de impugnación jurisdiccional. Ahí,
justamente ahí, debe comenzar la garantía judicial.
La regla expuesta, que subraya la importancia de lo que constituye el
presupuesto mismo de la expropiación, se ha difuminado, sin
embargo, en la práctica hasta arruinar el sistema legal y sus
fundamentos con grave infracción del principio constitucional que lo
sostiene (arts. 33.3 y 53.1 de la Constitución) y virtual eliminación de
las garantías del expropiado.
El germen de este grave deterioro institucional se encontraba ya, con
algún precedente en la legislación anterior, en la propia LEF, que
permitió excepcionar por Ley la exigencia del acto de reconocimiento
del Consejo de Ministros (art. 10, in fine: «salvo que para categorías
331
determinadas de obras, servicios o concesiones las Leyes que las
regulan hubieren dispuesto otra cosa»), aceptando también que la
utilidad pública se entendiera implícita en todos los planes de obras y
servicios del Estado, Provincia y Municipio (art. 10). Las leyes
sectoriales han terminado por hacer materialmente invisible para los
afectados la declaración y ulterior concreción de la causa
expropriandi, normalmente implícita o sobreentendida en planes y
proyectos cuya aprobación pasa necesariamente desapercibida para el
ciudadano medio, que además no podría, aunque quisiera, descubrir
en el complejo contenido técnico de aquéllos cuándo y cómo puede
ser afectada su propiedad a fin de proceder a su defensa, afección que
termina descubriendo cuando su reacción es ya jurídicamente
inviable.
Ésta es la situación actual, frente a la cual ha comenzado a reaccionar
la jurisprudencia más reciente dentro, claro está, de los márgenes, no
muy amplios como hemos visto, que deja la regulación legal.
Merecen resaltarse en esta línea la Sentencia de 27 de marzo de 2007,
que admite el control de la legalidad de la declaración de utilidad
pública ciñéndolo a la comprobación de su adecuación a la causa
expropiandi, las Sentencias de 27 de junio de 2006 y 29 de junio de
2007, que declaran que la anulación del plan que dio cobertura a la
expropiación deja sin valor jurídico las declaraciones de utilidad
pública y necesidad de ocupación implícitas en dicho plan y la
Sentencia de 14 de diciembre de 2005, que considera que existe vía
de hecho cuando se altera sustancialmente el proyecto de obras y se
ocupa en consecuencia una superficie muy superior a la inicialmente
prevista.
Con todo, resulta imprescindible una rectificación legislativa (para la
que no faltan modelos en el Derecho comparado) que asegure con
carácter general la posibilidad de una tutela judicial efectiva y plena,
que si en abstracto es siempre posible, tropieza hoy por hoy en la
práctica con obstáculos difícilmente superables.
VI. EL CONTENIDO DE LA EXPROPIACIÓN
1. LA CLÁUSULA GENERAL DEL ARTÍCULO 1.º LEF Y SU
332
SIGNIFICADO
El contenido de la potestad expropiatoria está enunciado en el artículo
1.º LEF de manera explícita: se concreta siempre en una «privación
singular» de la propiedad o de los derechos e intereses que son su
objeto, «acordada imperativamente», y esta privación puede revestir
cualquiera de las modalidades que en el mismo precepto se enumeran:
«venta, permuta, censo, arrendamiento, ocupación temporal o mera
cesación de ejercicio». El artículo 1.º REF ha perfilado aún más el
concepto: «Toda intervención administrativa que implique privación
singular de propiedad, derechos o intereses patrimoniales legítimos,
a que se refiere el artículo 1.º de la ley, es una expropiación forzosa a
todos los efectos»; y en su párrafo 2 aún precisa, respecto al catálogo
de modalidades posibles de la privación expropiatoria: «la
enumeración de los supuestos de privación singular… que hace el
artículo 1.º de la Ley tiene carácter enunciativo y no excluye la
posibilidad de otros distintos a los fines de la calificación del párrafo
anterior».
Estamos en presencia de una fórmula de la mayor significación dentro
del sistema legal.
Ya indicamos más atrás que la expropiación clásica limitaba su
contenido a la enajenación plena o transmisiva (arg. art. 1.456 CC:
«enajenación forzosa», dentro del título de la compraventa) de los
bienes inmuebles, que eran su único objeto. Esto no obstante, la
misma Ley de 1879 preveía una forma expropiatoria distinta, y en tal
sentido, anómala, dentro del sistema, la «ocupación temporal» de
fundos con ocasión de confección de proyectos y de ejecución de
obras públicas, que regulaba su título III. Al margen de la legislación
general, quedaban las requisas militares, navales, de orden público,
sanitarias, la militarización o movilización de empresas, que
constituían con normalidad hipótesis de privación de contenidos
parciales de la propiedad distintos de la transmisión definitiva. Estas
medidas especiales de privación coactiva se generalizaron más
adelante por Leyes especiales, que tipificaron una gama
extremadamente variada de tales medidas, reguladas, no obstante, al
margen de todo el sistema legal de la expropiación,
convencionalmente recluido en su ámbito tradicional de enajenación
333
forzosa de inmuebles. He aquí unos cuantos tipos de estas medidas
singulares:
– La privación puede consistir en la destrucción pura y simple de la
cosa, sin que se produzca su adquisición por la Administración (así en
materia de epizootias, Ley de 20 de diciembre de 1952 y Reglamento
de 4 de febrero de 1955, arts. 146 y sigs.).
– Tampoco se produce la adquisición por la Administración cuando la
carga singular se traduce en una mera cesación de ejercicio de una
empresa, típicamente la creación de monopolios legales (Ley de
Presupuestos de 30 de junio de 1892, art. 21, para cerillas; Real
Decreto-Ley de 28 de junio de 1927, art. 10, para petróleos).
– El «arrendamiento forzoso», en el sentido en que aquí se trata,
como carga expropiatoria, se regula específicamente en la legislación
agraria (art. 93 de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 12 de
enero de 1973, para la ejecución de Planes Generales de
Transformación de Grandes Zonas; idem, arts. 154 y 156 y sigs., en el
sistema de fincas rústicas de mejora forzosa; o con fines de
almacenamiento de cosechas, Decreto-ley de 23 de agosto de 1937,
art. 18; Decreto-ley de 10 de agosto de 1954, art. 10; Decreto de 3 de
junio de 1955, art. 22). Un Decreto-Ley de la Junta de Andalucía de 9
de abril de 2013 prevé la expropiación forzosa del uso por un plazo
de tres años de viviendas incursas en procedimientos de desahucio
por ejecución hipotecaria en beneficio de personas en circunstancias
especiales de emergencia social.
– La legislación de Montes anterior a la hoy vigente habilitaba sobre
los terrenos privados un «consorcio forzoso» con la Administración
forestal del Estado (vid. la disposición adicional primera de la Ley de
Montes de 21 de noviembre de 2003, que respeta los existentes hasta
su extinción, aunque prevé la posibilidad de sustituirlos por otras
figuras contractuales).
– Se impone la «prestación forzosa» de máquinas y ganado de labor
para el cultivo (Ley de 5 de noviembre de 1940, arts. 5.º a 8.º), o la
«intervención de medios materiales y personales y cuantas otras se
consideren sanitariamente justificadas» en los casos de riesgo
inminente y extraordinario para la salud (art. 26 de la Ley General de
Sanidad de 25 de abril de 1986).
334
– En la legislación del patrimonio artístico y arqueológico se
encuentran figuras, como la «excavación forzosa», sobre terrenos
privados (art. 43 de la Ley del Patrimonio Histórico Español de 25 de
junio de 1985) y unos derechos de tanteo y retracto en las ventas de
bienes de interés cultural (art. 38 de la misma Ley). Iguales derechos
de tanteo y retracto en las transmisiones onerosas de terrenos
incluidos en áreas previamente delimitadas al efecto prevén el
artículo 39 de la Ley del Patrimonio natural y la Biodiversidad de 13
de noviembre de 2007, la Ley de Montes de 21 de noviembre de
2003, artículo 25, y la legislación urbanística de las diferentes
Comunidades Autónomas.
– Más conocida es la figura de la movilización y militarización de
industrias (Ley Orgánica de 1 de julio de 1980, reformada en 1984,
de Criterios básicos de la Defensa Nacional).
– En otras ocasiones se habla de servidumbres legales, como la de
«paso de energía» (Ley del Sector Eléctrico de 26 de diciembre de
2013, artículos 57 y siguientes) o de oleoducto (art. 107 de la Ley del
Sector de Hidrocarburos de 7 de abril de 1998), etc.
Es a todas estas figuras, de diversa configuración y contenido, y a
otras muchas de eventual aparición con contenidos singulares (a
algunas aludiremos aun luego), a las que ha querido englobar, junto
con la enajenación forzosa tradicional, en una categoría única la
cláusula general del artículo 1.º LEF. Ante su amplitud, es fuerza
interrogarse por el criterium de la expropiación forzosa en nuestro
ordenamiento, su delimitación de conceptos afines, sus
especificaciones, los efectos que comporta la aplicación del concepto
legal, las eventuales excepciones.
2. EL «CRITERIUM» DE LA EXPROPIACIÓN: EXPROPIACIONES Y
LIMITACIONES LEGALES
A. Significación del tema
Al estar formulado el concepto legal de expropiación, expresado hoy
335
en la cláusula general del artículo 1.º LEF, en términos abstractos, no
concretables en una operación específica («los supuestos de privación
singular… que hace el art. 1.º de la LEF, tienen carácter enunciativo y
no excluye la posibilidad de otros distintos»: art. 1.º REF), se hace
obligado intentar precisar su contenido positivo, indagar por el
verdadero sentido del concepto que hace jugar, cuando se aplica a un
supuesto dado, la importante calificación del mismo como
expropiación. El problema se plantea sobre todo en la distinción entre
expropiación y limitación, la primera indemnizable, sometida a un
procedimiento legal estricto; la segunda no indemnizable, derivada
normalmente de la Ley, pero cuya concreción puede realizarse
también por actuación administrativa que queda al margen del
procedimiento expropiatorio.
Este mismo problema de la distinción entre expropiaciones y
limitaciones se plantea en aquellos sistemas jurídicos que conocen un
concepto igualmente abstracto de expropiación, aunque, con
excepción del Derecho español, ese concepto suele presentarse a nivel
constitucional, para calificar, según vimos, una Ley como
expropiatoria o no expropiatoria a efectos de valorar su validez si en
el primer caso no prevé una indemnización (supra, en este capítulo, §
II, 1). Así en EE. UU. con la distinción entre taking y regulation
(expropiación y regulación); en Alemania, desde la Constitución de
Weimar, distinción entre Enteignung (expropiación) y gesetzlichen
Inhaltbestimmung und Beschränkungen des Eigentums
(determinación legal del contenido y limitaciones de la propiedad);
Italia, etc.
Ha de notarse que en nuestro Derecho, con independencia de la
relevancia de la distinción a los efectos del importante problema de
las expropiaciones legislativas, que estudiamos más atrás, y que se
presenta tanto a propósito del control de constitucionalidad de las
Leyes, como fuera de ese supuesto, la distinción entre expropiaciones
y limitaciones tiene una significación destacada en varios sentidos:
para calificar determinadas acciones administrativas como
expropiaciones a los efectos propios de su régimen legal que luego
veremos, cuando las normas en que dichas acciones singulares se
amparan han omitido considerar a éstas como expropiaciones o,
siendo reglamentarias, pretenden excluir dicha calificación; para
estimar o no expropiados a titulares de derechos o intereses que no
336
son destinatarios inmediatos y directos de la expropiación; en fin,
para resolver cuándo una determinada acción administrativa sobre la
propiedad o derechos patrimoniales ha de acarrear o no la
consecuencia de su indemnizabilidad, supuesto que no es infrecuente
que las Leyes singulares remitan a la cláusula general del artículo 1.º
LEF, directa o indirectamente, para imponer dicha consecuencia (así,
en materia de las llamadas «servidumbres aeronáuticas», artículo 54
de la Ley de Navegación Aérea de 21 de julio de 1960: tales
servidumbres serán indemnizables… «si a ello hubiere lugar
aplicando las disposiciones sobre expropiación forzosa»; artículo
20.4, de la primitiva Ley de Autopistas en régimen de concesión de
10 de mayo de 1972: «serán indemnizables los perjuicios reales y
cifrables que puedan producirse en las zonas de servidumbre y
afección», etc.) y también, naturalmente, cuando esa remisión falta.
B. Privación
El concepto legal parte de una noción determinada, «privación». Es el
elemento básico del concepto. Privación supone un ataque (Eingriff,
emprise, conceptos usados, respectivamente, en los Derechos alemán
y francés) y una sustracción positiva (taking, tecnicismo anglosajón,
como ya conocemos) de un contenido patrimonial de cuya integridad
previa se parte. La «privación», por eso, adviene ad extra, es, en el
genuino sentido de la expresión, un despojo (término de filiación
etimológica común con expropiación), lo que permite oponer la idea
eficazmente a la de «delimitación» de un derecho (así el de propiedad
del suelo, artículo 7 LS: «El régimen urbanístico de la propiedad del
suelo es estatutario y resulta de su vinculación a concretos destinos,
en los términos dispuestos por la legislación sobre ordenación
territorial y urbanística», por lo que los cambios de ordenación no
confieren derecho a los propietarios a exigir indemnización salvo que
se produzcan antes de transcurrir los plazos previstos para su
desarrollo). Hoy el artículo 33.2 de la Constitución ha recogido el
concepto técnico de «delimitación del contenido» del derecho de
propiedad. Aparte de la delimitación del contenido interno de los
derechos, que es consustancial a la propiedad y a todos los derechos,
pues es inconcebible en lógica social elemental la idea de algún
derecho ilimitado, que destruiría todos los demás derechos –el
337
Derecho entero es, y no puede dejar de ser, un sistema de límites–,
está también la figura de la «limitación» stricto sensu, de la propiedad
y de cualquier otro derecho. La limitación es una reducción del
«contenido normal» de un derecho previamente delimitado,
normalmente por acción sobre las facultades del titular (cfr. supra,
cap. XVII), pero no tiene demasiado interés precisar ahora su
diferencia con el límite o la delimitación, porque limitaciones y
delimitaciones, desde la perspectiva en que ahora estamos, operan a
un mismo nivel, el de la modelación de los derechos para su
desenvolvimiento en el tráfico, y en ese sentido son claramente
oponibles al concepto de «privación» de un derecho, que supone un
ataque exterior a los mismos, en virtud de fundamentos distintos de
los que sostienen su propio contenido, normal o reducido. Privar de
un derecho supone su sacrificio (la teoría del «sacrifico especial» ha
sido constante en los derechos francés y alemán para explicar el
criterio expropiatorio y su conexión básica a la idea de una
restauración indemnizatoria del sacrificio), un sacrificio no exigible
(Zumutbarkeitstheorie de los alemanes), por no existir una obligación
previamente establecida (por eso no es una expropiación una
ejecución forzosa satisfactiva de una obligación), esto es, un despojo
de dicho derecho, una destrucción, total o parcial, de su contenido
positivo (es el concepto de ablación, que viene del Derecho común,
hoy reavivado por la doctrina italiana); en tanto que delimitar o
limitar un derecho remite claramente a otro género de
representaciones conceptuales, las de perfilar, o eventualmente
constreñir, pero nunca destruir, el contenido de dicho derecho. NIETO
propone un par de conceptos expresivos: «intervención delimitadora»,
no indemnizable, «intervención mutiladora» o expropiación.
C. Singularidad de la privación
Al decir «privación singular», como hace la fórmula legal, se avanza
más en la precisión del concepto. Delimitaciones y limitaciones, en
cuanto se refieren intrínsecamente al contenido objetivo del derecho,
son generales, abstracción hecha de las situaciones concretas en que
ese derecho pueda encontrarse; son anejas a los derechos y, por lo
tanto, participan de su mismo carácter objetivo; son «regulaciones»
de los derechos, según el tecnicismo que utiliza, como oponible a
338
taking, el Tribunal Supremo americano, según vimos, y, por tanto,
como es normal a toda regulación, generales y abstractas. La noción
de privación, tal como quedó precisada en el anterior apartado, se
perfila notablemente observando que es un fenómeno «singular» y
concreto, puede decirse propiamente que accidental respecto del
régimen interno del derecho expropiado. Si la carga fuese general,
acompañaría a todos los derechos y, por ende, se haría consustancial a
los mismos, sería una verdadera «limitación» en el sentido dicho; por
ejemplo, la propiedad del suelo cesa en cuanto a los «yacimientos
minerales» existentes sobre o bajo él, que son ya de dominio público
estatal (art. 2.º Ley de Minas de 21 de julio de 1973), lo cual afecta a
todos los fundos del país y constituye, por tanto, una delimitación
general de la propiedad, en modo alguno un sacrificio o privación
singular referible a un fundo concreto.
La idea de que la expropiación supone un ataque singular a la
propiedad tiene una gran tradición y ha sido utilizada en todos los
países. Ya en el Derecho intermedio la acción sobre los derechos
efectuada generaliter, per viam legis, se estimaba que no daba lugar a
indemnización (restauratio non requiritur), indemnización sólo
predicable de la acción singular. Ya hemos dicho también que la
conexión de la idea de expropiación a la de un sacrificio «especial»
ha sido usual en otros Derechos actuales, como el francés y el
alemán; un eventual sacrificio general, por ejemplo, una medida
tributaria, una medida general de restricciones o de prohibición de
ejercicio de algún derecho, llevan en su generalidad el instrumento
mismo de su distribución y reparto colectivo, en tanto que un
sacrificio singular, que afecta a determinados ciudadanos entre todos,
supone una ruptura de la igualdad ante los beneficios y las cargas
públicas (arts. 14 y 31 de la Constitución), ruptura que habrá de ser
restablecida mediante una indemnización (la cual, se añade, a veces,
como procedente de las cajas públicas, se distribuye y generaliza a
través del sistema tributario que nutre tales cajas; aunque esta idea, de
gran vigor plástico, no explica la indemnización en el caso de
beneficiarios expropiatorios privados, que pagan al expropiado de su
peculio propio).
En su fondo conceptual, la distinción singular-general parece apuntar
certeramente a la diferencia de régimen que sobre la misma intenta
construirse, pero es claro, no obstante, que esa distinción falla como
339
criterio técnico absoluto de aplicación, porque ¿dónde empieza lo
general y concluye lo singular?, ¿cuántos granos componen un
montón? –puede decirse, como en la aporía clásica–. La doctrina
alemana, que hizo un dogma de la teoría del Einzelakt, del acto
singular, como criterium expropiatorio básico, tuvo que abandonarla
al poco tiempo y hoy ya no encuentra sostenedor alguno. Hemos de
decir, que a pesar del énfasis que a la expresión «privación singular»
da el artículo 1.º LEF, hay razones para afirmar que ésta no es
tributaria de un criterio cuantitativo estricto en la determinación de
esa singularidad. Aludimos a la explícita admisión de lo que los
autores alemanes llaman «expropiaciones de grupo» en los artículos
59 y siguientes: «expropiaciones por zonas o grupos de bienes», de
«series de bienes susceptibles de una consideración de conjunto».
Incluso más: veremos que el propio artículo 1.º LEF se ve forzado a
declarar en su párrafo segundo como una excepción del concepto
abstracto de expropiación de su párrafo primero a las que llama
«ventas forzosas reguladas por la legislación sobre abastecimientos,
comercio exterior», etc., supuesto que precisamente refiere una
técnica expropiativa generalizable a todos los productores agrarios
(de trigo, de aceite, etc.), a todos cuantos comercian con o viajan al
exterior (venta forzosa de divisas), etc., medidas, pues,
completamente generales, sea cual sea la cuenta que se haga para
entender superado el ámbito de lo singular; la excepción, obviamente,
no hubiese sido precisa si el criterio de la «privación singular»
hubiese tenido que aplicarse a la letra, prueba de que en el ánimo del
legislador tal criterio puede contribuir a la descripción del fenómeno,
pero no es por sí mismo el criterio absoluto y último.
No sólo la extensión numérica, también el grado y la índole de la
privación, de modo que ésta implique no ya una regulación, sino un
despojo de la sustancia –total o parcial– del derecho, han de
considerarse con preferencia incluso a esa extensión, para determinar
si el ataque o el sacrificio merecen o no la calificación de
expropiatorio. Como ya notamos más atrás a propósito de las
expropiaciones legislativas, el Tribunal Constitucional, manejando el
concepto de respeto al «contenido esencial» del derecho de
propiedad, impuesto por el artículo 53.1 de la Constitución, no ha
tenido reparo alguno en calificar como expropiaciones, a los fines de
exigir la indemnización como condición de su validez constitucional,
las operaciones generales demanializadoras impuestas por las Leyes
340
de Aguas de 1985 y de Costas de 1988 (Sentencias de 29 de
noviembre de 1988 y 4 de julio de 1991).
D. La indagación ulterior del criterio expropiatorio: beneficio y
enriquecimiento
Así, pues, la LEF, no obstante su acogimiento verbal de la tesis de la
privación singular, autoriza un intento de ulterior precisión.
El cual puede encontrarse, según entendemos, aparte de en el criterio
constitucional del respeto al «contenido esencial» del derecho de
propiedad, en la tipificación de un beneficiario en toda expropiación,
como ya quedó establecido más atrás, según lo dispuesto por el
artículo 2.º La privación de utilidades positivas, el sacrificio que el
acto expropiatorio implica para el afectado, debe, pues traducirse
paralelamente en un beneficio para alguien, bien mediante atribución
directa e inmediata de aquellas utilidades (enriquecimiento, lucrum
emergens), supuesto normal y antaño referido en la condición tópica
de la adquisición de la propiedad expropiada, bien mediante la
cesación o eliminación de una situación dañosa (damnum cessans,
enriquecimiento negativo). Este dato es fundamental, y un sector
doctrinal, que tras precedentes del Derecho intermedio culmina en
HAURIOU, ha pretendido que en él radica el fundamento mismo del
régimen peculiar de la institución expropiatoria en cuanto se concreta
en un deber de indemnizar a cargo del beneficiario que
contrabalancee el enriquecimiento.
En efecto, donde no hay enriquecimiento, positivo o negativo, a favor
de un beneficiario o de una suma de beneficiarios que eventualmente
la Administración personifica en su posición común de «gestor del
público», no hay expropiación, sino actos de poder que no generan un
deber de indemnizar.
Así, en la concentración parcelaria (arts. 171 y sigs. de la Ley de
Reforma y Desarrollo Agrario, de 1973) o en la reparcelación
urbanística (arts. 97 y sigs. LS de 1976), hay un fenómeno de
«transferencia coactiva» aplicada a objetos dominicales concretos,
pero ocurre que tales transferencias se hacen en beneficio de los
341
propios afectados, lo que excluye la expropiación y,
consecuentemente, las indemnizaciones. Así también en los casos de
ejecución forzosa por medio de «ejecución subsidiaria» (art. 102
LPAC y supra, cap. XIV, § III, 2) se produce con normalidad una
ocupación forzosa de inmuebles, pero al faltar en la Administración
ejecutora, o en cualquier otro sujeto, cualquier beneficio económico
derivado de dicha ocupación, resulta imposible hablar de una
expropiación.
Enriquecimiento o beneficio arguye, en el sujeto expropiado,
empobrecimiento, o, en el término legal ya considerado, «privación».
Es esta privación o minoración patrimonial la que la indemnización
expropiatoria intenta restaurar. En la expropiación hay siempre un
mecanismo de interrelación patrimonial entre el expropiado y el
beneficiario, que es normalmente una atribución de cosas o derechos
del primero al segundo, contrabalanceadas con una indemnización de
signo contrario. Eventualmente puede no darse el fenómeno de
transferencia directa, como en el caso de la «mera cesación de
ejercicio», que por ello se ha creído obligado a explicitar como un
supuesto expropiatorio típico el artículo 1.º LEF; pero si aquí no se
produce, en efecto, una atribución material de cosas o derechos en
favor del beneficiario, está presente también la adquisición de una
ventaja, que podrá ser puramente económica y no referible a una cosa
específica, pero que no es por ello menos efectiva.
Recordemos, además, que, como ya expusimos a propósito de las
expropiaciones legislativas llevadas a término por las Leyes de Aguas
y de Costas, el Tribunal Constitucional ha erigido también en criterio
para determinar la existencia de una expropiación el de la destrucción
o desconocimiento del «contenido esencial» de la propiedad (Ss. de
29 de noviembre de 1988 y 4 de julio de 1991).
E. Los problemas aplicativos: algunos ejemplos legales y los criterios
interpretativos
Sobre la pauta de esos principios habrá de resolver los casos más
dudosos. Con alguna frecuencia la propia Ley, que arbitra las técnicas
interventoras, media directamente o de manera implícita en el
342
problema de su indemnizabilidad o no, que es donde, en definitiva, el
problema viene a resolverse.
Así, por ejemplo, la Ley de Costas de 28 de julio de 1988 limita la
indemnización de la tradicionalmente llamada servidumbre de
salvamento que grava los fundos ribereños con el mar en una franja
de veinte metros al supuesto único de los daños que se ocasionen por
la ocupación efectiva de dicha franja (art. 24.2); de la servidumbre de
tránsito que grava una franja constituida por los seis primeros metros
contados a partir del límite interior de la ribera del mar que es preciso
dejar permanentemente expedita no dice, en cambio, que sea
indemnizable (art. 27); la servidumbre de acceso público al mar
tampoco lo es, salvo que se trate de accesos adicionales a los que
obligatoriamente deben establecer los planes y normas urbanísticas
(art. 28.3); tampoco lo es la nueva servidumbre de protección, que
recae sobre una zona de cien metros, como regla general, medidos
desde el límite interior de la ribera del mar, a pesar de que en ella se
prohíbe, entre otras cosas, toda edificación residencial (arts. 23 y
sigs.). En cambio, la Ley de Aguas dispone con carácter general que
«el beneficiario de una servidumbre forzosa deberá indemnizar los
daños y perjuicios ocasionados al predio sirviente de conformidad
con la legislación vigente». La Ley de Carreteras de 29 de julio de
1988, por su parte, define también una serie de efectos sobre las
fincas colindantes que califica genéricamente de «limitaciones de la
propiedad» (arts. 20 y sigs.), aunque luego distingue una «zona de
servidumbre», indemnizable sólo en cuanto a su ocupación y a los
daños y perjuicios que se causen por su utilización (art. 22.4), una
«zona de afección», en la que la realización de cualquier tipo de
obras, el cambio de uso o destino de las mismas y la plantación o tala
de árboles quedan entregados a la Administración por medio de la
técnica autorizatoria (art. 23), y, en fin, una tercera franja definida por
una «línea límite de edificación», en la que se excluye la posibilidad
de levantar nuevas construcciones; estas dos últimas «limitaciones»
no se configuran como indemnizables (vid. Sentencia de 19 de
noviembre de 2018; sin perjuicio de que tanto en suelo urbano –
donde hay una exclusión de la competencia sectorial de carreteras–
como urbanizable entren en juego los instrumentos de redistribución
propios del régimen urbanístico). Muy semejante es la regulación de
las limitaciones a la propiedad colindante con el ferrocarril contenida
en la Ley del Sector Ferroviario de 17 de noviembre de 2003, que
343
delimita una «zona de protección» equivalente a la «zona de afección
de las carreteras y una línea límite de edificación» (arts. 14 y 16). En
fin, ya notamos que hay Leyes que renuncian a una cuadriculación
rígida de supuestos de intervención entre indemnizables y no
indemnizables (o expropiaciones y limitaciones), aunque admiten de
plano que una intensificación determinada de la intervención, que
tampoco concretan, puede convertir ésta en una expropiación; así
también las servidumbres aeronáuticas (Ley de Navegación Aérea de
21 de julio de 1960, art. 54), actuaciones determinadas por
necesidades de la defensa nacional (art. 15 de la Ley básica de
Movilización Nacional, de 26 de abril de 1969, Ley de Zonas e
Instalaciones de interés para la Defensa Nacional, de 12 de mayo de
1975, art. 28).
En el otro sentido, encontramos también Leyes que disponen la
inindemnizabilidad de las intervenciones sobre la propiedad que
establecen; la más importante, sin duda, por la enorme extensión e
intensidad de la intervención administrativa que regula, que es todo el
régimen del urbanismo (vid. arts. 11 y 12 de la LS; el art. 48 precisa
los únicos supuestos indemnizables que la Ley considera).
¿Por qué todas estas diferencias de régimen? ¿Puede buscarse alguna
pauta general que nos ayude a transitar por un terreno tan escabroso?
Ante todo es preciso evitar la tentación de condenar apresuradamente
la existencia misma de diferencias. Cuando se habla de propiedad o
de derecho de propiedad en singular, se está aludiendo, en rigor, a una
realidad enormemente plural o, para ser más exactos, a un conjunto
de realidades muy diversas, tanto como diverso es el papel que a cada
una de ellas corresponde en la vida social. Si esto se admite –y parece
inevitable hacerlo–, habrá que admitir también como consecuencia
que sólo la Ley que regula cada realidad concreta, cada tipo de
propiedad, puede determinar el rol social que en un momento dado la
corresponde y, consiguientemente, el contenido preciso que
socialmente debe serla asignado.
Ésta es, justamente, la posición en que se sitúa nuestra Constitución
de 1978. «La función social de estos derechos –dice su artículo 33.2–
delimitará su contenido, de acuerdo con las Leyes».
¿Quiere esto decir que, incluso ahora, cuando ya se dispone en
344
nuestro Derecho de un mecanismo para el control de
constitucionalidad, antes inexistente, hemos de conformarnos con lo
que en cada caso dispongan las Leyes? Evidentemente, no. La
remisión a la Ley es obligada porque sólo ella puede determinar para
cada categoría de bienes la función social que les corresponde, pero
ahí no acaba la cuestión, sino que, justamente, empieza.
Ante una Ley dada será preciso, en primer término, averiguar cuál es,
en concreto, la función social que por ella quiere asignarse al tipo de
propiedad que regula. Habrá, después, que verificar si la función
asignada responde o no a una necesidad socialmente sentida. Habrá
que comprobar, finalmente si la delimitación del concreto contenido
que la Ley da al derecho de propiedad es congruente con aquella
función o, más bien, la contradice o la rebasa perdiendo con ello su
justificación. En último término, podremos también suplir las
indeterminaciones legales, las lagunas o insuficiencias de sus textos,
y mucho más las remisiones explícitas, que hemos visto que no son
excepcionales, con el criterio general que proporciona el artículo 1.º
LEF, tal como ha quedado interpretado.
Naturalmente, no podemos intentar aquí ese análisis en profundidad
sobre todas y cada una de las leyes a las que hemos venido haciendo
referencia expresa. Algo podemos decir sobre ellas, sin embargo, a
título meramente orientativo.
Las diferencias entre el régimen de unas y otras «servidumbres»
establecidas por la contigüidad de los fundos con distintas
pertenencias del dominio público parecen responder a una vivencia
un tanto aproximativa del criterio general-singular como criterio
diferenciador entre limitaciones y expropiaciones. Así, todos los
fundos ribereños con el mar sufren las mismas «servidumbres»,
generalización que puede justificar la carga como una carga colectiva.
En el importantísimo ámbito del urbanismo la LS y la legislación
territorial y urbanística de las Comunidades Autónomas imponen una
construcción sistemática y deliberada, sostenida con extraordinario
aliento y coherencia, de los usos urbanos de los fundos como
atribuciones directas de los Planes de ordenación, rectificando
resueltamente el criterio tradicional, que aún luce en el artículo 350
CC («el propietario de un terreno… puede hacer en él las obras… que
le convengan, salvas las servidumbres y con sujeción a lo dispuesto
345
en los reglamentos de policía»), del ius aedificandi como una simple
facultad del dominio; el ius aedificandi se disocia de la propiedad del
suelo y se concibe como atribución directa del Plan (en este sentido
explícitamente el art. 11 LS). Explicar detenidamente este régimen
específico del urbanismo y de su articulación básica con el derecho de
propiedad inmueble no es de este lugar, sino el contenido propio del
cada vez más significativo e importante «Derecho urbanístico», una
rama sectorial de nuestra disciplina (vid., no obstante, lo que ya
observamos sobre este tema en el cap. XVII, § V).
Más difícil puede resultar intentar explicar, al menos en principio,
alguna de las reglas singulares expuestas, como la reducción del
carácter de expropiaciones a algunas, y no a todas, de las afecciones
que las carreteras imponen a los fundos limítrofes, aunque en la
amplia generalización del fenómeno de las vecindades viarias puede
encontrarse un principio de base para explicar la regla de la
inindemnizabilidad, junto con la convicción de que tales vecindades
proporcionan también a los fundos beneficios positivos que pueden
compensar, a veces ventajosamente, las restricciones que se imponen.
Las técnicas del Derecho Urbanístico, por lo demás, permiten
conjugar y compensar muchas de estas limitaciones en el marco de la
ordenación que los planes establecen, a través del proceso de
distribución equitativa de beneficios y cargas (reparcelación) entre
todos los propietarios afectados que la LS prevé [arts. 13.2.c) y 23].
En último extremo, la explicitación, más o menos satisfactoria, de
estas razones de las Leyes, que son las que nutren su «espíritu»
respectivo (principio interpretativo, según el art. 3.º CC),
proporcionan criterios válidos para abordar y calificar situaciones
donde la regulación legal no es tan explícita, o incluso es remisiva,
según vimos, a los criterios propios de la LEF. Con todo, ha de
notarse que tales soluciones legales casuísticas, que ilustran la
complejidad del problema de calificación con que el intérprete puede
encontrarse, no desplazan el valor general y de principio que tiene la
fórmula del artículo 1.º LEF, que, por conectarse directamente a la
declaración constitucional de garantía de la propiedad (art. 33), ha de
tomarse como el verdadero criterio interpretativo general en la
materia. En último extremo, cualquier exclusión o matización de la
indemnización que imponga una Ley deberá contrastarse siempre con
346
ese principio base de la Constitución, desde el cual dicha Ley podrá
condenarse por inconstitucional.
F. Expropiaciones plenas y no plenas
La amplitud de contenido del concepto legal de expropiación, tal
como queda expuesto, obliga a distinguir dos especies básicas de
expropiación, la plena, que extingue en el expropiado la propiedad, o
el derecho o interés que son su objeto (por traslación de los mismos al
beneficiario de la expropiación, como es aún lo normal, o por
destrucción), y la expropiación no plena, que afecta sólo a «facultades
parciales del dominio o de derechos o intereses legítimos» (art. 2.º
REF), de modo que se mantiene en el expropiado una titularidad nuda
más o menos extensa. Ya notamos que la enumeración de supuestos
de expropiaciones no plenas que se hace en el artículo 1.º LEF «tiene
carácter enunciativo y no excluye la posibilidad de otros distintos»,
como precisa el artículo 1.º.2 REF.
El citado artículo 2.º REF dispone que en estas expropiaciones no
plenas la aplicación de su legislación especial (vid. supra, § IV, 1, de
este mismo capítulo, una enumeración no completa de esa
legislación) es prioritaria, sin perjuicio de los contenidos básicos de la
legislación expropiatoria común.
No parece que, en general, sea extensible a las expropiaciones no
plenas el régimen que el artículo 23 LEF dispone para las
expropiaciones de parte de una finca [supuesto en el cual el
expropiado puede pedir la expropiación completa de ésta: vid. infra, §
VII, 2, C)]; así lo ha dicho en una ocasión, al menos, el Tribunal
Supremo, Sentencia de 14 de junio de 1972.
3. LA PRIVACIÓN HA DE SER «ACORDADA IMPERATIVAMENTE»
A. El acuerdo imperativo directo. La diferencia entre expropiación y
responsabilidad civil de la administración
347
La cláusula general del artículo 1.º LEF, «privación singular de la
propiedad», etc., se cierra con la expresión «acordada
imperativamente», que añade un nuevo elemento al concepto legal de
expropiación.
Ha de tratarse, pues, de una privación deliberada y querida, producto,
por tanto, de una decisión declaratoria, caracterizable típicamente
entre los actos administrativos de gravamen, que restringen (aquí, por
la vía de un sacrificio específico) la esfera de derechos o intereses del
destinatario.
Este elemento del concepto resulta básico para distinguir la
expropiación forzosa de los supuestos determinantes de una
responsabilidad civil de la Administración; esta responsabilidad
cubre, según podremos ver más adelante, la hipótesis de daños
producidos por hechos jurídicos y no por actos, típicamente (por
ejemplo: accidentes causados por insuficiencia de las obras públicas,
explosiones de polvorines públicos, accidentes causados por
vehículos públicos, etc.), o incluso por actos que no pretenden
directamente la producción de un despojo patrimonial, sino otro
efecto directo, pero que implican a la vez de ese efecto la producción
residual de un daño (por ejemplo: rescate de una concesión,
modificación de un contrato, revisión de la ordenación territorial o
urbanística en los supuestos previstos por el art. 35 LS). En cambio,
la expropiación es una actuación que directamente va ordenada a la
producción del despojo o de la privación patrimonial.
El sistema de nuestro Derecho, por tanto, no consiste, como se ha
pretendido en alguna ocasión, en hacer correlativos el par de
conceptos daño legítimo y daño ilegítimo con la pareja institucional
expropiación-responsabilidad civil. La distinción de estos dos
sistemas institucionales se opera a otro nivel: expropiación es una
actuación administrativa directamente dirigida al despojo patrimonial
(«privación acordada imperativamente»), a la que, para ser legítima,
se somete a un procedimiento formal (art. 1.º.1 REF), cuya
observancia el particular afectado puede imponer eficazmente con la
facultad explícita que, según veremos, la LEF le reconoce (art. 125)
de paralizar y retrotraer la acción administrativa extra-procedimental
a través del remedio inmediato de los interdictos. Así lo precisa el
artículo 33.3 de la Constitución al disponer que la expropiación
348
deberá tener lugar «de conformidad con lo dispuesto por las Leyes»,
esto es, sometida a un determinado cauce procedimental.
Por el contrario, la responsabilidad civil de la Administración, que
cubre el amplio ámbito de los daños causados por simple hecho
jurídico realizados con culpa y por actos ilícitos (los dos supuestos
entran bajo el tipo legal de «funcionamiento anormal de los servicios
públicos», arts. 121 LEF y 32 LSP), comprende también el caso de
daños legítimos causados o por la creación legítima de riesgos o por
actos administrativos (las dos hipótesis entran bajo el tipo de
«funcionamiento normal de los servicios públicos», que enuncian
también los citados preceptos). Es en este último caso de
responsabilidad civil determinada por daños causados por actos
legítimos donde es preciso establecer la diferencia con la
expropiación y es ésta: el acto causante de responsabilidad no se
dirige directamente a causar el despojo (si así fuese, sería una «vía de
hecho» expropiatoria), sino a otros efectos e incidentalmente ocasiona
un perjuicio.
Esa diferencia es algo más que ocasional, determina en rigor todas las
diferencias de régimen entre una y otra institución. En la
responsabilidad surge, como consecuencia de la lesión, un deber de
reparación; en la expropiación no hay, según veremos más despacio,
un deber de reparación ex post, sino una carga preventiva de
indemnización que condiciona la posibilidad misma del despojo
(regla del «previo pago»: art. 51 LEF; la desconstitucionalización del
requisito no impide en absoluto su consagración por el legislador
ordinario, sino, más bien, la remisión por la Constitución a éste de la
decisión oportuna). La regulación de la expropiación es, por eso, la
regulación de un procedimiento positivo; la de la responsabilidad, la
de unas consecuencias derivadas de la emergencia de un hecho
jurídico, del hecho jurídico dañoso, que se presenta ya como dado e
irreversible (factum infectum fieri nequit).
Una y otra de las dos instituciones, en conjunto, aseguran la garantía
plenaria del patrimonio privado frente a la acción pública de cualquier
clase.
B. La exclusión del ámbito de la expropiación de los sacrificios
349
patrimoniales producidos en el seno de relaciones jurídicas singulares
Aunque la fórmula legal no lo precisa, conviene advertir que esta nota
del acuerdo imperativo en que la expropiación consiste ha de
producirse en el ámbito de una relación de supremacía general, esto
es, de la relación abstracta de poder que se expresa en la dualidad de
posiciones poder público-ciudadanos. Dicho en forma negativa se
comprenderá mejor la intención de esa precisión: quedan fuera de la
expropiación aquellos sacrificios patrimoniales que la Administración
decide en el seno de una «relación jurídica singular», según la
dinámica propia de ésta [por ejemplo, en el seno de una situación de
contrato administrativo –el ius variandi, que ya conocemos, cap. XIII,
§ II, C)–, o el rescate de una concesión administrativa –arts. 279.c) y
294.c) LCSP–, o la excedencia forzosa del funcionario por supresión
de su puesto de trabajo –artículo 44 LFCE–, etc.]. Estos sacrificios,
legitimados en cuanto a su posibilidad de fondo por la Ley, por
razones en principio intercambiables con las de la expropiación
forzosa, no necesitan someterse, sin embargo, al procedimiento
expropiatorio para producirse legítimamente, ni la indemnización que
normalmente aparejan ha de seguir las pautas, los criterios y las
formas de evaluación propias de la expropiación, ni, en fin, están
sometidas a la regla del previo pago, sino a la de la deuda de
reparación del perjuicio. Se trata de actuaciones que se comprenden
desde relaciones jurídicas singulares ya constituidas, que siguen el
régimen propio de éstas y que se liquidan en el seno de las mismas, y
según su lógica propia.
La anterior aseveración no pierde su valor, primero, ni por la
circunstancia de que la jurisprudencia haya impuesto normalmente la
regla del previo pago (en realidad, la del acuerdo simultáneo de
revocar y de indemnizar) para legitimar la revocación por motivos de
oportunidad de licencias de construcción (art. 16.3 RSCL, Ss. de 19
de enero de 1969, 28 de febrero de 1970, etc.), supuesto que la
licencia no crea una relación posterior a su otorgamiento, lo que da al
caso un contenido expropiatorio (cfr. supra, cap. XI, § V, 4); ni, en
segundo término, por la alusión explícita al rescate en el artículo 41
LEF, relativo a los criterios materiales del justiprecio. Esta última
alusión ha de entenderse más bien referida al caso de expropiación de
concesiones estrictamente tal (así la jurisprudencia que ha aplicado el
350
precepto: Ss. de 25 de junio de 1957, 10 de diciembre de 1958, 4 de
noviembre de 1966), encontrando el rescate su regulación en las
normas concesionales propiamente dichas (arts. 279.3 y 294.4 LCSP,
art. 127 RSCL). La eventual entrada en juego del Jurado Provincial
de Expropiación (por ejemplo, art. 137 RSCL, en caso de caducidad
concesional) no contradice nuestra conclusión; se trata, más bien, de
una simple técnica remisora a un régimen legal determinado, que no
entraña consecuencias en el plano de la naturaleza institucional.
4. LAS EXCEPCIONES DEL CONCEPTO LEGAL DE EXPROPIACIÓN:
LAS LLAMADAS «VENTAS O CESIONES FORZOSAS»
A. El fenómeno de las llamadas «ventas forzosas»
Delimitado como ha quedado expuesto en el párrafo 1 del artículo 1.º
LEF el concepto positivo de expropiación forzosa, el párrafo 2 se
apresura a excluir de este ámbito positivo un supuesto importante:
«quedan fuera del ámbito de esta Ley –dice– las ventas forzosas
reguladas por la legislación especial sobre abastecimiento, comercio
exterior y divisas». A su vez el artículo 1.º.3 REF precisa: «En las
excepciones del párrafo segundo del artículo 1.º de la Ley se
comprenden las relativas a ventas forzosas de cualquier artículo
objeto de intervención económica».
La técnica de las ventas forzosas obligatorias de determinadas
especies de productos o de bienes en favor de entes públicos
comenzó, hace ya más de tres cuartos de siglo, como una técnica más
de intervención de mercados en el marco ideológico y político
subsiguiente a la gran crisis de 1929 y desde entonces se ha
desplegado con notable intensidad en múltiples direcciones. Entre
nosotros es clásico el ejemplo del mercado de trigo, organizado por
Decreto-Ley de 23 de agosto de 1937 en torno al Servicio Nacional
del Trigo, comprador único de toda la producción nacional a precios
políticos, superiores a los del mercado internacional, destinados a
asegurar el mantenimiento del nivel de vida de los agricultores,
modelo extendido luego por las normas citadas con iguales fines a
otros productos del campo y utilizado también por el Estatuto del
351
Vino de 2 de diciembre de 1970 (art. 104.3: «entrega vínica
obligatoria»); técnica hoy desaparecida.
En íntima conexión con este sistema de mercados agrarios y como un
complemento lógico del mismo, aunque su ámbito operativo no se
limitara a él, funcionó a partir de la Ley de 24 de junio de 1941 (vid.
también el art. 2.º del Decreto-Ley de 30 de noviembre de 1973), la
Comisaría General de Abastecimientos y Transportes, gestora del
llamado «comercio de Estado», que implicaba un monopolio de
importación de los productos sometidos a dicho régimen (Orden de
12 de diciembre de 1972, art. 2.º).
El mismo sistema se aplicó a través, primero, del Instituto Español de
Moneda Extranjera, organizado por Decreto de 24 de noviembre de
1939, y, luego, del Banco de España, al que fueron transferidas sus
funciones operativas por Decreto-Ley de 26 de julio de 1973, al
tráfico de divisas, cuya compra y venta quedó así centralizada, sin
perjuicio de la intervención en el mismo de las entidades de crédito, a
título de simples delegadas del Banco de España, que «centralizará
las reservas metálicas y de divisas y el movimiento de los cobros y
pagos con el exterior» (art. 3.º de la Ley de Órganos rectores del
Banco de España de 21 de junio de 1980). El sistema se ha mantenido
hasta la liberalización de las transacciones económicas con el exterior
acordada por el Real Decreto de 20 de diciembre de 1991, dictado en
cumplimiento de los compromisos asumidos en el marco comunitario.
Semejante ha venido siendo el caso en el ámbito de los hidrocarburos
a resultas de la incidencia del Monopolio de Petróleos (hoy
desaparecido), que obligaba a la venta forzosa de los productos
extraídos por los concesionarios de explotación de hidrocarburos (art.
38 de la Ley de Hidrocarburos de 27 de junio de 1974), obligación
aplicable por la misma razón a los simples refinadores de petróleo.
El artículo 25 de la Ley de Energía Nuclear de 29 de abril de 1964,
prevé igualmente la adquisición forzosa por la Junta de Energía
Nuclear de un cupo anual de minerales radiactivos «sin necesidad de
contrato previo».
Todas estas fórmulas, ligadas, como el artículo 1.º.3 REF subraya, a
la intervención económica, han desaparecido a resultas del proceso de
liberalización y de la integración en la Comunidad Europea, sin
352
perjuicio de lo cual es conveniente hacer aquí una referencia más
precisa a su funcionamiento.
B. La naturaleza de estas operaciones
Como se habrá notado por la simple exposición resumida de los
distintos regímenes, las llamadas «ventas forzosas», con expresión no
exenta de equívocos (cfr. arts. 156 y sigs., LS de 1976, donde se
llama «venta forzosa» a una expropiación-sanción de solares no
edificados con beneficiario privado optativo; ya notamos que el
artículo 1.456 CC llama «enajenación forzosa» a toda la expropiación
forzosa; el propio artículo 1.º.1 LEF incluye la venta como una de las
modalidades –la primera– de la expropiación), son técnicas de
intervención económica perfectamente configuradas, que se conciben
como instrumentos de una política de centralización o monopolio del
comercio, circunstancial (como en los productos agrarios o en las
subsistencias en general), o más estable (como en divisas o en
petróleos), centralización o monopolio que imponen la obligación de
venta o cesión a un ente público determinado (o de concesionarios del
mismo) de todos los productos de que se trate.
No nos interesa, naturalmente, un estudio detallado de esta técnica de
intervención en este momento, sino sólo subrayar su radical
diferencia jurídica con la figura de la expropiación forzosa, lo que
justifica la exclusión del régimen de ésta que hace el artículo 1.º.2
LEF.
Por de pronto, se habrá observado que la «venta forzosa» se refiere
siempre a muebles, lo que es una posibilidad, pero no una necesidad,
para la expropiación. En segundo término, apoyándose el
establecimiento de la forzosidad de la venta en la técnica de un
monopolio legal, la venta forzosa se refiere a la totalidad de la
producción de un sector, es una venta masiva y general, lo cual no es
el caso nunca de la expropiación; una medida nacionalizadora o
socializadora sí es una expropiación sectorial completa (por ejemplo,
en nuestro Derecho, el rescate de todas las concesiones ferroviarias de
ancho normal, Ley de 24 de enero de 1941, o la nacionalización de
todas las llamadas «entidades oficiales del crédito», Ley de 14 de
353
abril de 1962, o de la totalidad del sector petrolífero, Real Decreto-
Ley de 28 de junio de 1927), que supone el paso a mano pública de
un conjunto industrial o comercial, pero aparte de comprender
normalmente un número bastante limitado de empresas (en tanto que
las ventas forzosas afectan eventualmente a miles o hasta millones de
sujetos –todos los cultivadores de un producto, todos los exportadores
o los importadores, todos los viajeros al extranjero, etc.–), se trata en
la expropiación de una operación específica, que se agota una vez
consumada, en tanto que la «venta forzosa» es un «sistema»
económico, y como tal continuo y repetitivo, periódico incluso (por
cosechas, en los productos agrarios). A la vez, la finalidad de las
ventas forzosas no es el mantenimiento en la mano pública de los
productos adquiridos, sino la ulterior comercialización, en el mercado
interno o en el exterior. La medida tiene, pues, una finalidad de pura
intermediación instrumental y no de adquisición definitiva, como es
lo propio de la expropiación.
Por todas estas circunstancias la expropiación requiere un
procedimiento individualizado, para singularizar el bien o bienes
afectados y para realizar la valoración de los mismos, también
individualizadamente (aun en la hipótesis de expropiación por zonas
o grupos de bienes, donde tras la fijación de un cuadro general de
precios o «precios máximos y mínimos», art. 61 LEF, se requiere una
ulterior aplicación de dicho cuadro en las inexcusables valoraciones
singulares: art. 69 LEF), en tanto que en las ventas forzosas no hay en
absoluto, ni podría, en rigor, organizarse en el orden práctico, un
procedimiento singularizado de valoración de cada una de las
adquisiciones en particular en que se expresa, limitándose a la pura
ejecución o aplicación de un precio general, con más o menos
variantes, previamente fijado con la propia medida interventora.
Pero lo sustancial, con todo, es justamente el régimen de este precio
general propio de las ventas forzosas en relación con los principios
del «justiprecio» que veremos que es lo característico de la
expropiación. La venta forzosa, hemos indicado, es una técnica de
intervención económica, técnica respecto a la cual la fijación y
garantía de un precio es algo básico. Es más: bien puede decirse que
el propio mecanismo de la venta forzosa es puramente instrumental
en orden al aseguramiento del nivel de precios que en la venta se
impone (así es perfectamente claro entre las técnicas de
354
«sostenimiento de precios» agrarios: «precios testigos», «precios de
garantía», «precios de intervención» donde ya se produce la
adquisición forzosa). De este modo, la fijación del precio de
adquisición (en relación con el ulterior de distribución o de venta,
dentro del sistema de intermediación comercial que, según hemos
notado, normalmente supone la venta forzosa) es en sí misma la
intención básica de la medida como medida de política económica,
salvo en los casos en que la venta forzosa sea un simple instrumento
de un monopolio legal establecido por otras razones (seguridad –
materiales nucleares– o razones fiscales). Por ello puede decirse que,
en rigor, el sistema de instauración de una venta forzosa es
esencialmente una técnica de fijación de un determinado nivel de
precios (o más alto que los de mercado: sistema de prices support de
los productos agrarios; o más bajo: lo que fue común en la
intervención de divisas), nivel cuyo aseguramiento se desconfía que
pueda mantenerse a través de un sistema de precios tasados en el
mercado libre y se encomienda a un sistema de monopolio de
comercialización en favor de entes públicos o concesionarios de los
mismos; por eso mismo, la adquisición conseguida a través de una
venta forzosa no tiene por objeto la retención definitiva de los bienes
adquiridos, sino su ulterior cesión o puesta en el mercado.
Nada de esto tiene que ver, según a estas alturas ya nos consta, con la
institución expropiatoria, la cual nunca pretende regular precios, sino
apropiarse de determinadas cosas específicamente necesarias en
cuanto tales para una «utilidad pública» o un «interés social»
determinados, cosas que han de afectarse justamente a esas
finalidades (art. 9.º LEF) de una manera continuada y permanente, de
tal modo que si en algún momento esa afectación cesa, el expropiado
tiene derecho a recuperar cuanto perdió en la expropiación (art. 54
LEF), según podremos ver más adelante detenidamente. Esa
apropiación de cosas específicas ha de realizarse a cambio de un
«precio justo», sin que en ello entre problema alguno de política de
precios.
El fenómeno de las ventas forzosas ha generalizado un concepto más
amplio que el de expropiación, del cual ésta sería una simple clase, el
concepto de «transferencia coactiva», al que ya hicimos alusión en el
capítulo XVII, § III, 4. Con el apoyo de la Ley, la Administración
puede imponer una transferencia de bienes al propietario; pero tal
355
transferencia podrá tener, según hemos visto, una finalidad
específicamente expropiatoria, o de regulación de precios o
productos, según también hemos notado, o, en fin, otras que caen ya
incluso fuera del sistema de ventas forzosas, se conectan a otras
finalidades de política económica (como las cesiones de energía
eléctrica impuestas en favor de un distribuidor o entre las distintas
empresas, o las impuestas en las operaciones de concentración
parcelaria y reparcelación). Baste recordar ahora este concepto
genérico de transferencia coactiva, cuya dinámica propia está entre
las técnicas de intervención administrativa y del que la teoría
específica de la expropiación forzosa, que es donde ahora estamos,
apenas necesita mayores precisiones –justificando así que es ella
misma una institución bastante más compleja de lo que inicialmente
puede parecer–.
VII. EL EJERCICIO DE LA POTESTAD EXPROPIATORIA Y SU
CONCRECIÓN SOBRE BIENES DETERMINADOS
1. EL PROCEDIMIENTO EXPROPIATORIO EN GENERAL
Así, pues, según se ha notado más atrás, la amplia potestad
expropiatoria delineada por la LEF, cuya naturaleza y elementos
hemos hasta ahora estudiado, ha de ejercitarse, precisamente, a través
de un procedimiento formal estricto, procedimiento que constituye
una garantía de rango constitucional («de conformidad con lo
dispuesto por las Leyes»: art. 33.3 de la Constitución), de la que el
legislador no puede, por tanto, prescindir, aunque en supuestos
excepcionales pueda una lex singularis introducir en el procedimiento
general «las modificaciones que exija dicha singularidad excepcional,
siempre que se inserten como especialidades razonables» (STC
RUMASA II) y «los intereses y derechos afectados no vean
disminuida con ello, de manera sustancial, su tutela jurisdiccional»
(Sentencia constitucional de 3 de marzo de 2005). Ha de existir
previamente, para que el ejercicio de la potestad pueda iniciarse, una
calificación legal previa de una causa legítima, de «utilidad pública»
o «interés social», cuya realización efectiva imponga la específica
privación expropiatoria de que se trata; esto es, propiamente, como
356
certeramente lo califica la LEF vigente, un «requisito previo» a la
expropiación, no una fase del procedimiento expropiatorio, como lo
calificaba la Ley de 1879. Supuesta la existencia de ese requisito, que
abre a la expropiación su campo de actuación, puede la misma
seguidamente comenzar su movilización hacia su objetivo específico,
la privación patrimonial que del expropiado se pretende.
Es esa aplicación o ejercicio la que se somete a un procedimiento
tasado y riguroso, cuya formalidad se impone ad solemnitatem, de
modo que al margen de él no hay expropiación, sino vía de hecho
(art. 125 LEF y capítulo siguiente).
Únicamente en situación de «estado de necesidad» es posible una
actuación expropiatoria sin procedimiento, y esto es lo que se llama
tradicionalmente requisa, terminología que la LEF conserva, y que
puede ser civil (art. 120) o militar (art. 101).
La LEF diseña un «procedimiento general» (título II) y
«procedimientos especiales» (título III), que en realidad matizan sólo
el sistema común, más que ofrecer una alternativa completa del
mismo.
El procedimiento general se abre (art. 21) con la llamada «declaración
de necesidad de la ocupación», que concreta en bienes determinados
la exigencia expropiatoria derivada de una causa expropriandi ya
calificada. Esta fase inicial es capital porque de ella resulta la
individualización de unos bienes concretos de la abstracta exigencia
de la utilidad pública o el interés social. La fase siguiente, una vez
que se han individualizado los bienes a expropiar y sus titulares, es la
más delicada, la de valorar y tasar esos bienes, la fase de justiprecio.
Finalmente, el procedimiento se cierra con el pago y la ocupación del
objeto expropiado.
Estas tres fases se expresan procedimentalmente en otras tantas
«piezas separadas»; ésta es una tradición de nuestro Derecho, de la
que aún se hace eco el artículo 126 LEF, aunque en rigor la
separación incidental de un procedimiento específico sólo viene
impuesta preceptivamente para la fase de justiprecio (art. 26).
En este momento no vamos a ocuparnos más que de la fase de
declaración de necesidad de la ocupación; los demás aspectos del
357
procedimiento nos parece preferible abordarlos desde la perspectiva
de las posiciones activas del expropiado, esto es, desde la perspectiva
de la garantía ínsita, como ya sabemos, en toda la regulación
expropiatoria.
También el estudio de los procedimientos especiales lo dejaremos
para el momento final de nuestra exposición, cuando ya nos sea
conocido el esqueleto básico institucional al que dichos
procedimientos vienen a excepcionar o complementar en puntos
concretos.
2. LA DECLARACIÓN DE NECESIDAD DE LA OCUPACIÓN DE LOS
BIENES O DERECHOS OBJETO DE LA EXPROPIACIÓN
A. El sentido general de la declaración de necesidad de la ocupación,
su finalidad y su desvirtuación
Esta fase del procedimiento expropiatorio, hoy en la práctica bastante
desvirtuada, como veremos, tiene una importancia capital, porque
supone concretar en unos bienes determinados, o en parte de los
mismos, las exigencias de la utilidad pública o el interés social que
legitiman una operación expropiatoria cierta. Como, según hemos
visto, las declaraciones de utilidad pública o de interés social se
refieren a fines genéricos, o a operaciones más concretas, pero
definidas con independencia de los propietarios o titulares de bienes o
derechos a que afectan, resulta preciso un trámite ulterior de
concreción de la expropiación particular que se pretende a unas fincas
o bienes determinados. Este trámite es, justamente, el llamado de
«necesidad de ocupación de bienes o de adquisición de derechos».
La LEF obliga a una resolución explícita sobre esa necesidad de la
ocupación (art. 15), resolución que inicia el expediente expropiatorio
(art. 21) y que se produce él mismo en una de las «piezas separadas»
de que este expediente se compone.
Pero sería un error suponer que se trata de una simple y automática
particularización de bienes, sin ningún otro contenido. La LEF,
358
recogiendo una tradición propia, que ha estudiado MUÑOZ MACHADO,
liga a ese trámite una serie de contenidos sustanciales, los siguientes:
– Singulariza, en efecto, los bienes a expropiar, su extensión y la
persona de sus titulares y derechohabientes, que se formalizan así
como partes del procedimiento expropiatorio en la condición de
expropiados;
– permite en ese momento controlar la legalidad misma de la causa
expropriandi de cuya aplicación concreta se trata;
– autoriza a debatir en ese momento, y esto es capital, unas posibles
alternativas de ocupación de bienes distintos, o, en otros términos,
una localización diferente de la obra o servicio beneficiados por la
causa expropriandi y de cuya ejecución o realización se trata;
– permite fiscalizar igualmente la extensión de la ocupación que
resulte «estrictamente indispensable para el fin de la expropiación»
(art. 15);
– finalmente, es también la ocasión para plantear algún tema
importante en relación con la valoración de la expropiación, en
concreto el que suscitan las llamadas «expropiaciones parciales».
Para poder atender esas cinco finalidades, la necesidad de la
ocupación ha de decidirse en un procedimiento que comprende un
trámite de información pública, anunciado por una publicidad
reforzada (Boletines Oficiales del Estado y de la Provincia, diario
entre los de mayor circulación en la provincia, comunicación a los
Ayuntamientos donde estén situados los bienes y obligación de
anuncio público por parte de éstos: art. 18 LEF), seguido de una
necesaria comprobación (art. 20, art. 19.1 REF) y que concluye en
una resolución detallada del Delegado o Subdelegado del Gobierno
(art. 20), resolución que, además de merecer la misma publicidad que
la información previa (art. 21), es susceptible de impugnación en los
términos que veremos.
Ésta es la tradición de este capital trámite, que pone en marcha una
expropiación particular, permite por ello un control de todas sus
condiciones de legalidad y singulariza al final, como inexcusables
específicamente a los fines causales de la expropiación, a unos bienes
359
concretos, cuyos titulares pasan a adoptar la condición de
expropiados, así como la extensión concreta y el grado en que dichos
bienes quedan afectados.
Pero esta tradición ha entrado, en cierto modo, en crisis a través de la
virtual eliminación de ese trámite mediante la cada vez más general
técnica de las declaraciones «implícitas» de necesidad de la
ocupación. El artículo 17.2 LEF enuncia un precepto aparentemente
inocuo, pero de una formidable trascendencia: cuando el proyecto de
obras o servicios comprenda una descripción detallada de los bienes
que resulten afectados por el mismo, entonces «la necesidad de la
ocupación se entenderá implícita en la aprobación del proyecto». Esta
regla se generaliza en la propia LEF, artículo 52, a todos los
supuestos (que veremos que hoy son prácticamente todos) de
ocupación urgente, dispensando ya de la «descripción material
detallada en todos los aspectos, material y jurídico» de los bienes y
remitiendo la concreción de los bienes afectados ya simplemente al
replanteo, esto es, al acto de situar sobre el terreno un proyecto
determinado, y, lo que es aún más grave, a los replanteos de
proyectos reformados ulteriores. Sobre esta brecha, abierta por la
propia Ley, se han lanzado prácticamente todas las Leyes ulteriores,
que declaran sistemáticamente «implícita» la declaración de
necesidad de la ocupación en la mera aprobación de planes o
proyectos y de sus reformados, sin otro requisito (por ejemplo: en
materia urbanística, art. 42.2 LS; minas, arts. 104 y 105 de la Ley de
Minas de 1973; carreteras, Ley de Carreteras de 29 de julio de 1988;
autopistas, art. 16 Ley de Autopistas de 1972; en materia agraria, arts.
60 y 113 de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 1973, etc.;
más todos los casos, hoy comunes, que se benefician de las
declaraciones genéricas de urgencia, por la remisión del art. 52, regla
primera, LEF). En alguna de estas excepciones –tampoco en todas– la
aprobación misma de los proyectos o planes requieren una previa
información pública, donde es posible a los interesados plantear al
menos el tema de las posibles alternativas de localización de la obra o
servicio, que es uno de los fines que el procedimiento de declaración
de necesidad de la ocupación intenta depurar, según apuntamos y
luego desarrollaremos más detenidamente; pero aun en esos casos, la
misma indeterminación de los proyectos y más aún en cuanto a los
datos de su localización concreta (el ejemplo de las autopistas es
paradigmático, pues el proyecto suele tener decenas, si no cientos, de
360
kilómetros), hace ilusoria con frecuencia esa garantía.
De este modo, todo el detenido cuidado de la Ley en justificar en una
verdadera «necesidad», objetivamente comprobada y depurada, la
expropiación concreta de cada bien específico y su singularización
exacta a los fines de definir quiénes van a ser partes en el
procedimiento expropiatorio y la identidad y extensión concreta de
los bienes en que dicho procedimiento les afecta, queda en la práctica
remitida a los replanteos cambiantes de proyectos inconcretos, y
también cambiantes, realizados, caso por caso, expeditivamente, por
los beneficiarios privados de la expropiación, o por los funcionarios
técnicos directores de las obras, cuando no por sus simples
contratistas, que fijan a su albur líneas y afecciones y las rectifican sin
la menor formalidad. Por otra parte, esa falta de concreción inicial de
los bienes que han de resultar afectados por la operación
expropiatoria, de la extensión de los mismos y de sus titulares, es la
causa específica de un sin fin de inseguridades jurídicas, cuando no
de arbitrariedades o de puras «vías de hecho»; las posibilidades
mismas de defensa de los expropiados quedan grave e
injustificadamente comprometidas.
Esta situación es rigurosamente insostenible y reclama una resuelta
rectificación legal, que no admite ya demora alguna. La Sentencia
constitucional de 3 de marzo de 2005 ha condenado enérgicamente,
como ya notamos, las leyes expropiatorias singulares que impiden
discutir en sede jurisdiccional con las debidas garantías la idoneidad o
adecuación de los bienes afectados por la operación expropiatoria
para alcanzar el fin de utilidad pública que ésta persigue, así como la
necesidad de su efectiva ocupación por no existir otros que lo sean en
la misma medida y el quantum de la misma, exigencias todas ellas
inexcusables del principio de proporcionalidad que toda medida de
privación de la propiedad debe respetar, como subraya la
jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que la
Sentencia recuerda. La categórica condena que esta fórmula es
extensible sin discusión por las mismas razones a toda esa pléyade de
disposiciones legales que de forma enteramente rutinaria declaran
implícita la necesidad de ocupación en todos los planes y proyectos a
los que se refieren, cualquiera que sea el contenido de éstos y su
grado de definición, con total abstracción, por lo tanto, de la
posibilidad misma de identificar a partir de ellos con la
361
imprescindible exactitud a qué o a quiénes afectan y en qué medida lo
hacen. Expropiar en estas condiciones es, sin duda, muy fácil y muy
cómodo, pero resulta radicalmente incompatible con la Constitución
porque reduce a la nada la garantía de la propiedad y hace totalmente
ilusoria la tutela jurisdiccional que sus artículos 33.3 y 24.1,
respectivamente, aseguran, convirtiendo en regla la indefensión
(material al menos) que este último tan enérgicamente proscribe.
Hay que notar, en cualquier caso, que, aun dentro de este reprobable
sistema de declaraciones implícitas, sigue siendo esencial, como
precisa sin equívocos el artículo 17.2 LEF (por cierto, que el art. 16.1
REF parece en este extremo claramente ilegal), formular la «relación
concreta e individualizada, en la que se describan, en todos los
aspectos, material y jurídico, los bienes o derechos» de necesaria
ocupación para poder realizar una exacta «determinación de
interesados», los cuales han de ser individualmente notificados (art.
21.3 LEF). Es obvio que así ha de ser cuando se trata de iniciar el
expediente expropiatorio, imposible objetivamente si no se
individualizan con exactitud sus destinatarios y la extensión y
circunstancias de los bienes de los mismos que quedan afectados, de
modo que la omisión de ese trámite esencial tendrá que calificarse
necesariamente, como autoriza el texto literal del artículo 125 LEF,
de vía de hecho.
B. El control de la legalidad de la aplicación de la «causa
expropriandi» y de la necesidad específica de un bien concreto por
depuración de alternativas de localización
La causa expropriandi se decide por Ley, específica o genéricamente,
siendo ésta, como sabemos, la más frecuente (arts. 10 y 11 LEF).
Tanto esta determinación como la de necesidad de la ocupación han
sido tradicionalmente vedadas al enjuiciamiento contencioso-
administrativo por determinación expresa de las sucesivas Leyes de
expropiación (vid., en la LEF vigente, art. 126: La declaración de la
utilidad pública o interés social no es una «pieza separada», sino un
«requisito previo» y, por tanto, no sería recurrible; la declaración de
necesidad de la ocupación está expresamente excluida). Así lo declaró
la jurisprudencia: Sentencias de 21 de mayo de 1958, 23 de abril de
362
1967, 3 de junio de 1977, 25 de septiembre de 1978. Pero tras la
Constitución, que ha universalizado el recurso contencioso-
administrativo, derogando todas las zonas exentas (arts. 24, 103.1 y
106.1), hay que entender que no rigen ya esas limitaciones de control.
Y, en efecto, así lo revela la jurisprudencia. La declaración de utilidad
pública de expropiaciones decididas por el legislador han sido objeto
de enjuiciamiento con normalidad por parte del Tribunal
Constitucional (Sentencia de 2 de diciembre de 1982, sobre
RUMASA –con un voto particular partidario de la declaración de
inconstitucionalidad con el mismo número de magistrados que los
que votaron lo contrario, que prevalecieron porque entre ellos estaba
el Presidente del Tribunal, con su voto de calidad–; Sentencias de 26
de marzo de 1987 –Ley de Reforma Agraria de Andalucía–);
recordemos que el artículo 33 de la Constitución habla para legitimar
la expropiación de «causa justificada de utilidad pública o interés
social», lo cual es un «concepto jurídico indeterminado» claro,
susceptible por ello de interpretación y valoración judicial, como
todos esos conceptos, según nos consta. Pero también la jurisdicción
contencioso-administrativa ha comenzado a controlar las decisiones
administrativas que, en aplicación de las Leyes calificatorias
genéricas, formulan declaraciones de utilidad pública para
operaciones concretas: Sentencias de 10 y 15 de junio de 1994 y 14
de febrero de 1995, referentes a la expropiación de cementerios
privados por la Comunidad de Madrid por entender «artificiosa» la
declaración e «improcedente la ubicación», invocando incluso «la
libertad de empresa establecida en el artículo 38 de la Constitución» y
que la iniciativa de la Comunidad «no complementa las instalaciones
y servicios mortuorios propios del municipio».
En cuanto al control de la necesidad de la ocupación, el artículo 19
LEF (y 18.2 REF) permite expresamente oponerse, dentro del trámite
del procedimiento ordinario de información pública, a la necesidad de
la ocupación «por razones de fondo o forma». Sin necesidad de
precisar los tipos de oposición posibles, es claro que el precepto
permite, por de pronto, aducir para oponerse a la declaración de
necesidad de un bien y articular tanto razones de simple
procedimiento formal como las razones de fondo más consistentes,
que son la eventual ilegalidad de la aplicación que se pretende de la
causa expropriandi respecto del bien de que se trate, como la
injustificación de la elección singular que la Administración (o mejor,
363
el beneficiario: art. 5.1.2.º REF) propugna entre todas las alternativas
posibles que la aplicación de dicha causa permite (alternativas de
localización) o, por decirlo con las propias palabras de la Sentencia
constitucional de 3 de marzo de 2005, «la posible arbitrariedad o
desproporción de la declaración».
La Sentencia de 27 de marzo de 2007 deslinda ambas cuestiones
precisando que el control de la legalidad de la declaración de utilidad
pública o interés social debe ceñirse a la adecuación de dicha
declaración a la causa expropiandi sin que pueda extenderse al juicio
de idoneidad, de necesidad y de proporcionalidad relativos al bien o
derecho a los que el procedimiento se dirige, que debe hacerse en
relación con el acuerdo de necesidad de ocupación.
El primero de esos temas no exige en ese momento mayores
desarrollos. Digamos sólo que la jurisprudencia así lo ha admitido
(Ss. de 17 de febrero de 1967 y 30 de abril de 1969, sobre exclusión
de fincas de polígonos de expropiación en materia urbanística; S. de
22 de noviembre de 1972, que anula una expropiación porque la
causa justificativa de la misma –localización de un mercado– era
ilegal según el Plan de urbanismo, 24 de enero, 2 de julio y 12 de
noviembre de 1980, 11 de noviembre de 1986, 17 de marzo de 1987,
27 de junio de 2006 y 29 de junio de 2007, etc.) y que ello tiene una
clara justificación. La declaración de necesidad de la ocupación es
una particularización a bienes concretos de la declaración de utilidad
pública o interés social, como precisa el artículo 15 LEF, de modo
que sólo está justificada si esa declaración previa se ha producido, si
se ha producido por los cauces y reglas aplicables y, en fin, si la
particularización de la misma, desde su normalmente genérico
enunciado hasta la aplicación específica que se pretende, resulta
correcta.
Interés especial tiene la segunda técnica de control de fondo, la que se
refiere a la objetividad de la alternativa de localización que, entre las
varias posibles, el beneficiario de la expropiación pretende al señalar
unos bienes determinados. La LEF es explícita en permitir debate en
la información pública (y eventual impugnación posterior de la
resolución) sobre este tema; dice el artículo 19.1 que quien reclame
«indicará los motivos por los que debe considerarse preferente la
ocupación de otros bienes o la adquisición de otros derechos distintos
364
y no comprendidos en la relación como más conveniente al fin que se
persigue». Es completamente lógica la posibilidad de discutir esta
cuestión, y así lo admiten todos los derechos (en Francia es éste el
contenido de la llamada enquête d’utilité publique, precisamente
reforzada en 1976, y cuyo control jurisdiccional por los Tribunales
contenciosos no presenta problemas, especialmente a través del
balance costes-beneficios). La formulación constitucional de la
expropiación garantiza que «nadie podrá ser expropiado sino por
causa de utilidad pública o interés social» (art. 33.3), causa que no
sólo se cumple mediante una declaración legal genérica de que un
tipo determinado de obras o servicios goza de esa calificación, sino
que, obviamente, hace necesaria una demostración de que «el fin que
se persigue» impone la exigencia específica y singular del despojo
expropiatorio de un bien concreto y no de otro. Toda discrecionalidad
administrativa, en el genuino sentido de este concepto, está aquí
excluida, por entrar en juego la garantía constitucional de la
propiedad; la Administración (y menos aún el beneficiario privado)
no es libre de escoger a su albur las propiedades o derechos que han
de resultar afectados, sino que debe señalar, precisamente, según la
justa expresión legal, la solución «más conveniente» a la realización
del fin propio de la causa de la expropiación, expresión que remite
con claridad a un concepto jurídico indeterminado, que sólo admite
una única solución justa. El propio concepto básico de «necesidad»
(no simple posibilidad, menos aún capricho) de la ocupación abunda
en el mismo sentido. La cita de la Sentencia constitucional de 3 de
marzo de 2005 es nuevamente obligada.
Frente a la exclusión de recurso contencioso-administrativo contra esa
apreciación administrativa que disponía el artículo 126 LEF, la
jurisprudencia comenzó primero por reducir la inimpugnabilidad del
acto declaratorio de la necesidad de la ocupación a dicho acto
aisladamente, pero admitió que podría impugnarse esa declaración al
recurrir «la resolución administrativa que ponga fin al expediente de
expropiación», que es la del Jurado Provincial de Expropiación. En
este momento sería posible hacer valer los vicios cometidos en lo que
el artículo 125 LEF llama «requisitos sustanciales de… necesidad de
ocupación» para habilitar cualquier «medio legal procedente de
impugnación». Así ya, antes de la Constitución: Sentencias de 19 de
junio de 1971, 22 de noviembre de 1972, 3 de noviembre de 1976,
etc.
365
Pero esa derivación se ha juzgado ya innecesaria y se admite la
impugnación separada de la declaración de necesidad de la
ocupación, invocando ya la Constitución como norma de apertura.
Así, entre otras, las Sentencias de 8 de febrero, 9 de marzo, 3 de julio
y 9 de diciembre de 1993. La reciente Sentencia de 14 de mayo de
2012 admite sin dificultad que en la impugnación del acuerdo de
fijación del justiprecio, en cuanto pone fin al procedimiento
expropiatorio, puedan denunciarse cuantas infracciones pudieran
haberse producido en los actos anteriores, aunque éstos fueran
susceptibles de impugnación. Las dos posibilidades permanecen,
pues, abiertas, tanto en el procedimiento ordinario, como en el de
tasación conjunta, como se cuida de precisar la Sentencia citada.
La garantía constitucional de la propiedad, que está en la base de la
regulación expropiatoria, sería una simple entelequia si la
Administración pudiese escoger a su albur y con inmunidad judicial
completa los bienes concretos que han de sufrir la expropiación.
C. La extensión concreta de la necesidad y el problema de las
expropiaciones parciales
El artículo 15 LEF establece que la necesidad de la ocupación ha de
concretarse en «los bienes o derechos que sean estrictamente
indispensables para el fin de la expropiación». Es un concepto claro
aunque controlable por la jurisprudencia, como hemos visto (ver en
particular, aparte de las Sentencias que acaban de citarse, la de 16 de
abril de 1986, estimatoria de un recurso por este motivo).
Se prevé, no obstante, por el mismo artículo la posibilidad de que se
incluyan entre los bienes necesarios aquéllos «que sean
indispensables para previsibles ampliaciones de la obra o finalidad de
que se trate», lo cual admite una fácil justificación. Esta posibilidad
queda, no obstante, condicionada a la apreciación por el Consejo de
Ministros, que entendemos que, por suponer una excepción a la regla
de lo «estrictamente indispensable», ha de ser específica tanto por lo
que hace a las ampliaciones previsibles (la previsión ha de ser, pues,
mensurada) como a la inclusión de los bienes que resulten para estas
«indispensables» (no, pues, eventualmente útiles) ampliaciones en la
366
relación de bienes de necesaria expropiación; no parece admitirse,
pues, en este extremo la técnica de las declaraciones implícitas.
Cuando la necesidad de la ocupación se refiera sólo a «parte de una
finca rústica o urbana», se plantea el tema de las llamadas
expropiaciones parciales. El artículo 23 LEF dice que si a
consecuencia de esa división de la finca la conservación de la parte no
expropiada resulta antieconómica para el propietario, éste podrá
solicitar que la expropiación se extienda a la totalidad de la finca. La
Administración resolverá sobre esa petición, admitiéndose que pueda
rechazarla, en cuyo caso se incluirá en el justo precio una partida
indemnizatoria de los perjuicios que produzca la forzosa división de
la finca (art. 46).
La jurisprudencia, en éste como en otros muchos puntos relativos al
ejercicio de la potestad expropiatoria, dista mucho de ser tan enérgica
como debiera, contagiada, sin duda, por el clima insano en que
progresivamente ha ido cayendo la institución. Así, la Sentencia de 25
de noviembre de 1977 entiende que la decisión de ocupar todo o parte
de una finca corresponde exclusivamente a la Administración, sin
tener en cuenta que el de «explotación antieconómica» es un concepto
jurídico indeterminado, susceptible de comprobación efectiva en cada
caso, lo cual excluye toda idea de discrecionalidad decisoria. Menos
aún puede aceptarse que la decisión que la Administración adopte
esté excluida del control jurisdiccional, como dice la propia Sentencia
citada y ha vuelto a afirmar la de 5 de octubre de 1984, con
manifiesto desconocimiento del artículo 24 de la Constitución, que ha
derogado el artículo 23 LEF en este punto.
En esa misma línea vacilante, la jurisprudencia estableció
inicialmente que para que pudiese estimarse cualquier perjuicio
derivado de la división de una finca dentro del justiprecio era
necesario haber pedido la expropiación total. Pero es obvio que los
artículos 23 y 46 no dicen eso; al expropiado puede interesarle
conservar la parte no expropiada de la finca dividida, aun
desvalorizada, y esta desvalorización ha de estimarse necesariamente
entre los perjuicios causados por la expropiación. El artículo 23
establece claramente una facultad y no una carga. Así ha concluido
por admitirlo el Tribunal Supremo (Ss. de 19 de febrero de 1973, 24
de enero de 1974; 18 de enero, 7 y 19 de mayo, 4 y 5 de noviembre
367
de 1975, 30 de marzo de 1982, 29 de junio de 1984, etc.).
La jurisprudencia más reciente (Sentencias de 4 de mayo de 1994 y
18 de noviembre de 1997) sigue insistiendo en las ideas expuestas, si
bien ha precisado que, aunque la indemnización por resultar
antieconómica la conservación de la parte no expropiada no tiene que
referirse necesariamente al valor íntegro de esa parte, no cabe excluir
que pueda alcanzar éste.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: G. ARIÑO, Leyes singulares, leyes de caso
único, en «RAP» núm. 118, págs. 57 y sigs.; S. ÁLVAREZ GENDÍN, La
expropiación forzosa. Su concepto jurídico y nuevas orientaciones,
Madrid, 1928; J. BARCELONA LLOP, Propiedad, privación de la
propiedad y expropiación forzosa en el sistema del Convenio
Europeo de Derechos Humanos, CEPC, Madrid 2013; F. CLEMENTE
DE DIEGO, Notas sobre la evolución doctrinal de la expropiación
forzosa por causa de utilidad pública, en los núms. 9 y 10 de la
«Revista de Derecho Privado», 1922-1923; E. CORRAL, Expropiación
municipal, 2.ª ed. Madrid 2008; V. ESCUÍN PALOP, Comentarios a la
Ley de Expropiación Forzosa, Civitas, 1999; T.-R. FERNÁNDEZ,
Expropiación y responsabilidad: nuevos criterios jurisprudenciales,
en el núm. 67, «RAP», pág. 147 y sigs.; El control jurisdiccional de
la «causa expropriandi», en el núm. 1, «REDA», págs. 119 y sigs.,
Por una nueva Ley de Expropiación Forzosa y un nuevo sistema de
determinación del justiprecio, en «RAP», núm. 166; y El marco
constitucional de la expropiación, en la Historia de la Propiedad. La
Expropiación, Ed. Universidad de Salamanca, 2012: J. R. FERNÁNDEZ
TORRES, Estudio integral de las expropiaciones urbanísticas,
Thomson-Aranzadi, 2.ª ed. 2007; R. GALÁN VIOQUE, La
responsabilidad del Estado Legislador, Barcelona, 2001; I. GALLEGO
CÓRCOLES, El derecho de reversión en la expropiación forzosa, La
Ley, Madrid 2006; E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Los principios de la nueva
Ley de Expropiación Forzosa, Madrid, 1956 (y antes en «Anuario de
Derecho Civil», 1955, págs. 1024 y sigs.), 2.ª ed. en Civitas, 1984; La
responsabilidad patrimonial del Estado Legislador en el Derecho
Español, Thomson-Civitas, 2.ª ed. 2007; La Ley de Expropiación
Forzosa de 1954, medio siglo después, «RAP», núm. 156, 2001; F.
GARCÍA GÓMEZ DE MERCADO, El justiprecio de la expropiación
forzosa, 2.ª ed., 1998; Problemas procesales de la impugnación de los
acuerdos de los Jurados de Expropiación, Civitas, 1997; F. GARRIDO
368
FALLA, Sobre la responsabilidad del Estado legislador, en «RAP»,
núm. 118, págs. 35 y sigs.; J. GONZÁLEZ PÉREZ, La utilidad pública y
el interés social en la nueva LEF, en el núm. 31 de la «Revista Crítica
de Derecho Inmobiliario», págs. 257 y sigs.; J. M. GIMENO FELIÚ, El
derecho de reversión en la Ley de Expropiación Forzosa, Civitas,
1996; M. LÓPEZ-MUÑIZ, Expropiación forzosa: El justiprecio. Guía
práctica y jurisprudencia, Madrid, 1997; O. MORENO GIL,
Expropiación forzosa. Legislación y jurisprudencia: comentada, 2.ª
ed., Madrid, 2000; S. MUÑOZ MACHADO, Expropiación y jurisdicción,
Madrid, 1976, y Las expropiaciones parciales, en el núm. 81,
«RAP»; A. NIETO, Evolución expansiva del concepto de expropiación
forzosa, en el núm. 38, «RAP», págs. 67 y sigs.; R. PARADA,
Expropiaciones legislativas y garantías jurídicas, en «RAP», núms.
100-102, vol. II, págs. 1.139 y sigs.; J. A. SANTAMARÍA PASTOR, La
teoría de la responsabilidad del Estado legislador, en el núm. 68,
«RAP», págs. 57 y sigs.; F. SOSA WAGNER et al., Expropiación forzosa
y expropiaciones urbanísticas, Pamplona, 1998; y Comentarios a la
Ley de Expropiación Forzosa, Thomson-Aranzadi, 1999; D. UTRILLA
FERNÁNDEZ-BERMEJO, Expropiación forzosa y beneficiario privado.
Una reconstrucción sistemática, M. Pons, 2015; J. L. VILLAR PALASÍ,
Justo precio y transferencias coactivas, en el núm. 18, «RAP», págs.
11 y sigs.
369
CAPÍTULO XX
LA EXPROPIACIÓN FORZOSA
(CONTINUACIÓN): LA GARANTÍA
PATRIMONIAL EN LA EXPROPIACIÓN. LAS
EXPROPIACIONES ESPECIALES
SUMARIO: I. CARÁCTER ESENCIAL DE LA GARANTÍA
EXPROPIATORIA Y SUS ASPECTOS. II. LA PROTECCIÓN
FRENTE A LA «VÍA DE HECHO». 1. El concepto de «vía de
hecho» en la expropiación y sus supuestos típicos. 2. La reacción
frente a la «vía de hecho». A. La reacción interdictal. B. La acción
específica en vía contencioso-administrativa contra la vía de hecho.
III. EL DERECHO A LAS FORMAS PROCEDIMENTALES. IV.
LA INDEMNIZACIÓN EXPROPIATORIA O «JUSTO PRECIO».
1. El «justo precio» como garantía. 2. Naturaleza de la
indemnización [Link] principio del «previo pago». A. La
indemnización como carga legal. El momento de la producción del
efecto expropiatorio. La justificación y las consecuencias de la regla
del «previo pago». El carácter constitucional de la regla. B. Las
correcciones de la regla del «previo pago». 3. En particular, la
expropiación urgente. A. El sistema legal y su naturaleza. a. El
régimen positivo. b. La naturaleza de la figura. B. La
desnaturalización del sistema. C. La necesaria corrección del
sistema. 4. El sistema de valoración del justiprecio. A. El acuerdo
amigable o mutuo acuerdo. B. El Jurado Provincial de Expropiación.
5. La garantía judicial de la valoración. V. EXTENSIÓN DE LA
INDEMNIZACIÓN Y CRITERIOS DE VALORACIÓN. 1. El
concepto de justo precio. Elementos integrantes. A. El concepto
general. B. Elementos integrantes del justiprecio y momento de la
valoración. C. El criterio formal de los valores fiscales y su
relativización. El principio del «valor real». 2. La libertad estimativa
del artículo 43 LEF, su utilización jurisprudencial y su alcance
actual. A. Principio general. B. Valoración de industrias y
establecimientos mercantiles. C. Valoración de arrendamientos. VI.
EL PAGO DEL JUSTO PRECIO. VII. LA GARANTÍA DEL
JUSTIPRECIO FRENTE A DEMORAS Y DEPRECIACIÓN
370
MONETARIA. 1. Planteamiento general del problema. 2. Análisis
de las técnicas correctoras de la LEF y su insuficiencia. A. La
reducción de los plazos del procedimiento. B. Los intereses de
demora. C. La retasación. D. La calificación preferencial de los
procesos sobre expropiación. 3. La corrección de las iniquidades
resultantes. VIII. LA REVERSIÓN DEL BIEN EXPROPIADO. 1.
Justificación y naturaleza de la reversión. 2. Supuestos legales y
condiciones de ejercicio. A. Los supuestos de hecho de la reversión
y excepciones a la misma. B. El surgimiento del derecho a la
reversión y su régimen. C. El ejercicio del derecho de reversión. 3.
La indemnización reversional. IX. LAS EXPROPIACIONES
ESPECIALES. 1. Sentido y alcance de la especialidad. 2. La
expropiación por zonas o grupos de bienes. 3. La expropiación por
incumplimiento de la función social de la propiedad o
expropiación-sanción. 4. Expropiación de bienes de valor artístico,
histórico y arqueológico. 5. Expropiación por Entidades Locales. 6.
Expropiación que da lugar al traslado de poblaciones. 7.
Expropiaciones por causa de colonización y mejora agraria. A.
Expropiaciones para la transformación de grandes zonas. B.
Expropiación por causa del interés social. C. Expropiación de fincas
mejorables y por causa de reforma agraria. 8. Expropiaciones por
causa de obras públicas. 9. La expropiación en materia de
propiedad industrial. 10. La expropiación por razones de defensa
nacional y seguridad del Estado. 11. Otros procedimientos
especiales. X. EN PARTICULAR, LAS EXPROPIACIONES
URBANÍSTICAS. 1. La prioridad aplicativa de la legislación
urbanística. 2. Las diversas funciones del instituto expropiatorio en
el ámbito urbanístico. A. La expropiación como sistema general de
ejecución de los Planes y como técnica alternativa de recuperación
de las plusvalías urbanísticas. B. La expropiación como instrumento
para la ejecución de los sistemas generales o de operaciones
urbanísticas aisladas. C. La expropiación como fórmula para la
constitución de patrimonios públicos de suelo. D. La expropiación
como sanción por el incumplimiento de las obligaciones y cargas
que pesan sobre los propietarios de suelo. 3. Las especialidades
procedimentales. 4. Los criterios de valoración. A. El problema
general y la formación del sistema vigente. B. El sistema actual. 5.
La nueva regulación de la reversión en las expropiaciones
urbanísticas.
I. CARÁCTER ESENCIAL DE LA GARANTÍA EXPROPIATORIA
371
Y SUS ASPECTOS
Como ya se ha indicado en el capítulo precedente, toda la regulación
de la expropiación forzosa lleva aparejadas consecuencias
sustanciales en el orden de la garantía de los particulares. Como
observamos, es justamente este carácter el que configura la institución
en sus orígenes. Aunque la evolución posterior haya acentuado el
aspecto de habilitación o investidura positiva a la Administración de
la potestad de expropiar, instrumentando la institución como un
medio de acción ordinaria y generalizada, es evidente que aquel
carácter continúa hoy, como rango esencial y permanente de la figura
institucional de la expropiación forzosa como el artículo 33 de la
Constitución confirma y sin el cual estaríamos en presencia de una
institución distinta.
Esta garantía ínsita en la sustancia misma de la expropiación se
extiende en un sentido general asegurando, con unos u otros
instrumentos, la integridad patrimonial de los administrados frente a
la acción directa de la Administración. En concreto, tal garantía
resulta:
1. Del hecho de que la potestad de expropiar es construida legalmente
como un poder circunscrito a límites concretos, aunque más o menos
extensos, que se funcionalizan específicamente como presupuestos de
validez de tal potestad, de modo que sólo dentro de los mismos el
ataque del patrimonio privado puede calificarse de poder jurídico;
todo el contorno negativo definido por tales límites integra
automáticamente una zona protegida, pues al margen de esos límites
no existe expropiación, sino «vía de hecho», no un poder jurídico,
sino un despojo ilegal contra el cual el ordenamiento reacciona por su
propia virtud y eficacia.
2. Dentro del campo interno que determinan esos límites de la
potestad expropiatoria, en el seno del cual la propiedad y los derechos
patrimoniales claudican, efectivamente, se instrumenta también una
importante garantía al marcarse estrictamente un procedimiento de
manifestación de aquella potestad, procedimiento que en las grandes
líneas de su desarrollo y en cada una de sus fases particulares es
elevado a presupuesto de ejercicio de la expropiación, marcándose así
372
de igual modo una zona legítima y otra ilegítima de tal ejercicio, que
se refleja también en acciones materiales de garantía.
3. En la última hipótesis posible de estar dentro de los límites de la
potestad expropiatoria y afectado por ella en formas legítimas de
ejercicio, la garantía patrimonial se presenta todavía en el efecto
jurídico sustancial derivado de aquel ejercicio que es la
indemnización del expropiado; los derechos privados claudican,
efectivamente, ante la potestad expropiatoria, pero en el lugar de los
mismos el titular ve nacer un derecho a la indemnización
correspondiente; aún sometida, pues, a la plenitud del efecto
expropiatorio, la garantía patrimonial se presenta todavía, pero no ya
bajo forma de restitución, sino bajo forma de compensación
pecuniaria; su objeto se ha convertido jurídicamente desde la
integridad in natura y específica en la abstracta integridad de
contenido económico.
4. Por último, consumada la expropiación y guardados en ella esos
tres órdenes sucesivos de garantía, aún se tipifica una garantía última
reconocida al expropiado: el derecho a recobrar el bien objeto de la
expropiación una vez que se ha comprobado que éste no ha sido,
efectivamente, afectado por el beneficiario al fin impuesto por la
causa expropriandi; aun tratándose ordinariamente de un acto de
tracto instantáneo o no sucesivo, la expropiación prolonga sus efectos
de garantía hasta esa fecha posterior para sancionar definitivamente a
través del enérgico efecto de la retrocesión, reempción o reversión,
que el bien expropiado cumpla, en efecto, el destino calificado con
que la causa de expropiación había justificado ésta.
Estos cuatro círculos sucesivos de garantía, y especialmente los tres
primeros, son, en mayor o menor extensión, como ya se ha dicho,
consustanciales con el instituto de la expropiación forzosa. Más aún,
las tres primeras garantías enunciadas son auténticas garantías
constitucionales, en cuanto comprendidas en el artículo 33.3 de la
Constitución, por lo que son esgrimibles, incluso, frente al propio
legislador, según ha destacado la jurisprudencia constitucional en
RUMASA II y ha vuelto a recordar la Sentencia de 3 de marzo de
2005. Cabe, pues, su modulación por Ley, pero nunca su supresión o
sustancial reducción por ésta, que, de producirse, podría ser rechazada
con éxito por el afectado en la propia vía de amparo constitucional
373
«por vulneración de su derecho a la igualdad». No tiene, sin embargo,
ese rango, según el Tribunal Constitucional, el derecho de reversión,
que, en su opinión, no está incluido en el artículo 33.3 de la Norma
Fundamental y sería, en consecuencia, un derecho de configuración
legal (vid. RUMASA III). Esta interpretación, que, más que tal, es
una mera afirmación huérfana de justificación, resulta más que
discutible, incluso en los propios términos de dicha Sentencia,
supuesto que ésta reconoce explícitamente que «la reversión o
retrocesión del bien expropiado a su titular originario va
inescindiblemente unida a la causa de la expropiación y a su eventual
incumplimiento, hecho que determina el nacimiento de aquel derecho
de reversión». El Tribunal Constitucional, presionado en exceso por
la singularidad y transcendencia de esta concreta y llamativa
operación expropiatoria, ha hecho en RUMASA III una declaración
tan arriesgada como innecesaria, puesto que la propia singularidad de
aquélla permitía resolver cómodamente el problema con sólo
constatar que la estabilidad del sistema financiero, causa legitimadora
de la misma según la Ley que la autorizó, quedaba asegurada por la
propia transferencia expropiatoria a la Administración y ulterior
saneamiento por ésta del grupo de empresas que la amenazaba
gravemente. Conjurada esa amenaza desde el momento mismo de la
expropiación, quedaba desde ese mismo momento satisfecha la causa
expropriandi y no cabía hablar, por lo tanto, de fracaso de la
operación y, por lo tanto, tampoco de derecho alguno de reversión,
supuesto que éste surge de dicho fracaso.
En cualquier caso, queda claro que, si como principio no se
respetasen, al menos, los tres primeros círculos de garantías, no cabría
hablar de expropiación propiamente tal, sino de una institución
distinta en esencia. Es el caso histórico del ejercicio incondicionado y
absolutista del ius eminens, o la hipótesis de la confiscación o de la
socialización generalizada en el proceso de instauración de regímenes
comunistas, etc.
La LEF ha desarrollado, paralelamente a la extensión de la potestad
expropiatoria, que se ha estudiado en el capítulo precedente, un
correlativo y eficiente sistema de garantías, cuya trascendencia es
fácil valorar si se tiene presente la formidable incidencia que sobre
los administrados, y en concreto sobre el orden de los bienes y de la
actividad económica, tiene la Administración de nuestros días.
374
Expondremos a continuación sistemáticamente, conforme al orden
indicado, el alcance del régimen legal sobre la materia.
II. LA PROTECCIÓN FRENTE A LA «VÍA DE HECHO»
1. EL CONCEPTO DE «VÍA DE HECHO» EN LA EXPROPIACIÓN Y
SUS SUPUESTOS TÍPICOS
Ya nos es conocido el concepto general de «vía de hecho», como
vicio específico de la coacción administrativa (supra, cap. XIV).
El concepto tiene una específica aplicación en el ámbito regulativo de
la expropiación forzosa, que es justamente el lugar donde el concepto
mismo nace como tal, para extenderse luego a la teoría general. En el
sentido concreto que aquí nos interesa, «vía de hecho» es todo ataque
a la propiedad, derechos e intereses patrimoniales legítimos que
provenga de la Administración o de sus agentes o delegados y que,
implicando por su contenido una verdadera expropiación, en los
términos que hemos estudiado (cap. precedente, § VIII), no se
acomode, sin embargo, a los límites definidores de la potestad
expropiatoria o, aun dentro de ellos, no se ejercite precisamente por el
cauce procedimental que la Ley señala, sino solamente «de hecho».
El caso más notorio de vía de hecho, como está aludiendo su misma
expresión, es el de un apoderamiento puramente fáctico de los bienes
privados por la Administración, sin mediar declaración expresa ni
procedimiento expropiatorio alguno. Es la hipótesis prototípica y, por
desgracia, no excepcional, especialmente en materia de obras públicas
(la Administración tiene la obligación de entregar al contratista la
posesión y la disponibilidad de los terrenos sobre los que la obra ha
de asentarse, normalmente procedentes de una expropiación previa lo
cual, sin embargo, dista mucho de aplicarse siempre, no obstante lo
cual se fuerza al contratista, directa o indirectamente, a realizar la
obra sobre terrenos aún no expropiados).
Desde ese núcleo central, el concepto de vía de hecho se extiende a
los casos en que, aun mediando una declaración explícita y aun un
375
procedimiento más o menos aparente, resultan absolutamente
manifiestas las irregularidades de los mismos. Así lo indica el artículo
125 LEF: «siempre que sin haberse cumplido los requisitos
sustanciales de declaración de utilidad pública o interés social,
necesidad de la ocupación y previo pago o depósito, establecidos en
esta Ley, la Administración ocupare o intentare ocupar la cosa objeto
de la expropiación». Es el supuesto, pues, de un aparente
procedimiento expropiatorio (no de falta total del mismo, como en el
caso anterior), pero al que faltan sus «requisitos sustanciales» –los
que ese art. 125 tipifica–, o pretenden suplirse con un aparente
cumplimiento de los mismos afectado de una grosera irregularidad,
equivalente a su inexistencia o nulidad de pleno derecho. He aquí
algunos ejemplos fácilmente imaginables: elusión de la calificación
de la causa expropriandi por ley formal e intento de suplirlo por
simple resolución administrativa, intervención de autoridades con
falta absoluta de competencia, no previo pago del justiprecio e intento
de remitirlo a un momento posterior a la ocupación del bien (fuera de
los supuestos de expropiaciones urgentes, que luego estudiaremos),
fijación unilateral del justiprecio al margen del Jurado de
Expropiación, etc.
Este último supuesto de vía de hecho se concreta contrastando los
artículos 125 y 126 LEF; el 125 define, en efecto, la vía de hecho, en
tanto que en el 126 se contempla la hipótesis de «vicio sustancial de
forma o violación u omisión de los preceptos establecidos en la
presente Ley», para justificar una simple acción contencioso-
administrativa, según luego veremos. La diferencia de régimen es
correlativa de los conceptos de nulidad plena y anulabilidad del
procedimiento, de modo que sólo el primero entra en la categoría de
vía de hecho.
En cualquiera de los dos casos (actuación puramente fáctica,
actuación procedimental pero afectada de omisión de alguno de los
«requisitos sustanciales» enunciados en el artículo 125 o con un
cumplimiento puramente aparencial de los mismos que implica su
nulidad de pleno derecho), el concepto de «vía de hecho» exige la
circunstancia de que la Administración haya pasado al terreno de la
apropiación material o dada la alusión legal explícita al interdicto de
retener, además del de recobrar, hoy absurdamente llamadas por la
LEC de 2000 acciones de «tutela sumaria de la tenencia o de la
376
posesión de una cosa o derecho» manifieste de modo indubitado, en
los términos de los artículos 250.1.4.º y 439.1 LEC, su propósito de
pasar inmediatamente a ese terreno. En cuanto a la intensidad del
ataque, ha de tratarse de una verdadera «desposesión» formal o
virtual («posesión amenazada o perdida», dice expresamente el art.
125 LEF), pero no de un simple daño, que podrá dar lugar a la
reacción propia de la teoría de la responsabilidad civil, pero no a la
específica de la vía de hecho.
Por último, importa precisar, aunque puede ser obvio, que no será
«vía de hecho» una intervención de la Administración en el
patrimonio de un administrado que se legitime en un título no
expropiatorio, capaz de producir la «presunción de legitimidad» de
que normalmente se benefician sus actos; por ejemplo, un deslinde de
bienes públicos, una ejecución forzosa, etc., sin perjuicio de la
posibilidad con que cuenta el interesado de impugnar y discutir la
legitimidad de estos acuerdos en los términos ordinarios. Esto es decir
simplemente que no toda intervención patrimonial requiere el título
de una expropiación formal. Ahora bien (y esto ya no es tan obvio), la
perfección del sistema de garantía patrimonial ha de evitar que por
este cauce de la simple invocación de títulos no expropiatorios se
legitime todo posible intento de un despojo efectivo. Para evitarlo
basta extender a los acuerdos de este tipo la doctrina general de la
nulidad de pleno derecho, la manque de procédure, que nos conduce
directamente al núcleo del concepto de «vía de hecho»; cuando la
invocación a unos supuestos títulos no expropiatorios de la
intervención o la misma ejecución presenta caracteres de una
irregularidad manifiesta y flagrante, cesa la presunción de legitimidad
y bajo tales títulos no podrá ampararse el despojo real que
directamente se pretende; sale a la luz, pues, la realidad de este
despojo, respecto del cual es plenamente aplicable el concepto de
«vía de hecho» de la LEF, puesto que, en efecto, intenta realizarse –
por hipótesis– fuera del cauce expropiatorio, que es exclusivo para
todo despojo o «privación singular» que la Administración trate de
realizar.
Una última precisión es importante y es que este concepto de vía de
hecho se beneficia eficazmente de la amplitud de la potestad
expropiatoria tal como está definida en la cláusula general de los
artículos 1.º LEF y 1.º REF. Así, no sólo la propiedad inmueble, sino
377
toda propiedad y todos los derechos patrimoniales, y aun los intereses
legítimos, quedan protegidos a través de este concepto de vía de
hecho, el cual, a la vez, comprende no sólo los ataques consistentes
en una apropiación definitiva o a título del dueño, sino también los
que, sin tal intensidad, contengan cualquier género de «privación
singular» en el mismo sentido que la Ley señala y que hemos
analizado en el capítulo precedente. La amplitud del concepto legal
de expropiación reobra, pues, con toda eficacia sobre el plano de la
garantía.
2. LA REACCIÓN FRENTE A LA «VÍA DE HECHO»
La vía de hecho, definida con la amplitud que hemos visto, queda
excluida de la legalidad en nuestro Derecho, y frente a ella el
particular que la sufre es armado con acciones defensivas generales
para proteger eficazmente su integridad patrimonial frente a la
articulación irregular de la de la Administración.
Como ya vimos en el capítulo XIV, § V, la peculiaridad de la vía de
hecho consiste en abrir legalmente la posibilidad de una reacción por
los modos del Derecho Civil (además de por los de Derecho
Administrativo), privando a la Administración de sus privilegios de
fuero y, sobre todo, del básico de su inmunidad frente a los interdictos
posesorios (así Sentencia Sala 1.ª del TS de 8 de junio de 1993). Hoy,
aparte de la vía civil, la Ley de lo contencioso-administrativo de 1998
ha arbitrado un especial proceso en esta jurisdicción «en caso de vía
de hecho» (art. 30), que no excluye el interdicto civil.
El mismo artículo 125 LEF, que hemos visto que tipifica
cuidadosamente los supuestos de vía de hecho, precisa a continuación
la consecuencia del concepto: «el interesado podrá utilizar, aparte de
los demás medios legales procedentes, los interdictos de retener y
recobrar para que los jueces le amparen y, en su caso, le reintegren,
en su posesión amenazada o perdida».
Existen, pues, varias posibilidades de reacción frente a la vía de
hecho, que van desde los interdictos, como remedios inmediatos y
sumarios, pasando por las acciones del artículo 41 de la Ley
378
Hipotecaria y reivindicatoria o negatoria, dentro del ámbito del
Derecho Civil y de la jurisdicción ordinaria (vid. Sentencia de 20 de
mayo de 1977), hasta los recursos administrativos y contencioso-
administrativos generales y especiales. La posible utilización de estos
últimos frente a la vía de hecho, negada un tiempo por la
jurisprudencia, vino a ser finalmente admitida por ésta, dados los
inequívocos términos del artículo 125 LEF («aparte de los demás
medios legales procedentes»), como era obligado.
A. La reacción interdictal
Lo más característico ha sido, sin duda, por su excepcionalidad (el
principio general es el de inmunidad interdictal de la Administración:
artículo 105 LPAC, pero siempre que actúe «en materia de su
competencia y de acuerdo con el procedimiento legalmente
establecido», lo que justamente no ocurre en la vía de hecho), y por
su eficacia inmediata, la vía interdictal. El artículo 349 CC parece
excitar directamente la diligencia de los jueces para que amparen y
protejan a quien se ve privado de sus bienes por la Administración al
margen del procedimiento expropiatorio. Hay que subrayar, no
obstante, que los artículos 430 y sigs. CC, refieren inequívocamente
la posesión tanto a la tenencia de una cosa, como al disfrute de un
derecho, lo que, lógicamente, obliga a referir la posibilidad de la
defensa interdictal a aquéllos y a éstos sin diferencia alguna, pese a lo
cual los jueces civiles se resisten tradicionalmente a dispensar la
protección posesoria a la que los interdictos de retener y recobrar se
ordenan a los derechos de carácter no real, en una interpretación
estricta del viejo artículo 1.651 LEC («el interdicto de retener o de
recobrar procederá cuando el que se halle en la posesión o en la
tenencia de una cosa haya sido perturbado en ella...»). Dicha
interpretación, que carece de apoyo por lo dicho en el ámbito civil,
recorta igualmente las garantías que la LEF otorga frente a la vía de
hecho expropiatoria en abierta contradicción con el concepto amplio
de expropiación del que la Ley parte, en el cual están expresamente
comprendidas no sólo la privación singular de la propiedad privada,
sino también la de «derechos o intereses patrimoniales legítimos»;
cualquiera que sea la forma que adopte, incluida la mera cesación en
el ejercicio de aquélla o de éstos (art. 1.º LEF).
379
El procedimiento interdictal es, por lo demás, en materia
expropiatoria el ordinario, sólo que en la cognición judicial entra no
sólo la calificación de posesión y de despojo posesorio, como es lo
normal en los interdictos, sino también una calificación sumaria de la
ilegalidad de la actuación administrativa, esto es, de su actuación sin
seguir el tasado cauce legal de la expropiación. No es precisa aquí
reclamación previa ante la Administración.
B. La acción específica en vía contencioso-administrativa contra la vía
de hecho
La LJ de 1998 ha incluido con acierto, como ya indicamos, una
respuesta específica contencioso-administrativa contra la vía de
hecho. El artículo 25.2 ha precisado que cabe un recurso contencioso-
administrativo «contra sus [de la Administración] actuaciones
materiales que constituyan vía de hecho». Esta acción está regulada
de forma que la expeditividad de la reacción judicial resulte
asegurada. El artículo 30 dispensa de toda vía previa el acceso al
Tribunal, haciendo facultativa la intimación del perjudicado a la
Administración para que cese en su actuación. Si la intimación fuese
formulada, a los diez días de su presentación puede ya deducirse
directamente el recurso. mayor interés presenta la regulación de una
específica medida cautelar para este supuesto en el artículo 130: «la
medida cautelar se adoptará [preceptivamente, pues] salvo que se
aprecie con evidencia que no se da la situación» de vía de hecho o si
«la medida ocasione una perturbación grave de los intereses generales
o de tercero, que el Juez ponderará en forma circunstanciada».
Obsérvese que la «evidencia» se refiere aquí a la falta de fundamento
de la situación denunciada como vía de hecho; debiendo interpretarse
como visible icto oculi, ostensible a primera vista, pues, sin necesidad
de especiales razonamientos, y que califica a la situación de la
Administración que se denuncia, no a la pretensión del recurrente. El
párrafo 2 del mismo artículo 130 prevé incluso la posibilidad de
acordarse las medidas cautelares (que serán normalmente las de
cesación inmediata de la vía de hecho denunciada) antes de la
interposición del recurso, disponiendo entonces el interesado de diez
días para formalizar éste.
380
El temor a un posible abuso por los justiciables de esta expeditiva
regulación ha llevado a la Sentencia de 31 de octubre de 2008 a
«remodelar» el concepto de vía de hecho reduciéndolo a «las
conductas administrativas que exceden del contenido permitido por el
acto que las da cobertura» y expulsando de él, en consecuencia, los
supuestos de nulidad de pleno derecho, cuya invocación –dice– «ha
de realizarse con motivo de la impugnación del acto administrativo
aprobatorio del deslinde». Es ésta una doctrina claramente errónea,
cuya rectificación no tardará en producirse.
Esta vía contencioso-administrativa específica (que estudiaremos en
el cap. XXV más detenidamente) es alternativa de la vía civil antes
expuesta, sin que ninguna excluya a la otra, como ya indicamos.
III. EL DERECHO A LAS FORMAS PROCEDIMENTALES
El artículo 126 LEF establece que el recurso contencioso-
administrativo podrá interponerse contra la resolución que ponga fin
al expediente de expropiación o a cualquiera de sus piezas separadas
con fundamento «en vicio sustancial de forma o en la violación u
omisión de los preceptos establecidos en la presente Ley». Al atribuir
de manera expresa una acción en protección de las formas y trámites
del procedimiento expropiatorio, la Ley sanciona un derecho
subjetivo de los sujetos de la expropiación, derecho cuya pretensión
se dirige contra la Administración, a la que así se impone, con la
máxima eficacia técnica –la de atribuir un derecho subjetivo con ese
contenido a los interesados–, la observancia rigurosa de tales formas
en el ataque expropiatorio contra el patrimonio de los particulares.
Este derecho subjetivo a las formas procedimentales es de la especie
de los que más atrás (cap. XV) hemos llamado derechos reaccionales,
que garantizan el cumplimiento de los deberes legales de la
Administración en cuanto su infracción afecta al círculo vital (aquí
será normalmente al ámbito patrimonial propio) de un ciudadano,
suponiendo para éste un perjuicio injusto. Hoy, supuesta la
generalización de este tipo de derechos subjetivos a toda la legalidad
administrativa, generalización operada desde la LJ de 1956, como ya
nos consta, y sancionada con la máxima solemnidad por el artículo
381
24.1 de la Constitución, no hubiese sido precisa una especificación
como la que contiene el artículo 126 LEF, pero en el momento en que
ésta se dictó era una precisión necesaria para romper el estrecho
círculo a que el sistema contencioso-administrativo imperante
limitaba la protección jurisdiccional.
Ya hemos notado en el apartado precedente que, así como el concepto
de «vía de hecho» expropiatoria, que habilita técnicas extraordinarias
y reforzadas de protección, exige o una ausencia total de
procedimiento o un cumplimiento aparente o irregularmente grosero
del mismo, la protección que implica el derecho subjetivo de que aquí
tratamos cubre cualquier ilegalidad del procedimiento, esto es,
«cualquier forma de infracción del ordenamiento jurídico», en los
términos comunes del artículo 70.2 LJ. La precisión del artículo 126
LEF de que ha de tratarse de «vicio sustancial de forma» no pretende
sino excluir, como en la teoría común de la validez del acto
administrativo (art. 48.2 LPAC y supra, cap. XI, §§ III y IV), el
supuesto de las simples irregularidades formales no invalidantes.
Conviene hacer una advertencia práctica, y es recordar el riesgo que
puede suponer para los recurrentes la invocación de vicios de forma
con la posibilidad de Sentencias que se limiten a declarar la nulidad
de actuaciones y el reenvío a la Administración para que reconstruya
de nuevo el expediente a partir del momento en que el vicio detectado
se produjo (cuestión tratada en términos generales en el mismo lugar
antes remitido, cap. XI, § III). Cuando este vicio no es sustancial, en
el sentido de que su subsanación no haga cambiar el resultado
práctico de la expropiación o de la valoración del justiprecio, puede
ser preferible no invocar su presencia. En cualquier caso, nos parece
claro que si el vicio se estima la única consecuencia razonable del
mismo no es una simple nulidad de actuaciones, sino una efectiva
devolución al expropiado del bien objeto de la expropiación, con
todas las consecuencias prácticas a ello inherentes; pues, en efecto,
anulado el procedimiento expropiatorio que ha permitido la
apropiación del bien por el beneficiario, tal apropiación queda sin
título alguno y en ese momento se convierte en una simple
detentación de hecho. Entendemos que en ejecución de las Sentencias
anulatorias del procedimiento expropiatorio el Tribunal debe ordenar
la devolución de los bienes indebidamente expropiados.
382
La Ley 17/2012, de 27 de diciembre, ha añadido a la LEF una
disposición adicional que reconoce además al expropiado, en caso de
nulidad del expediente expropiatorio, el derecho a ser indemnizado
por el daño que haya podido sufrir por dicha causa, siempre, claro
está, que acredite la concurrencia de los requisitos que con carácter
general establece el artículo 32.2 LSP.
Finalmente, hemos de decir que el derecho al procedimiento
expropiatorio incluye el derecho a una duración máxima del mismo,
que el artículo 56 LEF tasa en seis meses (más otros seis meses para
el pago del justiprecio una vez fijado: arts. 48 y 57 LEF). Sobre este
tema, que es capital en el orden práctico, hablaremos más tarde con
mayor detalle.
IV. LA INDEMNIZACIÓN EXPROPIATORIA O «JUSTO
PRECIO»
1. EL «JUSTO PRECIO» COMO GARANTÍA
Hasta ahora hemos considerado un régimen de protección de los
administrados que actúa directamente, con fines de acantonar
cuidadosamente el ejercicio de la potestad expropiatoria dentro de los
límites y del procedimiento que el ordenamiento establece para su
ejercicio legítimo.
La garantía patrimonial de los administrados llega, sin embargo, más
allá, y es operante en el supuesto normal de un ejercicio regular y
legítimo de la potestad expropiatoria. El administrado queda sujeto,
como ya hemos dicho, al ejercicio de tal potestad y a su efecto directo
e inmediato, que es el sacrificio singular en que la expropiación
consiste. Pero este sacrificio afecta únicamente a partes específicas de
su patrimonio, no a su integridad económica, la cual queda
compensada con una indemnización pecuniaria que restablece, al
menos en principio, la sustracción de valor en que el sacrificio
expropiatorio se concreta.
El principio de la indemnización como elemento esencial de la
383
expropiación forzosa está establecido en nuestro Derecho, como
prácticamente en todos, por un precepto constitucional (hoy, art.
33.3), reiterado en su sentido específico de garantía por el artículo
124 LEF, y desarrollado por vía general en el capítulo III de su título
II, «De la determinación el justo precio».
Toda expropiación, en el amplio sentido del concepto que ha
establecido el artículo 1.º LEF, implica en nuestro Derecho un deber
de indemnizar; la amplitud de esa fórmula del artículo 1.º, como ya
notamos, se manifiesta con toda eficacia en este plano esencial de la
garantía. Ubi expropriatio ibi indemnitas.
La indemnización es, pues, un elemento esencial de la institución
expropiatoria; si no está presente, estaremos ante otra institución
esencialmente diferente (comisos, confiscaciones, socializaciones
generalizadas, etc.; en otro sentido, limitación de derechos no
indemnizables). A través de este elemento se ha hablado con
reiteración de que la expropiación es una técnica de conversión de
derechos: el bien expropiado se convierte en su valor económico, que
permanece en el patrimonio del expropiado; la pérdida del bien objeto
de la expropiación se compensa, en un balance teórico del patrimonio
del expropiado, con un crédito sobre su justo precio, por el mismo,
idéntico, valor.
Este crédito grava al beneficiario de la expropiación, precisamente, y
no al ente expropiante (art. 5.º, apartado 5.º, REF). La Administración
expropiante debe, no obstante, velar por la observancia estricta de esa
carga, así como por la mensuración exacta de su valor, en los
términos que veremos. Al estudiar en el capítulo precedente el
criterium de la expropiación pudimos conocer el fundamento
dogmático del deber de indemnizar que afecta al beneficiario y a ello
nos remitimos ahora.
2. NATURALEZA DE LA INDEMNIZACIÓN EXPROPIATORIA. EL
PRINCIPIO DEL «PREVIO PAGO»
A. La indemnización como carga legal. El momento de la producción
del efecto expropiatorio. La justificación y las consecuencias de la
384
regla del «previo pago». El carácter constitucional de la regla
La indemnización expropiatoria, según una vieja tradición doctrinal,
sería un efecto del ejercicio de la potestad expropiatoria: la
producción del daño legítimo en que se concreta la expropiación
generaría un crédito de reparación, que sería justamente la
indemnización expropiatoria. Incluso con esta tesis intentó justificarse
en tiempos anteriores una partición de la expropiación forzosa como
institución en dos partes nítidamente separadas: por una parte,
ejercicio de la potestad expropiatoria, regida por el Derecho público;
por otra parte, la consecuencia de dicho ejercicio, regulada por el
Derecho Civil, en concreto por los principios que rigen la obligación
de reparación de daños. Todo el quid de la expropiación consistiría en
autorizar legítimamente la producción del daño (damnum quod iure
fit) y aquí se acabaría su efectividad; la reparación del daño, una vez
producido, sería una consecuencia de Derecho Civil y regulada
conforme a él.
Esta construcción histórica tuvo relevancia en la época
preconstitucional y fue la base de la primitiva regulación del
fenómeno expropiatorio, la que recogen las fuentes del Derecho
común europeo (reflejada en nuestras Partidas, según vimos) y que, a
través de la Ilustración (MONTESQUIEU la expone literalmente en su
L’Esprit des Lois, lib. XXVI, cap. XVI: il ne faut pas régler par les
principes du droit politique les choses qui dépendent des principes du
droit civil) penetra directamente en la teoría del Fisco, que pasa a su
vez, mediante su recepción en el BGB, al Derecho alemán aún
vigente; el acto de poder hacer surgir un crédito contra el Fisco,
personificación del Estado que actúa por los cauces del Derecho
Civil, sometido también a los Tribunales civiles.
Aun sin esta formulación extrema, de disgregar la figura unitaria de la
expropiación en partes y regímenes separados, y admitiendo su
contextura única, integrada en el Derecho público, suele ser más
común, especialmente en las doctrinas alemana e italiana, con algún
seguidor aislado entre nosotros, considerar la indemnización
expropiatoria como una obligación de reparación, como una
«indemnización de Derecho público», que particulariza una
institución de aplicaciones más extensas, todas las reparaciones de
385
daños legítimos.
Entendemos que esta construcción no es de recibo en nuestro
Derecho, que no distingue tanto entre daños legítimos (uno de ellos la
expropiación) e ilegítimos, como entre expropiaciones, por una parte,
y daños que generan responsabilidad civil, por otra. Como ya
expusimos en el capítulo anterior, esta distinción no está montada
sobre la diferencia actuación legítima-actuación ilegítima, sino sobre
el modo de incidencia de la acción administrativa sobre el patrimonio
privado: acción deliberadamente dirigida al despojo, expropiación;
acción, legítima o ilegítima, dirigida a otros objetos principales, pero
que residual y ocasionalmente causa daños a terceros, responsabilidad
civil. Así, pues, entre la indemnización expropiatoria y la
indemnización por responsabilidad civil de la Administración no hay
identidad más que aparente; ni en su causa, por supuesto, puesto que
la causa de la indemnización expropiatoria no es la reparación de un
daño previamente consumado, sino una compensación de
enriquecimiento patrimonial, como ya quedó apuntado en el
precedente capítulo, ni tampoco en su régimen, como vamos a ver a
continuación.
La naturaleza jurídica de la indemnización expropiatoria está ligada a
una nota fundamental que le está reservada dentro de la estructura
institucional de la expropiación desde que ésta fue configurada en su
forma moderna por la Revolución francesa: su carácter preventivo,
que la eleva a presupuesto de legitimidad del ejercicio de la potestad
de expropiar.
«Previa la correspondiente indemnización», dice el artículo 124 LEF.
En aquellos países, que son la mayoría, donde existe como trámite
sustantivo la decisión expropiatoria o de transferencia de propiedad
(en la expropiación de líneas clásicas), el acto no puede producirse sin
que previamente se haya abonado la indemnización. En Derecho
español, salvo en el sistema judicialista instaurado por la Constitución
de 1869, nunca se ha aislado formalmente ese momento, pero el
efecto final expropiatorio, que será la transferencia de propiedad en la
expropiación traslativa, se produce precisamente por el pago seguido
de la ocupación, jugando como títulos formales las actas respectivas
de esas dos operaciones (arts. 53 LEF, 60.2 REF, art. 32.4 del
Reglamento Hipotecario, arts. 24.1 y 25 de las Normas
386
Complementarias al Reglamento Hipotecario sobre inscripción en el
Registro de la Propiedad de Actos de Naturaleza Urbanística –
aprobadas por RD de 4 de julio de 1997– y art. 31 LS). Observando
que la ocupación es simplemente, la traditio en su calidad de modo de
adquirir (art. 609 CC), resultará entonces que el verdadero título, en
sentido propio, de la atribución patrimonial al beneficiario, o del
desapoderamiento del expropiado, cuando esa atribución directa no se
produzca, es precisamente el pago de la indemnización.
Este mecanismo es básico y conduce a calificar la indemnización no
como un efecto o consecuencia derivada de la expropiación
propiamente dicha, sino justamente como lo contrario, como un
presupuesto de legitimidad para el ejercicio de la potestad
expropiatoria. De este modo la relación jurídica trabada entre las
partes de la indemnización (beneficiario y expropiado) no puede
explicarse como relación de deuda –crédito–, ni su contenido referir
un deber de reparación, supuesto que el daño a reparar no ha sido
producido en el momento en que ha de efectuarse el pago que
implicaría (de ser pago de un crédito) la extinción de la relación
obligatoria (art. 1.156 CC). Por eso la naturaleza de la indemnización
expropiatoria no es la de un crédito de resarcimiento, sino la de una
carga que ha de cumplir el beneficiario interesado en llevar a efecto
la expropiación, entendiendo por carga el concepto técnico que
impone la necesidad de adoptar un cierto comportamiento para
obtener un resultado ventajoso, de tal modo que si dicho
comportamiento no se realiza, no se sigue de ello ninguna sanción,
sino la simple consecuencia de resultar imposible la obtención del
resultado ventajoso.
La calificación de la indemnización expropiatoria se adecúa a esta
categoría técnica: es una carga del beneficiario de la expropiación
para poder consumar ésta en su favor. A su vez, desde la perspectiva
del efecto expropiatorio es un presupuesto de su producción
(condictio iuris), presupuesto esencial y de validez y no simple
condición de eficacia, de tal modo que sin él no hay expropiación
sino simple «vía de hecho», como ya sabemos (arts. 349 CC y 125
LEF).
Estas calificaciones se ponen a prueba, no obstante, en los casos que
examinaremos más adelante de expropiaciones urgentes, requisas,
387
ocupaciones temporales y ciertas expropiaciones legislativas.
Parece innecesario precisar que la regla del previo pago está
configurada como una técnica sustancial de garantía de la propiedad
(hoy, de la integridad patrimonial entera, por la mayor extensión del
concepto legal de expropiación que resulta del art. 1.º LEF): «previa
siempre la correspondiente indemnización», dice expresamente el
artículo 349 CC para definir el supuesto tipo de una «vía de hecho»,
el desapoderamiento patrimonial sin previo pago. Políticamente, la
justificación de la regla es clara: se trata de evitar que se produzcan
desapoderamientos patrimoniales con su efecto de empobrecimiento
inmediato y que se remita el resarcimiento de esas situaciones de
empobrecimiento a un futuro indeterminado, espera que impone
siempre onerosidades adicionales a la de la expropiación y que,
además, es muchas veces incompatible con la mera subsistencia física
de los expropiados, que se han visto privados ya de su único medio de
subsistencia. Esta justificación ha reaparecido de manera
especialmente vívida con la burla del principio de previo pago que ha
operado en nuestro Derecho la técnica de las expropiaciones urgentes,
a que luego habremos de referirnos. En términos económicos más
simples aún: posponer la indemnización a un momento posterior a la
privación patrimonial que se hace sufrir al expropiado supone,
obviamente, imponer a éste una aportación anticipada a la economía
del beneficiario, una financiación valorable en términos económicos
claros, un crédito, en una palabra, lo que excede, sin justificación
alguna, de las exigencias de la utilidad pública o el interés social que
determinan la expropiación. Es, pues, la regla del previo pago una
técnica de reducir la expropiación a sus puros e imprescindibles
efectos, librando a los expropiados, que ya sufren la onerosidad de la
expropiación, del abuso de tener que realizar además, en favor del
beneficiario y no de la colectividad, prestaciones adicionales
totalmente injustificadas. Veremos que este principio de prohibición
de la imposición de prestaciones económicas adicionales al
expropiado, que se expresa claramente en la regla del previo pago,
tiene una importancia de primer orden para interpretar determinadas
situaciones patológicas referentes al pago de la indemnización y para
justificar frente a ellas reacciones en justicia.
Desde la perspectiva de las categorías contractuales civiles, podría
decirse que la regla sustancial del previo pago como condictio iuris
388
de la producción del efecto expropiatorio sitúa a la expropiación en
una dogmática analógica a la de los contratos reales, los cuales, como
es sabido, no producen efecto por el mero consentimiento, sino por y
en virtud de la entrega de la cosa –aquí, de la indemnización–.
¿Hay que entender que la nueva redacción del artículo 33.3 de la
Constitución, que ha sustituido la expresión tradicional de «previo
pago» por la de «mediante la correspondiente indemnización», ha
privado de respaldo constitucional a la regla del previo pago tal como
ha quedado expuesta? Así parece haberlo entendido el Tribunal
Constitucional en su sentencia RUMASA II, según la cual «el artículo
33.3 de la Constitución no exige el previo pago de la indemnización y
esto, unido a la garantía de que la expropiación se realice “de
conformidad con los dispuesto por las Leyes”, hace que dicho artículo
consienta tanto las expropiaciones en que la Ley impone el previo
pago de la indemnización como las que no lo exigen, no siendo, por
tanto, inconstitucional la Ley que relega el pago de la indemnización
a la última fase del procedimiento expropiatorio».
Nuevamente aquí el Alto Tribunal ha ido, en nuestra opinión, más
lejos de lo necesario e, incluso, de lo posible. A nuestro juicio, la
regla del previo pago, en los términos expuestos, continúa teniendo
un respaldo constitucional inequívoco y ello por las siguientes
razones:
1.ª La expresión «mediante» equivale a «por medio de», esto es,
utilizando el camino intermedio de la indemnización para llegar al
efecto final de la privación en que la expropiación consiste, de modo
que, aunque con menor expresividad, viene a coincidir en su sentido
literal con el concepto de «previo pago».
2.ª En el propio artículo 33 está claro que lo que la causa de utilidad
pública o interés social determina es la privación de los bienes o
derechos, pero no, en modo alguno, una financiación adicional al
beneficiario de la expropiación consistente en un crédito para abonar
el importe de esa privación en cualquier tiempo; ese crédito
virtualmente ilimitado en que se convertiría la indemnización
expropiatoria si se eliminase su carácter de previa, no está ya
justificado por ninguna causa posible de utilidad pública o interés
social, antes bien parece condenado por razones claras de interés
común, como se ha expuesto.
389
3.ª Si el beneficiario es la Administración y carece de numerario, lo
correcto será que se lo busque previamente, a través del Presupuesto
(como le obligan los arts. 133.4 y 134 de la Constitución), o a través
de un crédito, que deberá precisamente autorizar una Ley (art. 135 de
la Constitución), y en ambos casos con el respaldo de una distribución
general de su costo a través del sistema tributario que afecta por igual
a «todos» los ciudadanos (art. 31.1); pero ninguna cobertura
constitucional tiene intentar suplir esa deficiencia de fondos generales
con la imposición de un crédito forzoso (remisión del pago del
justiprecio a una fecha ulterior a la de la privación y –como en el caso
de nuestro sistema de urgencia, que luego expondremos–
normalmente indeterminada en el tiempo) a las personas singulares de
los expropiados, que ya sufren una carga exorbitante y que no son la
comunidad, sino alguno sólo de sus miembros (y normalmente
tampoco entre los más poderosos), crédito forzoso que en la medida
en que supone una prestación patrimonial obligatoria (y
perfectamente diferenciada de la expropiación, como sabemos)
exigiría ella misma otra Ley específica que la autorizase (art. 31.3) y
una Ley, por supuesto, no discriminatoria (art. 14), como lo sería la
que autorizase a gravar con tal carga exclusivamente a los que
ocasionalmente han de sufrir alguna expropiación. Si el beneficiario
es, como resulta hoy ya común, una empresa privada (una
concesionaria de autopistas, por ejemplo), la cosa es aún más clara,
puesto que ninguna razón puede justificar ni ninguna Ley autorizar
válidamente una carga forzosa contra unos ciudadanos discriminados
en beneficio exclusivo de economías privadas; la Administración
podrá subvencionar eventualmente a esas empresas privadas, si
estima que la actividad que realizan y que les ha hecho merecer el
beneficio legal de la expropiación no es una actividad rentable, pero
esa subvención deberá proceder de fondos públicos, cuya carga se
reparte a todos a través del sistema fiscal, pero en modo alguno
reconociendo a esas empresas el derecho a ser financiadas con
créditos forzosos impuestos a unas cuantas personas singulares, las de
los mismos que ya han de sufrir la expropiación de sus bienes.
4.ª Hay que decir, finalmente, que en términos de ortodoxia
económica elemental (hoy constitucionalizada: principio de
«economía de mercado», art. 38 de la Constitución), esas fórmulas de
privilegiar a la Administración o a las empresas beneficiarias
390
mediante la atribución de cargas adicionales económicas a los
expropiados atentan claramente contra el principio de la transparencia
del mercado y enturbian y obstaculizan el funcionamiento del sistema
económico, al oscurecer los costos de las obras y operaciones que se
realizan mediante expropiación y al repartirlos de una manera
irracional y arbitraria. Lo correcto es que la Administración se
financie con impuestos y que sus empresas o las empresas privadas lo
hagan con los recursos del mercado, en los dos casos operando sobre
costos reales y no tergiversados o falseados. Financiar, aunque sea
sólo parcialmente, las obras públicas o las actividades que se califican
de utilidad pública o de interés social a los fines de la expropiación
mediante créditos forzosos impuestos a los mismos expropiados es
económicamente (no ya sólo jurídicamente) insostenible como
medida operativa, y es una reminiscencia de arbitrismos arcaicos,
cuya repercusión negativa sobre todo el sistema económico y social
no puede en modo alguno desdeñarse.
Institucionalmente, pues, no hay resquicio alguno, sin incurrir en
clara inconstitucionalidad, que pueda justificar un atentado a la regla
del previo pago y que intentase justificarse en la redacción actual del
artículo 33.3 de la Constitución, que ha eliminado esa expresión
tradicional. Hay que decir que los términos utilizados por este
precepto no difieren apenas de los que son comunes en otras
Constituciones europeas. La regla del previo pago se inserta en la
esencia misma de la institución expropiatoria. Sin tal regla, esta
institución sería radicalmente otra.
B. Las correcciones de la regla del «previo pago»
El principio general del mecanismo expropiatorio y el lugar en que
dentro de él se inserta la indemnización quedan explicados.
En cuatro casos, no obstante, como ya advertimos, se pone a prueba
la regla del previo pago: en la expropiación urgente, en las requisas,
en las ocupaciones temporales y en las expropiaciones por vía legal.
De la primera, como es el caso más grave, hablaremos después.
a) Como ya sabemos, las requisas son expropiaciones en estado de
391
necesidad y, como tales, dispensadas del procedimiento ordinario,
que por formal y solemne es lento y no permite atender las
necesidades imperiosas que tratan de atenderse. Pueden ser, requisas
civiles (la situación de necesidad es aquí una calamidad pública o un
grave trastorno del orden: art. 120 LEF), o militares (la situación de
estado de necesidad es la guerra o una movilización total o parcial
que la dé por probable: art. 101 LEF). Pues bien, el sacrificio del bien
inferior por el superior, que es propio de la dogmática del estado de
necesidad, justifica aquí sacrificar el procedimiento expropiatorio
formal y, dentro de él, la regla del previo pago. La Administración se
apodera inmediatamente de los bienes precisos para atender la
apremiante situación de necesidad, por simple coacción directa
frecuentemente (cfr. supra, cap. XIV, § IV, 2), o por el procedimiento
sumario de la entrega de un simple recibo.
Dada la situación de necesidad y por ser imposible el cumplimiento
de la regla del previo pago, éste queda remitido a un momento
posterior al de la efectividad del despojo (arts. 105 y 106 LEF para
requisas militares, 120 para las civiles); la regla ad impossibilia nemo
tenetur, y la dogmática del estado de necesidad, justifican aquí la
quiebra de la regla común e impide hablar de inconstitucionalidad de
la solución.
b) En el caso de las llamadas «ocupaciones temporales» (ocupaciones
transitorias de fundos para realizar estudios, recoger datos o
replantear obras; para establecer estaciones, caminos, instalaciones y
depósitos provisionales por razón de obras públicas en fundos
vecinos; para extraer rocas o tierras: art. 108 LEF) la regulación legal
ha hecho un esfuerzo para imponer estimaciones previas de los
perjuicios que la ocupación ha de causar y exigir su abono previo,
pero, en definitiva, tales estimaciones son sólo eso, esto es, cálculos
abstractos y han de ceder a la realidad de los perjuicios y a su
extensión una vez consumados, lo que no es posible liquidar sino a
posteriori, una vez cesada la ocupación (cfr. arts. 114, 115, etc., LEF
y correlativos de REF). De nuevo, la naturaleza de las cosas impide
una imposición rigurosa de la regla del previo pago.
c) Las expropiaciones impuestas legislativamente han sido ya
estudiadas en el capítulo precedente (§ II, 2) y ha sido usual que en
ellas, prevaliéndose de la singularidad de la regulación legal que las
392
impone, se disponga la ocupación inmediata de los bienes,
remitiéndose a un momento posterior la fijación y pago de la
indemnización; así se ha hecho, por ejemplo, en el caso de la
nacionalización de la Banca Oficial (Ley de 14 de abril de 1962,
disposiciones finales 1.ª y 2.ª), de los ferrocarriles de vía ancha, con
los que se constituyó la RENFE (Ley de 24 de enero de 1941, bases 2
y 3) y, últimamente, en la expropiación del grupo RUMASA (Real
Decreto-Ley 2/1983, de 23 de febrero, y Ley 7/1983, de 29 de junio).
En los dos primeros casos la inexistencia de una Constitución
propiamente dicha y de un sistema de control de constitucionalidad
hacía obligada la aceptación pura y simple del régimen peculiar
impuesto por las propias Leyes singulares de expropiación. En el caso
de la expropiación del grupo RUMASA, vigente ya la Constitución,
la omisión de la regla del previo pago podría encontrar
excepcionalmente justificación en la singularidad misma de la causa
expropriandi, a la que en ese caso era de esencia la inmediata toma
del control del grupo de empresas por la Administración para
asegurar «la defensa de la estabilidad del sistema financiero»,
gravemente amenazadas, según el Decreto-Ley, por la situación del
grupo. Se trataba, en definitiva, de un supuesto técnico de urgencia,
que, en la medida y con los límites que más adelante veremos
permitía –y permite– explicar la inversión de la regla previo pago-
ocupación posterior en casos excepcionales sin necesidad, por lo
tanto, de eliminar la regla misma. Fuera de esta hipótesis de urgencia,
y con la reserva sobre el caso particular de las operaciones
socializadoras de que inmediatamente trataremos, en cuya idea está,
sin duda, el origen de la redacción del artículo 33.3 de la Constitución
(«mediante la correspondiente indemnización»), entendemos, pues,
que la regla del previo pago sigue teniendo el valor de un principio
institucional que la Constitución no ha desmentido.
Hemos hecho la posible reserva de las medidas de socialización o
nacionalización dispuestas por Ley, medidas entendidas como
operaciones globales de reforma social o económica, por ejemplo,
una reforma agraria, un cambio en la propiedad de los medios de
producción referida a sectores concretos, una socialización del suelo
urbano. Hay razones para suponer, aunque no estén recogidas en las
actas de los debates constitucionales, que fue esa hipótesis singular (y
no la de la expropiación ordinaria) la considerada por los grupos
393
políticos que propugnaron, y consiguieron, sustituir en el texto del
artículo 33.3 la expresión clásica «previo pago» por la aparentemente
más inespecífica de «mediante la correspondiente indemnización». Se
trataría, según eso, de abrir una puerta para que este género de
operaciones no se encontrase con el obstáculo que supondría para su
efectividad la necesidad del abono previo de justiprecio a millares de
interesados y con la dificultad de una financiación importante. Hay
que decir que en los países que han conocido socializaciones de ese
carácter (por ejemplo, Inglaterra y Francia en la última posguerra,
Portugal tras su Revolución de abril) ha sido común, en efecto, la
remisión del pago de las indemnizaciones a un momento posterior al
de las apropiaciones, y aun a veces posterior en bastantes años,
mediante el pago con títulos de deuda de amortización aplazada.
¿Qué concluir sobre la posibilidad de operaciones de este carácter
bajo el régimen de la Constitución de 1978?
Por de pronto, hay que notar que este tipo de medidas son con
frecuencia el fruto de operaciones políticas revolucionarias o de
ruptura constitucional, por ejemplo, las cumplidas con ocasión de la
descolonización, o para eliminar en casos extremos oligarquías
gravemente abusivas, o, en fin, para instaurar un régimen comunista
(aunque aquí el caso es diverso, como veremos). Dentro de un
sistema constitucional establecido, cuando además ese sistema es
democrático y pluralista, las medidas nacionalizadoras han dejado de
ser en muy buena medida opciones económicas reales, salvo casos
excepcionales. La razón no es tanto dogmática (aunque fuerza es
reconocer que ha disminuido decisivamente en las sociedades
actuales la fe en la empresa pública, tanto como fórmula de reforma
social como en cuanto mecanismo eficaz de gestión económica, como
lo prueba el proceso generalizado de reprivatizaciones) como
pragmática, porque hoy se es consciente de que, sin necesidad de
onerosos traspasos de propiedad y sin sus visibles inconvenientes, no
resulta difícil asegurar al Estado una dirección efectiva de la
economía o de cualquiera de sus sectores (recuérdense todas las
técnicas expuestas en el cap. XVII, supra). Por ello las operaciones
nacionalizadoras en los países occidentales suelen ser más frecuentes
hoy como salvamento de sectores en crisis que como medidas
políticas activas de reforma social o económica.
Ello no impide, naturalmente, que esta última posibilidad se presente
394
en circunstancias concretas. En sí misma, una operación socializadora
de ese carácter no sólo no será contraria a la Constitución, antes bien
ésta se ha cuidado de legitimarla, aunque también de limitarla a
supuestos concretos («recursos o servicios esenciales, especialmente
en caso de monopolio»), en los términos del artículo 128.2. El
problema que ahora nos ocupa es el de precisar si este tipo de
operaciones puede o no exceptuar la regla del previo pago.
Conviene precisar que entre una medida socializadora y una
expropiación ordinaria hay diferencias institucionales significativas:
la Ley Fundamental de Bonn dedica a una y otra figura preceptos
distintos, artículos 15 y 14, respectivamente; en cierto modo, también
nuestra Constitución, artículos 128.2 y 33.3. La diferencia más visible
es ésta: en la expropiación se trata normalmente de operaciones
concretas, lo que expresa en el concepto legal de «privación singular»
(art. 1.º LEF), estudiado en el capítulo XIX; es, en cierto modo, una
ruptura o excepción del sistema de bienes que adviene
ocasionalmente a ciertos ciudadanos entre todos, no una
reorganización o redistribución general de ese sistema de bienes,
como sería lo propio de una operación socializadora. En ésta está
presente una intención global de reforma social o económica general
más o menos extensa. Este carácter general de la medida la sitúa de
alguna manera a medio camino entre la expropiación estricta y la
regulación o delimitación general de derechos, que vimos que se
contraponía a aquélla. Es ésta la razón técnica de que una
socialización generalizada, como la que ha sido común al instaurar
los regímenes comunistas, no tenga el carácter de una expropiación,
sino el de un cambio general de regulación de la propiedad, lo que es
en esencia algo diferente. Ahora bien, nuestra Constitución no
permite una medida socializadora general; los artículos 33, 38 y 128.2
la excluyen. Por ello, toda medida socializadora tendrá que ser
parcial, legitimada en las justificaciones materiales que precisa el
artículo 128.2, lo que implicará su instrumentación a través de
medidas expropiatorias, en el sentido del artículo 33.3. Ello no
obstante, es lo cierto que persiste una especialidad de la medida, en
virtud de esa intención y carácter generales que le dan todo su
sentido. Sobre esta especialidad será posible intentar justificar alguna
particularidad de régimen respecto de las expropiaciones ordinarias.
Una de esas eventuales particularidades podrá ser una matización de
395
la regla del previo pago. Dado el respaldo constitucional de esta regla,
que ya conocemos, no creemos que se abra una posibilidad ilimitada
de excepcionarla en su totalidad, pura y simplemente; habrá que
justificar, más bien, en las circunstancias concretas que estén
presentes, posibles inflexiones concretas de la regla común. La
urgencia puede ser una de ellas, en los términos que inmediatamente
veremos. Las condiciones económicas generales y de la operación
socializadora en relación con ella podrán eventualmente proporcionar
alguna otra de esas justificaciones. Es difícil operar sobre hipótesis
abstractas y habrá que estar a supuestos concretos, pero entendemos
que sólo en esos términos o análogos será posible alguna
particularidad de régimen en relación con el principio general de
previo pago.
En los tres casos excepcionales estudiados (requisas, ocupaciones
temporales, socializaciones, éstas, además, hipotéticamente) la
indemnización expropiatoria pierde su carácter de condictio iuris de
la expropiación del presupuesto del efecto final expropiatorio, y pasa
a ser, en mayor o menor medida, una verdadera deuda de reparación.
Para su cálculo, es importante notarlo desde ahora, habrá de tenerse
en cuenta tanto el valor objetivo del perjuicio en que la expropiación
se ha concretado, como el del crédito que esta mecánica impone
prestar adicionalmente al expropiado de manera forzosa en favor del
beneficiario.
3. EN PARTICULAR, LA EXPROPIACIÓN URGENTE
A. El sistema legal y su naturaleza
El caso más grave de una excepción frontal al principio del previo
pago es en nuestro Derecho el de las expropiaciones urgentes.
a. El régimen positivo
Con algún precedente parcial, que ha estudiado PARADA, la Ley de 7
396
de octubre de 1939 estableció en nuestro Derecho el sistema de la
expropiación urgente invocando las necesidades de la reconstrucción
nacional ante los daños generalizados causados por la guerra civil. El
sistema, que se extendió rápidamente a todas las expropiaciones,
motivadas o no en la reconstrucción de daños bélicos, por la enorme
facilidad que supone para la Administración, jugó como un disolvente
de la antigua Ley de Expropiación de 1879, lo que, a su vez,
determinó la reforma legislativa de 1954, según declara la Exposición
de Motivos de la LEF. Incomprensiblemente, ésta (por imposición del
Gobierno y contra el criterio de la Comisión redactora) mantuvo la
misma institución, que intentó, no obstante, circunscribir y limitar,
con algunos retoques que la mejoraron muy levemente. También esta
intención limitadora ha fracasado completamente y la generalización
asombrosa de la técnica de la expropiación urgente tras 1954 ha
puesto en cuestión, como antes la Ley de 1879, el sistema entero de la
LEF, haciendo ya inexcusable una nueva reforma legal, dada la
incidencia del problema sobre uno de los puntos vitales de la
institución y sobre su básico contenido de justicia.
La expropiación urgente está regulada, como una simple
particularidad del sistema de pago de la indemnización expropiatoria
por el artículo 52 de la LEF. Según el precepto, «excepcionalmente»
el Consejo de Ministros puede declarar urgente la ocupación de los
bienes afectados por la expropiación motivada por «una obra o
finalidad determinada». Esta declaración de urgencia (para producir
la cual el art. 56 REF impone una información pública previa para oír
«a los afectados por la expropiación de que se trate»: vid. Sentencias
de 29 de octubre de 2002, 18 de marzo de 2005 y 10 de noviembre de
2009) produce consecuencias espectaculares. Por una parte, se
entiende cumplido el trámite de necesidad de la ocupación de los
bienes «según el proyecto y replanteo aprobados y los reformados
posteriormente» y «dará derecho a su ocupación inmediata» (regla 1.ª
del art. 52), esto es, antes de haberse fijado y pagado el justo precio o
indemnización expropiatoria, fase del procedimiento que queda
desplazada a un momento posterior a la ocupación (regla 7.ª), si bien
se indica que con preferencia en el trámite «para su rápida
resolución».
Ello no obstante, la ocupación inmediata del bien expropiado, anterior
a la fijación y pago del justiprecio, no puede hacerse sin realizar
397
ciertos trámites, que en resumen son: Primero: levantamiento de un
acta previa a la ocupación, a la que concurren los interesados, citados
personalmente y por edictos en periódicos oficiales y diarios, acta en
la que se ha de describir el bien expropiable e incluirse las
manifestaciones y datos que aporten todos los comparecientes,
especialmente los relativos al valor de los perjuicios derivados de la
rápida ocupación. Segundo: formulación por la Administración y
ulterior depósito en la Caja General de Depósitos (aunque el art. 58
REF faculta al expropiado para cobrarlo directamente) de las «hojas
de depósito previo a la expropiación», sobre la base de una
capitalización al interés legal de los líquidos imponibles que en la
valoración fiscal correspondan a los bienes a expropiar; si el depósito
se practica, devenga el interés legal; a la vez que esta cifra de
depósito, la Administración fija las cifras de la indemnización por los
perjuicios derivados de la rápida ocupación, si bien la eventual
discrepancia de los afectados apodera al Jurado Provincial de
Expropiación para valorar esta partida a la vez que el justiprecio.
Tercero: efectuado el depósito (o pago) de esa cifra abstracta y
abonados los perjuicios de la rápida ocupación, la Administración, en
el plazo de quince días, procederá a la ocupación del bien expropiado.
Como se habrá notado, a la cifra abstracta del «depósito previo a la
ocupación» se la hace jugar el papel de indemnización expropiatoria
para cumplir con ella la regla de «previo pago», pero se trata de un
mero remedo; la indemnización expropiatoria no es ésta,
evidentemente, sino la que posteriormente a la ocupación ha de fijarse
y pagarse según el régimen ordinario (regla 7.ª del art. 52), y, por otra
parte, en el plano cuantitativo, esas capitalizaciones de los líquidos
imponibles suelen arrojar cifras muy inferiores a los justiprecios
reales, cifras apenas simbólicas y desprovistas de valor sustitutivo
alguno del bien de que la ocupación priva al expropiado. De hecho,
pues, éste se ve desposeído de su bien y debe de esperar a un
momento posterior –veremos que, en la realidad, indeterminado– para
percibir la indemnización expropiatoria que ha de compensarle del
despojo.
b. La naturaleza de la figura
398
¿Cuál es la naturaleza de la expropiación urgente? Cabe admitir en
teoría general un supuesto excepcional que legitime una excepción a
las reglas comunes del procedimiento; en Derecho Administrativo
ello ocurre sólo en las situaciones de estado de necesidad, que ya
hemos visto que precisamente en el ámbito expropiatorio hace surgir
la figura de las requisas. La urgencia como tal no suele determinar
más que una reducción de plazos (así arts. 50 LPC, 119 LCSP, etc.),
una abreviación sumaria del procedimiento, no una eliminación del
mismo. Por otra parte, la regla del previo pago en la expropiación no
es, como ya sabemos, una simple regla de procedimiento, sino un
principio sustancial de garantía, y como tal deducible de la
Constitución misma. Ello, no obstante, sigue siendo imaginable la
hipótesis de una situación de excepción capaz de justificar
ocupaciones inmediatas de bienes para evitar perjuicios graves al
funcionamiento de la cosa pública, o a las necesidades sustanciales a
que ésta atiende. En tal hipótesis, si no fuese suficiente una simple
reducción de los plazos (observamos que la Exposición de Motivos de
la LEF afirma que la «duración máxima» de los trámites del
justiprecio en el procedimiento ordinario es de cincuenta y ocho días;
rara será la expropiación urgente en que la ocupación anticipada se
realice antes de ese plazo), puede admitirse, en teoría, la puesta en
marcha en una requisa inmediata e informal; pero esa requisa, como
es normal en todo supuesto de coacción directa (recuérdese lo que
sobre el particular hicimos notar en el cap. XIV, § IV, 2), no tiene
más efecto que el inmediato, de modo que «actúa normalmente a
título provisional y cesa una vez que las circunstancias que la
legitimen desaparecen». De este modo cabe hablar de una «requisa de
uso» inmediato, como hacen los autores italianos, forzados, por
cierto, por peculiaridades de su legislación, pero requisa temporal,
caducable en el tiempo, que sólo si es suplida o sustituida por el
procedimiento expropiatorio ordinario puede convertirse en una
expropiación verdadera, aunque juegue normalmente como un paso
previo para llegar a ella.
La regulación de nuestro Derecho no resulta ser ésa. Hay base para
sostener que la transferencia de propiedad (en el supuesto normal de
expropiaciones traslativas) se consuma en el momento de la
ocupación urgente, sin que quede pendiente del pago final del justo
precio (aunque el art. 60 REF ordene suspender la inscripción en el
Registro hasta ese momento, y así lo recoja el Reglamento
399
Hipotecario, art. 32.4). Así lo ha sostenido el Consejo de Estado en
Dictamen de 9 de julio de 1959 y también GARCÍA-TREVIJANO y
PARADA. En el mismo sentido se ha pronunciado también la
jurisprudencia: Sentencia de 1 de junio de 1987. Simplemente, se ha
invertido la regla del previo pago del justo precio, el cual, como
vimos que ocurría también en otros supuestos, pasa a convertirse en
una deuda de reparación de un perjuicio causado previamente,
perjuicio que incluye tanto el valor del bien como el importe de los
daños de la ocupación previa, en su valor real, sin limitaciones (lo que
permite incluir la pérdida de los frutos del bien ocupado anteriores al
pago final), más los intereses de demora desde la ocupación (art. 56,
regla 8.ª).
B. La desnaturalización del sistema
Una exposición neutra de la regulación legal de la expropiación
urgente que no tuviese en cuenta cómo el sistema es realmente
aplicado y vivido, sería totalmente falaz. Pues ocurre que bajo el
sistema regulado en la LEF se ha establecido una aplicación del
mismo que ha terminado por desnaturalizar completamente dicho
sistema, poniendo con ello en grave crisis toda la regulación legal de
la expropiación, como ya advertimos.
En efecto, tal desnaturalización es patente, puesto que:
– Las declaraciones de urgencia no se producen de hecho en base a
urgencias reales y constatadas, que puedan eventualmente justificar
una excepción al sistema general del previo pago, sino buscando
directamente una simple elusión de este sistema, sin más, elusión que
ha concluido por hacerse general, como veremos;
– hasta tal punto lo anterior es cierto, que las declaraciones de
urgencia preceden normalmente en años a su aplicación específica a
expropiaciones determinadas;
– las declaraciones de urgencia no se refieren, como pide la Ley, a
«una obra o finalidad determinada», sino a fines u obras
genéricamente aludidas e, incluso, a todas las obras y servicios
400
públicos, en bloque, nada menos;
– las declaraciones de urgencia no se producen respecto de obras con
«proyecto y replanteo aprobados», como también pide la Ley, sino
para obras y finalidades que carecen de todo proyecto y aun antes de
haber sido siquiera imaginadas;
– tampoco las declaraciones de urgencia se hacen con motivación
(que, naturalmente, ha de ser específica para justificar la excepción en
el caso concreto, y no genérica, que nada justifica) y con la mención
expresa de los bienes afectados, como exige el artículo 56 REF;
– las determinaciones y pago de los justiprecios de los bienes
ocupados por el procedimiento de urgencia no son objeto, en modo
alguno, de preferencia en el trámite y de «rápida resolución», como
también la Ley impone, sino precisamente todo lo contrario: tras de la
ocupación, la urgencia parece desaparecer como por ensalmo y los
expedientes de los justiprecios tardan años y años en concluirse y
abonarse;
– no se ha incluido tradicionalmente en los justiprecios de las fincas
ocupadas por urgencia ninguna partida por los frutos dejados de
percibir durante los largos períodos de ocupación previa, partida que
la jurisprudencia concluyó por afirmar que quedaba comprendida en
el interés de demora, que como tal es perfectamente usual para quien
no se ve privado anticipadamente de sus bienes (Ss. de 4 de diciembre
de 1964, 7 y 19 de mayo de 1967, 6 de mayo de 1968, etc.). La
jurisprudencia más reciente acepta, sin embargo, la percepción de
intereses por la demora en la ocupación cuando transcurran seis
meses desde que se inició el expediente expropiatorio, mediante la
declaración de urgencia, sin que dicha ocupación haya tenido lugar,
intereses que, una vez que ésta se produzca, enlazan con los que prevé
el artículo 52.8.ª LEF.
Como puede verse, la institución de la expropiación urgente no ha
tenido demasiada suerte en su aplicación práctica. Iniciada en 1939
bajo el imperio de la Ley contencioso-administrativa SANTAMARÍA DE
PAREDES, fue inevitable que el Tribunal Supremo se inhibiese de
enjuiciar las declaraciones de urgencia por el argumento de su
discrecionalidad (Ss. de 31 de diciembre de 1941, 24 de mayo de
1953, 6 de noviembre de 1958). Cuando la LJ de 1956 rectificó la
401
inmunidad jurisdiccional de la discrecionalidad (debiendo, además,
notarse que no puede haber discrecionalidad en la estimación de la
urgencia, que es la típica aplicación de un concepto jurídico
indeterminado), el artículo 56.2 REF, evidentemente ilegal en este
punto, y además sin rango suficiente para excluir la vía jurisdiccional,
mientras rigió el apartado f) del artículo 40 LJ, según su
interpretación pacífica (y más aún hoy, en que la Constitución impide
la exclusión por la Ley de la tutela judicial, art. 24), declaró
improcedente cualquier recurso contra dichos acuerdos. La
jurisprudencia ha seguido rehuyendo un control sustantivo sobre las
declaraciones de urgencia, ordinariamente invocando el artículo 22
LEF, por la equiparación del acuerdo declaratorio de la urgencia con
el de necesidad de la ocupación, del que es notorio que excede
sustancialmente, aunque, últimamente, es visible una enérgica
reacción frente a esta actitud tradicional y se admiten ya, incluso con
normalidad, los recursos contra los Decretos declaratorios de la
urgencia (Ss. de 27 de mayo de 1986 y 29 de diciembre de 1987;
Sentencias posteriores no sólo admiten el recurso, sino que lo
estiman: Sentencias de 30 de septiembre y 3 de diciembre de 1992, 19
de septiembre de 1994). Hasta fechas recientes la Administración se
ha encontrado prácticamente sola en esta delicada materia y, por un
proceso de audacia fácilmente explicable, concluyó por generalizar el
procedimiento de urgencia, haciéndolo normal y desplazando la regla
del previo pago.
La cuestión comienza con la práctica de las declaraciones genéricas
de urgencia, por sectores de actividad, o clases de obras, o sujetos
beneficiarios: por ejemplo, todas las obras ferroviarias (Decreto de 12
de noviembre de 1959), o todas las obras comprendidas en el Tratado
con [Link]. (Decreto de 23 de febrero de 1955), o las necesarias para
los asentamientos clandestinos de Madrid (Decreto de 23 de agosto de
1957), o todas las expropiaciones agrarias (arts. 59, 113.3, 126.2, 248
de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario), o todas las
expropiaciones de autopistas en régimen de concesión (art. 16.4 de la
Ley de Autopistas de 10 de mayo de 1972), o todas las
expropiaciones urbanísticas (art. 138 LS de 1976), o todas las
determinadas por las declaraciones de industrias de interés preferente
o de preferente localización industrial (art. 7.º de la Ley de 2 de
diciembre de 1963), o la totalidad de las expropiaciones para
instalaciones eléctricas aunque los beneficiarios sean normalmente
402
empresas privadas (art. 54 de la Ley del Sector Eléctrico de 27 de
noviembre de 1997), etc.
Pero no bastaba con esa desmesurada extensión genérica de la
urgencia; el paso final lo dio la legislación del Plan de Desarrollo,
desde la del primer Plan (1963) a la del último, el III (1972), que vino
reiterando que se beneficiaban de la mágica calificación de urgentes
nada menos que todas las expropiaciones necesarias para realizar el
Programa de Inversiones Públicas [art. 42. b), de la Ley de 15 de
junio de 1972], lo que de facto supuso la conversión en urgentes de
todas las expropiaciones, ya que aquel Programa compendiaba la
totalidad de la acción de la Administración, en todas sus esferas,
durante el cuatrienio del Plan.
Para la valoración de este proceso bastará hacer dos observaciones.
Primera: una generalización de un concepto excepcional
(«excepcionalmente», comienza el texto el art. 52 LEF) destruye
dicho concepto; más simplemente aún: si toda expropiación es
urgente, ninguna merece tal calificación excepcional; obviamente, se
confunde la diligencia o deber de buena administración (art. 103.1 de
la Constitución) con un régimen de excepción que pueda justificar el
sacrificio de las garantías ordinarias del Derecho Administrativo (no
ya del Derecho Civil; las garantías, pues, que debe la Administración
como tal organización diligente). Segunda observación: tratándose de
una eliminación prácticamente general de la regla del previo pago,
que goza de un respaldo constitucional, como sabemos, parece claro
que esa legislación, en bloque, está incursa hoy en
inconstitucionalidad flagrante. Es particularmente lamentable por ello
que el Tribunal Constitucional haya aceptado con tanta naturalidad en
el curso de su argumentación en RUMASA II el fenómeno de las
expropiaciones llamadas urgentes y lo haya sancionado en cierto
modo cuando en absoluto lo exigía la solución del singularísimo
supuesto objeto de dicha Sentencia.
Esta singularísima y asombrosa evolución, cumplida pacíficamente,
que ha concluido por dar la vuelta a toda la regulación de la
expropiación forzosa, ha tenido una justificación simple: la
expropiación forzosa ha pasado de ser una institución que impone una
concreta y circunscrita carga a los administrados, a ser un sistema de
imponerles, adicionalmente, la carga de financiar las obras públicas, y
403
aún una serie importante de obras privadas –las realizadas por los
beneficiarios privados de la expropiación con calificación de
urgentes–.
En efecto, la generalización del sistema de la urgencia supone que la
Administración, y los beneficiarios privados que han logrado esta
formidable calificación, no han de pagar los inmuebles, bienes y
derechos necesarios para sus obras y servicios; la Ley les faculta para
tomarlos sin más de sus dueños, previo abono de una cantidad apenas
simbólica, la expresada en las «hojas de depósito»; el pago de esta
apropiación se realiza en un futuro indeterminado, prácticamente
cuando el beneficiario quiera, porque los instrumentos para forzar una
mínima diligencia, no ya la prioridad de despacho que ingenuamente
proclama la LEF, son ineficaces. Se asigna, pues, a los expropiados (a
muchos de los cuales se les ha privado de todo o de su principal
medio de subsistencia, condenándolos, pues, a la miseria pura y
simple) un verdadero «empréstito forzoso»; ellos han de aportar, en
efecto, sus bienes a las obras públicas o privadas por un pago ulterior
separado largamente en el tiempo; y este empréstito forzoso es
suculento para el beneficiario, puesto que además de ser virtualmente
indeterminado en su reembolso o liquidación, devenga un interés que
ha sido normalmente inferior al habitual en el mercado financiero.
C. La necesaria corrección del sistema
El resultado final a que ha llegado la implicación de la técnica de la
expropiación urgente en nuestro Derecho impone una corrección
radical, exigida en cualquier caso por la flagrante desnaturalización
que con ella se ha hecho patente de toda la institución expropiatoria.
La expropiación forzosa no es, en efecto, ni puede ser
razonablemente, una técnica de imponer una financiación forzosa a
las obras públicas (y menos aún a las privadas) a las ocasionales
personas, ordinariamente no las de mayor capacidad económica, que
resultan ser los propietarios de los bienes que la utilidad o el interés
públicos exigen expropiar. La expropiación es una técnica de privar
de sus bienes o derechos a sus titulares para afectar tales bienes o
derechos a una función de utilidad o interés público que así lo
impone, pero no es un sistema de escoger financiadores forzosos a las
404
obras. Por ello, la expropiación ni es ni puede ser un título válido para
esto último.
Es verdad que la corrección del sistema, por la gravedad de su
degradación, exige una rectificación legal, pero en tanto ésta se
produce hay que afirmar que en la labor aplicativa puede y debe
llegarse mucho más allá de lo hasta ahora logrado.
Por de pronto, está claro que toda declaración genérica de urgencia
realizada por simple Decreto es claramente nula, por contraria al
artículo 52 LEF y a su desarrollo en el artículo 56 REF. Esto es obvio,
y no merece la pena insistir en su demostración, antes ya apuntada; el
argumento alguna vez utilizado por el Tribunal Supremo para negar
esa consecuencia, de que los Decretos de calificación son aplicables
en tanto no se anulen, no es de recibo, claramente (Ss. de 18 de enero,
1 de febrero y 18 de noviembre de 1963). Cuando la declaración
genérica se encuentra en una Ley, como es hoy común, no podrá
decirse, evidentemente, que le afecta la misma nulidad, pero sí que
por sí sola tal declaración es insuficiente para poder pasar a la
ocupación inmediata, en tanto no se cumplan los requisitos de los
artículos 52 LEF y 56 REF, que exigen inexcusablemente una
individualización del proyecto, una «obra determinada», una mención
expresa de los bienes afectados, una motivación específica, todo ello
por acuerdo del Consejo de Ministros, que no puede suplir ninguna
autoridad inferior (art. 12.1 LPC), que es lo que siempre ocurre en la
aplicación de las declaraciones genéricas hechas por Ley. La Ley
especial que formula la declaración genérica podrá, efectivamente,
derogar el artículo 52 LEF, pero es el caso que ninguna lo ha hecho
de manera formal y que, por tanto, para su aplicación necesita contar
con las exigencias de éste.
En segundo lugar, y respecto de las declaraciones de urgencia
(genéricas o específicas) hechas por Decreto, hay que decir que nada
justifica su inmunidad frente al Tribunal; ya notamos que no hay aquí
discrecionalidad alguna –y aunque la hubiera–, pero sí hay una
exigencia de motivación específica (art. 46 REF), cuya realidad debe
enjuiciar abiertamente el Tribunal, y por cierto que con un criterio
restrictivo por hacer excepción (art. 52 LEF) a la regla constitucional
del previo pago. En este sentido es categórica la Sentencia de 29 de
diciembre de 1987, que ha subrayado enérgicamente el carácter
405
excepcional del procedimiento de urgencia, de lo cual resulta «la
exigencia de que se den, necesariamente, los requisitos constitutivos
del mismo para su aplicación y sus presupuestos sean de aplicación
estricta, no susceptible de interpretaciones analógicas o extensivas,
pues la necesidad de ocupación y su urgencia e inmediación, han de
encontrarse plenamente justificadas en razón de las circunstancias
concurrentes».
La jurisprudencia posterior insiste ya sistemáticamente en la
necesidad de justificar suficientemente la concurrencia de
circunstancias de naturaleza excepcional «en relación con una obra o
finalidad determinada» (Sentencia de 11 de octubre de 2006),
subrayando con énfasis que el de urgencia no es en absoluto un
concepto que pueda otorgar a la Administración facultades
discrecionales (vid., entre otras, las Sentencias de 14 de noviembre de
2000, 12 de marzo de 2002 y 14 de febrero de 2005).
En tercer lugar, que el hecho de que con la declaración de urgencia se
entienda cumplido el trámite de declaración de necesidad de la
ocupación de los bienes que hayan de ser expropiados según el
proyecto y el replanteo aprobados no significa que los interesados
tengan que verse privados de los derechos que con carácter general
les reconocen los artículos 18 y 19 LEF de formular alegaciones
acerca de la privación que se les pretende imponer. El artículo 52
LEF no hace referencia ciertamente, al trámite de información pública
que hace posible el debate al respecto, pero sí lo exige el artículo 56
del Reglamento, según el cual el acuerdo por el que se declare la
urgente ocupación debe contener también «referencia expresa a los
bienes a que la ocupación afecta o al proyecto de obras en que se
determina, así como al resultado de la información pública a la que
por imposición legal o, en su defecto, por plazo de quince días, se
haya oído a los afectados por la expropiación de que se trate».
Apoyándose en este precepto la jurisprudencia más reciente viene
afirmando con particular énfasis que el trámite de información
pública es también inexcusable en la expropiación urgente, que la
información ha de ser plena sin que pueda limitarse a la simple
denuncia de errores en la relación de bienes y derechos, que no puede
sustituirse por el trámite de información pública previsto en las
normas sectoriales que tiene un objeto distinto y que el hecho de que
406
no pueda practicarse con carácter previo no le priva de valor, ya que
permite en todo caso a los interesados formular las alegaciones que
consideran precedentes y la valoración de las mismas por la
Administración. La Sentencia de 19 de noviembre de 2018 contiene
una explicación muy completa y muy precisa de esta importante
rectificación.
En cuarto lugar, hay que afirmar rotundamente que reconocer la
eficacia indeterminada en el tiempo, prácticamente perpetua, de las
declaraciones de urgencia contradice flagrantemente este concepto,
que no puede ser un «sésamo» mágico capaz de romper las
estructuras legales sin más que invocarlo, sino un régimen preciso,
justificado en circunstancias específicas y concretas (art. 56 REF),
que, además, son excepcionales. Un Decreto de competencia de 21 de
noviembre de 1968 así lo ha declarado, y parece difícilmente
criticable:
«La mera consideración del lapso de tiempo de cerca de veinte años que
media entre ambos actos es incompatible con cualquier criterio que se
pueda sustentar sobre la urgencia de un procedimiento».
Las Sentencias de 25 de septiembre y 19 de julio de 1985 dejan sin
efecto la declaración de urgencia cuando ha transcurrido un tiempo
excesivo desde la misma, doctrina muy importante.
En quinto lugar, también tiene importancia destacar que el
ordenamiento impone reaccionar eficazmente contra las ocupaciones
legitimadas en la urgencia que se prolongan indefinidamente sin
desembocar en la fijación y pago definitivos del justiprecio. Es
verdad que la Ley, y es uno de sus muchos defectos, no señala un
plazo de caducidad automática de estas ocupaciones, pero puede
concluirse que si transcurre el plazo de seis meses, que es el máximo
que la Ley (art. 56) admite para concluir el expediente del justiprecio
desde que se inició la expropiación, sin que esa fijación se haya
concluido, y mucho más si ni siquiera se ha iniciado tras la
ocupación, como es absolutamente común, entonces, claramente, la
ocupación es abusiva, en los términos precisos que al concepto de
abuso de derecho ha dado el artículo 7.º CC, y nada puede justificar
su mantenimiento. Bajo la cobertura de un régimen de excepción, el
beneficiario del mismo está buscando ventajas económicas que la Ley
no autoriza, imponer el famoso «empréstito forzoso» a plazo
407
indeterminado, cuando la Ley ordena la preferente y rápida resolución
de los justiprecios de fincas ocupadas. La actitud dolosa que eso
entraña y la gravedad del trastorno legal que supone, no admite otra
solución que la devolución de la cosa, que debería hacerse factible
por simple vía interdictal, como verdadera «vía de hecho» que el
supuesto esconde. La Sentencia de 19 de julio de 1985, muy
acertadamente, ha entendido en un caso en el que habían transcurrido
cuatro años desde que se levantó el acta previa a la ocupación y se
constituyó el depósito sin que se hubiera procedido a la ocupación
definitiva que el procedimiento realmente seguido había sido el
ordinario y no el de urgencia, por lo que la Administración no podía
ya ocupar la finca sin el previo pago del justiprecio fijado.
Para poner coto a este abuso la nueva redacción dada al artículo 52
LEF por la Ley 11/1996, de 27 de diciembre, exige ahora que «en el
expediente que se eleve al Consejo de Ministros deberá figurar,
necesariamente, la oportuna retención del crédito, con cargo al
ejercicio en que se prevea la conclusión del expediente expropiatorio
y la realización efectiva del pago, por el importe a que ascendería el
justiprecio calculado en virtud de las reglas previstas para su
determinación en esta Ley». La eficacia de esta bienintencionada
exigencia es, sin embargo, muy limitada porque, si se cuenta con la
benevolencia del Consejo de Ministros (o del Consejo de Gobierno de
la Comunidad Autónoma correspondiente), basta tasar por lo bajo los
bienes para eludirla.
Es, finalmente, imprescindible además, y resulta hacedero sin
necesidad de cambio legal alguno, que los gravosos perjuicios que se
causan con las expropiaciones urgentes sean indemnizados en su
totalidad, lo que es posible a través del concepto de «perjuicios
derivados de la rápida ocupación», cuya indemnizabilidad no está
tasada en la Ley –a diferencia de lo que establecía la antigua Ley de 7
de octubre de 1939–, sino totalmente abierta (regla 5.ª del art. 52).
Aquí deben incluirse todos los perjuicios derivados del crédito
forzoso que el sistema permite imponer a los expropiados y, por
supuesto, el importe de los frutos dejados de percibir sobre el bien
ocupado.
Concluimos aquí el tema de la expropiación urgente y retornamos a
los problemas generales de la indemnización expropiatoria.
408
4. EL SISTEMA DE VALORACIÓN DEL JUSTIPRECIO
Conocido el papel cardinal de la indemnización dentro de la
institución expropiatoria, entramos ahora en el modo de su fijación;
tema básico, «el problema capital de una Ley de expropiación» –en
palabras de la Exposición de Motivos de la LEF–.
A. El acuerdo amigable o mutuo acuerdo
Como sistema de valoración, la LEF establece prioritariamente el
acuerdo amigable o mutuo acuerdo, artículo 24, para cuya conclusión
fija un plazo de quince días, sin perjuicio de que ulteriormente, «en
cualquier estado posterior de la tramitación» (abierta o no la pieza de
justiprecio, incluso pendiente el proceso contencioso-administrativo
contra éste), pueda formalizarse también este acuerdo mutuo. Por
supuesto, el acuerdo compete a los expropiados con el beneficiario de
la expropiación (art. 5.º, regla 3.ª, REF).
El sistema del acuerdo amigable es ventajoso para todos, aunque
menos común en la práctica de lo que debiera; para el expropiado
implica reducir la forzosidad expropiatoria, excluyéndola en punto
tan decisivo como la indemnización; para el beneficiario, la ventaja
está en la rapidez y en la liquidación inmediatas, pero es un hecho que
el sistema de demoras en la fijación definitiva del justiprecio y el
tratamiento económicamente favorable que de ello el beneficiario
obtiene –injustamente, como veremos más adelante– le retraen
normalmente de buscar esta solución.
¿Cuál es la naturaleza de estos acuerdos amigables? En Derecho
francés se ha distinguido con toda corrección entre «cesión
amigable», propiamente tal, y «adhesión a la expropiación»; aquélla
refiere el acuerdo anterior a la iniciación del expediente
expropiatorio; esta última la conformidad en el precio una vez
iniciado este expediente. En el primer caso, se trata, sin duda, de una
compraventa (o el tipo correspondiente en la hipótesis de las
expropiaciones no plenas), cuya naturaleza de contrato civil o
administrativo dependerá del objeto de que en definitiva se trate y del
409
contenido y circunstancias de su acuerdo; la «adhesión a la
expropiación», por el contrario, es un simple acuerdo sobre la cuantía
de la indemnización, en tanto que el efecto transmisivo se produce
ope expropriationis. Esa tesis es trasladable a nuestro Derecho y así
ha concluido por admitirlo el Tribunal Supremo (Ss. de 24 de octubre
de 1960, 3 de junio de 1963, 4 de noviembre de 1966, 13 de
noviembre de 1971, 16 de junio de 1978, 29 de marzo de 1984, 21 de
junio de 1978, 29 de marzo de 1979, 13 de julio de 1987, 1 de octubre
de 1991, etc.). Entre las consecuencias de esta calificación podemos
citar rápidamente: para el concierto de estos acuerdos de adhesión a la
expropiación no rigen las normas de la contratación administrativa o
civil, sino las específicas del procedimiento expropiatorio; todo
eventual litigio sobre los mismos será siempre contencioso-
administrativo; el título de adquisición (en el caso ordinario de
expropiación transmisiva plena) seguirá siendo el acta de pago,
complementada por la de ocupación, y no un contrato sustantivo de
transferencia; sigue, pues, siendo real, y no consensual, el efecto
translativo; por la misma razón no es precisa la forma notarial; y,
sobre todo, después del acuerdo el expropiado no es titular de ninguna
obligación, sino que la indemnización acordada sigue jugando como
presupuesto para la producción del efecto expropiatorio a iniciativa
del expropiante, y no, pues, como contenido de una relación deuda-
crédito. Finalmente, el derecho de reversión, que luego expondremos,
es aplicable a las expropiaciones ultimadas por esta vía del mutuo
acuerdo (vid. S. de 16 de junio de 1978).
La imposibilidad de cumplimiento in natura de lo convenido obliga a
la Administración o al beneficiario de la expropiación al pago del
equivalente pecuniario (así, cuando el justiprecio convenido se fijó en
metros cúbicos edificables: Sentencias de 29 de marzo de 1984, 31 de
marzo, 16 de julio y 3 de noviembre de 1990, 1 de abril de 1991, etc.)
En definitiva, se trata de un concierto de fijación, de los calificados
genéricamente supra, capítulo XII, § I, 2.
Es importante notar que el artículo 26 REF aclara que la partida
alzada que se haya convenido incluye todos los conceptos, incluso el
llamado «premio de afección» del 5 por 100, que más adelante
estudiaremos.
410
B. El Jurado Provincial de Expropiación
a) En defecto de acuerdo amigable inicial, queda planteada una
discrepancia entre las partes sobre el valor del justo precio,
discrepancia que ha de resolverse mediante un sistema de valoración
objetivo.
La LEF prevé la formalización de las posiciones de las partes,
mediante las llamadas «hojas de aprecio», que comienza presentando
el expropiado previo requerimiento de la autoridad administrativa
expropiante (art. 29) que tramita la pieza de justiprecio (este trámite
es siempre de la Administración expropiante, no del beneficiario, aun
siendo éste, cuando es distinto del expropiante, el sujeto gravado con
la carga de indemnizar y, por tanto, el que ha de negociar el eventual
«mutuo acuerdo» y el que ha de formular, a su vez, la «hoja de
aprecio» contradictoria a la del expropiado). Las «hojas de aprecio»
han de presentarse en plazo de veinte días tras el requerimiento; si el
beneficiario acepta la hoja de aprecio del expropiado, se ha llegado al
«mutuo acuerdo» (la aceptación no se presume en los casos de falta
de respuesta en plazo de la Administración a la hoja de aprecio
formulada por el expropiado: Sentencia de 7 de junio de 1999), y el
expediente se concluye; si, como es lo normal, la hoja del beneficiario
discrepa de la del expropiado, aún se da a éste un trámite de réplica,
en el que puede ratificar, o modificar a la baja, y en todo caso
justificar sus posiciones e impugnar las contrarias. Tras de lo cual
queda formalizada la discordia y entra en juego el órgano de
composición de las posiciones encontradas, el llamado Jurado
Provincial de Expropiación.
Las «hojas de aprecio» intercambiadas en esta fase previa tienen
importancia porque fijan de manera definitiva las posiciones
respectivas de las partes; cada una no podrá pretender en adelante
cifras indemnizatorias contradictorias con las fijadas en ese momento
(más el expropiado, menos el beneficiario, respecto de las suyas
respectivas); más adelante (§ VI) habremos de hacer alguna reserva
sobre este principio general respecto a las eventuales indemnizaciones
por demora que el expropiado puede adicionar. A su vez, el Jurado
primero y el Tribunal contencioso-administrativo después tendrán que
moverse para determinar el justo precio entre los límites señalados
411
por las dos hojas de aprecio, precisamente, con la misma reserva
antes anunciada, aunque ello no quiere decir, como bien se
comprende, que no puedan variarse en ese momento los conceptos y
los argumentos integrantes de la valoración global; es sólo la cuantía
monetaria de ésta la que queda fijada, y así lo admite de manera
expresa el artículo 43 LEF al autorizar al Jurado a aplicar «los
criterios estimativos que juzgue más adecuados», sin que le
condicionen los utilizados por las partes, regla fácilmente trasladable
al Tribunal contencioso-administrativo, supuesto que la pretensión
procesal es una cifra concreta y no el método de llegar a ella.
Las valoraciones propuestas en estos aprecios habrán de estar
motivadas y podrán ir avaladas por informes periciales y pruebas de
toda especie (arts. 29 y 30 LEF).
b) La pieza técnica del Jurado es la capital dentro del sistema de
valoración. El órgano es una creación de la LEF (aunque con
precedentes en expropiaciones especiales en nuestro Derecho y más
abundantes en el Derecho comparado) para sustituir el sistema del
«tercer perito» (un perito designado por el Juez que media entre los
aprecios formulados por los peritos de las dos partes; el sistema
pervive aún en las expropiaciones agrarias, como veremos), que era el
propio de la Ley de 1879 y que presentaba visibles inconvenientes. El
Jurado, aunque órgano administrativo estricto, como tal adscrito a la
Delegación o Subdelegación del Gobierno de la provincia de que se
trate (art. 34.4 LEF), se constituyó inicialmente la LEF como órgano
de composición o arbitral, en el sentido de un órgano colegial que
bajo una presidencia neutral (un Magistrado designado por el
Presidente de la Audiencia) se integraba con representantes, por una
parte de la Administración inequívocamente tales (dos: el Abogado
del Estado y un funcionario técnico, variable en correspondencia a la
naturaleza de los bienes a valorar), y, por otra parte, del sector
privado, no sometidos a jerarquía (otros dos vocales: un notario,
profesional libre con conocimiento habitual del valor real de las
transacciones, y un representante de la entidad representativa de los
intereses a que se refiera el bien o derecho objeto de la expropiación:
de la Cámara Agraria Provincial, cuando se trate de propiedad rústica,
o de la Cámara de Comercio, Industria o Navegación, Colegio
Profesional u Organización empresarial, según los otros casos
respectivos (estas precisiones vienen del Real Decreto de 7 de
412
diciembre de 1978, que sustituyó la anterior mención exclusiva del
representante de la antigua Organización sindical oficial). El REF,
artículo 34, ordena designar suplentes a los vocales propietarios para
asegurar la presencia de todos, aunque el artículo 34 LEF admite que
en segunda convocatoria –no en primera, que exige la presencia de
todos los vocales– puede el Jurado constituirse con la presencia del
Presidente y uno al menos de los vocales de cada grupo.
Idealmente la constitución del Jurado así equilibrado podría resumirse
en estos términos: un técnico y un jurista por cada uno de los sectores
interesados, con las ventajas de esta asociación de especialidades, y
un juez neutral, que asegura la objetividad del fallo.
La Exposición de Motivos de la LEF puso una esperanza excesiva en
su innovación del Jurado. La realidad no ha sido, en general, la
esperada. La profesionalidad de los representantes de la
Administración daba a éstos una prioridad de facto sobre los otros dos
vocales, los cuales, además de no representar en sentido estricto al
expropiado como aquéllos lo hacen a la Administración, es frecuente
que no asistan con la unanimidad de los primeros. En fin, el volumen
de expedientes con que se encuentran la mayor parte de los Jurados,
especialmente en cuanto en la provincia tienen lugar operaciones
expropiatorias masivas (por ejemplo, una autopista), ha tendido a
inclinarles a la aplicación de unos criterios generales más o menos
convencionales y escasamente matizados en su aplicación. Por ello,
aunque veremos que la jurisprudencia se inclina a primar las
estimaciones del Jurado con una presunción de objetividad y
exactitud, en la práctica puede decirse que lo más frecuente es lo
contrario, la convencionalidad de las valoraciones, que únicamente
los Tribunales contencioso-administrativos, cuando a ello se deciden
con resolución, son capaces de individualizar y ponderar con
atención.
Lo peor no ha sido esto, sin embargo, sino que los legisladores
autonómicos, a pesar de la expresa reserva al Estado de toda la
«legislación sobre expropiación forzosa» por el artículo 149.1.8.º de
la Constitución –sólo para calificar la utilidad pública e interés social
se admite por la jurisprudencia (Sentencia de 26 de marzo de 1987)
una competencia del legislador autonómico–, irrumpieron
inopinadamente a partir de 1995 en este ámbito para dar mediante
413
Leyes sucesivas una composición distinta a sus propios Jurados de
Expropiación, que dejaron de ser paritarios como el diseñado por la
LEF para convertirse en órganos abrumadoramente dominados por
funcionarios con la consiguiente quiebra de la imparcialidad en la
fijación del justiprecio que este radical desequilibrio supone.
La medida, que consagró una injustificada y a nuestro juicio
insostenible dualidad (un Jurado de composición paritaria para las
expropiaciones estatales y otro parcial, vencido ab initio del lado de
la Administración, para las expropiaciones autonómicas), fue
cuestionada por los Tribunales Superiores de Justicia de Madrid y de
Castilla-La Mancha ante el Tribunal Constitucional que
sorprendentemente la encontró conforme a la Constitución en sus
Sentencias de 25 de julio, 8 de noviembre y 20 de diciembre de 2006.
El efecto sobre el sistema de esta sorprendente jurisprudencia
constitucional no ha podido ser más demoledor, ya que ha terminado
por animar al legislador estatal a eliminar la paridad del viejo Jurado
de la LEF, al que la disposición final 2.ª de la Ley 17/2012, de 27 de
diciembre, de Presupuestos para 2013, ha añadido en beneficio de la
Administración del Estado dos funcionarios más, un segundo técnico
y el Interventor territorial de la provincia o persona que le sustituya,
como dice ahora la nueva redacción dada al artículo 32.1 LEF.
Sólo resta decir que a unos Jurados como los organizados por la
legislación autonómica –y ahora también por la estatal– no puede
reconocérseles en ningún caso esa presunción de acierto que la
jurisprudencia del Tribunal Supremo ha venido reconociendo al
Jurado paritario de la LEF. Así lo ha venido afirmando el Tribunal
Superior de Justicia de Madrid en términos absolutamente
incontestables a partir de su Sentencia de 23 de febrero de 2007 («no
existe razón alguna para que a dicho Jurado le sea aplicable la
presunción de acierto... ya que la Sala no aprecia que en dicha
composición se den iguales factores que los que se tomaron para
establecer la presunción de acierto. Por tanto, el acuerdo es un
documento más de los que integran el expediente y ha de ser
comparado a efectos probatorios con el resto de las pruebas sin que
ocupe una posición privilegiada en relación a éstas»).
414
5. LA GARANTÍA JUDICIAL DE LA VALORACIÓN
La exigencia institucional de un «justo precio» impone
necesariamente la disponibilidad de una vía judicial plenaria para
poder verificar esa «justicia» en cada caso.
Ya hemos adelantado que la naturaleza arbitral o de composición del
Jurado estatal no excluye la revisión judicial de su estimación del
justiprecio. El problema de determinar el justo precio no es, ha dicho
la jurisprudencia con reiteración, algo puramente fáctico o
discrecional del Jurado; es, por el contrario, un problema jurídico, el
problema de aplicar el «concepto jurídico indeterminado» que el
término «justo precio» implica y, por ello, un tema de directa
competencia de los Tribunales (Ss. 8 de octubre de 1973, 19 y 25 de
enero y 15 de abril de 1972, 25 de noviembre de 1974, 31 de enero de
1979, 20 de febrero de 1986, 17 de noviembre de 1987, etc.).
Como han dicho las Sentencias de 18 de marzo de 1993 y 13 de mayo
de 1991, «estamos en presencia de un supuesto de los llamados
“conceptos jurídicos indeterminados” o normas en blanco, a fin de
que, prescindiendo de todo criterio discrecional, se obtenga, de forma
reglada, el justo valor del bien objeto de expropiación», «cuya
revisión es perfectamente posible en vía jurisdiccional». Por ello el
criterio, que alguna vez aparece en decisiones judiciales, de asignar
un valor determinante a la valoración inicial del Jurado carece de
consistencia jurídica.
El artículo 126.2 LEF precisa, por ello, que contra el acuerdo que fije
el justo precio «ambas partes» (expropiado y beneficiario) podrán
interponer recurso contencioso-administrativo, que en este punto
habría de fundarse en lesión inferior o superior a la sexta parte de lo
que cada una haya postulado en las hojas de aprecio; esa
cuantificación, tomada de la tradición civil de las acciones rescisorias
por lesión (hoy, muy limitadamente, art. 1.291 CC), significa una
limitación legal de la tutela judicial que, en virtud del artículo 24 de la
Constitución, se ha declarado derogada por la Constitución (Sentencia
de 11 de junio de 1997).
Hay que distinguir, no obstante, la impugnación contencioso-
415
administrativa que realizan el expropiado o el beneficiario privado,
que sigue el régimen ordinario de la impugnación contenciosa, de la
impugnación realizada por la Administración beneficiaria. En este
último caso procede aún distinguir según que la Administración
beneficiaria sean Administraciones separadas (locales, institucionales,
corporativas), en cuyo caso el régimen de impugnación será el
previsto en el artículo 44 LJ, o la Administración del Estado, supuesto
en el cual ésta ha de seguir la técnica del recurso de lesividad, que es
absolutamente privilegiada en cuanto al plazo (art. 107 LPAC):
declaración de lesividad, aquí del Consejo de Ministros, dentro de un
plazo de cuatro años, para acudir seguidamente al Tribunal
contencioso-administrativo. Parecería justo que el expropiado que se
aquietó inicialmente a la decisión del Jurado pudiese recuperar en el
caso de esa impugnación tardía efectuada por la propia
Administración su propia acción impugnatoria; la jurisprudencia no lo
ha admitido, por la negación de la facultad de reconvención del
demandado privado dentro del recurso de lesividad.
En cambio, la jurisprudencia sí ha admitido que la acción de lesividad
no es ya posible, por la excepción de cosa juzgada (y, paralelamente,
si el proceso siguiese abierto, de litispendencia), cuando el Tribunal
contencioso ha discutido ya de la justicia del precio en recurso abierto
inicialmente por el expropiado (Ss. de 2 de octubre de 1971; 11 de
abril de 1972 y 16 de junio de 1976; Autos de 31 de marzo de 1967 y
de 30 de mayo de 1973).
En cuanto a las facultades revisoras del Tribunal para enjuiciar el
fondo de las estimaciones del Jurado, hay que decir que son
absolutas. Desde la creación del Jurado, la jurisprudencia tendió a
reconocer, como ya notamos, un especial valor a sus decisiones, por
estimar que su acertada y equilibrada composición, la preparación de
sus componentes, su experiencia e independencia, les hace acreedores
de credibilidad y confianza (Ss. de 28 de junio de 1961, 5 de marzo
de 1962, 20 de mayo de 1963, 20 de marzo de 1964, 11 de abril de
1966, 15 de enero de 1968, 31 de enero de 1969; la observación es ya
una cláusula de estilo: vid. Sentencias de 19 de junio, 29 de
septiembre, 5 de noviembre, 10 de diciembre de 1987, etc.). Ello no
quiere decir, naturalmente, que sus acuerdos tengan fuerza vinculante
(Ss. de 18 de junio de 1963, 2 de febrero de 1968, etc.). La
presunción favorable al acierto de sus decisiones sería, en todo caso,
416
una presunción iuris tantum, que queda a resultas del debate procesal
y de la prueba que sin ninguna limitación pueda practicarse a lo largo
del proceso (vid. Sentencia de 30 de enero de 1980), en el que los
Tribunales pueden y deben revisar esas decisiones con plenitud de
jurisdicción. Una línea jurisprudencial ya antigua, que no obstante
llega todavía a nuestros días, viene repitiendo, un tanto
mecánicamente, que la anulación de los acuerdos de los Jurados sólo
es posible cuando se aprecie la existencia de infracción legal, notorio
error de hecho o manifiesta injusticia, lo que de facto se traduce en
una evidente limitación de las posibilidades de revisión. La
jurisprudencia más reciente, sin embargo, no duda en afirmar que los
acuerdos del Jurado deben ser anulados siempre que sus valoraciones
no coincidan, en más o en menos, con el valor real de los bienes o
derechos expropiados (Sentencia de 16 de diciembre de 1986) o «no
estén en consonancia con la resultancia fáctica del expediente»
(Sentencias de 1 y 26 de diciembre de 1986), sin que sea admisible
limitación directa o indirecta alguna en el ejercicio de las facultades
revisoras de los Tribunales de la jurisdicción, que pueden valorar, en
consecuencia, conforme a las reglas de la sana crítica, todos los
elementos determinantes para la fijación del justiprecio (Ss. de 18 de
febrero, 16 de junio y 10 de diciembre de 1987), en el marco de un
proceso, que, como resultó oportuno que recordase la Exposición de
Motivos de la LJ de 1956, es una primera instancia y no una casación
y en el que, por lo tanto, ha de resolverse en función de la existencia o
inexistencia de «cualquier infracción del ordenamiento jurídico».
Ya notamos más atrás que, al tratarse el justo precio de un concepto
jurídico indeterminado, el control judicial de la apreciación del Jurado
es no sólo posible sino obligado. Como ha dicho la Sentencia de 17
de febrero de 1997 (que confirma una línea jurisprudencial constante:
Sentencias de 13, 17 y 25 de junio y 5 de julio de 1996), la
presunción de acierto del Jurado cesa no sólo cuando se incurra en
notorio error material o de preceptos legales, sino también «en los
supuestos de desajustada apreciación de los datos materiales,
valoración no en consonancia con la resultancia fáctica del
expediente, o desequilibrio del justiprecio a datos, referencias o
circunstancias que acrediten la falta o exceso de compensación
material para el expropiado».
El rango constitucional de esta garantía esencial del ciudadano y del
417
propio derecho fundamental a una tutela judicial efectiva y plena
zanja hoy definitivamente la vieja polémica.
V. EXTENSIÓN DE LA INDEMNIZACIÓN Y CRITERIOS DE
VALORACIÓN
1. EL CONCEPTO DE JUSTO PRECIO. ELEMENTOS INTEGRANTES
El artículo 33.3 de la Constitución no establece principio general
alguno respecto a la extensión y los criterios de la indemnización,
limitándose a aludir a la correspondiente «indemnización». La LEF,
en cambio, recogiendo la tradición inmediata de nuestro Derecho,
asigna a este concepto un contenido exacto, el de «justo precio»,
refiriéndose con él a la indemnización expropiatoria, al tiempo que
denomina operaciones de «justiprecio», como hemos visto, a las de
tasación de esta indemnización.
A. El concepto general
El concepto legal del justo precio, tiene, sin duda, una raíz romana,
sobre la que opera luego, como ha indicado VILLAR PALASÍ, la
escolástica medieval. El justum pretium es entonces un concepto que
juega decisivamente en la valoración moral del orden económico, con
aplicaciones generales que llegan hasta el propio mundo de los
efectos jurídicos con una finalidad de protección del tráfico civil y un
carácter estrictamente excepcional limitado en su eficacia a la
evitación, por vía negativa, de los abusos más graves (usura, rescisión
por lesión ultra dimidium, tasa de mercado, etc.), estadio éste desde el
que la idea no cesa de evolucionar hasta convertirse en una técnica
conceptual de protección general que incorpora la noción del
equilibrio económico y del sinalagma de las prestaciones.
Naturalmente, no es a ese concepto escolástico, hoy puesto en crisis
por la moderna ciencia económica, que ha abandonado el criterio del
valor objetivo, al que la Ley se refiere, sino, más bien, al segundo.
418
Justo precio en el sentido de la Ley es simplemente el valor
económico, hic et nunc, del sacrificio en que la expropiación consiste.
No está por ello justificada la diferencia que la jurisprudencia
constitucional (vid. RUMASA II), parece haber querido ver entre el
concepto de «justo precio» y la expresión utilizada por el artículo
33.3 de la Constitución, «correspondiente indemnización», que es
equivalente a aquélla, supuesto que, como la propia Sentencia
constitucional citada reconoce, «dicha indemnización debe
corresponder con el valor económico del bien o derecho expropiado,
siendo por ello preciso que entre éste y la cuantía de la indemnización
exista un proporcional equilibrio». «La garantía constitucional de la
correspondiente indemnización –en palabras de la propia Sentencia
RUMASA II– concede el derecho a percibir la contraprestación
económica que corresponda al valor real de los bienes y derechos
expropiados, cualquiera que sea éste, pues lo que garantiza la
Constitución es el razonable equilibrio entre el daño expropiatorio y
su reparación».
En estos mismos términos se pronuncia la jurisprudencia del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos («una medida de injerencia en el
derecho al respeto de los bienes debe guardar un justo equilibrio entre
las exigencias de interés general de la comunidad y los imperativos de
la salvaguardia de los derechos fundamentales del individuo»:
Sentencia Kozacioglu v. Turquía de 31 de julio de 2007; «una
indemnización inferior al valor de mercado» supone, en principio,
«una carga desproporcionada y excesiva que no puede ser justificada
por un interés legítimo perseguido por las autoridades»: Sentencia
Scordino v. Italia de 29 de marzo de 2006).
Ese equilibrio razonable, ese valor real en un sistema de economía de
mercado, como es el nuestro (art. 38 de la Constitución), resulta
precisamente, del mercado mismo, que es donde el expropiado ha de
encontrar el equivalente del bien o derecho del que se ve despojado.
De eso es, justamente, de lo que se trata con la indemnización
expropiatoria, de «lograr el equivalente económico ante la privación
del bien o el derecho expropiado con el fin de que éste quede
debidamente compensado» (Ss., por ejemplo, de 29 de noviembre y 7
de diciembre de 1974, entre otras muchas), de «conseguir así la
compensación de valores, la sustitución o reposición del bien perdido
419
por el bien que constituye la indemnización en dinero» (Ss. de 24 de
abril y 7 de noviembre de 1972, 28 de septiembre de 1974, etc.), de
asegurar, ponderando todas las circunstancias concurrentes, según las
reglas de la sana crítica, «que sin enriquecimiento para el expropiado,
la expropiación no produzca, sin embargo, una injustificada mengua
en su patrimonio» (Ss., entre otras, de 18 de diciembre de 1973 y 3 de
abril de 1974). No ha de haber «enriquecimiento indebido ni del
expropiado ni de la entidad expropiante [beneficiaria, en realidad]»
(Ss. de 12 de julio y 21 de noviembre de 1955, etc.); no ha de
producirse «menoscabo injusto» del expropiado (Ss. de 25 de febrero,
16 de abril y 9 de octubre de 1959), lo cual es, justamente,
«fundamental» (Ss. de 21 de junio de 1956, etc.), de modo que la
expropiación «no puede servir de motivo para que se prive de su
propiedad a una persona sin concederle en compensación el abono del
valor real y efectivo de los bienes» (Ss. de 23 de diciembre de 1959, 3
de mayo de 1960, 18 de marzo, 6 de octubre y 22 de septiembre de
1999, etc.).
Este criterio, que es el común en todos los Derechos occidentales, con
las precisiones que luego hemos de hacer a propósito de las
expropiaciones urbanísticas, implica, como ya hemos dicho, que la
expropiación se califique como una técnica de conversión de
derechos con mantenimiento del valor patrimonial intacto: se
sustituye una cosa por su valor monetario exacto, pero el valor del
patrimonio del expropiado antes y después de la operación ha de ser
idéntico y el mismo. Es definitiva en este sentido la Sentencia
constitucional de 25 de Julio de 2006 cuando afirma que los poderes
públicos tienen la obligación de indemnizar «con un equivalente
económico que ha de establecerse conforme a criterios objetivos de
valoración prefijados por la Ley».
Para concretar en términos más precisos lo que este criterio general
implica, el Tribunal Supremo ha concluido por proponer una técnica
bastante objetivable y que también es conocida en otras
jurisprudencias occidentales (por ejemplo, el principio de fair market
value, en [Link].). Justo precio es, precisamente, el «valor de
sustitución» de la cosa expropiada, aquel que «sea suficiente para
adquirir otro bien análogo al que por expropiación se priva» (S. de 29
de octubre de 1973), «evitando con ello que recaiga únicamente en el
mismo la carga de subordinación de los intereses particulares sobre
420
los generales que la institución de la expropiación forzosa entraña»
(S. de 20 de enero de 1978; vid. también, entre otras muchas, pues la
doctrina es pacífica, las Sentencias de 4 de julio de 1979, 20 de
febrero de 1980, 10 de febrero de 1982, 28 de marzo de 1989, 26 de
octubre de 1993, 21 y 29 de marzo de 1994 y 24 de junio de 1996;
esta última precisa certeramente que «el justiprecio expropiatorio es
un valor de sustitución conmutativo del derecho expropiado»; S. de
22 de octubre de 1998: «el justiprecio es un valor de sustitución
conmutativo del derecho expropiado»). Ésta es la idea esencial que
inspira y alimenta toda la jurisprudencia. Es el valor de sustitución el
que se identifica con el «valor real» a que alude el artículo 43 LEF, al
que inmediatamente nos referiremos, y que expresa el principio
básico de nuestro Derecho en materia de justiprecio.
El problema siguiente es cómo se establece el valor de sustitución. El
concepto es fácil: es el valor de mercado para la adquisición de una
cosa análoga a la perdida en la expropiación. La dificultad práctica
radica luego en la prueba de ese valor de mercado («valor actual en
venta de fincas análogas dentro del mismo municipio»: artículo 38.2
LEF; «valor en venta actual de fincas análogas por su clase y
situación en el mismo término municipal o comarca»: art. 39), porque
no es fácil aportar prueba cumplida de dicho valor, que tan
normalmente se tergiversa o se oculta en las transacciones ordinarias
por razones fiscales. Entra también en juego el cálculo por
capitalización de rendimientos (así en arts. 40 y 41 LEF), o por
cuentas de explotación (como veremos que es normal en fincas
agrarias), o por el llamado «valor residual» tras un cálculo de
rendimientos, usual en la valoración comercial de solares, etc. Se
trata, en definitiva, de técnicas económicas, que han de intentar
mover la convicción del Jurado primero, eventualmente del Tribunal
luego. Por ello, los procesos sobre esta materia suelen ser procesos
donde la prueba tiene una importancia destacada.
Pero antes de entrar en el análisis de los criterios valorativos
concretos que resultan de la Ley o de la jurisprudencia, conviene
precisar las bases técnicas sobre las que la valoración ha de operar y
el posible reflejo que sobre ella pueden implicar los valores fiscales.
B. Elementos integrantes del justiprecio y momento de la valoración
421
El punto de partida y la norma fundamental en este tema se contiene
en el artículo 36 LEF: «Las tasaciones se efectuarán con arreglo al
valor que tengan los bienes o derechos expropiables al tiempo de
iniciarse el expediente de justiprecio, sin tenerse en cuenta las
plusvalías que sean consecuencia directa del plano o proyecto de
obras que dan lugar a la expropiación y las previsibles para el futuro.
Las mejoras realizadas con posterioridad a la incoación del
expediente de expropiación no serán objeto de indemnización, a no
ser que se demuestre que eran indispensables para la conversión de
los bienes. Los anteriores son indemnizables, salvo cuando se
hubieran realizado de mala fe».
De este capital precepto resulta lo siguiente:
a) En primer lugar, que la indemnización o justo precio sólo se
extiende al valor objetivo de los bienes o derechos expropiados y no,
por consiguiente, al valor subjetivo (sentimental, afectivo o material)
que en la persona del titular puedan tener, valor este último que tiene
una vía de compensación específica por un tanto alzado,
expresivamente llamada «premio de afección» (esto es, valor afectivo
de la cosa en cuanto propia, en cuanto expresión de una cierta
identificación personal) que la LEF cifra en el 5 por 100 con carácter
general (art. 47: «En todos los casos de expropiación se abonará al
expropiado, además del justo precio fijado en la forma establecida en
los artículos anteriores, un 5 por 100 como premio de afección»), sin
perjuicio de lo dispuesto al efecto en Leyes especiales (el art. 20 de la
Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 12 de enero de 1973 cifra en
el 20 por 100 el importe del precio de afección en determinadas
operaciones que se realicen en zonas sujetas a concentración
parcelaria).
b) Dicho lo anterior, hay que añadir de inmediato que esa
objetivación del valor de los bienes o derechos expropiados no
significa en ningún caso la exclusión pura y simple de la
compensación de los perjuicios derivativos que tengan su origen en la
operación expropiatoria, supuesto que de lo que se trata, como ya
hemos visto, es de proporcionar al expropiado un valor de sustitución
que le permita reponer todo lo que la expropiación le quita y
recuperar, en consecuencia, todas las utilidades reales que para él
suponía el objeto expropiado, sino solamente la eliminación del
422
cómputo de los valores personales no susceptibles de materialización,
en cuanto no se traducen en una utilidad efectiva para el mismo.
La jurisprudencia ha precisado, en efecto, que todos los daños y
perjuicios patrimoniales del expropiado objetivamente imputables a la
operación expropiatoria son indemnizables como una partida especial
del justiprecio: Sentencias, entre otras muchas, de 10 de marzo y 17
de noviembre de 1971; 24 de enero, 12 y 23 de diciembre de 1974; 10
de febrero de 1982; 6 de abril de 1994, 20 de marzo y 26 de junio de
2001 y 13 de mayo de 2005.
La Sentencia de 14 de junio de 1996 confirma esta línea
jurisprudencial, de acuerdo con la cual se indemnizan las mermas de
rentabilidad de la finca que resulten (Ss. de 28 de mayo, 5 y 12 de
julio de 1996), o el demérito por la división de la finca y otros
perjuicios (Ss. de 28 de octubre y 29 de noviembre de 1996, 16 de
enero de 2001).
Ésta es una importantísima corrección jurisprudencial de la LEF, que
nada precisa sobre el particular. Veremos más adelante jugar su papel
a este principio a propósito de hipótesis indemnizatorias concretas.
c) En tercer lugar, ha de tenerse en cuenta que la tasación ha de
referirse al valor que tengan los bienes o derechos expropiados al
tiempo de iniciarse el expediente de justiprecio (a partir de la
recepción por el expropiado del oficio requiriéndole la presentación
de la hoja de aprecio, dice para mayor precisión la Sentencia de 22 de
enero de 2019) y no en el momento de la aprobación del proyecto,
normalmente de obras, que da lugar a la expropiación. El artículo 36
LEF ha querido así conseguir un doble efecto: por un lado, evitar que
la indemnización quede congelada al surgir el proyecto determinante
de la operación o, incluso, al iniciarse el expediente expropiatorio,
con el consiguiente enriquecimiento injusto para el beneficiario y
perjuicio, igualmente injusto, para el expropiado, cosa especialmente
importante en épocas de inflación, estableciendo una paridad
temporal entre la pérdida expropiatoria y su indemnización, principio
sobre el que más adelante insistiremos; por otro lado, el precepto trata
de evitar igualmente el cómputo de los aumentos futuros hipotéticos,
eventuales o expectantes de valor, que la jurisprudencia ha excluido
igualmente de la valoración (Ss. de 26 de enero y 6 de julio de 1951,
30 de marzo de 1959, 4 de abril de 1961, 6 de abril de 1962, 24 de
423
mayo de 1963) por imposición expresa del artículo 36.1.
Es importante notar que la jurisprudencia ha dado resuelta
prevalencia al artículo 36 LEF, referencia del valor al momento de la
valoración, frente al artículo 28 REF, que intenta retrotraer el
momento del valor a un tiempo anterior, el de la declaración de la
necesidad de la ocupación, precepto que no ha dudado en calificar de
ilegal (vid. recientemente Sentencias de 14 de febrero y 9 de junio de
2003 y 25 de marzo de 2004, entre otras). El tema del momento de la
valoración veremos que juega una importancia destacada a propósito
de la garantía de la integridad del justiprecio frente a deméritos de la
medida monetaria.
d) Es igualmente muy importante entre las precisiones del artículo 36
LEF la exclusión entre los elementos valorables de la cosa expropiada
de las plusvalías que sean consecuencia directa de los planes o
proyectos que están en la base de la expropiación y que sólo a la
Administración, autora de los mismos, y no al expropiado, que es
ajeno a ello, son imputables; por ejemplo: carácter regable de la finca
expropiada por razón de obras para ese regadío, acceso a la finca
como consecuencia de la carretera determinante de la expropiación,
etc.
Esta precisión del artículo 36 dio lugar hace algunos años a una
jurisprudencia que negaba también la pertinencia de descontar de la
valoración el menor valor o «minusvalía» que el bien expropiado
pueda experimentar como consecuencia del destino al que la
expropiación va a afectarlo precisando, sobre todo, en las
expropiaciones urbanísticas. Estas responden, sin embargo, a la lógica
propia del planeamiento urbanístico, como veremos más adelante.
e) En último lugar, y en cuanto a las mejoras, el artículo 36 LEF
dispone que sólo son computables las anteriores a la iniciación del
expediente de expropiación, salvo mala fe, y las posteriores cuando
tengan el carácter de mera conservación, criterio éste más liberal que
el de la legislación (local) precedente, que limitaba el cómputo a las
expresamente autorizadas por la Administración.
C. El criterio formal de los valores fiscales y su relativización. El
424
principio del «valor real»
En lo que se refiere a los criterios de valoración propiamente dichos,
hay que empezar por notar que uno de los propósitos centrales del
legislador de 16 de diciembre de 1954 fue el de automatizar al
máximo las tasaciones por considerar «que los criterios automáticos
añaden a su intrínseca objetividad la ventaja de eliminar gran número
de reclamaciones, ya que sustraen la base sobre la cual cabe
plantearlas, que no es otra que la pluralidad abierta indefinidamente
de los medios de estimación».
Al servicio de esta preocupación, el legislador situó el centro de
gravedad del sistema en una perspectiva formal, adoptando, en
principio, los valores fiscales declarados con anterioridad por los
propios interesados, opción ésta que no deja de tener una cierta
coherencia lógica y una justificación material en conexión con la
regla ubi commodum, ibi incommodum y el principio general de
vinculación a los propios actos. En estos términos se había
pronunciado ya con anterioridad en alguna ocasión la jurisprudencia
(S. de 10 de marzo de 1913), así como la legislación de Régimen
Local (art. 117 del Reglamento de obras y servicios municipales de
14 de julio de 1924) y el mismo criterio parecía apoyado por una
tendencia marcada del Derecho Comparado.
Pese a ello, el legislador de 16 de diciembre de 1954 fue plenamente
consciente desde el primer momento de las dificultades e
incongruencias que habrían de seguirse de la aplicación rígida de este
criterio, como lo revelan las declaraciones contenidas en el propio
preámbulo de la LEF: «La determinación del justo precio sobre bases
fiscales –dice– ha de partir de la premisa de que la riqueza imponible,
fiscalmente establecida, suponga una valoración no sólo objetiva y
bien ponderada del bien de que se trate, sino, además, rigurosamente
al día desde el punto de vista del poder adquisitivo de la moneda. Y
se comprende que esto no es siempre posible por la forzosa
complejidad de las operaciones evaluatorias, que no se pueden llevar
a cabo en plazos tan moderados que se sustraigan a oscilaciones de no
escasa significación económica. De otro lado, salvo que se entienda
que la estimación fiscal constituye lo que desde luego no es, es decir,
una declaración administrativa de valoración, eficaz no sólo en la
425
relación fiscal, sino en toda relación con la Administración en que el
valor de un bien puede jugar algún papel, esa estimación debe servir
como uno de los elementos que concurran a la determinación del
justo precio, pero no ser el criterio, de suyo y exclusivamente,
determinante. Esto implicaría volver la espalda a realidades
económicas elementales, en las que precisamente el bien expropiado
encuentra la referencia de valor más adecuado. Todo ello hace que
sea preciso ponderar las valoraciones fiscales con las valoraciones de
mercado y para casos excepcionales deja abierta la posibilidad de
apreciación de circunstancias específicas que, de no tenerse en
cuenta, provocarían una tasación por completo irrazonable. Éstos son
los principios que en este punto inspiran la Ley».
Desde estos criterios, no puede extrañar que el propio articulado del
texto legal incorporara abundantes elementos de relativización del
criterio adoptado como básico, bien adicionando un porcentaje fijo al
valor fiscal (arts. 38.1, para la valoración de solares, y 39, para la
valoración de fincas rústicas), bien ponderándolo con el valor en
venta actual por la vía de la media aritmética (art. 38.2, para la
valoración de edificios), bien incorporando ambos tipos de
correcciones a la vez (art. 39, para la valoración de fincas rústicas y,
por remisión, del art. 41.1.1.ª, para la valoración de concesiones
demaniales), bien haciendo caso omiso de él en ciertos supuestos
(arts. 40, para la valoración de acciones, obligaciones y demás
participaciones en el capital o en los beneficios de las empresas, y art.
41, para la valoración de concesiones de servicios públicos y mineras)
y, muy especialmente, abriendo en el artículo 43 un cauce alternativo
de valoración de signo opuesto, es decir, completamente abierto, y no
formal, dando entrada a «los criterios estimativos», cauce que, aunque
configurado formalmente como excepcional para los casos en que la
evaluación practicada no fuera conforme con el «valor real», estaba
llamado ab initio a convertirse en regla general, como así ocurrió, en
efecto.
Los criterios fiscales quedaron, pues, relegados muy pronto con
carácter absolutamente general a un papel secundario, jugando el
papel de simples valoraciones mínimas, «ya porque la riqueza
imponible no responde generalmente a bases objetivas, al no estar
rigurosamente al día con el valor adquisitivo de la moneda, ya porque
se carece muchas veces de los datos auténticos para conocer con
426
exactitud los elementos conjugados en los artículos 38 y 39» (S. de 6
de noviembre de 1974) y, en fin, porque el propósito de buscar el
«valor real» que es precisamente el «valor de sustitución», como ya
notamos, se ha revelado incompatible con la aplicación de los mismos
(Ss. de 30 de marzo de 1974, 17 de mayo y 13 de septiembre de 2001,
y, en general, toda la jurisprudencia), cuyo manejo se exige sólo para
justificar la utilización de otros más adecuados a tenor de lo dispuesto
en el artículo 43. La inversión del sistema fue, pues, prácticamente
total y el criterio abierto sustituyó al criterio formal y automático con
carácter general.
La prevalencia absoluta de la que hasta su modificación por la nueva
LS ha gozado el artículo 43 LEF en todo tipo de valoraciones no
significaba, sin embargo, que no fueran consultables los criterios
supuestamente automáticos establecidos en los artículos precedentes,
especialmente aquellos que no hacen referencia a valores fiscales,
como es el caso de los artículos 40 y 41, relativos a valoración de
acciones, cuotas y títulos de participación en capital y a concesiones
administrativas cuya legislación especial no contenga normas
especiales de valoración para el supuesto de expropiación (vid., por
ejemplo, los artículos 288.3 y 295.4 LCSP para el rescate de
concesiones).
2. LA LIBERTAD ESTIMATIVA DEL ARTÍCULO 43 LEF, SU
UTILIZACIÓN JURISPRUDENCIAL Y SU ALCANCE ACTUAL
A. Principio general
El simple repaso de los criterios reglados de valoración establecidos
en los artículos 38 y siguientes LEF pone de manifiesto su
insuficiencia material, puesto que no comprenden toda la serie de
bienes y derechos susceptibles de expropiación. Éste es el caso, por
ejemplo, de los bienes muebles, de las industrias, de las explotaciones
agrícolas o ganaderas, etc. De ello resulta que el artículo 43 LEF ha
tenido que jugar un doble papel: por un lado, el que ya hemos
destacado como cauce alternativo de valoración respecto de aquellos
bienes o derechos para cuya tasación la Ley ofrece, prima facie, unos
427
criterios automáticos; por otro, el cauce único, supletorio de la laguna
legal, en los supuestos de expropiación de bienes y derechos para los
cuales no se ha señalado en la Ley criterio reglado alguno. Así lo
precisa en relación a los bienes muebles el propio artículo 43, en su
apartado 2, y la solución debe ser la misma necesariamente en todos
los demás supuestos en que concurra idéntica razón.
El planteamiento del problema es, sin embargo, el mismo en ambos
casos y se concreta en el reconocimiento en favor de la
Administración, de los Jurados y de los propios Tribunales
contencioso-administrativos de una amplia libertad de apreciación, a
través de la utilización de «los criterios estimativos que se juzguen
más adecuados» en orden al hallazgo del «valor real» del bien o
derecho objeto de la expropiación, es decir, de ese valor que permita
al expropiado adquirir en el mercado un bien o derecho análogo con
el que sustituir, sin beneficio para él, pero también sin mengua
patrimonial alguna, el que tenía con anterioridad.
Así las cosas, hay que decir que esta libertad estimativa no está
apenas condicionada por la Ley, supuesto que ésta se limita a exigir la
previa utilización de los criterios reglados de valoración (art. 43.3), de
los que el Jurado puede apartarse siempre que considere que el precio
obtenido con sujeción a ellos (que no es necesario, sin embargo, que
cuantifique con precisión: S. de 30 de junio de 1984 y 16 de junio de
1986) resulta notoriamente inferior o superior al valor real de los
bienes. La decisión del Jurado al respecto, dice el artículo 43.3 LEF,
debe fundamentarse «con el mayor rigor y detalle» (véase también el
art. 35.1), pero esta exigencia legal ha ido relajándose, también,
progresivamente a medida que se rutinizaba la aplicación del sistema
inicialmente concebido por la Ley como excepcional, hasta el punto
de que hoy la jurisprudencia acostumbra a afirmar que «la necesidad
de motivar las resoluciones no ha de ser rígidamente entendida, pues
basta que la argumentación sea racional y suficiente, cumpliéndose tal
requisito cuando la fundamentación, aunque general, sea referible al
caso cuestionado» (Ss., por ejemplo, de 18 de febrero de 1977, 3 de
abril de 1990, 20 de octubre de 1993, 26 de marzo y 9 de mayo de
1994, 8 de noviembre de 1995 y 11 de octubre de 1997).
Esto supuesto y habida cuenta, también, de que, «como lo que en
definitiva se persigue en todos los procesos expropiatorios es llegar a
428
la ajustada determinación de un justiprecio, cada sentencia procura la
justicia del caso concreto más que la elaboración de una doctrina
legal» (S. de 21 de febrero de 1974), resulta difícil y, en cierto modo,
arriesgado aislar aquí los criterios aplicados por la jurisprudencia en
el marco de la amplia libertad reconocida en el artículo 43 LEF. Baste
decir que los valores fijados a efectos fiscales se consideran por la
jurisprudencia como mínimos, de forma que el justiprecio que se fije
no podrá ser, en ningún caso, inferior a ellos (Ss. de 24 y 28 de
octubre, 28 de noviembre y 16 de diciembre de 1986, 11 de
noviembre de 1987, etc.). Sólo en esta medida está vinculado el
Jurado, que puede utilizar, en consecuencia, cualesquiera criterios con
el fin de llegar al valor real, entre ellos, por supuesto, el de los precios
pagados en operaciones de compraventa de bienes análogos por «su
indudable valor indicativo» (Ss. de 13 de junio, 30 de octubre y 22 de
diciembre de 1986; en otros casos se destaca el aspecto subjetivo
propios de las ventas privadas: S. 19 de diciembre de 1996), o el de
los justiprecios fijados en circunstancias semejantes (Ss. de 16 y 17
de marzo y 16 de octubre de 1987), aunque tampoco éstos tengan por
qué resultar determinantes por sí solos, dado que es «casi imposible»
(Ss. de 26 de marzo de 1980, 23 de junio de 1986, 4 de marzo y 10 de
noviembre de 1987) que se dé «una absoluta igualdad de las
circunstancias a ponderar» (S. de 15 de noviembre de 1978).
La libertad valorativa que el artículo 43 LEF ha procurado ha sido,
pues, prácticamente total, lo que, como más adelante precisaremos, ha
generado una tensión permanente entre el Legislador, empeñado en
excluir de las valoraciones de terrenos todo componente especulativo,
y los Tribunales, reacios a admitir la excepción. La pugna, que ha
tenido muchos y diferentes episodios, ha concluido con la reforma del
precepto citado por la LS de 28 de mayo de 2007 (hoy Texto
Refundido de 30 de octubre de 2015), que dio nueva redacción al
apartado 2 del mismo excluyendo categóricamente la aplicación del
régimen de libertad estimativa a las expropiaciones de bienes
inmuebles «para la fijación de cuyo justiprecio se estará
exclusivamente al sistema de valoración previsto en la Ley que regule
la valoración del suelo». Dejamos por ello para más adelante el
estudio de la valoración de los bienes inmuebles para completar ahora
el análisis del artículo 43 LEF con la exposición de alguno de los
criterios más usuales que, a su amparo, utiliza la jurisprudencia para
la valoración de los bienes y derechos cuya tasación no contempla
429
directamente la LEF.
B. Valoración de industrias y establecimientos mercantiles
En lo que se refiere a la valoración de las expropiaciones afectantes a
establecimientos comerciales o industriales, la doctrina
jurisprudencial viene distinguiendo tradicionalmente (Ss., por
ejemplo, de 27 de enero de 1930; 17 de abril y 5 de julio de 1956; 10
y 24 de noviembre y 4 de diciembre de 1964 y 8 de marzo de 1966,
entre otras) «entre expropiación de industria y expropiación de una
finca en la que existe una industria, cuyos efectos indemnizatorios
deben ser distintos, pues diferente es la expropiación de una industria
que consista en privar a quien la ejerce de continuar dedicándose a
ella, y el traslado de la misma pudiendo seguir en otro
emplazamiento su actividad negocial, distinción cuyas consecuencias
han de operar cuando se trata de fijar la indemnización compensatoria
de los perjuicios originados por la expropiación forzosa, pues en el
primer caso deberá comprender el valor del conjunto de la empresa
mercantil o industrial, en tanto que en el segundo habrán de valorarse
por separado los distintos bienes patrimoniales (terreno,
edificaciones, etc.) y los perjuicios que la variación de emplazamiento
origine, pues si en el supuesto de que exista posibilidad de traslado se
indemnizará al industrial por el valor conjunto de la industria podría
operarse un enriquecimiento injusto, si la estableciera nuevamente en
otra finca o local» (S. de 24 de abril de 1973).
La distinción entre extinción de la industria y traslado de la misma,
conceptualmente clara, depende en cualquier caso de que el
expropiado pueda realmente reiniciar su actividad en otro lugar, lo
que no ocurre siempre (vid., por ejemplo, las Ss. de 31 de enero de
1979, 17 de junio, 6 de julio y 21 de diciembre de 1981), entre otras
cosas por la inexistencia –o dificultad extrema– de encontrar una
ubicación nueva comparable, cuando ésta sea consustancial al
ejercicio de la concreta actividad industrial de que se trate. La
valoración cuidadosa de las circunstancias concurrentes en cada caso
concreto es aquí insustituible y no puede ceder ante la pura aplicación
de criterios típicos.
430
En el primero de los casos –expropiación de industria– es preciso
tener en cuenta, como advierten las Ss. de 9 de marzo de 1968, 20 de
noviembre de 1971, 21 de abril de 1972 y 7 de noviembre de 1973 y
recuerda esta última, que «en toda industria existen dos clases de
valores igualmente indemnizables cuando se expropian los bienes en
que se asiente: unos valores de carácter físico y otros valores de
carácter inmaterial, como la clientela, la organización, el criterio y
hasta el nombre comercial, aquéllos y éstos de indiscutible tasación
económica» (vid. también Ss. de 5 de diciembre de 1984, 28 de junio
de 1985 y 22 de junio de 1987).
En el segundo –indemnización por traslado–, que es el más frecuente,
el problema principal consiste en precisar las partidas integrantes de
la indemnización llamada a compensar los perjuicios inherentes a la
interrupción de las actividades y consiguiente reinstalación, perjuicios
que, según la jurisprudencia (Ss., entre otras muchas, de 26 de junio y
5 de octubre de 1968; 14 de abril de 1969; 7 de julio y 2 de octubre de
1970; 30 de septiembre, 22 y 23 de octubre de 1971; 4 de abril de
1974; 31 de enero de 1979, 27 de diciembre de 1984; 24 de
noviembre y 2 de diciembre de 1986; 22 de junio de 1987, 2 de
febrero de 1993, 3 de mayo de 1994, etc.), son de diversos tipos y
engloban los gastos de apertura (pago de tasas por licencias y
arbitrios municipales), los de nuevo emplazamiento (acometidas de
luz, agua, gas, teléfono), los de traslado físico de los elementos
productivos (desmontaje, acarreo, nuevo montaje y puesta a punto),
los de sustitución (obras de acondicionamiento del nuevo local), las
indemnizaciones abonadas por su titular al personal de la empresa
durante el período de paralización, los beneficios dejados de percibir
durante dicho período (en función, naturalmente, de los que se
acrediten como normales en la explotación interrumpida), la pérdida
total o parcial de clientela (pues, como dice la S. de 22 de noviembre
de 1974, «todo establecimiento abierto al público tiene una clientela
que pierde con el cierre y al reanudar el contacto con el público ha de
recuperar esa clientela perdida o adquirir otra nueva»; idem Ss. 4 de
diciembre de 1990, 14 de junio de 1994, 27 de enero de 1996), sin
perjuicio de que si el titular de la industria es un mero arrendatario del
local expropiado a esas partidas sean acumulables las que por este
concepto también le corresponden, especialmente cuando el precio de
los arrendamientos sustitutorios sean superiores al que disfrutaba,
supuesto en el cual habrá de capitalizarse la correspondiente
431
diferencia (S. 12 de diciembre de 2000).
C. Valoración de arrendamientos
Aunque el artículo 44 LEF remitió a la legislación especial de
arrendamientos, la determinación del justo precio debido a los
arrendatarios (cuya independencia como expropiados, art. 6.º REF, ya
notamos en el capítulo precedente), la entrada en juego del principio
de libertad estimativa del artículo 43 LEF y de la regla sustancial de
la indemnizabilidad de todos los perjuicios reales determinados por la
privación expropiatoria han concluido por establecer que esas
valoraciones tasadas de la legislación de arrendamientos tienen
simplemente el carácter de mínimas. La jurisprudencia ha declarado,
en efecto, que la indemnización básica debida a los arrendatarios es la
llamada de «capitalización de las diferencias de renta», que supone
capitalizar (normalmente a la tasa industrial del 10 por 100, valor que
acaso convenga revisar ante la situación actual de baja de intereses) la
diferencia anual de renta en más que el expropiado tenga que pagar
por volver a alojarse en un local igual en calidad y situación a aquél
de que la expropiación le desaloja (Ss. de 15 de marzo y 22 de abril
de 1960, 15 de febrero de 1965, 16 de octubre de 1967, 26 de junio y
23 de noviembre de 1968, 7 de marzo de 1979, 18 de marzo de 1982
y 12 de junio de 1986, 30 de noviembre de 1993, 12 de abril de 1997,
12 de diciembre de 2000, entre otras), lo cual no es sino la aplicación
estricta del principio indemnizatorio calculado sobre el valor de
sustitución. (Esta partida no procederá cuando el expropiado no se
beneficiaba de prórroga forzosa de su arrendamiento: Sentencias de 3
de junio y 17 de julio de 2000.) A esta partida básica debe añadirse: el
valor del precio de traspaso en el caso de los arrendamientos de
locales de negocio (Ss. de 22 de abril y 26 de noviembre de 1960, 15
de febrero de 1965, 23 de noviembre de 1968, 17 de junio de 1986,
etc.; la compatibilidad de esta partida con la anterior ha merecido
soluciones contradictorias, aunque bastantes sentencias admiten su
compatibilidad «ponderada»: Ss. de 27 de enero de 1971, 13 de mayo
y 22 de noviembre de 1974, 30 de octubre de 1979, 29 de octubre de
1980 y 17 de diciembre de 1984) y, en general, todos los gastos que
se demuestren motivados por la exigencia del traslado impuesto por la
expropiación (transporte de muebles, montaje y desmontaje, etc.),
432
más, en el caso de arrendamiento de locales de negocio, las partidas
antes aludidas en el caso de traslado de industrias. Alguna
jurisprudencia ha entendido que la valoración del derecho de
arrendamiento según estos criterios no debe superar nunca el que
corresponda al derecho de propiedad, pero la Sentencia de 30 de
marzo de 1999 precisa que este límite debe considerarse excepcional
y que ambos valores son independientes.
Éstas son, muy resumidas, las pautas que normalmente orientan la
valoración por Jurados y Tribunales en el marco de libertad
estimativa que configura el artículo 43 LEF, precepto que, al no tasar
los criterios utilizables al efecto, permite el manejo de cuantos se
estimen más idóneos en cada caso a los efectos de llevar al ánimo del
órgano competente para efectuar la tasación o revisar la idea de
justicia conmutativa en términos de garantía de un valor de
sustitución de lo expropiado que está en la base del sistema, tarea ésta
en la que, lógicamente, juega un papel decisivo la actitud probatoria
de las partes, para la que en nuestro ordenamiento tampoco existe tasa
legal, ni en orden a la utilización de los distintos medios disponibles,
ni en lo que se refiere a la valoración de su resultancia, que ha de
realizarse, como dice la S. de 4 de diciembre de 1972, «acudiendo a
las admoniciones de la Ley supletoria de Enjuiciamiento Civil –art.
632–, la cual dispone que los Jueces y Tribunales apreciarán la prueba
pericial según las reglas de la sana crítica, constituida por un tertium
genus equidistante de la prueba libre y de la prueba legal, a base de la
llamada persuasión racional, de conformidad con los dictados de la
recta razón, según juicio discreto y objetivo, como ha destacado la
doctrina procesalista más autorizada, es decir, y en concreto, que la
jurisdicción contencioso-administrativa tiene plena soberanía para
decidir sobre el justo precio sin atenerse a ninguna de las valoraciones
periciales» –Ss. de 30 de mayo de 1945; 27 de febrero y 10 de marzo
de 1966; 11 de julio de 1957; 27 de febrero, 6 de marzo, 14 de abril y
6 de noviembre de 1958; 3 de mayo y 12 de noviembre de 1960 y 17
de mayo de 1962–, e, incluso, para fijarlo pueden tener en cuenta
factores y pruebas no obrantes en el expediente: Sentencia de 2 de
abril de 1959. La jurisprudencia (Ss. de 22 de abril, 28 de mayo, 28
de junio de 1991, 5 de diciembre de 1992) declara que, en caso de
discrepancia entre el informe pericial, emitido en el proceso y la
valoración del Jurado el Tribunal fija el justiprecio según dicho
informe valorado conforme a las reglas de la sana crítica.
433
VI. EL PAGO DEL JUSTO PRECIO
Una vez fijado el justo precio por el Jurado, se procederá a su pago, el
cual deberá hacerse en el plazo máximo de seis meses (art. 48.1 LEF),
sin perjuicio de que pueda continuar el eventual litigio entre las partes
en vía contencioso-administrativa sobre la cuantía correcta de dicho
justo precio; ya dijimos más atrás que en este supuesto el artículo
50.2, obliga a efectuar el pago de la cifra fijada por el Jurado, aunque
no sea firme, por virtud del principio de ejecutoriedad.
El pago se verificará precisamente en dinero, dice el artículo 48.2, y
estará exento de toda clase de gastos, impuestos, gravámenes o
arbitrios del Estado, Provincia o Municipio (art. 49), y también, por
supuesto, de las Comunidades Autónomas.
La posibilidad de un pago en «terrenos de valor equivalente» se
admite con normalidad por la legislación urbanística mediante
«acuerdo con el expropiado». En el caso, regulado por la LEF, de
expropiaciones que den lugar al traslado de poblaciones, se contempla
la posibilidad de una afección del justiprecio a la adquisición de
propiedades en un nuevo poblado donde concretar el traslado, pero
también es fórmula voluntaria. En fin, de «permuta forzosa» se habla
en el Derecho Agrario como sistema de eliminar enclavados o
estimular la concentración de propiedades dispersas, una especie,
pues, de concentración parcelaria puntual o limitada a dos
propietarios; los artículos 262 y siguientes de la Ley de Reforma y
Desarrollo Agrario de 1973 regulan el supuesto, que implica el
derecho del permutado forzoso a recibir en cambio una parcela «de
extensión no inferior a la enclavada ni superior al doble y de valor en
venta superior en un 50 por 100» (art. 263).
En caso de que el expropiado rehúse recibir el precio o si existe litigio
sobre el derecho a percibirlo entre varios interesados o con la
Administración expropiante, el pago se entiende realizado mediante
consignación de su importe en la Caja General de Depósitos, donde
quedará a disposición de la autoridad o Tribunal competente (art. 50.1
LEF).
Del pago o, en su defecto, de la consignación sustitutoria se levantará
434
un acta ante el Alcalde del término en que radiquen los bienes
(aunque puede convenirse otro lugar de pago: art. 48.2 LEF). Como
ya notamos más atrás, este acta constituye el título de la adquisición
expropiatoria, da por ello derecho a la ocupación (art. 51), retenida
hasta este momento por el principio del previo pago, salvo las
excepciones que ya estudiamos más atrás, y junto con el acta de
ocupación constituye título inscribible en el Registro de la Propiedad
y demás Registros públicos de la transferencia expropiatoria (art. 53).
VII. LA GARANTÍA DEL JUSTIPRECIO FRENTE A DEMORAS
Y DEPRECIACIÓN MONETARIA
1. PLANTEAMIENTO GENERAL DEL PROBLEMA
De poco serviría extremar las técnicas de valoración y de ponderación
de la justicia en la indemnización expropiatoria si luego ésta o tarda
en fijarse o, fijada, tarda en hacerse efectiva al expropiado,
provocando con estos retrasos un envilecimiento de su valor real,
supuesta la inflación endémica que sufren las economías actuales. En
la expropiación se produce un fenómeno de cambio desde la
perspectiva del expropiado: éste se ve privado de un bien concreto y
en su lugar el sistema legal pone una indemnización que ha de
corresponder exactamente a la pérdida sufrida, de modo que el valor
total de su patrimonio no ha de sufrir quebranto tras la operación
expropiatoria; pero si entre las dos prestaciones de este fenómeno de
cambios se intercala un transcurso temporal de alguna duración,
rompiendo lo que más atrás hemos llamado la paridad temporal entre
las dos prestaciones, entonces tal correspondencia de valor puede
perderse si la indemnización no corrige la pérdida del valor del dinero
que en ese tiempo se habrá producido.
Éste es el problema específico con que el legislador de la LEF se
enfrentó de manera consciente, tras una experiencia que, iniciada ya
en 1918, con la modificación legislativa del régimen de la reversión
expropiatoria (tema sobre el que en el siguiente epígrafe de este
capítulo hemos de detenernos), se había agudizado con motivo del
grave movimiento inflacionario posterior a nuestra guerra civil. En un
435
famoso dictamen de 1947 el Consejo de Estado había postulado
resueltamente la técnica de lo que luego se llamará retasación, esto es,
volver a evaluar el bien expropiado sobre unidades monetarias
actuales cuando entre la primitiva valoración y su pago final ha
transcurrido un tiempo prolongado que hace inactual dicha valoración
y, por tanto, contraria a la justicia; la doctrina de la cláusula rebus sic
stantibus, más el principio de la buena fe y los propios fundamentos
institucionales de la expropiación, que proscribe resueltamente todo
quebranto económico en el expropiado, sirvieron de fundamento a esa
doctrina, que recibió sin reservas el Tribunal Supremo (Ss. de 3 de
enero y 9 de noviembre de 1953, 15 de febrero de 1957, 17 de febrero
de 1958, 28 de noviembre de 1963, todas referentes a expropiaciones
anteriores a la LEF).
La LEF de 1954, consciente, pues, del problema, puso en batería un
complejo de técnicas para evitar las injusticias sustanciales que esas
situaciones producían, concretamente cuatro técnicas:
– 1.ª Una reducción drástica de los plazos del procedimiento
expropiatorio, sobre lo cual pone un énfasis un tanto inocente la
Exposición de Motivos de la LEF, hablando de una básica «economía
procesal conseguida», de una sustancial «aligeración del
procedimiento»; frente a los largos plazos permitidos por la Ley de
1879, la «duración máxima de los trámites» quedan fijados así: un
mes –incluido el recurso de alzada– para la declaración de la
necesidad de la ocupación; cincuenta y ocho días para la fijación del
justiprecio; seis meses para el pago.
– 2.ª La técnica de los intereses de demora: el beneficiario debe
adicionar al justiprecio el interés legal (entonces el 4 por 100; la Ley
de Autonomía del Banco de España, de 1 de junio de 1994, dispuso
que el interés legal del dinero y el de demora se determinará cada año
por la Ley de Presupuestos Generales del Estado) si transcurren seis
meses (tres en el caso de las requisas: art. 105) desde la iniciación del
expediente expropiatorio sin haberse fijado el justiprecio, o si fijado
éste no se hace efectivo en el mismo plazo (arts. 56 y 57 LEF).
– 3.ª La técnica más enérgica de la retasación: ha de procederse a una
nueva valoración del bien expropiado si transcurren dos años desde
que se ha fijado el justiprecio sin hacerlo efectivo (art. 58 LEF).
436
– 4.ª Finalmente, la declaración de turno preferente de los procesos
sobre expropiación forzosa, declaración que formuló el artículo 126.4
LEF, que reiteró el artículo 77.1 LJ de 1956, pero que ha
desaparecido de la LJ de 1998.
Veremos que todos estos mecanismos, que aparentan constituir un
sistema bastante completo, han sido, sin embargo, ineficientes para
evitar los graves quebrantos que a las economías de los expropiados
produce la incidencia sobre ellos de unos procedimientos
expropiatorios que se prolongan temporalmente de una manera casi
inacabable, y más aún si intervienen procesos contencioso-
administrativos, quebrantando la ideal paridad temporal de
prestaciones.
2. ANÁLISIS DE LAS TÉCNICAS CORRECTORAS DE LA LEF Y SU
INSUFICIENCIA
A. La reducción de los plazos del procedimiento
La reducción de plazos enfatizada por la Exposición de Motivos de la
LEF ha operado, más que nada, sobre el papel, pero no en la realidad.
La Administración no considera normalmente esos plazos como
verdaderamente preceptivos y el principio del artículo 63.3 LPC
parece liberarla de sanciones de caducidad o de pérdida de derechos
por incumplimiento de los mismos –por cierto, que con notoria, grave
e injustificada desigualdad respecto de los plazos, incluso de los
mismos plazos en el trámite contradictorio de justiprecio, que afectan
a los administrados–. No se conoce un solo caso de un Jurado
resolviendo en el plazo legal de ocho días, y así sucesivamente.
No obstante, es evidente que la observancia de los plazos de la acción
administrativa (y más si afectan a beneficiarios privados) no puede
calificarse de una mera «obligación natural», en el sentido del
Derecho romano, y mucho menos si su cumplimiento es reprochable
a una actitud deliberada y dolosa, buscando el beneficio económico
correlativo al empobrecimiento que en el patrimonio del expropiado
se sigue necesariamente de una prolongación desmesurada de los
437
trámites expropiatorios. Luego volveremos sobre esto.
B. Los intereses de demora
La jurisprudencia del Tribunal Supremo, tras algunas vacilaciones, ha
sido generosa en cuanto al devengo de esos intereses establecidos en
los artículos 56 y 57 LEF para los supuestos ya relatados, disponiendo
que su devengo es automático, por ministerio de la Ley, sin requerir,
pues interpellatio del expropiado y ni siquiera petición previa a la
formulada en la demanda del proceso; las Salas admiten incluso la
condena al pago de estos intereses en trámite de ejecución de
Sentencia (vid., por todas, las Sentencias de 6 de octubre de 1986, 21
de enero de 1987 y 24 de julio de 2001). Se ha establecido que el
plazo de prescripción para la reclamación sustantiva de estos intereses
es de cinco años (vid., por ejemplo, las Sentencias de 7 de abril y 29
de septiembre de 1978 y 15 de junio de 1982) y que no caben
intereses de intereses (aunque, una vez liquidados los debidos tras el
pago del justiprecio, la demora en su pago independiente genera otros
intereses razonablemente sobre la cantidad ya líquida: en este sentido,
que es el correcto, las Sentencias de 5, 12 y 19 de diciembre de 1989,
24 de julio de 2001).
La cuantía de estos intereses se fija por los artículos 56 y 57 LEF en
el interés legal, que, como ya notamos, se establece ahora cada año
por la Ley de Presupuestos Generales del Estado. Importa notar,
además, que los intereses expropiatorios se consideran por la
jurisprudencia frutos civiles, por lo que deben entenderse devengados
día por día y, por lo tanto, a los tipos vigentes durante el período en
que hayan de ser liquidados (Ss. de 21 de enero, 5 de febrero y 17 de
marzo, 22 de abril, 26 de mayo y 29 de septiembre de 1987, etc.).
Especialmente matizada, con cita de otras Sentencias, la de 24 de
julio de 2001, que recuerda, además, que su base es el justiprecio con
el premio de afección.
El dies a quo para el cómputo del plazo de seis meses en el supuesto
de intereses de demora en la fijación del justiprecio es siempre la
fecha de iniciación legal del expediente expropiatorio, es decir, el día
en que gana firmeza el acuerdo de necesidad de ocupación (art. 21.1
438
LEF), aunque la pieza separada de justiprecio se abra realmente más
tarde (Ss. de 7 de junio de 1985, 13 de enero y 28 de abril de 1986,
etc.), y el dies ad quem la fecha en que el Jurado adopta el acuerdo
definitivo de fijación del justiprecio (Ss. de 20 de febrero y 28 de
junio de 1985). En expropiaciones urgentes el dies a quo del devengo
es el de la ocupación, sin perjuicio de que si se demorase ésta más de
seis meses entre en juego el devengo normal según la regla general
del artículo 56 (Sentencia de 24 de julio de 2001).
En cuanto a los intereses por la demora en el pago, el plazo de seis
meses se computa a partir del día en que el Jurado adopta el acuerdo
de determinación del justiprecio (Ss. de 18 de marzo de 1977, 19 de
enero de 1993 y 22 de junio de 2002).
C. La retasación
Como ya dijimos, esta técnica da derecho al expropiado a instar una
nueva valoración adaptada a las unidades monetarias actuales si han
transcurrido cuatro años desde la fijación del justiprecio sin haberse
pagado (art. 58 LEF). Ese plazo «ha de contarse desde que el
justiprecio quedó definitivamente fijado en vía administrativa, sin que
el mismo, que es propiamente un plazo de caducidad, se interrumpa
por la interposición de recursos jurisdiccionales» (Sentencia de 17 de
marzo de 2014). El Tribunal Supremo ha precisado que el plazo legal
no se suspende por un proceso abierto sobre la expropiación y su
justiprecio, y también que no queda enervada por el hecho de que en
ese proceso el Tribunal haya concluido por confirmar el justiprecio
fijado por el Jurado, o incluso si ha declarado otro superior, de modo
que la caducidad de este justiprecio no podrá excluirse por un
supuesto argumento de cosa juzgada (Ss. de 3 de octubre de 1970 y
24 de enero de 1972).
La Sentencia de 3 de junio de 2000 aclara por su parte que el hecho
de haberse pedido la retasación, no exime a la Administración del
deber de abonar íntegramente el justiprecio determinado por el Jurado
y los intereses de demora correspondientes, a lo que la Sentencia de
22 de febrero de 2005 añade que el pago realizado con posterioridad a
la solicitud de retasación («poco importa el momento en que se pidió,
439
si fue el día antes o un mes antes del pago o en cualquier otro
momento») tampoco exime a la Administración del deber de
realizarla.
La fórmula retasatoria, que fue generosa inicialmente en la fijación
del plazo que la abre paso (dos años, ahora elevados a cuatro por la
nueva redacción dada al artículo 58 LEF por la disposición final 2ª de
la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, de Presupuestos para 2013),
cuatro años, no parece, sin embargo, operativa. Por una parte, no
resuelve el problema, que es absolutamente común, de la demora
superior a dos años del pago de los suplementos que al justiprecio
señalan las sentencias de los procesos contencioso-administrativos,
cuando se pagó inicialmente el justiprecio declarado por el Jurado. En
segundo término, no es una fórmula práctica, puesto que no puede
serlo ofrecer a un expropiado que ha sufrido largos años los trámites
de una expropiación y los subsiguientes de un proceso contencioso-
administrativo en dos instancias, al fin concluidos, que vuelva a
iniciar un nuevo trámite administrativo de justiprecio, que casi
inevitablemente dará lugar a otra nueva serie de procesos; pero no
sólo será el desaliento lo que impida al expropiado la oportunidad de
emprender esa vía de la retasación, sino también la clara conciencia
de su ineficacia, puesto que la segunda valoración y la segunda serie
de procesos pueden resultar de nuevo incumplidos en un segundo
plazo por otros dos años, lo que daría lugar a una segunda retasación,
y así sucesivamente.
Mucho menos la solución reevaluatoria es una solución para los
débiles, que necesitan para subsistir disponer del dinero de la
expropiación. Por todo ello, esta técnica es utilizada muy
excepcionalmente, a pesar de ser en el ánimo del legislador el arma
principal ante el problema específico que nos ocupa.
D. La calificación preferencial de los procesos sobre expropiación
La eventual intercalación de un proceso contencioso-administrativo
para fijar la justicia del precio expropiatorio, cuando, como ya
sabemos, la ocupación se hace posible sin más que pagar o consignar
el justiprecio fijado por el Jurado (art. 48), ha preocupado al
440
legislador, pues ese proceso puede durar mucho, y aún más con las
dos instancias disponibles, que serían inevitables si entra en juego,
como es normal, la obligación legal de apelar del Abogado del Estado
o la facilidad que se le da al beneficiario privado de retrasar con ello
el pago de un suplemento al justiprecio fijado por el Tribunal de
primera instancia. Como para el legislador es apodíctico que a los dos
años los precios quedan desfasados (art. 58 LEF, a efectos de
legitimar la retasación), parece haber querido que ese proceso
subsiguiente a la fijación administrativa del justo precio no llegue a
ese tiempo, y para ello ha dispuesto la calificación de preferente del
mismo, que hemos visto que pasó al artículo 77.1 LJ de 1956.
Pero tal preferencia, que no jugó nunca en la práctica, ha
desaparecido hoy en la LJ de 1998.
De este modo, las sentencias contencioso-administrativas, con su
valoración histórica de un bien que ya está normalmente en posesión
del beneficiario, fijan –cuando lo hacen– suplementos a los
justiprecios que están ya radicalmente desfasados, según los módulos
temporales de la propia Ley. Se prima, pues, a los beneficiarios que
no han estado dispuestos a llegar a mutuos acuerdos razonables, a la
Administración que ha impartido a sus representantes en el Jurado
instrucciones de llegar a justiprecios bajos. El sistema de intereses de
demora, a que nos hemos referido, no ha compensado normalmente
este quebranto, aunque en una fase de estabilidad de precios, como la
que parece que hemos iniciado, podrían resultar compensatorios si las
Leyes de Presupuestos no redujesen su importe.
Vemos que, uno a uno, los mecanismos cuidadosamente dispuestos
por el legislador para evitar la iniquidad sobrevenida de una
desvalorización sustancial incidente sobre los justiprecios, que supone
para el expropiado romper radicalmente en su contra el cuidadoso
equilibrio conmutativo que la Ley ha querido establecer entre la
pérdida expropiatoria y su compensación económica, todos esos
mecanismos, unos tras otro, se revelan ineficientes para conseguir esa
finalidad.
Nos parece evidente que en este punto (y en el de las declaraciones de
urgencia, que acumulan en cadena toda la serie de injusticias
descritas) la Ley merece una reforma, para evitar la desnaturalización
de la institución expropiatoria, que no es un instrumento de
441
empobrecimiento de los expropiados, como de hecho está
funcionando, sino, por el contrario, de dejarlos indemnes en su
integridad patrimonial. Pero aún sin necesidad de esa reforma,
creemos que un esfuerzo de los aplicadores de la Ley y, por supuesto,
y prevalentemente, de la jurisprudencia, puede evitar, al menos, en
muchos casos, esos efectos negativos.
Vamos a repasar brevemente las posibles técnicas que pueden
ponerse a contribución en ese esfuerzo de efectiva y necesaria lucha
por el Derecho.
3. LA CORRECCIÓN DE LAS INIQUIDADES RESULTANTES
Cambiando un tanto el orden sistemático impuesto por la glosa del
sistema legal, conviene recapitular un momento los supuestos en que
el desajuste temporal entre la privación expropiatoria y su
compensación económica permiten aparecer los fenómenos de grave
quebranto económico del expropiado.
A) Separación temporal entre la iniciación del expediente
expropiatorio y el momento de fijación del justiprecio
Aunque la declarada prevalencia del artículo 36 LEF sobre el 28 REF
según el Tribunal Supremo, como hemos visto más atrás, impide
echar a las espaldas del expropiado el retraso que se le hace sufrir en
poner en marcha el expediente de justiprecio (lo que es normal,
además de profundamente ilegal, cuando se ha comenzado con una
ocupación urgente), de modo que la valoración ha de referirse a ese
momento del justiprecio y no a ninguno anterior, sigue cabiendo, y
tampoco es excepcional por desgracia, que, una vez el expediente de
justiprecio abierto, la decisión del Jurado se retrase notablemente, por
supuesto siempre más de los ocho días legales; la paridad temporal
buscada por la Ley queda, pues, rota.
Es evidente que la Administración no puede obtener beneficios de su
propia torpeza (allegans propriam turpitudinem non auditur), esto es,
lograr una ventaja económica de su incumplimiento de los plazos
legales para resolver –y, sin embargo, esto es lo que está ocurriendo a
442
través de la referencia de la valoración a un momento teórico, el del
inicio del expediente de justiprecio, que la conducta culposa, si no
dolosa, de la Administración ha dejado en la noche histórica–.
En la LS de 1976, artículo 69, encontramos un mecanismo que palía
parcialmente esos inconvenientes: permite al expropiado abrir él el
expediente de justiprecio si la Administración incumple su obligación
de hacerlo. Los plazos de ese precepto, como propios de un complejo
problema de urbanización, son, sin duda, excesivos para intentar
generalizarlos a las expropiaciones ordinarias, cuyos plazos son en la
LEF mucho más cortos, pero el modelo existe. La Administración
pierde su prerrogativa de «titular del trámite» cuando abusa de ella,
omitiendo su puesta en ejercicio y causando con ello daños a terceros.
La legislación urbanística autonómica más reciente sigue esta misma
línea.
Otra segunda técnica disponible es la de una retasación de las «hojas
de aprecio» –no, pues, del justiprecio ya formalizado, que es lo
regulado en el art. 58 LEF–, que debe permitirse al expropiado cada
seis meses (fecha de demora según el art. 56 LEF), para evitar que los
incumplimientos de los plazos legales que realizan la Administración
o el beneficiario privado, o ambos, puedan significar un daño para él,
que es ajeno a tal incumplimiento. La regla de la «identidad de
razón», que legitima la analogia legis en el artículo 4.º.1 CC, permite
llanamente esta extensión de la técnica retasatoria, así como los
principios de la buena fe y de la prohibición de abuso de derecho o de
exceso en «los límites normales del ejercicio de su derecho con daño
para tercero», del artículo 7.º del mismo Código. Los plazos, en una
materia tan grave como la que nos ocupa, constituyen, sin duda, un
«límite normal» de la facultad administrativa de justipreciar las
expropiaciones. Esta tesis está aceptada en la Sentencia de 14 de
octubre de 1977, la cual, «conforme al principio general inspirador
del artículo 58 de la vigente LEF», admite que haya que «referir el
justiprecio no al momento de iniciación del expediente, sino al en que
se reanuda éste», tras una paralización abusiva, invocando el
principio allegans propriam turpitudinem non auditur por referencia
al beneficio que la Administración «deliberada y conscientemente»
trata de obtener con estas demoras «a costa de los indefensos
expropiados». La Sentencia faculta a éstos, pasados dos años (el plazo
menor de seis meses está aceptado por la S. de 2 de febrero de 1980, a
443
que luego aludiremos) a «reactualizar la valoración» de su hoja de
aprecio, bien con una hoja nueva, bien aplicando a la inicial los
índices oficiales de variación de precios. La misma doctrina en las
Sentencias de 22 de febrero y 22 de diciembre de 1978, 10 de octubre
y 16 de diciembre de 1981. El Tribunal Supremo subraya, en todo
caso, que la retasación es «exactamente igual que si se tratase de un
nuevo e independiente expediente expropiatorio... y que no basta una
mera actualización monetaria a través de los índices de precios» (S.
de 3 de noviembre de 1993; idem Ss. de 21 de febrero de 1991, 24 de
junio de 1992, 14 de febrero de 1995).
B) Separación temporal entre la privación expropiatoria y la fijación
del justiprecio
El enunciado comprende dos hipótesis: privación total antes de toda
fijación del justiprecio, de lo que es prototipo la expropiación urgente,
y privación expropiatoria cuando se ha fijado por el Jurado un
justiprecio que luego una sentencia contencioso-administrativa
declara insuficiente, cuando ya el beneficiario se ha apoderado del
bien expropiado.
Del primer caso no trataremos en detalle, bastándonos con remitirnos
a lo expuesto más atrás a propósito de las expropiaciones urgentes y
sus gravísimos problemas. El sistemático incumplimiento de la regla
7.ª del artículo 52 LEF, que ordena la prioridad absoluta en el
expediente de justiprecio de estas expropiaciones una vez ocupados
los bienes, no puede constituir un título válido de atribución
patrimonial en favor de la Administración y de empobrecimiento del
expropiado víctima. Una verdadera actio doli es aquí oponible,
entrando en juego el principio de reparación integral de perjuicios,
incluso indirectos, que en caso de dolo dispone el párrafo segundo del
artículo 1.107 CC, o, sin salirnos del ámbito jurídico-administrativo,
el artículo 32 LSP respecto a los daños causados «por funcionamiento
anormal del servicio público», y anormal es toda prolongación del
expediente que exceda de los seis meses legales.
El segundo supuesto patológico se refiere a la declaración por el
Tribunal contencioso-administrativo, años después de la ocupación
realizada mediante el pago del justiprecio señalado por el Jurado, de
que este justiprecio es insuficiente. Este juicio del Tribunal ¿ha de ser
necesariamente un juicio histórico, esto es, según el mito del carácter
444
«revisor» de la jurisdicción contencioso-administrativa, ha de
limitarse a determinar si el Jurado actuó o no correctamente en el
momento en que lo hizo y, por tanto, decidir los suplementos del
justiprecio insuficiente sobre la base de los valores de cuatro, seis,
ocho años anteriores al momento del fallo? Así operan en la práctica
general las sentencias contencioso-administrativas, pero no parece
que ello tenga que ser fatal. Tampoco sirve para esta hipótesis la
técnica formal de la retasación, pues ello implicaría un reenvío a la
vía administrativa y un eventual nuevo proceso, que, a la vez, porque
no se concluirá normalmente en los dos años del artículo 58 LEF,
exigiría una nueva retasación –y así indefinidamente–. Creemos
disponible otra técnica más simple, sin necesidad de reforma legal
alguna.
Baste notar que el propio sistema del contencioso impone que para
hacer el pronunciamiento de la procedencia de un suplemento de
justiprecio la sentencia tiene que comenzar por anular el acuerdo del
Jurado cuya valoración el Tribunal estima insuficiente. Pero es
importante notar que esa anulación, que revela un funcionamiento
anormal del servicio público, si ha producido daños, y ése es
justamente el caso, legitima una indemnización de daños y perjuicios
(art. 32 LSP), que puede depurarse en el mismo proceso aun sin
haberse pedido en la vía administrativa (arts. 36 REF, 65.3 LJ, e infra
capítulo siguiente) y que ha de procurar una reparación integral y no
tasada del perjuicio, lo que implica aquí, por esta vía, la necesidad de
retasar el suplemento del justiprecio en valores actuales, esto es,
actualizar los suplementos en pesetas del momento de la efectividad
de la indemnización.
Esta tesis, a la que en otra ocasión hemos llamado de «retasación
interna» en el seno de un proceso abierto, sin retorno a la vía
administrativa, está aceptada por la importante Sentencia de 28 de
junio de 1977, invocando «elementales principios de equidad y
economía procesal», y todo ello «conforme al principio inspirador del
artículo 58 de la vigente LEF». Más explícitamente aún, la capital
Sentencia de 2 de febrero de 1980, que aunque producida en un
supuesto de responsabilidad y no de expropiación lo hace mediante
una «ampliación analógica de la técnica de la retasación del artículo
58 de la Ley de Expropiación Forzosa», razona con toda explicitud
que la petición retasatoria interna en el seno del proceso «no supone
445
alteración esencial del petitum como contenido de la pretensión, ya
que ésta viene referida a instar la reparación de los daños o perjuicios
sufridos, cuya entidad o, expresión numérica vendrá referida al total
importe de los sufridos...; por eso mal puede hablarse de cuestión
nueva o de simple petición que amplíe, desnaturalizando, la
pretensión en marcha, porque, al contrario, aun habiendo pedido,
como se pidió, una cifra de indemnización inferior a la que luego se
concreta en el suplico de la demanda, existían razones o datos
objetivos que amparaban tal proceder, como era el transcurso de un
plazo superior a dos años a partir del hecho determinante... (por lo)
que no cabe calificar de ampliatoria o modificatoria, sino de simple
adecuación a la realidad, actualización... y el mantenimiento de su
real virtualidad», de acuerdo con el artículo 58 LEF. Esta Sentencia,
que cita en su apoyo la ya aludida de 28 de junio de 1977, pareció
abrir definitivamente la puerta a la doctrina de la «retasación interna»,
que, por lo demás, venía a coincidir con la jurisprudencia civil
contemporánea sobre las deudas reparatorias como «deudas de valor»
y no de cantidad, susceptibles por ello de actualización incluso en
fase de ejecución de sentencia (Ss. de la Sala 1.ª del Tribunal
Supremo de 20 de mayo de 1977 y 20 de junio de 1978). Sin
embargo, la jurisprudencia contencioso-administrativa posterior se ha
resistido a aceptarla durante años, actitud ésta a la que parece haber
puesto fin la Sentencia de 4 de diciembre de 1990, que acepta
abiertamente la actualización en el seno del propio proceso de la cifra
en que se cuantificó en vía administrativa la indemnización solicitada
por el recurrente, doblándola exactamente, porque «tal actualización
está fundada en el principio de la indemnización patrimonial al
perjudicado que inspira la responsabilidad civil de la Administración.
Y además, con mucha mayor generalidad, encuentra fundamento en
el principio de que la necesidad de acudir al proceso para obtener la
razón no debe perjudicar a quien tiene la razón. Sentencias de 27 de
febrero y 20 de marzo de 1990». Las Sentencias de 15 de enero de
1992, 24 de enero y 16 de diciembre de 1997 y 25 de abril de 1998
califican ya con toda normalidad como una «deuda de valor» toda
obligación pecuniaria de resarcimiento.
El apoyo adicional de este último principio, que forma ya parte del
acervo comunitario tras su incorporación a la Sentencia Factortame
del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, puede y debe
decidir definitivamente la cuestión en favor de la retasación interna,
446
sin la cual el propio derecho fundamental a una tutela judicial efectiva
y el derecho del expropiado a percibir el valor real de los bienes y
derechos de que se ve despojado, que también garantiza el artículo
33.3 de la Constitución, resultarán sencillamente burlados.
C) Separación temporal entre la fijación del justiprecio y su pago
efectivo
Aquí es donde la LEF arbitra, como se recordará, el sistema de la
retasación, a cuya insuficiencia ya nos hemos referido.
Parece claro que una eventual reforma de la Ley debería liberar al
expropiado de la gravosidad de un remedio tan escasamente práctico,
habilitándose al menos fórmulas optativas que permitan una revisión
automática del justiprecio sin tener que emprender el penoso camino
de una vuelta atrás. El artículo 112 de la LS de 1976 ofrece una al
respecto, ya que dicho precepto, tras fijar una congelación de las
valoraciones expropiatorias urbanísticas en diez años, admitía, no
obstante, dentro de ese plazo una revisión de los justiprecios «de
oficio o a petición de cualquier propietario afectado», «cuando
circunstancias reales y ajenas a especulaciones originaren notorias
variaciones en el mercado de terrenos o en la situación económica
general», revisión que habría de realizarse siguiendo los índices
oficiales de precios al por mayor, «sin perjuicio de otros factores».
El problema se presenta aún con mayor gravedad cuando de lo que se
trata es de pagar los suplementos al justiprecio acordados por
sentencias firmes, pagos que, incomprensiblemente, se demoran años
y años. Entendemos que aquí, aplicando una técnica general a la que
más adelante haremos referencia, al tratar (cap. XXV) de la ejecución
de las sentencias contencioso-administrativas, la solución está a la
mano, sin más que aplicar una previsión legal. La LJ de 1998, artículo
106 permite, no sólo la aplicación del interés legal a contar desde la
fecha de notificación del fallo, sino incrementar ese interés en dos
puntos, permitiendo el artículo 112 la imposición de multas
coercitivas reiterada en caso de incumplimiento de los plazos de
ejecución definidos por el Tribunal según el artículo 109.
La ya citada Sentencia de 2 de febrero de 1980 confirmó el fallo de la
Audiencia Nacional, que, en un caso de condena a la Administración
al pago de una indemnización de daños y perjuicios (si bien
447
aplicando, conforme a lo dispuesto en el art. 134.4 REF, las normas
de valoración de la expropiación forzosa), dispuso que si la
Administración dejase transcurrir seis meses desde la recepción de la
Sentencia sin haber satisfecho el capital y en su caso los intereses
deberá abonar, además de ese capital e intereses, los daños y
perjuicios adicionales que se justifiquen que tengan su origen en
desajustes del valor de la moneda y que se determinen en ejecución
de Sentencia. Todo ello con base en el artículo 58 LEF, que imponen
«el objetivo reparatorio total, lo que no se lograría manteniendo
congeladas la indemnizaciones impagadas o dejando sin cumplir, o
cumpliendo tardíamente sin estimación de la mutación que haya
podido operarse, las obligaciones indemnizatorias declaradas en
Sentencia». Es, sin duda, la fórmula óptima, que es de esperar que se
generalice definitivamente.
Al final de este recorrido analítico reaparece un concepto que
habíamos ya utilizado más atrás: el derecho del expropiado al
procedimiento no incluye sólo el derecho a una sucesión regular de
los distintos trámites por el orden legal, sino también, y de manera
muy especial, el derecho a su desarrollo temporáneo, esto es,
precisamente en los plazos legales, plazos sobre cuya observancia la
Ley ha construido el equilibrio conmutativo entre la pérdida
expropiatoria y su indemnización. Si tales plazos no se observan, y
ello ocurrirá siempre sin culpa del expropiado, sujeto pasivo a la vez
de la operación y del procedimiento, el beneficiario no puede ganar
de este hecho, del que normalmente él será culpable si no autor
doloso, un título de enriquecimiento patrimonial frente el expropiado;
éste tiene un efectivo derecho a corregir ese desequilibrio patológico
y a restablecer las bases económicas sobre las que únicamente la
expropiación puede legitimarse.
VIII. LA REVERSIÓN DEL BIEN EXPROPIADO
1. JUSTIFICACIÓN Y NATURALEZA DE LA REVERSIÓN
La última garantía que el sistema legal exige en beneficio del
expropiado se manifiesta posteriormente a la íntegra consumación de
448
la expropiación y se concreta en el derecho con que se habilita el
expropiado para recuperar el bien que fue objeto de la expropiación
«en el caso de no ejecutarse la obra o no establecerse el servicio que
motivó la expropiación, así como si hubiera alguna parte sobrante o
desapareciese la afectación» (art. 54 LEF). Es la llamada reempción,
retrocesión, reexpropiación, remisión de la expropiación; reversión,
en la LEF y en su Reglamento.
Tras el estudio que quedó hecho en el capítulo precedente de la
doctrina de la causa de la expropiación se comprende fácilmente cuál
es la razón, y también la naturaleza, de ese derecho del expropiado a
recuperar el bien expropiado si el beneficiario no cumple el destino
causal de la expropiación. Ésta, recordemos, no es una simple
adquisición forzosa de un bien en la que simplemente se haya
sustituido la voluntad de las partes por el autoritarismo de una de ellas
y que, a continuación, faculte al adquirente a gozar y disponer de
dicho bien (art. 348 CC) en la forma libre que le convenga. Por el
contrario, se trata de la privación autoritaria o imperativa de un bien
que puede o no corresponder a una adquisición del mismo en favor
del beneficiario de la operación, pero que en cualquier caso está
ordenada, tanto en su justificación como en su consecuencia, al
cumplimiento de una específica operación de transformación de dicho
bien, transformación normalmente material pero que puede ser
simplemente jurídica, y a la que la Ley califica de causa de utilidad
pública o de interés social. Esta causa específica domina toda la
operación expropiatoria: tiene que existir de una manera previa para
hacerla posible, pero también, tras la consumación de la expropiación
misma, determina que al cumplimiento de dicha causa «ha de
afectarse el objeto expropiado» (art. 9.º LEF). Esta causa es
específica, referible a una finalidad determinada, cuyo cumplimiento
viene a incidir sobre un bien también específico «estrictamente
indispensable» a ese fin (art. 15 LEF). Por ello, precisa el artículo 66
REF, «se prohíbe la realización de obras o el establecimiento de
servicios distintos en relación con los terrenos o bienes expropiados a
aquellos que motivaron la expropiación».
Pues bien, ocurre que si tras la consumación de la operación
expropiatoria el beneficiario adquirente –en el supuesto normal de
adquisición traslativa– del bien expropiado no destina éste a la
finalidad con cuya invocación se justificó la expropiación, ésta se
449
revela innecesaria; a ello se equiparan los otros supuestos enunciados
en el artículo 54: cuando hayan resultado bienes o parcelas sobrantes
tras la realización de la obra o servicio determinantes de la
expropiación o cuando, a posteriori, dicha obra o servicio
desaparezcan. Mantener la virtud de la expropiación en estas
circunstancias sería trastocar su naturaleza, y por ello la Ley habilita
al expropiado de un derecho de deshacer respecto a él la expropiación
que el tiempo ha revelado innecesaria, esto es, de un derecho de
recuperar el bien expropiado, que ya permanece sin causa formal
alguna en poder del beneficiario; tal es el derecho de reversión.
Dogmáticamente, debe calificarse el fenómeno de la reversión como
un fenómeno de «invalidez sucesiva» sobrevenida a la expropiación
por la desaparición del elemento esencial de la causa; precisamente
porque la causa expropriandi se configura como el destino a que se
afecta el bien expropiado tras la expropiación, resulta normal su
consideración ex post. Lo peculiar de esta invalidez sobrevenida es
que sus efectos se producen ex nunc, es decir, que no condena la
validez originaria con que la expropiación fue realizada. No hay,
pues, anulación de la expropiación, sino mera cesación de sus efectos,
resolución de la misma, la cual se habilita mediante una retransmisión
de signo contrario a la inicial, mediante una devolución recíproca de
prestaciones (art. 1.123 CC) que es precisamente la llamada
reversión.
El derecho de reversión es, por tanto, de esencia en todas las
expropiaciones; no tiene sentido decir, como alguna vez ha hecho el
Tribunal Supremo (S. de 30 de noviembre de 1965; en contra, la de
16 de mayo de 1972), que no procede en las expropiaciones por razón
de defensa nacional, o, como ha pretendido alguna doctrina (por
cierto, que esta vez contra el Tribunal Supremo: S. de 24 de enero de
1972), que carece de aplicación en las expropiaciones urbanísticas
(sin perjuicio de que haya que distinguir con cuidado cuál es la causa
expropriandi en estas expropiaciones, como luego veremos). El
derecho de reversión se ancla en la esencia misma de la expropiación,
en su configuración constitucional como un puro instrumento de
realizar fines específicos de utilidad pública o interés social (art.
33.3).
Por esta razón, porque «la reversión o retrocesión del bien expropiado
450
a su titular originario va inescindiblemente unida a la causa de la
expropiación y a su eventual incumplimiento», como ha reconocido la
Sentencia constitucional RUMASA III, no puede considerarse
acertada, ni institucionalmente correcta, como ya notamos, la
afirmación contenida en dicha Sentencia de que el derecho de
reversión no está incluido en el artículo 33.3 de la Constitución y por
ello es un derecho de mera configuración legal. Sí lo está, pues la
causa, a la que va inescindiblemente unido, es el eje en torno al cual
gira la garantía de la propiedad y el propio instituto expropiatorio, tal
y como el citado precepto constitucional configura aquélla y éste.
Cuestión distinta a ésta es que el legislador disponga de un margen
amplio para conformar, en el marco de la Constitución, las concretas
causae expropriandi y que esa conformación concreta pueda llevar
consigo en ciertos casos formas no habituales de consumación de las
mismas, pero eso no significa que esa efectiva consumación de la
causa legitimadora de toda expropiación no sea constitucionalmente
necesaria y que su falta resulte constitucionalmente indiferente. Sin
una causa constitucionalmente legítima no puede realizarse ninguna
expropiación; ninguna expropiación puede mantenerse
constitucionalmente tampoco si la causa no se consuma. En otro caso,
la invocación de la causa podría convertirse en un puro pretexto y la
garantía constitucional quedaría sencillamente vacía.
Por su objeto, el derecho de reversión es un derecho real de
adquisición referible al bien expropiado, que como tal puede incluso
anteponerse a otros derechos reales en el Registro de la Propiedad. El
artículo 69 REF dispone, en efecto, que «cuando se dé alguna de las
causas legitimadoras de la reversión procederá ésta aun cuando los
bienes o derechos hayan pasado a poder de terceros adquirentes por la
presunción del artículo 34 LH, sin perjuicio del derecho de repetición
de los mismos contra quien proceda por razón de los daños o
perjuicios ocasionados» (vid. Ss. de 16 de noviembre de 1978, 21 de
diciembre de 1979 y 12 de junio de 1987; esta última declara
terminantemente que «la reversión es un derecho ejercitable frente a
la Administración expropiante, cualquiera que sea el beneficiario o
actual titular de los bienes expropiados». El Auto de 6 de abril de
1992, dictado en ejecución de Sentencia, tras recordar el texto del
artículo 69 REF, añade que «este precepto, que tiene carácter
reglamentario, no puede prevalecer absolutamente sobre lo prevenido
en el artículo 107 LJ [de 1956], de modo que el Tribunal, con
451
audiencia de las partes, acordará la forma de llevar a efecto el fallo».
El artículo 69 REF no es, como alguna vez se ha pretendido, ilegal,
antes bien explicita un principio contenido en la propia LH, artículo
37, que da prevalencia sobre la posición del tercer adquirente a las
condiciones resolutorias que deban su origen a causas que consten en
el propio Registro, teniendo en cuenta que la reversión es legalmente
una condición resolutoria implícita en toda adquisición expropiatoria
(así Ss. de 9 de junio de 1933, 25 de junio de 1957, etc.), que surge,
pues, de la propia expropiación y ésta constará normalmente en el
Registro.
2. SUPUESTOS LEGALES Y CONDICIONES DE EJERCICIO
A. Los supuestos de hecho de la reversión y excepciones a la misma
El artículo 54 LEF, en su redacción inicial, enunció, como hemos
visto, tres supuestos concretos de reversión, que sistematizó luego el
artículo 63 REF. Según estos preceptos procede el derecho de
reversión de los bienes o derechos expropiados: a) cuando no se
ejecute la obra o no se establezca el servicio que motivó la
expropiación; b) cuando realizada la obra o establecido el servicio
quede alguna parte sobrante de los bienes expropiados; y c) cuando
desaparezca la afectación de los bienes o derechos a las obras o
servicios que motivaron la expropiación.
Esta regulación se mantuvo invariable durante casi cuarenta años,
pero últimamente ha sufrido modificaciones de bulto, alentadas sin
duda por la afirmación poco afortunada de la Sentencia constitucional
RUMASA III de que el derecho de reversión no está comprendido en
el artículo 33 de la Constitución, lo que hace de él un derecho de
mera configuración legal. En la brecha así abierta incidió el legislador
de 25 de julio de 1990 incluyendo en el artículo 75 de la Ley de
Reforma del Régimen Urbanístico y Valoraciones de Suelo una nueva
regulación del derecho de reversión en las expropiaciones
urbanísticas que excluyó éste en dos supuestos concretos, regulación
que pasó luego al Texto Refundido de la Ley del Suelo de 1992 y de
452
ahí, con algunas modificaciones, al artículo 40 de la LS de 1998 y
luego al artículo 34 de la LS en vigor. De acuerdo con este último
precepto la reversión se entiende procedente cuando la modificación
o revisión del planeamiento urbanístico altere el destino dotacional
concreto de los terrenos expropiados en su día, salvo que el nuevo uso
de los mismos sea también dotacional público, así como en los casos
en que el uso dotacional primitivo hubiese sido efectivamente
implantado y mantenido durante ocho años.
La modificación legal expuesta vino a satisfacer una vieja aspiración
de los gestores del urbanismo, que encontraban en el derecho de
reversión un serio obstáculo a la movilización de suelos concretos que
el paso del tiempo y la dinámica urbana convirtió en centrales,
haciendo, incluso, disfuncional la permanencia en ellos de los
servicios públicos que en su día (un siglo atrás o más en ocasiones)
legitimaron su expropiación (antiguos cuarteles, estaciones de
ferrocarril, etc.).
Como la reforma legal no suscitó oposición alguna, el legislador ha
generalizado las excepciones introducidas por la legislación
urbanística a través de la Ley de Ordenación de la Edificación de 5 de
noviembre de 1999, que, invocando expresamente en su apoyo la
jurisprudencia constitucional más atrás recordada, ha dado nueva
redacción a los artículos 54 y 55 LEF en una de sus disposiciones
adicionales.
El nuevo artículo 54 dice ahora, tras reproducir la regla general
establecida por la redacción anterior del precepto, que «no habrá
derecho de reversión, sin embargo..., cuando simultáneamente a la
desafectación del fin que justificó la expropiación se acuerde
justificadamente una nueva afectación a otro fin que haya sido
declarado de utilidad pública o interés social», ni «cuando la
afectación al fin que justificó la expropiación o a otro declarado de
utilidad pública o interés social se prolongue durante diez años desde
la terminación de la obra o el establecimiento del servicio». Las dos
excepciones anticipadas por la legislación urbanística fueron así
incorporadas a la Ley general de expropiación sin otra variación que
la inexplicada e inexplicable sustitución del plazo de ocho años fijado
por las Leyes urbanísticas por el de diez del nuevo artículo 54.2. b)
LEF.
453
La primera de estas excepciones –la sustitución del destino público
inicial por otro nuevo, también público– no plantea, en realidad
problema alguno, siempre, claro está, que se cumplan fielmente los
requisitos que el artículo 54.2. a) LEF establece, es decir, que la
desafectación del fin primitivo y la nueva afectación a otro fin
público distinto se acuerden «simultáneamente» y «justificadamente».
El primero de estos requisitos no requiere explicación; el segundo
hace referencia, como es lógico, a la constatación de la efectiva
necesidad de destinar los bienes inicialmente expropiados a ese nuevo
fin de utilidad pública o interés social que sustituye al primero. Si esa
necesidad existe, la exclusión del derecho de reversión inherente al
fracaso de la causa expropiandi primitiva evita el iter inutilis de la
retrocesión de los bienes a sus primitivos propietarios y de su ulterior
expropiación por segunda vez, sin que de ello derive perjuicio alguno
para éstos, ya que el precepto les faculta expresamente para solicitar
la actualización del justiprecio.
La segunda excepción se presta, sin embargo, a discusión. Si se lleva
a sus últimas consecuencias la lógica de la expropiación como
negocio causal, hay razones para afirmar que cesando la causa deben
cesar también sus efectos, ya que a partir del momento en que los
bienes expropiados dejan de estar afectados a la utilidad pública o el
interés social que legitimó en su día el sacrificio impuesto a sus
propietarios deja de tener justificación también la perpetuación de esa
ablación del derecho de propiedad y la consiguiente retención por la
Administración o el beneficiario de la expropiación de dichos bienes,
supuesto que éstos ya no son necesarios para fin público alguno.
Desde esta perspectiva podría, incluso, dudarse de la
constitucionalidad misma del artículo 54.2. b) LEF, ya que, como se
ha notado (GARCÍA LUENGO), incluso partiendo de la concepción de la
reversión como un derecho de configuración legal que sostiene la
Sentencia constitucional RUMASA III, no puede admitirse que ese
poder de configuración del legislador llegue hasta la supresión pura y
simple del derecho.
Hay, sin embargo, un modo menos radical de entender el asunto. La
reversión es, ciertamente, la garantía última de la legitimidad de la
privación que la expropiación comporta y en este sentido de la
seriedad de ésta. Sin ella bastaría con alegar que los bienes van a ser
destinados a un fin público para imponer a su propietario la
454
transferencia forzosa de los mismos, lo que reduciría a la nada el
reconocimiento constitucional del derecho de propiedad. No es éste,
sin embargo, el caso que el artículo 54.2. b) LEF contempla, ya que
aquí la obra o el servicio cuya implantación justificó en su día la
expropiación se han ejecutado y establecido efectivamente y se han
mantenido en funcionamiento durante un período de tiempo
considerable. Podrá discutirse si diez años [ocho en el caso de la
legislación urbanística es o no un tiempo suficiente (personalmente
nos parece que hubiera estado mejor el de treinta años, que estableció
la Ley Cambó de 1918 y que está ligado a la lógica de la longa
temporis praescriptio, que hace olvidar el título originario), pero de lo
que no puede dudarse es de que la implantación y mantenimiento
prolongado de la obra o del servicio parece excluir la posibilidad de
utilización fraudulenta de la potestad expropiatoria, que es lo que la
lógica institucional exige garantizar a toda costa. Asegurado esto, no
parece que tenga mucho sentido en un mundo tan cambiante como el
nuestro sostener a ultranza la procedencia de la recuperación por los
propietarios o sus causahabientes de un bien que, en cualquier caso,
poco o nada tiene que ver ya en su concreta realidad actual con aquél
del que tiempo atrás fueron privados supuesta la transformación de
que fue objeto a resultas, precisamente, de la efectiva satisfacción de
la causa expropiandi. Desde este punto de vista el nuevo artículo
54.2. b) LEF podría verse como una declaración de que la causa
legitimadora de la expropiación se considera satisfecha siempre que
la obra o servicio en que consiste se establecen y mantienen durante
diez años.
B. El surgimiento del derecho a la reversión y su régimen
La jurisprudencia ha establecido con reiteración (Ss. de 29 de mayo
de 1962, de 27 de abril de 1964, 7 de mayo y 13 de noviembre de
1971 etc.; la serie llega hasta hoy: vid Sentencia de 21 de marzo de
2018) que el derecho de reversión surge en el momento en que se
produce alguno de los tres supuestos de hecho que contempla el
artículo 54.1 LEF y que, como tal, es un derecho nacido en ese
momento y regido por el Derecho entonces vigente y no por el que se
regía en el momento en que se consumó la expropiación de que la
reversión procede. Es «un derecho nuevo», «un derecho autónomo»,
455
«no es continuación de un expediente expropiatorio» (Ss. de 20 de
febrero de 1978, 21 de diciembre de 1979, 9 de febrero de 1984, 15
de marzo y 12 de diciembre de 1994, 7 de marzo de 1995, etc.).
Tiene interés subrayarlo porque en el Derecho anterior a la LEF la
Ley Cambó de 24 de julio de 1918 había dado nueva redacción al
artículo 43 de la Ley de Expropiación de 1879 disponiendo que el
derecho de reversión no podría ejercitarse pasados treinta años desde
la expropiación. Este límite temporal, que pretendía justificarse en la
prescripción treintenal de los derechos reales, no fue recogido por la
LEF, que admitió con entera normalidad ejercitar el derecho de
reversión derivado de expropiaciones de antigüedad superior a treinta
años (por ejemplo: 150 años, Sentencia de 25 de junio de 1999).
La nueva redacción dada al artículo 54 LEF por la Ley 30/1999, de 5
de diciembre, ha resucitado, sin embargo, el viejo fantasma de la
prescripción al disponer en su apartado 3 que si la Administración no
notifica al expropiado o a sus causahabientes, como el propio
precepto le ordena hacerlo, la producción del supuesto de hecho que
hace surgir el derecho de reversión podrá éste ser ejercitado por
aquéllos «cuando se hubiera producido un exceso de expropiación o
la desafectación del bien o derecho expropiados y no hubieran
transcurrido veinte años desde la toma de posesión de aquéllos».
Más allá, por lo tanto, de este plazo el derecho deja de existir pura y
simplemente en estos casos, según el precepto transcrito.
Esta solución es objetivamente criticable. Desde el punto de vista
constitucional, porque la objeción extraída de la naturaleza
estrictamente causal del negocio expropiatorio no puede ser eludida
en este caso, como dijimos que podría serlo en el supuesto
contemplado en el artículo 54.2. b), ya que en el supuesto que ahora
nos ocupa lo que hay es un puro exceso en la expropiación, que ha
ido más allá de lo que reclamaba la causa expropiandi, o un
incumplimiento puro y simple de ésta.
El inejercicio del derecho por sus titulares, esto es, la caducidad o la
prescripción, tampoco puede explicar la desaparición del derecho por
el mero transcurso del plazo de veinte años desde la toma de posesión
de los bienes expropiados, porque tanto una como otra figura exigen
inexcusablemente un dies a quo cierto para su cómputo, que en este
caso simplemente no existe. ¿A partir de qué momento puede decirse
456
que sobran ciertos bienes, esto es, que no van a ser utilizados para el
fin que justificó la expropiación? ¿Cuándo puede entenderse que se
ha producido la desafectación? Sólo la Administración puede
contestar estas preguntas. Por eso el propio artículo 54.3 le obliga a
notificar al expropiado o a sus causahabientes la producción del
supuesto de hecho determinante del surgimiento del derecho de
reversión. Si incumple esta obligación y éste es el caso («en defecto
de ésta notificación», dice el precepto), es obvio que el tiempo no
puede correr en perjuicio de quienes son acreedores a su
cumplimiento.
Las dificultades que provoca el artículo 54.3 no pueden resolverse
tampoco apelando al artículo 65 REF, ya que éste no ofrece
alternativa alguna al incumplimiento por la Administración de su
deber de notificar la desafectación del bien expropiado. Sí lo hace, en
cambio, en el caso de bienes sobrantes, supuesto en el que faculta
expresamente al expropiado o sus causahabientes para solicitar su
reversión «cuando quedaren de hecho» tales bienes y «hubieran
transcurrido cinco años desde la terminación de la obra o
establecimiento de servicio». La solución no es, sin embargo,
satisfactoria porque si se toma como dies a quo para el cómputo del
plazo de prescripción esta última fecha, el plazo resultará diferente en
cada caso según se tarde más o menos en terminar la obra o implantar
el servicio, ya que el término final es siempre el mismo (a los veinte
años de la toma de posesión de los bienes) y esto, obviamente, no es
razonable.
Un cuidadoso desarrollo reglamentario de la nueva redacción del
artículo 54 LEF resulta inexcusable para paliar, al menos, los
problemas que éste plantea.
C. El ejercicio del derecho de reversión
La regla general es que, aunque en definitiva resulta ser el
beneficiario de la expropiación quien tendrá que devolver el bien
expropiado, todo el expediente de reversión tendrá que desarrollarse
entre el expropiado o sus causahabientes y la Administración
expropiante, que es la que resuelve y decide, oyendo, naturalmente, al
457
beneficiario (art. 54.4 LEF). El órgano normal de la reversión es el
Gobernador Civil, según el artículo 67.3 REF (hoy el Delegado o
Subdelegado del Gobierno) contra cuya resolución cabe alzada ante el
Ministro correspondiente, que deja expedita la vía contencioso-
administrativa.
En lo que respecta al ejercicio del derecho, la LEF partía y parte de la
base de que la Administración expropiante debe notificar
formalmente al expropiado o sus causahabientes la producción del
supuesto de hecho determinante de la reversión, a partir de cuyo
momento se abre un plazo, que la nueva redacción del artículo 54 fija
en tres meses (un mes solamente en la redacción inicial del art. 55),
durante el cual pueden aquéllos solicitarla.
El REF intentó suplir la falta de esta notificación obligatoria mediante
dos técnicas: la comparecencia del interesado en el expediente
dándose por notificado y la denuncia de la inejecución de la obra y
advertencia a la Administración del propósito de ejercitar la
reversión, que abriría este derecho si pasaren dos años sin que la obra
se iniciase. El sistema, notablemente complejo y muy problemático
en la práctica, como acredita la jurisprudencia, reclamaba una
reforma que la nueva redacción del artículo 54 LEF hubiera debido
llevar a cabo. No lo ha hecho, sin embargo, ya que, si bien precisa
cuando se entenderán producidos los distintos supuestos de hecho
determinantes de la reversión cuando falte la preceptiva notificación
administrativa, se queda a mitad de camino al omitir toda referencia
al procedimiento aplicable en cada uno de ellos, omisión que
difícilmente puede ser suplida ahora por los artículos 64 y 67 REF.
Una vez más es preciso reiterar por ello la necesidad de un cuidadoso
desarrollo reglamentario de los preceptos legales reformados.
3. LA INDEMNIZACIÓN REVERSIONAL
Produciendo la reversión una resolución de la operación
expropiatoria, la devolución del bien expropiado, que es su efecto
primario, ha de acompañarse de la paralela devolución del justo
precio pagado en su momento por el beneficiario, devolución que en
458
favor de éste debe, pues, cumplir el expropiado. La nueva redacción
del artículo 55.1 LEF enfatiza la exigencia al afirmar que «es
presupuesto del ejercicio del derecho de reversión la restitución de la
indemnización expropiatoria percibida por el expropiado».
El problema está, naturalmente, en el desfase temporal entre la
expropiación y la reversión y en el consiguiente deterioro por él
producido en el valor de la cantidad fijada en su día como justo precio
del bien expropiado. La redacción inicial del artículo 54 LEF resolvió
el problema en estricta correspondencia con el régimen de la
retasación, de forma que si el desfase temporal era inferior a dos años
se entendía que el precio de la reversión debía ser el fijado para la
expropiación y si el desfase era mayor habría de procederse a una
nueva tasación.
El nuevo artículo 55 LEF ha optado por un procedimiento más
simple; la actualización del justiprecio inicial conforme a la evolución
del índice de precios al consumo en el período comprendido entre la
fecha de iniciación del expediente de justiprecio y la de ejercicio del
derecho de reversión. Excepcionalmente, sin embargo, habrá de
procederse a una nueva valoración referida a la fecha del ejercicio del
derecho de reversión «si el bien o derecho expropiado hubiera
experimentado cambios en su calificación jurídica que condicionaran
su valor o hubieran incorporado mejoras aprovechables por el titular
de aquel derecho o sufrido menoscabo de valor».
La regla general no ofrece dudas: el justo precio de la primitiva
expropiación y la indemnización reversional son la misma cosa, una
vez corregido y ajustado el valor nominal del dinero. El paralelismo
no es, sin embargo, total, por lo que resultan imprescindibles algunas
matizaciones:
1. En la indemnización reversional entran, además de la evaluación de
los bienes revertidos, dos conceptos nuevos: las mejoras
eventualmente experimentadas por éstos y los daños o menoscabos
que estos pudieren haber sufrido. Así lo reconocía expresamente la
redacción inicial del artículo 54 LEF («...salvo que en el objeto
expropiado se hubieren realizado mejoras o producido daños que
afecten a dicha valoración») y lo sigue reconociendo hoy la nueva
redacción del artículo 55 al referirse a los supuestos que exigen nueva
valoración, que, aunque calificados como excepción, serán muy
459
probablemente la regla general por esta razón.
2. En la indemnización reversional no tiene cabida en ningún caso el
precio de afección, que incrementa, sin embargo, por ministerio legal
el justiprecio expropiatorio; no hay en la reversión afección alguna
que indemnizar, sino la mera devolución de un bien que sólo ha
pertenecido al beneficiario secundum quid para afectarlo a una
finalidad que resultó incumplida, de modo que puede decirse que la
cosa no debió, en realidad, ser expropiada. En el importe de este
premio de afección, que debe descontarse, más en su caso el de la
reevaluación el justo precio originario se cifra, por cierto, la cuantía
mínima de la indemnización sustitutiva de la reversión cuando ésta es
imposible, por el artículo 66.2 REF.
3. Es importante destacar, finalmente, una regla no escrita, pero
seguida normalmente por la Administración y los Tribunales, como
obediente a una exigencia institucional rigurosa: la nueva evaluación
del bien revertido, cuando haya de practicarse, será una retasación en
sentido técnico estricto, lo que quiere decir que habrá de seguir las
mismas pautas con que se calculó originariamente el justo precio
expropiatorio; tratándose de una verdadera resolución de la
expropiación originaria, otro criterio sería injusto. Esto es: no sería
razonable que el beneficiario pretendiese obtener de esta retasación
más que lo que él pagó en la tasación inicial, atendidos los cambios
de circunstancias y el valor actual de la medida monetaria; pero las
«mejoras provenientes de la naturaleza o del tiempo», o lucros in re,
pertenecen, sin duda alguna, al reversionista, como impone el
principio del artículo 456 CC. La expropiación frustrada cuyos
efectos se resuelven no constituye un título legítimo, como se
comprende, pasa su apropiación por el beneficiario, de modo que se
consagraría un verdadero enriquecimiento sin causa si el beneficiario
pretendiese ser indemnizado por el reversionista de su importe; a lo
único a lo que el beneficiario tiene derecho es a quedar indemne de la
operación expropiatoria consumada primero y luego resuelta, no a
obtener un lucro, que carecería de causa legítima.
IX. LAS EXPROPIACIONES ESPECIALES
460
1. SENTIDO Y ALCANCE DE LA ESPECIALIDAD
Junto al procedimiento general regulado en el título II, la LEF
establece en el III una serie de procedimientos especiales tipificados
en función de criterios diversos: por la extensión del objeto
expropiado (expropiación por zonas o grupos de bienes), por razón
del sujeto expropiante (expropiación por entidades locales), por los
efectos colectivos que se deriven (expropiación que da lugar al
traslado de poblaciones) y, más frecuentemente, por razón de la causa
especial determinante (expropiación por incumplimiento de la
función social de la propiedad; de bienes de valor histórico, artísticos
y arqueológico; por razón de urbanismo; por causa de obras públicas;
por razones de defensa nacional y seguridad del Estado). Fuera del
título III regula la LEF (tít. IV, cap. I) la ocupación temporal, que no
es más que una forma expropiatoria especial por razón de su
contenido.
Todos estos procedimientos no son nunca completos, sin embargo,
sino, más bien, simples particularidades sobre el sistema general ya
estudiado, al que por ello suponen como directamente aplicable en
cuanto no esté expresamente exceptuado.
Hay que tener en cuenta, también, que la disposición final 3.ª de la
LEF autorizó al Gobierno para determinar por Decreto, a propuesta
de una Comisión designada por el Ministerio de Justicia, las
disposiciones sobre expropiación forzosa que habían de continuar en
vigor, mandato éste que fue cumplimentado con el Decreto de 23 de
diciembre de 1955 en el que se declaran vigentes las normas sobre
expropiación forzosa contenidas en una larga serie de disposiciones
cuya cita no parece necesaria en este momento. Posteriormente a esta
operación refundidora de regulaciones expropiatorias que impuso la
LEF (todas las expropiaciones anteriores a ella que no se excluyeron
en este Decreto de 23 de diciembre de 1955 quedaron derogadas) han
surgido nuevos regímenes, por ejemplo, el muy relevante de las
expropiaciones urbanísticas (hoy LS de 2015), pero el torso general
del sistema expropiatorio positivo, como conectado a la garantía del
artículo 33.3 de la Constitución, sigue estando en la LEF.
Esta afirmación vale también, por supuesto, para los regímenes
461
expropiatorios resultantes del ejercicio por las diferentes
Comunidades Autónomas de las competencias que a éstas reconoce la
Constitución y sus respectivos Estatutos de Autonomía, competencias
que alcanzan, como ya destacamos en el capítulo anterior, no sólo al
desarrollo legislativo en relación a los aspectos organizativos de la
acción expropiatoria, sino también a la determinación, mediante Ley
o de conformidad con ella, de los supuestos legitimadores de la
expropiación o causae expropriandi en el ámbito material que
corresponda a cada una, y que han de respetar en todo caso «los
criterios y sistemas de valoración del justiprecio y del procedimiento
expropiatorio establecidos por Ley estatal para los distintos tipos o
modalidades de expropiación» (Sentencia constitucional de 26 de
marzo de 1987).
A continuación examinaremos brevemente los distintos supuestos
regulados en el título III de la Ley, excepción hecha de las
expropiaciones urbanísticas a las que, por su importancia,
dedicaremos alguna mayor atención más adelante.
2. LA EXPROPIACIÓN POR ZONAS O GRUPOS DE BIENES
Determinadas obras públicas de gran envergadura requieren para su
ejecución la expropiación de grandes zonas territoriales o series de
bienes cuya valoración individualizada exigiría tramitar múltiples
expedientes análogos que complicarían en exceso el procedimiento y,
por otra parte, comportarían el riesgo de consagrar enojosas
diferencias entre los correspondientes justiprecios, que nunca estarían
demasiado justificadas supuesto que la unidad de zona, o la categoría
de los bienes, determinan por sí solas, al menos hasta cierto punto,
una unidad de valor.
Pensando en ello, el legislador ha establecido para estos casos un
procedimiento especial de valoración dividido en dos fases: una
primera, referida a conjuntos o grupos de determinados bienes para
los que se señalan unos mismos «precios máximos y mínimos» con
módulos de aplicación en su caso; y una segunda, consistente en la
valoración individualizada de cada finca mediante aplicación de los
precios previamente fijados para el conjunto o grupo en que se
462
integra.
El procedimiento en cuestión, que generalizó en el ámbito urbanístico
la Ley de 21 de julio de 1962, exige previo acuerdo del Consejo de
Ministros en orden a su utilización en cada caso (art. 59 LEF),
acuerdo que conlleva la necesidad de ocupación de los bienes
afectados por el proyecto inicial y sus reformados posteriores (art.
60), posterior delimitación de los polígonos o grupos de bienes según
su diferente naturaleza económica, y fijación consiguiente de los
precios «máximos y mínimos» aplicables a cada uno (art. 61), previa
información pública (arts. 62 y 63) y resolución de las eventuales
reclamaciones mediante cruce de hojas de aprecio o, en su caso, por
el Jurado Provincial de Expropiación, cuya decisión es recurrible en
vía contenciosa (arts. 66 y 67).
Fijados definitivamente los precios máximos y mínimos, con sus
correspondientes módulos de aplicación, se pasa a la segunda fase de
valoración individualizada de las fincas incluidas en cada polígono o
grupo, valoración que se realiza ya por los cauces generales de los
artículos 26 y siguientes LEF, sin más especialidades.
3. LA EXPROPIACIÓN POR INCUMPLIMIENTO DE LA FUNCIÓN
SOCIAL DE LA PROPIEDAD O EXPROPIACIÓN-SANCIÓN
«Llevando a sus obligadas consecuencias la categoría de expropiación
por interés social –dice la Exposición de Motivos de la LEF–, la Ley
dedica el capítulo II de este título III a un tipo específico dentro de
aquélla, esto es, a aquél en que la expropiación viene motivada
jurídicamente por el incumplimiento, por parte del propietario, de
aquella finalidad que con generalidad ha asignado la Ley a
determinados bienes». Se trata, pues, de una auténtica sanción
(expropiación-sanción es la expresión con que la doctrina ha
designado este tipo expropiatorio) que opera, no ya con carácter
general supeditando toda la propiedad a la eventualidad de una
expropiación por un interés social indefinido o enunciado de modo
abstracto, sino a partir de la previa imposición legal de un deber
concreto, es decir, en aquel caso «en que la Ley fija al propietario una
directiva concreta y le conmina con la expropiación para el supuesto
463
de que lo incumpla», pues «el interés de la Administración se centra
en conseguir que, efectivamente, el fin se cumpla sin extraer la
propiedad del marco jurídico de la economía privada».
Se requiere, por lo tanto, para que la sanción expropiatoria pueda ser
aplicada que «se haya declarado específicamente por una ley la
oportunidad de que un bien o una clase de bienes se utilicen en el
sentido positivo de una determinada función social» (art. 71), es
decir, que se haya determinado de antemano, por Ley o por Decreto
(en aplicación de la Ley éste), que dichos bienes deban sufrir
determinadas transformaciones o ser utilizados de manera específica,
que la Ley contenga una intimación expresa de expropiación en caso
de incumplimiento del deber impuesto y que ese incumplimiento se
produzca realmente de forma total o sustancial una vez transcurrido el
plazo previamente fijado al propietario para realizar la específica
función señalada (art. 72).
La expropiación impone, lógicamente, al beneficiario la misma carga
desatendida por el propietario inicial y el mismo plazo, también, para
dar cumplimiento a la función social asignada legalmente al bien
expropiado (salvo cuando el beneficiario sea la propia Administración
y proceda incluir el cumplimiento del fin impuesto en un plan de
conjunto más extenso: art. 73), el eventual incumplimiento del
beneficiario permite a la Administración optar entre expropiar de
nuevo la cosa directamente por su justo precio, adquiriéndola para sí
y asumiendo ella misma la carga incumplida, o dejarla en estado
público de venta, sin perjuicio de la facultad adicional de imponer al
beneficiario incumplidor una multa de hasta medio millón de pesetas
(art. 74).
Aun dentro de todas las cautelas que la Ley establece, este tipo de
expropiación podía haber jugado un papel importante de haberse
puesto en ello el empeño necesario. Su utilización ha sido, sin
embargo, escasa, tanto a nivel legal o formal, como, especialmente, a
nivel práctico, en el que permanece prácticamente inédito, salvo en
materia urbanística (vid. infra) y agraria (vid. la Ley de 16 de
noviembre de 1979, de fincas manifiestamente mejorables, así como
la Ley andaluza de Reforma Agraria de 3 de julio de 1984 y la
Sentencia constitucional de 26 de marzo de 1987). La consagración
del principio de la función social de la propiedad en la Constitución
464
(art. 33.3) puede extender la aplicación de esta importante técnica
expropiatoria.
4. EXPROPIACIÓN DE BIENES DE VALOR ARTÍSTICO, HISTÓRICO
Y ARQUEOLÓGICO
La especialidad en este caso (la facultad expropiatoria se define en el
art. 37 de la Ley de Patrimonio Histórico español, de 25 de junio de
1985), justificada por la especial naturaleza de los bienes y la
dificultad de valoración de los mismos, se reduce a la sustitución del
Jurado Provincial de Expropiación por una Comisión ad hoc,
compuesta por tres académicos, designados, respectivamente, por el
Instituto de España, el Ministerio de Educación y Cultura y el
propietario expropiado (art. 78 LEF).
El Estado puede ejercer en todo caso, para sí o para otra persona
pública, los derechos de tanteo y retracto a que se refiere el artículo
81 LEF.
5. EXPROPIACIÓN POR ENTIDADES LOCALES
El artículo 85 LEF establece que las expropiaciones que en cualquier
caso realicen las Entidades Locales se ajustarán en primer término a
lo expresamente dispuesto en las Leyes reguladoras del Régimen
Local y demás aplicables y, en lo no previsto en ellas, a la propia
LEF, cuyas normas relativas al procedimiento general no sufren sino
dos excepciones concretas: el vocal técnico de la Administración que
forma parte del Jurado es designado en este caso por las propias
Corporaciones Locales expropiantes; a éstas corresponden
íntegramente, por lo demás, las facultades atribuidas en el
procedimiento general a las autoridades gubernativas.
Hay que notar, sin embargo, que la preferencia aplicativa de la
legislación del Régimen Local no llega a traducirse en una excepción
realmente importante, ya que dicha legislación no sólo no contiene un
sistema coherente y completo de normas en esta materia, sino que
465
opta por remitirse a la propia LEF (vid. para la expropiación de
empresas industriales o rescate de concesiones los arts. 98 y 99
TRRL).
6. EXPROPIACIÓN QUE DA LUGAR AL TRASLADO DE
POBLACIONES
La ejecución de grandes obras hidráulicas comporta con frecuencia la
expropiación de las tierras que sirven de principal sustento a todas o a
la mayor parte de las familias de un Municipio o de una Entidad
Local menor, en cuyo caso el artículo 86 LEF autoriza al Consejo de
Ministros a acordar, de oficio o a instancia de las Corporaciones
interesadas, el traslado de la población.
El punto de vista inicial en el que la LEF se situaba para resolver
estos complejos supuestos era el de la reinstalación de las poblaciones
desplazadas en otro territorio de características similares al ocupado,
a cuyos efectos los artículos 88 y 94 de la Ley reconocen a los
vecinos el derecho a solicitar dicha reinstalación, mientras que los
artículos 95 y 96 encargan al Instituto Nacional de Colonización
(después IRYDA) las tareas de reconstrucción en otro lugar de los
núcleos urbanos llamados a desaparecer y la erección de las
correspondientes Entidades Locales que sustituyan a las primitivas.
De hecho, sin embargo, esa reinstalación ha pasado a ser excepcional,
con lo que el sistema ha quedado reducido a un medio de incluir en
los justiprecios expropiatorios los perjuicios personales derivados de
la privación total del medio de vida y consiguiente desplazamiento.
Es, pues, lo sustancial precisar la indemnización de todos los
perjuicios ocasionados por el traslado. El artículo 89 LEF intenta
enumerarlos, hay que entender que no limitativamente, supuesto el
principio general de indemnización de todos los perjuicios: gastos por
cambio de residencia, transporte de ajuar y elementos de trabajo,
jornales perdidos durante el tiempo a invertir en los referidos
transportes, pérdidas inherentes a la reducción del patrimonio
familiar, referida a las bajas en la producción agropecuaria por
mermas de la superficie personalmente aprovechada en los aspectos
de propiedad, arrendamientos y derecho de disfrute de terrenos
466
comunales; quebrantos por interrupción de actividades profesionales,
comerciales y manuales ejercidas personalmente por el interesado en
el lugar de su residencia (en este último concepto entran en juego –S.
de 14 de diciembre de 1974– las normas que vimos más atrás a
propósito del traslado de industrias).
Para la fijación de estas indemnizaciones especiales, que ya se ha
notado en el capítulo anterior que se condicionan a que la necesidad
de traslado afecte a la mayor parte de las familias y a que el Consejo
de Ministros haya dispuesto la aplicación de este régimen especial, la
LEF descompone la operación en dos fases: una primera, de fijación
de «tipos de indemnización» por cada concepto, que aprueba el
Consejo de Ministros, previo dictamen del Consejo de Estado, a
propuesta de una Comisión especial que preside el Delegado o
Subdelegado del Gobierno, y donde están presentes el Alcalde de la
localidad afectada, una representación sindical y del beneficiario de la
expropiación y un Ingeniero de la Delegación de Agricultura (art. 107
REF); y la segunda fase, la individualización de las indemnizaciones,
que efectúa ya, previa una información pública, la propia Comisión,
que pasa a ser órgano resolutorio.
Al margen queda el procedimiento ordinario de adquisición de los
bienes directamente afectados por la expropiación, que sigue el
sistema general, aunque ordinariamente en la forma antes estudiada
de precios máximos y mínimos.
7. EXPROPIACIONES POR CAUSA DE COLONIZACIÓN Y MEJORA
AGRARIA
El artículo 97 LEF establece que «las expropiaciones por causa de
colonización y fincas mejorables se regularán por su legislación
especial, incluso en lo relativo a los órganos, medios de valoración y
recursos», aplicándose la Ley general únicamente en vía supletoria.
Hay, pues, que estar en primer término a la normativa específica a la
que se remite la LEF, normativa que se recoge hoy en el texto
refundido de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 12 de enero
de 1973, que ha sustituido a la contenida en las Leyes de
Colonización y Concentración parcelaria, Expropiación agraria por
467
interés social, etc. A ella hay que añadir la Ley de 16 de noviembre de
1979, sobre fincas manifiestamente mejorables, que la ha modificado
en este concreto punto.
La preferencia aplicativa de la legislación especial sobre la LEF, que
ésta acepta, vale también, como es lógico, para la legislación
autonómica, que ha reducido de forma importante (Andalucía y
Extremadura) el ámbito territorial de aplicación de la legislación
citada.
Esa legislación especial mantiene por simple inercia un sistema de
valoración incompatible con el que estableció la LEF. Así se ha
conservado el arcaico sistema del «tercer perito» y se había instituido
(seguramente porque cuando se dictó la primera estaba aún
suspendido el recurso contencioso-administrativo contra los actos de
la Administración Central) un extraño recurso de «revisión», con
causas tasadas para impugnar los justiprecios ante ¡la Sala de lo
Social del Tribunal Supremo!, que en 1989 se trasladó en parte a la
Sala de lo Civil. Esta anómala situación, que denunciamos en su
momento en esta misma obra, fue, finalmente, corregida por una
Sentencia del Tribunal Constitucional, la de 1 de julio de 1993, que
entendió que todo ese régimen impugnatorio contradecía el artículo 9
de la LOPJ, que define la competencia de la jurisdicción contencioso-
administrativa y, por tanto, había sido derogado por ésta. «Al
legislador ordinario le está vedado, so pena de infringir el artículo
81.2 de la Constitución [sobre Leyes Orgánicas] detraer del
conocimiento de esos órganos [contencioso-administrativos, definidos
en el art. 9.4 de la LOPJ] el recurso instituido para reaccionar contra
actos que son típicamente administrativos en razón de su naturaleza y
origen», dice la Sentencia. El legislador no ha corregido, sin embargo,
el sistema propio de valoración, al que dicha Sentencia no se refirió.
De esa legislación especial a que se remite el artículo 97 LEF
retendremos sólo sus particularidades más relevantes.
A. Expropiaciones para la transformación de grandes zonas
La transformación de grandes zonas para convertirlas en regables o
468
para cambiar su sistema productivo requiere la previa declaración por
Decreto del interés nacional de la misma y la posterior aprobación,
también por Decreto, del Plan General de Transformación. Producida
la declaración y aprobado el Plan, se entiende con ello implícita la
utilidad pública y la necesidad de la ocupación de los bienes y
derechos cuya expropiación forzosa sea necesaria para la ejecución de
las obras y la efectiva transformación de la zona, que se llevará a cabo
por el procedimiento de urgencia (art. 113 de la Ley de Reforma y
Desarrollo Agrario) –un ejemplo característico del abuso legal de este
procedimiento, más atrás denunciado–.
El Plan General de Transformación comprenderá no sólo la
delimitación de la zona y la definición de las obras necesarias, sino
también los precios máximos y mínimos aplicables para la
expropiación de los terrenos afectados.
La gestión del procedimiento expropiatorio se realiza por el Instituto
de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA, hoy órganos o entidades
autonómicas), el cual fija unilateralmente el justiprecio individual de
las fincas expropiables previa designación en su caso de un perito
tercero.
B. Expropiación por causa del interés social
El artículo 241 del Texto refundido de 12 de enero de 1973 prevé
también la expropiación de fincas aisladas «para la resolución de un
problema social de carácter no circunstancial», previa la declaración
de interés social de la misma por Decreto acordado en Consejo de
Ministros (art. 242).
A esta declaración se llega a través de un procedimiento en orden a la
constatación de la existencia del problema social, en el que se da
audiencia al propietario por plazo de ocho días.
La declaración del interés social lleva implícita la de la necesidad de
ocupación y faculta al IRYDA, u órganos o entes autonómicos
correlativos, para proceder al justiprecio de la finca en los mismos
términos antes examinados.
469
C. Expropiación de fincas mejorables y por causa de reforma agraria
Es éste uno de los supuestos legales de aplicación del instituto
expropiatorio como sanción por el incumplimiento de la función
social de la propiedad. Su mecánica operativa se ajusta, por lo tanto, a
las pautas generales fijadas por la LEF para estos casos.
Así, de acuerdo con lo dispuesto en la Ley de 16 de noviembre de
1979, sobre fincas manifiestamente mejorables, la Administración
podrá requerir a los propietarios de aquéllas que se encuentren en los
supuestos previstos en el artículo 2.º de la misma para que en un
plazo determinado presenten un plan de explotación y mejora con
sujeción a las directrices que al efecto se fijen o, en su caso, acepten
el que, una vez transcurrido dicho plazo, pueda redactar ella misma.
La no aceptación de dicho plan o su incumplimiento dará lugar a la
calificación formal de la finca por Real Decreto como
manifiestamente mejorable, calificación que llevará aparejado el
reconocimiento del interés social de la mejora del inmueble a efectos
de su expropiación, así como la necesidad de ocupación del mismo.
El Real Decreto en cuestión, que podrá ser recurrido en la vía
contencioso-administrativa, permite proceder a la expropiación por el
procedimiento de urgencia, expropiación que podrá consistir en la
imposición de un régimen de arrendamiento o consorcio forestal
forzoso o, incluso, en la transferencia de la propiedad de la finca,
quedando sometidos los beneficiarios a las mismas obligaciones que
los propietarios expropiados en orden a la explotación y mejora.
El justiprecio de los arrendamientos o consorcios forzosos en que se
concrete la expropiación se cifra en el promedio de las rentas
producidas por las fincas en el último quinquenio, que no podrá ser
inferior a la mitad de la renta catastral de la misma (límite mínimo,
pues). El de la transferencia de la propiedad no podrá exceder por su
parte de la media aritmética del valor fiscal y del valor en renta de la
finca expropiada.
No obstante, si hubiere existido incumplimiento de los planes, el
justiprecio en ambos casos se realizará por el menor de los valores
indicados.
470
Las Leyes de Reforma Agraria de Andalucía (de 3 de julio de 1984) y
de Extremadura (llamada «de la Dehesa», de 2 de mayo de 1986), la
primera enjuiciada y corregida en algún punto por la Sentencia
constitucional de 26 de marzo de 1987, son especificaciones de ese
procedimiento de fincas mejorables o del de expropiaciones por
interés social. Todo este régimen ha quedado prácticamente
inaplicable con la revolución agraria que ha supuesto nuestra
incorporación a la Política Agraria de la Comunidad Europea, que
opera con una óptica completamente distinta a la de la parcelación y
asentamiento de colonos.
8. EXPROPIACIONES POR CAUSA DE OBRAS PÚBLICAS
Una única particularidad ofrece en este caso la LEF en relación al
procedimiento general. El artículo 98 establece, en efecto, que «las
facultades de incoación y tramitación de expedientes relacionados con
los servicios de Obras Públicas corresponderán a los Ingenieros Jefes
de los Servicios respectivos, asumiendo éstos en esta materia las
facultades que en esta Ley se atribuyen con carácter general a los
Gobernadores Civiles»
9. LA EXPROPIACIÓN EN MATERIA DE PROPIEDAD INDUSTRIAL
El artículo 99 LEF dispuso que «siempre que el interés general
aconseje la difusión de un invento o su uso exclusivo por parte del
Estado, podrá acordarse la expropiación de la patente o, en su caso,
del modelo de utilidad mediante una Ley que declare la utilidad
pública, en la que se determinará la indemnización que ha de percibir
el concesionario de una y otra y a quién deberá abonarse».
Dicho precepto, así como los artículos 121 y 122 REF, han sido
derogados por la Ley de Patentes de 20 de marzo de 1986
(disposición derogatoria quinta). El artículo 73 de la Ley citada
establece ahora que «cualquier solicitud de patente o patente ya
concedida podrá ser expropiada por causa de utilidad pública o de
interés social, mediante la justa indemnización... con el fin de que la
471
invención caiga en el dominio público y pueda ser libremente
explotada por cualquiera, sin necesidad de solicitar licencias, o con el
fin de que sea explotada en exclusiva por el Estado, el cual adquirirá,
en este caso, la titularidad de la patente».
La utilidad pública o el interés social habrán de ser declarados por la
Ley que ordene la expropiación, la cual concretará el fin concreto de
ésta. En todo lo demás, el procedimiento y la propia fijación del
justiprecio, la Ley de Patentes se remite al régimen general de la LEF.
10. LA EXPROPIACIÓN POR RAZONES DE DEFENSA NACIONAL Y
SEGURIDAD DEL ESTADO
Bajo este epígrafe regula la LEF dos tipos de operaciones
expropiatorias: las expropiaciones por necesidades militares y las
requisas. A estas últimas nos hemos referido ya más atrás. En lo que
respecta a las primeras, el artículo 100 LEF dispone que «cuando el
Gobierno acuerde la adquisición de inmuebles situados en la zona
militar de costas y fronteras o por otras necesidades urgentes de la
defensa y seguridad nacional, las expropiaciones que a tales fines
fuera preciso realizar se ajustarán a lo dispuesto en los artículos 52 y
53 de esta Ley», es decir, por el procedimiento de urgencia, según la
técnica de las urgencias apriorísticas que ya hemos indicado, y
criticado.
Las restantes especialidades son muy simples: la tramitación del
expediente corresponde a la Autoridad Militar y el funcionario
técnico destinado a integrarse en el Jurado Provincial de
Expropiación para representar los intereses públicos será, también, un
técnico militar del departamento interesado
El artículo 107 LEF preveía la elaboración de un Reglamento especial
para este tipo de expropiaciones, ya que el artículo 3.º del Decreto de
vigencias de 23 de diciembre de 1955 dispuso que hasta tanto se
publicase el Reglamento especial del artículo 107 LEF quedarían
«subsistentes con la categoría de normas reglamentarias y en todo
aquello que no se oponga a los preceptos de la Ley citada (LEF), las
disposiciones que hasta ahora han regido la expropiación forzosa en
472
los Ministerios del Ejército, Marina y Aire, tanto en tiempo de paz
como de guerra, en zonas polémicas, de costas, fronteras y seguridad
y las que regulan las requisiciones». Ese Reglamento no se ha
dictado.
Otras normas ulteriores regulan también expropiaciones de este
orden: así, la Ley Básica de Movilización Nacional, de 26 de abril de
1969, y la de Zonas e Instalaciones de interés para la Defensa
Nacional, de 12 de marzo de 1975.
11. OTROS PROCEDIMIENTOS ESPECIALES
Como ya indicamos más atrás, el Decreto de vigencias de 23 de
diciembre de 1955 dejó subsistente una serie de disposiciones
especiales en materia de expropiación forzosa, que es obligado tener
en cuenta (aunque, en realidad, muchas de ellas contienen meras
calificaciones de utilidad pública más que verdaderos procedimientos
especiales), así como las innovaciones ulteriores a dicho Decreto. No
es el caso, sin embargo, de estudiar aquí en su detalle todas y cada
una de las normas en cuestión, ya que ello no ofrece especial interés
desde un punto de vista general.
X. EN PARTICULAR, LAS EXPROPIACIONES URBANÍSTICAS
1. LA PRIORIDAD APLICATIVA DE LA LEGISLACIÓN
URBANÍSTICA
El artículo 25 LEF remitía ya, en materia de expropiaciones por razón
de urbanismo, a una serie de disposiciones situadas fuera de ella y,
fundamentalmente, a los preceptos de la LRL y normas
complementarias de la misma. Pese a ello, la excepción distaba
mucho de ser decisiva y la LEF seguía siendo el marco general en el
que venían a integrarse, sin llegar a alterarlo, unas pocas
singularidades de importancia más bien secundaria. La posterior
promulgación de la LS(el 12 de mayo de 1956) modificó
473
radicalmente este planteamiento y acabó definitivamente con las
pretensiones unificadoras del régimen expropiatorio al insertar la
expropiación como una pieza más al servicio de un sistema inspirado
en unos principios propios, sustancialmente divergentes de los de la
LEF, que, desde ese momento, quedó relegada a un papel secundario,
limitada a integrar las lagunas de la Ley urbanística en los casos
concretos en que ésta le llamase en su auxilio.
Ésta sigue siendo la situación en la actualidad, por lo que el estudio
de este tipo de expropiaciones debe partir de los presupuestos en que
se apoya el ordenamiento urbanístico, reconstruido tras la Sentencia
constitucional de 20 de marzo de 1997 por los legisladores
autonómicos sin otros límites que los que hoy establece la Ley estatal
de Suelo, Texto Refundido de 30 de octubre de 2015, lo que, dada la
complejidad del sistema resultante, significa que no nos será posible
en este momento sino efectuar una primera aproximación al tema,
pues un estudio en profundidad del mismo sólo podría hacerse en el
marco sistemático más específico de aquel ordenamiento.
2. LAS DIVERSAS FUNCIONES DEL INSTITUTO EXPROPIATORIO
EN EL ÁMBITO URBANÍSTICO
El artículo 42 LS remite a la legislación urbanística, hoy competencia
de las Comunidades Autónomas, la concreción de los diferentes
supuestos en que puede aplicarse la expropiación forzosa en el ámbito
urbanístico: por incumplimiento de la función social de la propiedad,
como sistema de ejecución del planeamiento, como medio para la
ejecución de los sistemas generales y de las dotaciones locales
previstas en los planes o para la obtención anticipada del suelo
necesario para estos fines, como instrumento para la constitución o
ampliación de patrimonios públicos de suelo y como mecanismo para
la obtención de terrenos destinados en el planeamiento a la
construcción de viviendas de protección oficial o a otros usos
declarados expresamente de interés social.
A continuación haremos referencia a las funciones que, dentro de las
enunciadas, resultan más relevantes.
474
A. La expropiación como sistema general de ejecución de los Planes y
como técnica alternativa de recuperación de las plusvalías
urbanísticas
En una primera aproximación resulta fundamental destacar el nivel en
que desde el primer momento se situó la legislación urbanística en
relación al problema capital de la propiedad del suelo. En este
sentido, es particularmente esclarecedora la Exposición de Motivos
del texto legal inicial de 12 de mayo de 1956, en la que se admite
como ideal que «todo el suelo necesario para la expansión de las
poblaciones fuera de propiedad pública, mediante justa adquisición,
para ofrecerle, una vez urbanizado, a quienes desean edificar». Esta
solución, a la que, tras el fracaso de múltiples experiencias semejantes
a las nuestras, se acercaron en Gran Bretaña con la fundamental Land
Community Act de 1975, no fue, sin embargo, considerada viable por
nuestro legislador por entender que «requeriría fondos
extraordinariamente cuantiosos, que no pueden ser desviados de otros
objetivos nacionales, y causaría quebrantos a la propiedad y a la
iniciativa privadas».
Admitido esto, la Ley hubo de situarse en un terreno intermedio
orientando sus instrumentos hacia la recuperación parcial de las
plusvalías generadas por los Planes de ordenación urbana y los
procesos de transformación del suelo, inicialmente rústico, que el
planteamiento pone en marcha. Esa recuperación viene hoy impuesta
por el artículo 47, párrafo segundo de la Constitución. La simple
existencia de un Plan de ordenación urbana da lugar, en efecto, a que
los terrenos clasificados por el mismo como urbanizables
experimenten un espectacular aumento de valor, una importante
plusvalía acorde con su nueva vocación, plusvalía a la que, en
principio, los propietarios son ajenos, ya que la decisión en que ésta
tiene su origen corresponde a la Administración, que es quien formula
y aprueba el Plan en atención a las necesidades colectivas.
Esto supuesto, la Ley obligó a los propietarios así beneficiados a
contribuir, en mayor o menor medida, según la clasificación
urbanística de sus terrenos, a la obra urbanizadora cediendo
gratuitamente, por un lado, parte de aquéllos a la comunidad
[cesiones éstas que han ido aumentando con las sucesivas reformas de
475
la Ley y que hoy alcanzan a todos los terrenos destinados por el plan
a dotaciones públicas, más un porcentaje entre el 5 y el 15 de la
edificabilidad media correspondiente al ámbito objeto de las
actuaciones de transformación urbanística: artículo 18.1. b) LS], y
sufragando, por otra, el coste de la urbanización propiamente dicha
«en justa compensación», como decía expresivamente la primitiva
redacción de la LS, de los beneficios que la urbanización habrá de
reportarles, beneficios cuya adquisición se considera legítima una vez
levantadas las referidas cargas, que tienen carácter general, cualquiera
que sea el sistema de ejecución del Plan que en cada caso se utilice.
Dicho esto, hay que añadir a continuación que los distintos sistemas
de ejecución de los Planes que la legislación prevé –compensación,
cooperación y expropiación son los tres clásicos– no son sino simples
modalidades de hacer efectivas estas aportaciones o, si se quiere, de
recuperar una parte de las plusvalías generadas por el Plan,
modalidades que se distinguen una de otra por el mayor o menor
protagonismo que en el plano de la gestión se reconoce en cada una
de ellas a los propietarios. Ese protagonismo es máximo en el sistema
de compensación, en el que los propietarios, constituidos en Junta de
Compensación, aportan los terrenos de cesión obligatoria y realizan a
su costa la urbanización en los términos y condiciones que se
determinen en el Plan o Programa de Actuación; es más reducido en
el sistema de cooperación, en el que los propietarios aportan el suelo
de cesión obligatoria y la Administración ejecuta las obras de
urbanización con cargo a los mismos; es, en fin, nulo en el sistema de
expropiación, en el que la Administración (o, eventualmente, un
concesionario suyo) adquiere previamente la propiedad de los
terrenos de todo un polígono o unidad de actuación valorados en
términos objetivos, como luego veremos, y, por lo tanto, a precios
que no incluyen factores especulativos y realiza por sí misma las
obras para luego resarcirse de la inversión efectuada mediante la
realización de la plusvalía incorporada a los terrenos ya urbanizados.
La expropiación es, pues, en esta primera perspectiva, uno más de los
sistemas de ejecución de los Planes de ordenación y su función básica
se orienta a la recuperación de las plusvalías que los Planes generan.
B. La expropiación como instrumento para la ejecución de los
476
sistemas generales o de operaciones urbanísticas aisladas
Junto a esta función primaria, la legislación urbanística sitúa otra de
más modestos perfiles al precisar que, sin perjuicio de lo anterior, la
expropiación forzosa podrá aplicarse para la ejecución de los sistemas
generales de la ordenación urbanística del territorio así como de las
dotaciones locales (arts. 197 y 198 del Reglamento de Gestión
Urbanística de 25 de agosto de 1978), y para la obtención anticipada
del suelo destinado a dichos sistemas generales.
En este caso concreto ya no se trata, por lo tanto, de actuar de modo
general y sistemático sobre todo un polígono o unidad de actuación
con el fin de urbanizarlo en su totalidad y de recuperar, mediante la
venta posterior de las parcelas resultantes, las correspondientes
plusvalías, sino sólo de proveer a las infraestructuras básicas del
territorio que la legislación urbanística llama «sistemas generales»
[comunicaciones terrestres, marítimas y aéreas y sus zonas de
protección, espacios libres y zonas verdes, equipamientos
comunitarios, elementos determinantes del desarrollo urbano, como el
abastecimiento de aguas, saneamiento, suministro de energía y otros
análogos], determinados en los Planes, cuya aprobación lleva
implícita en todo caso la declaración de utilidad pública de las obras y
la necesidad de ocupación de los terrenos y edificios correspondientes
(art. 42.2 LS).
Importa destacar que en todos estos casos la Administración podrá
aplicar el procedimiento general regulado en la LEF o el
procedimiento de tasación conjunta (art. 43.3 LS), pero aplicando en
todo caso los criterios de valoración contenidos en la legislación
urbanística, «cualquiera que sea la finalidad de ésta y la legislación
que la motive» [art. 34.1. b) LS].
C. La expropiación como fórmula para la constitución de patrimonios
públicos de suelo
Como antes notamos, el legislador español adoptó en 1956 una
posición intermedia en orden a la propiedad del suelo tratando de
477
conciliar el respeto a la propiedad privada con el supuesto ideal de la
propiedad pública de todo el suelo necesario para la expansión de las
poblaciones, ideal que, por motivos económicos y otros, estimó
inoportuno.
Pues bien, esa posición intermedia se expresa no sólo en la utilización
de la expropiación forzosa como mecanismo alternativo de
recuperación de las plusvalías generadas por los Planes, sino también
en su uso como instrumento para la constitución de patrimonios
públicos de suelo destinados a actuar como reguladores del mercado
de solares y a cumplir la triple función de «prevenir, encauzar y
desarrollar técnica y económicamente la expansión de las
poblaciones».
Este planteamiento, sustancialmente correcto, ya que es cada vez más
evidente que sólo si se cuenta con reservas importantes de suelo
público es posible poner freno a la especulación y asegurar, al propio
tiempo, una ordenación de la expansión y localización urbana según
criterios objetivos y no según el puro y parcial interés de los
propietarios como entre nosotros suele suceder, fracasó, sin embargo,
a causa de la insuficiencia de recursos de los Ayuntamientos, que no
acertó tampoco a paliar la acción estatal desarrollada a partir de la
Ley de 30 de julio de 1959 por la Gerencia de Urbanización (luego
INUR: Instituto Nacional de Urbanización y hoy SEPES –Sociedad
Estatal de Promoción y Equipamiento de Suelo–, aparte los entes
autonómicos).
La reforma legal de 1975 potenció los patrimonios municipales de
suelo, al nutrirlos con la cesión obligatoria y gratuita que impuso a los
propietarios del suelo urbanizable programado el 10 por 100 del
aprovechamiento neto que, según el plan, pudiera corresponderles,
porcentaje que la Ley de Reforma de 1990 elevó al 15 por 100 y que
hoy corresponde fijar a la legislación autonómica, dentro de los
límites que la LS establece (entre el 5 y el 15 por ciento: art. 18.1. b),
que no pueden ser excedidos (Sentencia constitucional 54/2002).
La Ley de reforma de 1990 reforzó, además, notablemente los
patrimonios municipales de suelo al integrar en ellos los bienes
patrimoniales de los Ayuntamientos que resultaren clasificados por el
planeamiento como suelo urbano o urbanizable y facilitar la
constitución sobre este último y sobre el suelo no urbanizable de
478
reservas de terrenos para su ulterior incorporación a dichos
patrimonios, todo ello con el fin de favorecer la construcción de
viviendas de protección pública y la satisfacción de otros usos de
interés social, destinos ambos a los que siguen legalmente afectados
todos los bienes integrantes de los patrimonios municipales de suelo
(art. 39 LS).
La Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de mayo de 2003 exige con
acierto que en la delimitación de tales reservas, cuya aprobación lleva
implícita la declaración de utilidad pública y de la necesidad de
ocupación, se especifiquen con la debida precisión los concretos
objetivos que en cada caso se persiguen, so pena de nulidad del
acuerdo aprobatorio de las mismas.
D. La expropiación como sanción por el incumplimiento de las
obligaciones y cargas que pesan sobre los propietarios de suelo
El instituto expropiatorio cumple, en fin, en el ámbito urbanístico una
función esencial: la de servir de cierre al sistema de obligaciones y
cargas impuestas a los propietarios de suelo como compensación de
los beneficios que para ellos resultan del proceso de expansión o
reconstrucción de las ciudades, sistema del que la expropiación se
convierte en garantía última.
La idea era ya explícita en la primera redacción de la LS y en su
nueva redacción de 1976, cuyo artículo 124.2 disponía con carácter
general (con aplicación, por lo tanto, a los sistemas de cooperación y
compensación) que «el incumplimiento de las obligaciones y cargas
impuestas por la presente Ley habilitará a la Administración
competente para expropiar los terrenos afectados», previsión que
reiteraban luego los artículos 119.4, 127.1 y 130.3 LS, con lo cual
quedaba garantizado el cumplimiento por los propietarios de sus
deberes legales en orden a la urbanización de los terrenos.
Lo mismo ocurría con respecto al deber de edificar, configurado
como una auténtica función social de la propiedad y caracterizado
técnicamente como un deber subjetivamente real, ligado a la
titularidad del solar, cuyo eventual incumplimiento determinaba la
479
inscripción de los terrenos en el Registro municipal de Solares, a raíz
de la cual, si el incumplimiento persistía, podían ser expropiados por
el Ayuntamiento o subastados públicamente por su valor urbanístico,
esto es, por un valor objetivo, fijado por la Ley e inferior al de
mercado. La expropiación adquiría así el carácter de sanción,
siguiendo la pauta del procedimiento previsto en los artículos 71 y
siguientes LEF, que ya hemos estudiado.
Este planteamiento se radicalizó hasta el límite de lo posible con la
Ley de Reforma de 1990 volviendo luego a su formulación inicial con
la LS 98. El artículo 49.1 de la LS vigente confirma con carácter
general la aplicación en el ámbito urbanístico de la expropiación
forzosa «por incumplimiento de la función social de la propiedad o la
aplicación del régimen de venta o sustitución forzosa» para asegurar
la efectiva observancia de los deberes de edificación o rehabilitación
que la Ley impone.
Es obvio, en cualquier caso, que el incumplimiento determinante de la
puesta en juego de la potestad expropiatoria debe ser imputable al
titular de los terrenos a título de dolo o culpa grave, y que su
comprobación requiere expediente contradictorio, extremo éste
esencial, ya que esa constatación juega idéntico papel que el
expediente de necesidad de ocupación, como indica con toda claridad
el artículo 75 LEF.
3. LAS ESPECIALIDADES PROCEDIMENTALES
La aprobación de los instrumentos de la ordenación territorial y
urbanística conlleva, según prevé el artículo 42.2 LS y hemos
recordado más atrás, la declaración de la utilidad pública y la
necesidad de ocupación de los bienes y derechos correspondientes,
declaración que podrá extenderse a los terrenos precisos para conectar
la actuación de urbanización de que se trate con los sistemas y redes
generales de servicios.
La elección del sistema, que se consideró inicialmente discrecional
por la jurisprudencia, fue estrechamente pautada por el legislador tras
la reforma legal de 1975, que obligó a la Administración a atenerse a
480
las «necesidades, medios económico-financieros con que cuente,
colaboración de la iniciativa privada y demás circunstancias que
concurran» y dio preferencia a los sistemas de cooperación y
compensación (absoluta en este último caso si lo solicitaban los
propietarios de más del 60 por 100 de la superficie del polígono o
unidad de actuación). La Ley de Reforma de 1990 volvió, sin
embargo, a reconocer a la Administración libertad para elegir el
sistema en todo caso, decisión ésta bastante discutible que, sin
embargo, sigue en pie en muchas Comunidades Autónomas.
En los demás casos, la expropiación se legitima en base al
cumplimiento de los requisitos en cada caso exigidos por la Ley: la
aprobación del correspondiente Plan o proyecto en el supuesto de
expropiaciones para la ejecución de los sistemas generales o para la
realización de operaciones urbanísticas aisladas, o la formación del
Patrimonio municipal de suelo, o la resolución del expediente que
acredite el incumplimiento de los deberes que trata de sancionarse o
la existencia previa de un programa de actuación pública en materia
de vivienda si el fin de la expropiación es adquirir los terrenos
destinados en el planeamiento a la construcción de viviendas de
protección oficial.
En todo caso, es preceptiva la formación «de una relación de
propietarios y de una descripción de los bienes o derechos afectados,
redactadas con arreglo a lo dispuesto en la Ley de Expropiación
Forzosa», relaciones que son objeto de un período de información
pública por plazo de quince días (art. 199 del Reglamento de Gestión
Urbanística) con carácter previo a su aprobación, siendo aplicables a
las reclamaciones y recursos los preceptos generales de la LEF.
En lo que se refiere a la determinación del justo precio, la LS permite
optar, o bien por el sistema de tasación individual de la LEF, o bien
por el específico de «tasación conjunta», como más atrás notamos.
El procedimiento de tasación conjunta exige la previa elaboración de
un proyecto [que contendrá, al menos, los documentos relativos a la
delimitación del polígono, con los consiguientes planos de situación y
parcelario, fijación de precios con la clasificación razonada del suelo
según su calificación urbanística, hojas de justiprecio individualizado
de cada finca comprensivas del valor del suelo y de las obras y
edificaciones, y hojas de justiprecio correspondientes a otras
481
indemnizaciones (art. 202 del Reglamento de Gestión)] y la
exposición al público del mismo por término de un mes para que los
interesados, a quienes deben ser notificadas las correspondientes
hojas de aprecio, puedan formular observaciones y reclamaciones
concernientes a la valoración de sus respectivos derechos. Informadas
dichas reclamaciones por la entidad pública actuante, el expediente se
eleva a la Comisión Provincial del Urbanismo para su resolución, que
lleva implícita con carácter general la declaración de urgencia de la
ocupación de los bienes o derechos afectados con los efectos
previstos en el artículo 52 LEF. Dicha resolución, que implica la
declaración de urgencia de la ocupación (art. 203 del Reglamento de
Gestión) se notifica a los interesados, que, dentro de los veinte días
siguientes, pueden manifestar por escrito su disconformidad con la
valoración establecida, en cuyo caso el expediente pasa al Jurado
Provincial de Expropiación que fijará el justiprecio definitivo.
4. LOS CRITERIOS DE VALORACIÓN
A. El problema general y la formación del sistema vigente
La aplicación supletoria de los preceptos de la LEF a las
expropiaciones urbanísticas no alcanzó nunca a los criterios de
valoración, extremo éste capital en el que la prevalencia del
ordenamiento urbanístico fue siempre absoluta.
Es en ese punto y por esta razón donde tradicionalmente se han
centrado las críticas, a veces desgarradas, a todo el sistema de
expropiaciones urbanísticas y en el que tienen su origen todas las
polémicas e, incluso, la resistencia, abierta unas veces, velada otras,
de los propios Tribunales, a los que ha costado mucho abandonar la
trinchera del valor real, entendido como valor de mercado, en el que
se instaló la LEF por la vía de la libertad estimativa consagrada por la
redacción inicial de su artículo 43.
La Ley de 21 de julio de 1962 quiso quebrar esa resistencia de los
Tribunales, excluyendo de modo expreso la aplicación del artículo 43
LEF a las expropiaciones urbanísticas, pero no lo consiguió del todo,
482
ya que el artículo 43 LEF se siguió aplicando, como más atrás
destacamos, a las demás expropiaciones de suelo amparadas por
títulos legales diferentes a los contemplados en la LS, computándose
en consecuencia en estos supuestos la influencia urbana derivada de
la proximidad de las fincas rústicas a las ciudades como un factor
adicional a la hora de calcular su justo precio.
La Ley de Reforma de 1990 pretendió zanjar definitivamente estas
tensiones al disponer en su artículo 73 que «los criterios de valoración
de suelo contenidos en la presente Ley regirán cualquiera que sea la
finalidad que motive la expropiación y la legislación, urbanística o de
otro carácter, que la legitime» regla que mantuvo la LS 98 (art. 23) y
que ratifica el artículo 34.1. b) de la vigente LS.
El problema es complejo y para comprenderlo hay que contemplarlo
en su perspectiva histórica y de forma desapasionada. La LS, en su
versión primera de 1956, estableció, dentro del marco peculiar en el
que situó la lucha contra la especulación del suelo, un cuadro objetivo
de valores: inicial (calculado en función del aprovechamiento de que
es naturalmente susceptible el suelo rústico al que había de aplicarse),
expectante (que añade a ese valor inicial las expectativas abstractas
contempladas por el Plan en relación a los terrenos de urbanización
futura), urbanístico (determinado en función del aprovechamiento
reconocido en los Planes a los terrenos calificados como suelo
urbano) y comercial (o de mercado, aplicable a los terrenos ya
urbanizados y convertidos en solares). Todos ellos –y no sólo el
comercial– estaban concebidos tendencialmente como valores de
mercado, como precios reales en función del contenido y de su
utilidad actual (y no futura o especulativa) de los derechos
incorporados a las distintas clases de suelo y así hubieran funcionado,
en efecto, si los mecanismos reguladores del mercado que estaban
llamados a ser los patrimonios públicos de suelo no hubieran
fracasado de forma estrepitosa.
La total atrofia de este mecanismo regulador provocó, sin embargo,
un distanciamiento insalvable entre la ley de valoraciones incorporada
a la LS y la ley de la oferta y de la demanda, con arreglo a la cual los
precios de suelo, dentro de un mercado siempre escaso y de acusada
estructura oligopolística, incorporaban elevados porcentajes
especulativos. La expropiación, realizada sobre la base de los valores
483
objetivos de la Ley, contribuía así a organizar un sistema de doble
mercado, convirtiéndose de ese modo en un instrumento ciego de la
fortuna que repartía indiscriminadamente desgracias (en forma de
precios que, siendo inicialmente objetivos, resultaban sencillamente
confiscatorios en la práctica) y venturas (en forma de plusvalores en
los sectores exteriores a los polígonos expropiados).
Ésta ha sido, en líneas generales, la situación desde 1956 hasta ahora.
La LS 98 intentó resolverlo del único modo posible en un sistema de
economía del mercado como el nuestro prescindiendo de todo tipo de
artificio y tomando como punto de partida el criterio del valor real,
esto es, «el valor que el bien tenga realmente en el mercado de suelo,
único valor que puede reclamar para sí el calificativo de justo que
exige inexcusablemente toda operación expropiatoria», como explicó
con justificado énfasis su Exposición de Motivos.
La nueva LS ha dado, sin embargo, marcha atrás nuevamente, como
vamos a ver a continuación:
B. El sistema actual
La vigente LS prescinde pura y simplemente del mercado y también
del planeamiento, esto es, del destino que los planes de ordenación
urbana asignen al suelo para atenerse, única y exclusivamente, a la
situación real en la que éste se encuentre en el momento en el que
haya de procederse a su valoración.
El suelo en situación rural, esto es, el preservado por los planes de
ordenación de su transformación mediante la urbanización y aquel
cuya transformación prevean o permitan dichos planes «hasta que
termine la correspondiente actuación de urbanización» [art. 21.2.b)],
se tasará mediante la capitalización de la renta real o potencial de la
explotación utilizando como tipo «el valor promedio de los datos
anuales publicados por el Banco de España de la rentabilidad de las
obligaciones del Estado a 30 años, correspondientes a los tres años
anteriores» [art. 36.1. a) y disposición adicional séptima].
La renta potencial se calculará atendiendo al rendimiento posible de
484
los terrenos utilizando los medios técnicos normales. La Ley permite
añadir a la cantidad resultante las subvenciones que, con carácter
estable, se otorguen a los cultivos y aprovechamientos considerados
en cada caso y obliga, como es lógico, a descontar los costes
necesarios para la explotación.
En ningún caso pueden tomarse en consideración las expectativas
derivadas de la asignación de edificabilidades y usos por la
ordenación territorial o urbanística que no hayan sido aún plenamente
realizados (art. 36.2). Sí se puede, en cambio, corregir al alza el valor
obtenido mediante la capitalización de la renta «en función de
factores objetivos de localización, como la accesibilidad a núcleos de
población o a centros de actividad económica o la ubicación en
entornos de singular valor ambiental o paisajístico, cuya aplicación
habrá de ser justificada en el correspondiente expediente de
valoración» [art. 36.1. a), párrafo tercero]. Es éste un reconocimiento
explícito, aunque insuficiente, de que el valor del suelo, como el de
todo lo demás, no puede ser reducido a criterios estrictamente
objetivos y enteramente ajenos a la estimación que en cada momento
se les da por la colectividad, que es la que reconoce el valor
económico al «ambiente» y al «paisaje», a la «localización» o a la
«accesibilidad». Fijar este valor estimativo en el «doble» de la renta,
precisamente, y no en la mitad o en el triple o en cualquier otra
cantidad, como lo hizo la redacción inicial del artículo 22.1.a),
párrafo tercero, LS era algo absolutamente arbitrario, como vino a
reconocer la Sentencia constitucional de 11 de septiembre de 2014,
que declaró inconstitucional y nulo el inciso «hasta un máximo del
doble» del citado artículo (vid. hoy artículo 36.1.a), párrafo tercero,
de la vigente LS).
Dicha Sentencia ha hecho suyo, sin embargo, el dogmatismo del
legislador, que en la pugna que viene manteniendo con los Tribunales
de la jurisdicción contencioso-administrativa desde hace medio siglo,
ha optado de nuevo por imponer un valor objetivo y, por lo tanto,
convencional y artificioso del suelo, ajeno al valor real de éste, que
es, obviamente, el que se paga en el mercado, como recuerda el voto
particular del Sr. GONZÁLEZ RIVAS.
Sujeto el precio del suelo a una tasa legal, el justiprecio no podrá
cumplir en las expropiaciones urbanísticas lo que constituye su razón
485
de ser, esto es, la función de asegurar que el expropiado queda
absolutamente indemne, ya que con ese precio de tasa no podrá
adquirir en el mercado un bien equivalente en sustitución del que por
la fuerza se le priva. El principio de indemnidad, que es la última
garantía del derecho de propiedad, como recuerda el voto particular
de los Sres. GONZÁLEZ TREVIJANO, OLLERO TASSARA y de la Sra. ROCA
TRIAS, queda así inaceptablemente desplazado.
Tampoco es correcta la pretensión de excluir la aplicación del método
de comparación (el valor alcanzado por fincas análogas) a la hora de
fijar el justiprecio de esta clase de suelo, porque –dice en la
Exposición de Motivos– «muy pocas veces concurren los requisitos
necesarios para asegurar su objetividad y la eliminación de elementos
especulativos», la afirmación no puede ser más sorprendente porque
al decir «muy pocas» está reconociendo que «algunas» veces sí
concurren aquellos requisitos (por lo pronto, cuando se trata de
terrenos que fueron introducidos en el tráfico mediante pública
subasta por la propia Administración, como no es en absoluto
infrecuente), lo que convierte en injustificable y arbitraria la
exclusión del referido método con carácter general. Afortunadamente
el legislador no la ha llevado al articulado de la Ley, por lo que nada
podrá obligar a los Tribunales a prescindir del método de
comparación y a aplicar una valoración diferente a la que haya podido
alcanzar en el mercado una finca colindante e idéntica a la expropiada
(vid. Sentencias de 25 de mayo de 1996 y 10 de julio de 1998).
El suelo en situación de urbanizado, esto es, «el integrado de forma
legal y efectiva en la red de dotaciones y servicios propios de los
núcleos de población» (art. 21.3), que no esté edificado o cuya
edificación sea ilegal o se encuentre físicamente en ruina se valorará
teniendo en cuenta el uso y edificabilidad atribuidos por la ordenación
urbanística (o la edificabilidad media y el uso mayoritario del ámbito
si la parcela no tiene asignada una edificabilidad y un uso específicos)
y aplicando a dicha edificabilidad el valor de repercusión
determinado por el método residual estático que corresponda al uso
establecido (art. 37.1).
Si el suelo está edificado o en curso de edificación su valor será el
que resulte superior de los dos que contempla el artículo 37.2 de la
Ley: el obtenido mediante la aplicación de la regla anteriormente
486
expuesta o el determinado por la tasación conjunta del suelo y de la
edificación por el método de comparación, que en ese caso sí se
admite expresamente.
El artículo 35 de la Ley completa el cuadro expuesto estableciendo
los criterios a los que habrá de ajustarse la valoración de los demás
bienes inmuebles. A estos efectos precisa en su apartado 3 que las
edificaciones, construcciones e instalaciones, los sembrados y las
plantaciones en el suelo rural se tasarán con independencia de los
terrenos siempre que se ajusten a la legalidad y sean compatibles con
el uso o rendimiento considerado en la valoración del suelo. En la
valoración de los edificios y construcciones habrá de tenerse en
cuenta, como es lógico, su antigüedad y su estado de conservación.
La valoración de las concesiones administrativas y de los derechos
reales sobre inmuebles se remite por el artículo 35.4 a la legislación
específicamente aplicable en cada caso y, subsidiariamente, a «las
normas del Derecho administrativo, civil o fiscal que resulten de
aplicación».
Un polémico Reglamento aprobado por Real Decreto de 24 de
octubre de 2011 ha desarrollado el sistema descrito.
5. LA NUEVA REGULACIÓN DE LA REVERSIÓN EN LAS
EXPROPIACIONES URBANÍSTICAS
Más atrás nos referimos ya a las principales modificaciones
introducidas en el régimen de la reversión por la Ley 8/1990, de 25 de
julio, de Reforma de Régimen urbanístico y Valoraciones del Suelo,
que hizo suyas el artículo 40 de la LS 98 y terminó por generalizar la
nueva redacción dada a los artículos 54 y 55 LEF por la Ley 38/1999,
de 5 de diciembre. La nueva LS las ha incorporado también en su
artículo 47.1. a), por lo que no es pues, necesario insistir en que las
alteraciones del uso del suelo que motivó la expropiación que resulten
de la modificación o revisión del planeamiento darán lugar a la
reversión, salvo que «el nuevo uso asignado sea igualmente
dotacional público» o que el uso que motivó la expropiación «hubiera
sido efectivamente implantado y mantenido durante ocho años»,
487
supuestos a los que la disposición final segunda de la Ley 1/2006, de
13 de marzo, por la que se regula el Régimen Especial del municipio
de Barcelona, ha añadido un tercero: «que el nuevo uso consistiera en
la construcción de viviendas sujetas a algún régimen de protección
pública». Hay que precisar simplemente aquí que el hecho de que la
nueva redacción del artículo 54 LEF fije en diez años el plazo
aplicable en el supuesto correlativo a este último no puede prevalecer
sobre lo dispuesto en el artículo 47.1. a) de la vigente LS y ello no
sólo porque ésta es una Ley especial con respecto a la LEF, sino
también porque ahora es una Ley posterior, lo que excluye las dudas
que por razones cronológicas podía plantear la legislación urbanística
anterior.
Los apartados b), c) y d) del artículo 47.1 contemplan otros supuestos
de excepción de la reversión que se refieren a otras tantas funciones
de la expropiación en el ámbito urbanístico. Si la expropiación se
produjo para la formación o ampliación del patrimonio público del
suelo no habrá lugar a la reversión aunque la modificación o revisión
del planeamiento alteren el uso inicial, «siempre que el nuevo uso sea
compatible con los fines» de dicho patrimonio (apartado b). Tampoco
habrá reversión cuando la expropiación se hubiere producido para la
ejecución de una actuación de urbanización, salvo que hubieren
transcurrido diez años desde la expropiación sin que la urbanización
se hubiese concluido [apartado 1. c), en relación al 2. a), ambos del
art. 47].
El apartado d) del artículo 47.1 exceptúa igualmente la reversión
cuando la expropiación se hubiere realizado por el incumplimiento de
los deberes o el no levantamiento de las cargas que integran el
estatuto de la propiedad del suelo, supuesto éste contemplado también
en el apartado 5 del artículo 40 de la LS de 1998. Este incluía, sin
embargo, una salvedad semejante a la del supuesto precedente, esto
es, que hubieren transcurrido diez años y los deberes permanecieran
incumplidos, que ahora no aparece, omisión que hay que suplir
acudiendo a la regulación general que la LEF contiene de la
expropiación por incumplimiento de la función social de la propiedad,
de la que el supuesto al que venimos refiriendo no es sino una simple
aplicación.
El número 3 del artículo 47 excluye en cualquier caso la reversión
488
cuando del suelo expropiado se segreguen su vuelo o subsuelo,
siempre que se mantenga el uso dotacional público para el que el
suelo fue expropiado u otro semejante, disposición ésta que da
respuesta a un problema que se está planteando en muchas ciudades
españolas con motivo del soterramiento de las vías férreas en la línea
adoptada tiempo atrás por la Sentencia de 1 de diciembre de 1987.
El artículo 47.2 reconoce, en fin, a los propietarios el derecho a
solicitar la retasación cuando una modificación de la ordenación
aumente el valor de los terrenos expropiados para ejecutar una acción
urbanizadora. Se trata, en rigor, de una variante de la reversión que
permite recuperar no ya los mismos bienes que fueron en su día
expropiados, lo que no sería posible al haber sido transformados por
la urbanización, pero sí el aumento del aprovechamiento urbanístico
producido por la modificación del planeamiento, lo que permite
salvaguardar la integridad de la garantía indemnizatoria sin perjudicar
la eficacia de la gestión pública urbanizadora (vid. las Sentencias de 4
de Julio de 2005, 4 de Mayo de 2007 y 5 de Mayo de 2015).
NOTA BIBLIOGRÁFICA: Además de los trabajos reseñados en la
nota bibliográfica del capítulo precedente, pueden consultarse los
siguientes: G. DE CASTRO VÍTORES, Reversión expropiatoria. Una
reflexión en la perspectiva civilista, Valencia, 2001; M. F. CLAVERO
ARÉVALO, Ensayo de una teoría de la urgencia en el Derecho
Administrativo, en «RAP», núm. 10, págs. 25 y sigs.; E. CHALUD
LILLO, La expropiación que da lugar al traslado de poblaciones, en
«RAP», núm. 55, págs. 313 y sigs.; T.-R. FERNÁNDEZ, Manual de
Derecho Urbanístico, 26.ª ed., Madrid, 2019; Notas sobre el proceso
continuo y silencioso de erosión del Derecho estatal y de las
garantías jurídicas de los ciudadanos: el caso de los Jurados
autonómicos de Expropiación, en «RAP», núm. 153, págs. 91 y sigs.,
La nueva Ley 8/2007, de 28 de mayo, de Suelo: valoración general,
en el núm. 174 de la Revista de Administración Pública, págs. 61 y
sigs. y Erre que erre: la Sentencia constitucional de 11 de septiembre
de 2014 sobre la Ley del Suelo de 28 de mayo de 2007 y las
valoraciones del suelo en «Revista de Urbanismo y Edificación»
núm. 32; J. R. FERNÁNDEZ TORRES, Reflexiones generales sobre el
Reglamento de Valoraciones de la Ley de Suelo en Revista de
Urbanismo y Edificación núm. 24, año 2011; Urgencias y garantías
expropiatorias, en Revista de Urbanismo y Edificación núm. 27, año
489
2013 y La aplicación (e inaplicación) del sistema de valoraciones del
Texto Refundido de la Ley de Suelo, en «Revista de Urbanismo y
Edificación», núm. 9, año 2009, págs. 111 y sigs.; E. GARCÍA DE
ENTERRÍA, La Ley del Suelo y el futuro del urbanismo, en «Problemas
actuales de Régimen Local», Inst. García Oviedo, Sevilla, 1958;
Expropiación forzosa y devaluación monetaria, en «RAP», núm. 80,
págs. 9 y sigs.; De nuevo sobre la depreciación de los justiprecios
expropiatorios. La posibilidad de retasación interna en el seno de un
proceso abierto, sin retorno a la vía administrativa, en «REDA»,
núm. 15; La actualización de las indemnizaciones, reparatorias en
materia de responsabilidad civil de la Administración y de
expropiación forzosa: últimos desarrollos jurisprudenciales, en
«REDA», núm. 21; J. GARCÍA LUENGO, Algunas consideraciones
sobre el tratamiento normativo del derecho de propiedad: sucesión
normativa y derecho de reversión, «REDA», 106, págs. 107 y sigs.; J.
A. GARCÍA-TREVIJANO, La urgencia en la nueva LEF, en el núm. 137
de «RGD», págs. 99 y sigs., y Los convenios expropiatorios, Ed. Rev.
de Derecho Privado, Madrid, 1979; M. LÓPEZ-MUÑIZ GOÑI,
Expropiación forzosa. El justiprecio. Guía práctica y jurisprudencia,
Madrid, 1997; J. R. PARADA VÁZQUEZ, La expropiación urgente, en el
«Homenaje al Prof. Sayagues Laso, Perspectivas del Derecho Público
en la segunda mitad del siglo XX», IEAL, Madrid, 1969, tomo V,
págs. 229 y sigs.; A. PÉREZ MORENO, La reversión en materia de
expropiación forzosa, Instituto García Oviedo, Sevilla, 1967, y La
retasación de los bienes expropiados, en «RAP», núm. 66, págs. 57 y
sigs.; J. M. ROMAY BECCARIA, Expropiación forzosa y política del
suelo, en «RAP», núm. 38; J. M. SERRANO ALBERCA , El derecho de
propiedad, la expropiación y la valoración del suelo, Aranzadi,
Pamplona, 2.ª ed., 2003; J. A. TAMAYO ISASI-ISASMENDI, La comisión
de expropiación de bienes del valor artístico y arqueológico, en
«RAP», núm. 47, págs. 95 y sigs.; J. A. TARDÍO PATO, Expropiación
forzosa y acciones civiles, Pamplona, 2000; J. L. VILLAR PALASÍ, Un
dictamen del Consejo de Estado sobre aplicación de la cláusula
«rebus sic stantibus» en un supuesto de expropiación forzosa, en
«ADC», núm. 1, págs. 543 y sigs., y La traslación del «justum
pretium» a la esfera de la expropiación forzosa, en «RAP», núm. 43,
págs. 161 y sigs. Vid. también las obras citadas en la nota
bibliográfica del capítulo precedente.
490
CAPÍTULO XXI
LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE
LA ADMINISTRACIÓN
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. EL PROCESO DE
AFIRMACIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL
DEL ESTADO. 1. El principio «the king can do not wrong» como
punto de partida. 2. La ruptura por vía legislativa. El ejemplo de
los ordenamientos anglosajones. 3. La evolución por vía
jurisprudencial. En especial, el ejemplo del Derecho francés. A. El
problema en el Derecho alemán. B. El ejemplo del Derecho francés.
III. LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE LA
ADMINISTRACIÓN EN NUESTRO DERECHO: ORÍGENES Y
EVOLUCIÓN. 1. La situación anterior a la LEF. 2. La situación
actual. IV. LOS PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD
DE LA ADMINISTRACIÓN. 1. Universalidad de la cláusula
general de responsabilidad patrimonial. 2. La configuración básica
de la responsabilidad patrimonial de la Administración. 3. El
concepto técnico-jurídico de lesión resarcible y sus notas
características. 4. El problema de la imputación. A. Planteamiento
general. B. La fórmula legal y los problemas específicos de la
responsabilidad del Estado-Juez. C. Títulos y modalidades de
imputación del daño a la Administración. 5. La relación de la
causalidad. A. El problema de la causalidad en la producción del
daño. Equivalencia de condiciones, causalidad adecuada,
apreciación pragmática. B. La incidencia de causa extraña, culpa de
la víctima y hecho de un tercero. El concurso de causas y su
tratamiento. 6. La cobertura por la Administración de la
responsabilidad del funcionario. Acciones de regreso. V. EL
PROBLEMA DE LA IMPUTACIÓN A LA ADMINISTRACIÓN
DE DAÑOS PRODUCIDOS «POR HECHO DE LAS LEYES». 1.
Planteamiento general y análisis crítico de la jurisprudencia. 2. El
caso especial de la responsabilidad derivada de la infracción del
Derecho Comunitario por las Leyes internas. 3. La responsabilidad
en caso de ruptura por una Ley del equilibrio financiero de un
contrato administrativo. VI. LA EFECTIVIDAD DE LA
REPARACIÓN. 1. Principios generales. A. Reparación «in natura»
491
e indemnización suplementaria. B. La extensión de la reparación. C.
Momento de la valoración del perjuicio. D. En particular, el
problema de los intereses de demora por deudas de dinero. 2.
Referencia a regímenes especiales. VII. LA ACCIÓN DE
RESPONSABILIDAD. 1. Plazo de ejercicio y prescripción. 2. El
procedimiento de reclamación. 3. La reparación de los daños
causados por un acto administrativo recurrido ante y anulado por
los Tribunales. 4. La garantía judicial.
I. INTRODUCCIÓN
«Hay dos correctivos de la prerrogativa de la Administración –decía
HAURIOU– que reclama el instinto popular, cuyo sentimiento respecto
al Poder público puede formularse en estos dos brocardos: que actúe,
pero que obedezca a la Ley; que actúe, pero que pague el perjuicio».
El principio de legalidad –y su garantía en el recurso contencioso-
administrativo– y el de responsabilidad patrimonial de los entes
públicos constituyen, por ello, los dos grandes soportes estructurales
del Derecho Administrativo, cuyo equilibrio, amenazado siempre por
el peso inicial de las prerrogativas del Poder, depende, justamente, de
su correcto juego.
Al estudio del principio de legalidad dedicamos ya el capítulo VIII de
esta obra. Por otra parte, en los dos capítulos precedentes hemos
analizado también la potestad expropiatoria de la Administración, a
través de la cual se canalizan una gran parte de las intervenciones de
ésta en el patrimonio de los ciudadanos. Sin embargo, las
posibilidades de incidencia dañosa de la actividad administrativa en
los patrimonios privados no se agotan en el instituto expropiatorio,
supuesta su configuración legal como una actuación jurídico-formal
orientada específicamente al sacrificio de derechos o intereses
patrimoniales de los súbditos por razones superiores de utilidad
pública o interés social. Al margen de estas intervenciones formales y
con independencia de ellas, la actividad de la Administración, que en
nuestros días está presente en todas y cada una de las manifestaciones
de la vida colectiva, «lleva consigo –como advierte lúcidamente la
Exposición de Motivos de la LEF– una inevitable secuela incidental
de daños residuales y una constante creación de riesgos» que es
492
preciso evitar que «reviertan al azar sobre un patrimonio particular en
verdaderas injusticias, amparadas por un injustificado privilegio de
exoneración».
A cubrir esos daños residuales de la acción administrativa, no
deliberadamente procurados, pero inevitables, tiende la afirmación de
un principio general de responsabilidad patrimonial de la
Administración, que la LEF de 16 de diciembre de 1954 no dudó en
incorporar a su texto por entender que de ese modo se llevaba «a sus
lógicas consecuencias» la concepción de la expropiación forzosa que
su artículo 1.º introducía en nuestro ordenamiento positivo como
«estatuto legal básico de todas las formas de acción administrativa
que impliquen una lesión individualizada de los contenidos
económicos por razones de interés general», supuesto que, «al
margen de un estrecho dogmatismo académico, cabe apreciar siempre
el mismo fenómeno de lesión de un interés patrimonial privado, que,
aun cuando resulte obligada por exigencias del interés o del orden
público, no es justo que sea soportada a sus solas expensas por el
titular del bien jurídico dañado».
El fondo común que unifica sistemáticamente las instituciones
aparentemente disímiles de la expropiación forzosa y de la
responsabilidad civil de la Administración es, pues, para el legislador,
la referencia común a la lesión patrimonial de un administrado
producida por la actuación administrativa, si bien difieren entre sí por
la forma de producción de la lesión, que es el rasgo específico que
aporta cada una. La LEF se configuró, en consecuencia,
fundamentalmente, como una norma de garantía integral del
patrimonio privado frente a la acción de la Administración, bien
revista esta acción la forma de un despojo directo y querido
(expropiación), bien la del funcionamiento de los servicios públicos
en cuanto es capaz de ocasionar una «secuela incidental de daños
residuales», en la certera expresión del Preámbulo. La garantía del
patrimonio de los administrados (con base constitucional hoy en el
art. 33.1 de la Constitución vigente: reconocimiento de la propiedad
privada –i.e., el patrimonio– por el Estado) queda así cubierta, en
principio, frente a toda posible lesión que proceda de la acción
administrativa.
Llegar a esa conclusión, en principio tan obvia, que impone, por
493
tanto, la formulación de un principio de resarcimiento de todos los
daños causados por el funcionamiento de la Administración, no ha
sido, sin embargo, tarea fácil, ni en nuestro propio Derecho, ni en el
panorama general del Derecho comparado, cuyas líneas de evolución
son particularmente próximas en este campo. Muy al contrario, la
afirmación de un principio general de responsabilidad del Estado y de
las Administraciones Públicas ha exigido recorrer un largo camino,
cuyo término sólo ha podido vislumbrarse bien entrado el pasado
siglo.
Dar cuenta aquí de este largo y fatigoso proceso evolutivo, aunque
sea sólo en sus pasos más significativos, resulta particularmente
necesario en este caso para situar debidamente el instituto resarcitorio
y comprender en su concreto alcance la cláusula general de cobertura
patrimonial de los administrados introducida en nuestro Derecho por
el artículo 121 LEF.
II. EL PROCESO DE AFIRMACIÓN DE LA RESPONSABILIDAD
PATRIMONIAL DEL ESTADO
1. EL PRINCIPIO «THE KING CAN DO NOT WRONG» COMO PUNTO
DE PARTIDA
En la esfera del Derecho Público la afirmación de una responsabilidad
patrimonial del soberano por los daños resultantes de la actuación de
sus agentes pugnaba frontalmente con una tradición multisecular, que,
a través de una combinación de la potestas imperial romana y de la
concepción teocéntrica del poder del monarca, característica del
mundo medieval, encontró su expresión clásica en el principio
formulado por los juristas ingleses, pero común a todo Occidente,
según el cual the king can do not wrong (el rey no puede hacer
ilícito).
La fuerza del principio no disminuyó, sino todo lo contrario, con el
advenimiento del Estado moderno, en cuyos presupuestos teóricos
encontró, incluso, nuevos alientos (BODIN: «or la souveraineté n’est
limitée, ni en puissance ni en charge»), que los teóricos del
494
absolutismo, sobre la base del viejo apotegma princeps legibus
solutus, no dudaron en realzar. Hasta tal punto esto es así, que el
principio no cedió cuando todo el edificio del ancien régime quedó
arrumbado tras el poderoso impulso revolucionario. La Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que alumbra la nueva
era desde 1789, proclama, en efecto, que la propiedad es un derecho
«inviolable et sacré», del que nadie puede ser privado sino cuando la
necesidad pública, legalmente constatada, lo exija evidentemente y
bajo la condición de una justa y previa indemnización; pero ni el
artículo 17 de la Declaración, que sienta las bases del instituto
expropiatorio, ni ningún otro texto, se refieren ni mencionan los
daños no expropiatorios, que siguen siendo un reducto exento de la
soberanía del Estado, que simplemente se subroga en el lugar que
antes correspondía al Príncipe, heredando, por ello, los privilegios de
éste en las esferas no afectadas expresamente por el nuevo orden
(«c’est le droit divin du peuple substitué au droit divin des rois», en la
expresiva frase de JÈZE).
Todavía a finales del pasado siglo, que es cuando empieza a
vislumbrarse la ruptura, un autor tan caracterizado como LAFERRIÈRE
podría afirmar que «lo propio de la soberanía es imponerse a todos sin
compensación». Se entra, pues, en pleno siglo XX arrastrando aún los
viejos prejuicios medievales, cuya liquidación y definitiva crisis
exigirán notables esfuerzos en todos los ambientes, a pesar de que
esas ideas repugnan positivamente al espíritu de la época y están en
manifiesta contradicción con las necesidades de una sociedad en la
que la presencia de la Administración, antes lejana y neutral y por eso
mismo escasamente conflictiva, es cada vez mayor, especialmente a
partir de la primera gran guerra.
2. LA RUPTURA POR VÍA LEGISLATIVA. EL EJEMPLO DE LOS
ORDENAMIENTOS ANGLOSAJONES
Si el sustrato real que alimentó durante tantos siglos el principio de
irresponsabilidad del soberano es común a todos los ordenamientos,
común a todos ellos es, también, el que generó su ruptura en estrecha
interdependencia con las transformaciones socioeconómicas. Varía,
en cambio, como no podía ser de otro modo, la forma en que esta
495
ruptura se produjo en cada ordenamiento de acuerdo con sus
peculiares tradiciones.
Dos son a este respecto los modelos que ofrece, en principio, el
Derecho comparado, según sea la vía de progreso, legislativa o
jurisprudencial, en cada caso seguida. Al primero de ellos se ajustan
los ordenamientos anglosajones, en los que la ruptura del viejo
principio del common law de irresponsabilidad del Poder público se
produce bruscamente a través de una rectificación legislativa, muy
próxima en el tiempo a nuestra LEF. Aunque sólo sea por esa razón,
parece obligada en este momento una referencia al mismo.
La irresponsabilidad de la Corona en el Reino Unido resultaba
tradicionalmente de la combinación de dos principios obstativos, que
se reforzaban mutuamente. Por un lado, el ya conocido the king can
do not wrong, que operaba en el plano material; por otro, el de la
inmunidad judicial de la Corona (doctrina de la non suability), que
actuaba en el plano procesal, haciendo depender la propia
formalización de la litis de la previa formulación de una petition of
rights, a la que la Corona podía acceder mediante un fiat justitia.
Este doble juego de principios, que, aun siendo convergentes,
conservaron siempre su respectiva independencia y la correlativa
posibilidad de imponer por sí solos el mismo negativo resultado final
(incluso tras la reforma de 1860 los daños extracontractuales
siguieron quedando fuera del ámbito de la petition of rights), hacia
particularmente resistente el sistema a cualquier rectificación
legislativa, tanto más cuanto que, como suele ocurrir frecuentemente
con las peculiaridades propias del Derecho inglés, éstas suelen
considerarse en las islas como una muestra de la superioridad de sus
técnicas específicas frente a las correlativas del Derecho continental.
Mientras que en éste la exigencia de responsabilidad del funcionario
tropezaba tradicionalmente, como veremos más adelante, con el
obstáculo de la autorización administrativa previa, en Inglaterra el
principio de irresponsabilidad de la Corona eliminaba a radice
cualquier posibilidad de exoneración de sus agentes al prohibir,
incluso, a éstos la invocación de las órdenes recibidas, que, en cuanto
fuente de daños, había que reputar jurídicamente inexistentes,
supuesto que el Rey «no puede hacer ilícito alguno» (exclusión de la
regla respondeat superior). El peso de la responsabilidad por daños
496
del servicio venía a recaer así íntegramente, y en todo caso, sobre los
propios funcionarios, según las reglas del common law.
El sistema funcionó aceptablemente en tanto se mantuvo vigente el
esquema de una Administración abstencionista, pero empezó a
provocar serias dificultades a partir de la guerra 1914-18, en la
medida en que la intensidad de las intervenciones y la cuantía de los
daños resultantes mostraron la insuficiencia de la garantía inherente a
los patrimonios particulares de los autores materiales de los daños,
que, en muchos casos, dado el origen de estos, ni siquiera era posible
localizar (daños anónimos). En tales supuestos se optó por acudir a
una fórmula precaria, consistente en que la Administración designara
libremente la persona del funcionario que había de asumir en el
proceso el papel de demandado, respaldándole económicamente para
hacer frente a la eventual condena (sistema del acusado nombrado).
Esta práctica, no obstante, fue rechazada por la Cámara de los Lores
en 1946 (caso Adam versus Naylor). Con ello la situación se hizo ya
definitivamente insostenible, abocando a una reforma legislativa, que,
sobre la base de un viejo proyecto de 1927, en el que ya había
insistido en 1932 el Committee on Minister’s Powers, se plasmó en la
Crown Proceedings Act de 1947, que sometió a la Corona a la misma
responsabilidad que «si fuera una persona privada con plena edad y
capacidad», tanto por razón de los daños cometidos por los
funcionarios (excluidos los resultantes de la acción de la policía hasta
la reforma de 1964), como por el incumplimiento de las obligaciones
que toda persona tiene para con sus servidores y agentes por ser su
empresario o de las anejas a la propiedad, ocupación y posesión de las
cosas.
Semejante a éste, desde su planteamiento inicial hasta su misma
solución, es el proceso evolutivo seguido por el Derecho
norteamericano, que también fue dominado tradicionalmente por el
clásico principio the king can do not wrong, trasplantado de forma
incomprensible e inexplicada a una república federal y sólo roto por
el Congreso mediante la aprobación de las leyes privadas (private
bills) en supuestos singulares. El progresivo aumento de estas
peticiones de indemnización al Congreso forzó, primero, a éste a la
creación en su propio seno de un órgano asesor especializado (Court
of claims), del que en 1922 surgió en verdadero tribunal, competente
para decidir por sí mismo sobre las reclamaciones de pequeña cuantía
497
(Small Tort Claims Act), hasta que, tras el veto por el Presidente
Coolidge en 1929 de un proyecto de Ley de carácter general, se
aprobó, finalmente, la Federal Tort Claims Act de 1946, que, como su
gemela inglesa, reconoce la responsabilidad del Estado, configurando
ésta como una responsabilidad por hecho de otro (vicarious liability),
que entra en juego exclusivamente en aquellos casos en que es
localizable una actuación culposa en el o los funcionarios autores del
daño, culpa apreciada según las reglas comunes.
En ambos casos, pues, las reformas quedaron cortas, a un nivel
mucho más bajo del alcanzado en esas mismas fechas por los
ordenamientos europeos, como el alemán y, especialmente, el francés,
que plantearon inicialmente la lucha contra el principio de
irresponsabilidad en el terreno jurisdiccional. La mayor proximidad
de estos dos ordenamientos a nuestros propios esquemas conceptuales
y la decisiva influencia que ambos tuvieron sobre el legislador
español de 16 de diciembre de 1954 justifican un análisis más
detallado de su evolución.
3. LA EVOLUCIÓN POR VÍA JURISPRUDENCIAL. EN ESPECIAL, EL
EJEMPLO DEL DERECHO FRANCÉS
A. El problema en el Derecho alemán
En el Derecho alemán la responsabilidad patrimonial de la
Administración comenzó formulándose, también, como una
responsabilidad indirecta, consecuencia de los actos ilícitos de
funcionarios y agentes susceptibles de generar la responsabilidad de
éstos en los términos del artículo 839 del BGB. La Constitución de
Weimar, cuyo influjo en nuestra Constitución republicana de 1931
fue bien visible, formuló el principio en su artículo 131 («si en el
ejercicio de la potestad pública a él confiada el funcionario infringe
los deberes que el cargo le impone frente a terceros, la
responsabilidad alcanza por principio al Estado o a la Corporación a
cuyo servicio se hallase el funcionario»), que reprodujo con algunos
retoques el artículo 34 de la Ley Fundamental de Bonn. Este modelo
fue el seguido por los artículos 405 y siguientes de la anterior LRL
498
española de 1950.
Junto a esta cobertura del daño ilícito, al que se reserva expresamente
el concepto y la expresión misma de responsabilidad patrimonial del
Estado (Staatshaftung), se sitúa lo que la doctrina alemana y, por su
influjo, una parte de la italiana (ALESSI) y española (GARRIDO), conoce
con el nombre de teoría de la indemnización de Derecho público
(öffentlich-rechtliche Entschädigung), procedente por «intervenciones
conforme a Derecho» (rechtmässige Eingriffe), intervenciones que, a
partir de Weimar, comienzan a calificarse formalmente como
expropiaciones en un proceso que impulsa la doctrina y acoge la
jurisprudencia de los Tribunales de ruptura del molde clásico de la
expropiación, ligado inicialmente a la idea de traspaso forzoso de
derechos, y de progresiva evolución expansiva del instituto
expropiatorio, que ha estudiado entre nosotros NIETO, y que encuentra
su hilo conductor en la idea de sacrificio especial no exigible a la
generalidad de los ciudadanos, instalada ya en el artículo 75 del
Algemeines Landrecht prusiano de 1794 («se considera que el Estado
ha de indemnizar a aquél que tiene que sacrificar en interés de la
comunidad sus derechos y ventajas particulares»).
Licitud e ilicitud de la acción o intervención productoras del daño son
sentidas, sin embargo, a raíz de la segunda guerra mundial, como
puntos de vista insuficientes para cubrir en toda su extensión posible
las consecuencias dañosas que para los ciudadanos pueden resultar –
al margen de toda culpa (responsabilidad)– o, incluso, de una
intervención directa amparada por la Ley en base a razones superiores
de interés general de la acción administrativa y de los riesgos que
inevitablemente lleva ésta consigo, riesgos cuya necesidad de
cobertura se abre paso en las conciencias y encuentra eco
progresivamente en la jurisprudencia de los Tribunales, que se sitúan
cada vez más en la posición de la víctima, para quien, como acertará a
decir la sentencia del Tribunal Supremo Federal de 9-10 de junio de
1952, «no significa ninguna diferencia que la intervención haya sido
jurídica, ilícita no culpable o ilícita culpable».
Surge así, por obra de la doctrina y de la jurisprudencia, una tercera
fórmula de cobertura, de carácter residual, que acoge casuísticamente
los daños resultantes de intervenciones antijurídicas sin culpa (que se
consideran tales, porque, con independencia de la falta de
499
culpabilidad subjetiva, el Derecho objetivo no puede ampararlas) y de
situaciones de riesgo creadas por la Administración (schuldlos
rechtswidrige Eingriffe und Gefährdungshaftung), aplicando
analógicamente los textos y, en especial, el artículo 75, antes citado,
del Algemeines Landrecht, aceptado en todo el ámbito de la
República Federal como expresión de un principio general de
Derecho.
El proceso lleva, pues a partir el instituto resarcitorio a tres especies
institucionales distintas: responsabilidad propiamente dicha, ligada a
una actuación ilícita productora del daño; indemnización de Derecho
público, que cubre los daños causados lícitamente; y, finalmente, una
especie de cajón de sastre final, que comprende la doctrina del riesgo
y la de las «intervenciones antijurídicas sin culpa». Esta partición está
motivada, como se notará, en la consideración de los distintos tipos
de acción administrativa que motiva los daños al administrado.
Veremos que no es ésta la perspectiva de nuestro Derecho,
resueltamente ordenado sobre la unidad institucional que resulta de
un punto de vista diverso, el del daño que en todo caso se produce en
el patrimonio del particular, punto de vista que parece, en efecto, el
esencial.
Esta situación dio lugar a un proceso de reforma legislativa. En 1976
se aprobó una Ley Federal que hizo indemnizables los daños
corporales de las víctimas de infracciones penales, en general. En
1981 se aprobó una Ley que regulaba de manera conjunta la
responsabilidad del Estado y de los Länder. La Ley, sin embargo, fue
declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional en 1982, no
por su fondo sino por un problema de competencia con los Länder.
B. El ejemplo del Derecho francés
A resultados semejantes, de cobertura prácticamente general de los
ciudadanos frente a la actuación lesiva de los entes públicos, ha
llegado, aunque por vías diferentes, el Derecho francés, que ofrece el
ejemplo más claro de progresión por obra de una jurisprudencia
lúcida y resuelta.
500
En una primera fase, que MOREAU ha denominado gráficamente como
«edad teológica», y que va aproximadamente desde el año VIII hasta
mediados del siglo XIX, el principio de irresponsabilidad del Estado
impera con carácter prácticamente general, excluyendo el deber de
indemnizar, salvo en aquellos casos excepcionales (daños resultantes
de la construcción de obras públicas, daños causados por tumultos,
daños producidos por el ejército, daños de guerra) en que un texto
legal lo impone expresamente. La única garantía que entonces se
ofrece a la víctima es la responsabilidad del propio funcionario autor
del daño, responsabilidad exigible a éste en los términos del Code
civil ante los tribunales ordinarios.
Al libre juego de esta garantía se opuso, sin embargo, en un primer
momento (como ocurrió en Alemania hasta 1879 y en España hasta
1869) la exigencia (que no conoció nunca el Derecho inglés, que basó
en ello durante un siglo su conciencia de superioridad) de una
autorización administrativa previa, concebida como requisito sine qua
non para poder demandar al funcionario en la vía civil e impuesta por
la Constitución napoleónica del año VIII (art. 75), como una supuesta
consecuencia del principio de separación de poderes entendido como
separación entre las autoridades administrativas y las judiciales.
De esta intervención administrativa, en la que se formaliza un
obstáculo importante a la responsabilidad personal del funcionario, va
a surgir, sin embargo, la responsabilidad patrimonial de la propia
Administración, pues el Consejo de Estado, órgano llamado a otorgar
la autorización para proceder contra aquél, acostumbrará a negar
dicha autorización salvo en los casos en que aprecie la existencia de
una falta personal del agente, es decir, en aquellos supuestos en los
que el hombre con sus debilidades, sus pasiones y su prudencia, más
que el administrador, sujeto siempre a error (en la caracterización
clásica de LAFERRIÈRE), es el causante del daño, aceptando en los
demás supuestos, que se reputan como expresivos de una simple
«falta de servicio» impersonal, que la acción se dirija contra el Estado
ante los Tribunales administrativos.
Esta distinción básica se erige a partir de entonces en el motor de la
evolución, que se orienta progresivamente a la restricción de los
supuestos de falta personal, caracterizada, primero, por su ausencia de
toda relación con el servicio (faute détachable: arrêt Pelletier de
501
1873) y reducida, después, en aquellos casos en que la falta del agente
se produzca en el servicio o con ocasión del mismo, a los supuestos
de intención manifiesta o de gravedad especial. En todos los demás
casos (y aun en estos mismos si con la falta personal coexiste otra que
no tenga ese carácter, dando lugar a una acumulación de
responsabilidades aceptada desde el arrêt Anguet de 1911), se
considera directamente responsable a la Administración, a quien se
imputan los resultados dañosos de las faltas cometidas por sus agentes
cuando no tengan el carácter de faltas personales determinantes de la
responsabilidad exclusiva de los mismos y aquellos otros que
convencionalmente se califican de anónimos, en la medida en que no
es fácilmente identificable su concreto autor. Toda negligencia, error
u omisión que, aunque reprochable, está en los hábitos del servicio y
es inseparable del mismo, se entiende, pues, constitutiva de una faute
de service y hace surgir un deber de reparación a cargo de la
Administración responsable del servicio de que se trate.
Los matices son necesariamente múltiples, supuesto el pragmatismo
del sistema y su vía de progreso, a partir del célebre arrêt Blanco de
1873 (con precedentes en el arrêt Rothschild de 1855), en el que por
vez primera se afirmó con grandes cautelas el principio general de
responsabilidad patrimonial de la Administración sobre bases
autónomas (la cual «no puede regirse por los principios establecidos
en el Código Civil para las relaciones de particular a particular; que
esta responsabilidad no es ni general ni absoluta; que tiene reglas
especiales que varían según las necesidades del servicio y la
exigencia de conciliar los derechos del Estado con los derechos
privados»), reservas que en la práctica no significaron más que la
entrega del problema a la prudencia decisoria, bien acreditada, del
Consejo de Estado, excluyendo la intervención de los Tribunales
ordinarios. Desde ese momento el principio de responsabilidad no ha
cesado de perfeccionarse extendiéndose a todo tipo de servicios,
incluso los que comportan ejercicio de autoridad (desde el arrêt
Tommaso Greco de 1905, que inicia lo que MOREAU ha llamado la
«edad positiva») y a toda clase de daños, siempre que sean ciertos,
aunque se trate de daños futuros o, incluso, morales, si éstos son
evaluables en dinero (arrêt Dame Durand de 1949: perjuicio estético;
arrêt Morell de 1942: sufrimientos físicos excepcionales; arrêt
Bondurand de 1954: pérdida de un padre, madre o hijo, etc., todos
ellos bajo la fórmula genérica de «perturbaciones graves de las
502
condiciones de existencia»), con tal de que esos daños sean
imputables a la Administración en cuanto producidos por personas
situadas bajo su autoridad o por cosas colocadas bajo su guarda y de
que entre la actividad del ente público imputable y el perjuicio cuya
reparación se solicita exista un nexo causal directo (generosamente
entendido por la doctrina del Consejo de Estado) y no roto por una
causa extraña (fuerza mayor; el hecho de un tercero o la falta de la
víctima no exoneran a la Administración fautive sino en la parte
correspondiente).
El sistema así definido sigue apoyándose formalmente en la idea de
falta, que constituye el fundamento general de la responsabilidad
patrimonial de la Administración, pero con algunas importantes
correcciones que es necesario precisar. Por lo pronto, que la idea de
falta en que el sistema se basa se aleja apreciablemente de la noción
tradicional de culpa, supuesto que se trata de una falta objetivada, de
una falta del servicio mismo, que no es necesario (ni aun en el
supuesto de que sea materialmente posible) individualizar. En
segundo lugar, que, junto al Derecho común de la responsabilidad así
construido, se alinean una serie de regímenes particulares a los que es
extraña toda la idea de falta y en los que, por lo tanto, la
responsabilidad de la Administración queda comprometida desde el
momento en que se aprecia la existencia de un daño cierto imputable
a ella, bien por razón del riesgo creado o del provecho obtenido (uso
de cosas o ejercicio de actividades peligrosas: por las fuerzas de
policía, por ejemplo, desde el arrêt Lecomte et Daramy de 1949;
colaboraciones voluntarias o expresamente requeridas por la
Administración: arrêt Chavat 1943), bien por aplicación del principio
de igualdad ante las cargas públicas, siempre que, en este último caso,
el perjuicio cuya reparación se solicita tenga un carácter especial y
anormal por relación a las cargas generales que la convivencia
impone a todo ciudadano (arrêt Couitéas de 1923: daños producidos
por inejecución legal de sentencias firmes; arrêt ville de Belfort de
1950: desperfectos anormales causados en la vía pública por el paso
de vehículos militares; arrêt Thouzellier de 1956: daños causados por
delincuentes o enfermos mentales en situación de libertad vigilada a
las personas que soportan su vecindad, etc.), así como una lista
relativamente abundante de regímenes especiales de responsabilidad
regulados por textos legales concretos, de los cuales el más
importante, sin duda, es el relativo a los daños, permanentes o
503
accidentales, causados por las obras públicas, consagrado ya por el
artículo 4.º de la Ley de 28 pluvioso del año VIII, y en el que las
ideas de falta y de riesgo se reparten el protagonismo en términos
variables según los distintos supuestos, de acuerdo con una
jurisprudencia muy abundante y muy matizada, que no es del caso
precisar aquí.
A principios del siglo XX DUGUIT profetizaba la evolución del
principio de responsabilidad patrimonial de los poderes públicos (en
el que veía una de las grandes conquistas del Derecho Público) como
un camino para llegar a la idea de un «riesgo social» que, sobre la
base del principio esencial de la solidaridad, operaría al modo de un
seguro colectivo que trasladaría a la caja común cualquier perjuicio o
ruptura de la igualdad ante las cargas y los beneficios públicos que
pudieran sufrir los ciudadanos. Esta idea iluminada alteraba las bases
mismas de la institución del derecho de daños, como HAURIOU notó
lúcidamente, y la confundía con la técnica de la seguridad social o del
reparto de cargas e igualación de condiciones que corresponde en el
sistema a las políticas económicas y fiscales (como ha notado
PANTALEÓN, el derecho de daños es una expresión de la justicia
conmutativa, en tanto que la protección social lo es de la distributiva).
El Consejo de Estado francés no se dejó nunca llevar por esa
confusión y supo mantener siempre la sobriedad técnica propia del
sistema resarcitorio, aunque extendiendo sabiamente su alcance a los
efectivos daños producidos por el funcionamiento de una
Administración cada vez más compleja. (En su informe anual de 2005
sigue alertando con razón sobre las negativas consecuencias de todo
tipo que conlleva una socialización ilimitada del riesgo,
especialmente cuando pretende hacerse efectiva por la vía de la
responsabilidad patrimonial de la Administración, tentación ésta en la
que nuestra jurisprudencia ha caído ya no pocas veces en los últimos
años.)
Fue el muy estimable resultado a que había llegado a la mitad del
siglo XX el Derecho francés, por la vía de una doctrina y una
jurisprudencia lúcidas, así como los Derechos italiano y alemán, que
aplicaban sin el menor complejo a la Administración las mismas
reglas que regían la reparación de los daños en el tráfico privado, más
las específicas que imponía la peculiaridad de algunas actuaciones
típicas o propias de la Administración, la que tuvieron a la vista los
504
legisladores de 1954 en España para rectificar resueltamente la
inadmisible situación que ofrecía en su aplicación práctica el régimen
hasta entonces vigente.
III. LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE LA
ADMINISTRACIÓN EN NUESTRO DERECHO: ORÍGENES Y
EVOLUCIÓN
1. LA SITUACIÓN ANTERIOR A LA LEF
La afirmación de un principio general de responsabilidad patrimonial
del Estado en el Derecho español se ha producido con particular
retraso, lo cual no puede sorprender si se tiene en cuenta que a la
fuerza del viejo dogma de la irresponsabilidad del soberano se ha
sumado históricamente la falta de vigor de una sociedad que en el
momento en que se apuntan en Europa las primeras líneas de fractura
de aquel axioma no sólo no había iniciado su despegue económico,
sino que se encontraba envuelta en una crisis general a resultas de la
liquidación de los últimos restos del imperio colonial.
Ciertamente, existen a lo largo del siglo XIX textos concretos, incluso
tempranos, que reconocen la responsabilidad del Estado por los daños
producidos a los ciudadanos. La Ley de 9 de abril de 1842 declara, en
efecto, obligación de la nación «indemnizar los daños materiales
causados así en el ataque, como en la defensa de las plazas, pueblos,
edificios, etc.», en el curso de la primera guerra carlista. No hay que
olvidar, sin embargo, que esta primera guerra civil de la España
contemporánea termina en un simbólico abrazo entre los dos bandos
contendientes, lo cual parecía excluir toda posible expansión de la
norma a situaciones similares, como el propio Tribunal Supremo en
Sentencia de 29 de octubre de 1904 tendrá ocasión de declarar a
propósito de los daños producidos en la guerra de Cuba.
Sólo en casos singulares y en virtud de texto legal expreso (por
ejemplo, art. 14 de la Ley de Policía de Ferrocarriles: daños causados
a los particulares por el ferrocarril; Instrucción de Sanidad de 1904,
art. 132: destrucción o deterioro de objetos cuando lo exija la garantía
505
de la desinfección; art. 84 de la Ley de lo Contencioso de 1888-1894:
inejecución de sentencias firmes de los Tribunales de esta
jurisdicción; art. 3.º de la Ley de 7 de agosto de 1899: indemnización
a condenados si después resultase su inculpabilidad; Leyes de 31 de
diciembre de 1945, sobre indemnización por muertes o incapacidades
ocasionales por el uso de armas por las fuerzas militares o de orden
público, y sobre pensiones por inutilidad a colaboradores de la fuerza
pública, etc.) asume el Estado el deber de indemnizar los daños
imputables a sus servicios, deber que en otro caso no se reconoce y
que, incluso, se excluye expresamente sin empacho alguno mediante
normas de ínfimo rango para evitar toda posible duda cuando se
establecen o reglamentan servicios nuevos (es el caso del servicio
telegráfico, por ejemplo; el art. 441 del Reglamento para el régimen y
servicio interno del Cuerpo de Telégrafos, aprobado por Orden
ministerial de 29 de noviembre de 1900, declara categóricamente que
«el Estado no acepta responsabilidad alguna respecto al servicio de
telegrafía», por lo que «los errores cometidos por telégrafo no dan
lugar a indemnización de ningún género», advertencia que hasta
tiempos recientes se seguía incluyendo en los impresos al uso).
En este clima general de irresponsabilidad patrimonial no puede
extrañar que quedasen prácticamente inéditas las posibilidades que
encerraba el Código Civil de 1889, cuyo artículo 1.902 consagró el
principio general de que toda persona responde de los daños «que por
acción u omisión causa a otro, interviniendo culpa o negligencia»,
responsabilidad que, según el artículo 1.903 del mismo cuerpo legal,
«es exigible no sólo por actos u omisiones propios, sino por los de
aquellas personas de quienes se debe responder», en cuyo concepto –
responsabilidad por hecho de tercero– este último precepto, en su
redacción inicial, incluía expresamente al Estado «cuando obra por
mediación de un agente especial, pero no cuando el daño hubiese sido
causado por el funcionario a quien propiamente corresponda la
gestión practicada, en cuyo caso será aplicable lo dispuesto en el
artículo anterior» (pasaje suprimido por la Ley 1/1991, de 7 de
enero).
El juego combinado de estos dos preceptos permitía, en efecto,
declarar la responsabilidad del Estado por actos propios, según el
artículo 1.902, cuando obrase a través del «funcionario a quien
propiamente corresponda la gestión practicada», dada la remisión a él
506
que realizaba expresamente el artículo 1.903, y por hecho de tercero,
de acuerdo con el tenor literal de este último, cuando actuase «por
medio de un agente especial», es decir, mediante personas de quienes,
por no ser funcionarios, no puede predicarse la cualidad de órganos
del propio Estado. Esta interpretación, nada forzada a la vista de los
textos, llegó a ser acogida por alguna jurisprudencia civil e, incluso,
contencioso-administrativa del Tribunal Supremo (Ss. de 20 de enero
de 1892, 2 de enero de 1899, 20 de febrero de 1900, 17 de diciembre
de 1902, 9 de abril de 1913, 6 de julio de 1917, 18 de abril de 1927, 2
de octubre de 1934, etc.; la de 6 de julio de 1917 es, quizás,
especialmente significativa: indemnización a un catedrático que tuvo
que cerrar su clínica porque en el solar vecino se instalaron unas
cuadras del Ejército), cuyos precedentes se remontan a una época
anterior al propio Código Civil (Real Decreto-Sentencia de 20 de
mayo de 1885) y de la que todavía hay huellas recientes (Sentencias
posteriores a la promulgación de la LEF, pero enjuiciando hechos
anteriores a ella, de 21 de mayo de 1961 y 10 de mayo de 1963; esta
última es particularmente rotunda: «La imputabilidad de la
Administración no es meramente subsidiaria o refleja a tenor del art.
1.903 del CC, sino propia y directa, como comprendida en el 1.902»).
Esta tesis hubo de ceder el paso, no obstante ante la indiferencia
general o, quizás precisamente por causa de ella (sólo FERNÁNDEZ DE
VELASCO se hizo eco de esta interpretación) a otra doctrina pronto
mayoritaria, según la cual la responsabilidad del Estado quedaba
restringida al supuesto de que éste actuara a través de un agente
especial, pues tratándose de «actos ejecutados por los empleados en el
desempeño de las funciones propias de su cargo no cabe suponer de
parte del Estado culpa, ni siquiera negligencia, en la organización de
los servicios públicos y en la designación de sus agentes, sino, por el
contrario, la previsión humanamente posible» (S. de 7 de enero de
1898).
Por este camino se llegó a una situación de irresponsabilidad absoluta
del Estado, ya que en la práctica no se localizó nunca un verdadero
«agente especial» en el sentido de la redacción inicial del artículo
1.903 CC, e, incluso, del propio funcionario, cuya responsabilización
por vía penal estaba decisivamente obstaculizada por las fórmulas
tradicionales de la autorización previa, primero, y del sistema de
conflictos, después (la llamada «cuestión administrativa previa»),
como ha estudiado en profundidad PARADA, mientras que en la vía
507
civil, abierta por la Ley Maura de 5 de abril de 1904, el resultado era
semejante al exigirse como un requisito sine qua non la previa
reclamación por escrito de la observancia de la norma de cuya
infracción habría de surgir luego la responsabilidad.
La renuncia de la doctrina a seguir luchando en el campo propio del
Código Civil, alentada por el prurito académico de la especialidad de
las instituciones jurídico-administrativas, orientó su esfuerzo a la
reivindicación de un reconocimiento legislativo expreso del principio
de la responsabilidad de la Administración, marcando con ello desde
entonces el destino futuro de la institución, que se afirma
progresivamente en el plano de las normas, más que en el de las
vivencias prácticas, a raíz de la Constitución republicana de 1931, en
la que, a instancias de A. ROYO VILLANOVA, aunque mutilando
sustancialmente su propuesta, se dio por vez primera rango
constitucional al instituto resarcitorio afirmando la responsabilidad
subsidiaria del Estado o la Corporación a quien sirviera «el
funcionario público (que) en el ejercicio de su cargo infringe sus
deberes con perjuicio de tercero» (art. 41).
La corta y agitada vida de la II República privó al legislador del
reposo necesario para concretar el nivel de la Ley ordinaria el alcance
del texto constitucional, tal y como éste reclamaba, como privó
igualmente de toda efectiva aplicación a la cláusula contenida en el
artículo 209 de la Ley Municipal de 31 de octubre de 1935, que,
dando un paso más en el camino que entonces empezaba a recorrerse
con la vista puesta en la fórmula alemana de Weimar, acertó a
disponer que «las entidades municipales responderán civilmente de
los perjuicios y daños que al derecho de los particulares irrogue la
actuación de sus órganos de gobierno o la de sus funcionarios en la
esfera de sus atribuciones respectivas, directa o subsidiariamente,
según los casos».
La guerra civil impuso un corte en esta evolución, que se reanudó en
1950 con la Ley de Régimen Local de dicho año, cuyos artículos 405
a 409, recogiendo la regulación de la Ley Municipal republicana, la
generalizaron a todos los entes locales, precisando, al propio tiempo,
su efectivo alcance al distinguir una responsabilidad directa «cuando
los daños hayan sido producidos con ocasión del funcionamiento de
los servicios públicos o del ejercicio de las atribuciones de la Entidad
508
Local, sin culpa o negligencia graves imputables personalmente a sus
Autoridades, funcionarios o agentes» (art. 406.2.º) y una
responsabilidad subsidiaria «cuando los daños hayan sido causados
por culpa o negligencia graves imputables personalmente a sus
Autoridades, funcionarios o agentes en el ejercicio de su cargo» (art.
409).
De este modo, sin apenas aplicaciones positivas ni vivencias
prácticas, que la corta vigencia de las normas no propicia, se llega al
término de la evolución descrita con la promulgación de la Ley de
Expropiación Forzosa de 16 de diciembre de 1954, cuyos principios
ratificó luego la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del
Estado de 1957(arts. 40 y sigs.) y han pasado finalmente, con algunas
ligeras correcciones, a la vigente LPC(arts. 139 y sigs.).
2. LA SITUACIÓN ACTUAL
El legislador de 16 de diciembre de 1954 –ya vimos al comienzo por
qué razones y, en todo caso, con un criterio decidido– consagró en los
términos más amplios la responsabilidad patrimonial de la
Administración, liquidando así definitivamente una vieja y grave
imperfección de nuestro ordenamiento. El artículo 121 LEF formuló,
en efecto, con carácter general la siguiente cláusula, cuyo efectivo
alcance se extiende a todas las esferas administrativas:
«Dará también lugar a indemnización con arreglo al mismo
procedimiento toda lesión que los particulares sufran en los bienes y
derechos a que esta Ley se refiere, siempre que aquélla sea consecuencia
del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos o de la
adopción de medidas de carácter discrecional no fiscalizables en vía
contenciosa, sin perjuicio de las responsabilidades que la Administración
pueda exigir de sus funcionarios con tal motivo».
La extraordinaria amplitud con que el principio se formula y que es
fácil advertir con una simple lectura del texto legal que acaba de
transcribirse no tenía sino una única limitación material, la resultante
de la alusión a «los bienes y derechos a que esta Ley se refiere»,
expresión que podía dar pie para excluir de la fórmula legal la
indemnización de los daños corporales y morales, en cuanto
509
resultantes de una incidencia sobre unos bienes que la Administración
no puede expropiar y que, por lo tanto, podía entenderse que
quedaban fuera del alcance de una Ley de Expropiación.
Esta única limitación quedó corregida de inmediato, primero, por el
Reglamento de la LEF, cuyo artículo 133 declaró explícitamente que
«dará lugar a indemnización toda lesión que los particulares sufran en
sus bienes o derechos, siempre que sean susceptibles de ser evaluados
económicamente» y, después, por el artículo 40 de la Ley de Régimen
Jurídico de la Administración del Estado de 1957, que quiso dar una
nueva y mayor solemnidad al principio de la responsabilidad
patrimonial del Estado incluyéndolo en una Ley básica de la
organización administrativa y aprovechar, al mismo tiempo, la
ocasión para depurar técnicamente la fórmula del artículo 121 LEF y
ajustarla a las innovaciones introducidas en otros sectores por leyes
generales posteriores a ella (sustancialmente, la LJ de 27 de
diciembre de 1956, que liquidó la antigua exención jurisdiccional de
los actos discrecionales). A resultas de estos retoques la cláusula
general de cobertura patrimonial de los administrados vino a quedar
formulada en los siguientes términos:
«Los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por el Estado de
toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en
los casos de fuerza mayor, siempre que aquella lesión sea consecuencia
del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos o de la
adopción de medidas no fiscalizables en vía contenciosa».
Sobre esta fórmula legal, sumariamente completada en lo que se
refiere a algunas cuestiones aplicativas por los artículos 41 y 42 de la
ya citada Ley de Régimen Jurídico de 1957 (sustituidos primero por
los arts. 139 y sigs. de la LPC de 1992 y ahora por los arts. 32 y sigs.
LSP; los arts. 121 y sigs. LEF deben considerarse vigentes también al
no haber sido derogados expresamente por ninguna de las dos Leyes
citadas) se ha edificado todo el sistema español de responsabilidad
civil de la Administración, que cuenta ya con una casuística
abundante (que se refleja con particular intensidad, por razones
procedimentales, en la doctrina consultiva del Consejo de Estado) que
contribuye a darle vida.
No fue fácil, sin embargo, en la práctica la consolidación del sistema
instaurado por la LEF. El cambio que su artículo 121 supuso fue, ya
510
lo hemos dicho, demasiado grande y demasiado brusco también como
para no suscitar dificultades. En sus primeras Sentencias el Tribunal
Supremo se negó pura y simplemente a aceptar que la Administración
pudiera causar daños indemnizables sin culpa (S. de 30 de septiembre
de 1959) y siguió insistiendo en la aplicación de las reglas del Código
Civil ignorando sin más la aparición de la LEF (Ss. de 30 de mayo, 5
y 15 de diciembre de 1961). A esta primera reacción siguió luego la
de declarar la incompetencia de la jurisdicción contencioso-
administrativa para conocer de reclamaciones de responsabilidad por
daños derivados de la actividad privada de la Administración,
calificación en la que la Sentencia de 28 de mayo de 1963 encaja la
colisión de un vehículo administrativo con el de un particular, o la de
declarar improcedentes los recursos interpuestos por supuestos
defectos en el ejercicio de la acción (así, la S. de 17 de enero de 1963,
por no haber recurrido al propio tiempo el acto administrativo
generador del daño).
Cuando no pudo echar mano de estas trincheras defensivas, el
Tribunal Supremo se refugió en la inexistencia del nexo causal (S. de
12 de julio de 1960, desestimatoria de una reclamación de los daños
sufridos por un automóvil a consecuencia del mal estado de una
carretera, la nacional I por cierto, que –dice– pudieron deberse a otras
causas como la antigüedad del vehículo, la velocidad o la lluvia) para
llegar a la misma conclusión denegatoria.
Esta tendencia no cambió hasta principios de la década de los setenta,
momento en el que esas iniciales resistencias dieron paso a una
asunción franca del nuevo sistema legal. Son expresivas en este
sentido las Sentencias de 28 de enero de 1972 (muerte de un
motorista en accidente causado por un bache existente en una vía
pública) y 8 de febrero de 1973 (vuelco de un camión por el mismo
motivo). Esta última refleja con claridad el cambio de planeamiento
cuando dice que «difícilmente podrá estimarse normal la existencia
de grandes baches en la carretera durante varios días sin que se
proceda a su señalización hasta después de ocurrido un accidente», a
lo que añade que «los conductores deben poder confiar en que los
obstáculos de la calzada estarían reglamentariamente señalados».
A partir de este momento el sistema pudo darse por recibido y
aceptado en la jurisprudencia, a lo que, sin duda, contribuyeron
511
decisivamente dos hechos capitales: por un lado, el acceso al Tribunal
Supremo en esas fechas de las primeras promociones de magistrados
especialistas de lo contencioso-administrativo, escala creada
felizmente por la LJ de 1956; por otro, el aumento del nivel de vida
resultante del desarrollo económico iniciado en la década de los 60,
que, ciertamente, cambió la faz del país y permitió asumir como algo
normal ese nuevo papel del Estado como garante de la integridad de
los patrimonios privados afectados por su actividad, que en las duras
condiciones de 1954 era muy difícil de entender siquiera.
Cuando en 1977 se inicia el proceso constituyente la cláusula general
de responsabilidad introducida por el artículo 121 LEF y ratificada
por el artículo 40 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración
del Estado de 1957 había entrado ya plenamente en las costumbres,
sin reservas ni reticencias de ninguna clase, por lo que el artículo
106.2 de la Norma Fundamental pudo limitarse a ratificarla pura y
simplemente («los particulares, en los términos establecidos por la
Ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran
en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza
mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de
los servicios públicos»).
Este expreso refrendo constitucional dio pie, en un primer momento,
a algunos excesos en la jurisprudencia, especialmente, en el ámbito de
la responsabilidad por actos médicos, que exageró, deformándolo, el
exacto alcance de la cláusula general de responsabilidad, y dio lugar a
la aparición de alguna crítica frontal del sistema (F. PANTALEÓN, O.
MIR), así como a la formulación de matizaciones y ajustes de diverso
signo (M. BELADÍEZ, L. MEDINA y la doctrina más reciente del Consejo
de Estado).
Por nuestra parte creemos, sin desconocer el serio fundamento de
aquella crítica, que una correcta inteligencia de los presupuestos
técnico-jurídicos del sistema implantado hace más de medio siglo por
la LEF podría ser suficiente para asegurar su debido funcionamiento y
para evitar los excesos en los que, de una forma bienintencionada
pero demasiado simplista, ha incurrido alguna vez la jurisprudencia,
excesos que no alcanzan a nublar las virtualidades intrínsecas de
aquél, ni llevan a desconocer el progreso que supone el principio
básico en el que se apoya.
512
La Sentencia constitucional 112/2018, de 17 de octubre, ha puesto
fin, por lo demás, a las dudas que algunos autores habían expresado
acerca del explícito refrendo por la Constitución de 1978 del sistema
implantado por el artículo 121 LEF, al afirmar sin vacilación que «el
tenor del artículo 106.2 supone la recepción constitucional del sistema
de responsabilidad de la Administración previamente vigente en
España, cuyo carácter objetivo venía siendo ampliamente aceptado
por la doctrina y la jurisprudencia». La jurisprudencia del Tribunal
Supremo se ha apresurado también a cerrar el paso a viejos
equívocos, como resulta de la Sentencia de 21 de diciembre de 2020.
IV. LOS PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD DE LA
ADMINISTRACIÓN
1. UNIVERSALIDAD DE LA CLÁUSULA GENERAL DE
RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL
El artículo 149.1.18.ª de la Constitución atribuye al Estado la
competencia exclusiva sobre «el sistema de responsabilidad de todas
las Administraciones Públicas», lo cual elimina a radice cualquier
posible problema derivado de la nueva estructura del Estado. El
sistema de responsabilidad que encabeza el artículo 106.2 de la
Norma Fundamental es, pues, general y único para todas las
Administraciones Públicas. Todas ellas se rigen, pues, en este punto
por una misma Ley, que en este momento es la Ley de Régimen
Jurídico del Sector Público de 1 de octubre de 2015 artículos 32 y
sigs., que ha sustituido a la anterior LPC de 1992, cuyo Reglamento,
aprobado por Real Decreto de 26 de marzo de 1993, ha sido derogado
expresamente por la novísima Ley del Procedimiento Administrativo
Común de las Administraciones Públicas de 1 de octubre de 2015.
Está claro también y no es objeto de discusión alguna que la
responsabilidad patrimonial de la Administración puede surgir tanto
de una actividad jurídica, ya se plasme en un acto administrativo o en
un reglamento, como de una actividad puramente material o técnica o,
incluso, de una simple omisión. Cada uno de estos supuestos puede
dar lugar, ciertamente, a particularidades y justificar matizaciones de
513
diverso tipo, pero el principio en sí mismo no es discutible.
Al margen de este planteamiento quedaba sólo la responsabilidad
nacida de la actividad que los entes públicos pudieran realizar en
régimen de Derecho Privado, que se remitía al Código Civil. La LPC
de 1992, en su redacción primitiva, quiso evitar el viejo equívoco de
la jurisprudencia de finales del siglo XIX y con este fin precisó que la
responsabilidad de la Administración en estos casos será también
directa y que la actuación de su personal se considerará «actos
propios de la Administración bajo cuyo servicio se encuentre».
Dispuso también que para la exigencia de la misma sería aplicable el
mismo procedimiento en ella establecido para la responsabilidad de
Derecho Público, remitiendo así a la jurisdicción contencioso-
administrativa el control final de las decisiones de la Administración
que pusieran fin a aquél. La unificación jurisdiccional vino luego a
ser confirmada por la nueva LJ [art. 2. e)] y, consolidado este paso, la
reforma de la LPC realizada por la Ley de 13 de enero de 1999
prefirió no esperar más y unificó también el régimen jurídico.
La reforma correlativa, por Ley Orgánica 6/1998, de la Ley Orgánica
del Poder Judicial, artículo 9.4, ha respaldado la jurisdicción del
orden contencioso-administrativo para conocer en exclusiva de las
pretensiones de responsabilidad patrimonial de las Administraciones
Públicas y del personal a su servicio aunque se invoquen títulos
jurídico-privados.
El vigente artículo 35 LSP ha confirmado la unificación de la
jurisdicción y del régimen jurídico aplicable a la responsabilidad
patrimonial de la Administración, ya actúe con sometimiento al
Derecho público o al Derecho privado. «Cuando las Administraciones
Públicas –dice– actúen, directamente o a través de una entidad de
derecho privado, en relaciones de esta naturaleza, la responsabilidad
se exigirá de conformidad con lo previsto en los artículos 32 y
siguientes, incluso cuando concurra con sujetos de derecho privado o
la responsabilidad se exija directamente a la entidad de derecho
privado a través de la cual actúe la Administración o a la entidad que
cubra su responsabilidad».
También puede hablarse de universalidad desde la perspectiva del
sujeto dañado, de la víctima. La cláusula general se refiere a «los
particulares», pero el empleo de esta expresión no impide
514
lógicamente que una Administración Pública (un Ayuntamiento, por
ejemplo) reclame a otra distinta (la del Estado o la de una Comunidad
Autónoma) la reparación de los daños por ella sufridos en su
patrimonio por el funcionamiento de los servicios públicos sostenidos
por esta última. La doctrina del Consejo de Estado (Dictámenes de 14
de junio de 1990, 28 de febrero de 1991, 28 de abril de 1994, 14 de
diciembre de 1995, 5 de junio de 1997, 30 de julio de 1998, etc.) y la
jurisprudencia del Tribunal Supremo (Sentencias de 24 de febrero, 14
de octubre de 1994, 20 de octubre de 1997, 8 de junio, 14 de
diciembre de 2000 y últimamente la Sentencia de 16 de marzo de
2016) es concluyente al respecto.
Obviamente, en la expresión «los particulares» entran también los
funcionarios y el restante personal al servicio de los propios entes
públicos, que también pueden sufrir daños con ocasión o como
consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. El
problema aquí surge de la superposición de la cláusula general de
responsabilidad con los sistemas de Clases Pasivas y de Seguridad
Social en la medida en que éstos cubren específicamente los daños
personales determinantes de enfermedad, invalidez o muerte. A este
concreto problema haremos referencia más adelante. Puede, sin
embargo, decirse desde ahora que el principio al que ha de estarse en
todo caso es el de asegurar la total indemnidad de la víctima, que
tampoco puede pretender, como es obvio, que de la concurrencia de
distintos regímenes de cobertura pueda resultar finalmente un negocio
para ella. Indemnidad, pues, a estos efectos y, siempre que sea
preciso, aplicación conjunta de dichos regímenes con el límite que
acaba de indicarse.
2. LA CONFIGURACIÓN BÁSICA DE LA RESPONSABILIDAD
PATRIMONIAL DE LA ADMINISTRACIÓN
Como habrá podido notarse, la cláusula general de responsabilidad
patrimonial de la Administración introducida en nuestro Derecho por
la LEF y hoy constitucionalizada ha prescindido de las dos notas que
han venido caracterizando la institución a lo largo de la primera fase
de la evolución que quedó sumariamente descrita más atrás.
515
La responsabilidad de la Administración se formula, en efecto, en los
artículos 121 LEF y 32 LSP como una responsabilidad directa, no
como un simple sistema de cobertura de los daños causados por los
actos ilícitos de los funcionarios y agentes de los entes públicos, que
es como aparece en los ordenamientos norteamericanos [subsección
b) de la sección 1.346 de la Federal Torts Claims Act de 1946], inglés
(sección segunda de la Crown Proceeding Act de 1947), alemán (art.
34 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949) e italiano (art. 28 de la
Constitución de 1948) y como aparecía también en los artículos 405 y
siguientes de la ya derogada Ley de Régimen Local de la postguerra,
según hemos visto ya. La cláusula general prescinde inicialmente,
como se habrá notado, del elemento tradicional de la culpa o ilicitud
de la actuación administrativa como principio o fundamento general y
único del sistema, aunque veremos que lo que realmente hace (sin
excluir en modo alguno la exigencia de una causalidad o imputación
del hecho dañoso a la Administración, que excluye sin más el
reconocimiento de que su responsabilidad haya pasado a ser general y
objetiva, como tantas veces se ha declarado) es desplazar el elemento
básico de la ilicitud del daño desde la conducta del responsable a la
situación del patrimonio de quien sufre el perjuicio, el cual deberá
justificar que «no tiene el deber jurídico de soportar» dicho daño, en
los términos del artículo 34.1 LSP, para poder justificar su pretensión
reparatoria. En efecto, puede coincidir perfectamente una actuación
lícita («funcionamiento normal») de la Administración, que, sin
embargo, no se corresponda con un deber de soportar el perjuicio
resultante de dicha actuación por parte del particular. Por poner ya un
ejemplo: la Administración actúa lícitamente cuando reprime una
perturbación del orden público, pero quien resulte ocasionalmente
perjudicado por la misma no tiene el deber jurídico específico de
soportar ese perjuicio; el derecho a la integridad del patrimonio del
dañado es lo que justifica que sea indemnizado, simplemente. Este
giro en la fundamentación de la obligación de responder
patrimonialmente, que pasa a ser contemplado desde la perspectiva
del dañado y no desde la acción del agente causal, es a lo que
convencionalmente se ha llamado «objetivización» de la
responsabilidad patrimonial de la Administración, introduciendo un
cierto equívoco innecesariamente, pues no quiere decir, obviamente,
que cualquier perjuicio económico que pueda resultar de los servicios
administrativos tenga causa jurídica (si falta ese elemento de ilicitud
del resultado desde la perspectiva del perjudicado) para pretender
516
legítimamente una reparación.
El fundamento del sistema, por consiguiente, está en la protección y
garantía del patrimonio de la víctima; es lo que la cláusula general
pretende, ante todo, preservar frente a todo daño no buscado, no
querido, ni merecido por la persona lesionada que, sin embargo,
resulte de la acción administrativa. La responsabilidad de la
Administración tiende a cubrir, según los preceptos antes citados,
«toda lesión que los particulares sufran... siempre que sea
consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios
públicos», entendida esta expresión en los términos ya dichos, «al
margen de cuál sea el grado de voluntariedad e incluso de la previsión
del agente» (Auto de 10 de febrero de 1972), «aun cuando la acción
originaria sea ejercida legalmente y aun cuando aparezca encuadrada
al margen de todo funcionamiento irregular» (S. de 27 de enero de
1971, Auto de 10 de febrero de 1972, Ss. de 16 de noviembre de
1974, 13 de marzo de 1975, 9 de junio de 1976, etc.), prescindiendo
así en principio de la licitud o ilicitud del acto originador de la lesión
resarcible (son expresivas en este sentido las Sentencias que, a partir
de la de 19 de diciembre de 1997, reconocieron el derecho a
indemnización por los daños sufridos por los ciudadanos españoles
que se vieron obligados a clausurar sus negocios en Gibraltar a
consecuencia del cierre de la frontera decretado por el Gobierno
español).
Quedan de este modo incluidos, en principio, en la fórmula legal no
sólo los daños ilegítimos que son consecuencia de una actividad
culpable de la Administración o de sus agentes, supuesto
comprendido en la expresión «funcionamiento anormal de los
servicios públicos», sino también los daños producidos por una
actividad perfectamente lícita, como indica claramente la referencia
explícita que el legislador hace a los casos de «funcionamiento
normal» (o «funcionamiento de los servicios públicos» simplemente,
en el art. 106.1 de la Constitución), siempre que un nexo de
causalidad permita su imputación a la Administración, lo cual supone
la inclusión, dentro del ámbito de la cobertura patrimonial, de los
daños causados involuntariamente o, al menos, con una voluntad
meramente incidental, no directamente dirigida a producirlos, y, en
definitiva, los resultantes del riesgo creado por ciertos servicios o por
la forma en que éstos estén organizados (vid., por ejemplo, la S. de 27
517
de mayo de 1987: «sin entrar en el examen de la oportunidad que
aconseja al Estado organizar a sus Cuerpos de Seguridad de manera
que los miembros pertenecientes a los mismos puedan portar las
armas reglamentarias aun cuando estén fuera de servicio, lo cierto es
que se trata de un sistema organizativo del que resultan gravísimos
riesgos que, por desgracia, no es la primera vez que originan un
siniestro mortal»), puesto que sólo se excluyen expresamente «los
casos de fuerza mayor» (precisión hoy ya constitucional), es decir, los
«acaecimientos realmente insólitos y extraños al campo normal de las
previsiones típicas de cada actividad o servicio, según su propia
naturaleza» (Dictamen de 29 de mayo de 1970), expresión cuya
intención no es otra que la de atribuir en principio a la Administración
los efectos perjudiciales del caso fortuito, como más adelante
precisaremos. «En síntesis –dice certeramente el Auto de 10 de
febrero de 1972– basta la existencia de un resultado dañoso que cause
un perjuicio efectivo, evaluable económicamente e individualizado
respecto a una persona o un grupo de personas, para que surja la
obligación de indemnizar, sin que se requiera otro requisito que la
relación de causalidad entre el acto y el daño y prescindiendo en
absoluto de la licitud o ilicitud del acto originario del daño». A lo
que, como acabamos de decir, hay que añadir, para evitar posibles
equívocos, en los que alguna vez ha incurrido la jurisprudencia, el
elemento básico de que el perjudicado no tenga el deber jurídico de
soportar el perjuicio, que es donde se encuentra, justamente, el
fundamento necesario de su pretensión resarcitoria, como veremos
más despacio.
La Ley española, al propio tiempo que supera los planteamientos
tradicionales en orden al fundamento de la responsabilidad, evita así
las complicaciones inherentes a la distinción entre expropiación y
responsabilidad sobre el par de conceptos lícito-ilícito (de la
actuación administrativa), criterio que en el Derecho alemán se siente
ya como una limitación que ha obligado a arbitrar técnicas
complementarias para evitar la inmunidad de la Administración ante
ciertos inequívocos daños en los patrimonios privados. Nuestro
sistema sustituye ese criterio diferenciador por otro mucho más
simple y también más nítido, según el cual la expropiación se
configura, como ya sabemos, como una actuación formal
directamente dirigida al despojo, sujeta, por lo tanto, a un
procedimiento solemne y, sobre todo, al requisito esencial del previo
518
pago, mientras que la responsabilidad descansa sobre un hecho
jurídico (o, también, acto jurídico, pero en este caso dirigido a una
finalidad sustancial distinta) que ocasiona residual o incidentalmente
un daño a un patrimonio privado, que éste no tenga el deber jurídico
de soportar, daño que es preciso reparar, eso sí, en la misma medida,
tanto si se debe a una actuación ilícita o anormal, como a un actuar
normal y lícito de la Administración, distinciones todas ellas que
carecen de relieve desde el punto de vista del sujeto dañado, que es la
perspectiva relevante en la que se sitúan tanto el artículo 1 como el
artículo 121 LEF, definiendo de este modo la más amplia cobertura
patrimonial de los ciudadanos frente a la actuación de los entes
públicos.
El punto de partida del sistema legal, su basamento, y la novedad que
supone respecto al planteamiento tradicional, quedan así debidamente
resaltados. Con ello no se agota, naturalmente, la explicación de su
entramado técnico, pero sí se hace explícito su principio informador,
a cuya luz cobra sentido y ha de ser interpretado y aplicado.
3. EL CONCEPTO TÉCNICO-JURÍDICO DE LESIÓN RESARCIBLE Y
SUS NOTAS CARACTERÍSTICAS
Con lo hasta aquí dicho queda claro que el fundamento de la
institución, tal y como está configurada en nuestro Derecho, se ha
desplazado desde la perspectiva tradicional de la acción del sujeto
responsable (que parte de la concepción primitiva de la
responsabilidad patrimonial como una sanción a una conducta
culpable), aunque sin eliminar por ello la necesidad de una
imputación causal, a la perspectiva del patrimonio de la persona
lesionada. La responsabilidad pasa así a convertirse en un mecanismo
que se pone en funcionamiento sólo si y en la medida en que se haya
producido una lesión patrimonial en sentido propio a resultas de la
acción u omisión de la Administración.
El concepto de lesión se convierte de este modo en el auténtico centro
de gravedad del sistema, lo cual hace especialmente necesario
caracterizarlo con toda precisión desde el punto de vista técnico-
jurídico para evitar el riesgo, sobre el que ya advertimos en ediciones
519
anteriores de esta obra, de que el sistema legal pueda ser interpretado
y aplicado como lo ha sido en ocasiones (la S. de 14 de junio de 1991,
objeto de la enérgica crítica de F. PANTALEÓN) como una fórmula
inespecífica que pudiese amparar cualquier pretensión indemnizatoria
por absurda que fuese o remitir a valoraciones de equidad según
libres estimaciones de los aplicadores del Derecho en cada caso
(decisiones pietatis causa contra las que llama la atención la
jurisprudencia más reciente del Tribunal Supremo: vid., por ejemplo,
la Sentencia de 27 de julio de 2002); vid. también las Sentencias de
20 de junio de 2007, 25 de febrero de 2009 y 9 de octubre de 2012
que recuerdan que el servicio público sanitario es «prestador de
medios, más en ningún caso garantizador de resultados»).
La primera precisión que hay que formular al respecto es que el
concepto jurídico de lesión difiere sustancialmente del concepto
vulgar de perjuicio. En un sentido puramente económico o material se
entiende por perjuicio un detrimento o pérdida patrimonial
cualquiera. La lesión a la que se refiere la cláusula constitucional y
legal es otra cosa, sin embargo. Para que exista lesión en sentido
propio no basta que exista un perjuicio material, una pérdida
patrimonial; es absolutamente necesario que ese perjuicio patrimonial
sea antijurídico, antijuridicidad en la que está el fundamento, como
ya notamos, del surgimiento de la obligación reparatoria.
A esta primera precisión debe seguir inmediatamente otra, a saber: la
antijuridicidad susceptible de convertir el simple perjuicio material en
una lesión propiamente dicha no deriva, sin embargo, del hecho de
que la conducta del autor de aquél sea contraria a Derecho; no es, en
consecuencia, una antijuridicidad subjetiva. Un perjuicio se hace
antijurídico y se convierte en lesión resarcible siempre que y sólo
cuando la persona que lo sufre no tiene el deber jurídico de
soportarlo; la antijuridicidad del perjuicio es, pues, una
antijuridicidad referida al perjudicado. Como dijo con toda corrección
la Sentencia de 27 de enero de 1971 y reiteró el Auto de 10 de febrero
de 1972, la lesión supone un «perjuicio que no es antijurídico por la
manera de producirse, sino porque el titular del bien o derecho
lesionado no tiene el deber jurídico de soportarlo, aun cuando el
agente que lo ocasione obre dentro del marco de la licitud». El
artículo 34.1 LSP así lo precisa expresamente para evitar cualquier
posible duda al respecto: «Sólo serán indemnizables las lesiones
520
producidas al particular provenientes de daños que éste no tenga el
deber jurídico de soportar de acuerdo con la Ley». La antijuridicidad
susceptible de convertir el perjuicio económico en lesión
indemnizable se predica, pues, del efecto de la acción administrativa
(no de la actuación del agente de la Administración causante material
del daño), a partir de un principio objetivo de garantía del patrimonio
de los ciudadanos que despliega su operatividad postulando la
cobertura del daño causado en tanto en cuanto no existan causas de
justificación que legitimen como tal el perjuicio de que se trate.
Es probablemente en este punto donde se encuentra el origen de los
equívocos, excesos y malentendidos que han venido a proyectar una
cierta sombra sobre el sistema legal en estos últimos años. Es posible,
incluso, que a esos equívocos y malentendidos hayan contribuido
algunas afirmaciones nuestras, que formulamos en términos
demasiado rotundos, quizás, en ediciones anteriores de esta obra en
nuestro afán de hacer inteligible un sistema legal que se aparta de los
planteamientos tradicionales, aunque viene a coincidir casi
exactamente, como ha notado LEGUINA certeramente, con el régimen
común de la responsabilidad tal como se define en el Código civil
italiano, en particular en su artículo 2043.
Lo que quiso decir y dijo el artículo 34.1 LSP más atrás recordado es
que hay lesión y, por lo tanto, responsabilidad de la Administración
siempre que no existan causas de justificación capaces de legitimar el
perjuicio material producido, esto es, siempre que no concurra un
título jurídico que determine o imponga como rigurosamente
inexcusable, efectivamente querido o, al menos, eventualmente
aceptado el perjuicio contemplado. Es legalmente inexcusable el pago
de un impuesto, el deber de soportar una ejecución administrativa o
judicial, el cumplimiento de la orden de revocar o adecentar las
fachadas de los edificios siempre que se mantenga en el límite del
deber de conservación de éstos que la legislación urbanística
establece y los planes de ordenación concretan (vid. el Dictamen del
Consejo de Estado de 5 de abril de 1968) y, en general, el
cumplimiento de cualquier otra obligación impuesta por la Ley. Es
legalmente inexcusable también el cumplimiento de una sanción,
correlativa a una conducta tipificada por la Ley como constitutiva de
infracción (siempre, claro está, que dicha sanción sea proporcionada)
o el deber de abstenerse de realizar lo prohibido y de soportar las
521
consecuencias de su eventual incumplimiento (con la misma salvedad
anterior: vid. las Ss. de 30 de diciembre de 1985, 28 de enero y 29 de
abril de 1986, 17 de abril de 2001, 31 de enero de 2003 y 9 de febrero
de 2004, entre otras muchas, sobre lesiones o, incluso, muertes
producidas por disparos o por la utilización de medios antidisturbios
por las Fuerzas de orden público). Lo es, igualmente, cumplir los
contratos voluntariamente suscritos o soportar las consecuencias
perjudiciales de su incumplimiento, así como estar a los propios actos
(aunque, como veremos más adelante, no siempre la conducta de la
propia víctima excluye totalmente el deber de resarcimiento) y asumir
la eventual actualización de los riesgos voluntariamente aceptados
(los inherentes a una intervención quirúrgica, por ejemplo, de acuerdo
con el nivel de la ciencia médica y las circunstancias de tiempo y
lugar en cada caso concurrentes) o los que normalmente conlleva el
ejercicio de una profesión (vid. Sentencias de 1 y 20 de febrero de
2003 –lesiones sufridas por agentes de policía en acto de servicio–, 29
de enero de 2004 –pérdida de visión de un especialista de medicina
nuclear– y 16 de abril de 2007; muerte de un piloto militar en acto de
servicio: Sentencia de 10 de abril de 2000; lesiones sufridas por un
bombero a consecuencia de una caída mientras participaba en una
operación de salvamento: Sentencia de 16 de abril de 2007). Sobre
esta misma base la jurisprudencia ha construido la noción de riesgo
regulatorio, según el cual los agentes u operadores privados que
renuncian al mercado inducidos por la retribución generosa que en un
momento dado les ofrece un marco de regulación determinado, tienen
que aceptar necesariamente que esas medidas de fomento pueden
cambiar para acompasarlas a las, también cambiantes, circunstancias.
Vid. con detalle la Sentencia de 13 de enero de 2014. Es inexcusable
también soportar las cargas generales de la vida individual y
colectiva, de las que nadie puede estar, ni está liberado.
A esta idea de las cargas generales apelan con frecuencia tanto el
Consejo de Estado como el Tribunal Supremo para excluir la
responsabilidad de la Administración y evitar que se desborde por una
mala inteligencia del carácter aparentemente objetivo con el que está
configurada. Es explícito en este sentido el Dictamen del Consejo de
Estado de 21 de noviembre de 1996, a propósito de una reclamación
de responsabilidad por actos médicos: «aun admitiendo –dice– la
eventual concurrencia de la necesaria relación de causalidad entre la
asistencia sanitaria y los daños producidos y partiendo también de la
522
responsabilidad objetiva de la Administración (que no exige la
mediación de culpa o negligencia por parte del personal de ella
dependiente), no siempre procederá, a pesar de ello, declarar la
responsabilidad de la Administración, puesto que el paciente tiene el
deber jurídico de soportar los efectos inherentes o propios de la
terapia establecida para su curación o, incluso, razonablemente
derivados de la particular intervención que se le practique». En el
mismo sentido también los Dictámenes de 17 de noviembre de 1994,
20 de julio de 1995, 19 de diciembre de 1996 y 24 de enero de 1997,
entre otros muchos y la jurisprudencia más reciente (Sentencias de 20
de junio de 2007, 25 de febrero de 2009 y 9 de octubre de 2012).
El Alto Cuerpo consultivo considera también como cargas generales
que el ciudadano tiene el deber jurídico de soportar las
incomodidades o molestias producidas a los vecinos de un inmueble
por razón de los trabajos realizados en la calle (Dictamen de 23 de
diciembre de 1986), la pérdida de paisaje resultante de la ejecución de
una obra pública (Dictamen de 20 de julio de 1995), la pérdida de un
avión por un pasajero a resultas de la existencia de dudas razonables
acerca de su identidad derivadas de la pérdida reiterada de su
documentación (Dictamen de 5 de diciembre de 1996), etc.
Así entendido el concepto de lesión resarcible, no tenían por qué
haberse producido los excesos antes aludidos. Para evitar que en el
futuro se sigan produciendo, especialmente en el ámbito sanitario (era
absurdo que los hospitales públicos tuviesen que soportar
responsabilidades superiores a las que resultan exigibles a las clínicas
privadas), la nueva redacción dada al artículo 141.1 LPC/92 por la
Ley de 13 de enero de 1999 añadió a su texto inicial la siguiente
precisión: «No serán indemnizables los daños que se deriven de
hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar
según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica
existentes en el momento de producción de aquéllos». Esto mismo
dice literalmente el artículo 34.1 LSP. Es ésta una simple aclaración,
no una modificación, de la cláusula general de responsabilidad y del
juego que en el sistema que dicha cláusula establece corresponde a la
idea de la antijuridicidad del daño, que no puede predicarse,
naturalmente, de aquéllos cuyo origen se desconoce o son inatajables
de acuerdo con el estado de los conocimientos en el momento en que
se producen y deben por ello ser soportados, como ya notamos, por
523
quienes aceptan voluntariamente (régimen del «consentimiento
informado», hoy generalizado en la práctica médica) los riesgos
inherentes a la intervención de la que resultan. Es concluyente en este
sentido el voto particular a la Sentencia de 31 de mayo de 1999,
relativa a la reclamación formulada por una persona que resultó
infectada por el virus de la hepatitis C a consecuencia de una
transfusión que se le hizo en el curso de una intervención quirúrgica
practicada en una fecha en la que aún no se había aislado dicho virus
y en consecuencia era imposible detectar su presencia en el plasma
sanguíneo.
La falta o ausencia de consentimiento informado «constituye en sí
misma o por sí sola una infracción de la lex artis ad hoc», como dice
la Sentencia de 13 de noviembre de 2012, pero el derecho a obtener
información no comprende «una información ilimitada o infinita,
incluso sobre aquello que no es conocido o carece de consenso por la
ciencia» (vid. Sentencia de 9 de octubre de 2012, con numerosas
referencias).
En resolución: el concepto técnico de lesión resarcible, a efectos de
responsabilidad, requiere, pues, un perjuicio patrimonialmente
evaluable, ausencia de causas de justificación, no en su comisión,
sino en su producción respecto al titular del patrimonio contemplado,
y, finalmente, posibilidad de imputación del mismo a tercera persona
(en este caso a la Administración), puesto que si el perjuicio se
imputase al mismo titular no habría antijuricidad, porque nadie puede
hacerse agravio jurídico a sí mismo, ni cabe imaginar tampoco un
autodeber de reparación, y si se imputase a una causa extraña o a
fuerza mayor, sobre faltar también la nota de antijuricidad, no
existiría un sujeto al que atribuir el deber de resarcimiento, que es la
finalidad última de la institución.
A los problemas específicos de la imputación y a sus diversas
modalidades (culpa y riesgo; comisión material y perfectamente lícita
del daño; comisión voluntaria y formalmente ilícita, aunque con
buena fe subjetiva; enriquecimiento sin causa) nos referiremos más
adelante. Lo que ahora importa retener es que cualquiera que sea la
causa de imputación, la Administración está obligada a responder
siempre que de su actividad resulte una lesión en el sentido expuesto,
un daño antijurídico que reúna los caracteres de efectividad,
524
posibilidad de evaluación económica e individualización en relación a
una persona o grupo de personas, tal y como exigen los artículos
122.1 LEF y 32.2 LSP.
La inicial limitación que resultaba del artículo 121 LEF por su
remisión a «los bienes y derechos a que esta Ley (la de Expropiación
Forzosa) se refiere» quedó ya eliminada, como antes vimos, al
sustituirse dicha expresión por la más comprensiva de los artículos
133 REF y 40.1 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración
del Estado de 1957(«cualquiera de sus bienes y derechos»), hoy
constitucionalizada por el artículo 106.2 del texto fundamental, y
reiterada por el vigente artículo 32.1 LSP, lo cual posibilita el
resarcimiento de todo tipo de daños, tanto materiales como personales
e, incluso, los propios daños morales. Así lo ha entendido la doctrina
jurisprudencial y del Consejo de Estado, que no opone obstáculos de
principio de ningún tipo al resarcimiento de los daños personales
(vid., por ejemplo, S. de 29 de febrero de 1972: muerte de un
motorista por accidente causado por el mal estado de una carretera a
cargo del Ministerio de Obras Públicas; Dictamen de 22 de octubre de
1970: accidente producido al caer en una zanja existente al borde de
una carretera en la que no existía protección para peatones; Ss. de 4
de febrero y 30 de diciembre de 1985, 28 de enero, 29 de abril, 20 de
mayo, 15 de diciembre de 1986 y 9 de febrero de 2004: lesiones y
muertes a consecuencia de disparos de las Fuerzas de Seguridad,
etc.), así como de los de carácter moral que suelen acompañar a
aquéllos, utilizando en este caso fórmulas muy próximas a la francesa
de «perturbación grave de las condiciones de existencia». Es explícita
en este sentido la Sentencia de 12 de marzo de 1975 (asunto de «Los
novios de Granada»), que declara indemnizable la muerte de un hijo,
por estimar que «debe reputarse como lesión indemnizable en cuanto
su presencia presenta, junto con el aspecto puramente afectivo, otro
que al producirse su privación se revela como daño a un derecho»; la
misma sentencia considera perjuicio indemnizable la muerte del
novio «en cuanto a la prometida bastaría la invocación del artículo
44.2 CC –no su aplicación pormenorizada, para la que faltan las
pruebas pertinentes– para poner de relieve la existencia de lesión
patrimonial de un derecho causada por la muerte de la persona con
quien iba a contraer matrimonio pocos días después». La sentencia
invoca también como título legal para la indemnización de los daños
morales el artículo 104 del Código Penal entonces vigente (hoy art.
525
113), que expresamente los citaba, junto a los perjuicios materiales,
como objetos de reparación, incluso los causados a la familia del
dañado o a un tercero. Tampoco discute la posibilidad legal de
resarcimiento de este tipo de daños la Sentencia de 28 de noviembre
de 1968 (asunto Gerente de Nueva Esperanza), aunque desestime la
reclamación por entender que los daños morales producidos al
reclamante por las noticias falsas publicadas en la prensa no habían
sido causadas por la negativa de la Administración a reconocer en
toda su amplitud el derecho de réplica previamente ejercitado, sino
que se habían producido por la propia conducta de la empresa
periodística que difundió la noticia falsa. La indemnizabilidad del
daño moral o pretium doloris se admite ya con naturalidad (vid. Ss. de
2 de febrero de 1980, 29 de enero de 1986, 4 de abril de 1989, 26 de
octubre de 1993, 28 de febrero de 1995, 13 de octubre de 1998, 3 de
octubre de 2000, 1 de abril de 2003, 12 de junio de 2007, etc.),
aunque es común advertir que, dada su naturaleza, que se resiste a
toda objetivación mensurable, «su cuantificación ha de moverse
dentro de una ponderación razonable de las circunstancias del caso,
situándose en el plano de la equidad» (Sentencias de 28 de febrero de
1995, 20 de julio de 1996, 26 de abril y 5 de junio de 1997, 21 de
abril de 1998, etc.).
Sólo se excluyen, pues, y no por la naturaleza de los daños, sino por
su falta de efectividad, los llamados daños eventuales o simplemente
posibles, pero no actuales (así cuando se reclama por el descubierto
de créditos que se ostentan contra un deudor supuestamente
insolvente antes de haber agotado las vías judiciales para la ejecución
de los mismos: Dictamen de 26 de junio de 1969), ni seguros en
cuanto a su producción. El Dictamen de 14 de julio de 1966 rechaza
por esta razón la reclamación de un funcionario, porque «de haberse
acomodado a Derecho la provisión de la vacante resuelta por la Orden
ministerial anulada pudo, acaso, ser nombrado para dicha plaza, pero
pudo también no haberlo sido», al tratarse de una plaza de libre
designación, aunque el problema en este caso, más que de efectividad
del perjuicio, sea de relación de causalidad entre la actividad de la
Administración y el evento dañoso, según luego veremos. Esta
solución es, sin embargo, demasiado drástica y poco conforme,
además, con la amplitud de la fórmula legal, que incluye sin violencia
alguna todo tipo de daños, incluidos, por supuesto, los que la pérdida
de una chance de oportunidades reales (loss of real opportunities)
526
puede indudablemente suponer para una persona (en este sentido es
explícita la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos: Ss. Goddi y Colozza, de 8 de abril de 1984 y 12 de febrero
de 1985, respectivamente). Las Sentencias de 19 de octubre de 2011 y
22 de mayo de 2012 recogen ya el concepto de pérdida de
oportunidad en el que la última de ellas considera comprendida «la
incertidumbre acerca de que la actuación médica omitida pudiera
haber evitado o minorado el deficiente estado de salud del paciente».
En estos mismos términos se pronuncia la Sentencia de la Audiencia
Nacional de 25 de junio de 2019 en un caso de retraso en el
diagnóstico (cinco meses) y demora (tres meses) de una operación
calificada de urgencia. La Sentencia precisa que no se puede afirmar
que de no haberse producido un retraso la salud de la víctima hubiese
mejorado, pero estima parcialmente el recurso y reconoce la
existencia de un daño moral por pérdida de oportunidad merecedor de
la correspondiente indemnización. «Esta doctrina de la pérdida de
oportunidad –dice la Sentencia de 14 de mayo de 2020–, sobre la que
existe una constante jurisprudencia (entre otras muchas, SSTS 7 de
septiembre de 2005, 26 de junio de 2008, 23 de septiembre de 2010,
13 de enero de 2015, 24 de abril de 2018) incide sobre el nexo causal
y, conforme a ella, no es el fallecimiento en sí mismo, sino la pérdida
de expectativas, en este caso de supervivencia, el daño causalmente
imputable al servicio público sanitario que la actora no tiene el deber
de soportar, pues, aunque la obligación médica es de medios y no de
resultados, el paciente tiene derecho a que se le proporcionen los
medios que la ciencia médica establece como adecuados para su
padecimiento».
Si las notas de efectividad y evaluabilidad económica del daño
sufrido, comunes por lo demás al Derecho privado, no ofrecen
dificultades graves, ni requieren por ello mayores precisiones,
supuesta su exclusiva finalidad de evitar la inclusión en el ámbito de
cobertura de simples perjuicios y aun de meras molestias subjetivas,
el tercer requisito –individualización del daño por relación a una
persona o grupo de personas– sí merece alguna atención especial en
este momento. Por lo pronto, hay que decir que el citado requisito
carece de paralelo con la nota de singularidad que se exige a toda
privación patrimonial para ser calificada de expropiación en sentido
material [cap. XIX, § VI, 2, C), supra]. El requisito de la
individualización del daño quiere indicar, en primer término, que ha
527
de tratarse de un daño concreto, residenciable directamente en el
patrimonio del reclamante y que exceda, además, de lo que pueden
considerarse cargas comunes de la vida social. En ello va implícita
una pauta de prudencia en la aplicación de la amplia fórmula legal,
que el legislador ha querido introducir para advertir la existencia de
límites virtuales a la reparación de verdaderos daños o lesiones
patrimoniales en sentido jurídico, cuando por afectar a extensos
sectores de individuos su reparación rebasa las posibilidades de las
finanzas públicas, lo que obliga a calificarlas de cargas colectivas.
La matización –que es, también, habitual en otros Derechos, en los
que se expresa en la exigencia de la especialidad del perjuicio,
característica de aquellos regímenes particulares de responsabilidad
en los que se prescinde de la culpa como fundamento de la misma–,
fue utilizada de forma sistemática, en los términos que acaban de
exponerse, por la doctrina del Consejo de Estado, especialmente en
relación a cierto tipo de reclamaciones, como las promovidas por los
propietarios afectados por la realización de obras públicas, que, a
consecuencia de éstas, pierden su anterior situación de contigüidad o
colindancia con las vías públicas. Un Dictamen de 8 de julio de 1971
matizó acertadamente esta doctrina precisando que, si bien «los daños
causados por el normal funcionamiento de los servicios públicos son,
por lo común, cargas no indemnizables que los administrados tienen
el deber jurídico de soportar a causa de su generalidad cuando la
carga pasa de ser general a singular y entraña un sacrificio excesivo y
desigual para algunos de los administrados, se convierte en una lesión
indemnizable en razón a la particular incidencia dañosa de la
actividad administrativa, sobre el patrimonio del perjudicado. Esta
mayor intensidad del sacrificio postula claramente el reconocimiento
al administrado del derecho a obtener una indemnización
compensatoria del daño sufrido, que, por su gravedad excepcional, no
puede ser considerado como una carga general de obligado
acatamiento». En esa misma línea se situó la jurisprudencia del
Tribunal Supremo a raíz de la Sentencia de 27 de enero de 1971, a la
que siguieron de inmediato otras muchas –Sentencias de 14 de
febrero y 16 de marzo de 1972, 28 de noviembre de 1973, etc.–
reconociendo todas ellas el derecho a ser indemnizados de quienes a
resultas de una obra pública, la variación del trazado de una carretera
por ejemplo, son privados del acceso a los inmuebles de su propiedad
o ven dificultado dicho acceso más allá de lo razonable y sufren, en
528
consecuencia, un perjuicio especial que va más allá de lo que pueden
considerarse cargas generales. Ésta sigue siendo la posición al
respecto del Tribunal Supremo: vid., por ejemplo, las Sentencias de 1
de marzo y 13 de octubre de 2001.
En este mismo sentido, muy expresivamente, la Sentencia de 23 de
marzo de 2009, que estimó la reclamación formulada por el Hotel
Miguel Ángel de Madrid por los perjuicios sufridos a consecuencia de
la ejecución de las obras del «metro» a todo lo largo de su fachada.
No bastan, claro está, las simples molestias, ni tampoco la mera
limitación o incomodidad del acceso, aunque si se obstaculizó éste
«por el constante movimiento de camiones, grúas y otras maquinarias
de las mismas obras, unido a las nubes de polvo que levantaban» y se
produjo «una dificultad in extremis para utilizar los servicios de la
gasolinera» no puede considerarse que los daños y perjuicios
ocasionados a la recurrente deban ser soportados «por ésta». Es una
cuestión de magnitud, como dice muy bien la Sentencia de 15 de
enero de 2013.
Reuniendo estos tres requisitos, el daño es indemnizable, cualquiera
que sea su origen (un Reglamento –vid., por ejemplo, el Dictamen del
Consejo de Estado de 14 de junio de 1984–, un acto administrativo,
legal o ilegal, una actuación material o una simple omisión; el
problema de los daños causados por la Ley es enteramente diferente,
según precisaremos más abajo). La precisión puede parecer obvia,
tras cuanto ha quedado dicho, pero resulta necesaria, supuesta la
existencia de una tendencia anterior a considerar responsable a la
Administración solamente de los daños causados por su actuación
material.
El mantenimiento de este viejo prejuicio carece, naturalmente, de
todo apoyo legal y de toda justificación institucional, a pesar de lo
cual es fácil advertir su huella en alguna jurisprudencia, que solía
invocar al efecto lo dispuesto en el artículo 40.2 de la Ley de
Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957 («la
simple anulación en vía administrativa o por los Tribunales
contenciosos de las resoluciones administrativas no presupone
derecho a indemnización»), cuya intención era, precisamente, la
contraria, esto es, evitar el riesgo de una eventual generalización de
las condenas indemnizatorias a todos los supuestos en los que se
529
declare la nulidad del acto recurrido, haya o no causado éste una
verdadera lesión en el sentido expuesto, que es la única razón capaz
de hacer surgir el deber de resarcimiento. La jurisprudencia
mayoritaria se fue desprendiendo del viejo equívoco a partir de la
Sentencia de 19 de mayo de 1975, que resuelve el recurso interpuesto
por el Director de un Colegio mayor contra la resolución por la cual
fue cesado en el cargo, resolución que la sentencia en cuestión anula,
reconociendo el derecho del recurrente a los emolumentos dejados de
percibir y demás perjuicios acreditados en autos (privación de
vivienda y alimentación), cuya determinación cuantitativa se remite a
la fase de ejecución. La sentencia citada, ratificando la doctrina
mantenida con anterioridad por otra de 23 de febrero de 1966, afirma,
con seguridad y sencillez, «que si bien es cierto que la simple
anulación por los Tribunales contenciosos de las resoluciones
administrativas no presupone derecho a indemnización, también lo es
que éste nace cuando la resolución anulada ha causado al interesado
un perjuicio directo y efectivo evaluable económicamente»,
precisando a continuación «que la indemnización de daños y
perjuicios se configura también como consecuencia del
reconocimiento de la situación jurídica individualizada, según el
artículo 42 citado (se refiere a la LJ de 1956), por lo que tal
pretensión es admisible según el artículo 1.º de la Ley Jurisdiccional
al estar deducida en relación con un acto de la Administración sujeto
al Derecho Administrativo» (vid. también en el mismo sentido las Ss.
de 2 de junio de 1982, 7 de junio de 1984 y 3 de febrero de 1986,
entre otras). Como ha dicho con lucidez la S. de 19 de enero 1977,
«sólo mediante el reconocimiento y la efectividad de una
indemnización que cubra el perjuicio patrimonial tendrá pleno
restablecimiento la situación jurídica individualizada desconocida por
el acto recurrido». El artículo 32.1, párrafo segundo, LSP afirma, en
principio, que la anulación en vía administrativa o por el orden
jurisdiccional contencioso-administrativo de los actos o disposiciones
administrativas no presupone, por sí mismo, derecho a la
indemnización, pero el artículo 67.1, párrafo segundo LPAC añade
que «en los casos en que proceda reconocer» el derecho a la misma
porque el acto o la disposición anulados hayan causado realmente un
daño efectivo, evaluable e individualizado al interesado que éste no
tenga el deber jurídico de soportar «el derecho a reclamar prescribirá
al año de haberse notificado la resolución administrativa o la
sentencia definitiva». Según expusimos ya más atrás (cap. IX, § III,
530
10), la necesidad de reparar los daños causados por actos
administrativos que se imponen ejecutoriamente antes de que los
Tribunales hayan podido enjuiciar su legalidad es una inexcusable
contrapartida del formidable privilegio de la autotutela de la
Administración, contrapartida sin la cual ese privilegio sería lo que ni
es ni puede ser, una imposición arbitraria, una ruptura definitiva de la
legalidad. (Carece de todo sentido, por ello, el inexplicable criterio
restrictivo que ha aparecido en una jurisprudencia reciente a la que
luego haremos alusión).
4. EL PROBLEMA DE LA IMPUTACIÓN
A. Planteamiento general
Al precisar el concepto de lesión decíamos que para que surja la
responsabilidad es preciso que esa lesión pueda ser imputada, esto es,
jurídicamente atribuida, a un sujeto distinto de la propia víctima. La
imputación es así un fenómeno jurídico consistente en la atribución a
un sujeto determinado del deber de reparar un daño, en base a la
relación existente entre aquél y éste. Precisar cuál sea esa relación es
el problema que tenemos que afrontar en este momento.
El supuesto más simple que cabe imaginar es, naturalmente, el de la
causación material del daño por el sujeto responsable. En tal caso, la
imputación de responsabilidad, en cuanto fenómeno jurídico, se
produce automáticamente una vez que se prueba la relación de
causalidad existente entre la actividad del sujeto productor del daño y
el perjuicio producido. Las cosas no se producen siempre tan
simplemente, sin embargo, y ello porque en materia de
responsabilidad civil, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito penal,
el objetivo último que se persigue no es tanto el de identificar a una
persona como autora del hecho lesivo, sino el de localizar un
patrimonio con cargo al cual podrá hacerse efectiva la reparación del
daño causado. Esta finalidad garantizadora, que está en la base de
todo sistema de responsabilidad patrimonial, produce con frecuencia
una disociación entre imputación y causalidad. Probar que existe un
nexo causal entre el hecho que constituye la fuente normativa de la
531
responsabilidad y el daño producido será siempre necesario para que
la imputación pueda tener lugar y con ella pueda nacer la
responsabilidad, pero la mera relación de causalidad entre el hecho (y
su autor) y el daño no basta para justificar la atribución del deber de
reparación al sujeto a quien la Ley califica de responsable. Así ocurre,
por lo pronto, cuando la responsabilidad se predica de personas
jurídicas, en la medida en que éstas sólo pueden actuar a través de
personas físicas. En tales casos –y en todos aquéllos en que la
responsabilidad se configura legalmente al margen de la idea de
culpa– la imputación no puede realizarse en base a la mera causación
material del daño, sino que tiene que apoyarse, previa justificación de
su procedencia, en otras razones o títulos jurídicos diferentes, ya sea
la propiedad de la cosa que ha producido el daño, la titularidad de la
empresa en cuyo seno ha surgido el perjuicio, la dependencia en que
respecto del sujeto responsable se encuentra el autor material del
hecho lesivo, la creación del riesgo de cuya actualización ha surgido
la lesión al dañado, o cualquier otra.
Siendo la Administración pública una persona jurídica, el problema
de la imputación de responsabilidad se plantea en los términos que
acabamos de decir, lo cual hace necesario precisar los títulos en virtud
de los cuales pueda atribuírsele jurídicamente el deber de reparación.
Antes de entrar en el análisis pormenorizado de estos problemas
conviene resolver, sin embargo, dos cuestiones previas de la mayor
importancia que derivan de la peculiar configuración del instituto
resarcitorio en el Derecho Administrativo.
B. La fórmula legal y los problemas específicos de la responsabilidad
del Estado-Juez
El artículo 121 LEF refiere el deber de indemnizar a «toda lesión
que... sea consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los
servicios públicos... sin perjuicio de las responsabilidades que la
Administración pueda exigir de sus funcionarios con tal motivo». No
hay duda, pues, que el texto legal se está refiriendo a la
Administración en el más amplio sentido, en cuanto es titular de
servicios públicos, comprendiendo, pues, la esfera estatal,
532
autonómica, local e institucional. En lo que respecta a las esferas
local e institucional, no parece necesaria ninguna aclaración en este
momento, una vez que la LRL, artículo 54, ha dispuesto que «las
entidades locales responderán directamente de los daños y perjuicios
causados a los particulares en sus bienes y derechos como
consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos o de la
actuación de sus autoridades, funcionarios o agentes, en los términos
establecidos en la legislación general sobre responsabilidad
administrativa», legislación que hoy (vid. art. 32.1 LSP) es general y
alcanza por igual en este punto a todas las Administraciones Públicas.
En cambio, sí son convenientes algunas precisiones en lo que se
refiere a la esfera estatal y, más concretamente, dentro de ella a la
responsabilidad de los órganos legislativos y judiciales, dado el
carácter general con que ha pretendido verse en el principio de
responsabilidad de todos los poderes públicos por el artículo 9.º.3 de
la Constitución. (Al problema de los daños producidos «por hecho de
las leyes» nos referimos separadamente en el próximo § V de este
mismo capítulo).
La inclusión en la fórmula legal de la reparación de los daños
causados por los órganos judiciales ha sido siempre una cuestión
problemática (excepción hecha de los daños que puedan resultar de la
actuación de los miembros del Ministerio Fiscal, daños que, dada la
posición de aquéllos, se han imputado siempre sin problemas a la
Administración del Estado incluso antes de la promulgación de la
Constitución: vid. art. 133 del Reglamento Orgánico del Estatuto de la
carrera fiscal de 27 de febrero de 1969).
El artículo 121 de la Constitución ha venido a establecer un nuevo
marco general al disponer que «los daños causados por error judicial,
así como los que sean consecuencia del funcionamiento anormal de la
Administración de Justicia, darán derecho a una indemnización a
cargo del Estado conforme a la Ley». Esa Ley a la que el precepto
constitucional se remite es la LOPJ, cuyos artículos 292 a 297
contienen la disciplina concretamente aplicable para hacer efectiva la
responsabilidad del Estado-Juez (a ella se remite hoy el art. 32.7
LSP).
El planteamiento constitucional engloba dos tipos distintos de
problemas, que conviene deslindar. De un lado, el del daño producido
533
por la actividad jurisdiccional propiamente dicha a resultas de la
adopción de resoluciones o sentencias injustas; de otro, el de los
daños imputables a la Administración de Justicia en sus aspectos no
jurisdiccionales. En ambos, sin embargo, el deber de indemnizar,
cuando proceda, se refiere primariamente a la Administración del
Estado, supuesto que ésta, en cuanto persona jurídica, constituye el
soporte estructural básico del Estado mismo en el plano interno y, en
este concreto campo, el único centro de imputación posible dentro de
él de las relaciones jurídicas que puedan surgir de la actuación de los
demás órganos estatales (cfr. los caps. I y VII de esta obra). Como,
por lo demás todo lo relativo a la Administración de Justicia es
competencia estatal exclusiva (art. 149.1.5.ª de la Constitución), se
han de referir a ella las consecuencias lesivas que puedan resultar de
dicha actuación para garantizar la plenitud de la cobertura patrimonial
del ciudadano, que, insistimos de nuevo, es el verdadero quicio de
todo el sistema de responsabilidad pública.
El primero de los problemas enunciados –error judicial– requiere,
como es lógico, una previa declaración judicial de la existencia del
eventual error, que podría resultar directamente de una Sentencia
dictada en virtud de recurso de revisión o bien del ejercicio específico
ante la Sala correspondiente del Tribunal Supremo (o, en su caso, de
la Sala especial a que se refiere el art. 61 LOPJ) de una acción
judicial en orden a dicho reconocimiento a promover en el plazo de
tres meses (art. 293 LOPJ), plazo que se considera de caducidad (S.
de 26 de mayo de 1987). En cualquier caso, no procederá la
declaración de error contra la resolución judicial a la que se impute
mientras no se hubieran agotado previamente los recursos previstos
en el ordenamiento jurídico [art. 293.1. f) LOPJ y S. de 10 de junio de
1987].
El artículo 294 LOPJ regula específicamente el supuesto más
frecuente en la práctica, esto es, el de los daños producidos a quienes
hayan sufrido prisión preventiva si posteriormente son absueltos «por
inexistencia del hecho imputado o por esta misma causa haya sido
dictado auto de sobreseimiento libre» (art. 294.1 LOPJ). La
interpretación de este texto ha resultado especialmente polémica. En
efecto, hasta el año 2010 el Tribunal Supremo vino sosteniendo que la
«inexistencia del hecho imputado» comprendía sólo la no producción
del hecho o su falta de tipicidad y la falta de participación en el
534
mismo del sujeto, pero no la absolución de éste por falta de una
prueba suficiente. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos en dos
Sentencias de 25 de abril de 2006 (asunto Puig Panella) y 13 de julio
de 2010 (asunto Tendam) condenó a España por considerar que el
tratamiento diferente dado a la absolución por la no participación en
el hecho (indemnizable) y la absolución por falta de pruebas (no
indemnización) vulneraba la eficacia extraprocesal de la presunción
de inocencia.
La resistencia del Tribunal Supremo a aceptar esta tesis ha
prolongado el conflicto al que ha intentado poner fin la Sentencia
constitucional 85/2019, de 19 de junio, que ha terminado declarando
la inconstitucionalidad y nulidad de los incisos del artículo 294.1
LOPJ «por inexistencia del hecho imputado» y «por esta misma
causa», de forma que, excluidos ambos incisos, el precepto dice ahora
que «tendrán derecho a indemnización quienes, después de haber
sufrido prisión preventiva, sean absueltos o haya sido dictado auto de
sobreseimiento libre, siempre que se le hayan irrogado perjuicios».
El segundo bloque de problemas –daños causados por funcionamiento
anormal de la Administración de Justicia– tenían ya adecuado
tratamiento con anterioridad a la promulgación de la Constitución en
el marco de la fórmula legal contenida en los artículos 121 LEF y 40
de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de
1957. Así lo había admitido llanamente la Sentencia de 15 de
diciembre de 1976 que, en un caso de apropiación por un Secretario
de Juzgado Municipal de cantidades consignadas por un justiciable
dentro de un juicio de desahucio, declaró que el perjuicio (consistente
no sólo en el importe de las cantidades consignadas, sino en la
pérdida de la acción civil a ello inherente) fue producido «como
consecuencia del funcionamiento anormal de un servicio público... y
que de ese perjuicio debe responder la Administración al tratarse de
actividad de un funcionario auxiliar de la función jurisdiccional y no
de esta misma, e insertarse aquél en el servicio público que la
Administración organiza como actividad auxiliar para la jurisdicción
y de cuyo funcionamiento debe, en consecuencia, responder si resulta
lesión patrimonial para los particulares» (la S. de 10 de mayo de 1972
aceptó también ese mismo planteamiento, aunque terminara
desestimando la pretensión indemnizatoria por otras razones).
535
La división de los supuestos determinantes de indemnización en estos
dos grandes bloques hace difícil en ocasiones la ubicación de algunos
casos concretos. Así, por ejemplo, el del error en la advertencia de los
recursos procedentes que impone la regulación del proceso laboral.
La Sentencia de 26 de mayo de 1987 remite el tratamiento de estos
casos al error judicial, supuesto que la advertencia de los recursos
precedentes forma parte del fallo, criterio éste que, sin embargo, ha
rechazado la jurisprudencia constitucional.
Es común a los dos tipos o fuentes de responsabilidad la exigencia de
un daño efectivo, evaluable económicamente e individualizado con
relación a una persona o grupo de personas (art. 292.2 LOPJ), tal y
como con carácter general prevé el artículo 32.2 LSP. La existencia
del daño y su prueba es, pues, requisito sine qua non del derecho a la
indemnización, que la mera revocación o anulación de las
resoluciones judiciales no presupone por sí sola (art. 292.3 LOPJ,
correlativo también del art. 139.2 LPC).
También es común el juego de la exceptio doli, de forma que «en
ningún caso habrá lugar a la indemnización cuando el error judicial o
el de anormal funcionamiento de los servicios tuviera por causa la
conducta dolosa o culposa del perjudicado» (art. 295 LOPJ).
La jurisprudencia estima que el error judicial para dar lugar a
indemnización ha de ser muy cualificado, de modo que no se estima
tal la resolución que pueda ser simplemente criticada por su
discrepancia con criterios usuales interpretativos o incluso con
jurisprudencia establecida. Se exige, en concreto, que el error (que
puede ser de hecho o de derecho) sea patente, injustificado, «de
carácter excepcional y extremo» (Sentencia de 26 de abril de 2002),
«carecer de toda apreciación y justificación racional... error craso,
evidente, injustificado» (Sentencia de 31 de mayo de 2002),
especificándose el supuesto de «dilación indebida» de modo especial
en los procesos penales (Sentencia de 8 de octubre de 2002) en los
que están en juego derechos básicos de las personas. Estas exigencias
vienen impuestas, a la vez, por el respeto a la independencia judicial y
por la necesidad de no confundir el régimen de esta reclamación de
daños con el propio de una instancia de recurso ordinaria o
extraordinaria contra sentencias firmes, así como en el carácter formal
del principio de inmutabilidad de la cosa juzgada, todo lo cual nos
536
sitúa en una óptica distinta de la propia de la responsabilidad
patrimonial de la Administración.
El procedimiento a seguir para la reclamación de la responsabilidad
habrá de iniciarse mediante solicitud del interesado ante el Ministerio
de Justicia, que se tramitará con arreglo a las normas reguladoras de
la responsabilidad patrimonial del Estado en el plazo de un año a
partir del día en que pudo ejercitarse. La resolución del citado
Departamento será recurrible en la vía contencioso-administrativa de
acuerdo con las reglas comunes (art. 293.2 LOPJ).
No obstante, en lo que respecta al procedimiento es preciso hacer
alguna observación. En primer término, debe recordarse que es
presupuesto de la reclamación de indemnización la previa declaración
judicial de la existencia del error generador de los daños cuya
reparación se reclama. En segundo lugar, y por lo que respecta a los
daños resultantes del funcionamiento anormal de la Administración
de Justicia, que es preceptivo en todo caso el informe del Consejo
General del Poder Judicial (artículo 171.1 LOPJ).
Es preceptivo, en fin, dada la remisión genérica que el artículo 293.2
LOPJ hace a las normas reguladoras de la responsabilidad patrimonial
de la Administración del Estado, el dictamen del Consejo de Estado,
cuya doctrina tiene por ello, también aquí, especial interés.
C. Títulos y modalidades de imputación del daño a la Administración
La dualidad de regímenes de responsabilidad patrimonial de las
Administraciones Públicas, uno de Derecho Administrativo y otro
basado en el Derecho Civil, característico de nuestro sistema hasta la
reforma de la LPC de 1992 por la Ley de 13 de enero de 1999,
obligaba a discernir con carácter previo si los sujetos administrativos
concernidos por la producción de un daño se encontraban en relación
a éste en una situación iusadministrativa, es decir, si estaban actuando
como tales Administraciones Públicas en el ejercicio de las
competencias propias de su giro o tráfico específico o si, por el
contrario, su actividad era el resultado del puro despliegue de su
capacidad de Derecho Privado.
537
La distinción tenía especial trascendencia en este plano, dadas las
diferencias entre uno y otro sistema, ya que la mera utilización
instrumental de formas privadas de personificación en absoluto podía
justificar la minoración de las garantías del ciudadano. Así lo advirtió
ya el Consejo de Estado en su Dictamen de 11 de julio de 1968 con
ocasión de acciones de responsabilidad derivadas de accidentes
ferroviarios, afirmando con acierto que, aunque sometida ad extra al
Derecho Privado, la posición de RENFE, en cuanto gestiona un
servicio público, «es semejante a los efectos que aquí interesa, a la de
un concesionario», por lo que «los daños que ocasione el
funcionamiento normal o anormal del servicio ferroviario que le está
encomendado pueden dar lugar a reclamaciones basadas en los
artículos 120 y 121 de la Ley de Expropiación Forzosa y que, por
tanto, se sustancien de acuerdo con los preceptos de la misma y de su
Reglamento».
La nueva redacción dada en 1999 al artículo 144 de la LPC de 1992
eliminó, como ya se dijo, el problema y, al unificar el régimen
sustantivo de la responsabilidad de la Administración, simplificó
también el problema de la imputación, cuyo núcleo esencial se reduce
a determinar en base a qué títulos puede atribuirse a la
Administración el deber de reparación en que la responsabilidad
patrimonial se concreta. Esta unificación sustantiva ha sido reforzada
por la atribución en exclusiva a la jurisdicción contencioso-
administrativa de todas las reclamaciones de responsabilidad
patrimonial a la Administración «cualquiera que se la naturaleza de la
actividad o el tipo de relación de que derive, no pudiendo ser
demandadas... por este motivo ante las órdenes jurisdiccionales civil o
social» [art. 2. e) LJ]. El actual artículo 35 LSP ha ratificado este
planteamiento.
a) La organización administrativa como base esencial de imputación
La solución de este problema, que exigió ingentes esfuerzos mientras
la responsabilidad de la Administración se configuraba como una
simple cobertura de la responsabilidad personal de sus agentes por
razón de los daños producidos por la actividad ilícita de estos, es
ahora muy simple en nuestro Derecho vigente, desde el momento en
que los textos legales articulan esa responsabilidad con carácter
directo sobre la base del «funcionamiento normal o anormal de los
538
servicios públicos». La titularidad administrativa de la actividad o
servicio en cuyo marco se ha producido el daño es, pues, suficiente
para justificar la imputación del mismo a la Administración sin
mayores dificultades, y ello tanto cuando el perjuicio tiene su origen
en la actuación, legítima o ilegítima, de una persona física que obra
por cuenta de aquélla, como cuando esta persona refiere a sí misma su
actuación (es el supuesto de la llamada «actividad técnica de la
Administración», estudiada en el cap. XIV de esta obra), aunque
obrando dentro de la organización administrativa, como cuando se
trata de daños anónimos que se presentan como consecuencia de un
comportamiento impersonal o propio de la institución en sí misma
considerada o, incluso, de un acaecimiento fortuito, como más
adelante precisaremos.
Si el daño que se intenta reparar surge de la conducta de una persona
física, todo el problema se reduce a constatar la integración del agente
en la organización prestadora del servicio o actividad, puesto que la
expresión «funcionamiento normal de los servicios públicos», al
independizar las nociones de ilicitud y responsabilidad [expresamente
subrayada, por cierto, desde el principio por el arts. 121 LEF, al
declarar indemnizables las consecuencias lesivas de «la adopción de
medidas no fiscalizables en vía contenciosa»; en el mismo sentido, el
art. 2. b) de la Ley Jurisdiccional de 1956, a propósito de los actos
políticos o del Gobierno, cuya no impugnabilidad declaraba «sin
perjuicio de las indemnizaciones que fueren procedentes, cuya
determinación sí corresponde a la jurisdicción contencioso-
administrativa», y también el artículo 2. a) de la nueva LJ, aunque ha
prescindido de la polémica expresión acto político], hace innecesaria
cualquier otra indagación, permitiendo incluir con la mayor
naturalidad bajo el ámbito de cobertura todos los supuestos de daños
originados incidentalmente en el curso de una actividad
administrativa cualquiera orientada a una finalidad sustantiva
diferente y perfectamente legítima en cuanto tal (daños derivados de
la construcción de obras públicas, perjuicios producidos por la
represión de desórdenes y calamidades públicas –arts. 3.º.2 RSCL, 56
LA, etc.–).
El dato de la integración en la organización administrativa es, en
efecto, básico, tanto positiva como negativamente. Por no estar
integrados en la organización no imputan su actividad dañosa a la
539
Administración los concesionarios, los contratistas administrativos y,
en general, los profesionales libres que ejercitan privadamente
funciones públicas (caso de los notarios). En lo que a los
concesionarios se refiere, hay que observar que, aunque la
responsabilidad se califique en estos casos de administrativa y se
reconozca a la Administración la competencia para resolver sobre su
procedencia según las reglas aplicables a ésta (art. 123 LEF; vid.,
también, el Dictamen del Consejo de Estado de 13 de julio de 1967,
relativo a una reclamación de daños formulada por los propietarios
colindantes con un embalse, construido y explotado por una empresa
hidroeléctrica, a consecuencia del encharcamiento de sus fincas), los
daños producidos a terceros en el ámbito del servicio concedido no se
imputan a la Administración concedente, sino a ellos mismos, «salvo
en el caso en que el daño tenga su origen en alguna cláusula impuesta
por la Administración al concesionario y que sea de ineludible
cumplimiento para éste» (art. 121.2 LEF y, en términos semejantes, el
art. 198.2 LCSP; vid. también el Dictamen del Consejo de Estado de
18 de junio de 1970). Idem, S. de 12 de febrero de 2000. El artículo
32.9 LSP ratifica nuevamente con carácter general este criterio.
Es clara al respecto la Sentencia de 11 de noviembre de 1986, que
declara la responsabilidad de una empresa concesionaria por los
daños producidos al propietario de una vivienda a consecuencia de la
rotura de una tubería de la red de agua potable, responsabilidad –
dice– que resulta indudable «no sólo por aplicación de las normas de
carácter general –arts. 106.2 de la Constitución, 40 de la Ley de
Régimen Jurídico, 12 del Reglamento de Contratación Local, 72.3 de
la Ley de Contratos del Estado, 121 y 122 de la Ley de Expropiación
Forzosa–, sino también de los artículos 115.9 y 128.3 del Reglamento
de Servicios y cláusulas 6.ª.2, 7.ª.2 y 14 del contrato, en los que se
obliga al concesionario a mantener en buen estado las obras o
instalaciones, así como a indemnizar a terceros por los daños
ocasionados con motivo del funcionamiento normal o anormal del
servicio. Sin existir en este caso causa de justificación o motivo de
obediencia a orden dada por el Ayuntamiento concedente que
amparase un traslado de responsabilidad». Idem, S. de 12 de febrero
de 2000.
En cambio, el hecho de la integración en la organización
administrativa permite ampliar la noción de funcionario a estos
540
efectos más allá de los límites que resultan del concepto formal que se
maneja en la legislación funcionarial, sobre el dato de hecho, acorde
con la expresión objetiva que la Ley y la Constitución utilizan
(«funcionamiento de los servicios públicos»), del ejercicio real de
funciones públicas, comprendiendo así no sólo a los funcionarios
stricto sensu, sino a todo tipo de autoridades, empleados o
contratados e, incluso, a cualesquiera agentes que por un título u otro
desempeñen, aunque sea de modo ocasional, esas funciones (un
cónsul honorario, por ejemplo: vid. el Dictamen del Consejo de
Estado de 18 de noviembre de 1985), hasta el supuesto límite del
mero gestor oficioso o de facto (como resulta, por ejemplo, del art.
24.2 CP).
Sobre esta misma base, el fenómeno de imputación a la
Administración se extiende, también, a los daños causados a terceros
por personas que, aún sin ser funcionarios o agentes de la misma, ni
siquiera en los amplios términos que acabamos de ver, se encuentran
situados bajo su autoridad o custodia, en el seno, pues, de la
organización en que el servicio se presta.
Es concluyente en este sentido la Sentencia de 12 de marzo de 1975,
que, a propósito de un supuesto, tan trágico como singular (un
enfermo mental se arroja desde una ventana del Hospital Provincial
de Granada y, al caer sobre una pareja de novios, mata al novio y
causa graves lesiones a la novia), afirma que el resultado dañoso debe
ser atribuido a la Diputación titular del establecimiento, «que no
puede exonerarse del mismo invocando, como ha hecho, su
imputación a la acción de tercero, puesto que el perturbado, al
hallarse internado en el hospital, no constituía agente extraño al
funcionamiento del centro, sino un usuario interno que, como tal, se
integraba en su organización y disciplina». Vid. también las
Sentencias de 15 de abril de 2002 y 31 de enero de 2001, relativas
ambas a homicidios cometidos por reclusos en el interior de centros
penitenciarios.
b) En particular, la imputación por funcionamiento anormal del
servicio. Los estándares de rendimiento del servicio y su control por
vía de responsabilidad
Ya hemos dicho que, justificada la integración del autor material del
daño en la organización administrativa, el hecho de que la conducta
541
de aquél sea ilícita o culpable es, en principio, indiferente a los
efectos de imputar las consecuencias lesivas de la misma a la
Administración, ya que, según la Ley (arts. 121 LEF y 32.1 LSP),
ésta responde, también, de las lesiones que sean consecuencia del
«funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos». Sobre
esto, sin embargo, conviene hacer algunas precisiones, ya que, por
muy generosa que quiera ser la fórmula legal, es obvio que la
cobertura de la Administración no puede ser indefinida en estos
casos, de forma que alcance a los daños derivados de actos puramente
personales del agente. El fenómeno de imputación a la
Administración de la conducta lesiva de las personas que emplea se
detiene, naturalmente, en los límites del servicio público, que es la
referencia que la Ley utiliza, excluyendo la actividad privada de
aquéllos. Esto supuesto, puede afirmarse que si la conducta del agente
se manifiesta en el desempeño o ejercicio del cargo que éste ostenta
en la organización administrativa, de forma que el daño resultante se
presenta externamente como expresión del funcionamiento del
servicio, la imputación del mismo a la Administración no se excluye
ni aun en presencia del dolo penal, supuesto que toda la institución
gira en torno a la finalidad esencial de proteger al ciudadano (sin
perjuicio del derecho de la Administración a repetir contra el agente
culpable en los términos que luego veremos). Es definitivamente
expresivo en este sentido el Dictamen del Consejo de Estado de 18 de
noviembre de 1985, que declara procedente la indemnización a una
empresa exportadora, a la que los servicios diplomáticos en Sierra
Leona ayudaron a gestionar cerca de las autoridades de dicho país el
cobro de los productos por ella exportados, pero que no llegó a recibir
el dinero por haber huido con él la cónsul honoraria de España que
previamente se había ofrecido, más allá de lo que constituían las
obligaciones propias de su cargo y como mandataria o representante
de dicha empresa, a materializar el cobro. En cambio, si la actividad
dañosa es realizada por el funcionario o agente absolutamente al
margen de las funciones del cargo, queda excluida la imputación de la
misma a la Administración, supuesto éste que en la práctica ha de
resultar poco común dada la amplitud de la interpretación al uso (vid.
el Dictamen del Consejo de Estado de 11 de abril de 1962, que exige
a estos efectos que el funcionario haya actuado «con desconexión
total» del servicio para que la imputación del daño a la
Administración no se produzca; «sin relación alguna con el ejercicio
de su función», dice, por su parte, la S. de 20 de mayo de 1986).
542
Como más atrás notábamos, para que el daño se impute a la
Administración no es necesario localizar el agente concreto que lo
haya causado. Puede tratarse –y así ocurre con frecuencia– de daños
anónimos e impersonales, no atribuibles a persona física alguna, sino
a la organización en cuanto tal. La titularidad de esa organización o
servicio justifica por sí sola la imputación de los mismos a la
Administración, tanto si ese servicio ha funcionado mal (culpa in
committendo o por acción positiva), como si no ha funcionado (culpa
in omittendo, abstenciones cuando existe un deber funcional de
actuar), o si lo ha hecho defectuosamente (falta al deber de diligencia
funcional, deber con base en el art. 103.1 de la Constitución), ya que
todos esos supuestos quedan ampliamente cubiertos por la expresión
que la Ley utiliza («funcionamiento anormal»). A propósito de ella,
conviene subrayar que el hecho de que la Ley haya objetivado la
anormalidad haciendo de ésta un concepto jurídico indeterminado
cuya concreción se remite a los estándares de rendimiento medio del
servicio de que se trate, significa que en su estimación entran factores
variables en cada época según el grado de sensibilidad social y de
desarrollo efectivo de los servicios públicos. Esto es lo que explica
(aunque no solamente, por supuesto) el giro que se viene operando en
nuestra jurisprudencia desde que se estableció el nuevo sistema legal,
en cuya primera etapa de vigencia dominaron casi absolutamente los
fallos negativos a propósito de supuestos en los que hoy se admite sin
dificultad el derecho al resarcimiento (pueden compararse a estos
efectos las Ss. de 12 de julio de 1960 –desestimatoria– y de 28 de
enero de 1972 y 8 de febrero de 1973 –estimatorias–, todas ellas a
propósito de accidentes producidos a consecuencia del mal estado de
las vías públicas; la primera de las sentencias citadas exculpa a la
Administración, imputando el daño a la antigüedad del vehículo
accidentado, «que por el natural desgaste de sus elementos no
resistieron la percusión producida por baches que otros vehículos
soportan sin detrimento de su estructura»; la de 8 de febrero de 1973,
en cambio, afirma sin vacilación, aunque en este caso se trataba no de
una carretera nacional, como en el anterior, sino de una vía
secundaria, que «difícilmente podía estimarse normal la existencia de
grandes baches en la carretera durante varios días»). El papel
reservado a la jurisprudencia en orden a la incorporación por esta vía
de las demandas sociales en un contexto, como el actual, en el que el
individuo depende cada vez más de la actividad prestacional de los
entes públicos, no puede dejar de ser debidamente resaltado. De este
543
modo, a la vez que se asegura la integridad patrimonial de los
administrados se ejercita un saludable control sobre el
funcionamiento administrativo, imponiéndole positivamente la carga
de una diligencia funcional medida bajo sanción de responsabilidad
patrimonial. Hay sectores –como el de la inactividad material de la
Administración, estudiado por NIETO– donde sólo esta técnica puede
ser capaz de imponer una corrección efectiva. El Tribunal Supremo
ha dicho que basta con que se hayan «rebasado los límites impuestos
por los estándares de seguridad exigibles conforme a la conciencia
social» (Ss. de 16 de diciembre de 1997, 5 de diciembre de 2000);
«actuación desproporcionada de la policía» (S. de 7 de octubre de
1995), etc.
c) Imputación por riesgo creado por la Administración. Caso fortuito
y fuerza mayor
La titularidad de la empresa administrativa justifica, también, la
imputación a la Administración de los daños resultantes del riesgo
creado en interés –no necesariamente económico– de la misma, con
independencia, pues, de toda culpa, objetiva o subjetiva. Así resulta
no sólo de la referencia legal al funcionamiento normal de los
servicios públicos, sino también del hecho de que los artículos 121
LEF y 32 LSP, y el propio artículo 106.2 de la Constitución (como
ocurre en los supuestos civiles de riesgo: arts. 1.905 y 1.908 CC,
régimen de los accidentes de trabajo) se limiten a excluir «los casos
de fuerza mayor», precisión ésta que indica claramente que los daños
fortuitos quedan a cargo de la Administración titular del servicio o
actividad en cuyo marco se producen. Hay que afirmar con énfasis
que este supuesto de daño producido por actualización de un riesgo
creado por la Administración en su propio interés es, en realidad –
como ocurre de no muy diferente manera en las situaciones de
Derecho civil estricto, si atendemos a la jurisprudencia de la Sala 1.ª
del Tribunal Supremo–, el único caso de una responsabilidad
patrimonial de la Administración estrictamente objetiva. El afán de
alguna doctrina y de cierta jurisprudencia de resaltar el supuesto
carácter general objetivo de la responsabilidad de la Administración
supone un falseamiento de la institución resarcitoria y, en términos
estrictamente técnicos, imputarla daños producidos por verdaderos
casos de fuerza mayor que expresamente, como hemos visto, el
artículo 32.1 LSP declara ajenos a esa responsabilidad. El problema
544
se reduce en este punto a determinar qué debe entenderse por caso
fortuito y a deslindar su concepto del de fuerza mayor exonerante.
Pues bien, a los efectos de la doctrina del riesgo el caso fortuito se
define, justamente, por contraposición a la vis maior y se caracteriza
por dos notas esenciales, la indeterminación y la interioridad, cuyos
contrarios, la determinación irresistible y la exterioridad, singularizan
a aquélla. La indeterminación característica del caso fortuito supone
que la causa del accidente productor del daño es desconocida. Como
decía HAURIOU expresivamente, se trata de una «falta de servicio que
se ignora». El elemento esencial y el que da razón, incluso, del que
acabamos de indicar, es el de la interioridad del evento por relación a
la empresa o actividad en cuyo seno se presenta el daño; se trata, en
efecto, de un evento directamente conectado al objeto dañoso, a su
constitución, a su naturaleza íntima, al funcionamiento mismo de la
empresa o servicio que integra ese objeto. Estos dos elementos faltan,
por el contrario, en la fuerza mayor, que, como ya hemos notado, se
caracteriza por sus contrarios, identificándose con una causa extraña,
exterior por relación al objeto dañoso y a sus riesgos propios,
ordinariamente imprevisible en su producción y, en todo caso,
absolutamente irresistible, aun en el supuesto de que hubiera podido
ser prevista (cui humana infirmitas resistere non potest). «Aquellos
hechos –dice la S. de 23 de mayo de 1986– que, aun siendo
previsibles, sean, sin embargo, inevitables, insuperables e
irresistibles, siempre que la causa que los motive sea extraña e
independiente a la voluntad del sujeto obligado».
La distinción ha sido plenamente asumida por la doctrina
jurisprudencial y del Consejo de Estado, que la manejan con
seguridad. Así, por ejemplo, el Dictamen de 19 de mayo de 1970
acepta una reclamación formulada por el propietario de un vehículo
que resultó dañado por un desprendimiento de roca cuando circulaba
por una carretera por estimar que se trataba «de un hecho
perfectamente previsible, aunque su acaecimiento no sea reiterado ni
frecuente», y evitable, si no hubiera mediado «la omisión de las
medidas precautorias adecuadas», lo cual, a juicio del Alto Cuerpo
consultivo, «excluye... la calificación de fuerza mayor, por otra parte
reservada, en la doctrina y en la jurisprudencia, para los
acaecimientos realmente insólitos y extraños al campo normal de las
previsiones típicas de cada actividad o servicio, según su propia
545
naturaleza». O bien como dice la Sentencia de 15 de febrero de 1968
y reitera la de 23 de octubre de 1969 (esta última relativa a una
reclamación de los daños producidos en un comercio al taponarse la
cañería de desagüe de servicio público), fuerza mayor cuya aplicación
al supuesto niega, es «aquel suceso que está fuera del círculo de
actuación del obligado, que no hubiera podido preverse o que previsto
fuera inevitable, que haya causado un daño material y directo que
exceda visiblemente los accidentes propios del curso normal de la
vida por la importancia y trascendencia de su manifestación». En la
misma línea se sitúa la Sentencia de 11 de diciembre de 1974 (daños
producidos en unos comercios de Bilbao al reventar la tubería general
de agua), que, con base en los informes técnicos obrantes en autos,
atribuye los daños a caso fortuito, entendido como «evento, interno,
intrínseco, inscrito en el funcionamiento de los servicios públicos,
producido por la misma naturaleza, por la misma consistencia de sus
elementos, con causa desconocida». Este tipo de condenas es ya
habitual y aproblemático: vid. Sentencias de 23 de mayo y 11 de
noviembre de 1986, 30 de septiembre de 1988, 28 de febrero y 10 de
octubre de 1998, 31 de mayo de 1999.
Es, pues, esta idea del caso fortuito así definida –y no el equívoco
postulado de la igualdad ante las cargas públicas en virtud del cual se
atribuirían al Estado, como contrarios al mismo, la generalidad de los
riesgos de la vida social, postulados que remiten a la Seguridad Social
y a otras prestaciones públicas, pero no a las acciones de
responsabilidad patrimonial– en cuanto evento interior de la empresa
administrativa, la que perfila y, al mismo tiempo, limita desde un
punto de vista rigurosamente técnico jurídico la extensión del
concepto del riesgo creado como causa de imputación de daños a la
Administración, atribuyendo a ésta el deber de resarcir aquéllos que
sean consecuencia de accidentes producidos por o dentro de la
organización administrativa que no sean debidos a una causa extraña
a la misma (fuerza mayor), que, por lo demás, incumbe probar a la
Administración que la alega (Ss. de 2 de febrero de 1980, 4 de marzo
de 1981, 25 de junio de 1982, 6 de septiembre y 14 de diciembre de
1983, 25 de septiembre de 1984, 11 de abril y 15 de diciembre de
1986, 30 de marzo de 1988, 1 de julio de 1991, 20 de octubre de
1997, 31 de mayo de 1999, 31 de enero y 29 de junio de 2002, etc.).
La idea de riesgo justifica también la imputación a la Administración
546
de los daños producidos por una actuación personal de sus agentes,
realizada al margen del servicio, cuando la propia organización dada
a éste por la Administración por considerarla la más acorde con los
intereses públicos incorpora de suyo aquella idea (muerte causada por
un policía nacional que se encontraba de vacaciones con su arma
reglamentaria, que la organización del servicio le permite portar
incluso en esos casos: S. de 27 de mayo de 1987).
d) Imputación por enriquecimiento
El enriquecimiento sin causa a favor de la Administración es una
última modalidad de imputación que permite la fórmula consagrada
por los artículos 121 LEF y 32 LSP, dada la generalidad de sus
términos. Su justificación, abstracción hecha de cualesquiera otros
factores, radica en la localización de un beneficio en el patrimonio del
sujeto imputado (aquí la Administración), incluso bajo la forma
negativa de la eliminación de un perjuicio (damnum cessans), a
consecuencia del hecho mismo del daño acaecido a la víctima.
Algunos de los supuestos más notorios cuentan con una regulación
específica en nuestro ordenamiento; al margen del tema de las
requisas, que HAURIOU incluía bajo esta rúbrica y que ya hemos
analizado en el capítulo precedente, hay que citar el de la devolución
de ingresos indebidos –art. 221 LGT– el ejercicio por un vecino de
acciones judiciales en interés del municipio –art. 68.3 y 4 LRL–, etc.,
pero no es difícil imaginar otros (reembolso de los gastos realizados
por los particulares que ejerciten la acción pública que reconoce el
art. 109.1 de la Ley de Costas; gestiones realizadas por colaboradores
espontáneos de la Administración en casos de necesidad, etc.) en los
que debe aplicarse idéntico tratamiento a partir de un principio
general análogo al del Derecho Civil que obliga a la restitución del
enriquecimiento sin causa, principio que tiene plena cabida en la
fórmula del artículo 121 LEF. Así lo viene aceptando la
jurisprudencia en múltiples casos: véase, por ejemplo, la Sentencia de
la Audiencia Nacional de 2 de enero de 1980, a propósito del daño
producido a un contratista por la devaluación monetaria de 1977,
daño cuya reparación declara procedente al apreciar «un
enriquecimiento injusto para la Administración, que ha percibido
unos productos extranjeros a precio notablemente inferior al que regía
en el mercado cuando el suministro tuvo lugar, a precio por tanto no
justo»; en términos semejantes, las Sentencias de 11 de mayo y 6 de
547
junio de 1976, 6 de junio de 1977, 26 de marzo y 29 de octubre de
1980, 11, 13 y 14 de abril y 25 de junio de 1981, 8 de marzo de 1982,
etc., en relación a servicios u obras realizadas sin contrato o en virtud
de contrato no formalizado o inválido («cualquiera que sean los
defectos que puedan acusarse por falta de formalización del convenio
–dice la primera de ellas–, debe procederse al pago, pues el
enriquecimiento sin causa, a costa del otro, no está admitido en
nuestro ordenamiento jurídico»). Al margen de esa jurisprudencia
establecida, otro caso específico de este título de imputación, S. de 12
de febrero de 2000.
5. LA RELACIÓN DE LA CAUSALIDAD
A. El problema de la causalidad en la producción del daño.
Equivalencia de condiciones, causalidad adecuada, apreciación
pragmática
La existencia de una relación de causa a efecto entre el hecho que se
imputa a la Administración y el daño producido es, lógicamente, una
condición indispensable para que pueda atribuirse a aquélla el deber
de resarcir dicho daño. Es, pues, necesario en este momento analizar
el problema de la relación de causalidad, es decir, precisar los
criterios en base a los cuales pueda afirmarse que una determinada
actividad (en nuestro caso la actividad administrativa a la que se
refiere la fórmula legal «funcionamiento normal o anormal de los
servicios públicos») es la causa de la lesión patrimonial.
El problema está erizado de dificultades, especialmente en aquellos
supuestos en que la responsabilidad se configura técnicamente al
margen de la noción de culpa, pues en ellos, como el mecanismo de la
imputación se simplifica al hacerse descansar sobre la mera
titularidad de la empresa, servicio o actividad, o en la idea del riesgo
creado, surge para los jueces, que se ven privados de la posibilidad de
apoyarse en la conducta del demandado para desestimar las acciones
que se consideran inoportunas, la tentación de negar –como ha
observado MAZEAUD– la existencia de un vínculo causal entre el
hecho del demandado y el daño sufrido por el reclamante.
548
Al margen de esto, que es bien visible, por cierto, en la trayectoria
seguida por nuestra jurisprudencia contencioso-administrativa desde
la promulgación de la LEF(LEGUINA lo ha destacado con acierto y
nosotros mismos tendremos ocasión de comprobarlo más adelante),
hay que reconocer que las dificultades nacen con el propio concepto
de relación causal, que se resiste a ser definido apriorísticamente con
carácter general, supuesto que cualquier acaecimiento lesivo se
presenta normalmente no ya como el efecto de una sola causa, sino
más bien como el resultado de un complejo de hechos y condiciones,
agrupados en una o varias series, que, a su vez, pueden ser autónomas
entre sí o dependientes unas de otras, dotados en su individualidad, en
mayor o menor medida, de un cierto poder causal.
Una consideración abstracta del problema así planteado podría llevar
a responder que cualquiera de estos hechos o condiciones, en la
medida en que todos ellos contribuyen a producir el resultado final
(ya que si faltara uno sólo de ellos no se produciría, al menos de la
misma manera; si el armero no vende al asesino la pistola que éste
utilizó para cometer su crimen, éste no se hubiera producido, según el
ejemplo clásico), deben ser calificados como causas. Así lo entiende
la teoría de la equivalencia de las condiciones, que cuenta con
especial raigambre en el campo del Derecho Penal. Es obvio, sin
embargo, que una aplicación rígida de esta tesis conduciría muchas
veces a resultados difíciles de aceptar en términos de justicia.
Por ello se suele afirmar que para que un hecho merezca ser
considerado como causa del daño es preciso que sea en sí mismo
idóneo para producirlo según la experiencia común, es decir, que
tenga una especial aptitud para producir el efecto lesivo. Sólo en estos
casos (causalidad adecuada) puede decirse, con rigor, que la
actividad tomada en consideración constituye la causa eficiente, la
causa próxima del daño (in iure non remota causa, sed proxima
spectatur), la causa verdadera del mismo.
La cuestión, sin embargo, no es tan fácil de resolver como parecen
indicar estas primeras aproximaciones al problema y ello porque,
como luego tendremos ocasión de comprobar, a esta dificultad inicial
del concepto mismo de causa, que podría resolverse optando por la
segunda de las explicaciones expuestas, se suman otras dificultades
adicionales que complican extraordinariamente la elección. No es
549
posible olvidar, en efecto, que a la producción de un resultado lesivo
determinado pueden contribuir varias causas, referibles a personas,
empresas o actividades diferentes. En tales supuestos (coautoría,
concurrencia de culpa de la víctima, incluso) al Juez se le plantea un
problema difícil de resolver, puesto que deslindar el poder causal de
cada hecho y asignar a cada causa una parte del daño y a cada agente
una parte de la indemnización correspondiente es algo siempre difícil,
que en ocasiones resulta, incluso, prácticamente imposible,
especialmente cuando entran en juego problemas de competencia
jurisdiccional. El Juez requerido para decidir tiene ante sí a un
demandante que, en cuanto víctima del daño causado, tiene derecho a
una completa reparación, que no sería justo negar ni demorar cuando
es claro que el sujeto concretamente demandado ha contribuido con
su conducta (sin perjuicio de que otros lo hayan hecho) a producir ese
daño. El principio de garantía de la víctima, en función del cual se
orienta toda la institución de la responsabilidad patrimonial,
contribuye muchas veces a forzar el planteamiento puramente teórico
del problema de la causa, obligando al Juez a prescindir del concepto
de causa adecuada (en principio, más razonable) para fundar su
decisión en la tesis de equivalencia de las condiciones (cuya
consagración con carácter general sabe perfectamente que sería
peligrosa).
No es de extrañar por ello, habida cuenta de que sobre la noción de
nexo causal se hacen gravitar problemas diferentes al de la causalidad
misma del daño, que la jurisprudencia (española y extranjera)
renuncie a todo intento de categorización y se limite a resolver caso
por caso, en función de las concretas circunstancias de cada uno de
ellos, utilizando expresiones de valor no muy preciso y dotadas por
ello de flexibilidad suficiente.
La jurisprudencia francesa constituye un ejemplo muy claro de esta
actitud pragmática a la que acabamos de hacer referencia. En efecto,
es habitual en ella afirmar que la relación entre el hecho y el daño
debe ser siempre directa para que pueda surgir el deber de
resarcimiento. Sin embargo, a la hora de interpretar esta exigencia su
flexibilidad es notable. Así, por ejemplo, el Conseil d’État ha
declarado la responsabilidad de un municipio por los daños sufridos
por las víctimas de un accidente de autocar sobre la base de la
negligencia de las autoridades municipales al permitir que el
550
transportista pusiera en circulación un vehículo sin estar asegurado de
acuerdo con los reglamentos aplicables (arrêt ville de Dôle de 1942).
Del mismo modo, ha estimado que la Administración, que por su
negligencia se ha dejado sustraer un vehículo de su propiedad, está
obligada a reparar los daños causados a terceros por el vehículo
robado (arrêts Espinosa et Vazquez 1948, Seiller 1932, etc.). En estos
casos el Consejo de Estado francés hace aplicación de la teoría de la
equivalencia de las condiciones, que en otros supuestos rechaza, sin
embargo, aunque en todos ellos eluda cualquier referencia explícita al
criterio utilizado, limitándose a afirmar o negar, en función de las
circunstancias concretas, el carácter directo de la relación entre el
hecho y el daño.
Esta exigencia, en la práctica polivalente, como acabamos de ver, de
una relación de causalidad directa se extrae en Francia de lo
dispuesto en el artículo 1.151 del Code civil, según el cual el
contratante incumplidor sólo responde de aquellos daños que sean
una consecuencia inmediata y directa del incumplimiento del
contrato. La fórmula de nuestro Código Civil es diferente, sin
embargo, como ha observado COSSÍO, ya que su artículo 1.107 refiere
el deber de reparación a los daños y perjuicios «que sean
consecuencia necesaria del incumplimiento», lo que ha permitido
afirmar a la jurisprudencia civil que para que la responsabilidad surja
es suficiente que el daño se deba a «actos directos o mediatos» del
agente (Ss. de 14 de junio de 1956, 3 de junio de 1957, 6 de febrero
de 1958, 5 de abril de 1960, etc.), «sin que la Ley exija que aquélla
(la relación de causalidad) sea directa, sino que basta que sea
necesaria» (S. de 20 de abril de 1951).
La jurisprudencia ha optado resueltamente en la imputación a la
Administración por el criterio de la «causalidad adecuada»,
precisando que «es necesario, además de que resulte normalmente
idónea... teniendo en consideración todas las circunstancias del caso...
quedando excluidos tanto los indiferentes como los inadecuados o
inidóneos y los absolutamente extraordinarios determinantes de
fuerza mayor» (Ss. de 5 de junio y 26 de septiembre de 1998).
En esta misma línea se sitúa la Sentencia de 1 de diciembre de 2009,
que distingue entre la causa del accidente (la velocidad del motorista)
y la causa del daño (el choque del motorista con la bionda o
551
quitamiedos metálico, que fue lo que causó la pérdida de la pierna),
que considera indemnizable.
B. La incidencia de causa extraña, culpa de la víctima y hecho de un
tercero. El concurso de causas y su tratamiento
Se apunta así claramente a lo que, dado el principio de la garantía de
la víctima que inspira y da sentido a toda la institución, debe ser la
solución del problema de la causalidad: la exclusión de aquellos
hechos que, con toda evidencia, no hayan tenido ningún poder
determinante en la producción del daño final (LEGUINA),
planteamiento de carácter negativo que remite al análisis del
problema de la causa extraña, es decir, al de aquellos supuestos en
que el nexo de causalidad queda roto al interferirse una situación de
fuerza mayor, el hecho de un tercero o, incluso, la propia conducta de
la víctima.
El primero de estos supuestos –la fuerza mayor–, en la medida en que
el daño resulta de un acontecimiento, previsto e imprevisto, pero en
todo caso irresistible y ajeno al ámbito dominado por o a la
disposición del demandado, en cuanto exterior a su propia
organización o esfera de actividad, excluye a radice, una vez probada
su existencia por aquél (S. de 12 de diciembre de 2003), el deber de
reparar dicho daño, tal y como expresamente establecen los artículos
106.1 de la Constitución, 121 LEF, 32 y 34.1 LSP. Nos remitimos a
lo observado más atrás a propósito de la imputación por riesgo y a la
diferencia básica entre fuerza mayor y caso fortuito.
Los dos supuestos restantes –la falta de la víctima y el hecho de un
tercero– son, en cambio, más problemáticos. Nuestra jurisprudencia
contencioso-administrativa, que, como ya hemos visto, se resistió
inicialmente durante años, utilizando los medios más diversos, a
aceptar todas las consecuencias que se desprenden de la amplitud de
la cláusula general de responsabilidad que introdujo en nuestro
ordenamiento jurídico el artículo 121 LEF, comenzó afirmando con
carácter general que para que la Administración pueda ser declarada
responsable es preciso que entre el funcionamiento del servicio
público y el daño producido exista, y se pruebe por el reclamante («la
552
carga de la prueba respecto al hecho, situación o funcionamiento del
servicio público, así como del nexo causal entre los mismos y la
lesión ha de correr a cargo de la parte actora, como consecuencia de
lo establecido en el art. 1.214 del Código Civil»: S. de 28 de enero de
1972), una relación no sólo directa, sino también exclusiva, en base a
lo cual rechazaba sistemáticamente las demandas de resarcimiento
desde el momento en que apreciaba la interferencia en el proceso
causal de la conducta de la víctima o de una tercera persona, aunque
con ellas concurriera a la producción del daño la actividad de la
propia Administración demandada.
Así, por ejemplo, la Sentencia de 10 de marzo de 1969, que desestima
la reclamación formulada por un particular a consecuencia de los
daños producidos en los bienes que le fueron embargados en vía de
apremio para atender al pago de una liquidación que le fue girada por
el Ayuntamiento y cuya ilegalidad fue declarada en vía económico-
administrativa con posterioridad al embargo, por considerar que tanto
éste como los daños que de él se derivaron pudieron haber sido
evitados por el reclamante mediante la oportuna consignación del
importe de la liquidación.
Los pronunciamientos de este tipo son constantes en esta primera
época y se formulan en términos categóricos: Sentencias de 23 de
enero de 1970 («no ha quedado probada esa relación de causalidad
inmediata y exclusiva, sin intervención extraña»), 25 de mayo de
1970 («las decisiones administrativas no hubieran podido surtir el
efecto invocado sin el concurso y la participación de la libre y activa
voluntad de los particulares», lo que excluye la procedencia de la
indemnización), 23 de enero de 1972 (que exige expresamente una
«relación directa, inmediata y exclusiva de causa a efecto y con
ausencia de fuerza mayor, a lo que cabe añadir que el nexo causal
expuesto no ha de sufrir intervención extraña en la que haya podido
cooperar el propio lesionado», etc.
Sin embargo, aunque ésta fue en un primer momento la tesis que
prevaleció en nuestro Derecho vivido, siempre hubo sentencias del
Tribunal Supremo y dictámenes del Consejo de Estado que adoptaron
una postura más abierta, que es la que finalmente se terminó
imponiendo. Así, el Consejo de Estado, aunque, en general, se ha
mantenido en una línea muy similar (Dictamen de 14 de julio de
553
1966: la responsabilidad «sólo puede nacer cuando el daño alegado y
probado por el interesado resulte directamente de su actividad –de la
Administración–, sin que la conexión entre ésta y su resultado sea
interrumpida por elementos ajenos al comportamiento
administrativo»; en este caso concreto, la jubilación forzosa por edad
del reclamante, que le impidió beneficiarse de una sentencia anterior
que, estimando su recurso anuló la Orden por la que se había provisto
ilegalmente la vacante a la que aquél aspiraba), se ha mostrado en
ocasiones propicio a una rectificación para alinearse con la tesis,
indudablemente más correcta, que viene sosteniendo con naturalidad
la jurisprudencia civil.
Es significativo en este sentido el Dictamen de 20 de octubre de 1960,
en el que, si bien se rechaza la petición de indemnización formulada
por una compañía naviera por los daños sufridos a consecuencia del
bloqueo de fondos decretado por el Gobierno argentino, al estar
acreditado en el expediente mediante declaración de un Ministro de
dicho Gobierno que la medida adoptada por éste no tenía otra razón
de ser que las difíciles circunstancias financieras en que entonces se
encontraba la Argentina, se admite sin reservas que la indemnización
pedida hubiese resultado procedente, a pesar de que la causa
inmediata y directa del daño fuera el bloqueo y devaluación del peso
decretado por el Gobierno de aquella República, si esas medidas
«hubiesen sido, en cierto modo, motivadas por determinados actos o
medidas acordadas por el Gobierno español».
Más explícito es el Dictamen de 1 de julio de 1971, que tras constatar
que «el error originario del daño procede inicialmente de una
defectuosa información del propio interesado, quien, al solicitar
autorización para ocupar determinada zona de dominio público,
acompañó a su instancia un plano basado en datos equivocados», no
duda en afirmar que este «error no puede en manera alguna exonerar
a los servicios de la Administración de su deber de comprobar
puntualmente la exactitud de los mismos», ni eximirla de su
responsabilidad «derivada del funcionamiento anormal de los
servicios, que ha ocasionado un quebranto patrimonial al reclamante
y que no puede disculparse íntegramente por el hecho de que la
decisión administrativa operase sobre datos equivocados facilitados
por el administrado», para terminar concluyendo que «la concurrencia
de culpas ha sido ampliamente aceptada por la jurisprudencia civil
554
como circunstancia determinante no de una exoneración total de la
responsabilidad, pero sí de una prudente moderación de la misma en
los supuestos de responsabilidad extracontractual (entre otras, en las
Ss. de 15 de noviembre de 1967, 29 de enero de 1969 y 8 de octubre
de 1969) y la misma doctrina es aplicable a los supuestos de
responsabilidad de la Administración, dada la similitud de
planteamientos y requisitos legales que entre una y otra existen».
Otro tanto ocurre con la jurisprudencia. Así, por ejemplo, la Sentencia
de 8 de marzo de 1967, que resuelve un supuesto en el que la causa
directa del daño era indudablemente «la falta de coordinación de los
servicios municipales» (que certificaron, primero, la idoneidad de
unos terrenos para construir en ellos bloques de viviendas y que, más
tarde, cuando el reclamante los había comprado fiado en aquella
certificación municipal, denegaron la licencia de construcción al
descubrir que el solar era inedificable según el Plan de Ordenación),
si bien a la producción del resultado lesivo había coadyuvado la
situación el propio reclamante que hizo fracasar la permuta de los
terrenos en cuestión con un solar del Ayuntamiento, con la que éste
quiso compensarle de los perjuicios que su irregular actuación le
había ocasionado. Sobre estos datos, la sentencia citada concluye:
«que puestos a sentar las bases que han de servir de pauta para la fijación
del quantum indemnizatorio, de los daños y perjuicios sufridos por el
recurrente como consecuencia de la actuación irregular de los servicios
municipales en la ocasión de autos, que es lo que motiva la declaración
de responsabilidad formulada por la Sala en anteriores considerandos e
imputadas al Ayuntamiento de esta capital, no sería lógico, ni justo, que
la totalidad de los perjuicios sufridos por el actor por la no construcción
de las edificaciones proyectadas fueran sufragadas por esta Corporación,
ya que la misma, en su momento, mostró su predisposición a repararlos
en cierta forma, mediante la permuta de terrenos tantas veces aludida, y,
puesto que, como queda expuesto, si al final ésta no se efectuó, fue
principalmente por las dificultades económicas y situación del
recurrente, lo cual ciertamente se interfiere en la relación de causalidad,
entre los actos generadores de la responsabilidad municipal y los efectos
últimos que ello ha producido en el patrimonio del señor M;
interferencia que no debe llegar al extremo de neutralizar del todo
aquella responsabilidad contraída por este Ayuntamiento, pero sí a
atemperarla, de forma que la misma, en su concreción práctica, responda
al conjunto de circunstancias concurrentes».
555
Esta línea interpretativa vino a reforzarse luego con las Sentencias de
25 de enero y 5 de noviembre de 1974.
La primera de ellas declara responsable a la Administración del
Estado de los perjuicios producidos por la demolición de un hotel en
construcción acordada por el Ministerio del Aire, por estimar que, si
bien el Ayuntamiento de San José había actuado negligentemente al
otorgar la licencia sin remitir previamente el proyecto a dicho
Ministerio, dada la proximidad del aeropuerto de Ibiza, también este
Departamento había incurrido en negligencia, al haber demorado en
exceso la aclaración de que el hotel proyectado infringía las alturas
máximas permisibles para el uso de las instalaciones auxiliares de la
navegación área y la consiguiente orden de demolición, «pues
imponiendo o suspendiendo en fase más temprana la construcción –a
la que faltaba un piso al paralizarse– no hubiera dado lugar a la
situación producida... de todo lo cual se siguieron daños que debieron
ser evitados, no ya en cuanto al interés público de la seguridad y del
pleno uso del aeropuerto, sino respecto de los intereses privados a los
que su vicio de origen no les imponía, por falta del obligado celo
administrativo, sufrir los perjuicios derivados de la prosecución de las
obras no ocultables, sino perceptibles».
En la misma dirección se mueve la Sentencia de 31 de enero de 1996,
que estimó la reclamación instada por las víctimas del atentado
terrorista de Hipercor de Barcelona por estimar que se produjo «una
cierta pasividad o por mejor decir conducta omisiva de las fuerzas de
seguridad... en cuanto la Policía no consideró conveniente o factible
la evacuación del edificio, ni se impidió la entrada de vehículos en el
aparcamiento ni, en fin, acudió el servicio de detección de
explosivos» y, por lo tanto, una «cierta relación de causalidad entre la
constatada conducta omisiva por no adoptarse las debidas
precauciones (que pudieron, en su caso, aminorar los efectos nocivos)
y el dramático desenlace». En términos semejantes se pronuncian la
Sentencia de 13 de junio de 1995 (asesinato en un centro
penitenciario de un interno que había solicitado reiteradamente su
traslado a otra prisión e indicado, incluso, el nombre del preso que
posteriormente le causaría la muerte) y la de 28 de febrero de 1998 (la
conducta negligente del propietario de la finca desde la que se
precipitó sobre la calzada la piedra con la que colisionó el autobús no
excluye la responsabilidad de la Administración, que tuvo tiempo, al
556
menos, de «señalizarlo debidamente para que los conductores
quedasen advertidos»). La Sentencia de 24 de mayo de 2018
distingue, a propósito de una reclamación formulada a consecuencia
del suicidio de un recluso, que la culpa es exclusiva (de la víctima)
rompe el nexo causal, pero no así cuando la culpa es concurrente.
Esa misma doctrina se afirma también con toda seguridad y apenas
sin problema en los casos, en que, aun existiendo en el origen una
actuación culposa o, incluso, delictiva de la propia víctima, la
actuación de la Administración en corrección o represión de la misma
resulta claramente desproporcionada. Así, por ejemplo, las Sentencias
de 18 de enero de 1982 –la víctima se limitó a huir sin dar muestras
de agresividad o resistencia frente a la fuerza pública–, 1 de febrero
de 1985 –la víctima, que viajaba en un coche robado, se saltó el
control de la policía, que disparó sobre ella causándole la muerte–, 30
de diciembre de 1985 –«la mera ilicitud de su participación (de la
víctima) no sería bastante para romper el repetido nexo causal»–, 28
de enero de 1986 –muerte del conductor de una furgoneta que se saltó
el control de la policía–, 29 de abril de 1986 –muerte de un detenido
que huyó de la policía–, 17 de mayo de 1994, 2 de marzo de 1995 –
pérdida de un ojo por un trabajador en el curso de un enfrentamiento
con la Guardia Civil–, etc. (en contra, sin embargo, la S. de 14 de
junio de 1989, producida en un supuesto semejante a los anteriores:
lesiones graves causadas por la policía a un participante en una
manifestación ilegal; en el mismo sentido la S. de 22 de abril de
1994).
Las Sentencias de 21 de abril de 1998 y 9 de febrero de 2004 resumen
muy bien el estado actual de la cuestión en este punto. Es también
muy expresiva en este mismo sentido la Sentencia de 1 de diciembre
de 2009, que distingue, como ya notamos, entre la causa del accidente
y la causa del daño y prescinde de aquélla para declarar la
procedencia de indemnizar éste.
Las razones en que se apoyan las decisiones que acaban de citarse
ilustran con bastante claridad cuáles son los términos concretos en
que debe plantearse el problema de la interferencia en el proceso
causal de la falta de la propia víctima o del hecho de un tercero.
Parece obvio, por lo pronto, que ni aquélla ni ésta son capaces por sí
mismas de eliminar en su totalidad la influencia que en la producción
557
del daño final haya podido tener la actuación de la Administración,
una vez probado que esta última ha tenido alguna, efectivamente. A
lo sumo, lo más que puede producirse en estos casos es un concurso
de causas, dotadas cada una de ellas de una determinada
potencialidad dañosa, que justifica, en principio, el reparto en la
proporción correspondiente de la deuda en que se traduce el deber de
resarcimiento.
Este reparto es menos problemático en el caso de que la concurrencia
se produzca entre la actuación administrativa y la falta de la víctima,
ya que en esta hipótesis todo se reduce a un problema de prueba, es
decir, a la aportación de datos de hecho que permitan ejercer al
juzgador la facultad de moderar la deuda indemnizatoria que le
reconoce el artículo 1.103 CC («la responsabilidad que proceda de
negligencia... podrá moderarse por los Tribunales según los casos»),
restando del importe total de los perjuicios producidos aquéllos que,
en función de las circunstancias acreditadas en autos, pueda pensarse
razonablemente que hubieran llegado a producirse igualmente aun en
el caso de que la actuación administrativa no hubiera existido. Ésta es
la solución consagrada por la sentencia, antes citada, de 8 de marzo
de 1967, según la cual el propietario a quien el Ayuntamiento negó la
licencia para edificar en los terrenos que, antes de formalizar su
adquisición, la propia Corporación había declarado, a instancia del
mismo, aptos para tal fin, tiene derecho a que el Ayuntamiento le
indemnice «de los gastos realizados con motivo de la confección del
proyecto de estas viviendas y gestiones practicadas con relación al
mismo» y «de la desvalorización del solar en función de la diferencia
entre el valor comercial en la fecha del acto recurrido, teniendo en
cuenta la prohibición de edificar en él, y la que tendría de no
concurrir esta circunstancia impeditiva» (en el mismo sentido –
moderación, pero no exclusión, de la indemnización en estos casos–
vid. las Sentencias de 27 de noviembre de 1993, 17 de mayo y 19 de
noviembre de 1994, 25 de febrero y 11 de julio de 1995, 5 de febrero,
15 de junio de 2007 y 3 de junio de 2008). En último extremo y en el
caso de que no existen datos bastantes que permitan una distribución
precisa de la carga indemnizatoria, la solución puede ser la que señala
el Dictamen del Consejo de Estado de 1 de julio de 1971, de acuerdo
con el cual «en defecto de mejor criterio, puede adoptarse el de
repartir por mitad la cuantía de los daños entre la Administración y el
reclamante». En parecidos términos la Sentencia de 2 de diciembre de
558
2019.
La cuestión es más difícil de resolver, sin embargo, cuando el
resultado dañoso es producto de la concurrencia de la conducta de la
Administración y del hecho de un tercero, y ello porque, a las
dificultades intrínsecas del reparto de la deuda indemnizatoria, venían
a unirse tradicionalmente las de orden procesal, que, en caso de
repartirse dicha deuda, obligaban a la víctima a seguir varios procesos
ante órdenes jurisdiccionales diferentes para llegar a obtener una
reparación integral del daño o, incluso, podían impedir esa reparación
integral de ser inaccesible para el perjudicado, por razones de fondo o
de forma, alguna de las instancias llamadas a pronunciarse sobre
ciertas porciones de la deuda.
La nueva redacción dada al artículo 9.4 LOPJ por la Ley Orgánica
6/1998, de 13 de julio, ha puesto fin a estas dificultades procesales al
atribuir a la jurisdicción contencioso-administrativa el conocimiento
de «las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de
las Administraciones Públicas y del personal a su servicio, cualquiera
que sea la naturaleza de la actividad o el tipo de relación de que se
derive», a lo que añade que «si a la producción del daño hubieran
concurrido sujetos privados, el demandante deducirá también frente a
ellos su pretensión ante este orden jurisdiccional».
La concurrencia del hecho de un tercero en el proceso de causación
del resultado lesivo plantea, también un segundo problema que
excede, igualmente, del ámbito propio de la relación de causalidad y
cuya solución debe encontrarse por otros caminos. De lo que se trata,
en efecto, en tales casos es de decidir, supuesta la existencia de varios
sujetos parcialmente responsables y la dificultad o imposibilidad de
repartir entre ellos la indemnización que es preciso otorgar a la
víctima para reparar en su integridad el daño por ella sufrido, si cada
uno de dichos sujetos ha de responder solamente por la parte del daño
que sea atribuible a la causa puesta por él, o, si, por el contrario, es
posible exigir de cualquiera de ellos la totalidad de la indemnización,
sin perjuicio de reconocer el derecho del sujeto condenado a repetir
contra los demás coautores. Los argumentos que con toda claridad
maneja la citada Sentencia de 5 de noviembre de 1974 justifican
sobradamente la elección de la última de dichas soluciones, que
implica la aceptación de la existencia de un vínculo de solidaridad
559
entre los coautores como único medio de dar satisfacción a las
exigencias propias del principio, básico en la materia, de la garantía
de la víctima, que, de otro modo, correría el riesgo de quedar burlado.
En esta dirección, que la Sentencia de 5 de noviembre de 1974
(acogida con reservas por un determinado sector de nuestra doctrina)
ha venido a introducir felizmente en nuestra jurisprudencia
contencioso-administrativa, se movía ya de antiguo la jurisprudencia
civil (Ss. de 24 de febrero de 1928 y 13 de marzo de 1929), cuyos
pronunciamientos posteriores (S. de 14 de febrero de 1964) no han
hecho sino ratificarla. El propio legislador español, como ha
subrayado COSSÍO, vino a prestarla su aval en algunas Leyes (art. 123
de la Ley de Navegación Aérea de 21 de julio de 1960: «en el caso de
colisión entre aeronaves, los empresarios de ellas serán
solidariamente responsables de los daños causados a terceros»; art. 52
de la Ley de Energía Nuclear de 29 de abril de 1964: «si la
responsabilidad del daño nuclear recae sobre varios explotadores,
éstos responderán solidariamente del daño acaecido, hasta el límite de
la cobertura que se señale»). Ésta es, en fin, la solución que sostiene
la doctrina más autorizada, extranjera (CHAPUS, MODERNE) y española
(LEGUINA), como la más conforme con el sentido último de la
institución, que es el elemento de interpretación que debe prevalecer
siempre en caso de duda.
Esta misma solución se impone en los supuestos en que el acto
administrativo del que resulta el daño es el fruto de un procedimiento
complejo en el que intervienen Administraciones Públicas de
diferente orden (por ejemplo: la aprobación de un plan urbanístico:
vid. Sentencia de 15 de noviembre de 1993; también la Sentencia de
11 de diciembre de 2002). El mismo tratamiento es aplicable, en la
relación Estado-Comunidades Autónomas, cuando a resultas del
complejo sistema constitucional de distribución de competencias
aquél conserva alguna competencia que pueda dar lugar al ejercicio
de los controles previstos en los artículos 153 y 155 de la
Constitución, como viene afirmando el Consejo de Estado y advirtió
ya con carácter general en su Memoria de 1983.
En esta misma línea se sitúa hoy el artículo 33.1 LSP, que consagra el
principio de solidaridad en el caso de «fórmulas conjuntas de
actuación entre varias Administraciones», aunque prevé la posibilidad
de que el instrumento regulador de esa actuación conjunta determine
560
de antemano la distribución de las responsabilidades de las distintas
Administraciones intervinientes. En los demás «supuestos de
concurrencia», añade el apartado 2 del precepto, la responsabilidad
«se fijará para cada Administración atendiendo a los criterios de
competencia, interés público tutelado e intensidad de la intervención»
y, de no ser posible esta determinación, se considerará solidaria. Estas
matizaciones, que responden, sin duda, a una preocupación lógica por
deslindar las responsabilidades respectivas de la Administración del
Estado y de las Comunidades Autónomas son, sin embargo,
difícilmente manejables en el plano jurídico, como el propio artículo
33.2 LSP viene a reconocer, razón por la cual es importante retener la
afirmación de la Sentencia de 23 de noviembre de 1999, que recuerda
con acierto que la regla de solidaridad encarna el principio de
indemnidad patrimonial que está en la base del sistema, por lo que la
aplicación de dicha regla se impone siempre que existan dudas acerca
de la atribución competencial.
6. LA COBERTURA POR LA ADMINISTRACIÓN DE LA
RESPONSABILIDAD DEL FUNCIONARIO. ACCIONES DE REGRESO
Hemos visto que la responsabilidad patrimonial de la Administración
se extiende a todos los posibles daños que sean consecuencia del
funcionamiento de sus propios servicios, aun en el caso de que la
irregularidad causante del daño fuera personalmente atribuible a un
funcionario o agente concreto a título de dolo o culpa (con la única
salvedad, como entonces notamos, de los actos puramente personales
del funcionario, en cuanto realizados «con desconexión total del
servicio»: Dictamen del Consejo de Estado de 11 de abril de 1962).
La imputación directa a la Administración de los daños causados por
sus agentes no se traduce, sin embargo, en una exoneración total de
estos. Así resultaba, por lo pronto, de lo dispuesto en el artículo 121.1
LEF, cuyos términos –«sin perjuicio de las responsabilidades que la
Administración pueda exigir de sus funcionarios con tal motivo»–
fueron luego precisados por los artículos 135 REF y 42 de la Ley de
Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957. Según
estos preceptos, el funcionario responde personalmente de los daños
por él causados siempre que medie dolo o culpa grave. En tales casos
561
el particular que ha sufrido el daño podía optar libremente por
dirigirse o contra la Administración titular del servicio o contra el
propio funcionario (art. 43 de la Ley citada), pues la responsabilidad
de aquélla y de éste se articulaban técnicamente, para mayor garantía
de la víctima, como solidarios (art. 135.3 REF: «en estos supuestos,
los particulares lesionados podrán exigir la responsabilidad
solidariamente de la Administración y de los funcionarios»). Si, como
era lo normal, la víctima optaba por dirigirse contra la Administración
(lo que resultaba más cómodo, supuesto que no era necesario probar
la existencia de culpa, y también, más seguro, ya que se evitaba el
riesgo inherente a la insolvencia del autor material del daño) y ésta se
veía obligada a indemnizar, los artículos 42 de la Ley de Régimen
Jurídico de 1957 y 135 REF la autorizaban para repetir contra el
agente culpable, previa la instrucción del oportuno expediente, «en el
que deberá darse audiencia a los interesados y aportarse cuantas
pruebas conduzcan a la ponderación de la responsabilidad del
funcionario».
A través de esta técnica quedaba de manifiesto con toda claridad el
sentido y la finalidad última del sistema: la garantía del ciudadano.
Para dotar a ésta de la mayor amplitud y eficacia la LEF y la ulterior
Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado
prescindieron del tradicional régimen de responsabilidad
administrativa subsidiaria cuando existía un autor material del daño
(era el sistema, hoy ya derogado, como sabemos, del art. 405 Ley de
Régimen Local de 1955, tomado del Derecho alemán) para afirmar,
en su lugar, la responsabilidad directa de la Administración en todo
caso, aunque articulando ésta de forma que no se convierta en una
injustificada protección del funcionario. La Administración, obligada
a indemnizar a la víctima si ésta se dirigía contra ella, no lo estaba, en
cambio, a soportar definitivamente sobre su patrimonio las
consecuencias de ese pago, en cuanto que éste procedía de un hecho
que tenía un autor personalmente responsable, contra el que la Ley la
facultaba para actuar, en vía de regreso, y exigirle de forma unilateral
y ejecutoria, sin perjuicio de los recursos procedentes, el reembolso
de la indemnización abonada.
La LPC de 1992, en su redacción inicial, mantuvo en lo esencial el
sistema descrito, pero eliminó la anterior posibilidad de opción al
establecer imperativamente en su artículo 145.1 que «para hacer
562
efectiva la responsabilidad patrimonial a que se refiere el capítulo I de
este Título los particulares exigirán directamente a la Administración
Pública correspondiente las indemnizaciones por daños y perjuicios
causados por las autoridades y personal a su servicio», impidiendo así
a la víctima dirigir su reclamación ab initio contra el agente causante
del daño, al que, a partir de la citada LPC, sólo la Administración a la
que pertenece, una vez que hubiera indemnizado al dañado, podía
exigir en vía de regreso, mediando dolo, culpa o negligencia grave, la
responsabilidad en que hubiere incurrido (a través del procedimiento
establecido por el art. 21 del Reglamento de la Ley de 1993). Esa
decisión ulterior de la Administración tenía, además, un evidente
carácter discrecional (art. 145.2, párrafo primero: «podrá exigir»), un
carácter que el párrafo segundo del propio artículo 145.2 vino a
subrayar, más que a limitar, al afirmar que «para la exigencia de dicha
responsabilidad se ponderarán, entre otros, los siguientes criterios: el
resultado dañoso producido, la existencia o no de intencionalidad, la
responsabilidad profesional del personal al servicio de las
Administraciones Públicas y su relación con la producción del
resultado dañoso».
Si las autoridades y funcionarios eran hasta 1992 prácticamente
irresponsables de facto, tras la LPC de 1992 pasaron a serlo de iure,
lo que resultaba notoriamente insano.
La reforma realizada en 1999 rectificó este planteamiento y obligó a
la Administración que se hubiere visto condenada a indemnizar a
exigir de oficio la responsabilidad en que hubieren incurrido sus
agentes por dolo, culpa o negligencia graves, previa instrucción del
correspondiente procedimiento administrativo. Así lo establece hoy el
artículo 36 LSP, según el cual cuando la Administración hubiese
tenido que indemnizar a los lesionados «exigirá de oficio» en vía
administrativa de sus autoridades y de su personal la responsabilidad
en que hubiesen podido incurrir por dolo, culpa o negligencia grave
previa instrucción del correspondiente procedimiento con arreglo a lo
dispuesto en la LPAC.
Para la exigencia de esa responsabilidad y, en su caso, para la
cuantificación de la misma se ponderarán –dice el artículo 36.2– el
resultado dañoso producido, el grado de culpabilidad, la
responsabilidad profesional del personal al servicio de las
563
Administraciones Públicas y su relación con la producción del
resultado dañoso.
El mismo procedimiento, añade el artículo 36.3, se instruirá a las
autoridades administrativas y al personal de las Administraciones
Públicas para exigirles la indemnización de los daños y perjuicios que
hubieran causado en los bienes o derechos de éstas cuando hubiera
causado dolo, culpa o negligencia graves.
La anterior impunidad ha sido de este modo totalmente eliminada.
V. EL PROBLEMA DE LA IMPUTACIÓN A LA
ADMINISTRACIÓN DE DAÑOS PRODUCIDOS «POR HECHO
DE LAS LEYES»
1. PLANTEAMIENTO GENERAL Y ANÁLISIS CRÍTICO DE LA
JURISPRUDENCIA
En el capítulo XIX de esta obra nos hemos referido ya a las
expropiaciones legislativas, esto es, a las privaciones singulares de
bienes o derechos instrumentadas ope legis mediante Leyes
singulares. Dijimos entonces que si una de estas Leyes excluyera la
indemnización que inexcusablemente exige el artículo 33.3 de la
Constitución sería inconstitucional y nula y subrayamos igualmente
que en el supuesto de que no existiera tal exclusión ni pudiera
interpretarse en este sentido el silencio del legislador habrían de
integrarse sus preceptos con lo dispuesto en la LEF, lo que permitiría
solicitar de la Administración la apertura del correspondiente
expediente dirigido a fijar el justiprecio llamado a compensar la
privación singular impuesta.
Esta posibilidad, que nos parece indiscutible, se ha desbordado un
tanto sorprendentemente en la jurisprudencia contencioso-
administrativa de estos últimos años que ha venido a admitir con una
liberalidad extrema la responsabilidad patrimonial del Estado
legislador por los daños que con toda evidencia resultan para
colectivos concretos de ciudadanos de las regulaciones contenidas en
564
las Leyes.
El problema se remonta a la reforma funcionarial llevada a cabo por
la Ley 30/1984, que redujo la edad de jubilación forzosa a los sesenta
y cinco años, medida que la LOPJ de 1985 aplicó poco después a los
Jueces y Magistrados. Con este motivo se produjo una amplia
actividad litigiosa en la que los afectados, invocando sus «derechos
adquiridos», reclamaron una indemnización compensatoria por la
reducción de éstos. El Tribunal Supremo planteó cuestión de
inconstitucionalidad por la presunta violación del artículo 33.3 de la
Constitución, que el Tribunal Constitucional desestimó en diversas
Sentencias (108/1986, 70/1998, 99/1987, 222/1992), aunque
añadiendo algo que está, sin duda, en el origen de la posterior actitud
del Tribunal Supremo: que esas reformas legales «en cuanto
originaron una frustración de expectativas y determinados perjuicios
económicos pueden merecer algún tipo de compensación». Al
resolver los recursos contencioso-administrativos en los que se
planteó la cuestión de inconstitucionalidad el Tribunal Supremo
proclamó con énfasis que Leyes perfectamente válidas pudieran dar
lugar a una responsabilidad del Estado en aplicación del principio de
la responsabilidad de los poderes públicos consagrado por el artículo
9.3 de la Constitución, aunque estas afirmaciones se quedaron en el
nivel de los obiter dicta porque los fallos se limitaron a acordar la
nulidad de las actuaciones para que las reclamaciones formuladas por
Jueces y Magistrados fueran resueltas no por el Consejo de Ministros,
sino por el Consejo General del Poder Judicial. Cuando lo fueron, en
sentido desestimatorio de nuevo, el asunto volvió al Tribunal
Supremo, cuya Sala 3.ª en Pleno dictó una Sentencia desestimatoria
de cualquier responsabilidad patrimonial, la Sentencia de 30 de
septiembre de 1992, que estableció el criterio luego seguido sin
excepción por todas las sentencias producidas a consecuencia de este
recorte legislativo de derechos funcionariales, aunque muchas de ellas
incorporaron votos particulares.
La semilla así sembrada terminó fructificando, sin embargo, en los
años posteriores que vieron aparecer un buen número de Sentencias
que declararon ya abiertamente, sin cuestionar la constitucionalidad
de las Leyes correspondientes, una responsabilidad que habría de
soportar la Administración por el contenido de las mismas. Así, las
Sentencias de 5 de marzo de 1993, 27 de junio de 1994 y 16 de
565
diciembre de 1997, las tres sobre los daños que habrían sufrido las
empresas pesqueras nada menos que por el Tratado de Adhesión de
España a las Comunidades Europeas, ratificado por Ley Orgánica de
2 de agosto de 1985. Dos Sentencias de 8 y 9 de octubre de 1999
confirmaron las dictadas por el Tribunal Superior de Justicia de
Canarias que habían declarado que la Ley canaria de 28 de julio de
1986 «debió establecer medidas correctoras transitorias que
garantizasen la equidad tributaria» al subir el impuesto autonómico de
carburantes. Otras dos Sentencias de 17 de febrero de 1997 y 30 de
junio de 1998 reconocieron igualmente el derecho a ser indemnizados
de los propietarios afectados por la inclusión de sus terrenos en el
ámbito de unas áreas naturales de interés especial declaradas tales por
una Ley del Parlamento balear, que fue considerada conforme a la
Constitución por la Sentencia constitucional 28/1997, de 13 de
febrero, aunque en unos términos que prácticamente invitaban a
estimar las reclamaciones de indemnización. Y, en fin, una larguísima
serie de Sentencias, que se inicia con las de 23 y 29 de febrero, 13 de
junio y 15 de julio de 2000 y excede del centenar, adoptaron una
posición resueltamente favorable a las demandas de devolución de la
cantidades pagadas por un recargo fiscal sobre las máquinas de juego
creado por una Ley que fue anulada por la Sentencia constitucional
173/1996, de 31 de octubre.
¿Tiene realmente fundamento esta jurisprudencia tan generosa? En
apoyo de la misma se ha invocado el artículo 9.3 de la Constitución
que incluye entre los principios que ésta garantiza el de «la
responsabilidad…de todos los poderes públicos», aunque parece, en
principio, que la responsabilidad aquí aludida más que a la
patrimonial, se refiere a la responsabilidad política que está desde sus
propios orígenes en la base del sistema democrático, que descansa,
ciertamente, en el principio de que todos y cada uno de los titulares de
cualquier poder público son fiduciarios del pueblo, que es el titular
real del poder público que actúa en la comunidad, a quien, por tanto,
aquellos deben «dar cuenta» de su ejercicio.
Tampoco el principio de protección de la confianza legítima
esgrimido por algunas Sentencias (las de 5 de marzo de 1993, 27 de
junio de 1994, 16 de diciembre de 1997 y 4 y 30 de junio de 2001)
puede servir con carácter general como fundamento de la
jurisprudencia que analizamos. Surgió en la jurisprudencia alemana,
566
que jamás se sirvió de él para declarar una responsabilidad del
Legislador, al que en absoluto puede oponerse porque carece de rango
constitucional. Una aplicación indiscriminada del mismo a las
modificaciones legislativas privaría al Poder Legislativo de una de
sus funciones más relevantes, la de adaptar el orden jurídico a la
imparable evolución social y nos haría regresar al más remoto
Antiguo Régimen, a una concepción arcaizante del Derecho como
alte, gute Recht., el viejo y buen Derecho que invalidaría el Derecho
nuevo y consagraría la «restauración» de las viejas situaciones como
la primera responsabilidad del Legislador.
El problema es complejo y no puede resolverse en bloque sin efectuar
las imprescindibles distinciones.
Las Leyes conformes con la Constitución no pueden comprometer la
responsabilidad del Estado por la sencilla, pero poderosísima razón de
que todos sin excepción tenemos el deber jurídico de soportar los
inconvenientes y perjuicios incluso que puedan derivar de ellas.
En el asunto Es Trenc-Salobrar de Campos, que suele ponerse como
ejemplo de responsabilidad generada por Leyes constitucionales,
tanto la Sentencia constitucional de 13 de febrero de 1997, que
consideró conforme a la Constitución la ley balear que declaró la
zona de interés especial e impidió, en consecuencia, la continuación
de las obras de urbanización de unos terrenos incluidos en la misma,
como la Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de febrero de 1998,
que reconoció la responsabilidad patrimonial del Estado sobre la base
del principio de protección de la confianza legítima y declaró el
derecho de los propietarios de los terrenos a ser indemnizados por los
perjuicios sufridos, incurrieron en un error de enfoque al olvidar que
en nuestro Derecho se considera expropiación toda privación singular
de la propiedad privada o de derechos o intereses patrimoniales
legítimos acordada imperativamente cualquiera que sea su forma y
contenido, incluida, por lo tanto, la simple ocupación temporal o la
mera cesación en el ejercicio de una actividad. Esto último fue lo que
ocurrió en este caso. La Ley balear impuso la cesación de la actividad
urbanizadora que legítimamente venían realizando los propietarios de
los terrenos y esto es materialmente una expropiación, que el
legislador no puede acordar, como hizo en este caso, sin prever al
mismo tiempo la imprescindible compensación, so pena de infringir
567
el artículo 33 de la Constitución. No se trataba, pues, de un caso de
responsabilidad del Estado legislador, sino, más bien, de una
expropiación legislativa, que, de interpretarse el silencio de la Ley
como excluyente de la compensación que el artículo 33 de la Norma
Fundamental reclama, hubiera tenido que declararse inconstitucional
y que, en caso contrario, hubiera debido dar lugar a la apertura de la
correspondiente pieza separada de justiprecio.
En el caso de Leyes declaradas inconstitucionales, en cambio, es
forzoso admitir la responsabilidad patrimonial del Estado. No es
convincente, sin embargo, el planteamiento de la jurisprudencia del
Tribunal Supremo en este caso y su empeño en configurar la
reclamación de responsabilidad como una vía enteramente autónoma,
lo que le ha llevado a pasar por encima incluso de la cosa juzgada. No
puede olvidarse, en efecto, que el artículo 161.1.a), in fine, de la
Norma Fundamental establece como regla general que la declaración
de inconstitucionalidad de una Ley afectará, desde luego, a la
jurisprudencia que la interpreta, «si bien la sentencia o sentencias
recaídas no perderán el valor de cosa juzgada». La regla admite,
ciertamente, algunas excepciones (así, en el caso de procesos penales
o contencioso-administrativos referentes a un procedimiento
sancionador: art. 40.1 LOTC), pero es obvio que no puede pasarse por
alto con carácter general.
En estos casos –a los que la Sentencia constitucional de 20 de febrero
de 1989 ha añadido el de los actos administrativos firmes apoyándose
en el principio de seguridad jurídica que consagra el artículo 9.3 de la
Constitución– hay, pues, una línea roja de rango constitucional que
sólo en casos muy excepcionales podría rebasarse, sin que quepa
oponer a ello la desigualdad que, al dejar al margen las situaciones
consolidadas por una Sentencia o un acto administrativo firme, habrá
de producirse porque se trata de una desigualdad constitucionalmente
asumida por respeto a otros principios fundamentales no menos
importantes.
La jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo es, pues, muy
discutible y no puede aceptarse en su integridad.
La novísima LSP ha pretendido poner coto a la jurisprudencia
criticada y admite la responsabilidad por las lesiones que resulten de
la aplicación de actos legislativos de naturaleza no expropiatoria que
568
los afectados por los mismos no tengan el deber jurídico de soportar
no sólo «cuando así se establezca en los propios actos legislativos y
en los términos que en ellos se especifican» (lo que ya admitía el
artículo 139.3 de la LPC de 1992), sino también «cuando los daños
deriven de la aplicación de una norma con rango de ley declarada
inconstitucional, siempre que –añade– concurran los requisitos del
apartado 4».
Este apartado 4 se refiere única y exclusivamente al supuesto de un
particular que hubiese impugnado sin éxito la actuación
administrativa que ocasionó el daño, «siempre que se hubiera alegado
la inconstitucionalidad posteriormente declarada» en el recurso en el
que se hubiese dictado la sentencia desestimatoria.
La nueva Ley limita, pues, la posibilidad de indemnización y, por lo
tanto, de excepción a la cosa juzgada a quienes hubieren adoptado
una actitud beligerante frente a la inconstitucionalidad finalmente
declarada, lo que, en principio, parece razonable. Puede ocurrir, no
obstante, que el perjuicio sea causado directamente por la Ley (o
Decreto-ley) sin mediación de acto alguno de aplicación, lo que haría
de imposible cumplimiento la exigencia legal. Así lo advierte la
Sentencia de 27 de octubre de 2020, dictada en el asunto del
almacenamiento subterráneo Castor.
Al referirse exclusivamente al caso de que se hubiese producido
sentencia desestimatoria, la nueva Ley olvida también todos los
demás casos en los que no hubiese recaído una sentencia firme
desestimatoria. Es obvio, desde luego, que si se hubiese producido
una sentencia, pero ésta no hubiese ganado firmeza, el
correspondiente recurso contra la misma que pudiese interponer el
particular afectado tendría que ser resuelto de conformidad con la
Sentencia declaratoria de la inconstitucionalidad, con estimación, por
lo tanto, de las pretensiones de resarcimiento que el recurrente
hubiese articulado y sin tener en cuenta, por supuesto, si éste
denunció o no la inconstitucionalidad en el curso de la instancia.
Quid en el caso de que el acto administrativo hubiese quedado firme?
La redacción del artículo 32.4 LSP parece excluirlo, ya que se refiere
únicamente a la «sentencia firme desestimatoria», pero, como ya
vimos, la Sentencia constitucional de 20 de febrero de 1989 consideró
equiparables ambos casos. Habrá, pues, que esperar a que se produzca
569
un pronunciamiento al respecto.
El cuadro resultante de todo ello es el siguiente:
– Las Leyes materialmente expropiatorias, que imponen una
privación singular de bienes o derechos concretos son
inconstitucionales si excluyen la indemnización correspondiente.
– Decidir si una Ley tiene un contenido expropiatorio o si, por el
contrario, es de «delimitación del derecho de propiedad» por razón de
su función social es algo que corresponde exclusivamente al Tribunal
Constitucional.
– Si una Ley meramente delimitadora es considerada válida por el
Tribunal Constitucional nadie podrá exigir en base a ella
indemnización alguna, a menos que la propia Ley haya previsto la
compensación y en los términos en que lo haya hecho. Ello es así
porque la institución de la responsabilidad patrimonial tiene una
función compensatoria, de reparación de los daños que una persona
no tiene el deber jurídico de soportar y, como es obvio, todos tenemos
el deber de soportar las Leyes constitucionalmente válidas. Esto es
exactamente lo que quiere decir y dice el artículo 32.3 LSP.
– En el caso de Leyes declaradas inconstitucionales la
responsabilidad patrimonial del Estado debe, en principio, admitirse,
salvo que se hubiera producido una sentencia firme desestimatoria, en
cuyo caso la indemnización sólo podrá otorgarse al recurrente que se
hubiese mostrado beligerante frente a la inconstitucionalidad de la
Ley en el curso del proceso.
2. EL CASO ESPECIAL DE LA RESPONSABILIDAD DERIVADA DE
LA INFRACCIÓN DEL DERECHO COMUNITARIO POR LAS LEYES
INTERNAS
Los Tratados de la Unión Europea no prevén el supuesto de la
responsabilidad generada por las Leyes internas que infringen normas
del ordenamiento europeo, que, como es sabido, gozan de primacía
frente a ellas. Esa responsabilidad ha sido admitida, sin embargo, por
la jurisprudencia del Tribunal de Justicia (Sentencias
570
Frankovich/Bonifaci de 19 de noviembre de 1991, Wagner Miret de
16 de diciembre de 1993, Brasserie du Pêcheur/Factortame de 5 de
marzo de 1996, Blázquez/El Corte Inglés de 7 de marzo de 1996,
British Telecomunications de 26 de marzo de 1996, Hedley Lomas de
23 de marzo de 1996, Dillenkofer de 8 de octubre de 1996, Deukavit
de 17 de octubre de 1996, Brinkmann de 24 de septiembre de 1998,
Dauske Llagterier de 24 de marzo de 2009, etc.), que reconoce el
derecho de los particulares afectados a ser indemnizados cuando se
cumplen tres requisitos: que la norma del Derecho de la Unión
violada tenga por objeto conferirles derechos, que dicha violación
esté suficientemente caracterizada y que exista una relación de
causalidad directa entre tal violación y el perjuicio sufrido.
El deber de reparación incumbe al Estado en el marco de su propio
Derecho nacional, que no puede exigir para estas reclamaciones
requisitos menos favorables que los que aplica a reclamaciones
semejantes de naturaleza interna, ni articularlos de forma que hagan
en la práctica imposible o excesivamente difícil obtener la
indemnización (Köbler de 30 de septiembre de 2003 y Test Claimants
in the Thin Cap Group Litigation de 13 de marzo de 2007). La
Sentencia de 26 de enero de 2010, dictada a propósito de una petición
de decisión prejudicial de nuestro Tribunal Supremo, ha declarado
que el Derecho de la Unión se opone a la regla del agotamiento
previo de las vías de recurso internas cuando se trata de una
reclamación basada en la infracción de ese Derecho cuando tal regla
no es de aplicación a las reclamaciones basadas en la infracción de la
Constitución por la misma Ley. La Sentencia de nuestro Tribunal
Supremo de 18 de enero de 2012 aplica ya esta doctrina.
El Consejo de Estado (Dictámenes de 25 de julio de 1996 y otros
aludidos en su Memoria de 2000) declaró aplicable también, como no
podía ser menos, este régimen especial de responsabilidad, al que la
novísima LSP da ahora acogida en su artículo 32.5, aplicando al caso
la misma solución que el propio precepto da a la responsabilidad
derivada de la aplicación de Leyes inconstitucionales.
También en este supuesto el derecho a obtener indemnización cuando
se haya producido una sentencia firme desestimatoria se limita a los
recurrentes que hubiesen denunciado en el curso del proceso la
infracción de la norma europea. El precepto citado exige además que
571
la norma tenga por objeto conferir derechos a los particulares, que se
trate de un incumplimiento suficientemente caracterizado y que exista
una relación de causalidad directa entre el incumplimiento de la
obligación impuesta a la Administración responsable por el Derecho
de la Unión Europea y el daño sufrido por los particulares. Dos
Sentencias de 18 de febrero de 2016 han estimado sendas
reclamaciones de responsabilidad por la aplicación del llamado
«céntimo sanitario» creado por la Ley 24/2001, de 27 de diciembre,
que la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 27
de febrero de 2014 juzgó contraria a la Directiva 92/12/CEE sobre
Impuestos Especiales por entender que se trataba de una infracción
suficientemente caracterizada, ya que «las autoridades españolas eran
conscientes o deberían haberlo sido (lo que significa que no puede ser
un error jurídico excusable) que dicho impuesto no se ajustaba a lo
dispuesto por el artículo 3.2» de la citada Directiva.
3. LA RESPONSABILIDAD EN CASO DE RUPTURA POR UNA LEY
DEL EQUILIBRIO FINANCIERO DE UN CONTRATO
ADMINISTRATIVO
En el capítulo XIII de esta obra hemos estudiado ya el deber que a la
Administración contratante incumbe de mantener en todo momento el
equilibrio financiero de los contratos administrativos y de
restablecerlo en los supuestos en que dicho equilibrio se vea alterado
sin culpa del contratista o concesionario. La incidencia de una Ley en
un contrato o una concesión en curso puede, en efecto, producir una
alteración de este tipo, lo que exigirá la liquidación de sus efectos
negativos en el seno de la propia relación jurídica. Opera aquí la
lógica del contrato, pura y simplemente, que exige ese reajuste; no es,
pues, un problema de responsabilidad del Legislador.
VI. LA EFECTIVIDAD DE LA REPARACIÓN
1. PRINCIPIOS GENERALES
572
Los artículos 121 LEF y 40 y siguientes de la Ley de Régimen
Jurídico de la Administración del Estado de 1957 no preveían otra
forma de reparación que la indemnización en metálico. Tampoco
precisaban los criterios en base a los cuales debía calcularse el
importe de dicha indemnización, ni limitaban las formas que ésta
podía adoptar. La LPC de 1992 introdujo en este punto
modificaciones importantes que ha hecho suyas la novísima LSP.
A. Reparación «in natura» e indemnización suplementaria
El artículo 34.4 LSP establece que «la indemnización procedente
podrá sustituirse por una compensación en especie o ser abonada
mediante pagos periódicos, cuando resulte más adecuado para lograr
la reparación debida y convenga al interés público, siempre que exista
acuerdo con el interesado».
La regla general sigue siendo, pues, la reparación en metálico y a
tanto alzado, aunque ahora se permiten expresamente otras
alternativas –pagos periódicos, compensación en especie–, antes no
previstas en la normativa aplicable. La opción por una u otra forma de
reparación no es, sin embargo, enteramente libre para la
Administración responsable, ya que estas nuevas formas alternativas
a las que la Ley da entrada sólo pueden ser legítimamente elegidas
cuando resulten más adecuadas y convengan al interés público. Su
aceptación, por lo demás, no es obligada en ningún caso para la
víctima, cuyo acuerdo es necesario en todo caso («siempre que exista
acuerdo con el interesado»).
La nueva Ley supone en este punto, sin embargo, un avance con
respecto a la normativa precedente en la medida en que facilita el
hallazgo de vías de compensación del daño más capaces de asegurar
la indemnidad de la víctima, que es la razón de ser de la cláusula
constitucional de responsabilidad.
Hay que decir, sin embargo, que ya antes de ella la posibilidad de
obtener una reparación in natura no estaba enteramente excluida.
Como ya notamos más atrás, la lesión patrimonial susceptible de
generar el deber de resarcimiento puede tener su origen tanto en un
573
hecho o actividad material de la Administración, como en un acto
administrativo formalmente tal. En este último caso, la acción de
resarcimiento podía canalizarse (aunque no era imprescindible, como
luego veremos; también «podrá deducirse en el plazo de un año, a
partir de la fecha en que la sentencia de anulación hubiere devenido
firme»: art. 136.2 LEF) a través de la impugnación misma del acto en
cuestión. Si así se hacía, la propia mecánica jurisdiccional abría la vía
para una reparación in natura del daño causado, supuesto que el
demandante podía pretender (art. 42 de la Ley Jurisdiccional de 1956
y art. 31 de la vigente LJ), y el Tribunal adoptar [arts. 84. b) y 71.1.
d), respectivamente, de las Leyes citadas] «cuantas medidas sean
necesarias para el pleno restablecimiento» de la situación jurídica
individualizada en que se encontraba aquél en el momento en que se
dictó el acto recurrido productor de la lesión. Es cierto que,
normalmente, si el acto anulado había causado una lesión económica
evaluable, la restitución específica debía ser acompañada de una
indemnización adicional que compensara la privación del derecho
durante el tiempo en que el acto anulado vino ejecutándose,
indemnización sin la cual –como ha dicho la S. de 19 de enero de
1977– no «tendrá pleno restablecimiento la situación jurídica
individualizada desconocida por el acto recurrido» (así normalmente
en materia de personal: retribuciones dejadas de percibir por el
indebidamente separado o suspendido o por los funcionarios
inexactamente clasificados a efectos remuneratorios, etc.; el principio
es general, como antes –§ IV, 2, de este capítulo– notamos); la
indemnización complementaba aquí la reparación in natura, que era
la sustancial.
Esta posibilidad sigue abierta tras la promulgación de las nuevas
Leyes, ya que ni la de 1992, ni la actualmente vigente han alterado, ni
podido alterar la estructura del proceso contencioso-administrativo, ni
han derogado tampoco los preceptos de la Ley Jurisdiccional antes
citados, como apresuradamente y sin mayor fundamento se ha
afirmado por alguien. Ningún precepto de la LPC de 1992, ni de la
LSP autorizan tamaña conclusión, que supondría, ni más ni menos,
que un desdoblamiento de nuestro proceso contencioso-
administrativo en dos, según el antiguo modelo francés (recurso de
mera anulación y recurso de plena jurisdicción), modelo «carente de
tradición en nuestro Derecho», que «dista mucho de haber sido
recibido en España», como explicó muy bien la Exposición de
574
Motivos de la Ley Jurisdiccional de 1956. Una modificación de tanto
bulto nunca podría resultar, como es evidente, de una mera operación
interpretativa, que, por lo demás, carece, incluso, de toda base literal
explícita. Ante un acto o disposición cualquiera que el afectado por
ellos considere contrario a Derecho y generador de un perjuicio puede
aquél no sólo solicitar y, en su caso, obtener de los Tribunales de la
jurisdicción contencioso-administrativa su anulación, sino también –
y, sobre todo, ya que de otro modo la tutela judicial instada no sería
efectiva como el artículo 24 de la Constitución exige– la adopción de
cuantas medidas sean necesarias para restablecer su statu quo ante.
Pretender deducir de las leyes citadas la necesidad de seguir dos
procesos consecutivos para obtener el restablecimiento de la situación
jurídica individual indebidamente alterada por la Administración
carece, como es obvio, del más mínimo sentido. La nueva LJ, en sus
artículos 31.2 y 71.1. d), liquida definitivamente, por otra parte, este
inoportuno equívoco.
B. La extensión de la reparación
La normativa anterior a la LPC de 1992 no incluía reglas específicas
en orden a la extensión de la reparación. El artículo 121 LEF se
remitía en este punto a lo dispuesto para los casos de ocupación
temporal, pero sólo en lo concerniente al procedimiento («con arreglo
al mismo procedimiento») y no a los criterios materiales de
valoración, en todo caso amplios. El artículo 143.3 REF, más
explícito, disponía, por su parte, que había de tenerse «en cuenta, en
lo posible, los criterios de valoración previstos en la Ley de
Expropiación Forzosa y este Reglamento», invocación que nos
remitía a un cuerpo aplicativo y jurisprudencial muy extenso y bien
conocido. Esta referencia, más la procedente a los criterios propios
del Derecho común de daños, del que el Derecho de la
responsabilidad de la Administración no es más que una
especificación, en donde el básico deber de reparar a la víctima se
mantiene idéntico, permitieron, no obstante, resolver el problema sin
graves dificultades.
El principio general era (y es), por lo demás, muy claro: la
indemnización debe dejar «indemne» a la víctima del daño injusto,
575
debe procurar una reparación integral del detrimento que dicho daño
ha supuesto para su patrimonio, debe restituir éste en su pleno valor
anterior al suceso dañoso, debe cubrir, por tanto, todos los «daños y
perjuicios» sufridos, «en cualquiera de sus bienes o derechos», como
decía el artículo 40 de la Ley de Régimen Jurídico de la
Administración del Estado de 1957 (y hoy repite el art. 139.1 LPC).
Una numerosa y firme jurisprudencia llama a esta regla el principio
de la plena indemnidad del dañado: Sentencias de 14 y 2 de mayo de
1993; 22, 29 de enero y 2 de julio de 1994; 23 de febrero y 9 de mayo
de 1995; 6 de febrero y 12 de noviembre de 1996; 24 de enero, 19 de
abril y 31 de mayo de 1997; 14 de febrero, 14 de marzo y 10 y 28 de
noviembre de 1998; 13 y 20 de febrero, 13 y 29 de marzo, 26 de
junio, 24 de julio, 30 de octubre y 21 de diciembre de 1999; 5 y 29 de
febrero, 13 de junio, 15 de julio, y 20 y 30 de septiembre de 2000; 20
de enero, 17 de febrero y 4 de marzo de 2001, etc. Cuál ha de ser la
extensión concreta de la indemnización según este criterio básico es,
obviamente, cuestión de prueba, que compete primariamente al
perjudicado (así lo reitera constantemente la jurisprudencia, la cual,
sin embargo, toma también en cuenta la no impugnación de dicha
prueba por la Administración demandada para aceptar la estimación
del reclamante: así, Ss. de 28 de enero de 1972, 22 de noviembre de
1975, 9 de junio de 1976, 21 de noviembre de 1998 y 29 de mayo de
2007).
Importa notar que entre la cuantía de los perjuicios indemnizables ha
de incluirse no sólo el importe del daño emergente, sino también el
del lucro cesante o beneficios dejados de percibir como consecuencia
del hecho dañoso. Así lo impone, por una parte, el principio general
del artículo 1.106 CC; en segundo término, el criterio seguido en la
indemnización de ocupaciones temporales (art. 115 LEF:
«rendimientos que el propietario hubiere dejado de percibir por las
rentas vencidas durante la ocupación») y expropiación
[especialmente, la expropiación de establecimientos mercantiles e
industriales, supra, cap. XX, § V, 1, D), c)], criterios a los que remite,
como hemos visto, el artículo 121 LEF. Finalmente, la jurisprudencia
así lo ha admitido, sin resistencia alguna hasta la fecha: Sentencias de
3 de noviembre de 1975, 15 de diciembre de 1976, 19 de enero de
1977, 22 de diciembre de 1982, 10 de junio y 15 de octubre de 1986,
si bien, como esta última precisa, «la prueba de las ganancias dejadas
de obtener ha de ser rigurosa, sin que tengan valor las que sean
576
dudosas y contingentes», lo que excluye los meros «sueños de
ganancias» (vid. también en este mismo sentido la S. de 19 de
diciembre de 1996). Incluso es ya frecuente la aplicación resuelta de
este criterio a la indemnización por causa de muerte, lo que supone un
importante avance respecto a los criterios usualmente aplicados por la
jurisprudencia civil y penal sobre el mismo supuesto; nos referimos a
la Sentencia de 16 de diciembre de 1974 (que se apoya en la anterior
de 28 de enero de 1972), que afirma que la indemnización «exige la
conservación del nivel de ingresos de la familia», para lo cual impone
capitalizar al 4 por 100 «la diferencia anual entre el salario del cabeza
de familia –la víctima– y la pensión concedida a la viuda», de modo
que se indemnice con un «patrimonio necesario para conseguir una
renta vitalicia equivalente» a la que aseguraba el fallecido. El mismo
planteamiento en la Sentencia de 28 de enero de 1986. Es común en
cualquier caso la advertencia de que el baremo fijado por la Ley de 8
de noviembre de 1995, de ordenación y supervisión de los seguros
privados, tiene a estos efectos un carácter meramente orientativo
(vid., por ejemplo, la Sentencia de 12 de junio de 2007).
Tampoco puede darse mayor valor a la precisión que ahora ha
incluido el artículo 34.2, in fine, LSP en relación a los casos de
muerte o lesiones graves, ya que el precepto se limita a afirmar que en
tales supuestos «se podrá tomar como referencia la valoración
incluida en los baremos de la normativa vigente en materia de
Seguros obligatorios y de la Seguridad Social».
El principio de indemnidad, al propio tiempo que obliga a
proporcionar a la víctima una reparación integral del daño por ella
sufrido, determina la exclusión de cualquier posible exceso en el
cómputo de la indemnización por encima del límite que su propio
enunciado indica. Por eso son compensables en la indemnización los
beneficios que la Administración haya podido proporcionar al dañado
con intención reparatoria (S. de 18 de noviembre de 1986).
El principio de indemnidad, sin embargo, no hace incompatible la
indemnización por responsabilidad y la percepción por la víctima de
las cantidades a que tenga derecho en virtud de un contrato de seguro
en el caso de que los daños materiales producidos excedan del valor
asegurado. En tal caso, el asegurador podrá ejercer por subrogación
frente a la Administración las acciones que correspondan al
577
asegurado hasta el límite que resulte del contrato de seguro,
conservando la víctima el derecho de reclamar directamente a la
Administración causante del daño por el exceso.
El hecho de que la propia Administración tenga un seguro, cosa que
se ha hecho muy frecuente estos últimos años, no cierra tampoco a la
víctima la vía para ejercitar la acción de responsabilidad, aunque,
como es lógico, en tal caso en el momento de abonar la
indemnización habrá de deducirse la cantidad ya pagada por la
compañía aseguradora (vid. Sentencia de 10 de noviembre de 2004).
En el caso de daños personales la compatibilidad entre ambas
percepciones es total, sin otra salvedad que la relativa a los gastos de
asistencia sanitaria respecto de los cuales cabe subrogación del
asegurador en el lugar del asegurado. Ello es así porque el seguro de
vida incorpora una idea de ahorro y apuesta, primando en él el
concepto de inversión sobre el de la mera cobertura del riesgo. La
solución es idéntica en el caso de la Seguridad Social (art. 127.3 del
Texto Refundido de 20 de junio de 1994).
La percepción de las prestaciones propias del régimen de Clases
Pasivas propio de la función pública tampoco excluye el deber de la
Administración de indemnizar a la víctima o a sus causahabientes si
el hecho generador de la responsabilidad se produce al margen de la
relación funcionarial o desbordando las previsiones estatuarias, como
viene sosteniendo con acierto el Consejo de Estado (vid. al respecto
las observaciones del Alto Cuerpo consultivo en su Memoria de
1986). El propio otorgamiento de una pensión extraordinaria no es
incompatible tampoco con la percepción de una indemnización, ya
que aquélla es una mera evaluación apriorística del quebranto mínimo
en que se traduce el menoscabo patrimonial sufrido, en tanto que ésta
debe cubrir también otros conceptos, incluidos los daños morales (S.
de revisión de 12 de marzo de 1991 y, a partir de ella, la
jurisprudencia posterior: vid. Ss. de 24 de marzo de 1998, 21 de
diciembre de 1999 y 12 de abril de 2002, entre otras).
Finalmente, es importante notar la diferencia que puede establecerse a
efectos de extensión de la indemnización entre aquellos supuestos de
daños causados por culpa grave o dolo («funcionamiento anormal de
los servicios públicos», con cualificación en la anormalidad) y los
causados con culpa leve o sin culpa («funcionamiento normal», este
578
último caso). La diferencia a efectos reparatorios está recogida en los
artículos 1.106 y 1.107 CC; el último dispone que el causante por
dolo o culpa grave de daños a otros está obligado a reparar todos los
perjuicios «que conocidamente se deriven» del hecho lesivo, lo que
permite incluir daños puramente indirectos o derivativos, aparte de
los directos, que son el daño emergente y el lucro cesante. No puede
caber duda de la aplicación a la Administración de esta extensión
extraordinaria de la obligación reparatoria si recordamos que
precisamente en estos supuestos de dolo y culpa grave la
Administración se limita a cubrir frente a la víctima una imputación
directamente reprochable al agente autor del daño, cuya
responsabilidad se mide, precisamente, por las reglas del Derecho
privado. Nada de esto puede entenderse modificado por el artículo
34.2 LSP (que reproduce el 141.2 de la anterior LPC), que remite
expresamente el cálculo de la indemnización «a los criterios de
valoración establecidos en la legislación de expropiación forzosa,
legislación fiscal y demás normas aplicables, ponderándose, en su
caso, las valoraciones predominantes en el mercado». Esta remisión
expresa a los criterios de cálculo del justiprecio expropiatorio, en los
que se conjugan del modo que ya conocemos las valoraciones fiscales
y las de mercado, no tiene otro significado que el de subrayar una vez
más el principio general de indemnidad y de cobertura patrimonial
integral que preside el régimen de ambas instituciones, cuya función
es y no puede dejar de ser la de asegurar un «valor de sustitución» al
ciudadano al que, directa o indirectamente, se le impone un sacrificio
singular en beneficio de la comunidad a la que pertenece.
Carece, en fin, de justificación la excepción al principio básico de
indemnidad que supone la limitación de la cobertura a los daños
producidos por las Leyes declaradas inconstitucionales o contrarias al
Derecho de la Unión Europea en los cinco años anteriores a la fecha
de la publicación de la sentencia que declare la inconstitucionalidad o
la infracción de la norma europea, salvo que dicha sentencia disponga
otra cosa. Es una innovación muy poco afortunada de la novísima
LSP, artículo 34.1, párrafo segundo.
C. Momento de la valoración del perjuicio
579
Las normas anteriores a la LPC de 1992 tampoco establecían regla
alguna sobre el problema del epígrafe, problema especialmente vivo
en épocas de inflación crónica, mayor o menor. El Consejo de Estado
francés, teniendo en cuenta que el inevitable desfase temporal entre el
momento en que el daño se produce y la fecha en que el proceso de
responsabilidad se decide puede reducir, incluso sustancialmente, la
reparación que eventualmente se conceda, no ha vacilado en aceptar
en muchos casos que esa reparación se calcule tomando como fecha
de referencia la de la decisión del litigio.
Encontramos en nuestra jurisprudencia un caso prototípico en que se
ha aplicado resueltamente ese criterio, el de la Sentencia de 18 de
noviembre de 1976. Dijo entonces el Tribunal Supremo: «el quantum
del daño no se enjuga con la devolución de las cuotas ingresadas...
sino que el daño comprende también el importe de la lesión
patrimonial sufrida por la pérdida de la titularidad del hotel de autos,
que, sin duda, tiene un valor económico, pericialmente determinable y
referido el juicio de valoración al momento de la privación (marzo de
1957), si bien el pago no puede entenderse cumplido atendiendo a un
criterio nominalista del valor del dinero, sino que ha de estarse a un
criterio de pesetas constantes según los índices oficiales de la
depreciación del valor adquisitivo de la moneda nacional, a
determinar en ejecución de sentencia, así como la cifra a que debe
alcanzar el reintegro de las cantidades destinadas a amortización,
cuyo importe en pesetas actuales (momento de la ejecución de esta
sentencia) debe fijarse de acuerdo con el criterio real o estabilizador
señalado si es que se quiere lograr una verdadera indemnización». El
caso extremo de que se trataba (casi veinte años de retraso en la
fijación de la indemnización) justificó aquí esta solución, de estricta
justicia.
Encontramos en otras decisiones (así, el Auto de 10 de febrero de
1972) la estimación como perjuicio indemnizable del «incremento de
coste por mayor valor de los materiales, jornales y gastos inherentes a
los mismos» entre el momento en que el daño se produjo (aquí,
suspensión de unas obras) y el de su reparación económica.
La fundamental Sentencia de 2 de febrero de 1980, varias veces
citada ya en éste y en el precedente capítulo, no sólo reconoció que el
momento de la fijación de la indemnización debía referirse al del
580
fallo, sino que aceptó de manera explícita que en virtud de este
principio se pudiese modificar válidamente en la demanda la cifra
reparatoria pedida en vía administrativa, considerando que ello «no
supone alteración esencial del petitum, como contenido de la
pretensión, ya que ésta viene referida a instar la reparación de los
daños y perjuicios sufridos»; esto es, entiende que la pretensión
reparatoria es una pretensión de valor y no de cantidad (como la
jurisprudencia civil ha aceptado últimamente también: Ss. de 20 de
mayo de 1977 y 29 de julio de 1978), por tanto evaluable
numéricamente en el momento de su efectividad. Pero no sólo esto,
sino que previendo el posible retraso en el pago por la Administración
de la indemnización fijada por su fallo, dispuso en éste, y justificó
explícitamente en el último considerando, que tal indemnización
devengaría a los tres meses de no ser satisfecha el interés básico del
Banco de España (véase a continuación sobre esto) y a los seis meses
(plazo que se toma del art. 106 de la Ley Jurisdiccional de 1956)
debería reevaluarse de acuerdo con el índice de precios en ejecución
de Sentencia, para impedir que «manteniendo congeladas las
indemnizaciones impagadas o dejando sin cumplir, o cumpliendo
tardíamente, las obligaciones reparatorias declaradas en sentencia» se
eluda indebidamente «el objetivo reparatorio total».
No parece difícil justificar una objetivización de estas técnicas de
corregir la depreciación monetaria para hacer que el resarcimiento
cubra, en efecto, la totalidad de los daños causados. Bastará para ello
recurrir a la expresa remisión a los criterios valorativos de la
expropiación forzosa, y, en consecuencia, aplicar aquí las mismas
técnicas con que en la regulación institucional de la expropiación se
corrigen esos desequilibrios monetarios (supra, capítulo anterior, §
VII, 3). En particular, notemos que el artículo 58 LEF establece un
plazo de dos años como normal para mantener una valoración,
vencido el cual es preciso retrasar de nuevo el justiprecio a valores
actuales. El criterio es fácilmente trasladable al campo de la
indemnización resarcitoria «si se quiere lograr una verdadera
indemnización», en los términos lúcidos de la citada Sentencia de 18
de noviembre de 1976.
Este criterio es hoy firme en la jurisprudencia, que cita expresamente
en su apoyo los preceptos de la LEF que acaban de indicarse. Vid.,
por todas, la Sentencia de 21 de abril de 1998.
581
Siguiendo la pauta de esta jurisprudencia, la reforma realizada en
1999 corrigió la redacción inicial del artículo 141.3 de la LPC de
1992 precisando que, si bien «la cuantía de la indemnización se
calculará con referencia al día en que la lesión efectivamente se
produjo», dicha cuantía habrá de ser objeto de «actualización a la
fecha en que se ponga fin al procedimiento de responsabilidad con
arreglo al índice de precios al consumo», a lo que se añadirá «los
intereses que procedan por demora en el pago de la indemnización
fijada, los cuales se exigirán con arreglo a lo establecido en la Ley
General Presupuestaria». El actual artículo 34.3 LSP mantiene esta
solución, sin más que sustituir la referencia al índice de precios al
consumo por la del «índice de garantía de la competitividad fijado por
el Instituto Nacional de Estadística». De este modo ha quedado
definitivamente resuelto un viejo problema.
D. En particular, el problema de los intereses de demora por deudas
de dinero
El artículo 1.108 CC, como es sabido, dispone una tasación objetiva,
el «interés legal», para indemnizar el perjuicio causado por la demora
en el pago de deudas del dinero.
En relación a este punto se han planteado históricamente dos
problemas: en primer lugar, el de si este tipo de perjuicio es o no
indemnizable cuando el deudor moroso es la Administración; en
segundo lugar, el de la aplicabilidad al caso de la indemnización
alzada del llamado interés legal.
El primero de dichos problemas se remontaba a los privilegia fisci
medievales (princeps in contractibus non debet usuras), nunca
confirmados por ley alguna, aunque mantenidos sorprendentemente
por la jurisprudencia hasta fechas recientes. Los artículos 56 y 57
LEF y la legislación de contratos (hoy el art. 216 de la vigente LCSP,
que reproduce en lo esencial el art. 99 de la Ley precedente de 16 de
junio de 2000) rectificaron, por fin, esta insostenible tradición, a la
que puso término igualmente, en el ámbito de la responsabilidad
patrimonial, el artículo 141.3 de la LPC de 1992, que se remite en
este punto al artículo 24 LGP (en los mismos términos el actual
582
artículo 34.3 LSP).
Queda en pie, no obstante, el segundo de los problemas enunciados, a
saber: el del importe de la indemnización reparatoria de los perjuicios
causados por la demora.
Como ya hemos visto, el artículo 1.108 CC tasa esta indemnización
en el importe del «interés legal», que, tras la Ley de 29 de junio de
1984, está ya conectado formalmente con el mercado, cosa que hasta
ese momento no sucedía. La razón de esta tasa es excusar la
estimación y la prueba, siempre complicadas, del importe real de los
perjuicios causados por la demora, pero, no obstante, en los casos de
dolo el principio de resarcimiento integral de perjuicios, incluso
indirectos (art. 1.107.2 CC), prevalece sobre esa limitación
indemnizatoria, permitiendo la invocación, y por tanto el
resarcimiento correspondiente, de perjuicios acreditados de importe
superior.
¿Quid en el caso de la Administración deudora? Encontramos
remisiones expresas al régimen del «interés legal» en algunas normas
especiales (por ejemplo, arts. 56 y 57 LEF), en cuyo caso la cuestión
está saldada, aunque con la importante rectificación de que el importe
del «interés legal» en las deudas de y frente a la Administración ya no
es el del CC, sino el que hemos precisado más atrás. Fuera de estos
supuestos objeto de regulación específica, hay que entender que no
rige el artículo 1.108 CC para determinar el montante de la
indemnización, sino el principio general del resarcimiento integral
que formulan los artículos 106.1 de la Constitución, 121 LEF y, hoy,
el artículo 32 LSP, según hemos visto, lo cual obliga a actuar en estos
términos: si pueden probarse perjuicios superiores al interés legal
propio de las deudas administrativas, la indemnización deberá cubrir
esos perjuicios reales en su totalidad; si no hay prueba de perjuicios
concretos, suple la tasa del interés legal propio de las deudas
administrativas; finalmente, en caso de dolo, no infrecuente, por
cierto, como vimos en el capítulo precedente a propósito de la fijación
y pago de los justiprecios expropiatorios, es obligado buscar una
indemnización completa de perjuicios directos o indirectos, operando
incluso con correcciones de la pérdida de valor del dinero, no siempre
suplida con el importe del interés legal.
El principio de que si se acreditan perjuicios superiores al importe del
583
interés legal (aun del calificado que juega en las deudas
administrativas, como veremos) debe indemnizarse por su importe
real, está hoy firmemente establecido por la jurisprudencia. En una
serie jurisprudencial importante, producida a propósito de demora en
los pagos de la antigua Comisaría General de Abastecimientos y
Transportes a sus contratistas (el supuesto no fue, pues, de
responsabilidad aquiliana, sino contractual, aunque la diferencia
carece de significación en este punto dado que el art. 1.108 CC es
aplicable a los dos campos, contractual y extracontractual), el
Tribunal Supremo ha establecido firmemente que, justificado que la
demora en los pagos debió suplirse por el contratista mediante
créditos bancarios, por suponer un anticipo de pagos por cuenta de la
Administración, el importe de la indemnización debe cubrir
precisamente el importe de esos intereses bancarios devengados como
consecuencia del retraso administrativo en el pago: Sentencias de 15
y 22 de diciembre de 1971; 5 de enero de 1972; 12 y 18 de diciembre
de 1973; 15 de abril y 17 de mayo de 1974; 21 de enero, 29 de abril
de 1976, 21 de junio de 1977; incluso se admite que sobre el importe
de esos intereses bancarios pagados indebidamente por el deudor
debe girar aun el interés legal (Ss. de 15 de enero de 1971; 28 de
marzo de 1974; 21 de enero, 29 de abril de 1976, 21 de junio de
1977), lo cual delinea bien el sentido del excelente criterio
jurisprudencial.
La LGP, artículo 24, reconoce ya con carácter general el deber de la
Administración, en el caso de que ésta no pague al acreedor dentro de
los tres meses siguientes al día de la notificación de la resolución
judicial o del reconocimiento de la obligación, de abonar a éste
intereses de demora sobre la cantidad debida, «desde que el acreedor
reclame por escrito el cumplimiento de la obligación» y a este
precepto se atiene ya sin problemas la jurisprudencia (Ss. de 18 de
julio y 16 de septiembre de 1983, 25 de septiembre de 1984, Auto de
4 de febrero de 1986, etc.).
El precepto en cuestión ha introducido, sin embargo, un nuevo rigor
contra los reclamantes privados, el de generalizar la exigencia de una
interpellatio escrita para que la situación de mora se produzca y
comience el devengo de intereses («desde que el acreedor reclame por
escrito el cumplimiento de la obligación»), requisito que había
impuesto ya en el ámbito contractual el artículo 47 de la Ley de
584
Contratos del Estado de 1965(hoy ya suprimido). Hay que entender,
sin embargo, que la interpellatio puede ser judicial (y no sólo
extrajudicial), supuesta la posibilidad, que los artículos 42, 79.3 y 84.
b) y c) LJ 56, no derogados por la LPC de 1992, de acumular las
pretensiones de indemnización a las de anulación de un acto. Así lo
admitió la jurisprudencia (Ss. de 21 de junio de 1977 y 2 de febrero
de 1980). Sin perjuicio de lo cual, hay que entender también que
«cuando la obligación o la Ley declaren expresamente» la
constitución en mora sin esa intimación previa, ésta está dispensada
(art. 1.100 CC; es el caso, por ejemplo, de los arts. 56 y 57 LEF,
según vimos en el anterior capítulo, § VII).
La Ley de 6 de agosto de 1984 reformó al artículo 921 de la vieja Ley
de Enjuiciamiento Civil estableciendo un régimen de mora procesal
que hoy ha pasado al artículo 576 de la LEC de 2000: intereses
debidos desde la Sentencia de primera instancia, y su importe el
interés legal del dinero incrementado en dos puntos, regla ésta que el
propio precepto declaró aplicable a todo tipo de resoluciones
judiciales de cualquier orden jurisdiccional que contengan condena al
pago de cantidad líquida, «salvo las especialidades legalmente
previstas para las Haciendas Públicas». Esta salvedad fue cuestionada
ante el Tribunal Constitucional, que en Sentencia de 22 de junio de
1993, dictada por mayoría con el voto en contra de cuatro de sus
miembros, terminó declarando que no es aplicable a la
Administración condenada en juicio el recargo de dos puntos sobre el
interés legal del dinero que el artículo 921 LEC (hoy 576) establece y
que la desigualdad resultante entre la Administración y los
particulares en este punto no es arbitraria, ni irrazonable, ni contraria,
por lo tanto, al artículo 14 CE.
La nueva LJ ha zanjado definitivamente la cuestión afirmando en su
artículo 106 que cuando la Administración fuera condenada al pago
de cantidad líquida se añadirá a ésta el interés legal del dinero,
calculado desde la fecha de notificación de la sentencia dictada en
única o primera instancia, precisión ésta que, obviamente,
desincentiva la interposición de recursos infundados, antes tan
frecuentes. A ello añade la facultad de la autoridad judicial de
incrementar en dos puntos el interés legal a devengar cuando la
Administración haya demorado por más de tres meses la ejecución de
la sentencia, «siempre que apreciase falta de diligencia en el
585
cumplimiento», lo que contribuye a situar las cosas en su justo lugar.
2. REFERENCIA A REGÍMENES ESPECIALES
La técnica de cláusula general utilizada por los artículos 121 LEF y
32 LSP obliga a reconducir a ella y al régimen unitario y común que
establece todos los supuestos de responsabilidad imaginables, sin más
excepciones que aquellas que se justifiquen intrínsecamente en
función de las peculiaridades propias del servicio o actividad de que
se trate.
El servicio público de correos ha contado tradicionalmente con un
régimen especial, cuya última regulación se contenía en la Ordenanza
Postal de 19 de marzo de 1960, que distinguía a estos efectos entre
correspondencia ordinaria, certificada y asegurada, eximiendo a la
entidad pública prestadora del servicio de toda responsabilidad en el
primer caso, limitándola a un tanto alzado en el segundo y
concretándola en el valor asegurado en el último.
Estas especialidades, justificadas por la imposibilidad material de
comprobar la entidad del daño sufrido, permanecen en la actualidad,
pero la privatización de la actividad llevada a cabo por la Ley del
Servicio Postal Universal y de Liberalización de los Servicios
Postales de 13 de julio de 1998 ha cambiado radicalmente el
escenario. El correo no es ya un servicio público propiamente dicho,
ni se presta en régimen de monopolio por la Administración; es una
actividad privada de interés general en la que concurren múltiples
operadores (entre ellos, naturalmente, Correos y Telégrafos, que es
ahora una sociedad mercantil propiedad del Estado), todos ellos
sometidos al régimen de responsabilidad que establecen con carácter
general los artículos 20 a 22 y 27.3 del Reglamento de prestación de
los servicios postales aprobado por Real Decreto de 3 de diciembre de
1999. Ya no puede hablarse, en consecuencia, de responsabilidad
patrimonial de la Administración en este ámbito.
La compensación de los daños sobrevenidos a los propios
funcionarios en el cumplimiento del servicio se canaliza
tradicionalmente a través de la legislación de clases pasivas,
586
reconvertida al sistema de la Seguridad Social y configurada como un
régimen especial de ésta (Ley de 27 de junio de 1975). Si se trata de
agentes que carecen de la condición de funcionarios de carrera es
aplicable sin excepciones el sistema vigente de Seguridad Social, en
el que el Estado y los demás entes públicos asumen las obligaciones
que corresponden a todo empleador (Decreto-ley 10/1965, de 23 de
septiembre). No obstante, la aplicación de estos regímenes no excluye
sin más la procedencia de la indemnización de los daños que excedan
los supuestos de los que aquéllos parten, como ya notamos más atrás.
A este régimen general se superpone parcialmente el establecido por
una Ley de 31 de diciembre de 1945 que reconoce a quienes «como
Agentes Auxiliares del Orden público y los que en colaboración
voluntaria o ayuda espontánea a la Fuerza Pública fallezcan
violentamente o de resultas de heridas en los actos de colaboración o
ayuda o queden inutilizados o incapacitados de una manera
permanente o absoluta para el trabajo» el derecho a causar una
pensión extraordinaria en su favor o en el de su familia, que
consistirá, si se trata de funcionarios estatales o locales en activo, «en
el sueldo entero que disfrutaren al ocurrir el hecho»; si de
funcionarios civiles o militares en situación de retiro o jubilados, «el
sueldo regulador de la pensión de retiro o jubilación que disfrutasen»
en ese momento, y, si de simples particulares, «el sueldo de un
Guardia Civil».
Especial mención merece aquí el sistema de ayudas y resarcimiento
de las víctimas de los delitos de terrorismo, hoy regulado por la Ley
29/2011, de 22 de septiembre, de Reconocimiento y Protección
Integral a las Víctimas del Terrorismo, con arreglo al cual son
resarcibles por el Estado no sólo los daños personales, sino también
los materiales que se causen «como consecuencia o con ocasión» de
delitos de terrorismo a quienes no fuesen responsables de los mismos.
«Las ayudas e indemnizaciones establecidas en esta Ley son
compatibles con las pensiones, ayudas y compensaciones que
pudieran reconocerse en ella o en cualquier otra que pudieran dictar
las Comunidades Autónomas», según precisa su artículo 15. A estos
efectos hay que precisar que las Comunidades de Madrid (Ley
12/1996, de 19 de diciembre), País Vasco (Ley 4/2008, de 19 de
junio), Extremadura (Ley 6/2005, de 27 de diciembre), Aragón (Ley
587
4/2008, de 17 de junio), la Comunidad Valenciana (Ley 1/2004, de 24
de mayo, modificada por Ley 3/2009, de 14 de abril) y la Comunidad
Foral de Navarra (Ley Foral 9/2010, de 28 de abril) cuentan también
con un régimen propio de este tipo de ayudas.
Conviene advertir también que éste no es un sistema de
responsabilidad del Estado en sentido propio, supuesto que el hecho
causante del daño resarcible no es imputable a aquél, ni a sus agentes.
En consecuencia, no pretende tampoco asegurar la indemnidad total
de las víctimas, sino sólo paliar las consecuencias dañosas que
muchas veces resultan para personas inocentes de las actividades
terroristas y del crimen organizado. Por esas mismas razones no se
aplican aquí con los rigores que ya conocemos los criterios habituales
para la constatación del nexo causal, que aquí se define expresamente
en términos harto más laxos («o con ocasión de»), lo que ha dado pie
al Consejo de Estado para hablar en este caso de una simple relación
de ocasionalidad (Dictamen de 13 de julio de 1989).
Otro tanto puede decirse del régimen de ayudas y asistencia a las
víctimas de delitos violentos y contra la libertad sexual implantado
por la Ley 35/1995, de 11 de diciembre(vid. su Reglamento aprobado
por Real Decreto de 23 de mayo de 1997).
El Decreto-Ley 9/1993, de 28 de mayo, y la Ley 14/2002, de 5 de
junio, establecieron sendos regímenes de ayudas a las personas que
resultaron contagiadas por SIDA y por hepatitis C, respectivamente, a
consecuencia de tratamientos realizados en el marco del sistema
sanitario público antes de que estuvieran disponibles los medios
técnicos precisos para prevenir la transmisión de dichas enfermedades
a través de la sangre y productos hemoderivados. La indisponibilidad
de medios técnicos hubiera dificultado seriamente cuando no
impedido el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial de la
Administración de acuerdo con las normas generales (vid.
especialmente el art. 141.1 LPC de 1992 y el actual artículo 34.1
LSP), lo que hacía obligada, por exigencias del principio de
solidaridad, una respuesta específica al margen de dichas normas.
Omitimos aquí el análisis de los supuestos de responsabilidad de la
Administración regulados en la LS. La responsabilidad de la
Administración en los casos de modificación o extinción de la
eficacia de las licencias a consecuencia del cambio sobrevenido de la
588
ordenación y en los de anulación de las mismas prevista en los
apartados c) y d) del artículo 48 no es sino una especificación de la
cláusula general, a la que es referible también en los términos ya
vistos la exceptio doli exonerante (vid. las Ss. de 26 de septiembre de
1981, 2 de marzo de 1982 y 24 de julio de 1989). La responsabilidad
por la demora en el otorgamiento de las licencias o por la denegación
improcedente de éstas (apartado d) es también una especificación de
la cláusula general, que introdujo con acierto la Ley 8/1990, de 25 de
julio, y que tiene un inestimable valor ejemplar.
El supuesto aludido en el apartado a) del artículo 48 (modificación
anticipada del planeamiento), así como el regulado por el apartado b)
del mismo precepto (vinculaciones singulares no repartibles), sólo
son inteligibles en el contexto, ciertamente complejo, del Derecho
Urbanístico, al que forzosamente hemos de remitirnos aquí.
VII. LA ACCIÓN DE RESPONSABILIDAD
Para asegurar la efectividad de la garantía la Ley configura una
acción de responsabilidad cuyas características hemos de precisar.
1. PLAZO DE EJERCICIO Y PRESCRIPCIÓN
El plazo para ejercitar la acción y dirigir a la Administración la
reclamación correspondiente es de un año, igual que en el Derecho
Civil. Correlativamente a lo dispuesto por el artículo 1.968 CC, el
artículo 122 LEF calificó este plazo como de prescripción («el
derecho de reclamar prescribe al año del hecho que lo motivó»), con
la importante consecuencia de permitirse la interrupción del mismo,
judicial o extrajudicial. Así lo aceptó, aplicando analógicamente el
artículo 1.973 CC, la Sentencia de 1 de julio de 1961, y tras ella toda
la jurisprudencia hasta hoy (vid. la reciente Sentencia de 21 de febrero
de 2012).
Sin embargo, con posterioridad a la LEF, el artículo 40.3, in fine, de
la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado de 1957
589
calificó el plazo como de caducidad («en todo caso, el derecho a
reclamar caducará al año del hecho que motivó la indemnización»),
rectificación seguramente no pensada, absurda incluso, contraria,
además, a la intención básica que la Ley proclama en cuanto a este
precepto, ampliar el régimen introducido por el artículo 121 LEF y no
restringirlo; por ello, tanto la jurisprudencia como el Consejo de
Estado y la doctrina se resistieron a admitir las consecuencias de esa
supuesta innovación. Surgió así una línea doctrinal y jurisprudencial
de signo claramente antiformalista que encontró múltiples formas de
manifestarse. Son expresivos en este sentido los Dictámenes de 3 de
julio de 1969 (no cabe apreciar la extemporaneidad de una
reclamación cuando no consta la fecha exacta de producción de los
daños), 11 de julio de 1968 (la fecha de arranque para el cómputo del
plazo será «la de notificación de la sentencia») y 12 de febrero de
1970 (el plazo para reclamar comienza a correr desde que se
estabilizan los efectos lesivos en el patrimonio del reclamante), todos
los cuales responden al «propósito claro, paladinamente expuesto en
la Exposición de Motivos de la Ley de 26 de julio de 1957, de cubrir
lo más posible los riesgos que para los particulares pueda entrañar la
actividad del Estado, propósito que, como ha proclamado el Tribunal
Supremo en las Sentencias de 11 de noviembre de 1965 y 4 de
noviembre de 1969, debe orientar en un sentido ampliatorio y
favorable para el perjudicado el cómputo del plazo de un año, en los
casos en que éste se ofrezca como dudoso» (S. de 11 de noviembre de
1974). La doctrina expuesta se ha mantenido sin fisuras desde
entonces y enlaza con la regulación positiva en vigor.
El artículo 67 de la LPAC, que sigue los pasos del artículo 142.5 de la
anterior LPC 92, ha vuelto a la fórmula inicial de la LEF («el derecho
a reclamar prescribirá al año»), añade algunas precisiones en cuanto
al cómputo del plazo. En concreto, el precepto citado establece que el
dies a quo del cómputo del plazo de prescripción es el de la fecha en
que se produjo «el hecho o el acto que motive la indemnización o se
manifieste su efecto lesivo». A esta regla general añade luego que «en
caso de daños, de carácter físico o psíquico, a las personas el plazo
empezará a computarse desde la curación o la determinación del
alcance de las secuelas» (vid. la S. de 31 de mayo de 1999 y la
jurisprudencia que cita; recientemente la Sentencia de 4 de abril de
2019). Debe tenerse presente, no obstante, a estos efectos la
distinción entre daños permanentes y daños continuados en la que la
590
jurisprudencia insiste habitualmente. Daños permanentes –dice la
Sentencia de 31 de marzo de 2014– son «aquellos en los que el acto
generador de los mismos se agota en un momento concreto aun
cuando sea inalterable y permanente en el tiempo el resultado lesivo,
mientras que los continuados son aquellos que, porque se producen
día a día, de manera prolongada en el tiempo y sin solución de
continuidad, es necesario dejar pasar un periodo de tiempo más o
menos largo para poder evaluar económicamente las consecuencias
del hecho o del acto causante del mismo». Por eso –añade– para este
último tipo de daños «el dies a quo será aquel en que se conozcan
definitivamente los efectos del quebranto».
No obstante, la Sentencia de 5 de octubre de 2000 admite, que cuando
las secuelas están indeterminadas –caso de la hepatitis C– el plazo
puede quedar abierto.
El artículo 67.1, párrafo segundo, LPAC establece que en los casos de
anulación de un acto o disposición de carácter general el derecho a
reclamar prescribirá al año de haberse notificado la resolución
administrativa o la sentencia definitiva.
Al respecto conviene recordar aquí la Sentencia de 24 de julio de
1989. La reclamación se había presentado en este caso una vez
transcurrido el plazo de un año contado a partir de la fecha en que
quedó firme la Sentencia anulatoria de la licencia que determinó la
demolición por el Ayuntamiento, en ejecución subsidiaria, del
edificio construido por los reclamantes a su amparo, razón por la que
la reclamación fue declarada extemporánea en primera instancia. El
Tribunal Supremo, sin embargo, advierte con acierto que «tal
interpretación es errónea porque una indemnización por daños sólo
puede plantearse cuando éstos se han producido efectivamente, lo que
no tuvo lugar en este caso hasta que se produjo la demolición, con lo
que la petición está sobradamente dentro de plazo». Y añade: «Por la
misma razón no hay lugar a admitir la otra razón esgrimida por la
Sentencia para apoyar la inadmisibilidad –acto consentido por no
impugnar el requerimiento de pago subsidiario y reiteración posterior
de esa reclamación cuya denegación se ha consentido–, pues éste se
plantea aquí como formando parte de la indemnización por el daño
causado. Si mientras no hay daño efectivo no empieza a correr el
plazo para reclamar –del mismo modo que no se puede renunciar una
591
herencia sin fallecimiento del causante– mal puede producirse
extinción de ese plazo».
Resuelto así el problema, la Sentencia de 24 de julio de 1989 remacha
su impecable argumentación en los siguientes términos: «Siendo,
además, de tener en cuenta que el principio de prohibición de la
interpretación contra cives obliga a buscar la más favorable a la
subsistencia de la acción, máxime cuando se trata del ejercicio de
acciones personales, que normalmente tienen un plazo de vida más
largo. Por lo que si se admite que ese plazo de un año es de
prescripción del derecho de crédito y no de caducidad de la acción
procesal, cuestión, por lo demás, opinable y discutible y discutida, la
vigencia de aquel principio impone el deber de flexibilizar la
interpretación de la norma a fin de que el derecho pueda ser hecho
valer ante los Tribunales. Aunque en este caso, y por lo dicho más
arriba, no hay duda: la reclamación se planteó en plazo y es que,
además, no podía plantearse en la fecha en que dice la sentencia
impugnada» (para un supuesto análogo y en el mismo sentido la S. de
11 de febrero de 1999).
En esa misma línea se mueven las Sentencias de 8 de marzo de 1967
y 3 de noviembre de 1975, que admiten sin reservas la interrupción
del plazo del año si se acredita haber existido negociaciones entre el
perjudicado y la Administración con vistas a establecer el sistema de
reparación invocando al efecto el principio de buena fe, ya que, de
otro modo, la Administración tendría en su mano, con sólo prolongar
esas negociaciones, la posibilidad de eludir su deber de resarcimiento.
El mismo efecto interruptorio produce, obviamente, la reclamación
formulada ante la Administración (Sentencia de 21 de septiembre de
1984) o la solicitud de una revisión de oficio (Sentencia de 23 de
noviembre de 2012) o el ejercicio de acciones civiles (Sentencias de
19 de noviembre de 1977 y 6 de marzo de 1984) o cualesquiera otros
medios de reacción, siempre que al ejercitarlos el perjudicado haya
observado «una diligencia que no pueda ser tachada de irrazonable»
(Sentencia de 4 de febrero de 2014) y, eso sí, se hayan emprendido
dentro del plazo de un año que la Ley establece (Sentencia de 23 de
noviembre de 2012).
El artículo 37.2 LSP niega, sin embargo, este efecto a la exigencia de
responsabilidades penales (que la jurisprudencia anterior había
592
admitido –Sentencias de 4 de diciembre de 1980, 7 de julio de 1982 y
31 de julio de 1986–, incluso cuando se trataba de meras diligencias
previas –Sentencia de 6 de marzo de 1979–), pero parece claro que lo
hace para evitar que se demore indebidamente la reparación del daño
y para facilitar, en consecuencia, el más rápido reconocimiento de
ésta («no suspenderá los procedimientos de reconocimiento de
responsabilidad patrimonial que se instruyan»). Esta regla tiene que
ceder, obviamente, sin embargo, en los casos en que «la
determinación de los hechos en el orden jurisdiccional penal sea
necesaria para la fijación de la responsabilidad patrimonial» (art.
146.2, in fine).
El plazo de prescripción del año, así computado, es también aplicable
a la responsabilidad del Estado por el funcionamiento de la
Administración de Justicia (art. 293.2 LOPJ).
El artículo 67.1, párrafo tercero, LPAC establece también idéntico
plazo, que se computará –dice– a partir de la publicación en el
Boletín Oficial del Estado o en el Diario Oficial de la Unión Europea
de la sentencia que declare la inconstitucionalidad de la Ley o su
carácter contrario al Derecho de la Unión.
2. EL PROCEDIMIENTO DE RECLAMACIÓN
Aunque la regulación sustantiva de la responsabilidad patrimonial ha
pasado a la LSP, la del procedimiento para su declaración continúa en
la LPAC, que, si bien no lo ha regulado en su totalidad, sí se ha
ocupado de establecer algunas reglas especiales en sus artículos 61,
67, 81, 91, 92 y 96 para completar y adaptar el procedimiento general
a este tipo de reclamaciones, lo que la ha permitido derogar el
Reglamento de 26 de marzo de 1993 que establecía para el caso un
procedimiento especial.
a) El artículo 61.4 recoge la posibilidad, ya contemplada por el
artículo 142.1 de la Ley anterior, de que el procedimiento se incoe de
oficio, dentro, por supuesto, del plazo de prescripción, mediante
petición razonada de cualquier órgano administrativo, que habrá de
individualizar la lesión producida en una persona o grupo de
593
personas, su relación de causalidad con el funcionamiento del servicio
público, su evaluación económica si fuese posible y el momento en el
que la lesión se produjo efectivamente.
Es ésta, sin duda, una previsión plausible en cuanto revela una nueva
sensibilidad de la Administración, pero lo normal será, sin embargo,
que el procedimiento se inicie a solicitud de la víctima o de sus
herederos. El artículo 67 LPAC regula los plazos de prescripción en
los términos ya indicados y precisa que la solicitud habrá de ir
acompañada de cuantas alegaciones, documentos o informaciones se
estimen oportunos y de la proposición de prueba, concretando los
medios de que pretenda valerse el reclamante.
b) El procedimiento se incoará y resolverá por el Ministro respectivo,
el Consejo de Ministros si una Ley así lo dispone o por los órganos
correspondientes de las Comunidades Autónomas o de las entidades
que integran la Administración Local, así como por los órganos a los
que corresponda las Entidades de Derecho Público con personalidad
jurídica propia vinculadas a o dependientes de cualquiera de las
Administraciones Públicas de acuerdo con lo que determinen sus
normas respectivas. A falta de determinación expresa, la competencia
corresponderá a los órganos citados de las Administraciones Públicas
de las que tales Entidades de Derecho Público dependan.
c) En lo que respecta a los trámites del procedimiento hay que retener
que el artículo 81.1 LPAC establece el carácter preceptivo del
informe del Servicio cuyo funcionamiento haya ocasionado la
presunta lesión indemnizable.
El propio artículo 81 limita la exigencia del dictamen preceptivo del
Consejo de Estado o, en su caso, del órgano consultivo de la
Comunidad Autónoma correspondiente a los casos en que las
indemnizaciones reclamadas sean de cuantía igual o superior a 50.000
euros o la que en su lugar pueda establecer la legislación autonómica.
A estos efectos, el instructor habrá de remitir al órgano consultivo una
propuesta de resolución o bien la propuesta de acuerdo por el que se
podría terminar convencionalmente el procedimiento. El dictamen
habrá de emitirse en el plazo de dos meses.
En el caso de reclamaciones por funcionamiento anormal de la
Administración de Justicia será preceptivo el informe del Consejo
594
General del Poder Judicial, que deberá evacuarlo en el plazo indicado
de dos meses.
d) La resolución habrá de producirse en el plazo de seis meses (salvo
que se hubiere acordado un plazo extraordinario de prueba, que en tal
caso se añadiría), transcurrido el cual podrá entenderse que es
contraria a la indemnización del particular (art. 91.3 LPAC). En
cualquier caso, la resolución, expresa o presunta, pone fin a la vía
administrativa.
e) El procedimiento puede terminar también de forma convencional,
en la línea prevista con carácter general por el artículo 86 LPAC,
mediante acuerdo indemnizatorio. A ese acuerdo podrá llegarse en
cualquier momento anterior al trámite de audiencia, pudiendo
también el interesado proponerlo durante este último «fijando los
términos definitivos del acuerdo indemnizatorio que estaría dispuesto
a suscribir con la Administración Pública correspondiente». Así lo
preveía el Reglamento de 1993 ahora derogado y así entendemos que
habrá de seguir siendo.
Creemos también que, aunque la LPAC no lo precise, el acuerdo
indemnizatorio no puede versar sobre la procedencia de la reparación,
cuestión ésta no susceptible de transacción, por lo que su alcance se
limita a la determinación de la cuantía y el modo de la compensación
cuando ésta se estime procedente de acuerdo con la Ley.
f) La LPC de 1992 introdujo un procedimiento abreviado para los
casos en que se considerase inequívoca la relación de causalidad entre
el funcionamiento del servicio público y la lesión, así como la
valoración del daño y el cálculo de la cuantía de la indemnización.
La nueva LPAC regula ahora con carácter general una tramitación
simplificada del procedimiento administrativo común (art. 96), que en
los casos que acaban de indicarse será aplicable también a los
procedimientos en materia de responsabilidad patrimonial.
En estos casos los procedimientos habrán de ser resueltos en el plazo
de treinta días, lo que exige la compresión de los trámites (cinco días
para alegaciones y quince para el dictamen del órgano consultivo
cuando sea preceptivo: art. 96, apartados 4, 6 y 7).
595
g) El artículo 32.9 LSP remite a la LPAC la determinación de la
responsabilidad de las Administraciones Públicas por los daños y
perjuicios causados a terceros durante la ejecución de contratos
cuando sean consecuencia de una orden inmediata y directa de la
Administración o de los vicios del procedimiento elaborado por ella
misma, lo que está en la línea de los artículos 121.2 y 123 LEF. En
los demás casos la responsabilidad por los daños y perjuicios
causados será imputable al contratista o concesionarios.
3. LA REPARACIÓN DE LOS DAÑOS CAUSADOS POR UN ACTO
ADMINISTRATIVO RECURRIDO ANTE Y ANULADO POR LOS
TRIBUNALES
Del régimen común expuesto se excluye el caso de las
indemnizaciones reclamadas paralelamente a la petición de anulación
de un acto administrativo. Ya sabemos que la mera anulación de un
acto no da derecho a pedir la indemnización de daños y perjuicios:
hace falta, además, que de dicho acto se haya derivado una lesión
económica de las que dan derecho a reparación y que la efectividad
de tal lesión sea probada. Supuesto que así ocurra, dos posibilidades
existen en este supuesto para reclamar el resarcimiento: o bien se
acumula la pretensión indemnizatoria a la de anulación del acto,
como autoriza a hacerlo el artículo 31.2 LJ, o bien se espera a que se
produzca la sentencia anulatoria, computándose a partir de ese
momento el plazo de un año para exigir la indemnización
correspondiente (art. 142.4 LPC). Este régimen especial está
perfectamente justificado, pues el daño que el acto anulado causa
continúa produciéndose en tanto el acto sigue ejecutándose y sólo tras
su eliminación, además de hacerse visible la injustificación de dicho
daño, queda determinada y objetivada su cuantía real.
Es muy importante notar que en cuanto a la primera posibilidad,
acumular a la petición de anulación del acto la indemnización del
perjuicio por él causado, la Ley permite que esa acumulación de
pretensiones se realice por vez primera en la propia vía contencioso-
administrativa, sin necesidad de que la petición se haya formulado
previamente en la vía administrativa. Este régimen singular, que se
justifica en razones obvias de economía procesal (evitar el segundo
596
litigio que tras la sentencia anulatoria permite abrir el art. 142.4 LPC),
está explícitamente admitido por la LJ, que expresamente prevé
incluir como medida de restablecimiento de la situación jurídica
individualizada la petición de indemnización de daños y perjuicios
(art. 31 de la Ley vigente y 42 de la anterior), y, sobre todo, en el
artículo 65.3 (antes 79.3), que permite incorporar válidamente a la
pretensión procesal en la vista oral o en las conclusiones escritas «que
la sentencia formule pronunciamiento concreto sobre la existencia y
cuantía de los daños y perjuicios de cuyo resarcimiento se trate si
constasen ya probados en autos»; si se admite así el novum de esta
pretensión no formulada en la demanda, más aún, se comprende, si
tampoco fue objeto de petición inicial en la vía administrativa. La
nueva LJ, al igual que su predecesora, considera, pues, en estos casos,
la petición resarcitoria como una petición adicional a la de anulación.
La singularidad del supuesto se limita al aspecto procesal, ya que la
cuestión de fondo, esto es, la procedencia o no de la reparación, se
rige por las mismas reglas tanto en un caso como en otro. La mera
anulación del acto recurrido no genera per se derecho a
indemnización alguna. Para que surja ese derecho es imprescindible,
lógicamente, que el acto haya producido algún perjuicio que reúna las
características que el artículo 32.2 LSP exige («en todo caso, el daño
alegado habrá de ser efectivo, evaluable económicamente e
individualizado con relación a una persona o grupo de personas»). Sin
daño no hay indemnización. Eso es simplemente lo que quiere decir y
dice el párrafo segundo del artículo 32.1 de la Ley («la anulación…
no presupone, por sí misma, derecho a indemnización»).
Despejado este equívoco, hay que decir que la anulación del acto por
los Tribunales pone de manifiesto que estamos ante un supuesto de
funcionamiento irregular, anormal, del servicio público, que, de
existir daños, comprometería la responsabilidad patrimonial de la
Administración autora del acto por aplicación pura y simple de la
regla secular que establece el artículo 1902 del Código Civil («el que
por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o
negligencia, está obligado a reparar el daño causado»). La cuestión es
muy simple y por tal se tiene por el Conseil d’Etat desde el arrêt
Drincourt de 26 de enero de 1973, que prescindió definitivamente de
la excepción del error de apreciación en sus dos formas posibles de
apreciación de los hechos y de interpretación del Derecho.
597
«En principe, toute illegalité commise par l’ administration constitue
une faute susceptible d’ engager sa responsobilité, pour autant qu’il
en soit resulté un préjudice direct et certain».
Resulta en extremo sorprendente por ello la aparición entre nosotros
hace un cuarto de siglo y, sobre todo, su espectacular desarrollo
posterior de una línea jurisprudencial que se sitúa exactamente en el
polo opuesto y que niega de facto con carácter general la
responsabilidad patrimonial de la Administración por los daños
producidos por un acto suyo que ha sido anulado por los Tribunales
por Sentencia firme.
Esta línea jurisprudencial surge con la Sentencia de 5 de febrero de
1996 según la cual «en los supuestos de ejercicio de poderes
discrecionales por la Administración el legislador ha querido que ésta
actúe libremente dentro de unos márgenes de apreciación con la sola
exigencia de que se respeten los aspectos reglados que puedan existir,
de tal manera que el actuar de la Administración no se convierta en
arbitrariedad al estar esta rechazada por el artículo 9.3 de la
Constitución. En estos supuestos parece que no existiría duda de que
siempre que el actuar de la Administración se mantuviese en unos
márgenes de apreciación no sólo razonados, sino razonables debería
entenderse que no podría hablarse de lesión antijurídica, dado que el
particular vendría obligado por la norma que otorga tales potestades
discrecionales a soportar las consecuencias derivadas de su ejercicio
siempre que éste se llevase a cabo en los términos antedichos;
estaríamos ante un supuesto en el que existiría una obligación de
soportar el posible resultado lesivo».
La misma doctrina se extiende a continuación a «aquellos supuestos
asimilables a éstos» de actos dictados en aplicación de una norma que
utiliza conceptos jurídicos indeterminados o remite a criterios
valorativos para cuya determinación exista un cierto margen de
apreciación ya que ello «conlleva el deber del administrado de
soportar las consecuencias de esa valoración siempre que se efectúe
en la forma anteriormente descrita. Lo contrario –termina diciendo–
podría incluso generar graves perjuicios al interés general al demorar
el actuar de la Administración ante la permanente duda sobre la
legalidad de las resoluciones».
En esa misma línea el paso final era exonerar a la Administración de
598
toda responsabilidad cuando la decisión adoptada «refleja una
interpretación razonable de las normas que aplica, enderezada a
satisfacer los fines para los que se le ha atribuido la potestad que
ejercita», porque, como dice la Sentencia de 16 de febrero de 2009, la
Administración «no puede quedar paralizada ante el temor de que, si
revisadas y anuladas sus decisiones tenga que compensar al afectado
con cargo a los presupuestos públicos en todo caso y con abstracción
de las circunstancias concurrentes».
Estas primeras Sentencias se han convertido ya en un auténtico
torrente, como permite comprobar la enciclopédica Sentencia de 21
de marzo de 2018, a la que basta remitirse.
Pues bien, frente a esta desafortunadísima jurisprudencia hay que
afirmar, por lo pronto, que «el papel del juez es pronunciar el derecho
y no procurar economías al Estado» (G. VEDEL) por lo que resulta
impropia e infundada esa coletilla con la que la Sentencia de 16 de
febrero de 2009 parece querer justificar sus tesis restrictivas.
Hay que añadir inmediatamente a continuación que ninguna Ley nos
impone el deber jurídico de soportar los perjuicios derivados de la
aplicación de normas que otorgan a la Administración poderes
discrecionales, cualquiera que sea el resultado de esa aplicación,
porque, como resulta del artículo 9.3 de la Constitución y de la
jurisprudencia de la propia Sala 3.ª del Tribunal Supremo, una cosa es
la discrecionalidad legítima y otra muy distinta la arbitrariedad
constitucionalmente prohibida. Carece, pues, del más mínimo sentido
afirmar, como hace la jurisprudencia que se viene analizando, que un
acto discrecional anulado por los Tribunales puede ser, pese a su
anulación, un acto razonado y razonable. Si fue anulado es porque
carecía de razones objetivas que pudieran sostenerlo, es decir, porque
no era ni razonado, ni razonable.
Los ciudadanos estamos, ciertamente, obligados a respetar las Leyes
que otorgan a la Administración poderes discrecionales, pero no lo
estamos, en absoluto, a soportar las consecuencias perjudiciales de un
eventual ejercicio abusivo de dichos poderes.
No puede decirse tampoco que la aplicación de conceptos jurídicos
indeterminados sea un caso asimilable al ejercicio de poderes
discrecionales por la potísima razón de que aquellos no admiten más
599
que una sola solución justa, lo que les distingue radicalmente de la
actividad discrecional.
Y, desde luego, no puede afirmarse (vid. la Sentencia de 21 de marzo
de 2018) que la oscuridad o dificultad interpretativa de una norma
jurídica sea bastante para crear en el destinatario de un acto de
aplicación de la misma el deber de soportar el daño causado por éste,
una vez que los Tribunales han declarado en Sentencia firme la
nulidad del acto por entender que la interpretación dada a la norma
por el autor del mismo no era conforme a Derecho.
No hay, insistimos, Ley alguna que nos imponga el deber jurídico de
soportar las consecuencias perjudiciales derivadas del ejercicio
abusivo del poder discrecional, de la aplicación incorrecta de un
concepto jurídico indeterminado o de la interpretación equivocada de
una norma, ni cabe presumir ante el silencio de la Ley la existencia de
tal obligación. «Las obligaciones derivadas de la Ley no se
presumen» y «sólo son exigibles las expresamente determinadas en
este Código o en Leyes especiales», como dice lapidariamente el
artículo 1090 del Código Civil.
Urge, pues, rectificar la doctrina jurisprudencial analizada porque es
una auténtica enormidad otorgar a la Administración una franquicia
prácticamente total para incumplir la Ley, que es radicalmente
incompatible con el Estado de Derecho.
4. LA GARANTÍA JUDICIAL
La LEF consagró en su artículo 128 la competencia de los Tribunales
de la Jurisdicción contencioso-administrativa, corrigiendo así la
situación anterior a ella. Este criterio fue ratificado poco después por
el artículo 3. b) LJ, que atribuyó a la citada jurisdicción el
conocimiento de «las cuestiones que se susciten sobre la
responsabilidad patrimonial de la Administración Pública», sin
distinción alguna. Sin embargo, por un prurito teórico inoportuno, el
artículo 41 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del
Estado de 1957 se creyó obligado a precisar que «cuando el Estado
actúe en relaciones de Derecho Privado... la responsabilidad habrá de
600
exigirse ante los Tribunales ordinarios», con lo que se vino a romper
la unidad jurisdiccional en materia de responsabilidad patrimonial de
la Administración que había consagrado el artículo 3. b) LJ, unidad
que volvió a restablecer la LPC de 1992 y mantiene la novísima LSP,
como ya destacamos más atrás. La nueva LJ, artículo 2. e), con base
en el artículo 9.4 LOPJ, ha ratificado, como ya vimos, esta solución.
El proceso contencioso-administrativo de responsabilidad no tiene
entre nosotros especialidad procesal alguna, como no sea que en él las
aseguradoras de las Administraciones públicas serán siempre parte
codemandada junto con la Administración a quien aseguren [art. 21.1.
c) LJ, en la redacción dada al mismo por la disposición adicional 14.ª
de la Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre]. Formalmente se
presenta también como un proceso impugnatorio: se impugna el acto
administrativo, o el silencio denegatorio, que ha negado la
procedencia de la responsabilidad de la Administración o que la ha
declarado en una cuantía que el recurrente juzga insuficiente. El
recurso victorioso implica la anulación de este acto y su sustitución
por otro que declare la responsabilidad en la cuantía que el Tribunal
juzgue procedente, aunque la fijación de dicha cuantía puede
remitirse al trámite de ejecución de sentencia [art. 71. d), LJ], donde
se seguirán las pautas comunes de la LEC. El fallo tendrá naturaleza
de sentencia de condena.
La ejecución de la Sentencia que condene a la Administración al pago
de una indemnización por daños corresponde también a los
Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa, como
resulta del artículo 117.3 de la Constitución y ha declarado
reiteradamente la jurisprudencia constitucional. La nueva LJ, artículo
103, así lo proclama consumando de este modo un vuelco radical de
los planteamientos tradicionales, como veremos con el debido detalle
en el capítulo XXV de esta obra.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: F. J. DE AHUMADA , La responsabilidad
patrimonial de las Administraciones públicas, Pamplona, 2000; R.
ALONSO GARCÍA, La responsabilidad de los Estados miembros por
infracción del Derecho Comunitario, Ed. Civitas, Madrid, 1997; M.
BELADÍEZ, Responsabilidad e imputación de daños por el
funcionamiento de los servicios públicos, Madrid, 1997; D.
BLANQUER, La responsabilidad patrimonial de las Administraciones
601
Públicas, INAP, Madrid, 1997; A. BLASCO, La responsabilidad de la
Administración por actos administrativos, 2.ª ed., Ed. Civitas,
Madrid, 1985; R. BOCANEGRA SIERRA, Responsabilidad de contratistas
y concesionarios de la Administración pública por daños causados a
terceros, en «REDA», núm. 18; E. COBREROS, La exigibilidad del
requisito de la violación suficientemente caracterizada al aplicar en
nuestro ordenamiento el principio de la responsabilidad patrimonial
de los Estados por el incumplimiento del Derecho de la Unión
Europea, en el núm. 196 de la «Revista de Administración Pública»;
L. COSCULLUELA, Consideraciones sobre el enriquecimiento injusto en
el Derecho Administrativo, en «RAP», núm. 84; A. COSSÍO, La
causalidad en la responsabilidad civil: Estudio del Derecho español,
en «ADC», julio-septiembre, 1966, págs. 527 y sigs.; E. DESDENTADO
DAROCA, Reflexiones sobre el artículo 141.1 de la Ley 30/1992 a la
luz del Análisis Económico del Derecho, «REDA», núm. 108; T.-R.
FERNÁNDEZ, Expropiación y responsabilidad: nuevos criterios
jurisprudenciales, en «RAP», núm. 66, págs. 87 y sigs.; El problema
del nexo causal y la responsabilidad patrimonial de la
Administración, en «Estudios S. Royo Villanova», 1977; Sobre la
discutida naturaleza objetiva de la responsabilidad patrimonial de la
Administración, en RAP, núm. 216 y De nuevo sobre la
responsabilidad patrimonial de la Administración por los daños
producidos por actos administrativos anulados por Sentencia firme,
en RAP, núm. 217. R. GALÁN VIOQUE, La responsabilidad del Estado
Legislador, Valencia, 2001; E. GARCÍA DE ENTERRÍA, Los principios de
la nueva Ley de Expropiación forzosa, IEP, Madrid, 1956; La
responsabilidad del Estado por comportamiento ilegal de sus
órganos en Derecho español, en «RDAF», núm. 7, págs. 7 y sigs., La
responsabilidad de la Administración española por daños causados
por infracciones del Derecho Comunitario, en «Gaceta Jurídica de la
CEE», núm. 60, febrero de 1989 y su prólogo al libro de LEGUINA
VILLA, que se cita más adelante; La responsabilidad patrimonial del
Estado legislador en el Derecho Español, Thomson-Civitas, Madrid,
2005; F. GARRIDO FALLA, La teoría de la indemnización en Derecho
Público, en «Estudios Gascón y Marín», págs. 410 y sigs.; J.
GONZÁLEZ PÉREZ, Responsabilidad patrimonial de las
Administraciones, 7.ª ed., Madrid, 2015; S. GONZÁLEZ-VARAS,
Responsabilidad patrimonial de la Administración, Aranzadi
Thomson-Reuters 2022; E. GUICHOT, La responsabilidad
extracontractual de los poderes públicos según el Derecho
602
Comunitario, Valencia, 2001; A. HUERGO, El seguro de
responsabilidad civil de las Administraciones Públicas, M. Pons,
Madrid, 2002; J. LEGUINA VILLA, La responsabilidad civil de la
Administración pública, Ed. Tecnos, Madrid, 1970, y Función
arbitral en materia de prensa y responsabilidad civil de la
Administración. En torno al concepto de causalidad jurídica, en este
mismo libro y en «RAP», núm. 60, pág. 133; El fundamento de la
responsabilidad de la Administración, en «REDA», núm. 23; La
responsabilidad patrimonial de la Administración, de sus autoridades
y del personal a su servicio, en LEGUINA y SÁNCHEZ MORÓN, La nueva
Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento administrativo común, Madrid, 1993; J. A.
MANZANEDO, Interés de demora en los contratos para el
abastecimiento nacional, en «RAP», núm. 54, págs. 301 y sigs.; F.
LÓPEZ MENUDO, E. GUICHOT REINA y J. A. CARRILLO DONAIRE, La
responsabilidad patrimonial de los poderes públicos, Ed. Lex Nova,
Valladolid, 2005; MARTÍN REBOLLO, La responsabilidad patrimonial
de la Administración en la jurisprudencia, Ed. Civitas, Madrid, 1977;
La responsabilidad patrimonial de la Administración en el panorama
europeo, en «REDA», núm. 24; Jueces y responsabilidad del Estado,
Madrid, 1983, y Bibliografía sobre responsabilidad patrimonial de la
Administración, en «RAP», núm. 91; Ayer y hoy de la
responsabilidad patrimonial de la Administración: un balance y tres
reflexiones, «RAP», núm. 150; S. MARTÍN-RETORTILLO,
Responsabilidad de la Administración pública por lesión de intereses
legítimos, en «RAP», núm. 42, págs. 453 y sigs.; O. MIR, La
responsabilidad patrimonial de la Administración sanitaria.
Organización, imputación y causalidad, Ed. Civitas, Madrid, 2000;
La responsabilidad patrimonial de la Administración. Hacia un
nuevo sistema, Madrid, 2002; L. MEDINA ALCOZ , La responsabilidad
patrimonial por acto administrativo, Thomson-Civitas, Madrid, 2005;
J. MONTERO AROCA , Responsabilidad civil del Juez y del Estado por la
actuación del Poder Judicial, Madrid, 1988; S. MUÑOZ MACHADO, La
responsabilidad civil concurrente de las Administraciones Públicas,
Ed. Civitas, Madrid, 1992; A. NIETO, voz Indemnización, en la
«Nueva Enciclopedia Jurídica Seix», XI, págs. 209 y sigs., y La
relación de causalidad en la responsabilidad del Estado, en
«REDA», núm. 4, págs. 90 y sigs.; F. PANTALEÓN, Los anteojos del
civilista: Hacia una revisión del régimen de responsabilidad
patrimonial de las Administraciones Públicas en Documentación
603
administrativa, nos 237-238 y Responsabilidad médica y
responsabilidad de la Administración, Ed. Civitas, Madrid, 1995; F.
SAINZ MORENO, Sobre el momento en que ha de valorarse un perjuicio
indemnizable, en «REDA», núm. 19; Fijación y revalorización de
indemnizaciones en la responsabilidad patrimonial del Estado, en
«REDA», núm. 16, y La delimitación de polígonos militares de
experiencia de tiro: ¿Acto político o acto administrativo? La relación
de causalidad entre un acto anulado y el daño por éste causado, en
«REDA», núm. 20; E. RIVERO YSERN , La responsabilidad civil del
funcionario frente a la Administración, en «REVL», núm. 177, págs.
1 y sigs.; J. SALAS, Ordenación de precios y responsabilidad
administrativa, en «REDA», págs. 227 y sigs.; J. A. SANTAMARÍA
PASTOR, La teoría de la responsabilidad del Estado legislador, en
«RAP», núm. 68, págs. 57 y sigs.; V. TORRE DE SILVA,
Responsabilidad patrimonial de la Administración en materia de
seguridad ciudadana, Tirant lo Blanch, Valencia 2013. Vid. también
los distintos comentarios a la LPC mencionados en la nota
bibliográfica del capítulo X de esta obra.
604
TÍTULO SÉPTIMO
Las garantías formales de la posición jurídica del
administrado: Procedimiento y recursos
administrativos
605
CAPÍTULO XXII
EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. EL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO COMO INSTITUCIÓN JURÍDICA.
CONCEPTO Y CLASES DE PROCEDIMIENTOS. 1. Naturaleza
y fines del procedimiento administrativo. 2. La estructura técnica
del procedimiento. 3. Clases de procedimientos. III. LA
REGULACIÓN DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO
EN NUESTRO DERECHO. 1. La regulación inicial: la Ley
Azcarate de 1889. 2. La decisiva LPA de 1958 y su sustitución en
1992. 3. La regulación vigente del Procedimiento Administrativo.
A. La aplicabilidad general de la LPAC a todas las
Administraciones Públicas. El principio y sus limitaciones. B. El
procedimiento administrativo en la Administración institucional. C.
El procedimiento administrativo en la llamada Administración
corporativa. 4. La tramitación electrónica del procedimiento. IV.
LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO. 1. El carácter contradictorio del
procedimiento administrativo. 2. El principio de economía
procesal. 3. El principio «in dubio pro actione». 4. El principio de
oficialidad. 5. Exigencia de legitimación. 6. La imparcialidad en el
procedimiento administrativo. 7. El principio de transparencia. 8.
La gratuidad del procedimiento administrativo. V. LOS
INTERESADOS EN EL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO. 1. Concepto y clases de interesados. 2. La
posición de los interesados en el procedimiento. 3. Capacidad y
representación de los interesados. VI. LA ESTRUCTURA DEL
PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO. 1. La iniciación del
procedimiento: sus formas y sus efectos. A. Iniciación de oficio e
iniciación a instancia de parte. Derecho de petición. B. Efectos de la
iniciación del procedimiento. 2. Instrucción del procedimiento. A.
Alegaciones. B. Informes. C. La prueba en el procedimiento
administrativo. a. El principio de oficialidad y la carga de la prueba
en el procedimiento administrativo. b. Duración del período de
prueba. c. Carácter no tasado de los medios de prueba. d.
Valoración de las pruebas. D. El trámite de audiencia y vista del
606
expediente. E. La tramitación simplificada. 3. Terminación del
procedimiento. A. Consideraciones generales. La propuesta de
resolución. B. La resolución. El principio de congruencia y sus
modulaciones. C. El desistimiento y la renuncia. D. La caducidad
del procedimiento. E. La imposibilidad material de continuar el
procedimiento. F. Fórmulas convencionales de terminación. VII.
LA CUESTIÓN DE LA LENGUA EN EL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO.
I. INTRODUCCIÓN
Como ya sabemos, el administrado no siempre se encuentra ante la
Administración en una posición de pasividad, sino que, también, es
titular de situaciones jurídicas activas, de derechos e intereses e,
incluso, de verdaderas potestades ejercitables frente a los entes
públicos. Cuando éstos actúan, pueden llegar a lesionar tales derechos
e intereses de los particulares, lesión que exigirá una reparación
adecuada en los términos que acabamos de estudiar. Sin embargo,
esto no basta, evidentemente. Es necesario también establecer un
sistema que asegure, en la medida de lo posible, que estos conflictos
no surjan y, para el caso de que lleguen a producirse, es necesario
igualmente arbitrar unas garantías que permitan una defensa de los
derechos e intereses individuales. Se trata, en fin, de asegurar la
sumisión de la Administración al Derecho, de hacer efectivo y
operante el principio de legalidad y su sanción.
A esta idea central responden una serie de técnicas cuya existencia y
correcto funcionamiento constituyen otras tantas garantías de la
posición jurídica del administrado, sin perjuicio de que puedan y
deban cumplir otras finalidades adicionales de semejante importancia,
como tendremos ocasión de precisar más adelante. El procedimiento
administrativo es la primera de esas garantías, en tanto que supone
que la actividad de la Administración tiene que canalizarse
obligadamente a través de unos cauces determinados como requisito
mínimo para que pueda ser calificada de actividad legítima. El
sistema de recursos contra los actos y disposiciones emanados de la
Administración constituye, en principio, un segundo círculo de
garantías, puesto que permite a los administrados reaccionar frente a
607
los actos y disposiciones lesivos a sus intereses y obtener,
eventualmente, su anulación, modificación o reforma. En último
término –y esto es, sin duda, lo más importante– corresponde a los
Jueces y Tribunales pronunciarse definitivamente sobre la legalidad
de la actuación administrativa, bien revisando a posteriori dicha
actuación y anulando, en su caso, aquellos actos administrativos y
disposiciones generales que sean disconformes con el ordenamiento
jurídico, a través de los correspondientes recursos contencioso-
administrativos, bien poniendo freno por la vía interdictal a aquellas
actuaciones de la Administración que constituyan vías de hecho en el
sentido que ya conocemos. En este capítulo y en los sucesivos
analizaremos con detalle cada uno de estos tres círculos de garantía
de la posición jurídica del administrado.
II. EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO COMO
INSTITUCIÓN JURÍDICA. CONCEPTO Y CLASES DE
PROCEDIMIENTOS
1. NATURALEZA Y FINES DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
Al estudiar en el capítulo X de esta obra los elementos formales de
los actos administrativos avanzamos ya unas primeras precisiones en
torno al concepto de procedimiento administrativo, cuyo recordatorio
resulta obligado como punto de partida del análisis de la institución
que nos proponemos analizar en este momento.
Subrayamos entonces, en efecto, cómo, reaccionando contra la
habitual presentación de lo procedimental como una cuestión
perteneciente en exclusiva al ámbito judicial, MERKL se había
esforzado en aislar un concepto de procedimiento en cuanto categoría
propia de la teoría general del Derecho, de la que tanto el
procedimiento judicial, como el legislativo y el administrativo serían
simples especificaciones. Así entendido, el procedimiento vendría a
ser el camino, el iter jurídicamente regulado a priori, a través del cual
una manifestación jurídica de un plano superior (generalmente una
norma) produce una manifestación jurídica en un plano inferior (una
608
norma de rango subalterno o un acto singular no normativo). El
procedimiento, en general, se singularizaría, por lo tanto, en el mundo
del Derecho Administrativo como el modo de producción de los actos
administrativos.
La aportación de MERKL, al margen de cualesquiera otras
consideraciones, debe estimarse decisiva, al menos desde dos puntos
de vista diferentes, aunque indudablemente conexos. En primer lugar,
porque al resaltar la común pertenencia del proceso judicial y del
procedimiento administrativo a una misma categoría general o
concepto matriz, ha contribuido a realzar la función garantizadora
que, paralelamente a la que el proceso desarrolla en su ámbito
específico, corresponde al procedimiento administrativo respecto a las
relaciones jurídicas que surgen en el marco del Derecho
Administrativo material y, por supuesto, de los derechos e intereses
de los administrados que esas relaciones jurídicas materiales ponen en
juego. En segundo lugar, y en íntima relación con lo anterior, porque,
al haber roto el monopolio judicial de lo procedimental subrayando la
inexistencia de interdependencia estructural o interna entre las
distintas clases de procedimientos, ha podido advertir los riesgos
inherentes a los intentos de asimilación a ultranza del proceso judicial
y el procedimiento administrativo que, impulsados por el legítimo
afán de reforzar al máximo las garantías de los administrados, tienden
a «jurisdiccionalizar» en exceso el procedimiento administrativo en
contra de lo que postulan las concretas necesidades a las que dicho
procedimiento sirve.
Entre proceso judicial y proceso administrativo existen sí semejanzas
indudables, dada la pertenencia de ambas instituciones a un tronco
común, pero hay, también, profundas diferencias como consecuencia
necesaria de la diversa naturaleza de los fines a que una y otra sirven
y, sobre todo, de la distinta posición y carácter de los órganos cuya
actividad disciplinan. El proceso tiene como fin esencial la
averiguación de la verdad y la satisfacción de las pretensiones
ejercitadas por las partes mediante la decisión de una instancia neutral
e independiente de ellas, el Juez o Tribunal. En cambio, el
procedimiento administrativo, si bien constituye una garantía de los
derechos de los administrados, no agota en ello su función, que es,
también, y muy principalmente, la de asegurar la pronta y eficaz
satisfacción del interés general mediante la adopción de las medidas y
609
decisiones necesarias por los órganos de la Administración,
intérpretes de ese interés y, al propio tiempo, parte del procedimiento
y árbitro del mismo.
Esta doble finalidad del procedimiento administrativo, que limita
seriamente las transposiciones conceptuales desde el ámbito judicial,
quedó firmemente inscrita en la Exposición de Motivos de la LPA y
sólidamente instalada, también, en nuestra jurisprudencia
contencioso-administrativa. El texto de aquélla, tras precisar la
condición del procedimiento administrativo como «cauce formal de la
serie de actos en que se concreta la actuación administrativa para la
realización de un fin», subraya, en efecto, que «la necesaria presencia
del Estado en todas las esferas de la vida social exige un
procedimiento rápido, ágil y flexible, que permita dar satisfacción a
las necesidades públicas sin olvidar las garantías debidas al
administrado, en cumplimiento de los principios consagrados en (la
Constitución, debe leerse hoy), idea ésta positivizada expresamente
por el texto mismo de la Ley, cuyo artículo 129 es absolutamente
explícito en este sentido: «la elaboración de disposiciones de carácter
general y de anteproyectos de Ley se iniciará –dice– por el Centro
Directivo correspondiente, con los estudios e informes previos que
garanticen la legalidad, acierto y oportunidad de aquéllas». Aunque
referida prima facie al procedimiento especial de elaboración de
normas (que hoy, por cierto, se encuentra en la Ley del Gobierno –
LGO– arts. 26 y sigs.), el valor de la fórmula legal era y es
perfectamente generalizable a toda clase de procedimientos
administrativos, como viene afirmando constantemente la
jurisprudencia (vid., por ejemplo, entre otras muchas, la S. de 14 de
abril de 1971: «el procedimiento administrativo tiene la doble
finalidad de servir de garantía de los derechos individuales y de
garantía de orden de la Administración y de justicia y acierto en sus
resoluciones»). La siguiente LPC, que ha sustituido a la LPA, ha
asumido expresamente este planteamiento (vid. su Exposición de
Motivos, apartado 3), que aspira sólo a profundizar.
Esta primera caracterización del procedimiento administrativo como
institución jurídica de perfiles propios debe ser, sin embargo,
concretada con nuevas precisiones. Es necesario advertir, por lo
pronto, que, si bien es cierto que el procedimiento administrativo en
cuanto garantía de los derechos individuales carece de la intensidad
610
propia de la garantía judicial por las razones más atrás expuestas, no
lo es menos que, desde cierto punto de vista, ha contribuido en el
pasado a completar esta última en la medida en que cubría una
extensión mayor que ella, lo que le ha permitido prestar un servicio a
la comunidad nada despreciable. En efecto, hasta la entrada en vigor
de la Constitución de 1978, las Leyes ordinarias declaraban exentas
de control jurisdiccional ciertas decisiones de la Administración, lo
cual, sin embargo, no relevaba a ésta del deber de observar un
procedimiento determinado para su adopción, observancia cuya
aprobación reclamaron tradicionalmente para sí los Tribunales de la
jurisdicción contencioso-administrativa a través de la calificación de
los defectos e infracciones del procedimiento como vicios de orden
público, susceptibles, por tanto, de enjuiciamiento y depuración en
todo caso cualesquiera que fuesen las prohibiciones legales, que,
según esta jurisprudencia tradicional, debían entenderse referidas
exclusivamente al fondo del asunto. Esta positiva actitud de la
jurisprudencia llegó a calar, incluso, en el legislador, que, en los
últimos años del período anterior, limitó expresamente las exenciones
jurisdiccionales salvando siempre la posibilidad de verificación de la
regularidad del procedimiento (vid., por ejemplo, la Ley de Escalas y
Ascensos en los Cuerpos Oficiales de la Armada, de 5 de diciembre
de 1968, disposición final 3.ª), hasta el punto de que a la garantía
procedimental sólo escapaban en el momento de la promulgación del
texto constitucional vigente las aberrantes sanciones «de plano» en
materia de orden público y de disciplina académica, contundente e
incontestablemente criticadas por la doctrina (L. MARTÍN-RETORTILLO)
y finalmente, por la jurisprudencia.
La Constitución vigente ha modificado esta situación al cerrar el paso
a toda exención jurisdiccional, que hay que entender derogada ya
pura y simplemente por la propia norma fundamental, supuesto que
ésta afirma sin excepción posible la competencia de los Tribunales
para controlar «la legalidad de la actuación administrativa, así como
el sometimiento de ésta a los fines que la justifican» (art. 106.1), así
como el derecho de todos «a obtener la tutela efectiva de los jueces y
tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin
que, en ningún caso, pueda producirse indefensión» (art. 24.1). Con
todo, el recordatorio de la doctrina tradicional que acaba de hacerse
dista mucho de ser impertinente en estos momentos.
611
La garantía procedimental completa, también, de algún modo, la
garantía judicial, como ha señalado ISAAC, desde otras dos
perspectivas adicionales. Por una parte, porque aquélla actúa antes de
que la decisión sea adoptada, mientras que ésta entra en juego a
posteriori, revisando ex post facto conductas cumplidas cuya
potencialidad lesiva no siempre puede contrarrestarse debidamente
por la dificultad intrínseca de repristinar las situaciones ilegalmente
alteradas. En la justicia administrativa hay siempre un quid de
irremediable, una cierta inefectividad residual, cuya eliminación sólo
es posible si y cuando las garantías fundamentales que consagra el
artículo 24 de la Constitución despliegan ya su virtualidad protectora
de los derechos e intereses legítimos en el momento anterior a la
adopción de la Administración de la decisión correspondiente. Por
otra parte, porque la garantía procedimental opera, incluso, en el
ámbito de la simple oportunidad, aspecto éste que escapa al control
judicial, que es y no puede dejar de ser un control de Derecho. El
Tribunal Supremo así lo ha destacado con especial énfasis en aquellos
casos, sobre todo, en los que en las potestades administrativas que se
ejercitan existe un fuerte componente discrecional (vid., por ejemplo,
Sentencias de 22 y 29 de diciembre de 1986, 18 de septiembre de
1987, 30 de abril de 1990, 9 de julio de 1991, entre otras muchas, en
materia de elaboración de planes urbanísticos).
Hay, en fin, un último aspecto en la institución del procedimiento
administrativo que, aunque no es nuevo, ha adquirido últimamente
unos perfiles muy acusados y una importante proyección de futuro,
que reclaman una atención muy especial. El propio MERKL había
notado ya que la más eficaz de las garantías es realizada por la
colaboración en el procedimiento administrativo de aquellas personas
cuyos derechos y obligaciones van a quedar afectadas por el mismo,
por lo que la reglamentación de esa colaboración vendría a ser la
institución fundamental del Derecho de procedimiento. Esta temprana
advertencia ha pasado a ocupar hoy un indudable primer plano, en el
marco del Estado social y democrático de Derecho que la Norma
Fundamental constituye, Estado al que es de esencia la idea de
participación de los ciudadanos en los asuntos públicos (vid., en
general, los arts. 9.º.2, 23.1, 48, 51 y 129, entre otros), lo que
inevitablemente proyecta su influencia sobre el procedimiento a
través del cual han de adoptarse las decisiones en que la gestión de
dichos asuntos se plasma.
612
El artículo 103 del Anteproyecto de Constitución era particularmente
explícito en este sentido al remitir al legislador la regulación de «la
participación de los ciudadanos a través de las organizaciones y
asociaciones reconocidas por la Ley en la formación de las decisiones
administrativas que les afecten». La posterior sustitución en el texto
de lo que hoy es el artículo 105. a) de las palabras «participación» y
«decisiones» por «audiencia» y «disposiciones», aunque ha modulado
el alcance de la norma, no ha eliminado en absoluto el aliento de la
misma, que extrae su fuerza, como ya hemos dicho, de la propia
fórmula constitucional del Estado social y democrático de Derecho y
sigue teniendo su expresión concreta en los artículos 9.º.2 y 23 de la
Constitución, el último de los cuales reconoce a los ciudadanos con
carácter de fundamental «el derecho a participar en los asuntos
públicos» no sólo a través de sus representantes libremente elegidos,
sino también directamente, expresión ésta que, con independencia de
sus demás virtualidades en otros campos, hay que referir
necesariamente al procedimiento administrativo.
Sobre esta base, aunque difusamente todavía, el procedimiento se
presenta como uno de los cauces posibles para hacer efectiva una
democratización de los mecanismos de decisión, que las instancias
propiamente políticas, por su actuación cada vez más intermitente, y
por su concreción al ámbito de las grandes decisiones, distan mucho
de poder asegurar por sí solas. Todo ello postula la potenciación de
técnicas a las que la legalidad ordinaria ha reservado tradicionalmente
un papel muy secundario, así como la implantación de soluciones que
hagan posible una participación más intensa de los ciudadanos, idea
ésta que tiende a erigirse progresivamente en la directriz
interpretativa de la normativa reguladora de la institución. La mejor
jurisprudencia así viene subrayándolo (vid., por ejemplo, las
Sentencias, más atrás citadas, de 22 y 29 de diciembre de 1986, 18 de
septiembre de 1987, 30 de abril de 1990, 9 de julio de 1991, etc.).
La Exposición de Motivos de la LPC de 1992 se cuidó especialmente
de subrayar estas ideas a partir de la constatación del alumbramiento
por la Constitución de «un nuevo concepto de Administración,
sometida a la Ley y al Derecho, acorde con la expresión democrática
de la voluntad popular», que debe «trascender a las reglas de
funcionamiento interno para integrarse en la sociedad a la que sirve
como el instrumento que promueve las condiciones para que los
613
derechos constitucionales del individuo y los grupos que integran la
sociedad sean reales y efectivos». El procedimiento administrativo
«no es neutral en una dinámica de modernización del Estado», por lo
tanto. Muy al contrario, «es un instrumento adecuado para dinamizar
su avance y, por lo tanto, las reglas esenciales del procedimiento son
una pieza fundamental en el proceso de modernización de nuestra
sociedad y de su Administración».
A todo ello hay que añadir el hecho, indiscutible en el contexto socio-
económico y jurídico-político en el que nos movemos, de que sin una
asociación efectiva de los ciudadanos al proceso de adopción de
decisiones capaz de despertar su confianza y de asegurar su adhesión
no es posible hoy suplir el déficit de legitimación que resulta de la
dificultad de predeterminar normativamente el modo en que la
Administración ha de cumplir las tareas de regulación, configuración
y control social que reclama el concepto mismo de Estado social de
Derecho. Ni lo es tampoco asegurar la eficacia de ninguna política,
una vez comprobada la imposibilidad de administrar mandando,
especialmente en aquellos sectores, como los económicos y los
sociales, en los que la Administración necesita inexcusablemente la
colaboración de los administrados para alcanzar los objetivos que
considera socialmente deseables. El procedimiento administrativo
tiende así a convertirse, tanto por razones de legitimidad como por
razones de eficacia, en una institución central del Derecho Público de
nuestros días.
De todas estas ideas se alimenta la institución en el Derecho
Comparado, cuyo punto de arranque se sitúa convencionalmente
(desconociendo, por cierto, la indiscutible primacía en el tiempo de
nuestra temprana Ley Azcárate de 1889), en la Ley austríaca de 1925,
que, beneficiándose de la autoridad de MERKL, proyectó de inmediato
su influencia en los ordenamientos históricamente ligados al imperio
austro-húngaro (Checoslovaquia y Polonia 1928, Yugoslavia 1930),
creando así una tradición sobre la cual operó, treinta años más tarde,
el movimiento codificador que afloró en las democracias populares de
Europa central a raíz de la desestalinización (Checoslovaquia 1955,
Yugoslavia y Hungría 1957, Polonia 1961) en un intento de
compatibilizar la necesaria protección de los derechos ciudadanos con
la salvaguarda de los valores comunitarios que incorpora el Derecho
objetivo, ideas ambas que, con independencia del distinto acento que
614
puedan tener en cada caso, han llegado a adquirir el rango de
auténticos soportes de la institución en todos los ambientes.
Incluso en el propio Derecho anglosajón, tan alejado de los patrones
europeo-continentales, ha tenido lugar un proceso codificador
semejante con la Federal Administrative Act norteamericana de 1946,
aunque a partir de una tradición peculiar (el respeto a la cláusula due
process of law, que se remonta a la Petition of Rights de 1868, de la
decimocuarta enmienda), que, de este modo, viene a confluir en este
punto con las que nos son familiares.
La entrada en vigor el 1 de enero de 1977 de la Ley federal alemana
de 25 de mayo de 1976 y, más recientemente, de la Ley italiana de
1990, cierran, por el momento, el panorama de una institución cuya
afirmación progresiva sobre las bases expuestas es bien evidente y
cuya falta de una regulación adecuada se siente ya como una
auténtica limitación, incluso en países como Francia,
tradicionalmente apartados de las corrientes expuestas a consecuencia
del monopolio ejercido por la perspectiva jurisdiccional, que como
hemos recordado más atrás, encuentra aquí un complemento
necesario.
2. LA ESTRUCTURA TÉCNICA DEL PROCEDIMIENTO
Decíamos antes que la Exposición de Motivos de la LPA configuró el
procedimiento administrativo como un «cauce formal de la serie de
actos en que se concreta la actuación administrativa para la
realización de un fin». Se rechazó así formalmente una fuerte
corriente doctrinal que, tomando impulso en el concepto germánico
de Vereinbarung y con el propósito inicial de dar explicación
cumplida del fenómeno de los actos complejos (autorizaciones y
aprobaciones, sobre todo), fue derivando poco a poco hacia un
concepto sustancial de procedimiento, en el cual los distintos
elementos de la serie carecerían de toda autonomía para jugar el papel
de simples partes integrantes de la decisión final, que se presentaría
entonces como un acto-procedimiento, esto es, como la voluntad
resultante de la integración progresiva de las distintas voluntades de
los sujetos y órganos intervinientes en la operación.
615
Esta concepción sustancialista del procedimiento administrativo, que
dominó de forma casi absoluta el panorama doctrinal en Italia durante
los treinta primeros años de este siglo y de la que todavía se aprecian
huellas en nuestra propia doctrina (GARRIDO), está ya definitivamente
arrumbada. El procedimiento administrativo no es un acto complejo,
sino, más propiamente, como ya tuvimos ocasión de notar, un
complejo de actos, del administrado y de la Administración, de
diverso valor todos ellos, aunque con sustantividad jurídica propia,
sin perjuicio de su carácter instrumental respecto de la resolución
final.
Que los actos integrantes de la serie no pierden totalmente su
sustantividad no es difícil de demostrar. Por lo pronto, es claro que
cada uno de estos actos responde a unas reglas propias de validez y
resulta, incluso, de un procedimiento específico, distinto del
procedimiento principal que en cada caso se considere (así, por
ejemplo, los informes de los órganos colegiados, cuya elaboración ha
de sujetarse a las normas que regulan el proceder de dichos órganos);
es claro, también, que tienen todos ellos su propia causa o
funcionalidad específica y lo es, en fin, que pueden ser anulados
independientemente de la resolución final (vid., por ejemplo, el
Reglamento para el ingreso del personal al servicio de la
Administración del Estado de 10 de marzo de 1995, artículo 14.2:
«Contra las resoluciones y actos de los órganos de selección y sus
actos de trámite que impidan continuar el procedimiento o produzcan
indefensión podrá interponerse recurso ordinario ante la autoridad que
haya nombrado a su Presidente»), aunque por un principio de orden y
no por ninguna razón sustantiva, que no existe, se prohíba, como
regla general, la impugnación independiente de los mismos (arts. 112
LPAC y 25.1 LJ), a menos que produzcan indefensión, en cuyo caso
recuperan toda su autonomía.
Tampoco es difícil de explicar, sin necesidad de acudir a
elaboraciones que transforman visiblemente la realidad, en qué
consiste la instrumentalidad que se predica de los actos intermedios
respecto de la resolución final. En rigor, todo se reduce a un problema
de articulación técnica de la actividad de una pluralidad de sujetos (y
de órganos) en el seno de una relación jurídica (distinta de las
relaciones materiales subyacentes), que se traba entre la
Administración y quien tiene la condición de parte en el
616
procedimiento y en cuyo seno se coordinan las distintas
intervenciones en torno a un vínculo, esencialmente dinámico, que
progresa o transcurre a través de ellas y que se mantiene a lo largo de
una serie de fases o momentos que culminan con la decisión final.
El procedimiento no se resume, pues, en un acto de naturaleza
compleja –la resolución–, en el que vendrían a fundirse, perdiendo su
propia identidad, todos los anteriores a él, ni tampoco consiste en un
mero agregado de actos heterogéneos por su origen y por su
contenido, carentes de toda relación estructural entre sí. Se trata, más
bien, de una cadena, cuyos distintos eslabones aparecen articulados a
través de un vínculo común, sin merma de su individualidad propia,
en orden a un fin único a cuya consecución coadyuvan.
La Sentencia Borelli del Tribunal Europeo de Justicia de 3 de
diciembre de 1992, ha venido a subrayar definitivamente estas ideas
al afirmar el deber de las jurisdicciones nacionales de admitir los
recursos que puedan promoverse contra los informes emitidos por los
órganos de los Estados miembros destinados a insertarse (con efecto
vinculante), en un procedimiento que conduce a la adopción de una
decisión comunitaria y ello «incluso si las reglas procesales internas
no lo prevén».
3. CLASES DE PROCEDIMIENTOS
a) Si se atiende a la pluralidad de actividades que pueden desarrollar
las Administraciones Públicas, habrá que hablar de tantos
procedimientos administrativos como materias o actividades. Sin
embargo, a los efectos de una comprensión adecuada de la institución,
esa diversidad de procedimientos puede reducirse a un binomio
fundamental: procedimiento general y procedimientos especiales.
Sobre este par de conceptos, en perpetua tensión, ha operado siempre
nuestro legislador para hacer efectivas, en la medida de lo posible, a
través de técnicas diferentes en cada ocasión, sus permanentes
pretensiones unificadoras. La Ley de 19 de octubre de 1889, primera
regulación general del procedimiento administrativo en nuestro país y
también en el panorama del Derecho Comparado, partió, en efecto, de
617
la convicción, claramente expuesta en la proposición elevada al
Congreso por el diputado Sr. AZCÁRATE, de que «no es posible, dada
la índole de la Administración y lo complejo de sus funciones,
formular en una ley un sólo procedimiento para el desempeño de
todas sus dependencias», pero consciente igualmente de la necesidad
de dotar al Poder ejecutivo de un procedimiento de actuación, «pues
no merece tal nombre el heterogéneo, incompleto y vicioso que si por
excepción establecen las leyes y reglamentos con relación a
determinadas ramas de la Administración, es por lo general fruto de
precedentes y obra de la rutina, sin fijeza, sin garantía y sin sanción»,
optó por establecer unas bases generales, dejando en libertad a los
distintos Ministerios para acomodarlas, a través de sus propios
Reglamentos, a sus necesidades peculiares.
La evolución posterior desvirtuó, sin embargo, la fórmula al hacer
primar la especialidad de los Reglamentos sobre la generalidad de las
bases establecidas por la Ley. El legislador de 17 de julio de 1958
hubo de hacer frente, por lo tanto, a una situación de anarquía análoga
a la de fines del siglo pasado, pero, visto el fracaso del sistema de Ley
de bases y reglamentos particulares para cada Departamento
ministerial empleado en 1889, utilizó una técnica distinta,
reconociendo de entrada la especialidad por razón de la materia de
determinados procedimientos, cuya normativa se declaró
expresamente vigente por un Decreto de 10 de octubre de 1958, e
integrándoles en el marco de un procedimiento general tipo al que dio
carácter supletorio, asegurando, en fin, un mínimo de unidad en lo
relativo al régimen del silencio administrativo y al sistema de
recursos. La Exposición de Motivos de la Ley explicó con claridad el
alcance de la fórmula empleada: «la Ley atiende en primer lugar –
dice– a un criterio de unidad. Procura, en lo posible, reunir las normas
de procedimiento en un texto único aplicable a todos los
Departamentos ministeriales, con las salvedades que en su articulado
y en las disposiciones finales se establecen respecto a los Ministerios
militares. Respeta, sin embargo, la especialidad de determinadas
materias administrativas, cuyas peculiares características postulan un
procedimiento administrativo distinto del ordinario y a las que la Ley
se aplicará con carácter supletorio. Sin embargo, como la existencia
de tales procedimientos en modo alguno puede justificar un régimen
diferenciado del sistema de recursos y del silencio administrativo, en
estos aspectos se mantiene la unidad de normas, salvo para las
618
reclamaciones económico-administrativas».
La eficacia de este nuevo intento fue, también, limitada. Los
procedimientos especiales, cuya existencia es inevitable dada la
diversidad de los sectores en los que la Administración se ve obligada
a actuar, proliferaron en exceso, presionando constantemente sobre el
procedimiento-tipo modelado en la Ley con carácter general. La
tensión tradicional entre las irrenunciables aspiraciones de unidad y la
inevitable tendencia a la dispersión y la especialidad continúa siendo
en nuestros días el problema clave, cuya solución, supuesto el
limitado éxito de las técnicas hasta ahora ensayadas, debe buscarse en
el terreno de los principios que informan la institución, tema éste
verdaderamente capital del que nos ocuparemos con detalle más
adelante.
b) Desde otro punto de vista y atendiendo a su finalidad específica,
suelen calificarse los procedimientos administrativos en declarativos,
ejecutivos y de simple gestión. Los primeros se orientan a la
elaboración de una decisión, cuyo distinto carácter da lugar, a su vez,
a otras subespecies: así, por ejemplo, el procedimiento sancionador
(o disciplinario, en su caso, si se trata de la imposición de sanciones
en el seno de una relación funcionarial, corporativa o de utilización de
un servicio público); cuando se pretende revocar otra decisión
anterior, el procedimiento será de revisión, en sus dos modalidades de
revisión de oficio, cuando la iniciativa revocatoria corresponde a la
propia Administración autora de la decisión primera, y de revisión en
vía de recurso, es decir, a instancia del particular afectado por dicha
decisión.
Los procedimientos ejecutivos, por su parte, tienden a la realización
material de una decisión anterior ya definitiva (procedimiento de
apremio, por ejemplo), mientras que los procedimientos de simple
gestión suelen tener una finalidad de tipo técnico y de carácter
esencialmente interno (aunque nunca totalmente, en la medida en que
sus resultados trascienden al exterior), preparatoria de una decisión
ulterior.
c) Por la forma de desenvolverse y, especialmente, por el tiempo en
que han de serlo, los procedimientos pueden ser ordinarios y
sumarios o de urgencia. En estos últimos los trámites y plazos del
procedimiento ordinario se simplifican y abrevian del modo previsto
619
en sus disposiciones reguladoras (el art. 50.1 LPC dispone al efecto
que «cuando razones de interés público lo aconsejen se podrá acordar,
de oficio o a petición del interesado, la aplicación al procedimiento de
la tramitación de urgencia, por la cual se reducirán a la mitad los
plazos establecidos para el procedimiento ordinario, salvo los
relativos a la presentación de solicitudes y recursos»; en términos
semejantes el art. 119 LCSP), eliminándose algunos de ellos en
ciertos casos y llegando, incluso, a trastornar seriamente, lo cual es
más grave, el propio sistema de garantías del administrado (en el
caso, que ya hemos estudiado, de la expropiación urgente: arts. 52
LEF y 56 REF).
La novísima LPAC regula hoy también en su artículo 96 una
tramitación simplificada del procedimiento administrativo común,
que podrá acordarse, de oficio o a solicitud del interesado, «cuando
razones de interés público o la falta de complejidad del procedimiento
así lo aconsejen».
d) Normalmente, el procedimiento administrativo enfrenta a la
Administración con uno o varios administrados, que se encuentran en
relación a aquélla en una posición semejante. Puede ocurrir, sin
embargo, y así sucede con frecuencia, que la posición de los
administrados sea contrapuesta y que la Administración se presente,
en consecuencia, en el procedimiento no sólo como gestora del
interés público, sino también, de alguna manera, como árbitro entre
los intereses contradictorios de los particulares. En estos casos
(otorgamiento de una licencia, autorización o concesión a un
administrado al que se oponen otro u otros que solicitan su
denegación; imposición de sanciones a un empresario por infracción
de normas laborales a instancia de un trabajador; declaración de ruina
de un edificio arrendado a la que se oponen los inquilinos del mismo;
fijación de un justiprecio en una expropiación con beneficiario
privado; ejercicio del derecho de réplica en materia de prensa, radio y
televisión, etc., además de todos los conflictos que puedan llegar a
plantearse entre el concesionario de un servicio público y los usuarios
del mismo, de los que la Administración concedente es árbitro natural
y necesario) el procedimiento administrativo tiende a asemejarse más
al proceso y la Administración al Juez o Tribunal. Ello da lugar a
algunas importantes peculiaridades, no bien resueltas muchas de ellas,
que separan a estos procedimientos de matiz arbitral de todos los
620
demás.
Por el momento, estas sumarias indicaciones parecen suficientes a los
efectos de abordar el estudio de la regulación vigente del
procedimiento administrativo en nuestro país.
III. LA REGULACIÓN DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO EN NUESTRO DERECHO
1. LA REGULACIÓN INICIAL: LA LEY AZCARATE DE 1889
La regulación del procedimiento administrativo en nuestro país fue
muy temprana, como ya hemos visto, quizás a causa de la peculiar
evolución de nuestro Derecho Administrativo que hizo derivar la
lucha por la reducción de la discrecionalidad hacia el terreno de las
formas. A este fenómeno hemos hecho ya alguna referencia con
anterioridad, por lo cual basta recordar en este momento que hasta la
promulgación de la Ley Jurisdiccional de 1956 los actos
discrecionales estaban expresamente excluidos de todo control
jurisdiccional y que por tales se entendían aquéllos en cuya adopción
la Administración autora de los mismos no tuviera que acomodarse a
los preceptos de una Ley, de un Reglamento o de otro precepto de
carácter administrativo que establecieran trámites o condiciones
específicas para el ejercicio de sus potestades (vid. el art. 2.º.2 de la
Ley de la jurisdicción contencioso-administrativa de 13 de septiembre
de 1888, que positivizó una fórmula ya consolidada en la
jurisprudencia precedente). Cada Ley o Reglamento podía, pues, fijar
libremente estos trámites o condiciones, de cuya existencia venía a
depender, ni más ni menos, el acceso al Juez. La importancia de las
formas y procedimientos, única vía disponible de penetración en el
bloque exento de la discrecionalidad, resultaba de este modo
extraordinariamente realzada, justificando el intento de establecer una
regulación unitaria que pusiera fin al particularismo y la
fragmentación derivados de la acción aislada e inconexa de las
normas singulares en las que los trámites y procedimientos entonces
existentes tenían su origen. En la misma dirección operaba, en fin,
como ha notado PARADA, la generalización progresiva del privilegio
621
de decisión ejecutoria o de autotutela, postulando, también, en favor
de una regulación general de procedimiento a través del cual la
Administración había de ejercer esas facultades cuasi-
jurisdiccionales.
En cualquier caso, es lo cierto que la Ley Azcárate de 19 de octubre
de 1889, surgida de una proposición elevada al Congreso por un
grupo de diputados sin más antecedentes que la Ley Camacho de 31
de diciembre de 1881 para el procedimiento de las reclamaciones
económico-administrativas, de la que se tomaron algunas soluciones,
vino a cubrir una necesidad hondamente sentida, como lo prueba el
hecho de que fuera aceptada por el Gobierno y aprobada sin discusión
parlamentaria alguna con muy ligeras modificaciones.
A la técnica empleada por la Ley, a la que siguieron en abril de 1890
los primeros reglamentos ministeriales, ya hemos hecho alguna
alusión más atrás. Poco más es necesario para convencerse de que a
pesar de sus indudables aciertos (algunos de ellos verdaderamente
definitivos para el porvenir de la institución, como el de la
generalización e instrumentación concreta de trámites esenciales,
como el de audiencia y vista de los expedientes ya instruidos –regla
10.ª, art. 2.º– o del de exigencia de la indicación de los recursos en la
notificación de los actos –regla 11.ª, art. 2.º–) y de significar en
conjunto un gran avance en relación a la situación anterior a ella, las
dieciocho reglas generales establecidas en su artículo 2.º difícilmente
podían resolver el problema en toda su extensión. Muchas de estas
reglas carecían de sanción, al no precisarse las consecuencias de su
eventual incumplimiento (así, las diez primeras, relativas todas ellas a
la tramitación de los expedientes dentro de plazos determinados),
salvo en lo relativo a la corrección disciplinaria de los funcionarios
responsables de su eventual infracción (reglas 16.ª y 17.ª), en tanto
que las demás estaban faltas de la concreción necesaria para asegurar
una disciplina efectiva (así, en materia de recursos, uno de los
aspectos de la regulación en los que la anarquía alcanzó mayores
cotas, dado el tenor de las reglas 12.ª y 13.ª: «se determinarán los
casos en que la resolución administrativa cause estado y en los que
haya lugar al recurso de alzada»; «se determinarán igualmente los
recursos extraordinarios que procedan por razón de incompetencia o
de nulidad de lo actuado»). Estos defectos se agudizaron
progresivamente a través de las sucesivas modificaciones de los
622
primitivos Reglamentos hasta llegar a la total imposición de los
particularismos ministeriales y a la definitiva desviación de los
principios generales consagrados por el texto legal, haciendo
inaplazable la reforma radical del sistema que se propuso y realizó la
LPA de 17 de julio de 1958.
2. LA DECISIVA LPA DE 1958 Y SU SUSTITUCIÓN EN 1992
La importancia de la Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de
julio de 1958 (LPA) para la evolución de nuestro Derecho
Administrativo no ha podido ser mayor. La Ley surge en el contexto
de la renovación de los estudios de Derecho Administrativo que se
inicia con la creación en 1950 de la «Revista de Administración
Pública» y, en concreto, es un fruto más del movimiento de reforma
administrativa que tiene lugar en la segunda mitad de la década, en el
que también tiene su origen la LEF, la Ley de Régimen Jurídico de la
Administración del Estado de 1957 y la Ley Jurisdiccional de 1956,
textos todos ellos capitales que cambiaron de raíz el panorama del
ordenamiento jurídico administrativo español. En este marco general
la LPA no se limitó a regular el procedimiento administrativo en
sentido estricto y a poner orden en el caos en el que había
desembocado el progresivo deterioro de los principios de la
benemérita Ley Azcárate, sino que abordó con decisión la tarea de
regular el régimen de los actos administrativos, así como los demás
aspectos de la acción administrativa que con él guardan relación
(Exposición de Motivos, I, párrafo quinto), realizando, en
consecuencia, una auténtica codificación de la parte general del
Derecho Administrativo, que en lo esencial sigue en pie al haber sido
respetada, «incluso literalmente» por la LPC de 1992, como
«reconocimiento de la importancia que tuvo en su día y que hoy, en
buena parte, conserva» (Exposición de Motivos de ésta, 3, in fine) y
por la novísima Ley de Procedimiento Administrativo Común de las
Administraciones Públicas de 1 de Octubre de 2015 (LPAC).
De esa importancia da fe, por otra parte, el influjo que la LPA ha
ejercido no sólo en los países hispanoamericanos, en algunos de los
cuales ha sido transcrita más o menos literalmente, sino también en
diversos Estados europeos que afrontaron tras ella intentos
623
codificadores semejantes (Alemania, Italia, Holanda y, muy
singularmente, Portugal, cuyo Código de Procedimiento
Administrativo de 29 de octubre de 1991 muestra claramente esa
influencia).
En lo que al procedimiento en sentido propio respecta, la LPA
atendió, «en primer lugar a un criterio de unidad», procurando, «en lo
posible, reunir las normas de procedimiento en un texto único
aplicable a todos los Departamentos ministeriales», aunque
respetando, sin embargo, «la especialidad de determinadas materias
administrativas, cuyas peculiares características postulan un
procedimiento distinto del ordinario y a las que la Ley se aplicará con
carácter supletorio». Con todo, el valor del procedimiento tipo
diseñado en el Título IV de la LPA ha sido mucho mayor en la
práctica del que esta supletoriedad puede hacer suponer. Desde 1958
hasta hoy ese procedimiento ideal ha jugado con singular eficacia el
papel de un marco general, capaz, por ello, de integrar en un esquema
coherente las inevitables especialidades consagradas por las normas
reguladoras de los distintos procedimientos concretos y de reducirlas,
en consecuencia, a sistema, propiciando así la progresiva elaboración
jurisprudencial de un cuerpo de principios generales bien establecido
que permite moverse con seguridad y da generalidad y firmeza a las
garantías básicas del ciudadano en cualquier situación.
Importa notar, también, que la LPA acertó a combinar esta
flexibilidad en el juego «procedimiento general-procedimientos
especiales» con la firmeza en la regulación uniforme del silencio
administrativo y del ejercicio de derecho de recurso en vía
administrativa, materias ambas en las que recabó enérgicamente para
sí la primacía aplicativa frente a cualesquiera normas particulares.
Estos valores de la Ley, junto con la jurisprudencia que acertó a
suscitar, hicieron posible la continuación de su vigencia tras la
promulgación de la Constitución y hubieran permitido, incluso, su
permanencia futura sin mayores dificultades durante un buen número
de años más de no haber optado el legislador, un tanto
apresuradamente, por su sustitución formal por una nueva Ley de
Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común de 26 de Noviembre de 1992,
que, como ya dijimos, sigue en buena parte sus huellas.
624
Esta Ley fue también algo más que una Ley de procedimiento, ya que
conservó de la anterior todo lo relativo al régimen jurídico de los
actos administrativos y añadió la regulación de la potestad
sancionadora y de la responsabilidad patrimonial de la
Administración y sus agentes, amén de un Título enteramente nuevo
dedicado a las relaciones entre las distintas Administraciones
Públicas.
Fue, en general, una Ley innecesaria y en aquellos aspectos en los que
se propuso ser innovadora como la regulación del silencio
administrativo francamente desafortunada, ya que pretendió cambiar
de sentido con carácter general, lo que quedó en pura apariencia e
introdujo no poca confusión, a la que puso fin la reforma realizada
por la Ley de 13 de Enero de 1999. Así llegamos a la novísima Ley
de 1 de Octubre de 2015, cuyo objetivo principal ha sido
introducirnos definitivamente en la era electrónica, ya que en lo
demás se ha limitado a realizar pequeños ajustes sobre un entramado
básico que ha respetado en su integridad.
3. LA REGULACIÓN VIGENTE DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
A. La aplicabilidad general de la LPAC a todas las Administraciones
Públicas. El principio y sus limitaciones
La nueva LPAC descansa, como es lógico, en el artículo 149.1.18 de
la Constitución, según el cual corresponde al Estado la competencia
exclusiva sobre «las bases del régimen jurídico de las
Administraciones Públicas y el régimen estatutario de sus
funcionarios, que, en todo caso, garantizarán a los administrados un
tratamiento común ante ella», así como sobre «el procedimiento
administrativo común, sin perjuicio de las especialidades derivadas de
la organización propia de las Comunidades Autónomas».
Partiendo de este planteamiento constitucional, el artículo 1 LPAC
afirma que éste «tiene por objeto regular los requisitos de validez y
eficacia de los actos administrativos, el procedimiento administrativo
625
común a todas las Administraciones Públicas, incluyendo el
sancionador y el de reclamación de responsabilidad de las
Administraciones Públicas, así como los principios a los que se ha de
ajustar el ejercicio de la iniciativa legislativa y la potestad
reglamentaria», precisando a continuación en el artículo 2 que quedan
comprendidas en su ámbito de aplicación la Administración General
del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas, las
Entidades que integran la Administración Local y el sector público
institucional, esto es, el conjunto formado por los organismos
públicos y entidades de Derecho Público vinculados o dependientes
de las Administraciones Públicas, las entidades de Derecho Privado
vinculadas o dependientes de las Administraciones Públicas cuando
ejerzan potestades administrativas y las Universidades públicas,
aunque éstas se regirán en primer término por su normativa específica
y sólo supletoriamente por la LPAC.
A diferencia, pues, de la LPA, cuyo artículo 1.3 afirmaba el carácter
supletorio de la misma con respecto a las normas reguladoras del
procedimiento administrativo de las Corporaciones Locales y de los
organismos autónomos, la LPAC proclama su pretensión de
aplicación general sobre todas las Administraciones Públicas, sin más
excepción que las integrantes de la llamada Administración
corporativa, esto es, las Corporaciones de Derecho Público que se
regirán por su normativa específica en el ejercicio de las funciones
públicas que les hayan sido atribuidas por Ley o delegadas por una
Administración Pública y supletoriamente por la LPAC.
La nueva Ley ha rectificado así las tensiones generadas por su
antecesora, completando la tarea que realizó en su momento la
reforma parcial realizada por la Ley de 13 de Enero de 1999.
Sentado así el principio de la aplicabilidad general de la LPAC a
todas las Administraciones Públicas, la pregunta a formular es la
relativa a la medida concreta de esa aplicación. Al respecto hay que
recordar en primer término, que las Comunidades Autónomas tienen,
también, competencias legislativas propias en materia de
procedimiento administrativo a resultas del criterio de reparto seguido
por el artículo 149.1.18 de la Constitución, antes citado, competencias
que en este punto concreto resultan igualmente de las que les
corresponden sobre la regulación sustantiva de materias o sectores
626
concretos de la actividad administrativa. Como en su momento
advirtió la Sentencia constitucional de 29 de noviembre de 1988, en la
línea ya marcada con anterioridad por la Ley del Proceso Autonómico
de 14 de octubre de 1983, artículo 12.3, la competencia de las
Comunidades Autónomas para la regulación del procedimiento «es
una competencia conexa a las que, respectivamente, el Estado o las
Comunidades Autónomas ostentan para la regulación del régimen de
cada actividad o servicio de la Administración», porque «así lo
impone la lógica de la acción administrativa, dado que el
procedimiento no es sino la forma de llevarla a cabo conforme a
Derecho».
La Exposición de Motivos de la nueva Ley así lo recuerda advirtiendo
expresamente que con ella «no se agotan las competencias estatales y
autonómicas para establecer especialidades ratione materiae o para
concretar ciertos extremos, como el órgano competente para
resolver». Su voluntad de imponer un procedimiento administrativo
general y común es, no obstante, muy firme, como acredita el
apartado 2 de su artículo 1, según el cual «sólo la Ley, cuando resulte
eficaz, proporcionado y necesario para la consecución de los fines
propios del procedimiento y de manera motivada, podrán incluirse
trámites adicionales o distintos a los contemplados en esta Ley», lo
que limita el ejercicio de la potestad reglamentaria al establecimiento
de especialidades relativas a los órganos competentes, los plazos
propios del concreto procedimiento por razón de la materia, las
formas de iniciación y terminación, la publicación e informes a
reclamar.
En esa misma línea se sitúa la disposición adicional primera que
parece querer ceñir el despliegue de las Leyes especiales a la
eliminación de aquellos trámites generales que no sean necesarios en
el concreto procedimiento que regulen y a la inclusión de otros
distintos que en éste resulten necesarios.
Sólo en los casos a los que hace expresa referencia el apartado 2 de
esta disposición (materia tributaria y aduanera, Seguridad Social y
desempleo, procedimientos sancionadores en el orden social, tráfico y
extranjería y, en general, en esta última materia y en la de asilo), la
LPAC da un paso atrás y se limita a afirmar su carácter supletorio.
Resta ya sólo decir desde una perspectiva general que el
627
procedimiento regulado en la LPAC es aplicable a la total actividad
de las Administraciones Públicas y no sólo a la actividad
administrativa en sentido estricto. Las cuestiones de procedimiento
son siempre separables del fondo del asunto, de modo que el hecho de
que éste se regule por el Derecho Privado no exonera a la
Administración de su deber de atenerse a las normas propias del
Derecho Administrativo en orden a la formación de su voluntad y a la
exteriorización de la misma. Al estudiar el tema de los contratos
administrativos hemos visto ya cómo se articula técnicamente esta
solución, que, por lo demás, es susceptible de ser extendida a
cualesquiera otros ámbitos materiales.
B. El procedimiento administrativo en la Administración institucional
Como ya hemos visto con detalle en otro momento (vid. capítulos I y
VII de esta obra), uno de los fenómenos más preocupantes de nuestro
Derecho Administrativo es, sin duda, el de la huida, desde hace unos
años sistemática, de sus rigores de bloques enteros de la organización
administrativa mediante el uso abusivo de las técnicas de
personificación y la apelación indiscriminada al Derecho Privado,
fórmulas éstas cuya combinación ha inundado el escenario
administrativo de falsas sociedades y entes públicos atípicos cuyas
normas particulares exceptúan la aplicación de las Leyes generales. A
este fenómeno, que treinta años atrás apareció como una rigurosa
excepción (el modelo RENFE, perfilado por su Estatuto de 23 de julio
de 1964), pretendió poner coto la Ley de Organización y
Funcionamiento de la Administración General del Estado de 1997,
ahora sustituida por la novísima LSP que se ha esforzado de nuevo en
imponer un cierto orden.
Esto supuesto, es imprescindible realizar aquí algunas precisiones. La
aplicación de la LPA a los organismos autónomos nunca fue un
problema, a pesar de la preferencia aplicativa que el artículo 1.4 LPA
dio a la Ley de Entidades Estatales Autónomas de 1958 y a las leyes
específicas de cada uno de ellos. No debe serlo hoy tampoco,
supuesto que el artículo 99 LSP establecen categóricamente que los
organismos autónomos se rigen por «la Ley de Procedimiento
Administrativo Común de las Administraciones Públicas... y el resto
628
de las normas de Derecho Administrativo general y especial que les
sea de aplicación». Distinto es el caso de las llamadas «entidades
públicas empresariales», que es la otra gran categoría que integra,
junto a aquellos, el bloque de los organismos públicos que la LSP
regula. El artículo 104 de ésta dice ahora que tales entidades se rigen
por el Derecho Privado, pero exceptúa de esta regla general no sólo el
supuesto del ejercicio por ellas de las concretas potestades
administrativas que tengan atribuidas, única excepción prevista en el
artículo 2.2 de la LPC de 1992, sino también todo lo relativo a la
formación de la voluntad de sus órganos y los demás aspectos
regulados en su Ley de creación y en sus estatutos, cuestiones todas
ellas en las que será aplicable la LPAC y el resto de las normas de
Derecho Administrativo general y especial que le sean de aplicación,
lo que ha venido a resolver las dudas generales por la normativa
anterior.
Todas las Entidades de Derecho Público con personalidad jurídica
propia son Administraciones Públicas a todos los efectos, como las
propias Administraciones territoriales de las que, por razones de
eficacia, se desgajan en un momento dado. Su «independización»
formal resultante de la personificación separada es un puro artificio
técnico que en ningún caso puede hacerles perder su condición
jurídica y política –constitucional, para ser exactos– de partes del
aparato organizativo público puesto al servicio de los intereses
generales, ni, menos aún, puede justificar la elusión del status jurídico
peculiar de ese aparato organizativo, supuesto que ese status no es
una creación pura y simple de la Ley, que otra Ley pueda libremente
modificar, sino, más bien, el resultado necesario del modelo de
Administración que la Constitución ha hecho suyo.
Al tema ya nos hemos referido con detalle en otro lugar de esta obra,
por lo que no insistiremos de nuevo. Recordaremos sólo que el status
singular de las Administraciones Públicas está hecho de prerrogativas
en más o en menos (RIVERO), de privilegios y también de sujeciones y
que, entre estas últimas, figuran muy en primer término la
interdicción del comportamiento arbitrario, la exigencia de
objetividad y la relevancia externa del proceso de adopción de
decisiones, así como la vinculación positiva a la Ley, que para ellas
no es un simple límite a una libertad de principio, sino una fuente de
habilitaciones concretas al margen de las cuales no pueden
629
simplemente desarrollar actividad alguna. La sujeción de su actividad
a un procedimiento formal es, pues, sencillamente inexcusable y ello
no sólo cuando ejerciten potestades coactivas sobre los ciudadanos,
sino en todo el ámbito de actuación que tengan confiado y aun en el
caso, antes extremo y hoy habitual, en que sus normas de creación
remitan su operativa al Derecho Privado, porque una cosa es la
decisión de actuar (de establecer o suprimir un servicio ferroviario, de
intervenir una entidad de crédito en crisis o de venderla una vez
saneada, etc.), decisión subordinada siempre por hipótesis al interés
general y susceptible por ello de ser valorada críticamente desde esta
perspectiva, y otra distinta –y separable de aquélla– la
instrumentación concreta de esa decisión.
En este sentido, y para terminar, no está de más recordar aquí, ante el
progresivo abuso de las personificaciones separadas y del Derecho
Privado que se ha venido haciendo en los últimos tiempos en aras de
una presunta eficacia, que la cruda realidad del presente desmiente
muchas veces de forma clamorosa este propósito, que la eficacia es,
sí, un valor constitucional, pero no el único, ni tampoco el primero, y
que en su altar no pueden, ni deben ser sacrificados los valores
constitucionales a los que el procedimiento administrativo sirve. El
hábito no hace al monje, ni éste deja de serlo porque, por simple
comodidad, decida en algún caso prescindir de aquél. La
Administración puede, ciertamente, servirse de las formas jurídico-
privadas, pero, aun en este caso, nunca podrá disfrutar de las
libertades y posibilidades propias de la autonomía privada, ni
liberarse tampoco de su vinculación constitucional a los derechos
fundamentales y a los principios generales a los que la Constitución
sujeta, sin distinciones ni matices, a todos los poderes públicos. De
uniforme o de paisano sigue siendo siempre una Administración
Pública y, como tal, viene obligada a respetar en todo caso esas
vinculaciones últimas que constituyen el núcleo esencial e
indisponible de su status jurídico.
C. El procedimiento administrativo en la llamada Administración
corporativa
La LPA no hizo en su momento ninguna referencia a las
630
Corporaciones públicas, concepto éste cuyo significado y alcance
hemos examinado con detalle en el volumen primero de esta obra
(vid. capítulo VII). Como vimos entonces, el carácter de
Administraciones Públicas de estas organizaciones sólo puede ser
admitido con reservas y en relación a su origen y constitución, más
que a su propio funcionamiento. Así las cosas, no podía sostenerse en
relación a ellas la aplicabilidad de la LPA, concebida en todo caso
para la Administración en sentido propio, a menos, claro está, que sus
normas privativas hicieran expresa llamada a los preceptos de aquélla.
Así, por ejemplo, el Decreto de 1 de marzo de 1963, aprobatorio del
Estatuto de los gestores administrativos (art. 88) y lo mismo la Orden
del Ministerio de la Gobernación de 24 de enero de 1963, que aprobó
el Reglamento de Organización Médica Colegial, cuyo preámbulo
proclamó abiertamente la adaptación de su texto a la LPA. No fue
general, ni mucho menos, esta actitud, sin embargo.
La Ley de Colegios Profesionales de 13 de febrero de 1974, que
podía y debía haber resuelto el problema de la definición del régimen
jurídico básico de estas organizaciones, guardó también absoluto
silencio en torno al mismo, remitiendo la cuestión a los Estatutos
generales y particulares y a los Reglamentos de Régimen interior de
cada Colegio, con el consiguiente riesgo de consolidar una diversidad
que, a nivel de grandes principios siquiera, carece de justificación
suficiente y que, en general, se traduce en muchos casos en un déficit
de garantías para muchos ciudadanos en el ámbito de la profesión que
constituye su medio de vida (en extremos cruciales, como, por
ejemplo, la eficacia de los acuerdos colegiales, el régimen de
notificación de los mismos, el sistema de garantías frente a dichos
acuerdos con alzadas internas que demoran injustificadamente el
acceso de los afectados a los Tribunales, etc.).
No son de extrañar por ello las vacilaciones de la jurisprudencia en
orden a la aplicación a estas organizaciones de la legislación general
de procedimiento administrativo, que unas veces se afirma (Sentencia
de 23 de junio de 1965, en relación a las Cámaras Oficiales Mineras)
y otras se niega (Sentencia de 27 de abril de 1965, relativa a un
Colegio de Farmacéuticos), En ocasiones (Sentencia de 10 de junio
de 1963), se elude el enfrentamiento formal con el problema
aplicando directamente los principios inspiradores de la regulación
legal del procedimiento como tales principios generales sin hacer
631
referencia alguna al precepto concreto en el que aparecen positivados.
La LPC de 1992 no hizo nada por salir de esta insatisfactoria
situación, que exigía y exige distinguir de entre el conjunto de la
actividad de las Corporaciones públicas las funciones que éstas
desarrollan para el cumplimiento de sus fines propios, es decir, lo que
atañe directamente a sus miembros, de aquellas otras que realizan en
virtud de una atribución o encargo específicos directamente realizada
por la Ley o, al amparo de ésta, por una Administración Pública. En
este último caso (autorizaciones de apertura de farmacias por los
Colegios Oficiales de Farmacéuticos, acceso a y disciplina de las
profesiones, etc.), no sólo se puede, sino que se debe exigir la
aplicación de la LPC desde el momento en que tales Corporaciones
actúan en estos supuestos, según advertimos en su momento, en lugar
de la propia Administración Pública, esto es, como auténticos
delegados o agentes descentralizados suyos, lo que hace forzoso, al
menos desde el punto de vista del administrado, que se observen los
mismos principios y se respeten las mismas garantías. Así vienen a
reconocerse por el artículo 36 de la reciente Ley Básica de las
Cámaras Oficiales de Comercio, Industria, Servicios y Navegación de
1 de abril de 2014, ya que remite expresamente a la vía jurisdiccional
contencioso-administrativa la impugnación de las resoluciones que
éstas dicten «en ejercicio de sus funciones público-administrativas».
En este sentido y en relación a un supuesto de revocación de oficio de
la inscripción en un Colegio profesional, la Sentencia de 25 de
octubre de 2002, con cita abundante de la jurisprudencia
constitucional y contencioso-administrativa anterior. La misma
doctrina sostiene la Sala 1.ª del Tribunal Supremo a propósito del
proceso de disolución y liquidación del Colegio de Agentes de
Cambio y Bolsa de Bilbao en su Sentencia de 13 de diciembre de
2000.
La novísima LPAC tampoco ha prescindido del todo de la
ambigüedad dominante en este ámbito, ya que se remite a «su
normativa específica en el ejercicio de las funciones públicas que les
hayan sido atribuidas o delegadas por una Administración Pública» y
sólo supletoriamente se declara aplicable a las mismas (art. 2.4)
632
4. LA TRAMITACIÓN ELECTRÓNICA DEL PROCEDIMIENTO
La Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los
ciudadanos a los servicios públicos reconoció a los ciudadanos el
derecho a relacionarse con las Administraciones Públicas utilizando
medios electrónicos para el ejercicio de sus derechos en el
procedimiento administrativo, así como para obtener informaciones,
realizar consultas y alegaciones, formular solicitudes, manifestar
consentimiento, entablar pretensiones, efectuar pagos, realizar
transacciones y oponerse a las resoluciones y actos administrativos
(art. 6).
En desarrollo de esta Ley se dictó el Real Decreto 1671/2009, de 6 de
noviembre, para la necesaria adaptación de los distintos
procedimientos y actuaciones de la Administración del Estado, en
cuyo ámbito ese derecho pasó a ser exigible sin excepciones a partir
del 31 de diciembre de 2009, según estableció la disposición final
tercera de la Ley, que, dado su carácter básico, condicionó dicha
exigencia en el caso de las Comunidades Autónomas y de las
Administraciones Locales a «que lo permitan sus disponibilidades
presupuestarias».
La novísima LPAC ha dado un paso más, abriendo así la era de la
Administración electrónica. En rigor, ese ha sido su objetivo, porque
en todo lo demás la regulación que contiene es sustancialmente
continuista.
En efecto, la LPAC ha pasado del reconocimiento del derecho a
relacionarse electrónicamente con la Administración al
establecimiento de la obligación de hacerlo, una obligación que la
Ley impone desde el momento mismo de su entrada en vigor a las
personas jurídicas, a las entidades sin personalidad jurídica, a quienes
ejerzan una actividad profesional para la que se requiera calificación
obligatoria en relación con los trámites y actuaciones que realicen con
las Administraciones Públicas en ejercicio de dicha actividad
profesional y, en todo caso, los notarios y registradores de la
propiedad y mercantiles a quienes representan a un interesado que
esté obligado a relacionarse electrónicamente con la Administración y
a los empleados públicos para los trámites y actuaciones que realicen
633
con las Administraciones Públicas por razón de su condición de tales
(art. 14 LPAC).
El apartado 3 del artículo 14 de la Ley permite extender la obligación
reglamentariamente para ciertos procedimientos y para ciertos
colectivos de personas físicas «que por razón de su capacidad
económica, técnica, dedicación profesional u otros motivos quede
acreditado que tienen acceso y disponibilidad de los medios
electrónicos necesarios», autorización ésta demasiado imprecisa cuya
utilización exige una extraordinaria prudencia para no rechazar lo
que, en principio, es propio de la potestad reglamentaria.
Todas las personas a las que no alcance la obligación «podrán elegir
en todo momento», dice el artículo 14.1, si se comunican o no con la
Administración por este medio, elección que puede rectificarse
también en cualquier momento. Todos también tienen derecho a ser
asistidos por las Administraciones Públicas en el uso de los medios
electrónicos (arts. 12 y 13 LPAC).
La puesta en marcha del sistema, aunque su ámbito operativo sea
limitado, requiere, como es obvio, un mecanismo de identificación y
de firma electrónicos, a lo que proveen los artículos 9 y 10 LPAC,
que ofrecen al respecto diversas posibilidades. Es importante destacar
que la aceptación por la Administración General del Estado de alguno
de los mecanismos de identificación regulado por el artículo 9 servirá
para acreditar frente a todas las Administraciones Públicas, salvo
prueba en contrario, la identificación electrónica de los interesados en
el procedimiento. La identidad se entenderá también acreditada
cuando los interesados utilicen algunos de los mecanismos de firma
previstos en el artículo 10 (vid. apartado 4). El apartado 3 del artículo
10 prevé, en fin, que, «cuando así lo disponga expresamente la
normativa reguladora aplicable», las Administraciones Públicas
admitan los mecanismos de identificación como mecanismos de firma
siempre que «permitan acreditar la autenticidad de la expresión de
voluntad y consentimiento de los interesados».
Los artículos 38 y siguientes de la también novísima LSP regulan, por
su parte, el funcionamiento electrónico del sector público y, en
concreto, los sistemas de identificación (art. 40) y de firma
electrónica de cada Administración pública (art. 42) y del personal a
su servicio (art. 43), el archivo electrónico de documentos (art. 46), la
634
sede electrónica de cada Administración Pública (art. 38), su portal de
internet (art. 39), etc. Alguna de estas disposiciones están dobladas
por la coetánea LPAC (así, el archivo, art. 17), que regula también
con detalle, como es obligado, los registros electrónicos de cada
Administración y el Registro Electrónico General (art. 16).
Todo parece así dispuesto para el inicio de una nueva era de la que
cabe esperar una mejora del funcionamiento de las Administraciones
Públicas, una simplificación de los procedimientos, un incremento de
la transparencia administrativa, aunque se eche en falta la aprobación
simultánea a la promulgación de la LPAC y la LSP de un programa
específico de implantación progresiva de la Administración
electrónica que ambas Leyes nos presentan que asegure el
entrenamiento de los empleados públicos y la intercomunicación
entre las diferentes Administraciones y organismos para eliminar a
radice la sombra ominosa del «vuelva Vd. mañana», que en esta
nueva era sería particularmente insoportable porque con las
máquinas, por sofisticadas que sean, no hay diálogo posible.
IV. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
Las dificultades de todo orden que, a lo largo de lo que llevamos
dicho, han podido vislumbrarse ponen de manifiesto la utilidad –y,
aún más, la auténtica necesidad– de un intento dirigido a aislar los
grandes principios que constituyen el entramado básico y la estructura
esencial de esta institución jurídica que es el procedimiento
administrativo. Son estos principios, rectamente entendidos, el único
medio de asegurar ese mínimo de unidad que se viene resistiendo
desde hace un siglo a los preceptos con que, de un modo u otro, ha
pretendido el legislador reducir la tendencia a la dispersión y al
particularismo. Sólo así podrá encontrarse una salida razonable a la
permanente e inevitable tensión entre el procedimiento general
ordinario y los procedimientos especiales que la LPA hubo de aceptar
en su día, que la posterior LPC de 1992 tuvo que admitir también y
que la actual LPAC ha reducido, pero no ha podido eliminar. Sólo de
esta manera –y esto es lo más importante, sin duda alguna– podrá
llegar a comprenderse la esencia última de la institución en su triple
635
dimensión de vehículo de participación de los administrados en la
elaboración de las decisiones administrativas, de mecanismo de
garantía de los derechos de los particulares y de cauce para la pronta
y eficaz satisfacción de los intereses generales.
Con esta finalidad, pasaremos revista a continuación a una serie de
principios que, con uno u otro alcance, constituyen el soporte de la
institución, sin perjuicio, naturalmente, de las precisiones que se
harán en cada caso a lo largo del análisis pormenorizado de la
estructura del procedimiento y de sus distintas fases.
1. EL CARÁCTER CONTRADICTORIO DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
El procedimiento administrativo puede iniciarse de oficio o a
instancia de persona interesada (art. 54 LPAC). En cualquier caso, es
de esencia a todo procedimiento su carácter contradictorio, es decir, la
posibilidad de que se hagan valer los distintos intereses en juego y de
que esos intereses sean adecuadamente confrontados en presencia de
sus respectivos titulares antes de adoptar una decisión definitiva.
El carácter contradictorio del procedimiento administrativo está
consagrado sin reservas en la LPAC. El artículo 4 de la misma
comienza, en efecto, garantizando la llamada al procedimiento en
todo caso de los que, sin haberlo iniciado, ostenten derechos que
puedan resultar afectados por la decisión que el mismo se adopte
[interesados necesarios, apartado b) del precepto citado, en relación al
art. 8 LPAC], decisión que, en otro caso, se considera viciada de
nulidad (Ss. de 5 de febrero y 7 de mayo de 1988, por ejemplo). El
propio artículo 4 permite igualmente la comparecencia en el
procedimiento de todas aquellas personas cuyos intereses legítimos,
personales y directos puedan resultar afectados por la resolución que
se dicte, en defensa, precisamente de esos intereses [apartado c)].
Tanto éstos como aquéllos y, también, por supuesto, los que
promuevan el procedimiento como titulares de derechos o intereses
legítimos, se consideran por la Ley como interesados en sentido
técnico y, en cuanto tales, investidos de una serie de derechos en
orden a su participación activa en el desarrollo de aquél: derecho a
636
conocer en cualquier momento el estado de la tramitación de los
procedimientos y a obtener copias de documentos contenidos en ellos
[art. 53. a) LPAC]; a identificar a las autoridades y al personal al
servicio de las Administraciones Públicas bajo cuya responsabilidad
se tramiten los procedimientos [art. 53. b)]; a formular alegaciones y
a aportar documentos en cualquier fase del procedimiento anterior al
trámite de audiencia, que deberán ser tenidos en cuenta por el órgano
competente al redactar la propuesta de resolución [art. 53. e) y 76], a
proponer aquellas actuaciones que requieran su intervención o
constituyan trámites legal o reglamentariamente establecidos (art.
75.1) y a intervenir en la práctica de los actos de instrucción
correspondientes (art. 75.3 y 4), a proponer cualquier clase de pruebas
y a intervenir en la práctica de las mismas (art. 77), a tomar audiencia
y vista del expediente una vez que éste haya sido totalmente instruido
y antes de que la propuesta de resolución se haya redactado (art. 82),
a interponer los recursos procedentes contra las resoluciones y actos
de trámite que puedan dictarse, etc. En estricta correlación con estos
derechos el artículo 75.4 LPAC impone al órgano instructor el deber
de adoptar («adoptará», dice imperativamente el precepto) «las
medidas necesarias para lograr el pleno respeto de los principios de
contradicción y de igualdad de los interesados en el procedimiento».
Si estos derechos se niegan, si se elimina o se limita arbitrariamente
la posibilidad de contradicción so pretexto de especialidades más o
menos reales, no puede decirse siquiera que exista verdadero
procedimiento en sentido jurídico.
La jurisprudencia constitucional producida a propósito del capital
artículo 24 de la Constitución es en este punto particularmente
concluyente. Muy tempranamente, en su Sentencia de 8 de junio de
1981, el Tribunal Constitucional dejó claro que, si bien el artículo 24
de la Norma Fundamental contempla prima facie el orden penal, la
interpretación del mismo debe hacerse «teniendo en cuenta que la
Constitución incorpora un sistema de valores cuya observancia
requiere una interpretación finalista de la Norma Fundamental». Esa
interpretación –añade– «nos lleva a la idea de que los principios
esenciales reflejados en el artículo 24 de la Constitución en materia
de procedimiento han de ser aplicables a la actividad sancionadora de
la Administración, en la medida necesaria para preservar los valores
esenciales que se encuentran en la base del precepto y la seguridad
637
jurídica que garantiza el artículo 9.º de la Constitución», por lo que
«la garantía del orden constitucional exige que el acuerdo se adopte a
través de un procedimiento en el que el presunto inculpado tenga
oportunidad de aportar y proponer las pruebas que estime pertinentes
y alegar lo que a su derecho convenga».
El razonamiento del Alto Tribunal, al situar su centro de gravedad en
la interpretación finalista del artículo 24, contribuye a poner de
manifiesto, más allá de los límites propios del ejercicio de la potestad
punitiva, penal o administrativa, en los que la Sentencia se mueve,
que lo que en dicho precepto se consagran son principios esenciales
en materia de procedimiento, principios que giran en torno a los
derechos de defensa de los afectados, supuesto que la Constitución
proscribe cualquier posible forma de indefensión, ya sea ésta total o
parcial, esto es, cualquier disminución indebida de las posibilidades
de hacer valer los propios derechos e intereses legítimos.
En términos constitucionales estrictos no hay, pues, procedimiento
válido si no existe igualdad de oportunidades entre las partes en cada
una de las piezas, trámites o momentos procesales, esto es, si no
existe un auténtico debate contradictorio tanto sobre los hechos, como
sobre su calificación jurídica (Sentencia constitucional de 10 de abril
de 1981). El principio de contradicción ilumina así todas las fases del
procedimiento administrativo y es a su luz como deben interpretarse
todas y cada una de sus normas reguladoras y como deben valorarse
todas y cada una de las actuaciones que lo integran. Los atestados y
documentos administrativos tienen por eso, también en el
procedimiento administrativo, el valor de meras denuncias, por lo que
para que adquieran auténtico valor probatorio han de ser ratificados
en el curso del propio procedimiento, previo examen contradictorio
(Sentencias constitucionales, entre otras, de 4 de octubre y 16 de
diciembre de 1985). Por eso, también, la resolución del procedimiento
debe ser congruente con los términos del debate, ya que si los
modifica de forma sustancial marginaría, en la medida en que lo
hiciera, la imprescindible contradicción (Sentencia constitucional de
10 de diciembre de 1985; vid., también, las Sentencias del Tribunal
Supremo de 8 de abril de 1983 y 28 de febrero de 1986, entre otras).
2. EL PRINCIPIO DE ECONOMÍA PROCESAL
638
La LPA estableció en su artículo 29 que «la actuación administrativa
se desarrollará con arreglo a normas de economía, celeridad y
eficacia», declaración que quiso ser algo más que un pío deseo, un
simple consejo o una mera recomendación del legislador a los
órganos de la Administración, como se cuidó de subrayar su
Exposición de Motivos (IV, párrafo tercero) al afirmar que «las
aludidas directrices no se conciben como simples enunciados
programáticos, sino como verdaderas normas jurídicas al habilitar a la
Administración de una vez para siempre para adoptar cuantas
medidas repercutan en la economía, celeridad y eficacia de los
servicios». En esta línea el artículo 29.2 de la Ley citada ordenó
expresamente a las autoridades superiores de cada Centro o
Dependencia velar, «respecto de sus subordinados, por el
cumplimiento de este precepto, que servirá también de criterio
interpretativo para resolver las cuestiones que puedan suscitarse en
la aplicación de las normas de procedimiento».
Al actuar así la LPA positivizó, generalizándolo y extrayendo de él
todas sus consecuencias, un principio general cuya virtud había
destacado ya la jurisprudencia anterior a ella en relación al tema
capital de la valoración de los vicios de forma o de procedimiento,
cuestión ésta a la que ya nos hemos referido en el capítulo XI de esta
obra. Como vimos entonces, esa valoración debe hacerse en función
de la incidencia del vicio o defecto en la decisión de fondo, de modo
que cuando se compruebe que ésta hubiera permanecido la misma en
todo caso resultará improcedente, por contrario al principio de
economía procesal, declarar la nulidad de lo actuado y reproducir el
trámite viciado u omitido. La observación, que ahora cuenta con un
apoyo constitucional expreso (art. 103.1 de la Constitución: «La
Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y
actúa de acuerdo con los principios de eficacia...»), se ha hecho ya
usual en la doctrina jurisprudencial, que sigue sin vacilaciones la
línea marcada por la vieja Sentencia de 23 de noviembre de 1935 («la
reposición del expediente y la práctica de las diligencias omitidas...
llevarían a una perjudicial dilación contraria a los principios de
economía procesal, si en todo caso no hay cargos probados o no
constituyen la falta imputada o corregida»).
Este mismo principio informa también las soluciones previstas en
relación a la conservación de actos y trámites no afectados por el
639
defecto o la infracción eventualmente cometidos a lo largo del
procedimiento, la conversión de los actos nulos que contengan los
elementos constitutivos de otros distintos, la convalidación de actos
anulados, etc., cuestiones todas ellas que ya hemos analizado con
detalle en otro lugar.
Igual preocupación latía, en fin, a todo lo largo de la regulación del
procedimiento administrativo y de sus distintas fases o momentos. El
artículo 38 LPA, precepto todavía en vigor (aunque con rango
simplemente reglamentario), preveía en esta línea el establecimiento
de un procedimiento sumario de gestión cuando hubieran de
resolverse una serie numerosa de expedientes homogéneos y el
artículo 39, también vigente hoy con rango reglamentario, ordenaba
consecuentemente con estos principios que cuando en un mismo
asunto hubieran de intervenir con facultades decisorias dos o más
Departamentos ministeriales u organismos autónomos habría de
tramitarse un sólo expediente, que correspondería tramitar y resolver
al órgano de competencia más específica y en el que se integrarían
por vía de informe los pareceres de los demás órganos y autoridades
competentes.
La nueva LPAC ha ratificado estos criterios, aunque quizás de forma
menos expresiva como principios generales de actuación de todo el
sector público. El artículo 3 reproduce, por lo pronto, en su apartado
1), el tenor del artículo 103.1 de la Constitución, que consagra, como
bien es sabido, el principio de eficacia, y va, incluso más allá al
imponer a la Administración un criterio de eficiencia, esto es de
economía de medios, en su actuación. En esa misma línea, el artículo
75 LPAC, bajo el rótulo de celeridad, obliga a acordar en un sólo acto
todos los trámites que, por su naturaleza, admitan una impulsión
simultánea y no sea obligado su cumplimiento sucesivo. El artículo
57 LPAC permite, por su parte, la acumulación de varios expedientes
cuando exista entre ellos conexión íntima, etc., etc. Los artículos 48 y
sigs. LPAC limitan, en fin, la eficacia invalidante de los defectos de
forma y aseguran la conservación de actos y trámites, así como la
conversión y convalidación, en su caso, de los mismos por iguales
razones en los términos que ya hemos estudiado más atrás (vid.
capítulo XI).
El principio de economía procesal traduce así y traslada a la esfera del
640
procedimiento el principio de eficacia consagrado en el artículo 103.1
de la Constitución, como notó la Sentencia del Tribunal Supremo de 6
de febrero de 1988, que ha extraído de él la posibilidad, y aun la
propia obligatoriedad, de las aprobaciones parciales de los planes de
urbanismo, por ejemplo, lo que prueba la riqueza de matices y la
amplia virtualidad del principio en cuestión. Esa vinculación del
principio al citado precepto constitucional se subraya ya de forma
habitual por la jurisprudencia (vid. Sentencias de 27 de enero y 22 de
abril de 1992).
Conviene, no obstante, subrayar que, siendo, como es, plural la
finalidad institucional del procedimiento administrativo, la idea de
eficacia, a la que el principio de economía procesal se vincula prima
facie, puede eventualmente entrar en colisión con la legalidad y la
idea de garantía, colisión o enfrentamiento ante los cuales no deja de
ser frecuente que se empeñen en situarnos los administradores y
gobernantes de ayer y de hoy.
Ante este (falso) dilema, hay que sostener, sin embargo, que la
eficacia tiene que ser procurada siempre con estricto respeto a los
valores superiores que la Constitución consagra, a los derechos
fundamentales que ésta reconoce y a las propias Leyes que concretan
las garantías que la protección de esos derechos reclama. También
aquí la jurisprudencia constitucional es explícita cuando afirma que
«aunque la eficacia de la Administración es un bien
constitucionalmente protegido, tal principio es de rango inferior a la
igualdad, que es no sólo un derecho individual de los españoles, sino
un principio al que está sometido el legislador e, incluso, un valor
superior del ordenamiento jurídico» (S. de 3 de agosto de 1983); vid.,
también, en esta misma línea, aunque llevando el argumento a
extremos discutibles, la Sentencia constitucional de 17 de febrero de
1984).
El principio de «economía procesal es lógicamente inferior en una
escala axiológica de los principios procesales» (Sentencia
constitucional de 24 de julio de 1981), por lo que, aun siendo un valor
atendible no puede «llegar a cubrir la violación de un derecho
fundamental y el perjuicio de los derechos del afectado» (Sentencia
constitucional de 26 de julio de 1983).
El problema enunciado más atrás es, pues, un problema de equilibrio
641
entre principios de rango diverso, más que de oposición frontal, como
no es infrecuente presentarlo.
3. EL PRINCIPIO «IN DUBIO PRO ACTIONE»
En estrecha relación con el anterior se sitúa otro principio general
que, como dice la Sentencia de 16 de noviembre de 1970, refiriéndose
a la LPA, «fluye en toda la expresada Ley»: el principio pro actione
que postula en favor de la mayor garantía y de la interpretación más
favorable al ejercicio del derecho de acción y, por lo tanto, en el
sentido de asegurar, en lo posible, más allá de las dificultades de
índole formal, una decisión sobre el fondo de la cuestión objeto del
procedimiento.
El procedimiento administrativo no ha sido ciertamente concebido
por el legislador como una carrera de obstáculos cuya superación sea
requisito necesario para la adopción de la resolución final, sino como
un cauce ordenado capaz de garantizar la legalidad y el acierto de
aquélla dentro del más absoluto respeto de los derechos de los
particulares. Pertenece, pues, a la esencia misma de la institución la
tendencia a la prosecución del camino en que el procedimiento
consiste hasta llegar a esa decisión final, eficaz y justa, que constituye
el objetivo al que se ordenan todos los requisitos y trámites
intermedios. Esto supuesto, no puede considerarse sorprendente, sino,
por el contrario, ajustado a la propia naturaleza de la institución, el
que, en caso de duda, deba resolverse ésta en el sentido más favorable
a la continuación del procedimiento hasta su total conclusión.
La virtualidad del principio es máxima a la hora de interpretar el
concepto de interés directo a efectos de legitimación (vid. al respecto
las Sentencias constitucionales de 11 de octubre y 30 de noviembre
de 1982, 11 de julio de 1983, esta última capital, como luego
veremos; vid. también las de 15 y 29 de enero de 2001 y la Sentencia
del Tribunal Supremo de 13 de septiembre de 2002), o de decidir si el
acto es definitivo o de trámite en caso de recurso (Ss. de 5 de febrero
de 1970, 10 de octubre de 1995 y 30 de septiembre de 1996), o de
computar los plazos previstos para cada trámite (S. de 26 de abril de
1969: «en materia de plazos y cuando surge la duda ha de estarse a la
642
mayor viabilidad de la pretensión como principio general de
procedimiento»; vid. también la Sentencia de 21 de febrero de 1997),
o de valorar los efectos, prescriptorios o no, de una reclamación
seguida a través de una vía declarada inadmisible en relación a la
pervivencia de la acción (S. de 13 de febrero de 1975: «del suplico se
desprende que no se trataba de un recurso puesto que no se pedía la
revocación; luego la resolución de ese “recurso” no puede decirse que
sea un acto consentido»; también las Sentencias de 24 de octubre de
2001 y 11 de marzo de 2002), o de optar por la publicación o la
notificación (S. de 19 de junio de 1971 y 4 de noviembre de 1972; en
el mismo sentido la Sentencia de 29 de septiembre de 1992), o de
precisar el alcance de la excepción de acto confirmatorio (S. de 28 de
septiembre de 1973: «aunque sólo se trate de una aclaración, no
puede entenderse que aclarar sea sinónimo de reproducir, en la
acepción que esta palabra tiene en la Ley, con la consecuencia
práctica de que si las aclaraciones llevan consigo nuevas
declaraciones que, implícita o explícitamente, puedan suponer la
lesión de derechos preexistentes es dable la admisión del recurso»), o
de decidir si se trata de un desistimiento o de una renuncia (S. de 28
de mayo de 1984), o de resolver acerca de la validez de la
presentación de los escritos en las oficinas de Correos (Ss. de 10 de
marzo y 30 de abril de 1987 y Auto de 2 de marzo de 1987: es válida
la presentación, aunque el escrito no fuera fechado y sellado), etc.
La actual LPAC, como sus predecesoras, incorpora a su texto
abundantes aplicaciones de este principio, de cuyo correcto juego
depende en buena medida la virtud garantizadora del procedimiento
administrativo. Así, por ejemplo, el artículo 115.2, según el cual el
error en la calificación del recurso no obsta a su tramitación (precepto
avalado por una jurisprudencia reiterada –Ss. de 21 de diciembre de
1970, 26 de enero y 23 de febrero de 1972, 1 de marzo de 1975, 25 de
mayo y 19 de noviembre de 1984, 21 de febrero de 1997, etc.– que ha
extendido su virtud a toda clase de escritos, sean o no de recurso); el
artículo 95, que exige a la Administración que advierta al interesado
con una antelación de tres meses de la amenaza de caducidad del
procedimiento en caso de que éste se encuentre paralizado por una
causa imputable a aquél (sin cuya advertencia la resolución que
declare la caducidad es nula: Ss. de 29 de abril de 1968, 22 de octubre
de 1969, 6 de julio de 1971, 1 de marzo de 1974, 16 de marzo de
1982, 18 de noviembre de 1986, 10 de marzo de 1987, 24 de julio de
643
1995, etc.); los artículos 66 y 68, que obligan al órgano administrativo
a requerir al interesado para que subsane la falta por él cometida o
acompañe los documentos exigidos en un nuevo plazo de diez días
(vid. las Ss. de 5 de junio de 1971 y 27 de junio de 1965, esta última
con referencia, incluso, a «la omisión de algún requisito necesario» y
no simplemente formal; vid., también las Ss. de 29 de abril de 1981 –
subsanabilidad de la falta de prestación de fianza en procedimiento de
contratación–; 11 de febrero de 1983 –si la Administración no
advirtió inicialmente el defecto al interesado para que éste pudiera
subsanarlo, no puede luego alegar la inadmisibilidad sobre la base de
dicho defecto–, 16 de marzo de 1988, 19 de octubre de 1992, 19 de
mayo de 1998; esta última admite la subsanación producida días
después del plazo concedido para efectuarla), etc.
El principio, ya sólidamente instalado en la jurisprudencia
preconstitucional, se ha visto sensiblemente reforzado, tras la
promulgación de la Norma Fundamental, que obliga a atenerse en
todo caso a la interpretación de las normas en el sentido más
favorable a la eficacia de los derechos fundamentales (Ss.
constitucionales de 6 de mayo de 1983, 14 de junio de 1984, 9 de
febrero de 1985, 23 de mayo de 1985 y 12 de diciembre de 1986,
entre otras), lo que equivale a una formal prohibición de las
interpretaciones contra cives (vid. S. constitucional de 30 de
septiembre de 1985), principios éstos de ámbito más general, de los
que el que ahora nos ocupa no es sino simple aplicación en el ámbito
del procedimiento.
4. EL PRINCIPIO DE OFICIALIDAD
Sin perjuicio de la intervención activa de los interesados, que resulta
del carácter contradictorio del procedimiento administrativo en los
términos que ya conocemos, la LPAC establece en su artículo 71.1
que «el procedimiento se impulsará de oficio en todos sus trámites».
Esto significa que la Administración está específicamente obligada a
desarrollar la actividad que sea necesaria para llegar a la decisión
final, sin necesidad de que sea excitada en este sentido por los
particulares, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito de la
jurisdicción civil donde, por regir el principio dispositivo, se entiende
644
que el proceso es cosa de las partes, de quienes depende, en
consecuencia, su progresión (vid. al respecto la expresiva S. de 31 de
marzo de 1973; en el mismo sentido, la S. de 10 de julio de 1985).
La LPA fue muy clara en este punto, como lo es hoy la actual LPAC,
que ha puesto, incluso, un énfasis mayor en la afirmación de estas
ideas. Así, el artículo 20 de ésta responsabiliza directamente de la
tramitación del procedimiento a los titulares de las unidades
administrativas que tuvieren a su cargo la resolución o el despacho de
los asuntos, a los que ordena adoptar «las medidas oportunas para
remover los obstáculos que impidan, dificulten o retrasen el ejercicio
pleno de los derechos de los interesados o el respeto a sus intereses
legítimos», así como disponer «lo necesario para evitar o eliminar
toda anormalidad en la tramitación de los procedimientos»,
facultando a los interesados para solicitar la exigencia de esa
responsabilidad. Idénticas prevenciones contiene el artículo 21.6 en
relación a la obligación que impone de resolver dentro del plazo
máximo establecido en las normas concretamente aplicables (o en su
defecto en el de tres meses que el propio precepto establece (que
fueron seis en el art. 61 LPA y doce en la Ley Azcárate de 1889).
Estos recordatorios de responsabilidad son, por lo demás, constantes
[vid., con carácter general, el art. 13. f)].
El artículo 75.1 establece, por su parte, que «los actos de instrucción
necesarios para la determinación, conocimiento y comprobación de
los hechos en virtud de los cuales deba pronunciarse la resolución, se
realizarán de oficio... por el órgano que tramite el procedimiento».
La apertura de un período de prueba es también obligatoria para la
Administración, aun en el supuesto de que no medie petición al efecto
de los interesados, «cuando la Administración no tenga por ciertos los
hechos alegados» por éstos «o la naturaleza del procedimiento lo
exija» (art. 77.2). En cuanto a la obligación de resolver en plazo, el
artículo 21.6 de la LPAC establece como la Ley precedente la
responsabilidad disciplinaria del personal al servicio de las
Administraciones Públicas y de los titulares de dos órganos
administrativos que tengan a su cargo el despacho de los asuntos que
la incumplan, pero no ha tenido tampoco el valor necesario para
afirmar la responsabilidad de la propia Administración en estos casos
(ésta y no la corrección del funcionario es la verdadera garantía), si el
incumplimiento de los plazos, expresión clara de un funcionamiento
645
anormal del servicio, deriva en daño efectivo y evaluable
económicamente para los interesados en el procedimiento. Esa
responsabilidad es, sin embargo, exigible, no sólo en los supuestos en
los que existe una previsión legal específica (así, en los arts. 57 LEF y
198 LCSP para los casos de demora superior a seis y dos meses,
respectivamente, en la determinación del justiprecio expropiatorio o
en el pago del mismo y de treinta días en el pago del precio pactado
en el contrato; la cuantía de la indemnización por la demora se cifra
aquí en el interés legal del dinero, más los costes a los que se refiere
la Ley 3/2004, de 29 de diciembre). A todo ello habría que añadir en
rigor todos los demás perjuicios que la demora hubiere podido
originar y ello al amparo de la cláusula general de responsabilidad
patrimonial de la Administración que más atrás hemos estudiado. La
jurisprudencia, no muy beligerante en este punto, terminó por
reconocerlo así en una importante Sentencia de 10 de junio de 1985
(condena a la Administración al pago de una indemnización en un
supuesto de retraso indebido –más de cuatro años– en la tramitación y
resolución de un recurso de alzada). El inciso final del precepto citado
precisa, al menos, recogiendo la idea de la reforma parcial de 1999,
que el incumplimiento de la obligación de resolver en plazo «dará
lugar a la exigencia de responsabilidad disciplinaria, sin perjuicio de
la que hubiere lugar de acuerdo con la normativa aplicable», lo que
alude con toda evidencia a la responsabilidad patrimonial
correspondiente a los daños causados por la demora.
La impulsión de oficio, que responde a las exigencias propias del
interés público que el procedimiento administrativo pone en juego, da
a éste un acusado carácter inquisitorial: la Administración, gestora del
interés público, está obligada a desplegar por sí misma, ex officio,
toda la actividad que sea necesaria para dar adecuada satisfacción a
ese interés, sea cual sea la actitud, activa o pasiva, que puedan
adoptar los particulares que hayan comparecido en el procedimiento,
lo que, como en su momento veremos, impone igualmente
correcciones importantes al juego propio del principio de
congruencia, característico del proceso civil, en el momento de dictar
la resolución final, en la que estos poderes ex officio, desplegados a lo
largo del procedimiento vienen a proyectar sus resultados permitiendo
al órgano competente, en aras del interés público, extender el
contenido de su decisión a todas las cuestiones planteadas por el
expediente, hayan sido o no alegadas por los interesados (arts. 88.1 y
646
119.3 LPAC), siempre, claro está, que respete las exigencias del
principio de contradicción dando oportunidad a los interesados de
pronunciarse sobre estas cuestiones nuevas, no propuestas
inicialmente por ellos.
5. EXIGENCIA DE LEGITIMACIÓN
Salvo en aquellos supuestos excepcionales en que está expresamente
reconocido por la Ley el carácter público de la acción (en materia de
urbanismo; art. 48 de la vigente LS; de costas: art. 109 de la Ley de
Costas de 28 de julio de 1988; de patrimonio artístico: art. 8.º.2 de la
Ley del Patrimonio Histórico Español de 25 de junio de 1985; de
medio ambiente: arts. 20 y sigs. de la Ley 27/2006, de 18 de julio), la
promoción de un nuevo procedimiento administrativo o la
participación en un procedimiento ya en marcha requiere en el
particular una cualificación específica, es decir, una especial relación
con el objeto del procedimiento (legitimación); que la LPC concreta
en la titularidad, al menos, de un interés legítimo que pueda resultar
afectado por la resolución que se dicte.
Más adelante estudiaremos con detalle la figura del interesado en el
procedimiento y el alcance de la fórmula legal de la que se hace
depender esa condición. Por el momento, a los efectos que ahora
importan, destacaremos simplemente que la exigencia de legitimación
implica una selección, más o menos amplia, de entre el conjunto de la
colectividad, de uno o varios ciudadanos, a los que refiere la Ley de
modo exclusivo la posibilidad misma de promover un procedimiento
(art. 54: «Los procedimientos podrán iniciarse de oficio o a solicitud
del interesado») y de participar activamente en su desenvolvimiento
ulterior mediante el ejercicio de los derechos que, sólo a ellos y no a
los demás ciudadanos, se reconocen (derecho a solicitar los actos de
instrucción adecuados; derecho a formular alegaciones en cualquier
momento; derecho a proponer, practicar y presenciar las pruebas;
derecho a tomar vista y audiencia del expediente ya instruido;
derecho a la notificación personal de los actos y resoluciones que se
dicten; derecho a recurrir dichos actos y resoluciones, etc.).
La actual LPAC, como su predecesora, siguen en este punto, como es
647
obligado, la pauta establecida por la jurisprudencia constitucional
desde el primer momento. La Sentencia constitucional de 11 de julio
de 1983 destacó, en efecto, con todo acierto que la fórmula «intereses
legítimos» del artículo 24 de la Norma Fundamental era más amplia
que la contenida en la LPA, por lo que comprendía y amparaba
también los intereses indirectos, de forma que, a partir de la
Constitución, todo interés individual o social tutelado por el Derecho
indirectamente, con ocasión de la protección del interés general, y no
configurado como derecho subjetivo, podía y puede calificarse como
interés legítimo, con independencia de que la norma que incide en el
ámbito de dicho interés ocasione a su titular de forma directa un
beneficio o un perjuicio (GÓMEZ-FERRER). Sólo, pues, el mero interés
en la observancia de la legalidad, el interés simple derivado de la sola
condición de miembro de la colectividad social, carecería de
virtualidad a efectos de legitimación.
Esta nueva orientación, amén de propiciar la reinterpretación de la
LPA y de revalorizar las técnicas de legitimación colectiva ya
admitidas por otras Leyes preconstitucionales (así, el art. 32 de la Ley
Jurisdiccional de 1956, según el cual «los Colegios Oficiales,
Sindicatos, Cámaras, Asociaciones y demás entidades constituidas
legalmente para velar por intereses profesionales o económicos
determinados estarán legitimados como parte, en defensa de esos
intereses o derechos»; vid. la Sentencia constitucional de 25 de
febrero de 1986, que aceptó sin limitación la legitimación de una de
estas entidades, tanto para impugnar disposiciones generales, como
para recurrir actos singulares, supuesto que también éstos pueden
incidir en el interés profesional o económico que aquéllas
representan), fue pronto incorporada por la legislación
postconstitucional. Así, el capital artículo 7.3 LOPJ estableció con
toda claridad que «los Juzgados y Tribunales protegerán los derechos
e intereses legítimos tanto individuales, como colectivos, sin que en
ningún caso pueda producirse indefensión», declaración ésta a la que
el precepto añadió la siguiente precisión: «para la defensa de estos
últimos se reconocerá la legitimación de las corporaciones,
asociaciones y grupos que resulten afectados o que estén legalmente
habilitados para su defensa y promoción». Lo mismo hicieron luego
el artículo 20.1 de la Ley General de Defensa de los consumidores y
usuarios de 19 de julio de 1984 (vid. hoy el art. 37.1 del vigente Texto
Refundido de 16 de noviembre de 2007) y los artículos 18.1. g) y 72
648
LRL y 151 LHL. La nueva LJ (arts. 18 y 19) reconoce hoy
legitimación para actuar ante el orden jurisdiccional contencioso-
administrativo (con mayor motivo, por lo tanto, en el procedimiento
administrativo) a las corporaciones, asociaciones, sindicatos, grupos
de afectados, uniones sin personalidad y patrimonios independientes
o autónomos, si bien hay que advertir, como acertadamente lo hace la
Sentencia constitucional de 11 de junio de 1996, que «esa capacidad
abstracta del sindicato tiene que concretarse en cada caso mediante un
vínculo o conexión entre la organización que acciona y la pretensión
ejercitada», ya que «no alcanza a transformarlos en guardianes
abstractos de la legalidad».
La LPC de 1992 culminó el proceso descrito en unos términos que la
novísima LPAC se ha limitado a reproducir. El artículo 4 de ésta
comienza reconociendo la legitimación individual de los titulares de
derechos e intereses legítimos, pero sitúa luego al mismo nivel los
individuales y los colectivos [apartado 1. c): «aquellos cuyos
intereses legítimos, individuales o colectivos»...], para terminar
afirmando con carácter general que «las asociaciones y
organizaciones representativas de intereses económicos y sociales
serán titulares de intereses legítimos colectivos en los términos que la
Ley reconozca» (art. 4.2), enlazando así con la legislación especial a
la que el texto constitucional obliga a reconocer a estos efectos no
sólo a las organizaciones y grupos sociales típicos (los sindicatos de
trabajadores y las asociaciones de empresarios: art. 7; las
organizaciones profesionales: art. 52; las de consumidores y usuarios,
cuya constitución se fomentará: art. 51; etc.), sino también a todos los
demás que puedan constituirse, que el artículo 9.2 se encarga de situar
junto al individuo y a su mismo nivel («los grupos en que se integra»)
por entender que éste es un presupuesto de la consecución de una
libertad y una igualdad reales y efectivas.
6. LA IMPARCIALIDAD EN EL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
Como ya notamos, la Administración reúne en el procedimiento
administrativo la doble condición de juez y parte, razón por la cual el
principio de la imparcialidad, característico del proceso, resulta
649
relativizado en cierta medida.
Hay aquí –y es inevitable– una tensión permanente entre los
postulados constitucionales de objetividad en el servicio a los
intereses generales que el artículo 103.1 de la Norma Fundamental
impone a la Administración en cuanto tal y la de imparcialidad que el
propio precepto en su apartado 3 exige a sus funcionarios, de una
parte, y la posición institucional que en el procedimiento
administrativo corresponde a aquélla y éstos, de otra, tensión que,
como es evidente, no admite una solución simplista. La directiva
constitucional –objetividad e imparcialidad– es, no obstante, muy
clara y obliga inexcusablemente a realizar un esfuerzo en esta
dirección.
Por lo demás, es claro también que la tensión aludida no tiene
siempre la misma intensidad. No vale, pues, decir simplemente que la
Administración es juez y parte en el procedimiento administrativo y
que por ello su posición es distinta a la del juez en el proceso (vid. la
S. constitucional de 26 de abril de 1990). Eso es verdad, pero es una
verdad a medias y, desde luego, es menos verdad, si se nos permite
decirlo así, en unos procedimientos que en otros. En muchos casos,
como hemos apuntado más atrás, la Administración actúa como
árbitro entre partes privadas (los farmacéuticos en los procedimientos
de apertura, traslado o traspaso de farmacias, el concesionario de un
servicio público y los usuarios del mismo, el fabricante o comerciante
y los consumidores y usuarios, etc., ejemplos éstos tradicionales a los
que han venido a unirse los que proporcionan las Leyes reguladoras
de los sectores económicos liberalizados, todas las cuales asignan de
un modo formal funciones arbitrales en sentido estricto a los entes
reguladores que establecen), posición arbitral que la obliga a acentuar
su neutralidad en el procedimiento. En otros (procedimientos
sancionadores y disciplinarios), la Administración actúa una potestad
punitiva, cuyo manejo y consecuencias acentúan el paralelismo entre
el procedimiento y el proceso, supuesta la comunidad de principios a
que todo poder punitivo se encuentra sometido (vid. supra, cap.
XVIII). Hay, pues, que atender en cada caso a la naturaleza peculiar
de los diferentes procedimientos y a las circunstancias en que se
desenvuelven para poder precisar hasta dónde puede y debe alcanzar
la directiva constitucional y dónde y en qué medida puede o debe
ceder, teniendo, eso sí, presente siempre que la norma constitucional
650
ha efectuado una opción inequívoca en favor de la mayor objetividad
e imparcialidad posibles.
Como sus predecesoras, la actual LPAC(art. 63.1), separa
formalmente las funciones de instrucción y resolución del
procedimiento sancionador, encargando aquéllas a un órgano ad hoc,
cuya designación se rodea de especiales garantías, justamente para
reforzar la neutralidad que la naturaleza de ese procedimiento
reclama. Lo mismo ocurre en materia de oposiciones y concursos y
no sólo por razones puramente técnicas, sino también, y sobre todo,
por exigencias garantizadoras de la objetividad, a que la fórmula
constitucional del «mérito y la capacidad», trasunto del derecho
fundamental a la igualdad en el acceso a los cargos y funciones
públicas (arts. 103.3 y 23 de la Constitución), reclama. Semejante
separación orgánica y funcional opera en el ámbito tributario
secularmente entre los órganos de gestión tributaria y los de
resolución de las reclamaciones económico-administrativas. Lo
mismo ocurre, en fin, en materia de defensa de la competencia, que la
Ley 15/2007, de 3 de julio, confía a una entidad de Derecho Público
con personalidad jurídica propia y «plena independencia de las
Administraciones Públicas» (artículo 19.1) que hoy es la Comisión
Nacional de los Mercados y la Competencia creada por la Ley
3/2013, de 4 de junio. Y así en otros muchos casos.
De la regulación contenida en la LPAC no hay, pues, que extraer
conclusiones apresuradas en este punto. La LSP, por su parte, se
ocupa de garantizar un minimum de imparcialidad exigible en todo
caso a las autoridades y al personal al servicio de las
Administraciones Públicas a través de las técnicas de abstención y
recusación reguladas en sus artículos 23 y 24. El primero de dichos
preceptos impone un deber expreso de abstenerse de toda
intervención en el procedimiento a las autoridades y funcionarios en
quienes concurra alguna de las causas en él señaladas, es decir,
amistad íntima o enemistad manifiesta o relación de servicio o de
parentesco, de consanguinidad dentro del cuarto grado o de afinidad
dentro del segundo, con cualquiera de los interesados, con los
administradores de sociedades o entidades interesadas y con los
asesores, representantes legales o mandatarios que intervengan en el
procedimiento; interés personal en el asunto o cuestión litigiosa
pendiente con algún interesado o haber tenido intervención como
651
perito o testigo en el procedimiento de que se trate.
El incumplimiento de este deber de abstención puede ser causa de
responsabilidad personal de la autoridad o funcionario incurso en
cualquiera de estas situaciones (art. 23.5), pero la intervención de
dichas personas en el procedimiento de que se trate no determina por
sí sola la invalidez de las actuaciones consiguientes, a menos que se
demuestre la influencia que esa intervención haya podido tener en la
decisión finalmente adoptada y, por supuesto, la ilicitud objetiva de
esa decisión (Ss. de 19 y 28 de febrero de 1975, entre otras muchas; la
última de ellas es particularmente explícita al subrayar «la diferencia
de tratamiento que en el Derecho Administrativo, en contraste con el
Derecho Civil, tienen en algunos casos los vicios de la voluntad de la
persona física que encarna la titularidad del órgano y la
preponderancia que en los mismos debe atribuirse a la legalidad
objetiva del acto administrativo»; en este mismo sentido, que es el
dominante, las Ss. de 13 de abril de 1987 y 19 de febrero de 1992, de
las que discrepa parcialmente la de 26 de febrero de 1990). En otras
palabras, la intervención en el procedimiento de personas obligadas
por la Ley a la abstención puede ser un indicio de desviación de
poder, pero sólo en el caso de que se haya producido ésta realmente,
apartando la decisión final del objetivo marcado por la Ley, habrá
lugar a declarar su nulidad que, por lo tanto, no será el resultado de la
intervención del funcionario incompatible, sino la consecuencia de la
ilegalidad objetiva que dicha intervención ha propiciado.
El artículo 24 LSP refuerza, por su parte, esta garantía de
imparcialidad de los agentes administrativos al permitir a los
interesados recusar por escrito a las personas incursas en algunas de
las circunstancias antes precisadas en cualquier momento del
procedimiento. Formulada la recusación, se abre un incidente –que
suspende el curso del procedimiento principal (art. 74 LPAC)–, en el
que habrá de requerirse al recusado para que manifieste dentro del
siguiente día a aquél en el que fuera formulada la recusación si se da
o no en él la causa alegada. En el primer caso, el superior habrá de
ordenar su sustitución inmediata; en el segundo, deberá proceder a las
comprobaciones pertinentes, resolviendo lo que proceda en el plazo
de tres días. Contra la resolución que se dicte en el incidente de
recusación no se da recurso alguno, sin perjuicio de la posibilidad de
alegar la recusación desestimada al interponer los recursos que
652
procedan contra el acto que ponga fin al procedimiento, que podrá ser
anulado por este motivo en los supuestos antes mencionados. Estas
técnicas, ya previstas en las Leyes precedentes resulta sin duda
potenciada al reconocer el artículo 53.b LPAC, al reconocer ésta en
su artículo 35. b) el derecho de los ciudadanos «a identificar a las
autoridades y al personal al servicio de las Administraciones Públicas
bajo cuya responsabilidad se tramiten los procedimientos».
Más allá, sin embargo, de este minimum la imparcialidad que la LPA
garantiza en todo caso, los principios generales que el artículo 103 de
la Constitución consagra obligan, pues, no sólo a la Administración,
sino al propio legislador a la hora de regular los distintos tipos de
procedimientos, a asegurar, mediante técnicas orgánicas, funcionales
o de ambos tipos, la mayor imparcialidad posible para hacer efectiva,
también a este nivel, la proscripción de todo tipo de indefensión que
categóricamente proclama el artículo 24 de la Constitución.
7. EL PRINCIPIO DE TRANSPARENCIA
En la proposición de Ley que dio lugar a la primera regulación
general del procedimiento administrativo en nuestro Derecho se
insistió ya expresamente en «la necesidad de que el expediente no sea
un secreto para los interesados». Al servicio de esta idea, la
proposición Azcárate incluyó en su artículo 2.º una regla 9.ª según la
cual «los interesados tendrán derecho a que se les comunique el
estado del expediente y el contenido de los informes, de las normas y
de los acuerdos, pudiendo presentar en su vista los documentos que
estimen útiles a su defensa», regla que terminó transformándose en el
trámite de audiencia y vista del expediente ya instruido que hoy
conocemos (art. 2.º, regla 10.ª, de la Ley de 19 de octubre de 1889).
Desde ese momento hasta nuestros días no se ha avanzado mucho
más en esta materia. El procedimiento administrativo ha seguido
debatiéndose, pues, entre la publicidad y el secreto, con clara ventaja
para este último, a cuyo favor juegan tanto el deseo de los
administradores de asegurarse una libertad de movimientos de la que
en otro caso carecerían, como la inercia de la tradición y, por
supuesto, la preponderancia prácticamente total de la forma escrita.
653
La LPA, en efecto, limitó la accesibilidad al procedimiento a los
interesados en el mismo, entendiendo por tales a los titulares de
derechos subjetivos o de intereses legítimos, personales y directos,
como ya vimos, refiriendo a ellos exclusivamente los derechos
correspondientes. Fuera de este círculo restringido de personas, sólo
restaba la posibilidad reconocida por su artículo 87 de acordar la
apertura de un trámite de información pública en cierto tipo de
procedimientos, posibilidad que el precepto citado configuraba como
una facultad discrecional del órgano competente para tramitar
aquéllos, a menos que alguna norma especial concibiera este trámite
como preceptivo (en materia de elaboración de planes urbanísticos,
singularmente), aunque alguna jurisprudencia (vid., por ejemplo, la
Sentencia de 21 de abril de 1969) llegó a admitir su obligatoriedad
cuando se dieran las dos circunstancias exigidas por el precepto
citado. Sólo en estos casos y por esta vía podían, pues, tener acceso a
los expedientes y formular observaciones o sugerencias a los mismos
quienes no tuvieran la condición de interesados en el procedimiento
en sentido técnico.
La publicidad del procedimiento administrativo permitida por la LPA
era, pues, muy limitada en todo caso, supuesto que, además, los
propios interesados, en tanto no llegaba el momento de darles vista y
audiencia de los expedientes ya instruidos, sólo tenían reconocido el
derecho a conocer el estado de la tramitación, es decir, la fase en la
que el procedimiento se encuentra, no el contenido concreto de los
trámites ya cumplimentados. Incluso el derecho a obtener
certificaciones de los extremos concretos contenidos en el expediente
se restringía a los acuerdos que les hubieren sido notificados a los
interesados, lo cual hacía pensar que la certificación de los restantes
actos y acuerdos era incondicionadamente libre para la
Administración, libertad que la jurisprudencia se esforzó, por ciento,
en limitar (Sentencias, entre otras, de 2 de febrero de 1967, 19 de
enero de 1963, 17 de marzo de 1970, 9 de febrero de 1971 y 7 de
marzo de 1972, sobre la posibilidad de impugnar los acuerdos
denegatorios de las certificaciones solicitadas, así como los actos
certificantes incompletos o inexactos).
La Ley de Secretos Oficiales de 5 de abril de 1968, modificada por la
de 7 de octubre de 1978, proclamó enfáticamente en su artículo 1 el
principio de publicidad («los órganos del Estado estarán sometidos en
654
su actividad al principio de publicidad, de acuerdo con las normas que
rijan su actuación, salvo en los casos en que por la naturaleza de la
materia sea ésta declarada expresamente clasificada, cuyo secreto o
limitado conocimiento queda amparado por la presente Ley»), pero ni
esta declaración, ni la contenida en el artículo 7 LPI («el Gobierno, la
Administración y las Entidades públicas deberán facilitar información
sobre sus actos a todas las publicaciones periódicas y agencias
informativas en la forma que legal o reglamentariamente se
determinen») contribuyeron a garantizar la publicidad del
procedimiento administrativo, que siguió siendo básicamente secreto.
Sólo en el ámbito local la situación era más favorable al principio de
publicidad, supuesto el carácter público de las sesiones plenarias de
las Corporaciones Locales (vid. hoy art. 70.1 LRL), aunque no de las
de sus Comisiones de Gobierno. El artículo 70.3 LRL admitió, por su
parte, con mayor amplitud que lo hacía la LPA, el «derecho a obtener
copias y certificaciones acreditativas de los acuerdos de las
Corporaciones Locales y sus antecedentes».
Ésta era la situación en el momento de promulgarse la Constitución,
cuyo artículo 105. b) reconoce a los ciudadanos la posibilidad de
acceder «a los archivos y registros administrativos, salvo en lo que
afecte a la seguridad y defensa del Estado, la averiguación de los
delitos y la intimidad de las personas», aunque remitiendo su
regulación e instrumentación concretas a una Ley futura. Esa Ley se
ha demorado catorce años, pues, excepción hecha de la regulación
contenida en el artículo 57 de la Ley del Patrimonio Histórico
Español de 1985 y de la LRL, el derecho reconocido en el precepto
constitucional citado ha carecido de instrumentación y desarrollo
hasta la promulgación de la LPC de 1992, que dedicó a él su artículo
37.
Antes de entrar en el análisis de este concreto tema debemos advertir
que la importancia de la LPC de 1992 en relación al asunto que
venimos considerando no se reduce a la instrumentación del derecho
de acceso a los archivos y registros administrativos. La Exposición de
Motivos de la Ley puso, en efecto, especial empeño en destacar que la
reforma que afrontaba procedía de y se justificaba en el «nuevo
concepto de Administración» alumbrado por la Constitución, nuevo
concepto («el carácter instrumental de la Administración, puesta al
655
servicio de los ciudadanos», que dista de ser una idea nueva, aunque,
como todas las demás, haya cobrado nuevo brillo con la Norma
Fundamental) desde el cual, dice, debe establecerse el régimen
jurídico de las Administraciones Públicas, transcendiendo a «las
reglas de funcionamiento interno, para integrarse en la sociedad a la
que sirve como el instrumento que promueve las condiciones para que
los derechos constitucionales del individuo y los grupos que integran
la sociedad sean reales y efectivos». En ese nuevo escenario, la Ley
pretendía «garantizar la calidad y transparencia de la actuación
administrativa» y romper «la tradicional opacidad de la
Administración», introduciendo «un nuevo concepto sobre la relación
de la Administración con el ciudadano», al que por eso el artículo 35
comenzaba reconociendo, en cuanto tal y no ya en la condición de
interesado en un procedimiento concreto, una serie de derechos, entre
ellos el más atrás subrayado de «identificar a las autoridades y al
personal al servicio de las Administraciones Públicas bajo cuya
responsabilidad se tramiten los procedimientos» [apartado b)], el de
«obtener información y orientación acerca de los requisitos jurídicos
o técnicos que las disposiciones vigentes impongan a los proyectos,
actuaciones y solicitudes que se propongan realizar» [apartado g)], y
ese nuevo y específico derecho consagrado en el artículo 105. b) de la
Norma Fundamental, al que el artículo 37 de la LPC de 1992 vino a
dar adecuado desarrollo, derechos todos ellos que se unen a los que la
LPA reconocía ya a los interesados (conocer el estado de la
tramitación del procedimiento, formular alegaciones en el mismo en
cualquier momento y tomar audiencia y vista del expediente).
La regulación contenida en el artículo 37 de la LPC de 1992, aunque
compleja, supuso un avance importante en orden a la transparencia de
la actividad de la Administración y contribuyó decisivamente a situar
a nuestro Derecho en una posición de vanguardia que en el panorama
comparado marca desde la temprana fecha de 1766 el ordenamiento
sueco, en el que se inspiró la Free Information Act norteamericana de
1966. Esa posición ha sido consolidada por la nueva Ley de
Transparencia, Acceso a la información y Buen gobierno de 9 de
diciembre de 2013, que ha establecido una regulación completa y
precisa tanto de la publicidad activa, como del derecho de acceso a la
información pública a la que vienen sujetos no sólo las
Administraciones Públicas, estatales y autonómicas y locales,
territoriales, institucionales y corporativas, y las sociedades,
656
fundaciones y asociaciones de ellas dependientes, así como las
entidades gestoras de la Seguridad Social y las Mutuas patronales,
sino también la Casa del Rey, las Cámaras legislativas, el Tribunal
Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, el Banco de
España, el Consejo de Estado, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de
Cuentas, el Consejo Económico y Social y las instituciones
autonómicas análogas «en relación con sus actividades sujetas a
Derecho Administrativo» (art. 2; el art. 3 declara aplicables las
normas de la Ley a partidos políticos, sindicatos, organizaciones
patronales y entidades privadas que reciban subvenciones públicas
superiores a 100.000 euros o al 40% de sus ingresos totales anuales).
Toda esta larga lista de entidades e instituciones viene obligada a
publicar de forma periódica y actualizada la información que sea
relevante para garantizar la transparencia de su actividad (art. 5),
información que, tratándose de las Administraciones Públicas, debe
incluir las directrices, instrucciones, circulares y respuestas a
consultas, los Anteproyectos de Ley y de Derechos legislativos, los
proyectos de reglamentos y las memorias e informes relativos a la
elaboración de textos normativos (art. 7). Deben igualmente hacerse
público por todos los sujetos a los que la Ley alcanza los contratos,
convenios, subvenciones y ayudas públicas, presupuestos, cuentas
anuales, auditorias, retribuciones de los altos cargos, autorizaciones
de compatibilidad de los empleados públicos, declaraciones de bienes
de los representantes locales y la información estadística para valorar
el grado de cumplimiento y calidad de los servicios públicos.
A este deber de información se une el derecho que a todas las
personas reconoce el artículo 12 de la Ley a acceder a la información
pública entendiendo por tal los contenidos o documentos, cualquiera
que sea su formato o soporte, que obren en poder de alguno de las
organismos incluidos en el ámbito de aplicación de la norma que
hayan sido elaborados o adquiridos en el ejercicio de sus funciones
(art. 13). Ese derecho sólo se excluye cuando pueda suponer un
perjuicio para la seguridad nacional, la defensa, las relaciones
exteriores, la seguridad pública, la investigación, prevención y
sanción de ilícitos penales o administrativos, la igualdad de las partes
en los procesos judiciales y la tutela judicial efectiva, las funciones
administrativas de vigilancia, inspección y control, los intereses
económicos y comerciales, la política económica y monetaria, el
657
secreto profesional y la propiedad intelectual e industrial, la garantía
de confidencialidad o el secreto requerido en los procesos de toma de
decisiones y la protección del medio ambiente.
La lista de excepciones es, ciertamente, muy amplia, lo que, por otro
lado, es inevitable, pero el propio artículo 14 de la Ley se cuida de
precisar que la aplicación de las mismas será justificada y
proporcionada a su objeto y finalidad de protección y que las
resoluciones que las acuerden serán objeto de publicación, una vez
notificadas a los interesados.
Las solicitudes de acceso no necesitan ser motivadas y deberán
identificar de forma suficiente la información a la que se refieran, a
cuyos efectos el órgano al que se dirijan podrá otorgar a los
solicitantes un plazo de diez días para concretar el objeto de su
petición. De ésta se dará traslado por quince días a los terceros cuyos
derechos e intereses pudieran verse afectados para que puedan
formular las alegaciones que consideren oportunas, hecho lo cual o
trascurrido el plazo para realizarlo se dictará la resolución que
corresponda en el plazo de un mes desde la presentación de la
solicitud (art. 15.1).
Dichas resoluciones serán motivadas cuando denieguen el acceso o lo
concedan de forma parcial o con la oposición de un tercero y se
entenderán desestimadas cuando transcurra el plazo para resolver sin
que se haya dictado y notificado resolución expresa (art. 15, apartado
2 y 4).
El acceso a la información se realizará preferentemente por vía
electrónica y será gratuito, aunque la expedición de copias o la
trasposición de la información a un formato diferente al original
devengará el pago de una tasa (art. 22).
Contra las resoluciones expresas o presuntas que se dicten en materia
de acceso podrá formularse reclamación ante el Consejo de
Transparencia y Buen Gobierno en el plazo de un mes con carácter
potestativo, reclamación que sustituye a los recursos administrativos
que con carácter general regula la LPAC y que deberá ser resuelta en
el plazo de tres meses, transcurrido el cual podrá considerarse
desestimada, lo que dejará expedita la vía jurisdiccional contencioso-
administrativa (art. 24).
658
De la limitada publicidad del procedimiento administrativo hemos
pasado así a una regulación que transciende a éste con mucho y
asegura la transparencia de toda la actividad pública, sin más
excepciones que las imprescindibles en cada caso, y con el debido
respeto siempre a la obligada protección de los datos personales.
8. LA GRATUIDAD DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO
Los antiguos Reglamentos ministeriales de procedimiento
administrativo acostumbraban a afirmar el carácter gratuito del
procedimiento administrativo. La LPA, en cambio, no lo hizo y
tampoco lo han hecho la LPC de 1992, ni la actual LPAC, pero, de
todas formas, el principio sigue teniendo valor informador general, a
pesar de las múltiples agresiones que ha debido soportar.
La primera de ellas, de entidad muy limitada ciertamente, resultaba
del deber de reintegro de las instancias y documentos que se
presentaban en las oficinas públicas, deber que imponían las normas
tributarias. Dicho deber ha sido finalmente suprimido por el Real
Decreto-Ley de 14 de marzo de 1986, cuyo artículo 3.º dice así:
«Queda suprimido el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados
que grava las instancias y documentos que los particulares presenten
ante las Oficinas Públicas, las certificaciones expedidas por
autoridades o funcionarios a instancia de parte y las autorizaciones,
licencias, concesiones y permisos expedidos por autoridades
administrativas».
La segunda –y en este caso importante– agresión al principio de
gratuidad procede de la proliferación de las tasas, tributos que las
leyes (hoy la Ley de Tasas y Precios Públicos de 13 de abril de 1989
modificada por Ley de 13 de julio de 1998 y la Ley de Haciendas
Locales, Texto Refundido de 5 de marzo de 2004) autorizan a percibir
a la Administración por la prestación de ciertos servicios o
actividades que afectan o benefician de modo particular a un sujeto
determinado [art. 2.2. a) LGT]. La actual LPAC alude indirectamente
a este asunto en su artículo 16.6 al precisar que «podrán hacerse
efectivos mediante transferencia dirigida a la oficina pública
correspondiente cualesquiera cantidades que haya que satisfacer en el
659
momento de la presentación de documentos a las Administraciones
Públicas, sin perjuicio de la posibilidad de su abuso por otros
medios».
Abstracción hecha de las tasas, que pueden llegar a ser
extraordinariamente gravosas en ciertos casos, el procedimiento
administrativo en sí mismo (supuesta la posibilidad de comparecer
personalmente sin representación ni asistencia letrada) no da lugar a
otros gastos que los que, eventualmente, pueda llegar a ocasionar la
práctica de las pruebas propuestas por el interesado, gastos cuyo
abono podrá serle exigido a éste por la Administración, incluso
anticipadamente, a reserva de la liquidación definitiva (art. 78.3
LPAC).
V. LOS INTERESADOS EN EL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
1. CONCEPTO Y CLASES DE INTERESADOS
En los apartados precedentes hemos aludido con frecuencia a un
sector concreto de administrados, los interesados en el procedimiento,
que desempeñan en el mismo un papel de protagonistas, que la LPAC
les reconoce sin reservas, garantizándoles a lo largo de su texto una
presencia y participación activas a lo largo de sus distintas fases.
Importa especialmente precisar, por lo tanto, en este momento qué se
entiende por interesados en sentido técnico jurídico y quiénes pueden
ostentar esta condición en un procedimiento administrativo
determinado.
El artículo 4 LPAC establece al respecto lo siguiente:
«Se consideran interesados en el procedimiento administrativo:
a) Quienes lo promuevan como titulares de derechos o intereses
legítimos, individuales o colectivos.
b) Los que, sin haber iniciado el procedimiento, tengan derechos que
puedan resultar directamente afectados por la decisión que en el mismo
660
se adopte.
c) Aquellos cuyos intereses legítimos, individuales o colectivos, puedan
resultar afectados por la resolución y se personen en el procedimiento en
tanto no haya recaído resolución definitiva».
Como puede verse, la LPAC, como ya lo hicieron sus predecesores y,
antes de ellas, la Ley Jurisdiccional de 1956 siguiendo a un
importante sector de nuestra doctrina, hace suya la respuesta del
Derecho público contemporáneo al problema capital de la
organización de una protección efectiva de los ciudadanos capaz de
permitir a éstos imponer a la Administración la observancia de la Ley
más allá del ámbito concreto que cubre la técnica de los derechos
subjetivos típicos o prestacionales. De esta cuestión ya nos hemos
ocupado con detalle en otro lugar (vid. cap. XV), razón por la cual
nos limitaremos ahora a formular unas cuantas observaciones
adicionales.
El apartado b) del artículo 4.1 LPAC hace referencia a los titulares de
derechos subjetivos que hemos denominado típicos o activos, rúbrica
bajo la cual se incluyen, como ya vimos, una serie de derechos,
idénticos en su estructura a los derechos subjetivos clásicos del
Derecho privado, que se concretan en pretensiones activas frente a la
Administración en orden a la consecución de prestaciones
patrimoniales correlativas a otras tantas obligaciones de ésta,
cualquiera que sea su origen, contractual, extracontractual o legal,
pretensiones de respeto a titularidades jurídico-reales, pretensiones
resultantes de situaciones jurídicas favorables creadas por un acto de
este carácter dictado por la propia Administración y de obligado
cumplimiento para ella y, finalmente, las pretensiones de respeto a las
situaciones de libertad individual formalmente definidas como tales.
En todos estos casos la condición de interesado se sustenta por sí sola
en la titularidad del derecho subjetivo, que por ser tal y existir con
anterioridad a la iniciación misma del procedimiento de que se trate,
comporta una correlativa obligación (de respeto al menos) por parte
de la Administración, que hace innecesaria la adopción por el
particular de iniciativa alguna a estos efectos. La adquisición de la
condición de interesado no depende, pues, en este supuesto, ni de la
promoción del procedimiento por el titular del derecho, ni de su
comparecencia motu proprio en un procedimiento ya iniciado. Tienen
661
esa condición per se en todo caso.
Los apartados a) y c) del artículo 4.1, al emplear la fórmula «intereses
legítimos», hacen referencia a otro tipo diferente de supuestos en la
línea de lo que en otro lugar hemos llamado «situaciones
reaccionales». En estos casos la adquisición de la condición de
interesados en el procedimiento depende de su propia actitud en
relación a éste, es decir, de la promoción del mismo o de su ulterior
comparecencia en él antes de que se produzca la resolución del
mismo.
La diferencia entre ambos grupos de interesados –titulares de
derechos y titulares de intereses legítimos– se ha difuminado
notablemente, sin embargo, tras la Constitución, a resultas de lo
dispuesto en el artículo 24 de ésta. En la regulación de la LPA esa
diferencia era notoria: los titulares de derechos tenían que ser
llamados al procedimiento por la Administración en todo caso (art.
26); eran, pues, interesados necesarios, porque el procedimiento no
podía tramitarse válidamente a sus espaldas, como podía hacerse en
los demás casos, supuesta la inexistencia de obligación alguna de
notificar la tramitación del procedimiento a los titulares de intereses
legítimos, que simplemente podían comparecer en éste, a su
iniciativa. En la actualidad, en cambio, «si durante la instrucción de
un procedimiento que no haya tenido publicidad en forma legal, se
advierte la existencia de personas que sean titulares de derechos o
intereses legítimos y directos cuya identificación resulte del
expediente y que puedan ser afectados por la resolución que se dicte,
se comunicará a dichas personas la tramitación del procedimiento»
(art. 8). Unos y otros, titulares de derechos y titulares de intereses
legítimos, tienen, pues, que ser llamados al procedimiento una vez
que se conozca su existencia, a fin de evitar que se produzca una
situación de indefensión, que formalmente proscribe el artículo 24 de
la Norma Fundamental. Con este fin el artículo 18.2 LPAC obliga a
los interesados en un procedimiento que conozcan datos que permitan
identificar a otros interesados que no hayan comparecido en él a
proporcionar estos datos a la Administración actuante para que ésta
pueda llamarlos al procedimiento.
Más atrás vimos ya cuál es el alcance de la fórmula «intereses
legítimos» utilizada por el artículo 24 de la Constitución, de la que
662
sólo quedan fuera los intereses llamados simples, esto es, el mero
interés ciudadano en la observancia de la legalidad. Resta indicar
ahora que el concepto de interés se conecta con el de perjuicio, de
forma que, como ya advirtió la jurisprudencia anterior a la
promulgación de la Constitución, el interés se reputa existente
siempre que pueda presumirse que la declaración jurídica pretendida
habría de colocar al accionante en condiciones naturales y legales de
conseguir un determinado beneficio «material o jurídico o, incluso, de
índole moral» (S. de 8 de octubre de 1973), sin que sea necesario que
quede asegurado de antemano que forzosamente haya de obtenerlo
(vid. la S. de 5 de julio de 1972, con abundantes citas de
pronunciamientos análogos), así como cuando «la persistencia de la
situación fáctica creada o que pudiera crear el acto administrativo
ocasionaría un perjuicio» (S. de 8 de octubre de 1973), planteamiento
éste en el que, dada su amplitud, encajan sin dificultad el llamado
interés competitivo («evitar una concurrencia ilegal en su negocio» al
autorizarse una gasolinera a distancia menor de la permitida: S. de 24
de enero de 1969; «si no tiene derecho a impedir o limitar una
legítima competencia, sí tiene interés y un interés jurisdiccionalmente
protegible, en procurar que el fomento de esa competencia
precisamente se produzca por las vías insoslayables del ordenamiento
jurídico»: S. de 25 de abril de 1974, dictada a propósito de la
oposición de una sociedad fabricante de cerveza a la autorización de
otra fábrica en la misma área geográfica; vid., también, la S. de 18 de
abril de 1968 en un supuesto análogo relativo a una autorización de
un almacén de cemento a la que se opuso el titular de una fábrica de
dicho producto; todas ellas rectificando una doctrina negativa
anterior), el profesional o de carrera (que ostenta, por ejemplo, un
veterinario para oponerse a la disminución del número de plazas de
veterinarios titulares en una localidad determinada: S. de 6 de
noviembre de 1959) o, incluso, el derivado de la vecindad («nota ésta
de vecindad suficiente para legitimarles, pues, a ninguno de tales
vecinos puede serles ajeno –les favorezca o les perjudique– el
emplazamiento del lugar donde se celebren las ferias de la villa»: S.
de 29 de abril de 1961) «y tantos otros», como dice la Sentencia de 5
de julio de 1972 (por ejemplo, el de un Colegio religioso a que no se
discrimine en contra de sus alumnos a la hora de otorgar becas de
estudios: S. de 27 de enero de 1965), con tal de que «la repercusión
no sea lejanamente derivada o indirecta, sino que sea consecuencia
inmediata del acto administrativo» que pueda dictarse (Ss. de 11 de
663
marzo de 1963, 27 de enero de 1965, 7 de diciembre de 1968, etc.)
La jurisprudencia más reciente transita ya sin dificultades por este
camino (vid. las Ss. de 26 de septiembre y 15 y 19 de diciembre de
1997, 12 de febrero y 3 de junio de 1998, entre otras muchas).
2. LA POSICIÓN DE LOS INTERESADOS EN EL PROCEDIMIENTO
Además de los derechos que las Leyes reconocen a los ciudadanos en
cuanto tales en sus relaciones con la Administración, los interesados
en el procedimiento administrativo y sólo ellos tienen una serie de
importantes derechos en orden a la tramitación y desenvolvimiento
del mismo y a la eventual impugnación de su resolución final (art. 13
LPAC). A estos derechos hemos hecho ya alguna alusión con
anterioridad y a ellos nos referimos más adelante con detalle al
estudiar la estructura del procedimiento y sus distintas fases a cuyo
momento remitimos ahora el análisis de la posición jurídica de los
interesados.
3. CAPACIDAD Y REPRESENTACIÓN DE LOS INTERESADOS
Como ya nos consta, el artículo 3 LPAC reconoce capacidad de obrar
ante la Administración Pública no sólo a quienes la ostenten con
arreglo a las normas civiles, sino también a la mujer casada y a los
menores de edad para el ejercicio y defensa de aquellos derechos
nacidos de relaciones jurídicas cuya constitución permita el
ordenamiento administrativo sin la asistencia del marido o de la
persona que ostente la patria potestad, tutela o curatela. Pues bien,
todos aquéllos que, a tenor de lo expuesto, gocen de capacidad de
obrar en el ámbito jurídico administrativo pueden actuar por sí
mismos en el procedimiento o conferir su representación a un tercero
sin ninguna limitación ni en un caso ni en otro.
El artículo 5 LPAC no exige, en efecto, requisito especial alguno para
poder actuar en nombre de otro en el procedimiento administrativo, lo
que significa, obviamente, que todos aquéllos que estén en pleno goce
664
de su capacidad jurídica y de obrar pueden intervenir en el mismo
como representantes. Así lo dice expresamente el artículo 5.2 LPAC,
que, siguiendo los pasos de su predecesora, ha dejado atrás el
equívoco creado en el pasado por una Orden de 30 de abril de 1966,
que, so pretexto de interpretar la LPA, pretendió crear un monopolio
profesional en favor de los gestores administrativos limitando a éstos
la posibilidad de actuar ante los órganos de la Administración Pública
en concepto de representantes cuando tal actuación se llevara a cabo
de forma habitual, retribuida o profesional, sin otras excepciones que
las relativas a los abogados, procuradores o graduados sociales, y
reduciendo, en consecuencia, la actuación de las demás personas en
calidad de representantes a casos esporádicos, no retribuidos, ni
profesionales, surgidos como consecuencia de relaciones de amistad o
de buena convivencia.
La LPAC es muy amplia igualmente en lo que concierne a las formas
de conferir la representación, presumiendo, por lo pronto, sin
necesidad de prueba alguna de su existencia, que esta representación
se ha otorgado cuando se trata de actos o gestiones de mero trámite.
En los demás casos y en particular «para formular solicitudes,
presentar declaraciones responsables o comunicaciones, entablar
recursos, desistir de acciones y renunciar a derechos en nombre de
otra persona, deberá acreditarse la representación» por cualquier
medio válido en derecho que deje constancia fidedigna, o mediante
declaración en comparecencia personal del interesado» (art. 5.3 y 4).
Dada esta amplitud de criterio, que ya lucía en la anterior LPA, no se
han planteado problemas por razón de los eventuales defectos de la
representación, como no sea en supuestos límite (vid., por ejemplo, la
S. de 5 de diciembre de 1970, que declara inadmisible el recurso de
reposición cuyo escrito de interposición «no está firmado por el
interesado, sino por una probable pariente suya con la antefirma P.
A.»), ya que la doctrina jurisprudencial al uso supo situarse también
en la misma línea antiformalista de la LPA, admitiendo sin
dificultades las subsanación de los defectos de representación al
amparo de lo dispuesto en el artículo 71 de aquélla (S. de 5 de junio
de 1971, con expresa invocación del principio pro actione; lo mismo,
la S. de 26 de enero de 1981, en relación a un supuesto de
representación conferida verbalmente) y rechazando al propio tiempo
la posibilidad de negar a posteriori la representación inicialmente
665
reconocida (Ss., entre otras, de 9 de enero de 1959, 26 de septiembre
de 1964, 18 de noviembre de 1968 y 5 de junio de 1971).
La nueva LPAC ha positivizado esta línea interpretativa afirmando
ahora en su artículo 5.6 que «la falta o insuficiente acreditación de la
representación no impedirá que se tenga por realizado el acto de que
se trate, siempre que se aporte aquélla o se subsane el defecto dentro
del plazo de diez días que deberá conceder al efecto el órgano
administrativo o de un plazo superior cuando las circunstancias del
caso así lo requieran».
VI. LA ESTRUCTURA DEL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
La LPA se limitó, como ya vimos, a establecer un procedimiento
modelo, cuyas normas y trámites sólo serían aplicables en defecto de
otras especiales. Su Exposición de Motivos subrayó este carácter
fundamentalmente ejemplar del procedimiento diseñado en el Título
IV de la Ley en los siguientes términos: «La Ley ha huido por ello de
la ordenación rígida y formalista de un procedimiento unitario en el
que se dan todas aquellas actuaciones integradas como fases del
mismo y, en consecuencia, no regula la iniciación, ordenación,
instrucción y terminación como fases o momentos preceptivos de un
procedimiento, sino como tipos de actuaciones que podrán darse o no
en cada caso, según la naturaleza y exigencias propias del
procedimiento de que se trate».
Este fue también el planteamiento de la LPC de 1992. La actual
LPAC ha adoptado una posición más ambiciosa e intenta establecer
un procedimiento administrativo común aplicable a todas las
Administraciones Públicas y respecto de todas sus actuaciones (sic,
en el apartado II, in fine, de su Exposición de Motivos. En ese
procedimiento administrativo común se incrustarían las
especialidades ratione materiae que pudieren establecer las Leyes
sectoriales, estatales o autonómicas. La disposición adicional primera
de la LPAC es muy expresiva en este sentido cuando afirma en su
apartado 1 que «los procedimientos administrativos regulados en
leyes especiales por razón de la materia que no exijan alguno de los
666
trámites previstos en esta Ley o regulen trámites adicionales o
distintos se regirán, respecto a éstos, por lo dispuesto en dichas Leyes
especiales».
La propia LPAC sigue ese camino con la materia sancionatoria y con
la responsabilidad patrimonial de la Administración para las que no
establece un procedimiento ad hoc, sino solamente unos pocos
preceptos que recogen las especialidades que ambas materias
reclaman.
Hechas estas advertencias pasamos a analizar la estructura del
procedimiento administrativo común que la actual LPAC regula.
1. LA INICIACIÓN DEL PROCEDIMIENTO: SUS FORMAS Y SUS
EFECTOS
A. Iniciación de oficio e iniciación a instancia de parte. Derecho de
petición
El artículo 54 LPAC precisa que «los procedimientos podrán iniciarse
de oficio o a solicitud del interesado», añadiendo el artículo 58 que
«los procedimientos se iniciarán de oficio por acuerdo del órgano
competente, bien por propia iniciativa o como consecuencia de orden
superior, a petición razonada de otros órganos o por denuncia».
La Ley no dice, naturalmente, ni puede decir, dado que opera desde
una perspectiva general, en qué caso puede iniciarse de oficio un
procedimiento administrativo y cuándo puede iniciarse a instancia de
parte interesada, cuestión ésta que depende, lógicamente, de la clase
de procedimiento de que se trate y de la concreta situación jurídica en
que se encuentre el administrado respecto a su eventual objeto. Esto
supuesto, hemos de limitar aquí nuestras observaciones a una serie de
puntos concretos susceptibles de aclaración desde un punto de vista
general.
Por lo pronto, hay que advertir que no todos los procedimientos
pueden iniciarse de oficio, ya que hay sectores de actividad que están
667
articulados técnicamente en torno al principio de rogación, de forma
que la solicitud del particular es presupuesto necesario de la incoación
misma del procedimiento y su desarrollo posterior. El otorgamiento
de autorizaciones o concesiones y, en general, todo procedimiento
tendente al reconocimiento de un derecho o a la constitución de una
situación jurídica favorable a un sujeto determinado exige, en
principio, la iniciativa de dicho sujeto como condición necesaria para
la válida incoación del procedimiento, salvo en aquellos casos en que
la Administración esté facultada por la Ley para efectuar
convocatorias públicas a estos efectos.
La existencia de una petición del administrado no es suficiente
tampoco en todos los casos para que el procedimiento se inicie, ni el
hecho de que tal petición se haya producido basta para afirmar que
estamos ante un procedimiento incoado a instancia de parte
interesada. Como ya sabemos (vid. cap. XV), el administrado puede
siempre formular peticiones ante la Administración de acuerdo con lo
establecido en el artículo 29 de la Constitución, la Ley Orgánica
reguladora del derecho de petición de 12 de noviembre de 2001 y el
artículo 66 LPAC. Tradicionalmente se ha venido entendiendo que las
peticiones que no tienen otro título específico que éste en el que
ampararse (peticiones graciables o simples peticiones) obligaban
solamente a acusar recibo de su recepción, lo cual significaba que la
Administración era libre de iniciar o no el procedimiento, que, de
llegar a incoarse, habrá de considerarse iniciado de oficio, en virtud,
no ya de la petición graciable formulada por el administrado, sino del
acuerdo adoptado en tal sentido por el órgano competente, cuya
voluntad al respecto es decisiva, por más que la petición en cuestión
(como la denuncia, la moción razonada de los subordinados o,
incluso, la orden superior –aunque ésta última le vincule en los
límites del deber de obediencia–, supuestos todos ellos de iniciación
de oficio, según el art. 58 LPAC) haya podido contribuir a formarla.
Todo ello llevaba a negar la imposibilidad de recurrir en la vía
contencioso-administrativa la eventual respuesta de la Administración
a tales peticiones (o la falta de ella).
La nueva Ley Orgánica de 2001 del Derecho de Petición, ya citada,
ha alterado esta situación, conforme al artículo 29.1 de la
Constitución, que ya la jurisprudencia anterior había hecho entrar en
juego para hacer obligatoria (ahora en plazo de tres meses, art. 11), la
668
respuesta, salvo declaración de inadmisibilidad de la petición (que ha
de realizarse en plazo de cuarenta y cinco días hábiles, art. 9). De ahí
que se proclame la plena justiciabilidad de las decisiones en la
materia, aunque se precise, a nuestro juicio equivocadamente, que en
caso de contestación sólo sea fiscalizable «la ausencia de los
requisitos mínimos» de la misma (art. 12). La cláusula general del
artículo 24 de la Constitución hace impugnable también, a nuestro
juicio, el fondo de la contestación, aunque habrá de fundarse en una
violación del Derecho, cualquiera, por supuesto, pero infracción,
según las reglas comunes del contencioso-administrativo.
Para decidir sobre las peticiones, la Ley Orgánica, artículo 7, obliga a
que la Administración, tras comprobar el cumplimiento de los
requisitos (mínimos) que la Ley prescribe para las mismas, realice
«diligencias, comprobaciones y asesoramientos», en su caso, con
posibilidad de requerir aportación de datos al peticionario, incluso de
convocar a éste «en audiencia especial» (art. 11). La decisión podrá
ser de inadmisibilidad por falta de los requisitos formales (art. 10). Si
se estimase fundada la petición, la autoridad u órgano competente
«vendrá obligado a atenderla y a adoptar las medidas que estime
oportunas a fin de lograr su plena efectividad, incluyendo, en su caso,
el impulso para adoptar una disposición de carácter general» (art. 11).
Es obvio que esta obligación de resolver no convierte en regladas las
potestades discrecionales de decidir sobre el fondo cuando existan.
Aparte hay que recordar el régimen general de las solicitudes de
iniciación del procedimiento administrativo no fundadas en el
derecho constitucional de petición, sino en cualquier otro derecho de
fondo. La LPAC regula la forma de las solicitudes y la subsanabilidad
de cualquier requisito, que son mínimos, en el plazo de diez días
ampliables (art. 68.1).
El artículo 66.4 LPAC faculta a la Administración para establecer
modelos y sistemas normalizados de solicitudes cuando se trate de
procedimientos que impliquen la resolución numerosa de una serie de
procedimientos. Ello, sin embargo, no impide a los solicitantes añadir
al modelo de solicitud «los elementos que estimen convenientes para
precisar o completar los datos» de aquél, elementos que «deberán ser
admitidos y tenidos en cuenta por el órgano al que se dirijan». Esta
obligación de «tener en cuenta» los datos y elementos añadidos al
669
modelo de solicitud a la hora de resolver impide a la Administración
limitarse a rellenar un modelo normalizado de resolución, que suele
ser el corolario inevitable en estos casos, cada vez más frecuentes a
resultas del proceso de informatización de las oficinas públicas.
Hubiera sido conveniente por ello precisar en la propia Ley que, en el
caso de que tales elementos se añadan a la solicitud normalizada, la
resolución que finalmente se dicte añadirá, también, si responde a un
modelo igualmente normalizado, las consideraciones que aquellos
elementos merezcan. De otro modo, la sensata –y obligada– previsión
del artículo 66.4, párrafo segundo, LPAC puede verse privada de toda
su posible –y necesaria– eficacia.
Cuestión importante, aunque instrumental, es la relativa a la
presentación de solicitudes. La LPAC reconoce con carácter general
el derecho de toda persona a «elegir en todo momento si se
comunican con las Administraciones Públicas para el ejercicio de sus
derechos y obligaciones a través de medios electrónicos o no», ya que
sólo obliga a utilizar dichos medios a las concretas personas a las que
se refiere el artículo 14.2 y a las que puedan añadirse en el futuro de
acuerdo con lo dispuesto en el apartado 3 del mismo artículo.
A partir de este reconocimiento y en estricta coherencia con el mismo
la nueva Ley debería haber regulado no sólo la presentación de
escritos por medios electrónicos (arts. 16 y 31), sino también la
presentación por los medios tradicionales. No lo ha hecho así, sin
embargo, o, al menos, no lo ha hecho con la claridad debida. El
artículo 16.4 de la nueva Ley reproduce el 38.4 de la Ley precedente,
pero ya no se refiere como este último a «los registros de los órganos
administrativos a que se dirijan», sino sólo al «registro electrónico»
de los mismos. Y al registro electrónico exclusivamente alude
también el artículo 31 cuando regula la capital cuestión del cómputo
de plazos, lo que da a entender que los registros tradicionales en lo
que hasta ahora se presentaban los escritos personalmente
desaparecen.
No hay tal, en rigor. De lo que se trata, más bien, es de que esos
registros tradicionales quedan sustituidos por las oficinas de
asistencia en materia de recursos, en las que también pueden
presentarse los escritos según precisa el artículo 16.4.c). En esas
oficinas de asistencia se convertirá, pues, el escrito que en ellas
670
presenten los interesados en el correspondiente documento
electrónico con la consiguiente devolución del original presentado
(vid. arts. 12 y 16.5).
El artículo 16.4 de la Ley permite también la presentación de escritos
en las oficinas de Correos y en las representaciones diplomáticas u
oficinas consulares de España. La presentación en las oficinas de
Correos, que permite apurar los plazos hasta las doce de la noche del
día en que terminan aquéllos, se remite, como ya lo hacía el artículo
38.4.c) de la Ley precedente, en cuanto a la forma a lo que
«reglamentariamente se establezca» (vid. el artículo 31 del
Reglamento aprobado por Real Decreto 1829/1999, de 3 de
diciembre).
Cualquiera que sea el medio utilizado, siempre que se trate de alguno
de los prevenidos en la Ley (la jurisprudencia, aplicando
correctamente el principio pro actione, ha venido aceptando sin
reparos en algunas ocasiones la utilización de otros distintos con los
mismos efectos: los Juzgados de guardia, por ejemplo –Sentencia de
4 de enero de 1965, rectificada luego por las de 18 de noviembre de
1972 y 28 de febrero de 1998– o la propia prisión, si se trata de un
interesado recluso –Sentencia de 23 de marzo de 1965–) o en otras
normas de preferente aplicación, se ha venido entendiendo –y así lo
precisaba expresamente el artículo 66.5 LPA– que los escritos tenían
entrada en el órgano administrativo competente en la fecha en que
eran entregados en cualquiera de las dependencias habilitadas para
recibirlos.
B. Efectos de la iniciación del procedimiento
Adoptado el acuerdo de incoación por el órgano competente, o
presentada la instancia del particular interesado, el procedimiento se
entiende iniciado a todos los efectos desde esa misma fecha, lo cual
tiene suma importancia desde distintos puntos de vista: el despacho
de los expedientes debe realizarse, salvo orden motivada y escrita en
contrario del jefe de la dependencia, por «el orden riguroso de
incoación» (art. 71 LPAC; la jurisprudencia es bastante laxa, sin
embargo, en la valoración de esta exigencia legal, salvo que la
671
alteración de ese orden implique el desconocimiento o la preterición
del derecho preferente de un tercero: vid., por ejemplo, en este último
sentido, la S. de 23 de marzo de 1983); los plazos de prescripción se
interrumpen desde ese momento; a partir de él comienza a correr el
plazo que la Ley concede para resolverlo, so pena de responsabilidad;
en ciertos casos la fecha (y aun la hora) de la presentación de la
instancia que inicia el procedimiento determina la prioridad en el
propio derecho sustantivo objeto de la solicitud (permisos y
autorizaciones en materia de minas, de farmacia, alumbramientos de
aguas subterráneas y propiedad industrial, por ejemplo, etc.).
Iniciado el procedimiento, surgen para el interesado los derechos a
participar activamente en su tramitación y desarrollo y para el órgano
competente el deber de impulsarlo hasta llegar a su resolución (art.
71), así como la facultad de adoptar las medidas provisionales que
estime necesarias para asegurar la eficacia de dicha resolución (art.
56). Tales medidas tienen, naturalmente, carácter cautelar y, en
cuanto tales, no pueden rebasar los estrechos límites que resultan de
su finalidad específica. No son lícitas, por lo tanto, aquellas medidas
provisionales que prejuzguen el fondo de la cuestión, produzcan
perjuicios irreparables a los interesados o impliquen violación de
derechos amparados por las Leyes (art. 56.4). Su vigencia es, por otra
parte, temporal y, como es lógico, no puede prolongarse más allá de
la resolución final cuya eficacia pretenden garantizar. En ocasiones,
incluso, la Ley limita en términos concretos su duración, como en el
caso de la suspensión de empleo y sueldo aplicable a los funcionarios
sujetos a expediente disciplinario, que no puede durar más de seis
meses (art. 98.3 EBEP), limitación, que, salvo paralización del
procedimiento por causa imputable al interesado, debería establecerse
con carácter general, aunque ahora el plazo debería ser el de tres
meses, que es el que, en principio, prevé como máximo para resolver
un procedimiento el artículo 21.3 LPAC.
El artículo 68.3 LPAC permite al órgano competente en los
procedimientos iniciados a solicitud de los interesados recabar de
éstos la modificación o mejora voluntaria de los términos de su
solicitud inicial. No hace falta decir que tal facultad no podrá ser
ejercida cuando redunde en perjuicio de terceros interesados sin oír a
éstos.
672
2. INSTRUCCIÓN DEL PROCEDIMIENTO
Obligada la Administración con carácter general a impulsar de oficio
el procedimiento en todos sus trámites (art. 71.1, LPAC), lo está
igualmente, en concreto, a desarrollar de oficio o a petición del
interesado los actos de instrucción adecuados para la determinación,
conocimiento y comprobación de los datos en virtud de los cuales
deba pronunciarse la resolución (art. 75.1 LPC).
El carácter inquisitorial del procedimiento administrativo contribuye
a dotar a la Administración de una amplia libertad para determinar los
actos de instrucción adecuados en cada caso, libertad que la LPAC
respeta, limitándose a enunciar algunos principios generales y a
precisar la estructura básica de los más habituales: alegaciones de los
interesados, informes y pruebas. A continuación nos referiremos por
separado a cada una de estas cuestiones, para analizar después con
mayor detalle el trámite de audiencia y vista del expediente,
justamente calificado de esencial por la doctrina y la jurisprudencia
de ayer y de hoy.
A. Alegaciones
A diferencia de lo que ocurre en el proceso judicial, en el
procedimiento administrativo no hay una fase de alegaciones
propiamente dicha, por lo que la posibilidad de formularlas
permanece abierta a todo lo largo de su tramitación. Así resulta de lo
dispuesto en el artículo 76 LPC, según el cual «los interesados podrán
en cualquier momento del procedimiento anterior al trámite de
audiencia, aducir alegaciones y aportar documentos u otros elementos
de juicio», que «serán tenidos en cuenta por el órgano competente al
redactar la correspondiente propuesta de resolución».
En ocasiones, sin embargo, la naturaleza del procedimiento exige
habilitar un trámite de alegaciones especial y de mayor alcance, capaz
de aportar al expediente puntos de vista inicialmente desconocidos y
sacar a la luz intereses cuya existencia se presume, pero que no es
posible identificar a priori. Ésa es, concretamente, la virtualidad del
673
trámite de información pública, al que ya nos hemos referido de
pasada más atrás al analizar el problema de la publicidad del
procedimiento administrativo, en cuyo momento precisamos el
alcance, simplemente facultativo en principio, con que lo configura el
artículo 86, salvo que la naturaleza del procedimiento lo requiera,
supuesto en el que con acierto la jurisprudencia entiende que debe
practicarse necesariamente so pena de nulidad del procedimiento.
Pese a este planteamiento general, es muy frecuente que la normativa
específica de ciertos procedimientos imponga expresamente con
carácter preceptivo la convocatoria de un período de información
pública. Así ocurre, por ejemplo, en materia de aprobación de planes
o instrumentos urbanísticos, de reparcelaciones de suelo urbano
(artículos 25.1 LS y 108 del Reglamento de Gestión urbanística de 25
de agosto de 1978), de expropiación forzosa (concretamente para
determinar la necesidad de la ocupación: arts. 18 y sigs., LEF), de
apertura y funcionamiento de industrias [art. 30.2. a), del Reglamento
de actividades molestas, nocivas, insalubres y peligrosas, de 30 de
noviembre de 1961], de concesiones de aprovechamiento de aguas
públicas (arts. 105 y sigs., del Reglamento de Dominio público
hidráulico de 11 de abril de 1986: la información aquí sirve a los fines
de propiciar la competencia entre proyectos diferentes), de
establecimiento de servicios públicos de transporte por carretera (art.
63 del Reglamento de la Ley de Ordenación de los Transportes
Terrestres de 28 de septiembre de 1990); de concesiones de bienes de
dominio público marítimo-terrestre (art. 67 de la Ley de Costas de 28
de julio de 1988), de aprobación de ordenanzas locales [art. 49. b),
LRL], etc.
La instrumentación del trámite es muy sencilla en todo caso: basta
anunciarlo en los «Boletines Oficiales del Estado», de la Comunidad
Autónoma o «de la Provincia» y fijar un plazo que, según el artículo
83.2 LPAC, no puede ser inferior a veinte días, «a fin de que
cualquier persona física o jurídica pueda examinar el procedimiento o
la parte del mismo que se acuerde» en el lugar que al efecto se señale
y formular, si lo desea, las alegaciones u observaciones que estime
convenientes. Nada dice el artículo citado, en cuanto al momento en
que el trámite en cuestión debe tener lugar, por lo que habrá que estar
a lo que al respecto dispongan las normas especiales eventualmente
aplicables. A falta de ellas, parece lógico pensar, dada la finalidad
674
específica del trámite (descubrir la existencia de interesados en el
procedimiento y conocer nuevos datos y puntos de vista de los que,
en principio, no se tiene clara conciencia), que el período de
información pública debe abrirse en la fase inicial del procedimiento,
una vez exista un corpus documental que pueda servir como término
de referencia para quienes deseen concurrir a él.
Desde un punto de vista general, poco más puede decirse en este
momento. Conviene notar, sin embargo, que la comparecencia en el
trámite de información pública no otorga sin más la condición de
interesado en el procedimiento, como ahora advierte el artículo 83.3
LPAC y ya antes había señalado la jurisprudencia. Esa misma
jurisprudencia había precisado por la misma razón que la no
comparecencia en el período de información pública no hacía perder
al interesado en el procedimiento su condición de tal (Ss., entre otras,
de 19 de junio de 1957, 25 de septiembre de 1970, 8 de octubre de
1971 y 30 de septiembre de 1976). El artículo 86.3 LPC así lo aclara
ahora, saliendo al paso de alguna interpretación anterior contraria: «la
incomparecencia en este trámite no impedirá a los interesados
interponer los recursos procedentes contra la resolución definitiva del
procedimiento». La participación en este trámite está abierta a todos
los administrados, sean o no interesados en sentido técnico, es
absolutamente libre y, además, totalmente independiente de la que los
demás preceptos de la LPAC reservan o reconocen a los interesados
propiamente dichos (como ha venido a reconocer de modo explícito
el propio art. 108 del Reglamento de Gestión urbanística antes citado:
«La incomparecencia en este trámite no podrá ser obstáculo para que
se admitan los recursos procedentes que se interpongan contra la
resolución definitiva del expediente, pero en ningún caso podrá
justificar la retroacción de las actuaciones»). Se trata, pues, de una
«audiencia indiscriminada», en palabras de la Sentencia de 24 de abril
de 1978.
En cuanto al valor de las alegaciones y observaciones que puedan
formularse por este medio, hay que decir que la Administración es
libre de darlas uno u otro. Únicamente ha de tenerlas presentes y, por
supuesto, estudiar su contenido y darlas una respuesta motivada (vid.
art. 5.e) LS; la Sentencia de 22 de septiembre de 2015 anula un Plan
Territorial de Ordenación por no haber dado respuesta a las
alegaciones formuladas por el recurrente), ya que, de otro modo, la
675
eficacia del trámite sería nula. Por esa razón, en los procedimientos
especiales en que se prevé su práctica con carácter preceptivo es
habitual que se exija la emisión por los órganos competentes de un
informe específico sobre dichas observaciones antes de proseguir la
tramitación del procedimiento. A estos mismos efectos y para reforzar
al límite la eficacia de las encuestas públicas, el Derecho francés
confía su dirección no ya al órgano competente para tramitar el
procedimiento, como sucede entre nosotros, sino a un órgano ad hoc,
el comisario encuestador, que es justamente quien ha de elaborar el
informe de conjunto sobre los resultados de la encuesta, informe que,
aunque carece de valor vinculante para el órgano llamado a decidir, le
obliga a razonar y motivar expresamente la resolución final en el
supuesto de que se aparte de él.
En cualquier caso, el hecho de que la Administración deba decidir
todas las cuestiones planteadas por los interesados y aquellas otras
derivadas del expediente, hayan sido o no alegadas por éstos (arts. 88
y 119 LPAC), la obliga específicamente a tomar en consideración,
bien para aceptarlas, bien para rechazarlas, y ello so pena de
incongruencia determinante de la nulidad de la resolución final que
pueda dictarse, no sólo las alegaciones de los interesados propiamente
dichas, sino también cuantas observaciones se hagan llegar al órgano
competente por la vía de la información pública (vid., al respecto, la
S. de 7 de diciembre de 1972).
Así lo precisa ahora el artículo 83.3 LPAC, según el cual «quiénes
presenten alegaciones u observaciones en este trámite tienen derecho
a obtener de la Administración una respuesta razonada, que podrá ser
común para todas aquellas alegaciones que planteen cuestiones
sustancialmente iguales». Este último inciso descubre, sin
proponérselo, que el riesgo de este trámite consiste en la rutinización
del mismo. Habida cuenta de esta experiencia, de la que el legislador
parece ser consciente, sorprende que no haya intentado revitalizarlo
en la línea del Derecho francés, antes recordada, que es en este punto
muy superior.
B. Informes
676
En un procedimiento sustancialmente escrito como el administrativo
es lógico que los informes y dictámenes de los órganos consultivos (o
de órganos activos colocados en esa concreta posición) adquieran una
especial relevancia, en cuanto declaraciones de juicio emitidas por
órganos especialmente cualificados en materias determinadas
llamadas a ilustrar al órgano decisor y a proporcionarle los elementos
de juicio necesarios para dictar su resolución con garantías de acierto.
A estos actos administrativos, que lo son en cuanto tales
declaraciones de juicio emanadas de órganos de la Administración en
el ejercicio de su específica competencia, se refieren los artículos 79 y
80 LPAC, estableciendo algunas precisiones de carácter general que
conviene subrayar.
Desde el punto de vista de la obligatoriedad de su emisión, los
informes pueden ser preceptivos o facultativos, según que venga o no
exigida su emisión por las normas aplicables en cada caso concreto.
Hay, pues, que estar a dichas normas para precisar en base a ellas el
carácter de los informes, que, en principio se consideran facultativos,
a menos que otra cosa se establezca expresamente (art. 80 LPAC). En
este último caso, la omisión del informe constituye un vicio de
nulidad como subraya una jurisprudencia constante (Ss., entre otras
muchas, de 24 y 31 de enero de 1967, 25 de marzo de 1969, 3 de
diciembre de 1970, 25 de abril de 1981, 17 de febrero de 1986, 25 de
mayo de 1996, 7 de febrero de 2000, etc., etc.), especialmente cuando
se trata de dictámenes preceptivos del Consejo de Estado (Ss. de 27
de junio de 1989, 29 de abril de 1996, 23 de julio de 2001, etc.), alto
Cuerpo consultivo al que corresponde informar preceptivamente en
una larga serie de asuntos que precisan con carácter general los
artículos 21 y 22 de su Ley Orgánica de 3 de mayo de 1980 y otras
muchas normas singulares que para mayor claridad deben recordarse
periódicamente en el «Boletín Oficial del Estado», de acuerdo con lo
dispuesto en el Reglamento de 18 de julio de 1980 (art. 140).
Desde el punto de vista de su fuerza o eficacia jurídica, los informes
pueden ser vinculantes o no vinculantes. En el primer caso, la
autoridad llamada a decidir está obligada a resolver en el sentido
propuesto por el órgano consultivo, de cuyo informe no puede
apartarse válidamente. Los informes vinculantes suponen por ello la
existencia de una competencia compartida entre el órgano activo y el
órgano consultivo, que hace excepción a las reglas generales de
677
distribución de la competencia (vid., por ejemplo, la S. de 23 de
septiembre de 1970). La Sentencia de 12 de marzo de 1990 habla en
estos casos de «una potestad decisoria enmascarada». Por esta razón,
el artículo 80 LPAC, establece una presunción en contra del carácter
vinculante de los informes, salvo disposición expresa que
concretamente se lo otorgue, cosa que no suele suceder con
frecuencia. El caso más notable de informes vinculantes es el previsto
en el artículo 106.1 LPAC, a propósito de la revisión de oficio de los
actos administrativos nulos de pleno derecho, que sólo puede
acordarse, como ya vimos en su momento, previo dictamen favorable
del Consejo de Estado (u órgano consultivo equivalente de la
Comunidad Autónoma).
El hecho de que un informe no sea vinculante no significa, sin
embargo, que carezca de todo valor, como es obvio. El artículo 34.1.
c) LPAC exige, como se recordará, que se motive expresamente todo
acto o resolución administrativa que se aparte del criterio expresado
en el informe o dictamen en cada caso emitido, lo que en el fondo
significa, puesto que la exigencia de motivación está en función del
eventual contraste posterior de la legalidad del acto, que sólo cuando
existan buenas razones que lo justifiquen pueden los órganos activos
apartarse válidamente de los informes que hayan sido sometidos por
los órganos consultivos. Así lo tiene declarado, por otra parte, la
jurisprudencia que con todo acierto se ha cuidado de precisar que
«aunque los informes de los órganos consultivos de la Administración
no vinculan a la misma, en una valoración, discrecional primero y
lógica después, tales informes merecen un determinado crédito de
veracidad, dado el juicio de pericia o de apreciación de conocimientos
técnicos sobre datos y circunstancias preexaminadas que comportan
un obligado alcance y máxime cuando se han producido con
unanimidad» (S. de 6 de junio de 1969; vid. también la Sentencia de 2
de abril de 2002). La Ley 2/2013, de 29 de mayo, de protección y uso
sostenible del litoral y de modificación de la Ley de Costas denomina
«informes determinantes» a los que obligan al órgano competente
para resolver a «motivar las razones de interés general» por las que se
aparta de su contenido (vid. la nueva redacción dada al apartado 2 de
la disposición transitoria tercera de la Ley de Costas y el artículo 2 de
la Ley 2/2013).
Los informes han de ser evacuados, en principio, en el plazo de diez
678
días (art. 80.2 LPAC; dos meses el del Consejo de Estado: artículo
128 del Reglamento Orgánico de 18 de julio de 1980), pero su no
emisión en plazo no impide proseguir las actuaciones, salvo que se
trate de informes preceptivos que sean determinantes para la
resolución del procedimiento (art. 80.3).
C. La prueba en el procedimiento administrativo
El problema de la prueba es una cuestión central en todo
procedimiento, cualquiera que sea su clase. A pesar de ello, la
regulación contenida en la actual LPAC sigue siendo bastante escueta
al respecto, limitándose a fijar unos pocos principios generales. El
esquematismo de la ley general no está compensado tampoco por las
normas especiales de preferente aplicación, que, a diferencia de lo
que ocurre en otros aspectos del procedimiento, suelen guardar
silencio en este punto. Todo ello hace necesario acudir a los
principios generales del procedimiento como institución jurídica,
principios que aparecen positivados únicamente en la regulación del
procedimiento más desarrollado que, es naturalmente, el judicial. El
manejo de estos principios deberá realizarse, sin embargo, con
especial cuidado, teniendo siempre muy presentes las diferencias
existentes entre ambas especies de procedimientos. Así lo ha
advertido la importante Sentencia constitucional de 8 de junio de
1981 («la interpretación finalista de la Norma Fundamental nos lleva
a la idea de que los principios esenciales reflejados en el artículo 24
de la Constitución en materia de procedimiento han de ser aplicables
a la actividad sancionadora de la Administración en la medida
necesaria para preservar los valores esenciales que se encuentran en la
base del precepto y la seguridad jurídica que garantiza el art. 9.º de la
Constitución»).
a. El principio de oficialidad y la carga de la prueba en el procedimiento
administrativo
En el proceso civil el Juez es, como regla, un simple espectador, una
instancia neutral que aplica la Ley a los hechos que le presentan –y le
679
prueban– las partes litigantes (da mihi factum, dabo tibi ius); en el
procedimiento administrativo, en cambio, el planteamiento es
radicalmente diverso, supuesto que, cualesquiera que sean los
intereses privados en presencia, la Administración está obligada
siempre a orientar su actividad en orden a la pronta y eficaz
satisfacción del interés general que todo procedimiento de esta clase
pone en juego. Rige, pues, con carácter general en el procedimiento
administrativo el principio de la oficialidad de la prueba, según el
cual el órgano administrativo está específicamente obligado a
desarrollar, incluso de oficio, es decir, sin que medie petición al
respecto de los interesados, todos los actos de instrucción (y, por
consiguiente, todas las actividades probatorias) que se consideren
adecuados para la determinación, conocimiento y comprobación de
los datos en virtud de los cuales deba pronunciarse la resolución. Así
resulta, por lo demás, con carácter general de lo dispuesto en el
artículo 77.1 LPAC.
Esto significa, por lo pronto, que para que se acuerde la apertura de
un período de prueba no es imprescindible que lo soliciten los
interesados en el procedimiento de que se trate. A falta, incluso, de tal
petición, la Administración debe acordar el recibimiento a prueba
«cuando no tenga por ciertos los hechos alegados por los interesados
o la naturaleza del procedimiento lo exija» (art. 77.1 LPAC). La
simple contradicción sobre los hechos obliga, pues, a practicar las
pruebas necesarias para determinar con exactitud los que hayan de
tomarse como base para la resolución (Ss. de 7 de marzo de 1970, 14
de octubre de 1981, 20 de mayo de 1983, 24 de septiembre de 1993 y
28 de abril de 2000).
Hay que advertir, sin embargo, que este deber de la Administración
que resulta del principio de oficialidad de la prueba no excluye, en
absoluto, la posibilidad de que los interesados puedan aportar al
procedimiento cuantas pruebas tengan por conveniente o proponer la
práctica de cuantas consideren necesarias. Esa posibilidad permanece
abierta en todo caso en los términos más amplios; lo que sucede es
que su utilización por los interesados no es presupuesto necesario del
desarrollo que la actividad probatoria de la decisión del
procedimiento requiera. El principio de oficialidad modula, pues, de
forma importante la carga de la prueba, que no se reparte del mismo
modo que en el proceso judicial común, sino que pesa esencialmente
680
sobre la Administración en la medida en que ésta viene expresamente
obligada por la Ley a abrir un período de prueba siempre que exista
contradicción sobre los hechos. La simple alegación por el interesado
de un hecho determinado coloca a la Administración en la alternativa
de aceptarlo como cierto o de abrir un período de prueba para resolver
la discrepancia en caso contrario.
Una vez abierto por cualesquiera de las razones expuestas el período
probatorio y no antes es cuando entran en juego las reglas generales
sobre la carga de la prueba, que se resumen tópicamente en el viejo
adagio incumbit probatio qui dixit, non qui negat, positivado en el
artículo 217 LEC, o lo que es lo mismo, como dice la jurisprudencia
civil y contencioso-administrativa (vid., por ejemplo, las Sentencias
de 14 de julio y 21 de septiembre de 1998), la regla según la cual
corresponde al actor la prueba de los hechos normalmente
constitutivos de su pretensión o necesarios para que nazca la acción
ejercitada, mientras que al demandado incumbe la prueba de los
impeditivos y de los extintivos, así como los que formen el supuesto
de las excepciones en sentido propio. Sólo dentro del período
probatorio y sobre la base de la no aceptación previa por la
Administración de las alegaciones del interesado, puede, pues,
traducirse en perjuicio para ésta la pasividad en orden a la prueba de
los hechos alegados.
Hay que notar, por último, que la negativa de la Administración a
abrir el período de prueba o a practicar las propuestas por el
interesado, siempre que éstas sean objetivamente necesarias, puede
determinar la nulidad de la decisión final en la medida en que esa
negativa haya producido indefensión, pues, como ya señaló la
Sentencia de 20 de noviembre de 1961, «de otra suerte holgarían los
trámites de audiencia y alegaciones si no se admitieran en el de
prueba las correspondientes justificaciones» (en términos semejantes,
las Ss. de 26 de noviembre de 1964 y 20 de mayo de 1983). Ello no
obsta, naturalmente –y en este sentido es como hay que entender la
expresión «pruebas objetivamente necesarias» antes empleada–, a la
facultad que la Administración retiene en orden a la decisión sobre la
pertinencia y relevancia de las pruebas en cada caso propuestas,
decisión susceptible de fiscalización posterior, como todas las demás,
que hay que poner en relación con su virtualidad intrínseca en orden
al esclarecimiento de los hechos y con su transcendencia para la
681
decisión del procedimiento, como con carácter general resalta la
jurisprudencia constitucional (vid, por ejemplo, la S. de 5 de octubre
de 1989). Cuando todas o algunas de las pruebas propuestas se
revelen innecesarias o inútiles a estos efectos, la Administración
puede denegar su práctica, sin incurrir por ello en vicio de nulidad
alguno (Ss., entre otras, de 28 de septiembre de 1965, 14 de marzo de
1967, 28 de septiembre de 1968, 20 de enero de 1971, 8 de noviembre
de 1974, 2 de junio de 1976, 15 de diciembre de 1987, etc.). No hay,
pues, un derecho incondicionado a que se practiquen todas las
pruebas propuestas por el interesado, como recuerda la Sentencia de 6
de noviembre de 1998, sino sólo aquéllas que sean pertinentes y
relevantes en los términos que han quedado indicados.
En estos mismos términos se pronuncia la jurisprudencia
constitucional (vid. recientemente la Sentencia de 21 de julio de 2008
con múltiples referencias).
b. Duración del período de prueba
El artículo 77.2 LPAC se limita a establecer unos topes, máximo y
mínimo, de duración para el período de prueba que prevé («por un
plazo no superior a treinta días ni inferior a diez»), que es común para
proponer y practicar las pruebas que se juzguen necesarias, y se
declaren pertinentes. La Ley excluye así la posibilidad de abrir un
período de prueba indefinido o de dejar su duración al arbitrio de una
de las partes, práctica viciosa que ha sido categóricamente condenada
por la jurisprudencia (es concluyente en este sentido la S. de 5 de
febrero de 1970: «es evidente que en cuanto determina que la prueba
no concluye hasta que las partes acuerden su terminación hace
dejación de sus poderes públicos inalienables de impulsar de oficio el
procedimiento en todos sus trámites, en beneficio exclusivo de la
Comunidad que se opone a la legalización y autorización de las obras
de alumbramiento..., dejando con tal acuerdo en manos de la
Comunidad opositora el no prestar su conformidad nunca a la
terminación de la prueba... por ello los acuerdos recurridos no son
conformes a Derecho»).
682
c. Carácter no tasado de los medios de prueba
El artículo 77.1 LPAC no limita en absoluto los medios de prueba
utilizables en el procedimiento administrativo («los hechos relevantes
para la decisión de un procedimiento podrán acreditarse por cualquier
medio de prueba admisible en derecho»). Son por ello admisibles,
como dice la Sentencia de 3 de octubre de 1970, «cuantos se
comprenden con carácter general en los artículos 1.214 a 1.253 del
Código Civil y 578 a 666 de la Ley de Enjuiciamiento Civil» (vigente
entonces), aunque, dado el predominio de la forma escrita en la
actuación administrativa, algunos de ellos son de uso poco frecuente
(así, por ejemplo, la prueba testifical que no suele tener lugar fuera de
los procedimientos disciplinarios: vid. la S. de 26 de noviembre de
1964, que anula una sanción de este carácter por haberse rechazado el
examen de algunos testigos y la práctica de careos), predominando
por esa misma razón la prueba documental.
En cuanto a la práctica de estas pruebas (por documentos, públicos y
privados, por reconocimiento judicial por peritos, por testigos y por
presunciones: art. 299 LEC), habrá que estar a las reglas establecidas
por los preceptos que acaban de citarse, a falta de normas específicas
en la regulación de los distintos procedimientos administrativos (S. de
3 de octubre de 1970).
Sobre la prueba antes llamada en la antigua LEC de confesión y en la
nueva LEC de 2000 de «interrogatorio de las partes», conviene notar
que así como la primera, artículo 595, prohibía la práctica de esta
prueba para las Administraciones públicas, hoy el artículo 315 la
admite y la regula expresamente, incluso con especial rigor, lo cual
entendemos que resulta perfectamente aplicable al procedimiento
administrativo.
En todos los casos deberá observarse lo dispuesto en el artículo 78.1 y
2 LPAC que garantiza con carácter general la presencia y
participación activas de los interesados en la práctica de las pruebas
admitidas, como consecuencia necesaria del carácter contradictorio
que es de esencia al procedimiento, exigiendo a la Administración
que les comunique con antelación suficiente el momento y lugar en
que han de realizarse y facultándoles para designar los técnicos que
683
les asistan (vid., Sentencia de 5 de marzo de 1996).
La LGT confirma explícitamente este planteamiento general,
haciendo remisión expresa en su artículo 106 a las normas de la LEC,
sin más excepciones que las que concretamente establece en los
artículos siguientes. Dentro de estas normas específicas tienen
especial interés las relativas a la prueba de presunciones, de las que
cada vez se hace un uso más frecuente, con el consiguiente
desplazamiento hacia el interesado de la carga de la prueba, que
según resulta del artículo 385 LEC («Las presunciones que la Ley
establece dispensan de la prueba del hecho presunto a la parte a la que
este hecho favorezca»), cuyo tenor reproduce el artículo 108 LGT, es
el efecto característico de este medio probatorio. Por ello parece
forzoso calificarlo de excepcional, subordinando su utilización al
agotamiento de las posibilidades que ofrezca la prueba directa de los
hechos y condicionando, por supuesto, su admisión a los casos en que
el concreto hecho del que las presunciones hayan de deducirse esté
completa y totalmente acreditado y su interpretación no admita otras
posibles alternativas (vid. la S. constitucional de 17 de diciembre de
1986).
En estos términos, es también admisible la llamada prueba por
indicios. La jurisprudencia constitucional (vid. la S. de 1 de diciembre
de 1988 y sus referencias) ha precisado que para que la prueba
indiciaria pueda desvirtuar la presunción de inocencia «los indicios
han de estar plenamente probados –no puede tratarse de meras
sospechas– y el órgano judicial debe explicar el razonamiento en
virtud del cual, partiendo de los indicios probados, ha llegado a la
conclusión», esto es, «el iter mental que le ha llevado a entender
probados los hechos constitutivos “de la infracción”, de tal modo que
cualquier Tribunal que intervenga con posterioridad pueda
comprender el juicio formulado a partir de tales indicios».
d. Valoración de las pruebas
Es principio general en nuestro Derecho el de la prueba libre y, por lo
tanto constituyen excepción los supuestos de prueba tasada o prueba
legal, en los que el valor de las que se hayan practicado lo fija
684
directamente la Ley (el documento público o el privado reconocido
hacen prueba, lo mismo que la confesión). Este principio es aplicable
igualmente en el ámbito del procedimiento administrativo y unido al
de apreciación conjunta de las pruebas practicadas conforme a las
«reglas de la sana crítica» (arts. 316, 348 y 376 de la nueva LEC y
Ss., entre otras muchas, de 3 de octubre de 1970, 31 de marzo de
1973 y 18 de enero de 1974; vid., especialmente, la S. de 2 de abril de
1985, en relación al valor de la prueba pericial), que es su obligada
consecuencia, marca la pauta de la valoración del material probatorio
que ha de hacer inexcusablemente la Administración. El artículo 77.1
de la novísima LPAC confirma expresamente lo que acaba de
indicarse («...cuya valoración se realizará de acuerdo con los criterios
establecidos en la Ley 1/2000, de 7 de Enero, de Enjuiciamiento
Civil»).
Es importante advertir, sin embargo, que esta libertad de apreciación
de la prueba de que goza la Administración no se traduce en
inmunidad. La valoración de las pruebas que pueda realizar el órgano
administrativo no vincula en absoluto a los Tribunales de la
jurisdicción contencioso-administrativa y ello en un doble sentido;
por una parte, porque, como se cuidó muy especialmente de subrayar
el legislador en la Exposición de Motivos de la Ley Jurisdiccional de
1956, el proceso ante esta jurisdicción «no es una casación, sino,
propiamente, una primera instancia jurisdiccional», en la que, por
consiguiente, no hay limitación alguna en lo que se refiere a la
práctica por el Tribunal de cuantas pruebas se estimen necesarias, sea
cual sea el contenido del expediente administrativo y su resultancia;
por otra, porque, dado el carácter de proceso de primera instancia que
corresponde al recurso contencioso-administrativo y la función
revisora que es de esencia a esta jurisdicción, los Tribunales de la
misma «pueden apreciar de diferente manera los mismos elementos
articulados de prueba, llegando a soluciones y declaraciones de
derechos distintas», como tiene afirmado una jurisprudencia constante
(S. de 3 de octubre de 1970, por ejemplo; lo mismo y muy
expresivamente las Ss. de 2 de abril de 1985, más atrás citada y de 20
de diciembre de 2002).
Esta advertencia, aunque elemental, en verdad, debe ser
enérgicamente subrayada en este lugar desde el momento en que
existe una cierta línea jurisprudencial que tiende a sobrevalorar la
685
apreciación que de los datos obrantes en el expediente administrativo
haya hecho la Administración y a conceder una fuerza probatoria
especial e incondicionada a alguna de las piezas integrantes del
mismo. Así ha ocurrido con frecuencia en el pasado, especialmente en
materia de orden público, en la que la jurisprudencia dominante no
dudaba en reconocer a los informes policiales «veracidad y fuerza
probatoria al responder a una realidad de hecho apreciada
directamente por los agentes» (S. de 31 de marzo de 1971 y 6 de
marzo de 1973, entre otras muchas), contra el principio de libre
apreciación de la prueba que informa nuestro ordenamiento jurídico
en esta materia y contra lo dispuesto en el artículo 297 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal(según el cual «los atestados que redactaren
y las manifestaciones que hicieran los funcionarios de policía judicial,
a consecuencia de las averiguaciones que hubiesen practicado, se
considerarán denuncias para los efectos legales», teniendo «las demás
declaraciones que presentaren el valor de declaraciones testificales en
cuanto se refieran a hechos de conocimiento propio»), lo que
contribuía de facto a desplazar la carga de la prueba, al obligar al
ciudadano a probar su inocencia y la inexactitud de las afirmaciones
de los agentes de la Administración.
En vísperas de la promulgación de la Constitución comenzó a
producirse una reacción en contra de esta actitud (así, las Ss. de 26 de
septiembre y 9 de octubre de 1973 y 6 de diciembre de 1974), que
había razones para pensar que hubiera quedado definitivamente
erradicada tras la entrada en vigor de la Norma Fundamental, cuyo
artículo 24.2 reconoce a todos de forma categórica el derecho
fundamental a la presunción de inocencia.
Sorprendentemente, sin embargo, no fue así. Con toda frecuencia
Leyes postconstitucionales, estatales y autonómicas, siguieron
insistiendo en otorgar presunción de veracidad a las actas y
diligencias de inspección con el inequívoco propósito de beneficiarse
de esa vieja doctrina. El caso más notable es el artículo 145.3 de la
anterior LGT, en la redacción dada al mismo por la Ley de 26 de abril
de 1985, según el cual «las actas y diligencias extendidas por la
Inspección de los Tributos tienen naturaleza de documentos públicos
y hacen prueba de los hechos que motiven su formalización, salvo
que se acredite lo contrario». El precepto en cuestión fue considerado
conforme a la Constitución por la Sentencia constitucional de 26 de
686
abril de 1990, pero siempre y sólo si se interpretaba en la forma que
la propia Sentencia indicaba. Dicha Sentencia precisó al efecto que
«las actas de la Inspección de Tributos incorporadas al expediente
sancionador no gozan de mayor relevancia que los demás medios de
prueba admitidos en Derecho y, por ello, ni han de prevalecer
necesariamente frente a otras pruebas que conduzcan a conclusiones
distintas, ni pueden impedir que el Juez del contencioso forme su
convicción sobre la base de una valoración o apreciación razonada
de las pruebas practicadas». Esta doctrina sigue siendo aplicable
hoy, ya que el artículo 107.1 de la nueva LGT reproduce básicamente
el artículo 145.3 de la anterior. Las diligencias extendidas en el curso
de las actuaciones y los procedimientos tributarios son, ciertamente,
una prueba –no una simple denuncia–, que atañe exclusivamente a los
hechos comprobados directamente por el funcionario –no a la
calificación jurídica de los mismos–, que puede ceder, por lo tanto,
frente a otras pruebas que conduzcan a conclusiones distintas, en el
marco de una valoración conjunta de todas ellas que corresponde en
exclusiva al órgano judicial. En este mismo sentido se pronuncia la
jurisprudencia contencioso-administrativa más reciente, que limita el
valor atribuible a las actas de inspección y consiguientemente la
presunción de certeza que las leyes otorgan a éstas «a sólo los hechos
que por su objetividad son susceptibles de percepción directa por el
inspector o a los inmediatamente deducibles de aquéllos», nunca «a
las simples apreciaciones globales, juicios de valor o calificaciones
jurídicas» (Sentencia de 19 de enero de 1996, con cita de otras
muchas). En este sentido hay que entender el artículo 77.5 LPAC,
según el cual «los documentos formalizados por los funcionarios a los
que se reconoce la condición de autoridad y en los que, observándose
los requisitos legales correspondientes, se recojan los hechos
constatados por aquéllos harán prueba de éstos salvo que se acredite
lo contrario».
D. El trámite de audiencia y vista del expediente
El artículo 82 LPAC, siguiendo la pauta marcada por la base 10.ª del
artículo 2.º de la Ley Azcárate de 1889, y por los artículos 91 LPA y
84 LPC/92, establece un trámite específico de vista y audiencia, que
la jurisprudencia viene calificando tradicionalmente con toda justicia
687
de esencialísimo y aún de sagrado, en cuanto expresivo de un
principio general del Derecho según el cual nadie puede ser
condenado sin ser oído (nemo damnari inaudita parte), principio
inequívocamente consagrado a nivel constitucional en los términos
más explícitos por los artículos 24.2 y 105.3 del texto fundamental.
Importa destacar que el artículo 82 no supone en absoluto una
duplicación del artículo 76, que, como ya sabemos, permite a los
interesados con carácter general aducir alegaciones en cualquier
momento del procedimiento. La funcionalidad del trámite de
audiencia es diferente y su contenido no se limita a asegurar la mera
posibilidad de formular alegaciones, sino que va más allá, en la
medida en que pretende facilitar al interesado el conocimiento de la
totalidad del expediente y permitirle, consiguientemente, realizar una
defensa eficaz y completa de sus intereses en base a lo actuado en el
procedimiento. Así se desprende del tenor literal del artículo 82
LPAC que sitúa el trámite en la fase final del procedimiento
(«instruidos los procedimientos e inmediatamente antes de redactar la
propuesta de resolución»), con el fin de no sustraer a los interesados
ninguna de las piezas o elementos integrantes de la tramitación. Es
inadmisible por ello, desde la perspectiva de las garantías de defensa
consagradas por la Constitución y por la Ley, la exclusión de
documento alguno. El artículo 82.1 LPAC precisa, sin embargo, que
«se tendrán en cuenta las limitaciones previstas, en su caso, por la
Ley 19/2013, de 9 de Diciembre», de Transparencia, acceso a la
información y buen gobierno. El artículo 14 de esta Ley precisa
cuáles son esos límites, pero advierte que su aplicación será
«justificada y proporcionada a su objeto y finalidad de protección y
atenderá a las circunstancias del caso concreto, especialmente a la
concurrencia de un interés público o privado superior que justifique el
acceso». Entendemos por ello que el derecho de acceso a los archivos
y registros administrativos no debe erigirse en un obstáculo al
derecho de defensa que el artículo 24 de la Norma Fundamental
garantiza «sin que en ningún caso pueda producirse indefensión» a
aquellos concretos ciudadanos cuyos derechos e intereses legítimos
están en juego en un procedimiento concreto.
La obligada reserva de estos datos e informaciones puede y debe
preservarse en interés de todos, pero ello ha de hacerse sin producir
ningún tipo de indefensión, so pena de mutilar los derechos
688
fundamentales que el artículo 24 de la Constitución consagra, cuyo
valor es preferente en todo caso.
Dada la función que el trámite está llamado a cumplir, la
jurisprudencia tiene subrayado de antiguo que la vista del expediente
debe tener lugar, en concreto, en el momento que el artículo 82 LPAC
precisa («inmediatamente antes de redactar la propuesta de
resolución») y no antes de él, ya que ello implicaría la sustracción al
interesado de una parte de lo actuado, con la consiguiente minoración
de sus posibilidades de defensa (vid. Sentencia de 12 de febrero de
2001). Por la misma razón el trámite de audiencia habrá de repetirse
cuando, en un procedimiento sancionador, se cambie la calificación
jurídica de los hechos formulada durante la fase de instrucción
(Sentencia de 30 de noviembre de 2018). Esa misma funcionalidad
explica, en fin por qué el artículo 82.4 excluye el trámite de audiencia
y vista del expediente en aquellos casos en que en éste no figuran más
datos y documentos que los aportados por el propio interesado, que,
conociéndolos, puede perfectamente hacer valer sus derechos sin
necesidad de nuevas dilaciones por la vía más simple del artículo 76
LPAC formulando a su amparo directamente cuantas alegaciones
considere necesarias. Con esta única excepción, que reproduce el
artículo 118 LPAC, a propósito de los recursos administrativos, el
trámite de audiencia y vista del expediente es rigurosamente
preceptivo en toda clase de procedimientos, incluso especiales, y ello
en virtud de su condición de garantía esencial, verdadero minimum
sin el cual no puede decirse que exista realmente procedimiento en
sentido propio. Así lo proclamó explícitamente el mismo legislador
en la Exposición de Motivos de la LPA. Por lo demás, el artículo 24
de la Constitución y la Sentencia constitucional de 8 de junio de 1981
han zanjado definitivamente la cuestión, sin réplica posible.
El carácter preceptivo del trámite de audiencia y vista y su condición
de garantía esencial y primaria de los interesados justifica, en
principio, que su omisión se considere habitualmente como causa de
nulidad de la resolución final. Debe tenerse presente, sin embargo,
que la regla de medida de todos los vicios de procedimiento radica,
como ya vimos en su momento (cap. XI), en la indefensión que de
ellos pueda resultar para los afectados. Si la omisión del trámite no ha
llegado a producir una indefensión real y efectiva, no simplemente
formal o aparencial, del interesado y, por otra parte, puede
689
demostrarse que la decisión final hubiera tenido que ser la misma en
todo caso, lo procedente será prescindir del vicio formal y resolver el
fondo de la cuestión debatida en aplicación del principio de economía
procesal que ya conocemos. En este sentido son explícitas las
Sentencias de 18 de marzo de 1987, 3 de octubre de 1994, 24 de
mayo de 1995, 25 de mayo de 1998 y 5 de diciembre de 2000, por
citar sólo algunas de las más recientes.
La jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea
sostiene idéntica doctrina. Sin desmentir ésta, una reciente Sentencia
de 16 de Enero de 2019 (asunto United Parcel Service c/Comisión),
apoyándose en el derecho a una buena administración que consagra el
artículo 41 de la Carta de Derechos Fundamentales, ha dado un
importante paso hacia adelante al precisar que para que la
irregularidad eventualmente cometida produzca un efecto invalidante
no es necesario que el recurrente acredite que, de no haberse
producido ésta, la decisión controvertida hubiera tenido un sentido
diferente, «sino que hubiera podido tener una oportunidad, incluso
reducida, de preparar mejor su defensa» (la Comisión había utilizado
en su resolución denegatoria de la solicitud de una concentración de
empresas un modelo econométrico diferente del empleado en el curso
del procedimiento sin advertir al interesado en su momento de dicho
cambio).
E. La tramitación simplificada
El artículo 96 LPAC ha generalizado la experiencia del
procedimiento abreviado regulado por el artículo 143 de la LPC de
1992 para las reclamaciones de responsabilidad patrimonial en las
que fuesen inequívocas la relación de causalidad y la valoración del
daño y ha diseñado una tramitación simplificada del procedimiento
administrativo común «cuando razones de interés público o la falta de
complejidad así lo aconsejen».
La iniciativa para su utilización puede ser del interesado o de la
Administración, pero tanto en un caso como en otro es necesario que
haya acuerdo al respecto (art. 96, 2 y 3). La decisión al respecto es
reversible en cualquier momento (art. 96.1).
690
En materia de responsabilidad patrimonial el órgano competente
puede acordar de oficio la iniciación del procedimiento simplificado
en el caso más atrás indicado (art. 96.4) y en materia sancionadora
puede acordar otro tanto si «existen elementos de juicio suficientes
para calificar la infracción como leve» (art. 96.5).
La simplificación se reduce a la reducción de los plazos de los
distintos trámites y a la supresión de la audiencia, que tendrá lugar
únicamente «cuando la resolución vaya a ser desfavorable para el
interesado». La resolución habrá de producirse en los treinta días
siguientes a la notificación del acuerdo de tramitación simplificada
(art. 96.6).
3. TERMINACIÓN DEL PROCEDIMIENTO
A. Consideraciones generales. La propuesta de resolución
El artículo 84 LPAC dispone que «pondrán fin al procedimiento la
resolución, el desistimiento, la renuncia al derecho en que se funde la
solicitud, cuando tal renuncia no esté prohibida por el Ordenamiento
jurídico, y la declaración de caducidad». El apartado 2 del mismo
artículo añade que «también producirá la terminación del
procedimiento la imposibilidad material de terminarlo por causas
sobrevenidas». El término resolución está empleado en este caso en
un sentido restrictivo, equivalente al de decisión de las cuestiones
planteadas a lo largo de la tramitación, aunque también es habitual su
uso en la acepción más amplia de acto que pone fin al procedimiento,
cualquiera que sea su contenido. En este último sentido, también en
los casos de desistimiento, renuncia o caducidad (modos anormales
de terminación de un procedimiento) se produce una resolución
administrativa, es decir, un acto que al declarar la caducidad o aceptar
la renuncia o el desistimiento declara, al propio tiempo, concluso el
procedimiento en el que se producen.
En ambos casos, al acto final precede normalmente una propuesta,
que el órgano encargado de tramitar el procedimiento eleva al órgano
competente para decidir. A esta propuesta o proyecto de resolución
691
no se refiere específicamente la LPAC, que, sin embargo, alude a ella
de pasada en su artículo 82, fijando, incluso, indirectamente el
momento en que tiene que producirse, es decir, inmediatamente
después de evacuarse el trámite de audiencia y vista del expediente,
con el cual concluye la instrucción del mismo. El artículo 53 LPA
calificó por su parte, la omisión de la propuesta, cuando ésta sea
preceptiva, como vicio no convalidable, capaz, por lo tanto, de
determinar la nulidad de la resolución final (S. de 19 de mayo de
1973), pero el correlativo artículo 52 LPAC ha prescindido de esta
precisión, a pesar de lo cual resulta obligado seguir sosteniendo la
absoluta necesidad e insustituibilidad de la propuesta de resolución, al
menos en aquellos casos en los que entre el órgano competente para
formularla y el competente para resolver no media una relación de
jerarquía.
En algún caso, la propuesta tiene una relevancia excepcional. Así
ocurre, por ejemplo, con las propuestas que formulan los tribunales y
comisiones llamados a juzgar los concursos y oposiciones para el
acceso a la función pública, que vinculan a la Administración de tal
forma que no puede apartarse de ellas a la hora de expedir los
nombramientos correspondientes, a no ser a través de la vía
extraordinaria de la revisión de oficio prevista en el artículo 106
LPAC (art. 20.2 del Reglamento general para el ingreso del personal
al servicio de la Administración del Estado de 19 de diciembre de
1984). Este tipo de propuestas son, por tanto, más que simples
proyectos de resolución, verdaderas resoluciones con sustantividad
propia.
En los procedimientos sancionadores la propuesta de resolución tiene
también un relieve especial, como ya nos costa, ya que debe ser
notificada a los interesados, que, a la vista de la misma y de todo lo
actuado en el procedimiento que se les habrá de poner de manifiesto,
podrán formular alegaciones e, incluso, presentar los documentos e
informaciones que se estimen pertinentes (art. 89.2 LPAC).
B. La resolución. El principio de congruencia y sus modulaciones
La resolución, en el sentido estricto al que acabamos de aludir, es el
692
modo normal de terminación del procedimiento administrativo. La
LPC de 1992 reforzó la obligación de dictar resolución expresa que
ya estableció la anterior LPA, en estricta congruencia con la nueva
regulación por ella dada al silencio administrativo. Esa es también la
posición de la novísima LPAC. En los términos de esta regulación,
que ya conocemos, la resolución resulta inexcusable (art. 21.1) y la
Administración no podría abstenerse de dictarla «so pretexto de
silencio, oscuridad o insuficiencia de los preceptos legales aplicables
al caso», según precisa el artículo 88.5, que hace suyos los del
artículo 1.7 CC.
Lo que interesa precisar en este momento es el alcance efectivo que
en el procedimiento administrativo tiene el principio de congruencia,
que, tal como se formula en el ámbito del proceso civil (art. 217
LEC), exige que las sentencias guarden la debida correspondencia
con las pretensiones ejercitadas por las partes (sententia debet esse
conforme libello), prohibiendo, en consecuencia, al Juez o Tribunal
otorgar más de lo pedido (ultra petita), o cosa distinta de la
efectivamente reclamada (extra petita), so pena de incurrir en un
vicio susceptible de determinar la revocación del fallo.
El procedimiento administrativo se aparta notablemente de este
esquema y ello porque, como ya nos consta, su función no se agota en
el aseguramiento de la legalidad, sino que tiende por exigencias
institucionales obvias a garantizar la satisfacción de los intereses
públicos en juego, que no pueden quedar al arbitrio de los interesados
ni subordinarse a la actividad que éstos desarrollen. Esto es,
justamente, lo que vienen a subrayar los artículos 88 y 119 LPAC,
según los cuales «la resolución que ponga fin al procedimiento
decidirá todas las cuestiones planteadas por los interesados y aquellas
otras derivadas del mismo», «hayan sido o no alegadas por los
interesados».
De acuerdo con ambos preceptos, la resolución de todo procedimiento
administrativo debe ser, por supuesto, congruente con las peticiones
formuladas por los interesados, en el doble sentido de que sus
alegatos deben ser tenidos en cuenta por ella «sin perjuicio de que los
acoja o los rechace, según legalmente corresponda» (S. de 7 de
diciembre de 1972), y de que las concretas pretensiones que hayan
sido ejercitadas deben ser objeto de pronunciamiento pertinente para
693
no causarles indefensión (Sentencias de 3 de diciembre de 1993 y 3
de noviembre de 1998), pronunciamiento que debe guardar en todo
caso la debida correspondencia con aquéllas (S. de 16 de enero de
1996), so pena de nulidad. Así lo precisa hoy el artículo 88.2 LPAC,
que adicionalmente aclara que «en ningún caso puede agravar» la
situación inicial de los interesados (prohibición de reformatio in
pejus). Una vez cubiertas estas exigencias primarias, la resolución
puede y debe afrontar, además, cualesquiera otras cuestiones que la
tramitación del procedimiento haya podido poner en evidencia,
adoptando al respecto cuantas medidas puedan ser necesarias para dar
satisfacción adecuada a los intereses públicos en juego.
Dicho con otras palabras, el principio de congruencia tiene también
un lugar en el ámbito del procedimiento administrativo, si bien la
congruencia de la resolución final se mide en función, no sólo de lo
alegado y pretendido por los interesados, sino también de lo que
resulte del expediente mismo con independencia de aquellas
pretensiones, salvando en estos casos, por supuesto, las exigencias
propias del principio de contradicción, tal y como precisan con
acierto los artículos 88 y 119 LPAC («en este último caso se les oirá
previamente») y respetando siempre, como es natural, los límites de
la propia competencia, que el órgano que la adopta no puede exceder
en ningún caso (S. de 3 de febrero de 1999).
La LPAC no exige formalidad específica alguna para las
resoluciones, limitándose a indicar en su artículo 35 que «contendrán
la decisión, que será motivada en los casos a que se refiere el artículo
35», a cuyos efectos servirá de motivación «la aceptación de informes
o dictámenes cuando se incorporen al texto de la misma» (art. 88.6).
El artículo 88.3 citado añade, sin embargo, que las resoluciones
«expresarán, además, los recursos que contra la misma procedan,
órgano administrativo o judicial ante el que hubieran de presentarse y
plazo para interponerlos, sin perjuicio de que los interesados puedan
ejercitar cualquier otro que estimen oportuno». La LPAC ha traído
aquí, a la resolución, las precisiones que su artículo 40.2 hace al
referirse al contenido necesario de las notificaciones. Es un error
técnico notorio, como la jurisprudencia constitucional ha subrayado a
propósito de los defectos de notificación de las sentencias y demás
resoluciones judiciales, confundir éstas con su preceptiva
694
notificación, que es algo distinto a la resolución, que se añade a ésta,
pero que, obviamente, no forma parte de la misma, aunque, eso sí,
condicione su eficacia. Así habrá de aclararlo la jurisprudencia.
C. El desistimiento y la renuncia
El desistimiento y la renuncia son modos anormales de terminación
del procedimiento que tienen en común el apartamiento voluntario del
interesado de la acción inicialmente emprendida, aunque se
diferencian entre sí en razón del concreto alcance dado a ese
apartamiento por quien lo realiza. En el caso del desistimiento el
abandono se refiere única y exclusivamente al concreto
procedimiento en el que se produce y deja intactos los eventuales
derechos que puedan asistir al interesado y que éste podrá ejercer, si
le conviene, más adelante en otro procedimiento distinto. La renuncia,
en cambio, se refiere a los derechos mismos, de los que se hace
dejación expresa, de forma que ya no podrán ser ejercitados en el
futuro.
Estas diferencias se diluyen sensiblemente, sin embargo, en el ámbito
jurídico-administrativo, dada la habitual consideración de los plazos
de impugnación como plazos de caducidad y no de prescripción, ya
que los derechos que el desistimiento deja a salvo sólo podrán ser
ejercitados más adelante en la medida en que no se oponga a su
ejercicio el consentimiento o aquietamiento de su titular,
consentimiento que, transcurridos los fugaces plazos de recurso, hace
a los actos administrativos inatacables cualesquiera que sean sus
posibles vicios, con la única excepción de los supuestos de revisión
de oficio. Al tema nos hemos referido ya críticamente en otro lugar
(cap. XI) y sobre él volveremos luego a estudiar el sistema de
recursos, plano en el que se hace especialmente sensible en el terreno
práctico la proximidad del desistimiento y la renuncia.
Salvadas estas diferencias, la regulación positiva de ambas figuras en
la LPAC es muy semejante. Tanto el desistimiento como la renuncia
pueden formularse por cualquier medio que permita su constancia,
siempre que incorpore las firmas que correspondan (art. 94.4), ya sea
personalmente, ya a través de representante, que no necesita para ello
695
poder especial alguno (S. de 17 de noviembre de 1971). En ambos
casos, también, se requiere la aceptación de la Administración, sin la
cual la decisión del particular carece de efectividad y fuerza de
obligar, según tiene declarado tradicionalmente la jurisprudencia (Ss.
de 18 de mayo de 1954, 7 de octubre de 1955, 5 de enero de 1958, 13
de noviembre de 1962, 10 de junio de 1969, 29 de noviembre de
1986, 23 de junio de 1987, etc.).
En esta línea se mueve, por tanto, el artículo 94 LPAC, según el cual,
formalizado el desistimiento o la renuncia, la Administración lo
aceptará de plano y declarará concluso el procedimiento, salvo que
existan terceros interesados que insten la continuación del mismo en
los diez días siguientes o que se trate de una cuestión que entrañe
interés general o cuya definición o esclarecimiento resulte
conveniente. En el primer caso (existencia de terceros interesados), el
desistimiento o la renuncia sólo surtirán efectos, lógicamente, para
quien los formuló (art. 94.2), continuando, por tanto, el procedimiento
para los restantes hasta su normal terminación; en el segundo (interés
general de la cuestión o conveniencia de su definición o
esclarecimiento), se tendrá al interesado por apartado y desistido del
procedimiento y se continuará éste a los solos efectos de dilucidar y
esclarecer la cuestión objeto del mismo (vid. Ss. de 29 de noviembre
de 1986 y 19 de julio de 1993).
De cualquier modo, es necesario siempre un acto expreso de la
Administración y es este acto y no la simple declaración del
interesado, que por sí sola carece de eficacia, como ya notamos, el
que pone fin al procedimiento a todos los efectos.
D. La caducidad del procedimiento
El artículo 95 LPAC establece que paralizado un expediente por
causa imputable al administrado, la Administración le advertirá que,
transcurridos tres meses, se producirá la caducidad del mismo, con
archivo de las actuaciones. El tenor literal del precepto, dada su
generalidad, puede inducir a confusión. En realidad, el ámbito que la
caducidad tiene en el procedimiento administrativo es bastante
limitado, ya que, al entrar en juego consideraciones de interés
696
público, la actitud que los interesados puedan adoptar en orden a la
impulsión de aquél queda en segundo plano. La Administración está
legalmente obligada a resolver y lo está igualmente a impulsar el
procedimiento en todos sus trámites a fin de llegar a esa resolución, lo
cual reduce las posibilidades reales de que la caducidad se produzca a
aquéllos procedimientos, iniciados a instancia de parte interesada, en
los que el único interés visiblemente afectado es el interés particular
del sujeto privado causante de la paralización. Así resulta, por lo
demás, del propio texto del artículo 95.4 LPAC, que declara
inaplicable esta figura a los supuestos en que la cuestión objeto del
procedimiento entrañe un interés general o sea conveniente su
definición o esclarecimiento.
Por lo demás, conviene advertir que no toda pasividad u omisión del
interesado puede servir de base a una declaración de caducidad del
procedimiento sino solamente aquéllas, especialmente cualificadas,
que determinen la paralización del procedimiento por imposibilidad
material de continuarlo. Cualquier otra omisión o inactividad justifica
sólo la pérdida del trámite en cada caso conferido o, incluso, la
resolución negativa del procedimiento mismo, pero no su caducidad
propiamente dicha, ya que, en la medida en que sea posible la
prosecución de la tramitación, la Administración está expresamente
obligada a impulsarla hasta su normal desenlace (art. 71). El artículo
73 LPAC avala expresamente esta afirmación cuando establece que
los interesados deberán cumplimentar en el plazo de diez días el
trámite que se les confiera, pudiendo en otro caso declarárseles
«decaídos en su derecho al trámite correspondiente». La pasividad del
administrado se traduce, pues, como regla general, en la pérdida de un
trámite determinado y sólo por excepción en la caducidad del
procedimiento como un todo.
Los plazos de caducidad no admiten, en principio, interrupciones,
salvo «cuando se da una situación de fuerza mayor o cualquier otra
causa independiente de la voluntad de los interesados» (Ss. de 14 de
julio de 1998 y 24 de junio de 1999).
En cualquier caso, para que la caducidad pueda entenderse producida
es necesario que medie un requerimiento o advertencia previa de la
Administración al interesado causante de la paralización («la
Administración le advertirá...», art. 95.1 LPAC), requisito éste que la
697
jurisprudencia califica como «una formalidad de estricta observancia
cuya omisión lleva además consigo la consiguiente indefensión del
interesado» y determina, en consecuencia, la nulidad del acuerdo
declaratorio de la caducidad (Ss., entre otras muchas, de 30 de mayo
de 1972 y 1 de marzo de 1974, 16 de marzo de 1982, 18 de
noviembre de 1986 y 4 de febrero de 2002), acuerdo cuya producción
formal parece necesaria siempre, supuesta la facultad que el artículo
95.4 LPAC reconoce a la Administración para acordar por motivos de
interés general la prosecución del procedimiento (vid. Ss. de 15 de
junio de 1983 y 18 de noviembre de 1986).
Debe notarse, finalmente, que la caducidad no produce otro efecto
que la conclusión o extinción del concreto procedimiento en el que
tiene lugar. Los eventuales derechos del interesado causante de la
misma quedan, en principio, intactos y podrán ser ejercitados
posteriormente en otro procedimiento distinto. La caducidad, en
suma, no produce por sí sola la prescripción de las acciones del
particular o de la Administración (S. de 9 de octubre de 1981) pero
los procedimientos caducados tampoco interrumpen los plazos
prescriptorios, que siguen su curso normal como si tales
procedimientos no hubieran existido (art. 95.3 LPAC).
Lo que hasta aquí se ha dicho a propósito del artículo 95 LPAC ha de
referirse, como el citado precepto lo hace, a los procedimientos
iniciados a solicitud del interesado. Para los iniciados de oficio el
actual artículo 25.2 LPAC precisa que, tratándose del ejercicio de
potestades sancionadoras o, en general, de intervención susceptibles
de producir efectos desfavorables o de gravamen, el vencimiento del
plazo máximo establecido para dictar y notificar la resolución
correspondiente produce ex officio la caducidad del procedimiento,
debiendo ordenar, en consecuencia, la resolución que declare ésta el
archivo de las actuaciones, salvo en los casos en que la paralización
del procedimiento fuese imputable al interesado, en los que el
cómputo del plazo para resolver y notificar la resolución quedará
interrumpido.
El precepto pretendía, sin duda, liberar a los ciudadanos de la
pendencia indefinida e ilimitada del riesgo de gravamen, de sanción o
de pérdida o limitación de derechos anunciado por la Administración
al iniciar el procedimiento, pero la evolución de la jurisprudencia ha
698
terminado por reducir a la nada ese laudable propósito al subrayar que
la declaración de caducidad no extingue la acción de la
Administración para ejercitar sus potestades sancionadoras según el
artículo 95.3 LPAC (Sentencia de 12 de junio de 2003), lo que ha
venido a ser interpretado como una invitación a iniciar un segundo
procedimiento con el mismo objeto, solución que, como ha destacado
J. A. SANTAMARÍA, el propio legislador no ha dudado en confirmar en
algunos casos (vid. artículos 128, 130, 133 etc. de la vigente LGT)
convirtiendo así la declaración de caducidad en un iter inutilis.
E. La imposibilidad material de continuar el procedimiento
El artículo 84.2 LPAC ha añadido, como ya notamos, a la lista
tradicional de formas de terminación del procedimiento que acabamos
de examinar, una nueva, de carácter residual, que pretende englobar
una serie de supuestos heterogéneos que impiden o privan de sentido
a la continuación del procedimiento y que no son reconducibles a
ninguna de aquellas formas. Así, por ejemplo, la muerte del
interesado cuando el objeto del procedimiento sean derechos o
intereses de éste que sólo él puede hacer valer (solicitud por un único
funcionario de una determinada vacante); lo mismo en el supuesto de
inexistencia, pérdida o destrucción de ese objeto, bien sea física
(solicitud de cesión de un inmueble público, que, entre tanto, se
derrumba) o jurídica (petición de autorización para realizar una
actividad que entre tanto se liberaliza) o en el caso de pérdida de la
competencia de la Administración actuante.
En todos estos casos, que, como puede verse, tienen carácter
marginal, la Ley exige una resolución motivada, esto es, una decisión
que constate la imposibilidad de continuar la tramitación a partir de
las circunstancias concurrentes.
F. Fórmulas convencionales de terminación
Con una lógica preocupación por eliminar la distancia que muchas
veces media entre la norma y la realidad, la LPC 92 quiso establecer
699
un marco legal general en el que encajar las negociaciones que con
mucha frecuencia tienen lugar entre la Administración y los
ciudadanos en orden al hallazgo de una solución de los problemas y
conflictos en los que aquélla, por una u otra razón, se ve obligada a
intervenir. Eso mismo es lo que pretende el artículo 86 LPAC.
El tema no es de hoy, como ya vimos al estudiar los convenios entre
Administración y administrados (vid. el capítulo XII de esta misma
obra) en el marco de lo que en los años sesenta se dio en llamar
«Administración concertada», un modo de administrar en el que la
Administración renuncia, en principio, a imponer de forma imperativa
y unilateral su propio criterio y se esfuerza en encontrar un punto de
equilibrio adecuado entre los intereses públicos por los que debe velar
en todo caso y los intereses particulares de las personas, físicas o
jurídicas, sin cuyo concurso no podría conseguir sus objetivos.
No es sólo esto, sin embargo. En ámbitos mucho más convencionales
la finalización por acuerdo entre las partes de un conflicto existente
entre ellas puede ahorrar muchos esfuerzos inútiles e, incluso, largos
procesos cuya solución definitiva, varios años demorada, no sería en
ningún caso más beneficiosa, en razón de esa demora, para los
intereses públicos. La figura de la transacción, que regula con carácter
general el artículo 1.809 CC, no es, ciertamente, desconocida en el
Derecho Administrativo, pero viene estando rodeada de tales cautelas
y rigores formales (Decreto acordado en Consejo de Ministros, previa
audiencia del de Estado en pleno: artículos 31 LPAP y 7.3 LGP), que,
de hecho, carece de toda significación en el conjunto del tráfico
administrativo. Por esa razón algunas Leyes especiales han procurado
viabilizar formas de acuerdo menos solemnes y capaces, como ella,
de evitar la prolongación de los conflictos. Es el caso de los
convenios expropiatorios, es decir, de la fijación del justiprecio por
mutuo acuerdo, que la LEF, artículo 24, simplifica al máximo,
dándole, además, preferencia sobre el procedimiento unilateral de
determinación del justiprecio que regula y al que aquél puede poner
fin en cualquier momento. Otro tanto ocurre en materia de contratos,
cuya resolución por mutuo disenso introdujo la Ley de Contratos del
Estado de 1965, siguiendo los pasos de la doctrina jurisprudencial y
del Consejo de Estado anterior a ella [vid. hoy arts. 206. c) y 245. d)
LCSP].
700
Este tipo de fórmulas es el que generaliza el artículo 86 LPAC, según
el cual «las Administraciones Públicas podrán celebrar acuerdos,
pactos, convenios o contratos con personas tanto de derecho público,
como privado, siempre que no sean contrarios al ordenamiento
jurídico ni versen sobre materias no susceptibles de transacción y
tengan por objeto satisfacer el interés público que tienen
encomendado, con el alcance, efectos y régimen jurídico específico
que en cada caso prevea la disposición que lo regule, pudiendo tales
actos tener la consideración de finalizadores de los procedimientos
administrativos o insertarse en los mismos con carácter previo,
vinculante o no, a la resolución que les ponga fin».
El precepto, como ya advertimos al comienzo, quiere ser sólo un
marco general, susceptible de dar una cobertura legal genérica a este
tipo de fórmulas, hasta ahora aisladas, y de estimular su toma en
consideración por las normas especiales llamadas a regular
procedimientos concretos, normas éstas que serán, por lo tanto, las
que decidirán sobre su efectiva implantación y sobre su alcance,
efectos y régimen jurídico («que en cada caso prevea la disposición
que lo regule»).
La propia LPAC, en su artículo 86.5, da entrada en el ámbito de la
responsabilidad patrimonial de la Administración a este tipo de
acuerdos, que deberán fijar la cuantía y modo de indemnización
siguiendo los criterios que para calcularla y abonarla establece el
artículo 34 LSP. Dichos acuerdos no pueden incluir, sin embargo,
ningún tipo de transacción sobre la existencia o no de la relación de
causalidad o de reconocimiento de la responsabilidad de las
Administraciones Públicas, como precisaba el Reglamento de
Procedimiento de 1993, que la LPAC ha derogado, aunque ello no
suponga, ni mucho menos, que la prohibición aludida haya
desaparecido.
Un uso inteligente de la posibilidad abierta por el artículo 86 LPAC,
que acote con precisión en cada caso el ámbito en el que la
negociación ha de moverse y respete los límites dentro de los cuales
ha de quedar necesariamente enmarcada («los acuerdos que se
suscriban no supondrán alteración de las competencias atribuidas a
los órganos administrativos ni de las responsabilidades que
correspondan a autoridades y funcionarios relativas al funcionamiento
701
de los servicios públicos», dice el artículo 86.4, para significar que
tales acuerdos no podrán comprometer el ejercicio de potestades
públicas, que, como tales, son res extra commercium, según ha
advertido reiteradamente la jurisprudencia a propósito de los, cada
vez más frecuentes, convenios urbanísticos: Sentencias de 30 de abril
de 1979, 30 de marzo y 17 de abril de 1990, entre otras), puede
contribuir en no pequeña medida a agilizar el funcionamiento de la
Administración y a evitar dilaciones indebidas en el despacho de los
asuntos, eliminando al propio tiempo la sombra de sospecha que la
falta de la necesaria cobertura legal venía proyectando hasta ahora
sobre muchas de las negociaciones que se desarrollan a diario en el
escenario administrativo. De su práctica, estos convenios urbanísticos
han terminado por pasar a ser reconocidos, como ya notamos, por la
legislación autonómica, que distingue normalmente entre convenios
de planeamiento, que contemplan posibles modificaciones de los
planes de ordenación en vigor, y convenios de gestión, limitados a
concretar los términos y condiciones en que habrá de llevarse a cabo
la ejecución de dichos planes.
Por esta vía no podrán imponerse, sin embargo, obligaciones o
prestaciones adicionales más gravosas que las que legalmente
procedan en cada caso, prohibición ésta que la vigente LS, artículo
16.3, ha establecido con carácter general con el fin de poner coto a la
utilización abusiva de los convenios, cuyas cláusulas incurrirán en
nulidad de pleno derecho cuando infrinjan esta prohibición.
VII. LA CUESTIÓN DE LA LENGUA EN EL PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
El artículo 13. c) LPAC incluye entre los derechos de los ciudadanos
en sus relaciones con las Administraciones Públicas el de «utilizar las
lenguas oficiales en el territorio de su Comunidad Autónoma, de
acuerdo con lo previsto en esta Ley y en el resto del ordenamiento
jurídico», a cuyos efectos el artículo 15 establece las reglas necesarias
para asegurar la efectividad de ese derecho.
En los procedimientos tramitados por la Administración del Estado la
lengua a utilizar será, en principio, el castellano. Los interesados
702
podrán, sin embargo, dirigirse a los órganos de la Administración del
Estado con sede en el territorio de una Comunidad Autónoma en la
lengua que sea cooficial en ésta, en cuyo caso el procedimiento se
tramitará en la lengua elegida por ellos. Si no existiese acuerdo entre
los distintos interesados en orden a la lengua a utilizar en el
procedimiento, éste se tramitará en castellano, «si bien los
documentos o testimonios que requieran los interesados se expedirán
en la lengua elegida por los mismos» (art. 15.1, párrafo segundo).
En los procedimientos tramitados por las Administraciones de las
Comunidades Autónomas y por las Entidades locales, el uso de la
lengua se ajustará a lo previsto en la legislación autonómica
correspondiente, según precisa el artículo 15.2. El apartado 3 del
artículo 15, dispone que la Administración instructora deberá traducir
al castellano los documentos, expedientes o partes de los mismos que
deban surtir efectos fuera del territorio de la Comunidad Autónoma,
salvo que en el territorio en que hayan de producirlos sea también
cooficial la lengua en la que hubieren sido redactados (en ese mismo
sentido la Sentencia constitucional de 6 de abril de 1999).
El precepto citado impone también la obligación de traducir «los
documentos dirigidos a los interesados que así lo soliciten
expresamente».
La regulación expuesta, que sigue los criterios mantenidos por la
jurisprudencia constitucional producida a propósito del uso de las
lenguas en otros ámbitos, plantea en el campo del procedimiento
administrativo problemas importantes, que hay que abordar y resolver
a partir del principio, aquí dominante, de la efectividad de las
garantías del ciudadano frente a la Administración y de la categórica
proscripción de la indefensión contenida en el artículo 24 de la
Constitución («sin que en ningún caso pueda producirse
indefensión»). Desde esta perspectiva es obvio que no satisface las
exigencias de la Norma Fundamental la regulación contenida en el
artículo 15.3 LPAC de los procedimientos tramitados por las
Administraciones de las Comunidades Autónomas y por las Entidades
locales, ya que no basta a efectos de eliminar la indefensión con la
obligación que se impone de traducir al castellano los documentos
dirigidos a los interesados que así lo soliciten expresamente.
No son éstos solamente (los documentos dirigidos a ellos) los
703
documentos que los interesados tienen derecho a conocer y manejar.
El derecho de audiencia y vista, que es el fundamental, comprende,
como es obvio y ya advertimos en su momento, la totalidad del
expediente instruido, porque su función específica es la de asegurar al
interesado un conocimiento igual del asunto que el de la propia
autoridad llamada a resolverlo. Sin esa «igualdad de armas» el
procedimiento resultará viciado y la resolución que en él se produzca
será radicalmente nula en la medida en que produce una situación de
indefensión que el artículo 24 de la Constitución prohíbe.
Hay, pues, que entender que, si un interesado lo solicita, debe
procederse a la traducción completa del expediente tramitado en una
lengua cooficial y que esa traducción debe estar a su disposición en el
momento de procederse al preceptivo trámite de audiencia y vista, ya
que, así como todos los españoles tienen el deber de conocer el
castellano (art. 3.1 de la Constitución), no existe constitucionalmente
un deber análogo respecto de las demás lenguas oficiales (vid. las tres
Sentencias constitucionales de 26 de junio de 1986 sobre las Leyes
gallega, vasca y catalana de normalización de dichas lenguas
cooficiales).
Naturalmente con esto tampoco se resuelven todos los problemas, ya
que la participación en el procedimiento de los interesados no se
reduce al trámite de audiencia y vista del expediente. El
procedimiento, en general, debe respetar siempre el principio de
contradicción, como ya vimos, y este principio obliga al órgano
instructor a adoptar las medidas necesarias para su pleno respeto (art.
75.4 LPAC). De tramitarse un procedimiento en una lengua distinta
del castellano el órgano instructor vendrá obligado a poner a
disposición de cualquier interesado que lo solicite un intérprete a fin
de ser auxiliado por él en todos los actos de instrucción que requieran
o simplemente permitan su participación activa.
El buen sentido, al que el Derecho difícilmente puede suplir, ayudará,
sin embargo, a evitar o resolver en términos razonables los problemas
que plantea la regulación legal en este punto.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: J. BARNÉS, El procedimiento
Administrativo en el Derecho comparado, Madrid, 1993; J. J. DÍEZ
SÁNCHEZ, El procedimiento administrativo común y la doctrina
constitucional, Civitas, Madrid, 1992; F. GARRIDO FALLA, La LPA, 2.ª
704
ed., Madrid, 1966; T.-R. FERNÁNDEZ, Los principios constitucionales
del procedimiento administrativo, en la obra colectiva «Gobierno y
Administración en la Constitución», D.G.S.J.E. Inst. de Estudios
Fiscales, Madrid 1988, vol. I, págs. 99 y sigs.; F. GONZÁLEZ NAVARRO,
Procedimiento administrativo y vía administrativa: la
intertemporalidad de las normas de procedimiento administrativo en
la jurisprudencia del Tribunal Supremo, en «RAP», núm. 51, págs.
181 y sigs.; J. GONZÁLEZ PÉREZ y F. GONZÁLEZ NAVARRO, Comentarios
a la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
Procedimiento Administrativo Común, Civitas, Madrid, 2.ª ed., 1999;
E. LINDE, La Ley de Procedimiento administrativo de la República
Federal Alemana, en «RAP», núm. 83; F. LOPEZ MENUDO dir.,
Innovaciones en el Procedimiento Administrativo Común y el
Régimen Jurídico del Sector Público, Instituto G.ª Oviedo, Sevilla
2016; A. NIETO, El procedimiento administrativo en la doctrina y
legislación alemana, en «RAP», núm. 32, págs. 72 y sigs., y Proyecto
de Ley de procedimiento administrativo en la República Federal
Alemana, en «RAP», núm. 47, págs. 483 y sigs.; J. L. PIÑAR MAÑAS,
Procedimiento administrativo y Comunidades Autónomas, en la obra
colectiva «Gobierno y Administración en la Constitución», cit., vol.
II, págs. 1.447 y sigs.; F. SAINZ MORENO, Un caso de aplicación
directa de la Constitución: el acceso de los ciudadanos a los archivos
y registros administrativos, en «REDA», núm. 24; A. SÁNCHEZ
BLANCO, Sujetos, actores y factores en el procedimiento
administrativo, en la obra colectiva «Gobierno y Administración en la
Constitución», cit., vol. II, págs. 1567 y sigs.; M. SÁNCHEZ MORÓN, La
participación del ciudadano en la Administración pública, Madrid,
1980; J. A. SANTAMARÍA PASTOR, Caducidad del procedimiento, en
«RAP», 168, págs. 7 y sigs.; J. L. VILLAR PALASÍ, La Federal
Administrative Procedure Act de Estados Unidos, en «RAP», núm. 1,
págs. 277 y sigs.; M. M. RAZQUIN, La nueva fijación legal de plazos
de resolución y de notificación de los procedimientos administrativos
y de los efectos del silencio administrativo, «REDA», núm. 113; vid.
especialmente los Comentarios a la nueva LPC de J. GONZÁLEZ PÉREZ
y F. GONZÁLEZ NAVARRO ya citados y los de J. LEGUINA y M. SÁNCHEZ
MORÓN (directores), R. PARADA VÁZQUEZ, B. PENDÁS GARCÍA y otros y
J. A. SANTAMARÍA y L. COSCULLUELA y otros, 1993; Departamento de
Derecho Administrativo de U. de Barcelona, dirigido por J. TORNOS
MAS, 1994, y los dos volúmenes editados por el Ministerio de Justicia
y de la Presidencia, 1993. También Comentarios a la reforma del
705
Procedimiento Administrativo, 1999, dirigido por P. SALA.
706
CAPÍTULO XXIII
LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS
SUMARIO: I. CONCEPTO Y CARACTERIZACIÓN.
SIGNIFICADO REAL DE LA VÍA ADMINISTRATIVA DE
RECURSO. 1. Los recursos administrativos como garantía. 2. Los
recursos administrativos como presupuesto de la impugnación
jurisdiccional. 3. La reforma del sistema de recursos realizada por
la LPC de 1992 y la «reforma de la reforma». II. CLASES DE
RECURSOS Y REGULACIÓN POSITIVA. III. EL
PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO EN VÍA DE
RECURSO. PRINCIPIOS GENERALES. 1. Elementos subjetivos.
A. Autoridad competente para resolver los recursos. B. El
recurrente. 2. Elementos objetivos: actos y disposiciones
impugnables. 3. Análisis del procedimiento propiamente dicho. A.
La interposición y sus efectos. B. Tramitación del recurso. En
especial, el trámite de audiencia. C. Terminación del procedimiento.
En especial, el problema de la «reformatio in peius». IV. EL
RECURSO DE ALZADA. V. EL RECURSO DE REPOSICIÓN.
VI. EL RECURSO EXTRAORDINARIO DE REVISIÓN. VII.
PROCEDIMIENTOS ALTERNATIVOS DE IMPUGNACIÓN O
RECLAMACIÓN. VIII. LA ESPECIALIDAD DE LA VÍA DE
RECURSO EN MATERIA FISCAL. LAS RECLAMACIONES
ECONÓMICO-ADMINISTRATIVAS. 1. Consideraciones
generales. 2. El principio de separación entre la actividad de
gestión y la actividad de resolución. Los Tribunales Económico-
Administrativos: su naturaleza. 3. La materia económico-
administrativa. Actos impugnables. 4. El procedimiento en la vía
económico-administrativa. A. La extensión de la revisión en vía
económico-administrativa. B. El recurso de reposición previo a la
vía contencioso-administrativa. C. Los recursos económico-
administrativos propiamente dichos. a. La jurisdiccionalización del
procedimiento y el sistema de doble instancia. b. La especialidad del
sistema en orden a la legitimación, suspensión y resolución. 5. La
vía económico-administrativa en la esfera local. IX. RECURSOS
ADMINISTRATIVOS ESPECIALES.
707
I. CONCEPTO Y CARACTERIZACIÓN. SIGNIFICADO REAL
DE LA VÍA ADMINISTRATIVA DE RECURSO
Producido un acto administrativo a través del procedimiento
correspondiente, el ordenamiento jurídico reconoce a sus destinatarios
la posibilidad de impugnarlo, bien ante la propia Administración de
quien el acto procede, bien ante un orden especializado de Tribunales,
los integrantes de la jurisdicción contencioso-administrativa. Existe,
pues, en principio, una duplicidad de recursos, administrativos y
jurisdiccionales, una doble garantía a disposición de los
administrados que se ven afectados en su persona o en su patrimonio
por los actos administrativos.
Esta presentación habitual de los recursos administrativos como
garantía de los particulares debe ser, sin embargo, adecuadamente
matizada si se quiere comprender en su exacta dimensión el
significado real que en nuestro Derecho tiene actualmente la vía
administrativa de recurso (también llamada vía gubernativa), cuya
articulación técnica como un presupuesto necesario del acceso a la vía
jurisdiccional contribuye a darla otro aspecto menos halagüeño: el de
un auténtico privilegio de la Administración y, correlativamente, el de
una carga efectiva para el administrado. Ambos aspectos del
problema deben ser, pues, debidamente resaltados en este momento.
1. LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS COMO GARANTÍA
Los recursos administrativos son actos del administrado mediante los
que éste pide a la propia Administración la revocación o reforma de
un acto suyo o de una disposición de carácter general de rango
inferior a la Ley en base a un título jurídico específico. La nota
característica de los recursos es, por lo tanto, su finalidad
impugnatoria de actos o disposiciones preexistentes que se estiman
contrarias a Derecho, lo cual les distingue de las peticiones, cuyo
objetivo es forzar la producción de un acto nuevo, y de las quejas
(mal llamadas recursos de queja con anterioridad a la LPA), que no
persiguen la revocación de acto administrativo alguno, sino solamente
que se corrijan en el curso mismo del procedimiento en que se
708
producen los defectos de tramitación a que se refieren y, en especial,
los que supongan paralización de los plazos preceptivamente
señalados u omisión de los trámites que puedan subsanarse antes de la
resolución definitiva del asunto.
Es necesario, también distinguir los recursos propiamente dichos de
las reclamaciones a las que hacía referencia antes el artículo 121 LPA
y que las normas reguladoras de ciertos procedimientos prevén en
relación a las resoluciones provisionales, cuyos eventuales errores o
defectos quiere depurar la Administración antes de resolver de forma
definitiva. Más que una auténtica impugnación, supuesto que en estos
casos el procedimiento aún no ha concluido, la reclamación
constituye un trámite más de dicho procedimiento, un trámite con
cuya práctica pretende suplirse la consulta previa e individualizada de
cada uno de los interesados, que, dado el elevado número de estos
(aprobación –provisional– del escalafón de un Cuerpo de funcionarios
o de la lista de admitidos a una oposición o concurso, por ejemplo)
sería difícilmente organizable o supondría una demora innecesaria.
La claridad de la distinción, articulada en torno a un elemento
fácilmente identificable (la provisionalidad del acto de referencia), no
ha podido superar, sin embargo, la inercia de la tradición en el caso
de las llamadas reclamaciones económico-administrativas, que, a
pesar de su denominación, son verdaderos recursos administrativos,
que juegan en el ámbito fiscal idéntico papel que los recursos
administrativos ordinarios.
Precisado de este modo su concepto, hay que reconocer que, en
cuanto medios de impugnación de resoluciones definitivas de la
Administración, los recursos administrativos constituyen una garantía
para los afectados por aquéllas en la medida en que les aseguran la
posibilidad de reaccionar contra ellas y, eventualmente, de eliminar el
perjuicio que comportan. Es más, se trata –es preciso afirmarlo con
énfasis– de una garantía universal que alcanza sin excepción a todo
tipo de resoluciones que no pongan fin a la vía administrativa (art.
114 LPAC), pero ello no autoriza a olvidar que, dada su estructura y
configuración técnicas, esa garantía tiene un alcance limitado.
En efecto, los recursos administrativos se interponen ante y se
resuelven por la propia Administración, que reúne por ello en este
caso la doble condición de juez y de parte. Este dato, en su
709
elementalidad, es verdaderamente capital, como bien se comprende, a
la hora de valorar la significación propia de la vía administrativa y es
preciso tenerlo siempre muy presente para evitar los equívocos a que
pueden dar lugar las ambiguas afirmaciones que con alguna
frecuencia aparecen en algún sector de la doctrina, que, con la mejor
voluntad, pero con evidente incorrección técnica, califica de
jurisdiccionales o cuasijurisdiccionales los poderes que la
Administración pone en juego al resolver los recursos que se
interponen ante ella y la actividad procedimental a que da lugar su
interposición.
Nemo iudex in causa sua. Nadie puede ser juez en sus propios
asuntos, o dicho de otro modo, a nadie puede reconocerse la
condición de verdadero juez cuando decide sobre su propia causa. Es
cierto que la resolución de los recursos administrativos se realiza a
través de unos trámites y de unas formas con figura de juicio; es
cierto, también que, en ocasiones, la semejanza externa entre el
procedimiento de ciertos recursos administrativos y el proceso es muy
notable (en las reclamaciones económico-administrativas hay,
incluso, vista o informe oral); es cierto, en fin, que cada vez es más
acusada la «procesalización» de la normativa aplicable a los recursos
administrativos; pero por mucha que sea la semejanza externa de los
procedimientos, siempre faltará un elemento decisivo a la hora de
definir y configurar una jurisdicción verdadera y propia: la
neutralidad e independencia del órgano llamado a decidir la
controversia.
Por lo demás, la acusada «procesalización» del procedimiento de
resolución de recursos no puede hacer olvidar que éste es, y no puede
dejar de ser, un procedimiento administrativo propiamente tal, sujeto
por ello a las mismas limitaciones que todos los de su género y al
juego de toda una serie de principios que introducen forzosamente
múltiples modulaciones en el esquema del proceso judicial tomado
como modelo para su regulación positiva.
La doble condición de juez y parte que reúne la Administración al
conocer de los recursos que se interponen ante ella hace surgir,
necesariamente, una tensión irreductible: por una parte, el recurso
debe fundarse en Derecho («que cabrá fundar en cualquiera de los
motivos de nulidad o anulabilidad previstos en los artículos 47 y 48
710
de esta Ley», dice el art. 112 LPAC); pero, por otra parte, la
resolución del mismo tiende a escapar de los estrechos límites a los
que debe contraerse la decisión de un debate jurídico («el órgano que
resuelva el recurso decidirá cuantas cuestiones, tanto de forma como
de fondo, plantee el procedimiento, hayan sido o no alegadas por los
interesados»: art. 111.3 LPAC). La acusada «procesalización» del
debate, perfectamente visible en los textos legales, no puede impedir
que junto a los motivos de estricta legalidad aparezcan de alguna
manera razones de simple oportunidad. Es la propia Administración
quien resuelve, en definitiva, y la misión de la Administración no es
la de decir el Derecho, sino la de dar pronta y eficaz satisfacción a los
intereses generales que tiene confiados. Es, pues, profundamente
equívoco tratar de identificar ambas funciones. Todo lo más que
puede concederse en este punto es que al resolver recursos la
Administración está más estrechamente vinculada al Derecho y a los
planteamientos estrictamente jurídicos que cuando desarrolla una
actividad de gestión. Hay, en efecto, un proceso de reducción
progresiva de los márgenes de actuación y decisión por parte de la
Administración, como veremos más adelante con detalle al estudiar
determinadas figuras concretas (por ejemplo, la posibilidad de
reformar in pejus los actos recurridos), pero, en cualquier caso, sigue
habiendo una gran distancia entre la posición de la Administración al
resolver un recurso planteado ante ella y la posición de un órgano
jurisdiccional en un caso semejante.
Consciente de estas limitaciones, el legislador se ha esforzado
últimamente en reforzar la garantía que los recursos administrativos
suponen ofreciendo en su lugar como alternativa a los mismos unos
procedimientos de reclamación ante órganos administrativos ad hoc
de naturaleza colegiada, que aseguren al menos una separación entre
quienes dictan los actos y resoluciones y quienes han de resolver las
reclamaciones que se formulen contra aquéllos y éstas. Este es el caso
de las reclamaciones en defensa de la libertad de establecimiento o
circulación que la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de garantía de la
unidad de mercado, autoriza a formular ante el Consejo para la
Unidad de Mercado (art. 17), órgano de cooperación administrativa
que reúne a autoridades de la Administración del Estado, de las
Comunidades Autónomas y de la Administración Local. Y también el
de las reclamaciones que regulan los artículos 23 y 24 de la Ley
19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la
711
Información pública y Buen Gobierno, ante el Consejo de
Transparencia y Buen Gobierno contra las resoluciones expresas o
presuntas en materia de acceso, aunque en este caso el citado Consejo
está dotado de personalidad jurídica y «actúa con autonomía y plena
independencia en el cumplimiento de sus fines» (art. 33), lo que sin
duda refuerza la garantía que su intervención supone.
En estos términos puede afirmarse sin duda que los recursos
administrativos –y las reclamaciones administrativas que en ciertos
casos los sustituyen– son una garantía para los particulares, una
garantía nada despreciable, por supuesto, pero una garantía limitada
que en ningún caso es lícito sobrevalorar. Por otra parte, como vamos
a ver a continuación, los recursos administrativos no son
exclusivamente una garantía: son, en cierto sentido, algo distinto y
algo menos, también, que una garantía.
2. LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS COMO PRESUPUESTO DE
LA IMPUGNACIÓN JURISDICCIONAL
Decíamos al comienzo que la vía administrativa de recurso
constituye, en cierta medida, un privilegio para la Administración y
una correlativa carga para los administrados. Ambas calificaciones se
desprenden de la peculiar forma en que tradicionalmente se han
articulado la vía administrativa de recurso y la vía jurisdiccional
contencioso-administrativa. Es por ello necesario hacer una referencia
a esta articulación para comprender qué es exactamente lo que
significan en nuestro Derecho los recursos administrativos.
A diferencia del Derecho francés, en el que los recursos
administrativos constituyen sólo una alternativa por la que el
particular puede optar, como norma general, aplazando así hasta que
se produzca la resolución de los mismos la impugnación en la vía
jurisdiccional de los actos que le afectan (lo mismo en Italia, a raíz de
la Ley de 6 de diciembre de 1971), en nuestro Derecho no hay tal
posibilidad de elección. La vía administrativa de recurso está
configurada tradicionalmente con carácter obligatorio para poder
acceder a la garantía judicial, que es la única efectiva. Es, pues,
preciso «agotar la vía administrativa» con carácter previo a la
712
interposición del recurso contencioso-administrativo, que, de otro
modo, resulta inadmisible (con las excepciones que en su momento
veremos).
Este peculiar modo de articularse ambas vías, administrativa y
jurisdiccional, es anterior, incluso, a la implantación de la jurisdicción
contencioso-administrativa. Una Real Orden de 9 de febrero de 1842,
sobre la que volveremos en otro momento, prohibió, en efecto, acudir
a la vía contenciosa sin haber apurado antes todos los recursos de la
gubernativa «para que no se susciten obstáculos inútiles a la ejecución
de las leyes», inaugurando así un planteamiento que se respetó, una
vez implantada por Leyes de 2 de abril y 6 de julio de 1845 la
jurisdicción contencioso-administrativa, consolidándose luego
definitivamente por vía jurisprudencial (Reales Decretos de 25 de
diciembre de 1857 y 12 de mayo de 1866, S. del Tribunal Supremo de
31 de diciembre de 1869, etc.) la exigencia de que la resolución
recurrida cause estado, de forma que no sea reclamable sino en la vía
jurisdiccional contencioso-administrativa, requisito que hoy recoge el
artículo 25.1 de la vigente LJ, según el cual el recurso contencioso-
administrativo sólo se admitirá «en relación con las disposiciones de
carácter general y con los actos expresos y presuntos de la
Administración que pongan fin a la vía administrativa».
Los recursos administrativos constituyen, pues, un presupuesto
necesario de la impugnación jurisdiccional y en este sentido tienen
que ser considerados forzosamente como un privilegio para la
Administración, que impone a los particulares la carga de someter
ante ella misma los conflictos antes de residenciarlos ante el Juez.
El cumplimiento de esta carga de recurrir previamente en la vía
administrativa, dentro, además, de plazos fugaces (un mes como regla
general), del que dependen tan importantes efectos (si no se recurre
en esos plazos al acto inicialmente anulable se convierte en firme,
quedan sanados sus posibles vicios y se hace inatacable, de acuerdo
con la doctrina al uso que combatimos en otro lugar de esta obra: vid.
cap. XI, § III, 1), implica un importante aplazamiento de la
posibilidad de obtener una decisión en Justicia a través de un
verdadero proceso y ante una instancia neutral e independiente (a
menos, claro está, que el recurso administrativo sea estimado,
supuesto posible, incluso relativamente frecuente, pero, desde luego,
713
no mayoritario ni mucho menos), lo cual es especialmente grave si se
tiene en cuenta que los actos administrativos comienzan a producir
efectos desde la fecha en que se dictan (art. 39.1 LPAC), sin que el
recurso sirva por sí mismo para frenar o paralizar esa inmediata
eficacia, que solo excepcionalmente puede ser suspendida (art. 117
LPAC). La desorbitada duración que en algunos casos alcanza la vía
gubernativa previa (uno o dos años, incluso, en el supuesto de las
reclamaciones económico-administrativas, que siguen conservando –
salvo excepciones– el esquema de doble instancia, que tuvo carácter
general en la propia LPA hasta su modificación parcial por Ley de 2
de diciembre de 1963) hace especialmente dramática esta situación,
que resulta concebida más en beneficio de la Administración, que en
garantía de los administrados.
3. LA REFORMA DEL SISTEMA DE RECURSOS REALIZADA POR
LA LPC DE 1992 Y LA «REFORMA DE LA REFORMA»
En las ediciones anteriores de esta obra hemos venido sosteniendo
con empeño la necesidad de proceder a una revisión radical del
sistema de recursos regulado en la LPA con el fin de devolver a los
recursos administrativos su sentido primario de garantía de los
administrados, sustancialmente velado por la Ley citada.
Decíamos, en concreto, que la vía administrativa de recurso debería
configurarse para ello con carácter facultativo con sólo dos posibles
excepciones, en principio: de un lado, los supuestos típicos de tutela,
rigurosamente excepcionales dada su naturaleza, en los que el recurso
ante el ente público que la ostenta cumple la función de hacer posible
el ejercicio de los poderes que el ordenamiento jurídico le confiere en
orden a la supervisión de la actividad del ente tutelado; del otro, los
casos de autoadministración, en los que parece justificarse que la
actividad de las personas u organizaciones de base privada que se
benefician de ella se reconduzca, en interés de los terceros afectados,
a la Administración que retiene la titularidad y la responsabilidad
últimas de la función o servicio cuya gestión ha descentralizado la
norma.
En todos los demás casos en que no concurren razones específicas de
714
este o semejante orden la utilización de la vía administrativa de
recurso debería ser opcional para los afectados por el acto
administrativo (con lo que se recuperaría, por cierto, una línea
evolutiva que tuvo alguna vigencia en el pasado y que
lamentablemente no llegó a consolidarse, cayendo luego en el olvido:
vid. la Real Orden de 20 de agosto de 1866 y el Reglamento para el
régimen y tramitación de los negocios en el Ministerio de Hacienda
de 18 de febrero de 1871), a los cuales correspondería valorar en
exclusiva la conveniencia o no de agotar las posibilidades de arreglo
de sus diferencias antes de acudir a la vía, indudablemente más
costosa, del proceso. Nuestra opinión fue siempre netamente
favorable a la eliminación del carácter de carga que los recursos
administrativos tenían en el marco de la LPA, de forma que su
configuración respondiera exclusivamente a la idea de garantía,
susceptible de ser utilizada a voluntad por los interesados, a los que
debería dejarse resueltamente expedito el acceso a los Tribunales en
el caso de que estuvieran dispuestos a impetrar directamente esta
garantía, única objetiva, sin privarles tampoco de apurar las
posibilidades de obtener una solución de la propia Administración
recurriendo primero ante ésta, si estimaban esta alternativa más
conveniente a sus intereses.
Las eventuales objeciones a esta tesis –conveniencia de asegurar a la
Administración la oportunidad de reconsiderar sus decisiones
erróneas o de evitar litigios innecesarios, por ejemplo–, decíamos
también, carecían de consistencia, en nuestra opinión, ya que la
experiencia más común demuestra que, cuanto se trata de asuntos de
alguna importancia, es infrecuente que la Administración rectifique.
Tales rectificaciones sólo suelen producirse en los asuntos de
importancia reducida y, preferentemente, en aquellos sectores o
ámbitos en los que se producen en masa actos administrativos de
pequeña o ínfima cuantía (tráfico, por ejemplo), supuestos estos en
los que la conversión en facultativa de la vía administrativa de
recurso apenas alteraría las cosas, ya que, por razones económicas
obvias, los recursos, aun siendo facultativos, seguirían utilizándose en
la misma medida.
En cualquier caso, nos parecía fuera de discusión la imperiosa
necesidad de reducir a uno sólo la pluralidad de regímenes existentes,
que, a nuestro juicio, carecía de toda justificación seria y que sólo
715
servía para dar al sistema una complejidad innecesaria y perturbadora,
especialmente en el caso de los recursos ordinarios –alzada ante el
superior jerárquico y reposición ante el propio órgano autor de las
resoluciones que ponían fin a la vía administrativa–, cuyas diferencias
de regulación (en plazos de interposición y silencio, en naturaleza, en
posibilidades de subsanación, incluso en el régimen de cómputo de
sus respectivos plazos) eran simplemente absurdas. La unificación de
la vía administrativa, resaltábamos, era y es la fórmula del Derecho
alemán desde hace más de cuarenta años.
Nuestras opiniones de entonces, que no tenían contradictor conocido
en la doctrina, fueron desoídas por el legislador de la LPC, que
reformó el sistema anterior por otros caminos sin atenerse a guía
alguna, ni solicitar asistencia de ningún tipo, ni valorar tampoco las
experiencias que ofrece el Derecho de los países que nos son más
próximos, en una actitud incomprensible de francotirador que implica
un desconocimiento (o un desprecio) sorprendente de una idea
absolutamente elemental, a saber: que el Derecho es, por encima de
todo, consenso y que la Ley que no se esfuerza en asegurar éste está
condenada al fracaso.
Decimos esto porque la reforma del sistema de recursos realizada por
la redacción inicial de la LPC de 1992 no sólo no resolvió los
problemas de fondo que planteaba la regulación anterior, sino que
creó otros nuevos, más graves, incluso, como el tiempo ha permitido
comprobar.
El texto inicial de la Ley mantuvo, en efecto, el carácter de carga del
recurso administrativo ordinario, nombre que dio al tradicional de
alzada, que siguió siendo preciso interponer para agotar la vía
administrativa y poder acceder posteriormente a la vía jurisdiccional.
El plazo de resolución de ese recurso siguió siendo de tres meses,
como ocurría con el recurso de alzada previsto en la LPA, al que
sustituyó. La Ley continuaba, pues, imponiendo al ciudadano una
demora de más de tres meses (a los que había que sumar el tiempo
necesario para preparar el recurso) para acudir a los Tribunales,
dilación esta de la tutela judicial rigurosamente injustificada, desde
una perspectiva constitucional (como el Tribunal Constitucional
italiano en su Sentencia 15/91, de 11 de enero, ha sancionado), tanto
más cuanto que esa demora impide de facto en muchos casos la
716
posibilidad de obtener de los Tribunales la tutela cautelar, que es
parte esencial de la tutela judicial efectiva consagrada en el artículo
24 de la Constitución, puesto que al solicitar la suspensión del acto
recurrido en la vía jurisdiccional, al cabo de cuatro meses, éste ya
estará normalmente ejecutado y sus efectos consumados.
La eliminación –o el riesgo cierto de ella– de la posibilidad misma de
solicitar y obtener de un Tribunal la suspensión del acto recurrido
constituye de por sí una flagrante violación del artículo 24 de la
Constitución, como no ha dudado en declarar nuestro Tribunal
Constitucional en su Sentencia de 17 de diciembre de 1992.
Más grave todavía desde todos los puntos de vista era la eliminación
pura y simple por la Ley de 1992 del antiguo recurso de reposición
contra los actos dictados por los órganos y autoridades que ultiman la
vía administrativa. Desde el punto de vista constitucional, ello dejaba
sin garantía alguna a todos los ciudadanos en los asuntos de pequeña
cuantía, en los cuales el acceso a los Tribunales resulta
desproporcionado por antieconómico.
En el caso de la Administración Local las consecuencias fueron
particularmente dramáticas, porque sus órganos con competencias
decisorias (Alcalde, Comisión de Gobierno, Ayuntamiento Pleno)
ultiman siempre la vía administrativa. La supresión del recurso de
reposición equivalía aquí, de facto, a la eliminación pura y simple de
la vía administrativa de recurso, lo que tendió a convertir en conflicto
judicial toda discrepancia de los ciudadanos con las autoridades
locales. Resultaba realmente inconcebible por lo dicho que el
legislador estatal, conociendo mejor que nadie la penosa situación de
agobio de la jurisdicción contencioso-administrativa a consecuencia
del continuamente creciente número de recursos que se plantean ante
ella, hubiera podido adoptar tan gratuitamente una decisión como ésta
que inevitablemente tenía que producir, sin ninguna necesidad
además, un aumento adicional del número de procesos contencioso-
administrativos al eliminar pura y simplemente el único filtro que
hasta entonces podía evitar –y evitaba en muchos casos– que toda
diferencia de criterio entre las autoridades locales y los ciudadanos
terminara en los Tribunales.
El peso de estas razones terminó imponiéndose con la «reforma de la
reforma» realizada por la Ley de 13 de enero de 1999, que devolvió al
717
recurso jerárquico su tradicional denominación de alzada y resucitó,
aunque con carácter facultativo, el recurso de reposición, alegremente
suprimido por la redacción inicial de la LPC de 1992, unificando el
plazo de interposición de ambos (un mes). La actual LPAC mantiene
el sistema establecido por la reforma de 1999. Lamentablemente el
legislador no se ha atrevido ni entonces ni ahora a dar el paso
adelante que veníamos reclamando y en el que seguimos insistiendo,
porque, a menos que un estudio analítico por sectores concretos del
grado de eficacia real de los recursos administrativos –que nunca se
ha abordado– llegara a demostrar otra cosa, siguen en pie las razones,
que la experiencia del Derecho comparado avala, que aconsejan dar al
recurso administrativo (un único recurso, en todo caso) carácter
facultativo, sin más excepciones, como ya notamos, que los supuestos
de tutela y de autoadministración en los que el recurso ante la
Administración matriz contra las decisiones de las entidades
descentralizadas podría ser exigido con carácter obligatorio en todo
caso.
En tanto no se lleve a efecto una revisión de este tipo, la tradicional y
tópica calificación de los recursos administrativos como garantía de
los administrados sólo podrá ser aceptada con muchas reservas.
II. CLASES DE RECURSOS Y REGULACIÓN POSITIVA
La Ley Azcárate de 1889 remitió a los Reglamentos de Procedimiento
de los distintos Departamentos Ministeriales la regulación de los
recursos procedentes en la vía administrativa, limitándose a aludir a
los de alzada, extraordinarios (por incompetencia o nulidad) y de
queja, sin ni siquiera definirlos. Esta remisión indiscriminada y
múltiple dio lugar, como no podía ser menos, a una grave disparidad
de regímenes e, incluso de denominaciones, que la LPA quiso
reducir, estableciendo categóricamente en su artículo 1.º.3 que «el
silencio administrativo y el ejercicio del derecho de recurso en vía
administrativa que estuviese reconocido en disposiciones especiales
se ajustarán, en todo caso, a lo dispuesto en los artículos 94 y 95 y en
el título V de esta Ley, respectivamente». Los propósitos unificadores
de la LPA, tan clara y rotundamente formulados, no se vieron, sin
embargo, coronados por el éxito, debido, sustancialmente, a tres tipos
718
de razones: en primer lugar, a causa de la propia limitación del
ámbito de aplicación de la Ley, que se refería primariamente a la
Administración del Estado y requería por ello en este punto un
adaptación, que no se hizo, a las demás esferas administrativas; en
segundo lugar, a consecuencia de las excepciones que la propia LPA
admitió ya en su mismo articulado por vía de remisión a otras normas
especiales; en último término, en fin, por el escaso respeto que el
legislador posterior al 17 de julio de 1958 demostró hacia la LPA, que
no vaciló en excepcionar en muchos casos.
A resultas de ello la situación, en las vísperas de la promulgación de
la LPC, era la siguiente:
Existían en la LPA dos tipos de recursos ordinarios, así llamados por
proceder, en principio, contra cualquier clase de actos, salvo
exclusión legal expresa, y poder fundarse en cualquier infracción del
ordenamiento jurídico: el recurso de alzada (a interponer ante y
resolver por el superior jerárquico del órgano autor del acto recurrido)
y el recurso de reposición (a interponer ante y tramitar y resolver por
el mismo órgano autor de la resolución recurrida).
Junto a ellos la propia LPA regulaba un recurso extraordinario, el de
revisión, sólo procedente en los concretos supuestos expresamente
previstos por la Ley y limitado, en cuanto a su fundamentación, a los
motivos igualmente tasados por ésta.
A este cuadro general, que era el de la LPA, había que añadir los
recursos especiales, a los que la propia Ley abría paso, bien sea por
razón de la materia, bien por razón del órgano llamado a resolverlos,
bien por el procedimiento a través del cual se tramitan o bien por
todas estas razones a la vez. Se trataba, pues, de recursos que,
pudiendo fundarse, como los ordinarios, en cualquier infracción del
ordenamiento jurídico, sólo procedían, como los extraordinarios, en
los concretos casos previstos en la Ley que los regulaba, que,
normalmente, establecía para ellos una tramitación peculiar y
específica.
Este carácter correspondía, por ejemplo, al recurso de súplica al que
se refería el artículo 122.3 LPA («el recurso de súplica o alzada ante
el Consejo de Ministros, las Comisiones Delegadas del Gobierno o la
Presidencia del Gobierno sólo podrá interponerse cuando esté
719
expresamente establecido en una Ley y se presentará en la
Presidencia del Gobierno»). Los artículos 71.1 de la Ley de Prensa e
Imprenta de 18 de marzo de 1966 (desplazado de facto luego por el
régimen especial de protección jurisdiccional de los derechos
fundamentales previsto en la Ley 62/1978) y 146.3 y 151.2 de la Ley
de Reforma y Desarrollo Agrario de 12 de enero de 1973 contenían
otras tantas aplicaciones de esta figura, cuya especialidad radicaba
esencialmente en que los actos que eran objeto de estos recursos
procedían de órganos y autoridades que, normalmente, agotaban con
sus resoluciones la vía administrativa, regla general que en estos
supuestos resultaba excepcionada prolongando artificialmente la línea
jerárquica hasta llegar al Consejo de Ministros.
El mismo carácter de recursos especiales correspondía a las
tradicionalmente denominadas reclamaciones económico-
administrativas, cuya existencia y regulación separada respetó la LPA
(vid. disposición final tercera), dejando así abierta una brecha que las
Leyes tributarias posteriores e, incluso, la propia LGT de 1963 se
encargaron de ahondar estableciendo en el ámbito fiscal un caótico
sistema de recursos que sólo ulteriormente fue clarificado por la Ley
34/1980, de 21 de junio, de Reforma del Procedimiento Tributario,
como luego veremos.
A estas especialidades admitidas por la LPA había que añadir,
también, las creadas con posterioridad a ella por el legislador, sin
ninguna justificación seria la mayoría de las veces. El caso más
notorio, sin duda, el del extraño recurso de súplica-alzada introducido
por la Ley de Orden Público de 30 de julio de 1959 en materia de
sanciones gubernativas, figura ya desaparecida a raíz de la entrada en
vigor del Real Decreto-ley 6/1977, de 25 de enero, que reformó
parcialmente la Ley citada (art. 4.º: «Contra las sanciones
gubernativas en materia de orden público podrán interponerse los
recursos reconocidos en las Leyes de Procedimiento Administrativo y
Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, en la
forma y plazos previstos en ellas»), y de la ulterior promulgación de
la Ley 62/1978, antes citada. Una Ley posterior, la reguladora del
derecho de asilo y de la condición de refugiado de 26 de marzo de
1984 (hoy sustituida por la Ley Orgánica 4/2000, sobre Derechos y
Libertades de los Extranjeros en España, cuyo art. 21 remite el
régimen de recursos contra los actos administrativos a «lo dispuesto
720
en las Leyes» comunes), añadió a la lista un nuevo supuesto de
recurso de súplica ante el Consejo de Ministros, cuya procedencia
había que entender limitada a los casos en que dicho alto órgano
resolvía en primer pronunciamiento y no a aquellos otros en que lo
hacía en virtud de un recurso de alzada interpuesto por el interesado
contra una primera decisión del Ministro del Interior, según entendió
el Consejo de Estado.
A todo este conjunto variopinto de recursos eran aplicables con
carácter supletorio los preceptos de carácter general contenidos en los
artículos 113 a 121 LPA bajo la expresiva rúbrica de «principios
generales». Otro tanto era predicable, dados los términos del artículo
1.4 LPA, en relación a las regulaciones privativas de la
Administración Local y de la Administración institucional.
En la primera, la regla venía siendo, como ya notamos, el recurso de
reposición, puesto que las resoluciones del Pleno, las de los Alcaldes
o Presidentes y las de las Comisiones de Gobierno, así como,
naturalmente, las de las autoridades y órganos inferiores cuando
resuelven por delegación de aquéllos, ponen fin a la vía
administrativa, lo cual deja escaso margen para las posibles
excepciones, salvedad hecha de los supuestos de ejercicio de
competencias delegadas por la Administración del Estado, las
Comunidades Autónomas u otras entidades locales [arts. 52.2. a) y
27.2, in fine, LRL].
En lo referente a la segunda, no se planteaban mayores problemas,
puesto que, si bien el artículo 76.2 de la Ley de Entidades Estatales
Autónomas de 26 de diciembre de 1958 obligaba a estar en primer
término a la Ley de creación de cada organismo y a sus disposiciones
complementarias, éstas no solían establecer reglas especiales en la
materia, acomodándose usualmente a la normativa general a la que el
propio artículo 76, en su número 1, configuraba como modelo y
término de referencia. En defecto de normas especiales correspondía,
pues, «al Ministro del Departamento a que aquél (organismo) esté
adscrito» conocer del recurso de alzada, que tenía, también, en estos
casos carácter impropio, ya que la relación que une a los organismos
autónomos con la Administración matriz no es de jerarquía, sino de
tutela. Esta alzada impropia ante el Ministerio sólo se admitía «contra
los actos del órgano supremo» de la entidad, lo que, en algunos casos,
721
tratándose de organismos de estructura compleja, se traducía en la
exigencia de agotar previamente una serie de alzadas internas, cuya
regulación tenía que buscarse en todo caso en las normas estatutarias
de aquéllos. El artículo 114.2 LPAC establece ahora que «en los
Organismos públicos y entidades de Derecho público vinculados o
dependientes de la Administración General del Estado los (actos)
emanados de los máximos órganos de dirección unipersonales o
colegiados» agotan la vía administrativa, «salvo que por Ley se
establezca otra cosa», por lo que contra ellos podrá interponerse el
recurso potestativo de reposición que regula el artículo 123 de la
propia Ley:
En el seno de la llamada Administración corporativa, carente, como
ya nos consta, de una normativa general la situación se resistía y se
resiste a cualquier intento de clasificación. El artículo 2.4 LPAC
establece, como ya vimos, que las Corporaciones de Derecho Público
se regirán por su normativa específica en el ejercicio de las funciones
públicas que les hayan sido atribuidas por la Ley o delegadas por una
Administración Pública y sólo supletoriamente por la propia LPAC.
Es forzoso, por lo tanto, atenerse a las normas peculiares de cada
corporación o grupo de ellas, cuyo contenido suele ser muy variado.
La Ley de Colegios Profesionales de 13 de febrero de 1974 dispone,
por ejemplo, en su artículo 8.º que los actos administrativos que
puedan dictar estas entidades serán directamente recurribles ante la
jurisdicción contencioso-administrativa, «una vez agotados los
recursos corporativos». Con ello quedaron formalmente excluidas, de
acuerdo con la regla general establecida en el artículo 37.2 de la Ley
Jurisdiccional de 1956, las alzadas impropias, tan frecuentes, pese a
ello, en el marco de la tutela administrativa, pero se dejó
peligrosamente abierta la posibilidad de establecer alzadas internas
sucesivas capaces de demorar en exceso la formalización del litigio
en la vía jurisdiccional.
El cuadro general establecido por la nueva LPAC, que es, como ya se
dijo, el resultante de la reforma legal de 1999, es muy simple: un
recurso jerárquico, el de alzada, abierto contra las resoluciones que no
ponen fin a la vía administrativa (art. 121), otro de carácter
facultativo, el de reposición, que puede interponerse contra los actos
que ultimen la vía administrativa (art. 123) y un tercero, de carácter
extraordinario, el de revisión, procedente en los supuestos y por los
722
motivos tasados que contempla el artículo 125. Contra las
disposiciones de carácter general, dice el artículo 112.3, no cabrá
recurso en vía administrativa.
Subsisten, sin embargo, en algunos casos las alzadas impropias ante
el Ministro correspondiente contra los actos de los Organismos
públicos, así como las que ante la Administración de tutela son
posibles frente a los actos de las entidades de base privada que
gestionan en régimen de autoadministración determinadas funciones
públicas (vid., por ejemplo, en la legislación urbanística los recursos
ante la Administración actuante contra los acuerdos de las Juntas de
Compensación y demás entidades urbanísticas colaboradoras; art.
76.5 LA para los acuerdos de las Comunidades de usuarios, que serán
–dice– ejecutivos, «sin perjuicio de su posible impugnación en alzada
ante el Organismo de cuenca»). Subsisten igualmente recursos
administrativos internos en el seno de las organizaciones corporativas
que obligan a llegar al Consejo General que agrupa a todas
Corporaciones de sus mismo género y, por supuesto, también los
recursos internos de la llamada vía federativa, que hay que agotar
para llegar al Tribunal Arbitral del Deporte, que es quien decide «en
vía administrativa y en última instancia las cuestiones disciplinarias
deportivas» (art. 84 de la Ley del Deporte de 15 de octubre de 1990).
El artículo 18 de la Ley 50/1998, de 30 de diciembre, ha dado, en fin,
nueva redacción al artículo 14 de la Ley de Haciendas Locales, de 28
de diciembre de 1988, recreando el recurso de reposición «contra los
actos de aplicación y efectividad de los tributos y restantes ingresos
de Derecho Público de las Entidades locales», recurso que en este
ámbito quiere suplir a la vía económico-administrativa y al que por
eso la Ley (hoy el art. 14.2 del Texto Refundido de 5 de marzo de
2004) da una regulación semejante a las de las reclamaciones en esta
vía.
La reforma de la LBRL llevada a cabo por la Ley 57/2003, de 16 de
diciembre, incluyó en el texto de la Ley un título X de nuevo cuño
destinado a regular la organización de los municipios de gran
población. De esa organización formaba parte un órgano para la
resolución de las reclamaciones económico-administrativas, que los
municipios concernidos habían de poner en pie en el plazo de seis
meses (vid. artículo 137 LBRL). La reclamación ante él contra los
723
actos de gestión, liquidación, recaudación e inspección de tributos e
ingresos de derecho público desplazó al recurso de reposición
establecido por el artículo 14 LHL, convirtiéndolo en simplemente
facultativo. El problema es que ese órgano especial al que se refiere el
artículo 137 LBRL no se ha creado en muchos municipios, lo que ha
dado lugar a resoluciones dispares de los Tribunales a la que pondrá
fin el Tribunal Supremo cuando resuelva el recurso de casación que
admitió sobre este asunto mediante Auto de 12 de enero de 2022.
III. EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO EN VÍA DE
RECURSO. PRINCIPIOS GENERALES
La interposición de un recurso administrativo da lugar a la incoación
de un procedimiento de esta clase, de un procedimiento distinto e
independiente del que fue seguido para elaborar el acto recurrido,
pero, al igual que éste, de carácter administrativo, sujeto por ello a las
mismas normas e inspirado en los mismos principios, que ya hemos
estudiado en el capítulo precedente. La LPAC se limita, por lo tanto,
a resaltar en sus artículos 112 a 119 aquellos aspectos singulares que
la finalidad perseguida (en este caso la resolución de recursos)
impone con respecto a la regulación general del procedimiento
administrativo. Las normas que se contienen en los preceptos citados
establecen la doctrina general o derecho común en la materia,
doctrina cuyas bases examinaremos a continuación, omitiendo, por
otra parte, cualquier referencia a las cuestiones procedimentales de
carácter general que ya nos son conocidas para centrar la atención en
los aspectos peculiares del procedimiento de recurso.
1. ELEMENTOS SUBJETIVOS
A. Autoridad competente para resolver los recursos
Los recursos administrativos se plantean ante y se resuelven por la
propia Administración, tal y como corresponde a su naturaleza
724
propia. Como norma general, la resolución de los mismos
corresponde, bien al órgano mismo que dictó el acto que se impugna
(recurso de reposición), bien al órgano superior jerárquico del que
dictó la resolución recurrida (recurso de alzada), bien a órganos
administrativos especializados en esta única tarea y liberados por la
Ley de cualquier otra actividad de gestión (reclamaciones económico-
administrativas).
Al estudiar las clases de recursos tuvimos ocasión de hacer referencia
a algunas de las excepciones a estas reglas y, particularmente, a los
supuestos en que la resolución del recurso se encomienda por la Ley a
órganos integrados en una Administración Pública distinta de la que
produjo el acto impugnado (las llamadas alzadas impropias,
singularmente). No parece necesario por ello detenerse nuevamente
en esta cuestión, pero lo es, en cambio, referirse al supuesto singular
que contempla el artículo 112.3 LPAC. Según dicho precepto «los
recursos contra un acto administrativo que se funden únicamente en la
ilegalidad de alguna disposición administrativa de carácter general
podrán interponerse directamente ante el órgano que dictó dicha
disposición».
El precepto alude, como puede verse, al recurso indirecto contra
reglamentos, técnica que, como ya hemos visto, consiste en atacar el
reglamento ilegal con ocasión de sus actos singulares de aplicación.
Son éstos el objeto directo del recurso, que no puede dirigirse sólo
contra la disposición reglamentaria de la que aquellos actos resultan,
como precisa la Sentencia de 20 de enero de 2004. El artículo 112.3
LPAC, al permitir que el recurso se interponga directamente ante el
órgano autor del reglamento ilegal (se trata de una posibilidad
adicional, no de una imposición, como indica el potestativo «podrán»
que el texto legal emplea), es consecuente con la verdadera finalidad
del recurso (atacar el reglamento mismo) y pretende asegurar su
virtualidad específica, que se perdería, sin duda, si el recurso se
interpusiera ante un órgano inferior, dado que éste no se decidiría
fácilmente a criticar la legalidad de la disposición general dictada por
otro de superior rango, ni podría, tampoco, por carecer de
competencia para ello, declarar la nulidad de la misma, cosa que,
como ya sabemos, es técnicamente posible aun tratándose de un
simple recurso indirecto [vid. cap. IV, § V, 3, B) de esta misma obra].
725
No es razonable, sin embargo, el únicamente al que alude el artículo
112.3 LPAC, que divide la continencia de la causa y plantea un
enojoso dilema cuando, además de la ilegalidad de la norma
reglamentaria de cobertura, el acto impugnado adolezca de otros
vicios: o renunciar a la denuncia de éstos si se opta por el recurso per
saltum ante el órgano autor del reglamento ilegal o impugnar el acto
viciado ante el órgano competente en el régimen general a sabiendas
de las limitaciones que esta opción conlleva y de que, en tal caso, la
declaración de nulidad del reglamento resulta inexcusable. Debería,
pues, reformarse el artículo 112.3 de la Ley reconociendo
francamente en el caso de optarse por el recurso per saltum la plena
competencia del órgano autor del reglamento tachado de ilegalidad
para resolver todas las cuestiones que dicho recurso plantee.
La competencia para resolver un recurso no es, obviamente,
susceptible de delegación en los órganos administrativos que hayan
dictado los actos objeto de aquél, como precisa el artículo 9.2. c).
B. El recurrente
La figura del recurrente no plantea problemas especiales que no nos
sean ya familiares a estas alturas: capacidad jurídica y de obrar,
representación, legitimación, etc. Estos requisitos son comunes para
toda clase de recurrentes, ya sean estos simples particulares, como es
lo normal, ya sean entidades públicas que impugnan el acto dictado
por otra Administración Pública. La nueva LJ de 1998 (art. 44) ha
prescindido del recurso administrativo en los litigios entre
Administraciones Públicas, sustituyéndolo por un trámite de
requerimiento previo a la Administración autora del acto o
disposición causante del conflicto, que, de no ser atendido, deja
expedita la vía contencioso-administrativa. La Sentencia de 29 de
septiembre de 2015 precisa que estos requerimientos no tienen la
naturaleza de recursos, sino que responden a un mecanismo de
acuerdo entre Administraciones con el fin de evitar litigios entre ellas
en el marco de los principios constitucionales de coordinación y
colaboración. Este nuevo sistema deja «a salvo lo dispuesto sobre esta
materia en la legislación de régimen local».
726
Se niega en cualquier caso la posibilidad de recurrir los actos de una
entidad pública a los órganos de la misma y a sus miembros o a los
particulares y a las demás entidades públicas cuando se colocan en
posición de órganos de la misma Administración de quien procede el
acto, es decir, cuando actúan en calidad de agentes, delegados o
mandatarios de dicha Administración [art. 20. a) y b) LJ]. Este es el
caso, por ejemplo, de los Colegios Oficiales de Farmacéuticos cuando
intervienen en el procedimiento de autorización de farmacias, en cuyo
caso actúan como verdaderos órganos de la Administración sanitaria
(jurisprudencia constante) o de las Federaciones Deportivas, que,
según la Ley del Deporte de 15 de octubre de 1990 (art. 30) «ejercen
por delegación funciones públicas de carácter administrativo
actuando en este caso como agentes colaboradores de la
Administración Pública» y, en tal carácter, ejercen la potestad
disciplinaria (art. 33.1; Sentencia de 17 de febrero de 1998). Distinto
a éste es el caso de la prohibición de recurrir que afecta a los
organismos públicos en relación a los actos emanados de las
autoridades de la Administración matriz que ostentan su tutela [art.
20. c) LJ, salvo que se trate de entidades a las que por Ley se haya
dotado de un estatuto específico de autonomía], con la única
excepción de las indemnizaciones expropiatorias fijadas en los
procedimientos de esta clase en que dichos organismos figuren como
beneficiarios. Como ya notamos en otro lugar de esta obra (cap. VII),
más que una prohibición de recurrir lo que existe en este caso, desde
el punto de vista técnico, es una negación de legitimación justificada
por la inexistencia de intereses propios diferenciados, pues los que el
organismo público asume corresponden en realidad al ente matriz que
lo ha creado y que lo maneja y dirige como instrumento suyo en
orden a la mejor satisfacción de aquellos intereses. Esta misma
prohibición se ha aplicado también en el pasado por alguna
jurisprudencia (vid., por ejemplo, las Ss. de 20 de abril de 1982 y 6 de
octubre de 1983) a las Universidades públicas, so pretexto de su
sujeción a la tutela de la Administración del Estado, tesis ésta
indefendible a partir de la entrada en vigor de la Ley Orgánica de
Reforma Universitaria de 25 de agosto de 1983 que dio traducción al
principio de autonomía universitaria consagrado por el artículo 27.10
de la Constitución (concepto al que el Tribunal Constitucional, con
algún exceso, ha dado carácter de derecho fundamental: Sentencia de
27 de febrero de 1987).
727
En materia de legitimación, el artículo 107 LPC sigue, como no podía
ser de otro modo, las reglas generales ya estudiadas («contra las
resoluciones... podrá interponerse por los interesados...»), reglas que
no tienen otra excepción que los contados supuestos de acción
popular reconocidos por el ordenamiento en vigor, en los cuales se
admite la impugnación por cualquier persona, sea o no titular de un
derecho o interés cualificado (arts. 304 LS y 8.º.2 de la Ley del
Patrimonio Histórico Artístico de 1985, entre otras; la disposición
adicional quinta de la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de Garantía de
la unidad de mercado, ha introducido también la acción popular en
esta materia).
En el ámbito local se consideran legitimados para impugnar los actos
y acuerdos de las Entidades locales, además de los sujetos a quienes
reconozca legitimación la LJ, la Administración del Estado y la de las
Comunidades Autónomas y los corporativos que hubieran votado en
contra de tales actos y acuerdos; lo están igualmente las propias
Entidades locales territoriales para la impugnación de las
disposiciones y actos de la Administración del Estado y de las
Comunidades Autónomas que lesionen su autonomía (art. 63 LRL).
Abstracción hecha de estos problemas generales, en los que no hay
por qué insistir ahora, hay dos cuestiones que merecen especial
comentario. La primera de ellas se refiere a la impugnación de actos
que aparecen afectados por vicios de orden público, calificación que
la jurisprudencia da tradicionalmente a los defectos de procedimiento
y que, como hemos puesto de relieve en otro lugar (cap. XI),
conviene sólo a los vicios determinantes de nulidad de pleno derecho.
Cuando se trata de actos nulos de pleno derecho las exigencias de
legitimación pasan a un segundo plano, ya que lo característico de la
nulidad absoluta es su trascendencia general, supraindividual. Los
vicios de nulidad absoluta afectan por su gravedad al orden general, al
orden público, y su depuración no puede quedar por ello al solo
arbitrio del destinatario inmediato del acto viciado. Cualquier persona
puede, por consiguiente, instar la declaración de nulidad, declaración
que, de apreciarse la existencia de un vicio de esta clase, puede y
debe realizar, incluso de oficio, por su propia iniciativa, el mismo
órgano que dictó el acto viciado, como subraya el artículo 102 LPC.
Debe advertirse, finalmente, que la legitimación para recurrir, que
728
resulta, con carácter general, de la titularidad de un derecho subjetivo
típico o de un interés legítimo con el alcance que ya conocemos, no
debe entenderse mediatizada por la eventual ausencia de interesado
en el procedimiento administrativo previo a la adopción del acto
recurrido. Así lo ha subrayado con acierto la jurisprudencia, con plena
conciencia de la respectiva independencia de ambos procedimientos,
inicial y de recurso, y de la específica función garantizadora que
corresponde a este último (vid., por ejemplo, la S. de 8 de octubre de
1971: «no se puede negar la legitimación activa a los recurrentes por
el hecho de que no hubiesen comparecido en el expediente
administrativo en oposición a la marca concedida»; en el mismo
sentido, la de 22 de junio de 1977). Así ha venido a afirmarlo,
también, como ya vimos, el artículo 108 del Reglamento de Gestión
Urbanística de 25 de agosto de 1978.
2. ELEMENTOS OBJETIVOS: ACTOS Y DISPOSICIONES
IMPUGNABLES
El objeto de los recursos administrativos es la pretensión dirigida a
obtener la revocación o reforma del acto administrativo impugnado.
Importa, pues, examinar cuáles son los actos cuya revocación o
reforma puede pretenderse por esta vía.
El artículo 112.1 LPAC formula una cláusula general referida a
recursos ordinarios, de alzada y reposición: todas las resoluciones y
los actos de trámite que determinen la imposibilidad de continuar un
procedimiento o produzcan indefensión.
La interpretación de esta cláusula general no ofrece dificultades
especiales, toda vez que han quedado ya estudiados en el volumen
primero de esta obra los conceptos de acto definitivo (a esto llama el
art. 112.1 LPAC «resoluciones») y de acto de trámite y que han sido
debidamente diferenciadas las dos especies de este último género:
actos de trámite cualificados y actos de mera tramitación. Sólo estos
últimos quedan fuera del ámbito de la cláusula general (vid. cap. X).
Tampoco es necesario recalcar nuevamente qué actos ponen fin a la
vía administrativa y quedan, en consecuencia, excluidos de esta
729
cláusula general, ya que esta cuestión quedó analizada más atrás (vid.
capítulo X). Recordaremos sólo que el artículo 114 LPAC precisa que
ponen fin a la vía administrativa y, por lo tanto, son recurribles
directamente en la contencioso-administrativa las resoluciones
dictadas por órganos que carezcan de superior jerárquico, salvo que
una Ley establezca lo contrario, y, por supuesto, las que resuelvan los
recursos ordinarios o los procedimientos alternativos de impugnación
a que se refiere el artículo 112.2, que luego veremos, amén, claro
está, de las demás resoluciones administrativas cuando una
disposición legal o reglamentaria así lo establezca. El precepto citado
incluye en la lista «los acuerdos, pactos, convenios o contratos que
tengan la consideración de finalizadores del procedimiento», de
acuerdo con las previsiones del artículo 86 de la propia Ley y de las
disposiciones que actualicen o concreten éstas. En el ámbito de la
Administración del Estado, en concreto, ponen fin a la vía
administrativa los actos de los miembros y órganos del Gobierno y,
en particular, los emanados de los Ministros y los Secretarios de
Estado, así como los dictados por los órganos directivos con rango de
Director General o superior en materia de personal y los emanados de
los máximos órganos de dirección de los Organismos públicos salvo
que por ley se establezca otra cosa. En el ámbito local, las
resoluciones del Pleno, las de los Alcaldes o Presidentes de las
Corporaciones, las de las Comisiones de Gobierno y las de las
autoridades y órganos inferiores cuando resuelvan por delegación de
aquéllos (art. 52.2 LRL).
Sí merece la pena resaltar la eliminación por el artículo 112.3 LPC de
la carga de impugnar en la vía administrativa las normas
reglamentarias, carga que carecía de toda justificación técnica, como
uno de nosotros se esforzó en demostrar hace ya muchos años y
hemos venido sosteniendo en ediciones anteriores de esta obra. Con
ello se ha puesto fin a una enojosa serie de problemas artificiales que
han venido entreteniendo durante muchos años a la doctrina y a la
jurisprudencia y que, afortunadamente, ya no es preciso mencionar
siquiera.
3. ANÁLISIS DEL PROCEDIMIENTO PROPIAMENTE DICHO
730
A. La interposición y sus efectos
Tres son, fundamentalmente, las cuestiones que merecen destacarse
en este momento: el principio de libertad de formas, el carácter
preclusivo de los plazos y la regla del efecto no suspensivo de los
recursos.
La actual LPAC, como sus predecesoras, es extraordinariamente
liberal en punto a las formas a través de las cuales se ejercita el
derecho de recurso. La interposición del mismo no requiere otra cosa
que un simple escrito en el que han de hacerse constar, según el
artículo 115.1, el nombre del recurrente y el domicilio en el que
habrán de practicarse las correspondientes notificaciones, el acto que
se recurre y la razón de su impugnación y el centro o dependencia al
que se dirige.
Estas exigencias, ya de por sí mínimas, no están concebidas de forma
tan rigurosa que no admitan subsanación posterior de sus eventuales
defectos, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 68 LPAC con
carácter general. La jurisprudencia ha llegado a aceptar, incluso, la
subsanación de la omisión de la firma (S. de 17 de enero de 1961; en
contra, sin embargo, la S. de 11 de marzo de 1963), y, por supuesto,
considera intrascendente el error en la calificación del recurso.
Recogiendo esta última jurisprudencia, el artículo 115.2, dispone
definitivamente que «el error o la ausencia de la calificación del
recurso por parte del recurrente no será obstáculo para su tramitación,
siempre que se deduzca su verdadero carácter». Ello equivale a
afirmar que es la Administración y no el particular quien está
obligada a dar al recurso la tramitación que legalmente corresponda
de acuerdo con su concreto contenido. Reina, pues, en la materia la
más completa libertad de formas. La jurisprudencia en este punto es
concluyente: vid. Sentencias de 22 de septiembre de 1982, 19 de
septiembre de 1984, 14 de octubre de 1986 y 21 de febrero de 1997,
entre otras muchas.
La liberalidad en esta materia contrasta, sin embargo, con el
extraordinario rigor legal y jurisprudencial en lo que se refiere a los
plazos de impugnación. Dichos plazos (un mes para los recursos
ordinarios: arts. 122 y 124 LPAC) están concebidos como plazos de
731
caducidad, de forma que si el recurso no se interpone dentro de ellos
se pierde la posibilidad de hacerlo en el futuro. En el capítulo XI, §
III.1, analizamos ya críticamente este problema con el debido
detenimiento, por lo que no es necesario volver ahora sobre él.
Es advertible, no obstante, en la jurisprudencia postconstitucional una
nueva sensibilidad en orden al cómputo de los plazos para recurrir,
acorde con el principio de interpretación más favorable a la
efectividad de los derechos fundamentales (en este caso, el derecho a
una tutela judicial efectiva), que el Tribunal Constitucional no ha
dudado en destacar.
De esta actitud son muestra las Sentencias de 25 de noviembre de
1978, 22 de octubre de 1979 y 11 de noviembre de 1981 (sin
publicación oficial de un acto dirigido a una pluralidad indeterminada
de sujetos no puede comenzar a correr plazo de impugnación alguno),
16 de marzo de 1981 (interpretación amplia de los requisitos de
presentación de escritos en las oficinas de Correos), 19 de julio de
1983, 21 de marzo, 21 de julio, 11 y 25 de noviembre de 1986 (en
casos de notificaciones defectuosas o imprecisas), 3 de junio de 1985
(resolución pro actione de las dudas acerca del transcurso del plazo),
etc. Sin embargo, la Sentencia de 24 de enero de 2018 advierte que la
posible concurrencia de un vicio de nulidad de pleno derecho no
impide declarar la extemporaneidad del recurso.
La interposición en plazo de un recurso administrativo ordinario tiene
como efecto principal el de interrumpir el proceso de adquisición de
firmeza del acto recurrido (el caso del recurso extraordinario de
revisión es otro, sin embargo, ya que este recurso se interpone,
precisamente, contra actos que han quedado firmes), sometiendo éste
a revisión o nuevo examen y constituyendo a la Administración en la
obligación de pronunciarse expresamente sobre su legalidad, deber
del que no queda exonerada por el simple transcurso de los plazos de
silencio (vid. art. 21.1 LPAC y lo que se ha expuesto en el cap. XI de
esta obra a propósito del silencio administrativo).
Sin embargo, la interposición del recurso no suspende por sí misma la
eficacia del acto impugnado, como ya sabemos, salvo en los
concretos supuestos en que una disposición así lo establezca
expresamente con carácter excepcional, cuál es el caso del artículo
22.3 LEF en relación al acuerdo de necesidad de ocupación («la
732
interposición del recurso de alzada surtirá efectos suspensivos hasta
tanto se dicte la resolución expresa»), sin perjuicio, claro está, de la
posibilidad de suspensión que con carácter general reconoce el
artículo 117 LPAC y a la que ya nos hemos referido en el capítulo X
de esta obra.
Sobre este tema habremos de volver, por otra parte, más adelante
cuando estudiemos la nueva regulación que de las medidas cautelares
hace la nueva LJ en sus artículos 129 y siguientes con objeto de evitar
que la ejecución del acto «pudiera hacer perder su finalidad legítima
al recurso». Ésta es, sencillamente, la clave a la hora de resolver sobre
la procedencia de la suspensión de acto recurrido.
Merece la pena subrayar que, tras la reforma de 1999, la suspensión
puede declararse de oficio por el propio órgano competente para
resolver el recurso, sin necesidad, por tanto, de solicitud del
recurrente en este sentido (vid. actualmente el art. 117.2 LPAC) y que
se entenderá otorgada si transcurren treinta días (contados desde que
la solicitud tiene entrada en el Registro hasta la fecha en que se reciba
la notificación: Sentencia de 2 de diciembre de 2011) sin que se
produzca resolución al respecto (art. 117.3), regla ésta muy
importante en la práctica. El acuerdo de suspensión puede ir
acompañado de las medidas cautelares que sean precisas para la
protección del interés público o de tercero y la eficacia final de la
resolución o acto recurrido. La suspensión podrá prolongarse después
de agotada la vía administrativa cuando vaya acompañada de medida
cautelar y los efectos de ésta se extiendan a la ulterior vía
contencioso-administrativa. En cualquier caso, la suspensión
acordada en vía administrativa se mantendrá en la vía contencioso-
administrativa si el interesado acudiere a ella y solicitare la
suspensión del órgano jurisdiccional, al menos hasta que éste resuelva
al respecto (art. 117.4).
Si el recurso administrativo tiene por objeto un acto que afecta a una
pluralidad indeterminada de personas, la suspensión, de acordarse,
habrá de ser publicada en el mismo periódico oficial en que lo fue el
propio acto recurrido (art. 117.5).
B. Tramitación del recurso. En especial, el trámite de audiencia
733
El capítulo II del Título V LPAC no contiene normas especiales de
tramitación, salvedad hecha de la relativa al trámite de audiencia (art.
118), por lo que son íntegramente aplicables al procedimiento en vía
de recursos las disposiciones generales sobre los procedimientos
administrativos contenidas en el Título IV de la Ley.
En lo que al trámite de audiencia concierne, es aplicable también lo
dispuesto con carácter general para el mismo en el artículo 82 LPAC,
pero solamente «cuando hayan de tenerse en cuenta nuevos hechos o
documentos no recogidos en el expediente originario». Si falta ese
novum, el legislador no estima necesario repetir un trámite que ya
tuvo lugar en los mismos términos en el procedimiento de elaboración
de la decisión recurrida, lo cual, en principio, está plenamente
justificado.
El problema radica, sin embargo, en determinar cuándo hay que
entender existente el novum del que depende la procedencia del
trámite de audiencia. A estos fines, el artículo 118 LPAC distingue
dos supuestos diferentes, según que existan o no terceros interesados.
Cuando no existan tales terceros y la relación se mantenga en un
plano estrictamente bilateral entre la Administración y el recurrente
(o varios recurrentes que actúan en un mismo sentido), la existencia
del novum hay que medirla en función de la regla establecida en el
número 3 del artículo 118, según el cual «el escrito de recurso, los
informes y las propuestas no tienen el carácter de documentos nuevos
a los efectos de este artículo. Tampoco lo tendrán los que los
interesados hayan aportado al expediente antes de recaer la resolución
impugnada».
La regla transcrita, bien construida en principio, exige, sin embargo,
algún comentario. Es lógico, en efecto, que el escrito de recurso no
sea considerado documento nuevo a efectos de justificar el trámite de
audiencia, puesto que el recurrente es el autor del mismo. Es lógica,
también, la exclusión de las propuestas a estos mismos efectos, ya
que, según establece el artículo 82 LPAC, la audiencia debe tener
lugar «inmediatamente antes de redactar la propuesta de resolución».
La exclusión de los informes recaídos es más difícil de justificar, sin
embargo, en la medida en que la finalidad de la audiencia es la de
permitir al interesado el conocimiento pleno del expediente instruido,
del que los informes son parte importante, naturalmente. En cuanto a
734
los documentos ya aportados por los interesados, es lógico que no se
consideren un novum susceptible de abrir el trámite de audiencia, en
la medida en que éste pretende garantizar al interesado el
conocimiento de todas las piezas integrantes del expediente y las
aportadas por él mismo ya las conoce. No obstante, si los interesados
son varios y actúan por separado, deberá dárseles audiencia y vista
del expediente por esa misma razón a fin de que puedan tener acceso
a los documentos presentados por los demás en el trámite de
audiencia del procedimiento administrativo previo del que es fruto el
acto impugnado.
El artículo 118.1, párrafo segundo, LPAC, en línea con lo dispuesto
en los artículos 53.1 e) y 76, ha pretendido dar carácter preclusivo al
trámite de audiencia y vista al afirmar que «no se tendrán en cuenta
en la resolución de los recursos, hechos, documentos o alegaciones
del recurrente, cuando habiendo podido aportarlos en el trámite de
alegaciones no lo haya hecho», medida ésta discutible, supuesto que
el procedimiento administrativo, a diferencia del proceso, no tiene
sólo una finalidad de garantía de los derechos del interesado, sino que
cumple, también, la función de asegurar la legalidad, el acierto y la
oportunidad de la decisión a adoptar, decisión que por ello ha de
abordar y resolver todas las cuestiones que el procedimiento plantee
(art. 119.3). Desde esta perspectiva, carece de sentido, por lo tanto,
restar al órgano llamado a decidir elementos de juicio que pueden ser
importantes sólo porque el interesado, por negligencia o impericia, no
haya acertado a aportarlos en un momento anterior.
Cuando existan terceros interesados, la cuestión se plantea de distinta
manera, como es fácil comprender. Es preciso tener en cuenta que los
destinatarios del acto impugnado, en cuanto favorecidos por el
mismo, tienen carácter de interesados necesarios en el procedimiento
de recurso y deben ser, como tales, llamados al procedimiento (art.
4.1. b) LPAC). Por esa razón, el artículo 118.3 dispone que «si
hubiera otros interesados se les dará, en todo caso, traslado del
recurso para que en el plazo antes citado aleguen cuanto estimen
procedente».
El trámite de audiencia es, también, obligado en cualquier caso
cuando la autoridad llamada a decidir estime necesario pronunciarse
sobre cuestiones conexas no abordadas por la resolución recurrida ni
735
planteadas tampoco por los interesados (vid., por ejemplo, Ss. de 25
de marzo de 1980, 20 de octubre de 1983, 28 de septiembre de 1984,
entre otras). Al resolver recursos la Administración no está tan
estrechamente vinculada como el juez por el principio de
congruencia, característico del proceso judicial civil, pero sí está
obligada, en virtud del principio de contradicción, a oír a los
interesados sobre las cuestiones nuevas que el estudio del expediente
pueda suscitar (art. 118.3 LPAC).
La omisión del trámite de audiencia en los supuestos en que sea
preceptivo de acuerdo con las reglas expuestas –y habrá que entender
que lo es siempre que se susciten dudas en la aplicación de dichas
reglas, dada la significación del trámite– constituye un vicio de forma
esencial, en cuanto determinante de indefensión, vicio que hace
anulable la resolución del recurso (art. 48.2 LPAC).
C. Terminación del procedimiento. En especial, el problema de la
«reformatio in peius»
Como cualquier otro procedimiento administrativo, el de recurso
puede finalizar de cualquiera de las formas previstas en el artículo 84
LPAC, cuya problemática específica ya ha sido estudiada en el
capítulo precedente.
El precepto legal citado no incluye el silencio administrativo entre las
formas de terminación del procedimiento siguiendo la pauta de la
anterior LPA, a cuyos planteamientos en esta materia volvió
sustancialmente la LPC de 1992 tras la reforma de 13 de enero de
1999, como ya vimos.
El mero transcurso del plazo máximo establecido para dictar y
notificar la resolución (tres meses para el recurso de alzada, uno para
el de reposición) permite entenderlos desestimados a los efectos de
acudir a la vía contencioso-administrativa, salvo que se trate de
recursos de alzada interpuestos contra la desestimación por silencio
administrativo de una solicitud, en cuyo caso dichos recursos se
entenderán estimados si la Administración no se pronuncia sobre
ellos en el plazo establecido (art. 122.2, en relación al 24.1).
736
La resolución del recurso deberá estimar en todo o en parte las
pretensiones formuladas en el mismo o declarar su inadmisión (art.
119.1), a menos que, existiendo vicio de forma, no estime procedente
resolver sobre el fondo, en cuyo caso se ordenará la retroacción del
procedimiento al momento en el que el vicio fue cometido salvo lo
dispuesto en el artículo 52 sobre la convalidación (art. 119.2). Esta
última precisión la trae el artículo 119.2 LPAC a las normas generales
aplicables a todos los recursos administrativos del antiguo artículo
124 LPA, que la refería exclusivamente al recurso de alzada, en cuyo
marco tenía cierto sentido, supuesto que dicho recurso tenía un
carácter jerárquico y hacía entrar en juego, en consecuencia, los
poderes de este orden, entre los cuales está, obviamente, la facultad
del órgano superior de corregir la actividad del inferior y la de dar a
éste las instrucciones necesarias para orientar dicha actividad en la
forma debida.
Fuera de este ámbito de las relaciones de jerarquía, la regla en
cuestión de la declaración de nulidad de las actuaciones y
consiguiente retroacción del expediente carece de toda razón de ser,
como ya notamos en ediciones anteriores de esta obra, puesto que la
existencia de un vicio de forma, si éste es verdaderamente
transcendente, determina la nulidad pura y simple del acto al que
afecta (art. 48.2 LPAC).
La traslación de esta regla especial a la regulación general de los
recursos administrativos que ha hecho la LPAC resulta hoy equívoca.
En la redacción inicial de la LPC de 1992 tenía una cierta
justificación, en la medida en que ésta se limitaba a establecer un
único recurso ordinario, el recurso jerárquico, antes y después de ella
llamado de alzada, aunque, como ya vimos, podían existir otros
distintos, de inspiración no jerárquica, en virtud de lo que «con
carácter sectorial puedan establecer “otras Leyes”», tal y como
precisaba su Exposición de Motivos. Con la reforma de 1999 ese
principio de justificación se perdió del todo, dado el restablecimiento,
aunque con carácter facultativo, del recurso de reposición que
corresponde resolver al propio autor del acto recurrido. No tiene en
este caso el más mínimo sentido que quien puede resolver
definitivamente la cuestión discutida de una sola vez demore esa
solución ordenando la retroacción del procedimiento para reparar un
vicio de forma cuyas consecuencias pueden ser remediadas en la
737
propia instrucción del recurso. La regla del artículo 119.2 debe, pues,
limitarse a los recursos de alzada.
El número 3 del artículo 119 LPAC ha resuelto, por su parte, un
problema enojoso que planteaba la redacción del anterior artículo 119
LPA cuando autorizaba al órgano competente para resolver los
recursos administrativos para decidir «cuantas cuestiones plantee el
expediente, hayan sido o no alegadas por los interesados».
Un cierto sector de la doctrina (GUAITA, MENDOZA) y alguna
jurisprudencia (con el apoyo del Consejo de Estado a raíz de varios
Dictámenes de 4 de julio de 1968) creyó ver en el tenor literal del
artículo 119 LPA, tomado del artículo 20 del viejo Reglamento de las
reclamaciones económico-administrativas de 29 de julio de 1924 (hoy
artículo 239.2 LGT), una cobertura formal para la posibilidad de
reformar in pejus los actos administrativos objeto de un recurso de
esta clase. Si la Administración podía decidir todas las cuestiones que
plantea el expediente, hayan sido o no alegadas por los interesados,
ello significaba, según este sector doctrinal, que una vez interpuesto
recurso contra un acto suyo nada la impedía resolver en el sentido que
estimara procedente, fuese cual fuese éste y fuese cual fuese también
el tenor de su decisión primera. En base al artículo 119 LPA sería
posible entonces que la resolución del recurso empeorase la situación
inicial del recurrente.
Esta conclusión era, evidentemente, muy grave, por lo que nos
opusimos enérgicamente a ella en ediciones anteriores de esta obra,
con tanta mayor razón cuanto que el citado artículo 119 LPA, que no
la consagraba expresamente, era susceptible de una interpretación
distinta, más razonable y más acorde también con la esencia de la
institución. El precepto en cuestión podía, en efecto, ser entendido en
función del principio de congruencia, como una flexibilización de la
vinculación a la regla juxta allegata et probata, capaz de permitir la
toma en consideración de nuevos motivos, previa audiencia de las
partes, en términos semejantes a los que, en el proceso contencioso-
administrativo, autoriza el artículo 33 LJ.
Esta tesis fue finalmente acogida por la jurisprudencia en una
importante Sentencia de 10 de abril de 1972, a la que luego siguieron
otras muchas (de 24 de enero y 15 de febrero de 1973, 16 de abril de
1975, 21 de mayo de 1977, 7 de febrero de 1980, 7 de julio de 1982,
738
8 de octubre de 1984, 14 y 31 de diciembre de 1990, 14 de mayo de
1998, etc.), todas ellas contrarias, como regla general, a la posibilidad
de reformatio in pejus. El Tribunal Constitucional, por su parte, dio
mayor rango a esta negación de la reformatio in pejus (Ss. 143/1988,
120/1995, 279/1994, etc.) en base al artículo 24 de la Constitución.
La LPC de 1992 se situó resueltamente en esta misma línea,
afirmando, en principio, la facultad del órgano que resuelve el recurso
de decidir «cuantas cuestiones, tanto de forma como de fondo, plantee
el procedimiento, hayan sido o no alegadas por los interesados»,
oyendo a éstos, naturalmente, en este último caso. «No obstante,
añade el precepto, la resolución será congruente con las peticiones
formuladas por el recurrente, sin que en ningún caso pueda agravarse
su situación inicial». La reformatio in pejus quedó así formalmente
proscrita, sin otra excepción posible que la existencia de recursos
cruzados, de signo contrario, interpuestos por interesados con
pretensiones diferentes, en cuyo caso, claro está, la posible
agravación de la situación inicial de uno de ellos no resultaría de la
iniciativa de la Administración, sino, más bien, de la acción
impugnatoria de sus eventuales adversarios.
Resuelto satisfactoriamente por la jurisprudencia y por la LPC de
1992 en los términos expuestos que recoge hoy el artículo 119-3
LPAC el problema de la reformatio in pejus, todavía es preciso hacer
alusión aquí a otra serie de fórmulas indirectas de agravación de la
posición del recurrente, cuya inserción sistemática en este lugar se
justifica por el indudable parentesco que las une con la que acabamos
de estudiar. Es el caso, por ejemplo, de previsiones tales como las de
la pérdida de los depósitos previos o la agravación de las multas
inicialmente impuestas en el supuesto de que los recursos promovidos
sean desestimados, que no es, ni mucho menos, infrecuente encontrar
en ciertos sectores (vid., por ejemplo, el artículo 457 del Reglamento
de Montes de 22 de febrero de 1962, vigente todavía, de acuerdo con
la disposición derogatoria, apartado 2, de la Ley de Montes de 21 de
noviembre de 2003: «cuando interpuesto recurso de alzada contra una
resolución, fuese ésta confirmada en todas sus partes, las sanciones
pecuniarias se incrementarán en un 20 por 100 si se apreciara
temeridad manifiesta en la interposición»; artículo 34 del Decreto de
10 de julio de 1975, por el que se aprueba el procedimiento
administrativo especial de imposición de sanciones por infracción de
739
leyes sociales y para liquidación de cuotas de la Seguridad Social: «El
20 por 100 que sobre el importe de la sanción se exige para la
interposición del recurso se considerará como parte de la misma en
caso de que aquél sea desestimado»). En todos estos casos es patente
la finalidad directa o indirectamente intimidatoria y coactiva que
anima esta clase de medidas, con las que se pretende evitar la
utilización de la vía de recurso y presentar éste como un riesgo
adicional para el recurrente, lo cual implica un grave atentado contra
el principio de universalidad de la vía de recurso y una igualmente
grave desnaturalización de la esencia garantizadora que da sentido a
la institución, consideraciones de principio ambas que obligan
positivamente a descartar su legitimidad en los términos de la
doctrina jurisprudencial establecida a propósito de la reformatio in
pejus, de la que las referidas técnicas vienen a ser simples variantes.
IV. EL RECURSO DE ALZADA
La Administración Pública, como toda organización compleja, se
estructura internamente en un orden jerárquico (art. 103.1 de la
Constitución y art. 3.1 LSP). La apelación al superior jerárquico es,
pues, el modo normal de agotar la vía administrativa. Esta idea de
apelar al superior, de alzarse ante él, está expresada con toda fidelidad
en la denominación dada tradicionalmente al recurso jerárquico:
recurso de alzada.
La procedencia del mismo depende, pues, de dos requisitos: que la
resolución recurrida no ponga fin por sí misma a la vía administrativa
y que el recurso se interponga ante el superior jerárquico del órgano
que la dictó, que sustituye a éste in loco et in ius. A ambos requisitos
hace referencia el artículo 121.1 LPAC cuando dice que «las
resoluciones y actos a que se refiere el artículo 112.1, cuando no
pongan fin a la vía administrativa, podrán ser recurridas en alzada
ante el órgano superior jerárquico del que los dictó».
Cuáles son las resoluciones que ponen fin a la vía administrativa lo
hemos visto ya (art. 114 LPAC, art. 52.2 LRL), por lo que en este
momento no es preciso insistir en ello. Como señala el artículo 114
LPAC la resolución del recurso de alzada pone fin también a la vía
740
administrativa, por lo que no es necesario en ningún caso llegar a la
cúspide de la jerarquía. La reforma de la LPA de 2 de diciembre de
1963 así lo precisó ya, suprimiendo el sistema anterior de doble
alzada que estableció la redacción primitiva de dicha Ley (y antes de
ella de alzadas múltiples hasta llegar al órgano superior absoluto).
El segundo requisito tampoco plantea dificultades especiales. Las
normas de organización precisan en cada caso quien es el superior
jerárquico de cada órgano y en los casos dudosos la propia LPAC se
encarga de disipar las posibles dudas. Así, el artículo 121.1 LPAC
precisa que «a estos efectos, los Tribunales y órganos de selección del
personal al servicio de las Administraciones Públicas y cualesquiera
otros que, en el seno de éstas, actúen con autonomía funcional, se
considerarán dependientes del órgano al que estén adscritos o, en su
defecto, del que haya nombrado al presidente de los mismos».
Cuando los órganos y autoridades municipales actúan en ejercicio de
competencias delegadas por otras Administraciones Públicas sus
actos «podrán ser recurridos ante los órganos competentes de la
Administración delegante» (art. 27.2 LRL). En general, las
resoluciones adoptadas por delegación se consideran dictadas por el
órgano delegante (art. 9.4 LSP), por lo que el recurso habrá de
interponerse ante el superior jerárquico de éste, si lo tiene. La
Sentencia de 3 de diciembre de 2020 precisa que cuando, en función
de la delegación previamente conferida, corresponda resolver el
recurso de alzada interpuesto al mismo funcionario que impuso la
sanción, éste debe ponerlo en conocimiento del órgano delegante a fin
de que éste pueda avocar para sí el conocimiento del asunto y evitar
así la desnaturalización de la figura. Cuando quien resuelve es el
Delegado o Subdelegado del Gobierno en su calidad de jefe de todos
los servicios provinciales del Estado (en materia de expropiación
forzosa, por ejemplo), se entiende que el superior jerárquico es el
Ministro competente por razón de la materia («el acuerdo de
necesidad de ocupación podrá impugnarse mediante recurso de alzada
ante el titular del Departamento al que pertenezca la competencia de
la obra, fin o servicio determinante de la expropiación»: art. 21.1
REF).
En cualquier caso, las dificultades desaparecen si se tiene en cuenta
que el artículo 121.2 LPAC permite también presentar el recurso ante
el órgano que dictó el acto impugnado, el cual en este caso tiene
741
obligación de remitirlo a su superior. Si a esto se une que lo esencial
es que del contenido del escrito se deduzca su verdadero carácter y
que los errores de calificación no pueden ser obstáculo para su
tramitación (art. 115.2 LPAC), se comprenderá fácilmente que la
determinación del órgano ad quem no constituye problema alguno.
«El plazo para la interposición del recurso de alzada será de un mes,
si el acto fuera expreso» y, si no lo fuera, el solicitante y otros
posibles interesados podrán interponerlo «en cualquier momento a
partir del día siguiente a aquél en que se produzcan los efectos del
silencio administrativo», dice ahora con buen criterio el artículo 122.2
LPAC, que ha rectificado en este punto la anterior limitación a tres
meses del plazo para interponer el recurso en caso de silencio
administrativo, que estaba en abierta contradicción con la obligación
de resolver expresamente que pesa sobre la Administración.
Si en el mes de vencimiento no hubiera día equivalente a aquel en que
comienza el cómputo, se entenderá que el plazo expira el último día
del mes, dice el artículo 30.4 LPAC. Cuando el último día del plazo
sea inhábil, se entenderá prorrogado al primer día hábil siguiente (art.
30.5 LPAC). Se entenderá inhábil en todo caso cuando lo sea bien en
el municipio o Comunidad Autónoma en que el interesado tenga su
domicilio, bien en el que tenga la sede del órgano administrativo
competente (art. 30.6 LPAC). Puesto que el recurso puede
interponerse ante el órgano que dictó el acto recurrido o ante su
superior jerárquico, a elección del recurrente (art. 121.2 LPAC), hay
que entender que el órgano competente al que se refiere el artículo
30.6 que acaba de citarse puede ser cualquiera de los dos, ya que en
esta materia es obligado estar al principio pro actione.
La tramitación del recurso de alzada no presenta ninguna
especialidad. Si el recurso se hubiera presentado ante el órgano que
dictó el acto impugnado, éste deberá remitirlo al competente en el
plazo de diez días, con su informe y con una copia completa y
ordenada del expediente, como dice el artículo 121.2, párrafo
segundo, LPAC. Este es, pues, el único trámite específico que añadir
a los previstos en las normas generales indicadas, de las que resulta,
como ya sabemos, la necesidad de dar traslado a los posibles terceros
interesados so pena de nulidad (Sentencias de 4 de octubre de 1974,
27 de septiembre de 1978, 3 de febrero de 1980, etc.).
742
En cuanto a la resolución, sólo hay que recordar aquí la regla
contenida en el artículo 119.2 LPAC sobre la posibilidad de ordenar
la nulidad de actuaciones y la consiguiente retroacción del
procedimiento en el supuesto de que se aprecie la existencia de un
vicio de forma y no se estime procedente resolver sobre el fondo,
regla que es aquí, y sólo aquí, en el marco de un recurso jerárquico,
donde tiene sentido.
El plazo para resolver y notificar es, como ya sabemos, de tres meses,
transcurridos los cuales sin que recaiga resolución el recurso puede
entenderse desestimado. Esta regla general sólo cede en el caso
previsto en el artículo 24.1 LPAC (art. 122.2), esto es, en el supuesto
de que el recurso se haya interpuesto contra la desestimación presunta
de una solicitud. En este caso, el transcurso del plazo de tres meses
para resolver el recurso ordinario sin que recaiga resolución expresa
del mismo permitirá entender que dicho recurso ha sido estimado.
V. EL RECURSO DE REPOSICIÓN
Su objeto son los actos que ponen fin a la vía administrativa (art. 123
LPAC) y se interpone ante y se resuelve por el propio órgano que
dictó aquéllos, al que, en definitiva, se pide que reconsidere su
primera decisión.
Esto supuesto, es claro que su efectividad no puede ser muy grande,
pese a lo cual una elemental prudencia aconseja su mantenimiento,
con el carácter potestativo que le da el artículo 123 LPAC, que deja,
en consecuencia, a discreción del interesado la utilización del mismo
o el acceso directo a la vía contencioso-administrativa.
El régimen del recurso es semejante al del recurso de alzada y, al
igual que éste, el plazo para interponerlo es de un mes, si el acto
recurrido fuera expreso. Si no lo fuera, el plazo quedaría abierto y el
recurso podría interponerse en cualquier momento a partir del día
siguiente a aquel en que se haya producido el silencio administrativo
(art. 124.1, párrafo segundo, LPAC).
El plazo para dictar y notificar la resolución del recurso es de un mes
743
(art. 124.2).
Dada esta sustancial identidad de régimen de los recursos de alzada y
reposición la solución más lógica sería refundirlos en un solo recurso
administrativo ordinario que, por las razones expuestas más atrás
debería tener siempre carácter facultativo.
De este régimen general del recurso de reposición difieren las
variantes de dicho recurso que se registran en el ámbito tributario.
Como más adelante veremos, el artículo 222 LGT regula con ese
mismo nombre un recurso, también de carácter facultativo, pero de
carácter previo a la vía económico-administrativa. La LHL, Texto
Refundido de 2004, regula también, como ya notamos, un recurso de
reposición cuya interposición es presupuesto necesario para agotar la
vía administrativa y acceder a la jurisdiccional contencioso-
administrativa contra los actos dictados por las Entidades locales en
vía de gestión de sus tributos propios y de sus restantes ingresos de
Derecho Público, que en este ámbito suple a la vía económico-
administrativa.
VI. EL RECURSO EXTRAORDINARIO DE REVISIÓN
Los artículos 125 y 126 LPAC regulan con carácter general un
recurso de revisión que, como ha puesto de relieve J. A. SANTAMARÍA,
viene a ser heredero de los viejos recursos de nulidad y revisión
establecidos por algunos Reglamentos de Procedimiento
Administrativo al amparo de la Ley Azcárate de 1889 y participa, por
lo tanto, de su característica ambigüedad. Configurado con carácter
extraordinario, en la medida en que sólo procede en los concretos
supuestos previstos por la Ley y en base a motivos igualmente
tasados por ella (de lo que la doctrina jurisprudencial se ha erigido en
celosa guardiana: vid., por ejemplo, las Sentencias de 10 de
noviembre de 1959, 24 de mayo de 1968, 15 de febrero de 1969, 16
de abril y 21 de octubre de 1970, 30 de abril de 1974, 18 de febrero
de 1977 y 18 de julio de 1986), constituye, en principio, más que un
recurso propiamente dicho, un remedio excepcional frente a ciertos
actos que han ganado firmeza, pero de cuya legalidad se duda en base
a datos o acaecimientos sobrevenidos con posterioridad al momento
744
en que fueron dictados.
El recurso de revisión se articula, pues, exclusivamente en torno a
estos nuevos hechos que constituyen, a su vez, los únicos motivos
esgrimibles en contra del acto recurrido. Tales motivos son cuatro,
según el artículo 125 LPAC: manifiesto error de hecho que resulte de
los propios documentos incorporados al expediente; aparición de
documentos de valor esencial para la resolución que, aunque sean
posteriores, evidencien el error de la misma; que en ésta hayan
influido esencialmente documentos y testimonios declarados falsos
por sentencia judicial firme, o que la resolución se hubiese dictado en
virtud de prevaricación, cohecho, violencia, maquinación fraudulenta
u otra conducta punible y se haya declarado así en virtud de sentencia
judicial firme.
La simple contemplación de estos cuatro motivos pone de manifiesto
de inmediato la falta de rigor técnico de que adolece la actual
configuración del recurso, que, en su conjunto, constituye una
duplicación innecesaria de la acción de nulidad consagrada en el
artículo 106 LPAC, como es fácil demostrar.
Por lo pronto, es evidente que los cuatro motivos de revisión son
absolutamente heterogéneos entre sí. El primero –error de hecho– es
un típico supuesto de casación, ya que se trata de un vicio intrínseco
de la resolución (así lo estima, en efecto, la jurisprudencia, según la
cual es necesario que el error «verse sobre un hecho, cosa o suceso, es
decir que se refiera a una realidad independiente de toda opinión,
criterio particular o calificación, debiendo poseer las notas de ser
evidente e indiscutible y manifiesto»: Sentencias de 29 de octubre de
1993, 16 de enero de 1995 y 28 de mayo de 2001), lo que, en
términos técnicos, nos sitúa claramente ante un caso de nulidad
absoluta por incompetencia manifiesta del órgano actuante, ya que el
error afecta a los presupuestos fácticos determinantes del ejercicio
lícito de la competencia de dicho órgano (vid. sobre ello lo que ha
quedado expuesto en el capítulo XI).
El segundo motivo, en cambio, es un supuesto claro de revisión
propiamente dicho, en cuanto vicio extrínseco, exterior a la
resolución misma. La construcción tradicional de este segundo
supuesto tomaba en consideración exclusivamente los documentos
anteriores a la resolución aparecidos con posterioridad a ésta, lo que
745
dejaba sin amparo los errores de derecho acreditados por documentos
posteriores a ella, incluso cuando tales errores resultaban demostrados
por una Sentencia firme (así, por ejemplo, la Sentencia de 21 de mayo
de 1975 rechazó un recurso de revisión por estimar que una Sentencia
posterior al acto recurrido que califica de laboral una relación antes
tenida por mercantil no es ni documento ignorado –por ser posterior–,
ni error de hecho –sino de calificación jurídica–). El artículo 125.1.b)
alude ahora expresamente a los documentos posteriores a la
resolución recurrida que evidencien el error padecido por ésta. En
cualquier caso, parece claro que este segundo caso de revisión, aun
con todas las cautelas propias de una acción excepcional como es la
de nulidad de pleno derecho, no sería imposible reconducirlo a esta
última categoría, supuesto el carácter esencial del error y su decisiva
incidencia en los presupuestos jurídicos determinantes de la
existencia misma de la potestad (despido por la Administración sin
expediente alguno de un empleado suyo por estimarlo sujeto a la
legislación laboral y sentencia firme posterior declarando que los
empleados que se encuentren en la misma situación deben ser
considerados a todos los efectos funcionarios públicos stricto sensu,
por ejemplo).
En los dos últimos motivos relacionados en el artículo 125 LPAC la
cuestión no ofrece la más mínima duda, ya que en ellos hay implicado
un delito, lo que, con arreglo a lo dispuesto en el artículo 47.1. d)
LPAC, determina la nulidad de pleno derecho del acto administrativo
afectado.
Parece, pues, evidente que en nuestro Derecho vigente la acción de
nulidad y el recurso de revisión se solapan, contribuyendo a crear una
situación de confusión que, lejos de duplicar la garantía del
administrado, revierte en una limitación de sus posibilidades reales de
defensa al haber determinado en la práctica un empobrecimiento
notorio de la acción de nulidad (no sometida, como ya sabemos, a
límites temporales en cuanto a su ejercicio), cuya comprensión
adecuada en la línea argumental que en su momento desarrollamos
(vid. capítulo XI) permitiría cubrir más ampliamente los supuestos a
los que el artículo 125 LPAC pretende dotar de protección, desde una
perspectiva técnica mucho más nítida y precisa. Así resulta, por lo
demás, con toda claridad de lo dispuesto en el artículo 125.3 LPAC,
según el cual «lo establecido en el presente artículo no perjudica el
746
derecho de los interesados a formular la solicitud y la instancia a que
se refieren los artículos 106 y 109.2 de la presente Ley, ni su derecho
a que las mismas se sustancien y resuelvan». Resulta sorprendente en
extremo que el legislador de la LPAC, siendo consciente como lo es
de este solapamiento, haya venido a consagrarlo.
Con independencia de estos equívocos conceptuales, que la LPAC no
ha acertado a depurar, hay que llamar la atención sobre la parquedad
de la regulación que ésta dedica a tan ambigua figura. La Ley se
limita, en efecto, a precisar los plazos dentro de los cuales ha de
interponerse el recurso (cuatro años desde que se dictó el acto
recurrido si el motivo indicado es el error de hecho y tres meses en
los demás casos a contar del descubrimiento de los documentos o
desde la firmeza de la sentencia judicial: art. 125.2 LPAC), así como
el plazo del que la Administración dispone para resolverlo (tres meses
también), cuyo transcurso sin que recaiga la correspondiente
resolución permite entenderlo desestimado y deja expedita la vía
jurisdiccional contencioso-administrativa (art. 126.3 LPAC),
indicando sólo que el órgano al que corresponda conocer del mismo
«debe pronunciarse no sólo sobre la procedencia del recurso, sino
también, en su caso, sobre el fondo de la cuestión resuelta por el acto
recurrido» (art. 126.2), lo cual es razonable.
La LPA atribuyó expresamente al Ministro la competencia para
resolver el recurso extraordinario de revisión, lo cual planteaba no
pocos problemas, no sólo en el caso de la Administración Local, sino
también en el seno de la propia Administración del Estado.
La revisión en vía de recurso de los acuerdos del Jurado de
Expropiación ha venido siendo, sin duda, el caso más problemático,
ya que el Jurado es un órgano ad hoc, no inserto en la línea
jerárquica, cuyas resoluciones ponen fin a la vía administrativa según
el artículo 35.2 LEF, lo que excluye cualquier intervención
ministerial en las mismas. Dada su singular posición, el Consejo de
Estado estimó finalmente que los recursos de revisión contra sus
resoluciones deberían interponerse ante el propio Jurado y resolverse
por éste, solución que hay que juzgar acertada (vid. los atinados y
meticulosos razonamientos al respecto que se contienen en la
Memoria del Alto Cuerpo consultivo de 1989; en el mismo sentido,
LAVILLA ALSINA ).
747
La LPC de 1992, tras su modificación en 1999, optó por generalizar
esta solución al establecer que el recurso podrá interponerse «ante el
órgano administrativo que dictó el acto objeto del mismo, que
también será el competente para su resolución» (art. 118.1). Esta es
también la solución del artículo 125.1 de la actual LPAC, lo que
liquida el problema planteado por la regulación precedente.
La resolución, expresa o presunta, del recurso es impugnable, por
supuesto, en la vía contencioso-administrativa en todo caso, pero,
como dice la Sentencia de 30 de abril de 1974, «sólo en cuanto a
través de ella se hubieran podido infringir las específicas normas que
el ordenamiento jurídico recoge para su fundamentación», con lo cual
se quiere subrayar la inviabilidad de cualquier intento de suscitar con
este pretexto un nuevo examen de la totalidad de los problemas
planteados por el acto originario (Sentencias de 10 de noviembre de
1959, 31 de enero y 30 de diciembre de 1961, 24 de mayo de 1968,
15 de febrero de 1969, 16 de abril y 21 de octubre de 1970, 6 de junio
de 1977, etc.; esta última es explícita al respecto cuando afirma que
no es lícito, «como ya dijo este Tribunal en Sentencia de 21 de
octubre de 1970, al socaire de un recurso jurisdiccional entablado
contra aquel extraordinario de revisión, pueda insistirse en materias
que son propias de los recursos ordinarios»).
El artículo 22.9 LOCE exige con carácter preceptivo el dictamen del
Consejo de Estado para resolver el recurso. No obstante, el artículo
126 LPAC permite al órgano competente para resolverlo acordar
motivadamente su inadmisión, sin necesidad de recabar dictamen del
órgano consultivo cuando el recurso no se funde en alguna de las
causas previstas en el artículo 125.1 o en el supuesto de que se hayan
desestimado en cuanto al fondo otros recursos sustancialmente
idénticos, siguiendo el mismo criterio que el artículo 103.3 LPAC
utiliza en relación a la revisión de oficio de los actos nulos de pleno
derecho.
Importa, finalmente, resaltar que la reforma de 1999 introdujo una
rectificación muy importante en lo que venía siendo la regulación
tradicional de este recurso, que siempre tuvo como presupuesto la
firmeza alcanzada por los actos administrativos objeto del mismo,
firmeza que se venía entendiendo en términos absolutos, esto es,
como imposibilidad de impugnación mediante cualquier otro recurso,
748
ordinario o extraordinario, administrativo o jurisdiccional. En efecto,
la nueva redacción dada por la Ley de 13 de enero de 1999 el artículo
118.1 LPC/92, siguiendo una sugerencia del Consejo de Estado,
refirió el recurso administrativo de revisión a «los actos firmes en vía
administrativa», esto es, a los que ya no puedan ser objeto de ningún
otro recurso en esta vía, lo que viene a plantear el problema de la
eventual simultaneidad del recurso contencioso-administrativo y del
recurso administrativo extraordinario de revisión contra ese mismo
acto, que podría producirse con toda facilidad supuesto que la
interposición del recurso contencioso-administrativo no significa que
el acto administrativo objeto del mismo no haya quedado firme en la
vía administrativa. Esta simultaneidad tiene que ser negada
radicalmente con carácter general, pues no tiene el menor sentido, ni
la más mínima justificación institucional que estando ya sub iudice el
acto administrativo y sometido, por lo tanto, al escrutinio de los
Tribunales de la jurisdicción, se abra una nueva vía de impugnación
contra el mismo so pretexto de la aparición de nuevos motivos que
puedan afectar a su legalidad y que, de aparecer, no hay obstáculo
alguno que impida integrarlos en el debate jurisdiccional ya en curso.
La puntualización sobre la firmeza en vía administrativa de los actos
objeto del recurso de revisión que, que ha pasado al artículo 125 de la
actual LPAC, no parece, pues, afortunada en la medida en que viene a
proyectar una nueva sombra sobre una figura que ya de por sí plantea
muchos y graves problemas en plano dogmático y resuelve muy
pocos en el orden práctico.
Resta ya simplemente notar que si el acto administrativo contra el que
pretende interponerse el recurso administrativo extraordinario de
revisión hubiere sido ya objeto de una Sentencia firme en la vía
contencioso-administrativa, habrá de ser a través del recurso de
revisión regulado en la LJ contra dicha Sentencia como habrá de
intentarse en todo caso la revisión de dicho acto. La jurisprudencia es
absolutamente concluyente en este sentido (vid. la Sentencia de 26 de
noviembre de 1973, que confirma otras anteriores).
VII. PROCEDIMIENTOS ALTERNATIVOS DE IMPUGNACIÓN
O RECLAMACIÓN
749
El artículo 112.2 LPAC prevé que «las Leyes podrán sustituir el
recurso de alzada, en supuestos o ámbitos sectoriales determinados, y
cuando la especificidad de la materia así lo justifique, por otros
procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación,
mediación y arbitraje, ante órganos colegiados o comisiones
específicas no sometidas a instrucciones jerárquicas, con respeto a los
principios, garantías y plazos que la presente Ley reconoce a los
ciudadanos y a los interesados en todo procedimiento
administrativo». Y lo mismo en el caso del recurso de reposición.
El precepto transcrito es una novedad introducida por la LPC de
1992, que parece haberse inspirado en las experiencias, no muy
brillantes por cierto, del campo laboral, como permite suponer el
empleo de los términos conciliación, mediación y arbitraje.
La fórmula está escasamente perfilada en el precepto citado, que deja
muy claro que han de ser otras normas, con rango de Ley además, las
que diseñen en concreto estos procedimientos alternativos de
impugnación o reclamación y concreten, en consecuencia, lo que en
él se enuncia como una mera posibilidad. Esas Leyes especiales
habrán de respetar en todo caso, según se precisa, los principios,
garantías y plazos establecidos con carácter general por la LPAC,
aunque la previsión en cuestión es vana, ya que, dada la identidad de
rango, nada puede impedir que aquéllas excepcionen a éstas. Sólo en
relación a las posibles Leyes autonómicas podría tener, pues, alguna
efectividad la aludida cautela.
La resolución que pueda dictarse en estos procedimientos alternativos
tendrá en todo caso idéntico valor y efectos que la de los recursos
ordinarios a los que sustituyen y, como ésta, pondrá fin a la vía
administrativa dejando expedita la jurisdiccional contencioso-
administrativa.
El inciso final del artículo 112.2 LPAC es de difícil inteligencia.
Según dicha norma, «la aplicación de estos procedimientos en el
ámbito de la Administración Local no podrá suponer
desconocimiento de las facultades resolutorias reconocidas a los
órganos representativos electos establecidos por la Ley». Aunque no
se comprende bien la ratio del precepto, parece que los órganos
colegiados o comisiones específicas que puedan establecerse por las
Leyes para resolver estos procedimientos alternativos en el ámbito
750
local habrán de limitarse a formular meras propuestas de resolución y
a elevar éstas a la ulterior decisión de los órganos representativos de
cada Corporación, órganos que son expresión del principio
democrático.
La novedad sigue prácticamente inédita, ya que el Gobierno dejó
incumplido el encargo que en este sentido le hizo la disposición
adicional segunda de la Ley de reforma de 13 de enero de 1999 de
remitir a las Cortes Generales en el plazo de dieciocho meses el
proyecto o proyectos de Ley necesarios para regular estos nuevos
procedimientos y la novísima LPAC tampoco ha hecho al respecto.
VIII. LA ESPECIALIDAD DE LA VÍA DE RECURSO EN
MATERIA FISCAL. LAS RECLAMACIONES ECONÓMICO-
ADMINISTRATIVAS
1. CONSIDERACIONES GENERALES
La difícil situación de la Hacienda a lo largo del siglo XIX ha sido el
caldo de cultivo en el que han surgido no pocas técnicas jurídico-
administrativas que, una vez generalizadas, contemplamos hoy con
absoluta naturalidad y a veces, incluso, sin sombra alguna de
inquietud. El privilegio de inembargabilidad, el polémico principio
del solve et repete, la reclamación gubernativa previa a la vía judicial
civil, la propia prohibición de interdictos e, incluso, la generalización
misma del privilegio de decisión ejecutoria tienen, en efecto, mucho
que ver en su origen con las dificultades financieras del Estado, en las
que éste ha encontrado siempre una justificación y una salida.
La Hacienda pública es y ha sido siempre por ello fuente de
especialidades, desde los orígenes mismos de nuestro sistema
constitucional (la propia Constitución de Cádiz, tan radical en su
propósito de implantar la unidad de fueros, hubo de exceptuar
momentáneamente de dicho principio los viejos Juzgados de la
Hacienda Pública; vid. art. 278). No tiene nada de extraño, por lo
tanto, que la legislación contemporánea e, incluso, la novísima LPAC
(vid. disposición adicional primera, 2.a) hayan aceptado en este
751
campo un sistema especial de recursos y garantías, fraguado a lo largo
del siglo pasado y que cuenta por ello con una sólida tradición y no
pocas justificaciones.
Junto a la vía administrativa de recurso que acabamos de estudiar hay
que situar, por consiguiente, la llamada vía económico-administrativa,
que, al igual que aquélla, tiene carácter previo a la vía jurisdiccional
propiamente dicha, con la que, en ningún caso, debe confundirse.
La vía económico-administrativa, forma especial de la vía
administrativa previa en materia fiscal, surgió por vez primera con la
Ley Camacho de 31 de diciembre de 1881 y su Reglamento del 31 del
mismo mes y año (modificados luego por la Ley de 24 de junio de
1885) en un intento de agilizar la resolución de los veinte mil
expedientes, que, según el preámbulo de dicha Ley, dormían el sueño
de los justos en el Ministerio de Hacienda. Un Reglamento de 15 de
abril de 1890, dictado, precisamente, al amparo de la Ley Azcárate de
1889, inició la que luego sería característica definitoria del sistema, es
decir, la distinción entre actos de gestión y resolución de
reclamaciones. Sobre esta base es como se crean por Real Decreto-ley
de 16 de junio de 1924 los actuales Tribunales Económico-
Administrativos, órganos de la Administración (no obstante su
indebido nombre de Tribunales) a quienes se encomienda como tarea
única la resolución de esta clase de reclamaciones o recursos, a través
del procedimiento regulado en el Reglamento de 29 de junio de 1924.
Esta situación permaneció sin alteraciones esenciales hasta la
promulgación de la LPA, cuya disposición final tercera aceptó la
especialidad limitándose simplemente a encomendar a la Presidencia
del Gobierno y al Ministerio de Hacienda la elaboración de un nuevo
Reglamento de procedimiento para las reclamaciones económico-
administrativas ajustado a los principios generales de la nueva Ley,
Reglamento que fue aprobado por Decreto de 26 de noviembre de
1959.
La reforma tributaria de 1957 y sus disposiciones complementarias, al
implantar el sistema de evaluaciones globales y convenios en materia
tributaria y al situar junto a la fórmula tradicional de estimación
individual y directa de las bases imponibles las técnicas de estimación
objetiva, dieron lugar a la creación de un complejo cuadro de
reclamaciones y recursos, configurados como previos a la vía
752
económico-administrativa propiamente dicha, que la LGT de 28 de
diciembre de 1963 no acertó a racionalizar y que por ello se mantuvo
hasta que por Ley 34/1980, de 21 de junio, sobre reforma del
procedimiento tributario, se acordó su reconducción al sistema
general atribuyendo su conocimiento en todo caso a los Tribunales
Económico-Administrativos.
Ese mismo año 1980 se promulgó una nueva regulación del
procedimiento económico-administrativo (Ley de Bases de 5 de julio,
articulada por Real Decreto Legislativo de 12 de diciembre) que, con
diversos ajustes, ha estado vigente hasta la LGT de 17 de diciembre
de 2003, en la que se contiene la regulación aplicable a las
reclamaciones interpuestas con posterioridad al 1 de julio de 2004. El
Real Decreto 520/2005, de 13 de mayo, ha aprobado el Reglamento
de la LGT en materia de revisión en vía administrativa, cuyos Títulos
III y IV regulan, respectivamente, el recurso de reposición y las
reclamaciones económico-administrativas. A continuación
expondremos muy sumariamente los principios generales del sistema,
al solo fin de poner de manifiesto las diferencias que le separan del
ordinario, ya que su estudio pormenorizado corresponde al Derecho
Financiero y Tributario.
2. EL PRINCIPIO DE SEPARACIÓN ENTRE LA ACTIVIDAD DE
GESTIÓN Y LA ACTIVIDAD DE RESOLUCIÓN. LOS TRIBUNALES
ECONÓMICO-ADMINISTRATIVOS: SU NATURALEZA
Como ya hemos subrayado más atrás, el principio básico en torno al
cual se articuló la vía económico-administrativa en su configuración
tradicional es el de separación entre la actividad de gestión y la
actividad de resolución de recursos. El artículo 83.2 LGT enuncia hoy
el principio en los siguientes términos: «Las funciones de la
aplicación de los tributos se ejercerán de forma separada a la de
resolución de las reclamaciones económico-administrativas que se
interpongan contra los actos dictados por la Administración
tributaria».
En obligado respeto a este principio la nueva LGT ha excluido de la
vía económico-administrativa al Ministro de Hacienda (y al
753
Secretario de Estado de Hacienda), órgano de gestión al fin y al cabo,
cuyas resoluciones ultiman ahora la vía administrativa y son
recurribles sin más en la jurisdicción contencioso-administrativa (art.
227.5.b).
El conocimiento y resolución de las cuestiones relativas a la materia
económico-administrativa, cuyo ámbito precisaremos luego, quedan
encomendados a una clase especial de órganos insertos en la
Administración del Estado y constituidos por funcionarios de ésta,
que tradicionalmente se designan con el equívoco nombre de
Tribunales Económico-Administrativos: un Tribunal Central y
Tribunales Regionales (de ámbito territorial coincidente con el de las
Comunidades Autónomas y con Salas desconcentradas en las
ciudades más importantes de cada una de ellas: vid. art. 28 del Real
Decreto 520/2005, de 13 de mayo) y Locales (Ceuta y Melilla).
Los referidos Tribunales son, pues, órganos administrativos en
sentido estricto, si bien especializados en esta única función de
conocer y resolver las reclamaciones económico-administrativas, lo
cual les dota de una cierta independencia en la medida en que no
están insertos en la organización administrativa a través de vínculos
jerárquicos («actuarán con independencia funcional en el ejercicio de
sus competencias», dice el artículo 228.1 LGT). La inexistencia de
vínculos de este tipo y la especialización de su función, resultado de
su separación de los órganos gestores, ha facilitado, sin duda, la
«jurisdiccionalización» del procedimiento, pero ni esta semejanza con
los moldes procesales, ni la denominación de Tribunales que
tradicionalmente se da a estos órganos, autoriza a calificar la vía
económico-administrativa como una verdadera jurisdicción.
Las reclamaciones económico-administrativas son, pues, verdaderos
recursos administrativos, aunque de carácter especial; los Tribunales
Económico-Administrativos, verdaderos órganos de la
Administración; sus miembros, verdaderos funcionarios y no jueces;
sus resoluciones, actos administrativos puros y simples, impugnables
en último término, como todos los demás, a través del recurso
contencioso-administrativo.
La vía económico-administrativa no es otra cosa, por lo tanto, que
una réplica de la vía administrativa ordinaria y, al igual que ésta, un
presupuesto de impugnación jurisdiccional. Es preciso apurarla
754
previamente para poder acudir a la vía contencioso-administrativa,
que es la única jurisdicción a la que se encomienda el control judicial
de la actividad administrativa de los entes públicos en todas sus
esferas y manifestaciones.
3. LA MATERIA ECONÓMICO-ADMINISTRATIVA. ACTOS
IMPUGNABLES
Lo económico-administrativo abarca no sólo la materia tributaria
(estatal), sino también otra serie de materias, más o menos afines, del
ramo de Hacienda, en su doble vertiente de ingresos y pagos a favor o
a cargo del Tesoro. Esa doble vertiente tiene en la LGT una
regulación coincidente, aunque formalmente separada por razones
sistemáticas: en los artículos 226 y siguientes se regula la vertiente
tributaria y en la disposición adicional undécima de la Ley la no
tributaria.
La materia económico-administrativa tributaria comprende, según el
artículo 226 de la Ley, la aplicación de los tributos y la imposición de
sanciones por la Administración General del Estado y sus entidades
de derecho público, así como la de los tributos estatales cedidos a las
Comunidades Autónomas y la de los recargos establecidos por éstas
sobre los tributos estatales y las sanciones correspondientes a aquéllos
y éstos, más cualesquiera otras cuestiones que un precepto legal
expreso pueda eventualmente añadir.
Quedan, pues, fuera de este ámbito tanto la tributación autonómica
propiamente dicha, como la local (con excepción en este último caso
de los actos de la Administración del Estado que inciden en la gestión
de los tributos locales, como los relativos a la elaboración de los
valores catastrales por el Centro de Gestión Catastral y Cooperación
Tributaria o de la matrícula del Impuesto de Actividades
Económicas), en ambos casos en obsequio, probablemente excesivo,
al principio de autonomía, que, en rigor, no imponía tan radical
consecuencia, puesto que, como declaró la Sentencia constitucional
de 2 de febrero de 1981, dicho principio «es compatible con la
existencia de un control de legalidad sobre el ejercicio de las
competencias».
755
La nueva Ley de Medidas para la Modernización del Régimen Local
de 16 de diciembre de 2003 ha cubierto parcialmente el vacío
organizando un sistema propio de reclamaciones económico-
administrativas en el ámbito local al que aludiremos más adelante.
La vertiente no tributaria de la materia económico-administrativa
comprende, según la disposición adicional undécima de la LGT, los
actos recaudatorios de la Agencia Estatal de Administración
Tributaria relativos a ingresos de derecho público de la
Administración General del Estado y sus entidades de derecho
público o relativos a dichos ingresos, tributarios y no tributarios, de
otra Administración pública, el reconocimiento o la liquidación por
autoridades y organismos de los Ministerios de Hacienda y de
Economía de obligaciones del Tesoro y operaciones de pago con
cargo a éste, y el reconocimiento y pago de pensiones y derechos
pasivos que sea competencia del Ministerio de Hacienda.
Conviene destacar finalmente que, a diferencia de lo que ocurre en la
vía administrativa ordinaria, en la que sólo son impugnables los actos
definitivos y los de trámite que impidan continuar el procedimiento o
produzcan indefensión (art. 112 LPAC), en la vía económico-
administrativa es posible también la impugnación de ciertos actos
provisionales y de trámite (liquidaciones provisionales,
comprobaciones de valores, determinaciones del régimen tributario
aplicable: art. 227.2), así como de los propios actos de ejecución [art.
227.2. g): los actos dictados en el procedimiento de recaudación] e,
incluso, actos y omisiones de los particulares (las relativas a las
obligaciones de repercutir o soportar la repercusión, de practicar y
soportar retenciones o ingresos a cuenta, de expedir, entregar y
rectificar facturas, etc.: art. 227.4).
En cambio, no son recurribles en la vía económico-administrativa las
disposiciones reglamentarias, aun en el supuesto de que versen sobre
las materias enunciadas. La vía económico-administrativa procede
sólo contra los actos administrativos de gestión, nunca contra los
Reglamentos, cuyo régimen de impugnación en todo caso es el
general que ya conocemos (Sentencia de 12 de noviembre de 1968).
4. EL PROCEDIMIENTO EN LA VÍA ECONÓMICO-
756
ADMINISTRATIVA
La LGT sigue con bastante fidelidad los principios generales
consagrados por la Legislación reguladora del procedimiento
administrativo. Por esa razón nos limitaremos aquí a dar cuenta de las
especialidades más notables, tanto en lo que atañe a la tramitación de
las reclamaciones económico-administrativas propiamente dichas,
como en lo que se refiere a los recursos previos que condicionan, de
un modo u otro, su planteamiento y resolución.
A. La extensión de la revisión en vía económico-administrativa
El artículo 237 LGT precisa, como ya lo hiciera el artículo 1 del Real
Decreto Legislativo de 12 de diciembre de 1980, que «las
reclamaciones y recursos económico-administrativos someten a
conocimiento del órgano competente para su resolución todas las
cuestiones de hecho y de derecho que ofrezca el expediente hayan
sido o no planteadas por los interesados». El principio de congruencia
tiene aquí, por lo tanto, una vigencia limitada, por lo que el precepto
se ve obligado a añadir, como lo hace el artículo 113 LPC al referirse
a los recursos administrativos, dos precisiones: en primer lugar, que
en el supuesto de que el órgano competente para resolver la
reclamación decida abordar cuestiones no planteadas por los
interesados habrá de dar a éstos la oportunidad de formular
alegaciones sobre dichas cuestiones para satisfacer las ineludibles
exigencias del principio de contradicción y, en segundo lugar, que en
estos casos la resolución que finalmente se dicte no podrá empeorar
nunca la situación inicial del reclamante.
Que la revisión alcance también a los hechos y no sólo al derecho
significa que en la vía económico-administrativa la prueba de
aquéllos no está sujeta a priori a ningún tipo de limitaciones en
cuanto a los medios a emplear y en cuanto a la valoración del
resultado de su práctica, cuestiones ambas que el artículo 106.1 LGT
remite a lo dispuesto con carácter general en el CC y en la LEC. El
artículo 236 LGT refleja, sin embargo, una cierta laxitud al respecto,
puesto que, si bien afirma que «no cabrá denegar la práctica de
757
pruebas relativas a hechos relevantes», admite a continuación que la
resolución que ponga fin a la reclamación prescinda de examinar las
pruebas que considere pertinentes, limitándose en tal caso a enumerar
simplemente éstas y a decidir sobre las no practicadas.
B. El recurso de reposición previo a la vía contencioso-administrativa
El artículo 222 LGT ha ratificado la posibilidad de utilizar en esta
materia un recurso de reposición de carácter potestativo con carácter
previo a la reclamación económico-administrativa.
El plazo para su interposición es un mes contado a partir del día
siguiente al de la notificación del acto recurrible o de aquel en que
pueda entenderse producido el silencio administrativo (art. 223). El
recurso ha de interponerse ante el órgano que dictó el acto recurrido,
que habrá de notificar su resolución en el plazo de un mes contado
desde el día siguiente al de la presentación del recurso, que en otro
caso podrá considerarse desestimado (art. 225).
La interposición del recurso suspende automáticamente y sin
necesidad de aportación de garantías la ejecución de las sanciones
tributarias objeto del mismo. Fuera de este supuesto y de los casos en
que se aprecie la existencia de error aritmético, material o de hecho la
suspensión requiere garantizar el importe del acto recurrido, los
intereses de demora que genere la suspensión y los recargos que
pudieran proceder en el momento en que se solicita ésta mediante
depósito en dinero o valores públicos, aval bancario o fianza personal
y solidaria de otros contribuyentes de reconocida solvencia (art. 224).
C. Los recursos económico-administrativos propiamente dichos
a. La jurisdiccionalización del procedimiento y el sistema de doble
instancia
Perfilado ya el ámbito de la materia económico-administrativa, los
758
principios que orientan la configuración de esta forma especial de la
vía administrativa previa, la naturaleza de los órganos administrativos
llamados a conocer de las reclamaciones y el carácter de éstas como
verdaderos recursos administrativos especiales, sólo resta hacer una
referencia a la mecánica procedimental y ello en la medida,
exclusivamente, en que dicha mecánica difiere de la establecida con
carácter general.
La primera observación que hay que formular en esta línea es la
«jurisdiccionalización» del procedimiento, que, en buena parte, está
calcado sobre el modelo del proceso contencioso-administrativo. La
nueva LGT ha atenuado notablemente, sin embargo, esta similitud,
que antes era muy acusada.
A imagen y semejanza de la vía jurisdiccional, la económico-
administrativa se estructura en dos niveles: Tribunales Regionales (o
Locales) y Tribunal Central. El reparto entre ambos se realiza en
función de dos criterios: la jerarquía de los órganos de los que
proceden los actos contra los que se reclama (el Tribunal Central
conoce las reclamaciones que se interponen contra las resoluciones de
los órganos, centrales o autonómicos, superiores y aquéllas en las que
deba oírse o se haya oído al Consejo de Estado) y la cuantía (150.000
euros o 1.800.000 euros, si se trata de fijación de valores o de bases
imponibles: artículo 36 del Reglamento aprobado por Real Decreto
520/2005, de 13 de mayo). De ésta depende, por otra parte, la
existencia o no de alzada ante el Tribunal Central contra las
decisiones de los Tribunales Regionales o Locales. El artículo 229.4
permite, no obstante, ahorrar la primera instancia y acudir
directamente ante el Tribunal Central cuando el asunto supera los
límites cuantitativos indicados.
Las resoluciones del Tribunal Central, en todo caso, y las de los
Tribunales Regionales (o Locales) en asuntos de cuantía inferior a las
cifras indicadas, agotan la vía económico-administrativa y dejan
expedita la jurisdiccional contencioso-administrativa.
La «jurisdiccionalización» es, también, advertible en lo que se refiere
a la tramitación de las reclamaciones, que sigue de cerca el esquema
de la LJ. Estas se formulan en primera instancia mediante un simple
escrito de interposición, que hay que presentar en el plazo de un mes
a contar desde la notificación del acto recurrido ante el órgano que
759
haya dictado éste; dicho órgano ha de remitir el escrito junto con el
expediente y su propio informe en el plazo de un mes al Tribunal
competente, que pondrá todo ello de manifiesto al interesado para
alegaciones; a continuación puede abrirse un período de prueba si hay
contradicción en cuanto a los hechos, tras de lo cual se resuelve sin
más la reclamación. La Ley permite también que en el escrito de
interposición se formulen ya las alegaciones pertinentes, en cuyo caso
el órgano de gestión puede anular total o parcialmente su propio acto
antes de remitir el expediente al Tribunal (art. 235.3).
La duración del procedimiento en cualquiera de sus instancias será de
un año, transcurrido el cual el interesado podrá considerar
desestimada su reclamación a los efectos de interponer el recurso
procedente (art. 240). En segunda instancia [recurso de alzada contra
las resoluciones de los Tribunales Regionales (o Locales)] el
procedimiento es semejante, sin más diferencias que el carácter del
escrito inicial que, en este caso, es un escrito de alegaciones
propiamente dicho.
b. La especialidad del sistema en orden a la legitimación, suspensión y
resolución
Conviene, finalmente, hacer referencia a algunos puntos concretos en
que la regulación de la vía económico-administrativa se aparta más
acusadamente de la normativa general de la administrativa ordinaria.
El primero de ellos es el de la legitimación para recurrir. El artículo
232 LGT la reconoce, por supuesto, a los particulares que ostenten un
interés directo, lo cual es conforme con la regla general que ya
conocemos. La nueva LGT ha corregido en este punto la regulación
anterior que consideraba legitimados también al Interventor General
del Estado y sus delegados en las materias propias de su función
fiscalizadora. Sin embargo, sigue permitiendo (art. 241) recurrir en
alzada contra las resoluciones de los Tribunales Regionales y Locales,
a los Directores Generales del Ministerio de Economía y Hacienda, a
los Directores de Departamento de la Agencia Estatal de
Administración Tributaria, así como a los órganos superiores de las
Comunidades Autónomas.
760
El segundo aspecto a considerar aquí es el de la suspensión de los
actos recurridos. La reclamación económico-administrativa no
suspende de suyo la ejecución del acto impugnado, no obstante lo
cual la ejecución se suspenderá automáticamente a solicitud del
interesado cuando se aporte garantía bastante y, excepcionalmente,
cuando el Tribunal que conozca de la reclamación considere que la
ejecución pudiera causar perjuicios de imposible o difícil reparación.
La suspensión puede acordarse igualmente por el Tribunal sin
necesidad de garantía cuando aprecie que hubiera podido incurrirse
en error aritmético. Si el objeto de la impugnación son sanciones
tributarias, la suspensión es también automática, aun sin prestación de
garantías (art. 233).
En cuanto a la resolución, rige en la vía económico-administrativa el
principio de resolución inexcusable, formulado en términos
particularmente rigurosos. El artículo 239.1 establece que «los
Tribunales Económico-Administrativos no podrán abstenerse de
resolver ninguna reclamación sometida a su conocimiento, ni aun a
pretexto de duda racional o deficiencia en los preceptos legales».
La resolución expresa decidirá –dice el artículo 239.2– todas las
cuestiones planteadas por los interesados y cuantas el expediente
suscite, hayan sido o no promovidas por aquéllos, precepto paralelo al
artículo 119.3 LPAC, sobre cuyo concreto alcance ya se hicieron más
atrás las indicaciones oportunas.
5. LA VÍA ECONÓMICO-ADMINISTRATIVA EN LA ESFERA LOCAL
Como ya quedó apuntado más atrás, la Ley de Medidas para la
Modernización del Régimen Local de 16 de diciembre de 2003
estableció para los municipios de gran población (no tan grande,
puesto que puede ser aplicada a los municipios de más de 75.000
habitantes y a los que sean capitales de provincia, capitales
autonómicas o sedes de instituciones autonómicas aunque su
población sea inferior) un sistema propio para la resolución de las
reclamaciones económico-administrativas que se produzcan en
relación a los tributos e ingresos de Derecho Público de la
competencia municipal.
761
El conocimiento de dichas reclamaciones, a las que puede preceder
también un recurso de reposición de carácter potestativo, se confía
por el artículo 137 de la Ley citada a un órgano especializado
constituido por un número impar de miembros, no inferior a tres,
designados por el Pleno de cada Corporación con el voto favorable de
la mayoría legal de sus miembros de entre personas de reconocida
competencia técnica. No fija la norma la duración del nombramiento,
pero sí tasa los supuestos en que pueden ser cesados con el propósito
de garantizar su independencia, aunque esa garantía dista mucho de
ser sólida, ya que entre las causas del cese se incluye un acuerdo del
Pleno adoptado con la misma mayoría exigida para su nombramiento.
El funcionamiento de dicho órgano, así como el procedimiento de las
reclamaciones se remite por el citado precepto legal al reglamento
que en cada caso apruebe el Pleno, «de acuerdo en todo caso con lo
establecido en la Ley General Tributaria y en la normativa estatal
reguladora de las reclamaciones económico-administrativas, sin
perjuicio de las adaptaciones necesarias en consideración al ámbito de
actuación y funcionamiento del órgano».
La resolución que dicte el órgano en cuestión pone fin a la vía
administrativa y deja expedita la contencioso-administrativa.
IX. RECURSOS ADMINISTRATIVOS ESPECIALES
Como ya vimos en el capítulo XII de esta obra, al que ahora nos
remitimos, la normativa comunitaria (Directiva 89/665/CEE) obligó a
incorporar a nuestro Derecho con la finalidad de garantizar la estricta
observancia de los principios de transparencia y no discriminación en
los procedimientos de adjudicación de los contratos sujetos a ella un
sistema de recursos «rápido y eficaz», características que, desde
luego, no reúne el sistema general regulado en la LPAC, ni en sus
antecesoras. La transposición de dicha Directiva tropezó inicialmente
con no pocas resistencias y no se logró del todo hasta la promulgación
de la LCSP de 2007.
El Derecho Comunitario dio una nueva vuelta de tuerca para reforzar
adicionalmente las garantías en los procesos de selección de
762
contratistas con la Directiva 2007/66/CE, cuya transposición se
realizó por la Ley 34/2010, de 5 de agosto, que dio lugar al Texto
Refundido de la LCSP de 2007 y a la Ley 31/2007, de 30 de octubre,
sobre procedimientos de contratación en los sectores del agua, la
energía, los transportes y los servicios postales.
El recurso especial en materia de contratación; hoy regulado por los
artículos 44 y siguientes de la novísima LCSP, se confía en el ámbito
de la Administración del Estado a un Tribunal Administrativo Central
de Recursos Contractuales adscrito al Ministerio de Economía y
Hacienda y compuesto por funcionarios de carrera que pueden ser
libremente designados, pero no removidos durante sus seis años de
mandato, por el Consejo de Ministros, en garantía de la «plena
independencia funcional» del órgano. Las mismas condiciones de
independencia e inamovilidad de sus miembros debe reunir la
regulación por las Comunidades Autónomas del órgano que en cada
una de ellas haya de desempeñar estas mismas funciones.
La novísima Ley Orgánica 11/2021, de 28 de diciembre, de lucha
contra el dopaje en el deporte, que ha derogado en lo sustancial la
anterior Ley 3/2013, de 20 de junio, ha creado en el seno de la
Agencia Estatal Comisión Española para la Lucha Antidopaje en el
Deporte un comité Sancionador Antidopaje, dotado de autonomía
funcional, al que atribuye la potestad sancionadora en materia de
dopaje de los deportistas y demás personas y entidades sujetas a la
Ley citada.
Dicho Comité es, por lo tanto el órgano competente para resolver los
expedientes sancionadores por infracciones de dopaje que ordene
incoar la Agencia Estatal a través del procedimiento que la Ley regula
(artículos 35 y siguientes), cuya duración no podrá ser superior a doce
meses, so pena de caducidad (artículo 42). Las resoluciones que se
dicten por el Comité habrán de ser modificadas por éste al Director de
la Agencia Española, a la Agencia Mundial Antidopaje, a las
Federaciones nacionales e internacionales, al club o equipo deportivo
al que pertenezca el deportista y al Comité Olímpico Internacional o
el Comité Paralímpico Internacional si la resolución afecta a los
Juegos Olímpicos o Paralímpicos.
Estas mismas personas o entidades están también legitimadas para
interponer el recurso especial ante el propio Comité Sancionador
763
Antidopaje que la Ley habilita en el plazo de un mes (artículos 48.a) y
49.5), cuya resolución pone fin a la vía administrativa y deja expedita
la contencioso-administrativa.
El artículo 49.4 de la Ley dispone, por su parte, que las resoluciones
sancionadoras del Comité Sancionador Antidopaje cuando recaigan
sobre deportistas calificados oficialmente como de nivel internacional
y las que se dicten en el marco de una competición internacional
«también podrán ser recurridas alternativamente ante el órgano y con
arreglo al sistema de resolución de conflictos contemplado en la
normativa prevista en el Código Mundial Antidopaje o, en su caso, en
la de la correspondiente Federación internacional».
La nueva Ley Orgánica 11/2021, de 28 de diciembre, se ha adaptado
así a las modificaciones introducidas en 2015 en el Código Mundial
Antidopaje, que es la norma que domina universalmente esta materia
a raíz de la Convención Internacional contra el dopaje en el deporte,
gestada en el ámbito de la UNESCO, que España ratificó mediante
Instrumento de 28 de septiembre de 2006.
La especialidad de las reclamaciones reguladas por las Leyes de 9 de
diciembre de 2013 de Unidad de Mercado y de Transferencia, Acceso
a la Información pública y Buen Gobierno, a las que se hizo
referencia al comienzo, se reduce prácticamente al órgano competente
para tramitarlas y resolverlas.
El plazo para interponer la que regula la Ley de Transparencia es de
un mes y se entenderá desestimada cuando transcurran tres meses
desde su interposición. El plazo para interponer la regulada por la Ley
de Unidad de Mercado es de veinte días o de diez en el caso de
actuaciones constitutivas de vía de hecho y se entenderá desestimada
por el transcurso de quince días desde su presentación.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: J. M. BOQUERA OLIVER, Recursos contra
decisiones de entidades autárquicas institucionales, en el núm. 18 de
«RAP», págs. 127 y sigs.; M. F. CLAVERO ARÉVALO , Consideraciones
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ENTERRÍA, Recurso contencioso-directo contra disposiciones
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764
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La nueva Ley General Tributaria, Civitas, Madrid, 2004; F. GARRIDO
FALLA, Régimen de impugnación de los actos administrativos,
Madrid, 1956; J. GONZÁLEZ PÉREZ, Comentarios al Reglamento de
Procedimiento Económico-administrativo (con J. TOLEDO JÁUDENES),
Civitas, Madrid, 1983; A. GUAITA, Organismos autónomos y recursos
de alzada, en IV Semana de Estudios sobre la Reforma
Administrativa, Madrid, 1966; V. MENDOZA OLIVÁN, La reformatio in
pejus en la resolución de los recursos administrativos, en «Anales de
la Dirección General de lo Contencioso del Estado», vol. III, 1966; F.
SAINZ MORENO, La reformatio in pejus en materia de contrabando, en
el núm. 76 de «RAP», págs. 181 y sigs.; J. A. SANTAMARÍA PASTOR,
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«RAP», pág. 129 y Los requerimientos entre Administraciones
públicas y el lío del 44, en el núm. 215 de la misma REVISTA; M. J.
SARMIENTO ACOSTA , Los recursos administrativos en el marco de la
Justicia administrativa, Madrid, 1996; J. TORNOS, Los recursos
administrativos en la Ley 4/1999, en el núm. 5 de «Justicia
administrativa», págs. 5 y sigs.; vid. también los distintos trabajos
incluidos en el número 221 de la «Revista Documentación
administrativa», dedicado monográficamente a este mismo tema, y
los Comentarios a la LPC citados en la nota bibliográfica del capítulo
anterior.
765
TÍTULO OCTAVO
La tutela jurisdiccional de la posición jurídica del
administrado
766
CAPÍTULO XXIV
LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVA: NATURALEZA,
EXTENSIÓN, LÍMITES
SUMARIO: I. LA FORMACIÓN DEL CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO. 1. La formación del contencioso-
administrativo francés. 2. El contencioso-administrativo en España
hasta la LJ de 1956. 3. La Ley de la Jurisdicción contencioso-
administrativa de 27 de diciembre de 1956. II. LA
CONSTITUCIÓN DE 1978 Y EL CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO. 1. La significación general de la Constitución
para la jurisdicción contencioso-administrativa. 2. La Ley de 26 de
diciembre de 1978, de protección jurisdiccional de los derechos
fundamentales. 3. La crisis de la legislación preconstitucional y su
obligada reforma: la nueva Ley jurisdiccional de 13 de julio de
1998. III. LOS ÓRGANOS DE LA JURISDICCIÓN. 1. Juzgados
de lo Contencioso-Administrativo. 2. Juzgados Centrales de lo
Contencioso-Administrativo. 3. Salas de lo Contencioso-
Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia. A.
Composición. B. Competencia. 4. Sala de lo Contencioso-
Administrativo de la Audiencia Nacional. 5. Sala de lo Contencioso-
Administrativo del Tribunal Supremo. A. Composición. B.
Competencia. 6. La Sala especial del artículo 61 LOPJ. 7. La regla
especial de la nueva disposición adicional séptima de la LJ. 8.
Reglas complementarias. IV. NATURALEZA Y CARACTERES. 1.
La inserción del contencioso-administrativo en el sistema de
autotutela y de la responsabilidad constitucional del Ejecutivo e
instituciones garantizadas. 2. Sobre el supuesto carácter no pleno
de la jurisdicción contencioso-administrativa y su limitación al
restablecimiento de la legalidad objetiva, sin posibilidad de
imponer condenas de hacer. El carácter necesariamente
«subjetivo» de la jurisdicción o de tutela de derechos e intereses
legítimos del ciudadano. 3. Sobre el carácter impugnatorio del
recurso contencioso-administrativo y el llamado carácter revisor
de la jurisdicción. V. EXTENSIÓN Y LÍMITES. 1. La extensión de
767
la jurisdicción contencioso-administrativa: el alcance de la
cláusula general. A. Actos de los órganos del Poder Judicial, del
Poder Legislativo, Tribunal de Cuentas, Administración electoral,
Tribunal Constitucional, Asambleas legislativas autonómicas y
otros órganos constitucionales no integrados en la Administración
del Estado. B. La llamada Administración corporativa y demás
fórmulas de autoadministración. C. Concesionarios de servicios
públicos. D. La Administración institucional y entidades
dependientes de ella. E. Órganos de naturaleza híbrida,
jurisdiccional-administrativa. 2. Los límites de la jurisdicción
contencioso-administrativa. A. Delimitación negativa. Materias
excluidas y materias ajenas a la jurisdicción contencioso-
administrativa; los actos de gobierno como materia incluida. a.
Materias ajenas: el artículo 3.º LJ. b. Materias excluidas: en
particular, el artículo 28 LJ. El caso de los actos de gobierno como
materia incluida. B. Delimitación positiva: la competencia de
atribución de la jurisdicción contencioso-administrativa. C. Las
cuestiones prejudiciales e incidentales. VI. LA JURISDICCIÓN
COMO PRESUPUESTO PROCESAL.
I. LA FORMACIÓN DEL CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO
1. LA FORMACIÓN DEL CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO
FRANCÉS
La Revolución Francesa introduce en el pensamiento político
occidental dos principios capitales: el principio de legalidad de la
acción de los poderes públicos (no se puede exigir obediencia sino
«en nombre de la Ley», dice el artículo 7.º de la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789; hasta entonces el
mando se radicaba en la persona sagrada del Rey, cuya posición
central será sustituida por la «soberanía de la nación», artículo 3.º, la
cual se expresa como «voluntad general» a través de las Leyes, art.
6.º), y, en segundo lugar, el principio de la libertad, que expresa así el
artículo 2.º de la misma Declaración: «el fin de la asociación política
es la conservación de los derechos naturales o imprescriptibles del
hombre» y, en particular, «la libertad, la propiedad, la seguridad y la
768
resistencia a la opresión». Los dos principios, legalidad y libertad, se
relacionan entre sí en la forma que precisa el artículo 4.º de la
Declaración: «La libertad consiste en poder hacer todo lo que no
perjudica a otro; así, el ejercicio de los derechos naturales de cada
hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los otros
miembros de la sociedad el disfrute de esos mismos derechos. Estos
límites no pueden ser determinados más que por la Ley».
Surge así un concepto esencial en la nueva construcción del Derecho
Público, el concepto de «acto arbitrario», que es el acto de un agente
público que no está por su competencia o por su contenido legitimado
en la Ley. En la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1793 el artículo 11 lo precisa con rigor: «Todo acto
ejercido contra un hombre fuera del caso y sin las formas que la Ley
determine es arbitrario y tiránico; aquél contra quien se quisiese
ejecutar por la violencia tiene derecho a repelerlo por la fuerza».
Subrayemos la expresividad de la fórmula «todo acto ejercido contra
un hombre» (esto es, que afecte a la libertad que constituye su status
básico) al margen de la Ley. Este concepto de «acto arbitrario» ya
aparece en la propia Declaración de 1789, artículo 7.º («los que
soliciten, expidan, ejecuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias deben
ser castigados») como contrario a mandar «en virtud de la Ley». En el
pensamiento revolucionario, según vemos, la reacción contra el acto
arbitrario se remitía a dos fórmulas procedentes del antiguo Derecho,
el derecho de resistencia y la sanción penal. Toda la evolución
consistirá (sin perjuicio de la tipificación del delito de prevaricación
en los Códigos penales) en la conversión de ese viejo derecho de
resistencia a la opresión en una acción judicial nueva, en la que el
juez deberá examinar la legalidad o arbitrariedad del acto del agente
público y en el último caso lo elimine y restablezca la libertad
injustamente afectada por él.
Pero esta conclusión lógica, que está planteada además claramente en
muchos textos revolucionarios, va a encontrarse de pronto con una
dificultad inesperada, la propia interpretación revolucionaria del
principio de división de los poderes, avanzada en la capital Ley de
16-24 de agosto de 1790 y mantenida desde entonces hasta hoy en
pleno vigor (en 1987 el Consejo Constitucional francés incluyó esta
Ley revolucionaria en el bloque de la constitucionalidad, pero hay
que entenderlo en cuanto a que de ella surge una jurisdicción
769
contencioso-administrativa especializada, no respecto de los poderes
mismos de esta jurisdicción). Tomando base en un lejano Edicto de
Saint-Germain de 1641 y tratando, sobre todo, de impedir la
posibilidad de que el poder judicial, que hasta entonces habían
ejercido los Parlamentos regionales, identificados de hecho con el
estamento nobiliario, pudiese reiterar frente a los nuevos poderes
legislativo y ejecutivo revolucionarios la interferencia sistemática a
que habían sometido a la Administración del Rey en la última fase del
Antiguo Régimen, esta Ley de 16-24 de agosto de 1790 dispone que:
«las funciones judiciales son y permanecerán siempre separadas de
las funciones administrativas. Los jueces no podrán, bajo pena de
prevaricación, perturbar (troubler) de la manera que sea las
operaciones de los cuerpos administrativos ni citar ante ellos a los
administradores por razón de sus funciones». Esto último, citar a los
administradores, se refiere a la esfera penal y constituye la famosa
«garantía» de los funcionarios a los que cubre la exigencia de una
autorización del Gobierno para ser procesados, institución que dura
hasta 1870. Pero lo importante va a ser esa otra prohibición a los
jueces (de cualquier orden) de penetrar en el sagrado de la
Administración, a la cual en ningún caso podrán perturbar en su
funcionamiento. En consecuencia, una acción judicial stricto sensu
para precisar la legalidad o la arbitrariedad (i.e., no legitimada en la
Ley) de una actuación de la Administración se hizo imposible.
Este obstáculo instrumental para hacer prevalecer los dos grandes
principios revolucionarios de la legalidad y la libertad, que no podían,
obviamente, abandonarse, va a forzar al sistema francés a buscar una
fórmula de protección frente a la Administración completamente
singular, la que se llamará (rehabilitando un término del Antiguo
Régimen, por cierto) contencioso-administrativo. La institución del
Consejo de Estado, creada por la Constitución napoleónica del año
VIII para «resolver las dificultades que se susciten en materia
administrativa», y como órgano puramente administrativo, por
supuesto, de asistencia al Gobierno, va a admitir enseguida, primero
las reclamaciones contra la Administración basadas en derechos
patrimoniales (que, dado el carácter formal de la separación de
poderes, no tendrían acceso a los jueces ordinarios); pero enseguida, y
sobre todo, admitirá también las quejas de los ciudadanos que se
sienten agraviados por cualquier ilegalidad en la actuación
administrativa. En la esfera provincial el mismo papel asume otro
770
órgano administrativo, éste creado el mismo año VIII para asistir al
Prefecto, el Consejo de Prefectura. En 1806 se crea ya en el Consejo
de Estado una Sección de lo contencioso-administrativo, que
comienza a operar con procedimientos formalizados; el propio
Napoleón está en su origen y la llama «tribunal especial... mitad
administrativo, mitad judicial» para «regular esa porción de poder
arbitrario (= discrecional) necesario en la Administración del
Estado». El Consejo de Estado, en su función de conciencia de la
Administración, admitió rápidamente resolver (o, más exactamente,
proponer resoluciones al Gobierno) sobre peticiones de anulación de
actos administrativos en los que se denunciaban vicios manifiestos de
legalidad: incompetencia, inicialmente, vicios de forma, «excesos de
poder» flagrantes. Un cuerpo de doctrina se formó rápidamente al
hilo de esas decisiones de los recursos contencioso-administrativos,
cuerpo que es el origen mismo del Derecho Administrativo como un
sector especial del ordenamiento y como ciencia jurídica singular.
Es el primer sistema contencioso-administrativo general, aunque en la
forma de una «justicia retenida» (por el Gobierno o por el Prefecto,
que deciden sobre la propuesta de sus órganos). La justificación se
hace sobre el principio juger l’Administration c’est encore
administrer, juzgar a la Administración sigue siendo administrar.
La objetividad del sistema y el cuidado que el Consejo de Estado ha
mantenido en no interferir el funcionamiento de la Administración,
sino depurarlo a través del control abstracto de su legalidad, control
cada vez más afinado, especialmente por la línea del recurso de
anulación o por exceso de poder, hizo que en 1872 se delegase
directamente en los hasta entonces sólo órganos consultivos, el
Consejo de Estado y los Consejos de Prefectura, la facultad de
resolver directamente los recursos. Se pasa así al sistema de
«jurisdicción delegada», en que el sistema francés continúa y que le
permite un notable desenvolvimiento. Sólo en 1953 se sustituye a los
Consejos de Prefectura por los Tribunales administrativos, a los que
en 1987 se sobrepone un sistema de Tribunales regionales de
apelación. Pero estos llamados Tribunales no pertenecen al orden
judicial, sino al administrativo (hoy dependen todos del Consejo de
Estado, que continúa con sus funciones consultivas del Gobierno),
aunque su personal garantice su independencia con un estatuto propio
parajudicial.
771
Esta experiencia, en que ha lucido sobre todo la excepcional
creatividad jurídica del Consejo de Estado, es la que ha jugado como
modelo virtualmente para todos los regímenes contencioso-
administrativos hoy existentes.
2. EL CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO EN ESPAÑA HASTA LA
LJ DE 1956
Sin perjuicio de precedentes aislados y casuísticos invocables en el
antiguo Derecho, el Derecho español recibe del francés en el siglo
XIX el modelo de un sistema contencioso-administrativo edificado a
la vez sobre la doble línea aparentemente contradictoria de un
aseguramiento efectivo de los principios de legalidad de la
Administración y de libertad de los ciudadanos, por una parte, y, por
otra, de la encomienda de esta función a órganos no jurisdiccionales
stricto sensu. El mecanismo es una pieza más en la recepción del
sistema administrativo francés.
Esa recepción se apunta ya en la Constitución de Bayona en su forma
napoleónica estricta, que parece querer pasar en la Constitución de
Cádiz a fórmulas más inspiradas en el sistema anglosajón.
La instauración efectiva del sistema no tiene lugar hasta las Leyes de
2 de abril y 6 de julio de 1845, que confían el contencioso a los
Consejos Provinciales (aunque con jurisdicción delegada o propia) y
al Consejo de Estado (llamado Consejo Real en su primer tiempo)
que proponía al Gobierno, sin vincularle, los llamados Reales
Decretos Sentencias. La competencia de la jurisdicción contencioso-
administrativa se definía a partir de una larga lista de asuntos, que, en
realidad, incluía todos los que en aquel momento podían dar lugar a
una auténtica controversia de derechos al modo del proceso civil (vid.
artículo 8 de la Ley de 2 de abril de 1845), que fue, sin duda, el
modelo que tuvo presente el legislador, aunque la exigencia de
reclamación administrativa previa propició insensiblemente la deriva
hacia la forma del recurso francés pour excés de pouvoir, que estaba
entonces también en proceso de formación. En 1868 la Revolución
liberal, bajo el lema de la unificación de fueros, intentará recuperar
esa jurisdicción especial para los Tribunales ordinarios. El retorno en
772
1875 al régimen anterior hizo visible la crisis de éste y la necesidad
de reformarlo, cuando el propio modelo francés lo había sido ya.
Así se forja la Ley, que conocemos por el nombre de su autor,
SANTAMARÍA DE PAREDES, de 13 de septiembre de 1888, llamada a un
grande influjo en nuestra justicia administrativa. Desde el punto de
vista orgánico, liquida la alternativa entre sistema judicial y
administrativo con un llamado sistema armónico, que consistía en
constituir órganos jurisdiccionales con jurisdicción delegada pero en
cuya composición entran a la par personal judicial y personal
administrativo. Sólo en el Consejo de Estado como órgano superior
(hasta 1904, en que el órgano pasa a ser una Sala especializada, la 3.ª,
del Tribunal Supremo, pero manteniendo sus peculiaridades) ese
personal adquiría status de permanencia, equiparable al de un
magistrado, pero no en los Tribunales provinciales, pieza más
inadmisible del conjunto, donde era normal que personal
administrativo sin la licenciatura de Derecho siquiera, incluso simples
Diputados provinciales, formase parte de los mismos ocasional o
regularmente.
Como un avance se presentó la sustitución del anterior sistema de
lista de los asuntos contenciosos por una cláusula general, que
admitía una tutela contencioso-administrativa sobre cualquier
resolución administrativa. Pero el precio de esta fórmula, fue delinear
la cláusula general (art. 1.º de la Ley) de tal forma que, por una parte,
quedaran excluidos los ámbitos más extensos y también más
peligrosos o delicados de la actuación administrativa. Por una parte,
se limitaron los actos recurribles a sólo aquellos que violasen
derechos subjetivos perfectos de los ciudadanos, lo que supuso la
exclusión en bloque de cualquier control de legalidad de actos
respecto de los cuales sólo por la vía del interés legítimo pueden
articularse derechos que hemos llamado más atrás (capítulo XV, III,
2) reaccionales; con ello, y nada menos, todo el ámbito del recurso
francés de «exceso de poder» quedó al margen de nuestro sistema,
pérdida ingente que retrasó tres cuartos de siglo nuestro sistema
contencioso-administrativo, clave de cualquier Estado de Derecho
digno de ese nombre. En segundo lugar, la cláusula general excluyó
de todo control en bloque a todos los actos discrecionales,
entendiendo por tales cualquiera que tuviera un solo elemento de tal
naturaleza. Se hizo así dogmático en nuestro Derecho la
773
contraposición absoluta discrecionalidad/justiciabilidad; de nuevo
extensos campos de actuación administrativa se hicieron totalmente
inmunes a su control contencioso. Pero aún, finalmente, una
hipertrofia desmesurada de los llamados actos políticos aumentó, más
todavía el saldo de las exclusiones; la totalidad de la materia de orden
público, por ejemplo, o la potestad reglamentaria, salvo el control
posible por el llamado (aunque muy rara vez ejercido) recurso
indirecto o a través de sus actos de aplicación, quedó fuera de
cualquier control posible contencioso-administrativo.
Por si todas esas limitaciones fueran pocas, se articularon aún una
serie de precauciones o «válvulas de seguridad» para «hacer
inofensiva» una jurisdicción operando contra el Ejecutivo. Esas
expresiones entrecomilladas se oyeron sin recato en el debate ante las
Cámaras de la Ley Santamaría, y pronunciadas por hombres cualquier
cosa menos ingenuos (CÁNOVAS, COLMEIRO, CONDE DE TORREANAZ) y
sobre ellas se montaron mecanismos en cadena para esterilizar las
ejecutorias judiciales: reserva plena de la ejecución de las Sentencias
a las Administraciones demandadas; posibilidad para el Consejo de
Ministros de declarar su inejecución por causas virtualmente abiertas
y aun, además, la posibilidad de un recurso extraordinario de revisión
abierto al Fiscal cuando entendiese que una sentencia firme se
hubiese dictado con incompetencia; inembargabilidad total de los
caudales públicos, etc.
Débiles intentos de mejora del sistema, limitados a los actos de la
Administración Local, y que propugnaban sobre todo introducir
algunas de las fórmulas del excès de pouvoir francés, se formularon
por la Legislación Local de 1924-1925 y 1935.
La cuestión se empeora aún más con motivo de la guerra civil abierta
en 1936. La Ley de 27 de agosto de 1938 suspendió en bloque, sin
ninguna reserva, el recurso contencioso-administrativo contra los
actos del Estado, suspensión no levantada hasta la Ley de 18 de
marzo de 1944. Durante ese tiempo, pues, el Estado pudo
legítimamente no pagar a sus contratistas, expropiar toda clase de
bienes a precios que él sólo fijaba, excluir del servicio o trasladar
forzosamente o sancionar a su albur a cualquier clase de funcionarios,
etc. La Ley de 1944, que restableció la jurisdicción, aún lo hizo al
precio de excluir más materias todavía de su ámbito: por una parte,
774
ampliando la lista de las inmunidades de los actos políticos, por otra
dejando fuera nada menos que la totalidad de las cuestiones de
personal, para las cuales se restablece una insólita jurisdicción
retenida a través de un recurso llamado «de agravios» ante el Consejo
de Ministros previa audiencia del Consejo de Estado. Aunque parece
claro que esta última creación pretendía mantener una cierta
seguridad política en el manejo del personal, es lo cierto que el
Consejo de Estado en su función consultiva de propuesta acertó a
introducir en el sistema jurídico-administrativo aplicable notables
progresos sobre la pobre jurisprudencia existente hasta entonces en la
materia.
En 1952 se aprobó un texto refundido de toda la legislación
contencioso-administrativa cuya aparición dio lugar a una crítica
generalizada sobre la situación de nuestro contencioso, crítica que
jugó un papel indudable en la preparación de la reforma de 1956.
3. LA LEY DE LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVA DE 27 DE DICIEMBRE DE 1956
Esta Ley, con muy escasas modificaciones, ha sido memorable en la
historia de nuestro Derecho Público.
Hasta su vigencia existía apenas en España una sombra de verdadera
justicia administrativa, sólo limitada a unas cuantas materias tasadas,
pero sin abordar (con una mínima excepción en asuntos municipales)
los amplios campos abiertos desde un siglo antes por el excès de
pouvoir francés, justicia administrada, además, por unos llamados
tribunales que no eran tales y que carecían de cualquier cualificación
técnica y aun de verdadera consistencia jurisdiccional. La Ley,
actuando resueltamente sobre ese lamentable panorama,
– jurisdiccionaliza totalmente y de manera definitiva, superando todos
los dogmatismos y ambigüedades anteriores, los Tribunales
contencioso-administrativos, que pasan a ser un orden especializado
dentro del poder judicial, a todos los efectos;
– acierta a introducir un principio de especialización técnica en los
775
magistrados que nutren esos tribunales, especialización que jugará un
papel decisivo para la recepción plena de las más depuradas técnicas
de control contencioso-administrativo;
– entra resueltamente en la generalidad de los ámbitos inaugurados
por el excès de pouvoir francés sin más que admitir lo que llama
«legitimación para demandar la declaración de no ser conformes a
Derecho» sobre la base de un «interés directo en ello» (art. 28.1) y la
referencia de la estimación del recurso a «cualquier forma de
infracción del ordenamiento jurídico» (art. 83.2), rectificando así una
mutilación sustancial de nuestro sistema contencioso;
– mantiene el sistema de «cláusula general» de competencia de la
jurisdicción contencioso-administrativa que había inaugurado la Ley
de 1888, pero despojándola resueltamente de todas las graves
limitaciones y rigideces con que había sido configurada (art. 1.º.1);
– mantiene la exclusión de los actos políticos, pero en una forma
[«actos políticos del Gobierno», art. 2.º. b)] que impide la extensión
del concepto a verdaderos actos administrativos; mantiene igualmente
la exclusión de ciertas materias por determinación de la Ley [art. 40,
especialmente apartado f)], cuando antes se admitían las exclusiones
dispuestas por simples normas reglamentarias, pero, sobre todo,
rectifica resueltamente la exclusión de control de los actos
discrecionales, que quedan por vez primera sometidos a la
jurisdicción;
– da pasos decisivos en materia de ejecución de las Sentencias (art.
110), aunque manteniendo los viejos dogmas de la separación de
poderes que hace inicialmente competente para dicha ejecución a la
Administración autora del acto enjuiciado (art. 103) y permite ciertas
hipótesis de suspensión o inejecución del fallo por acuerdo del
Consejo de Ministros (art. 105), así como respeta el viejo privilegium
principis de la inembargabilidad de los fondos públicos (art. 108);
– ordena y regula el proceso de una manera especialmente simple y
eficaz, dejando claro que el recurso contencioso-administrativo es una
primera instancia judicial en la que es, por tanto, admisible la prueba
(arts. 74 y sigs.), otorgando eficaces poderes de dirección al Tribunal
(arts. 43.2, 75, 79.2, 129) y proclamando de manera expresa el
carácter «espiritualista» del proceso que subordina sus formalidades a
776
la efectividad de la tutela; las declaraciones de inadmisibilidad de los
recursos, que eran la forma más extendida de resolver éstos en el
sistema anterior, se harán a partir de ahora excepcionales.
Esta gran calidad técnica de la Ley, resuelta en un texto conciso y
claro, está aun subrayada por una espléndida Exposición de Motivos,
que, con un propósito didáctico plenamente cumplido, ha sido y
continúa siendo fuente constante, no sólo de los principios
interpretativos de la propia Ley, sino del ejercicio material de los
poderes jurisdiccionales en cuanto al fondo de los procesos
contencioso-administrativos.
La organización de las Salas de lo contencioso-administrativo de las
Audiencias Territoriales (que sustituyeron a los mal llamados
Tribunales provinciales), la especialización de los Magistrados, la
recepción de los nuevos criterios en las Salas del Tribunal Supremo,
la inauguración, por vez primera entre nosotros, de un verdadero
diálogo entre la jurisprudencia y la doctrina, fueron todos sucesos
realizados con cierta rapidez y de ello surgió, sin duda posible, una
época nueva en nuestro Derecho Administrativo y en el sistema de
garantías de los ciudadanos.
En el plano orgánico una novedad interviene antes de la Constitución,
la creación de la Sala de lo contencioso-administrativo de la
Audiencia Nacional por el Real Decreto-Ley de 4 de enero de 1977,
órgano confirmado por la LOPJ de 1985.
II. LA CONSTITUCIÓN DE 1978 Y EL CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO
1. LA SIGNIFICACIÓN GENERAL DE LA CONSTITUCIÓN PARA LA
JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA
La Constitución confirmó la línea iniciada abiertamente por la Ley
Jurisdiccional de 1956, robusteciéndola resueltamente y prestándole
el rango supremo propio de sus normas.
777
«España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho,
que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la
libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político», dice su
artículo 1.º.1. Y en su Preámbulo se proclama la voluntad de la nación
de «consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la
Ley como expresión de la voluntad general». Por ello el artículo 9.º.3
incluye como primero de los principios «garantizados» el principio de
legalidad. Esencial es el artículo 10.1: «La dignidad de la persona, los
derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la
personalidad, el respeto a la Ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social». Aquí está tras la
Constitución el primero de los intereses generales.
La inclusión de la jurisdicción contencioso-administrativa en el orden
del poder judicial queda resuelta definitivamente según el artículo
117 («todo tipo de procesos», «unidad jurisdiccional») y la precisión
del artículo 106.1: «Los Tribunales controlan la potestad
reglamentaria y la legalidad de la Administración, así como el
sometimiento de ésta a los fines que la justifican». El art. 153, c)
especifica que únicamente a «la jurisdicción contencioso-
administrativa» corresponde el control de la Administración de las
Comunidades Autonómicas y de sus normas reglamentarias. Supuesto
todo lo cual, el precepto constitucional esencial sobre el alcance de
ese control pasa a ser el básico artículo 24: «Todas las personas tienen
derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el
ejercicio de sus derechos e intereses legítimos sin que, en ningún
caso, pueda producirse indefensión». Palabra por palabra, este
derecho fundamental a la tutela judicial efectiva pasa a dominar ahora
toda la economía de la jurisdicción contencioso-administrativa, lo que
por sí solo basta para eliminar, sin más, todas las viejas restricciones,
cautelas, salvaguardas con las que históricamente hubo de montarse la
experiencia nueva de un control judicial o parajudicial de la
Administración. La Constitución no dice en parte alguna, ni permite
interpretarse así, que ese derecho fundamental sea más débil, más
tenue, menos efectivo cuando el proceso se trabe con una
Administración pública.
Esa conclusión esencial se refuerza aún si se recuerda el tenor del
artículo 103.1: «La Administración Pública sirve con objetividad los
intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia,
778
jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación con
sometimiento pleno a la Ley y al Derecho». Ese sometimiento pleno a
la Ley y al Derecho implica, evidentemente, el sometimiento pleno al
juez, instrumento imprescindible de ambas realidades normativas.
En fin, aunque, como veremos, el derecho a la ejecución judicial de
las Sentencias está incluido, según ha repetido el Tribunal
Constitucional, en el derecho a la tutela judicial efectiva, el artículo
117.3 define como «exclusivo» de «la potestad jurisdiccional en todo
tipo de procesos» juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Toda la tradición
histórica de la «separación» de poderes ha quedado rota en nuestro
contencioso-administrativo por este precepto constitucional. Por su
parte, frente a esa cláusula de exclusividad de la ejecución judicial
sólo admite la Constitución una excepción, la del artículo 132.1: el
régimen de la «inembargabilidad» reducido a los bienes de dominio
público y a los comunales, calificaciones que no comprenden, con
toda evidencia, al dinero público, que ha quedado, en consecuencia,
privado de su viejo privilegio histórico de inejecutabilidad.
Todos los preceptos constitucionales tienen contenido normativo
directo, como es común a la norma suprema y recuerda el artículo
5.º.1 LOPJ. Quiere decirse que son ya directamente invocables ante
los Tribunales contencioso-administrativos y que han derogado por sí
mismos los preceptos contrarios de la Ley Jurisdiccional de 1956
como Ley preconstitucional, sin necesidad de que así lo haya
declarado el Tribunal Constitucional (que ya lo ha hecho, por lo
demás, en varios supuestos, como veremos). Esto es lo que ha
permitido la pervivencia de dicha Ley hasta su sustitución por la
nueva LJ de 13 de julio de 1998, que está en vigor desde el 14 de
diciembre siguiente.
2. LA LEY DE 26 DE DICIEMBRE DE 1978, DE PROTECCIÓN
JURISDICCIONAL DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES
Aunque de fecha un día anterior a la Constitución (y publicada varios
días después), esta Ley se elaboró con ánimo de cumplir lo previsto
en el art. 53.2 de aquélla, que reconoce la posibilidad de que los
ciudadanos recaben de los tribunales ordinarios tutela de sus derechos
779
fundamentales «por un procedimiento basado en los principios de
preferencia y sumariedad». Los artículos 6.º y sigs. se refieren, en
concreto, a la tutela contencioso-administrativa en ese supuesto y han
sido también derogados por la nueva LJ, cuyos artículos 114 y
siguientes regulan hoy el procedimiento especial.
No obstante esto, interesa notar que ya aparecen en dicha Ley
innovaciones que hay que explicar desde la incidencia de la
Constitución en la materia. Así, la conversión en bloque de la vía
administrativa previa de preceptiva en facultativa, la organización de
un sistema de silencio negativo mucho más expeditivo y eficaz que el
que resultaba de la regulación común de la LPA, un régimen más
favorable de la suspensión cautelar de los actos recurridos (que se
hacía automática en el caso de sanciones pecuniarias por razón de
orden público), el régimen de reclamación del expediente y de
suplencia de su envío, la eliminación de los edictos de interposición
del recurso y su sustitución por emplazamientos personales de los
interesados, la reducción general de todos los plazos procesales, etc.
3. LA CRISIS DE LA LEGISLACIÓN PRECONSTITUCIONAL Y SU
OBLIGADA REFORMA: LA NUEVA LEY JURISDICCIONAL DE 13
DE JULIO DE 1998
Pese a los grandes méritos de la Ley Jurisdiccional de 1956 y el
notable esfuerzo realizado por la jurisprudencia, constitucional y
contencioso-administrativa, para reinterpretarla a la luz de la
Constitución, esfuerzo que ha permitido prolongar su vigencia veinte
años más, era manifiesta la necesidad de proceder a su reforma, no
sólo por la conmoción general que para la justicia administrativa
supuso la promulgación de la Norma Fundamental, sino también por
la concurrencia de una serie de circunstancias de hecho que ponían en
gravísimo riesgo su eficacia social. Entre éstas y en primer término:
– la situación de bloqueo de la casi totalidad de las Salas contencioso-
administrativas, en las que entraban más recursos nuevos que
sentencias se dictan, ocasionando un retraso en la resolución de los
recursos que equivale a una denegación de justicia en una materia en
que la Administración conserva libre, tanto la ejecutoriedad del acto
780
discutido como la posibilidad de seguir construyendo sobre el mismo
cadenas de actos nuevos y consecuencias virtualmente irreversibles;
– la circunstancia de que esa situación es en sí misma una violación
de la regla del artículo 24 de la Constitución (y del art. 6.º del
Convenio Europeo de protección de los derechos humanos) que
impone una tutela judicial «sin dilaciones indebidas» o «en plazo
razonable» y, más aún, que la situación de agravamiento paulatino de
este dato amenazaba con un verdadero colapso general de la justicia
administrativa, como ya ha advertido en sus memorias a las Cortes el
Consejo General del Poder Judicial;
– la pobreza de las medidas cautelares de la Ley de 1956, que
contemplaba sólo la eventual suspensión de la ejecución del acto
recurrido, lo que la hacía incapaz de asegurar una tutela cautelar
efectiva, ahora más importante que nunca supuesta la enorme demora
de la tutela judicial final que resulta del crecimiento exponencial del
número de recursos;
– la propia precariedad del sistema de ejecución de sentencias, que,
aun habiendo sido objeto de una importante reconstrucción por vía
interpretativa, apenas podía satisfacer los requerimientos
constitucionales, particularmente exigentes en este punto, como ya
hemos visto;
– y, en fin, la propia reconversión del Estado antes unitario y
centralizado y ahora amplísimamente descentralizado, con las
consecuencias que un cambio tal supone para la planta de la
jurisdicción.
Finalmente, está la incidencia sobre la jurisdicción de medidas
adoptadas desde otras perspectivas (por ejemplo, la supresión de la
vía económico-administrativa previa en materia local, que ha
supuesto privar de garantía efectiva a la generalidad de las exacciones
locales cuya cuantía no permita soportar un proceso contencioso-
administrativo con Procurador y Abogado, que son probablemente la
gran mayoría, y que han inundado de liquidaciones fiscales carentes
de una mínima depuración técnica las Salas de los Tribunales
Superiores), o la reordenación de los órganos de la justicia y de su
articulación respectiva decidida por las Leyes Orgánicas del Poder
Judicial, 1985, y de Planta y Demarcación Judicial, 1988, así como la
781
adopción de medidas urgentes de reforma procesal, realizada por la
Ley de 30 de abril de 1992 y puesta en marcha seguidamente sin
esperar a la reordenación completa de la planta de la jurisdicción, con
la consiguiente sustitución del recurso de apelación por el de
casación.
Todas estas circunstancias, unidas a la incidencia de esas nuevas
Leyes y de la propia Constitución, cuyas exigencias sólo podían
satisfacerse provisionalmente por la jurisprudencia, hacían
completamente inexcusable un nuevo texto legal, cuya elaboración y
promulgación se fue demorando, sin embargo, hasta el 13 de julio de
1998.
La nueva LJ de esta fecha se presenta a sí misma en su Exposición de
Motivos como «continuista y profundamente renovadora» a la vez. El
primer calificativo es exacto, sin duda, porque la nueva Ley ha sido
muy respetuosa con el texto anterior, incluso en el plano formal y en
la propia sistemática. El segundo, en cambio, no lo es tanto, porque
en no pocos aspectos se ha quedado por detrás, incluso, de los
avances ya plenamente consolidados de la propia jurisprudencia
contencioso-administrativa y, por supuesto, de las innovaciones
introducidas sin alarde alguno, pero con notable decisión, en estos
últimos años en el Derecho francés, que es nuestra referencia más
próxima. Así ha ocurrido, por ejemplo, en materia de medidas
cautelares y aun de ejecución de sentencias.
Es importante la ruptura que la Ley hace del principio revisor y el
consiguiente diseño de las acciones contra la inactividad de la
Administración y las vías de hecho. En lo que concierne a las
reformas orgánicas, la nueva LJ es, ciertamente, innovadora; la
innovación que introduce –los Juzgados unipersonales de lo
Contencioso-administrativo–, aunque carente de tradición y aun de
precedente alguno en el Derecho Comparado, en el que ha sido vista
siempre con notorio recelo (juge unique, juge inique), ha aportado,
finalmente, unos no esperados por todos resultados positivos, lo que
ha contribuido a despejar de asuntos a los Tribunales Superiores y
está permitiendo una justicia eficaz y rápida en el orden competencial
que se les ha asignado.
Reformas procesales hay muchas en la nueva Ley, aunque de tono
menor, y hay que reconocer que, en general, han producido una
782
mejora apreciable de la situación anterior, a pesar de lo cual puede
decirse con seguridad que la nueva LJ está, sin embargo, lejos de
poder suponer lo que en su día supuso para la justicia y el Derecho
Administrativo la Ley Jurisdiccional de 1956.
La nueva LJ ha sido objeto en el tiempo transcurrido desde su
promulgación, que no es demasiado, de varias reformas siempre bajo
el signo preocupante del agobio de los Tribunales de la jurisdicción
ante el crecimiento continuo del número de asuntos y de la necesidad
de reducir los tiempos, sin duda excesivos, de duración de los
procesos que de ese fenómeno resulta. Una de las más importantes
fue la llevada a cabo por la Ley de 10 de octubre de 2011, de Medidas
de agilización procesal, que incrementó las competencias de los
Juzgados de lo Contencioso-Administrativo y elevó notablemente las
cuantías para el acceso a los recursos de apelación y casación hasta
límites, en este último caso, desproporcionados.
Como estos retoques no bastaron, la Ley Orgánica 7/2015, de 21 de
julio, que entró en vigor al año de su publicación, ha dado un vuelco
total a la regulación del recurso de casación al abandonar el modelo
tradicional y optar por un sistema, el norteamericano del certiorari,
que convierte al citado recurso en un instrumento técnico para la
formación y depuración de la jurisprudencia, del que la justicia
vendrá a ser un simple subproducto, algo secundario, mero resultado
de la elección que la Sala 3.ª del Tribunal Supremo decida hacer de
los asuntos que, a su juicio, tengan interés casacional objetivo.
Es muy pronto todavía para formular una opinión acerca de esta
drástica reforma. Quizás sirva para descongestionar la cúspide de la
jurisdicción, aunque hay razones para temer que el coste a pagar sea
muy elevado. El problema, sin embargo, no está sólo en la cúspide;
empieza en la base, por lo que seguirá siendo necesaria una apuesta
política decidida en favor de mecanismos de composición y arreglo
de conflictos en vía administrativa, de «tribunales» de este orden
dotados de efectiva imparcialidad e independencia en materias tales
como personal, tributarias, justiprecios expropiatorios, sanciones (de
tráfico, consumo y otras semejantes). Sólo este tipo de mecanismos,
que parece postular el artículo 86 LPAC, podría liberar efectivamente
a los Tribunales de la jurisdicción del cúmulo de asuntos que les
impiden –y les seguirán impidiendo– hacer una auténtica justicia, es
783
decir, una justicia en tiempo real y no una justicia meramente
histórica, absolutamente inefectiva las más de las veces, en los
asuntos que realmente merecen, exigen y justifican la puesta en
marcha del aparato procesal. Pero eso, claro, requiere
inexcusablemente una forma diferente de administrar, una renuncia
decidida al uso instrumental del poder público y a especular con los
privilegios exorbitantes que se vinculan a la mera detentación de ese
poder, que es, en realidad, lo que alimenta la conflictividad creciente
e imparable en la que radica la causa última de todos los problemas.
III. LOS ÓRGANOS DE LA JURISDICCIÓN
Integrada plenamente en el Poder Judicial, la jurisdicción
contencioso-administrativa constituye un «orden jurisdiccional»
propio (art. 9 LOPJ), con órganos singularizados, cuyo diseño, ya
avanzado por la LOPJ de 1985 y desarrollado por la Ley de
Demarcación y Planta Judicial de 28 de diciembre de 1998, ha venido
a ser perfilado definitivamente y completado por la reforma de ambas
Leyes, que ha acompañado a la nueva LJ. Esos órganos son los
siguientes (art. 6 LJ):
– Juzgados de lo Contencioso-Administrativo.
– Juzgados Centrales de lo Contencioso-Administrativo.
– Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales
Superiores de Justicia.
– Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional.
– Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo.
1. JUZGADOS DE LO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO
Según la LOPJ (art. 90) son unipersonales y tienen ámbito provincial
(aunque puede haber y hay varios en la misma provincia, sea en la
784
propia capital o en otras poblaciones; es posible igualmente que
extiendan su competencia a más de una provincia dentro de la misma
Comunidad Autónoma).
Su implantación se produjo con cierta rapidez, según precisaba la
disposición final segunda de la LJ, y su éxito, innegable, ha movido al
legislador a extender su competencia material con la reforma de la
LOPJ acordada por la Ley Orgánica 19/2003, de 23 de
diciembre(disposición adicional decimocuarta) y posteriormente con
las Leyes de 10 de octubre de 2011, 28 de julio de 2015 y 18 de
septiembre de 2020, que han dado nueva redacción sucesivamente al
art. 8 LJ.
En la actualidad conocen de los siguientes asuntos:
1. En única o primera instancia:
A) Todo el contencioso local, con excepción de las impugnaciones
de cualquier clase de instrumentos de planeamiento urbanístico.
B) El contencioso de los actos administrativos de la Administración
de las Comunidades Autónomas, salvo cuando proceden del Consejo
de Gobierno de éstas, siempre que tengan por objeto:
a) Cuestiones de personal, salvo que se refieran al nacimiento o
extinción de la relación de servicio de funcionarios públicos de
carrera.
b) Las sanciones de multa no superiores a 60.000 euros y las
consistentes en ceses de actividad o privación de ejercicio de
derechos que no excedan de seis meses.
c) Las reclamaciones de responsabilidad patrimonial cuya cuantía
no exceda de 30.050 euros.
2. En única o primera instancia según la cuantía, de los recursos
contra disposiciones y actos de la Administración periférica del
Estado y de las Comunidades Autónomas y contra los actos de
organismos, entes o corporaciones de Derecho Público cuya
competencia no se extienda a todo el territorio nacional, así como
contra las resoluciones de los órganos superiores que confirmen
785
íntegramente los dictados por aquéllos en vía de recurso, fiscalización
o tutela.
Se exceptúan únicamente en esta rúbrica los actos dictados por la
Administración periférica del Estado y por los organismos públicos
estatales cuya competencia no se extienda a todo el territorio
nacional cuando su cuantía exceda de 60.000 euros o cuando se
dicten en ejercicio de sus competencias sobre dominio público,
obras públicas del Estado, expropiación forzosa y propiedades
especiales.
3. Les corresponde igualmente el conocimiento de:
A) Todas las resoluciones de la Administración periférica del Estado
o de los órganos competentes de las Comunidades Autónomas en
materia de extranjería.
B) Las impugnaciones de los acuerdos de las Juntas Electorales de
Zona y las formuladas por cualquiera de las Juntas Electorales en
materia de proclamación de candidaturas y candidatos.
C) Las autorizaciones para la entrada en domicilios y restantes
lugares cuyo acceso requiera el consentimiento de su titular siempre
que ello proceda para la ejecución forzosa de actos de la
Administración Pública.
D) La autorización o ratificación judicial de las medidas que las
autoridades sanitarias consideren urgentes y necesarias para la salud
pública e impliquen privación o restricción de la libertad o de otro
derecho fundamental cuando dichas medidas estén plasmadas en
actos administrativos singulares que afecten únicamente a uno o
varios particulares concretos e identificados de manera
individualizada.
E) Las autorizaciones para la entrada e inspección de domicilios,
locales, terrenos y medios de transporte acordadas por la Comisión
Nacional de la Competencia (hoy Comisión Nacional de los
Mercados y la Competencia: Ley 3/2013, de 4 de junio) cuando
exista riesgo o se produzca oposición del titular.
786
2. JUZGADOS CENTRALES DE LO CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO
No contemplados inicialmente en la LOPJ, que hubo de ser
modificada al efecto por Ley Orgánica de 13 de julio de 1998, ni
tampoco en el proyecto de Ley primitivo, la LJ dispuso la creación
«en la villa de Madrid, con jurisdicción en toda España» de unos
Juzgados Centrales de lo Contencioso-Administrativo con la finalidad
de «descargar» a las Salas de lo Contencioso-Administrativo de la
Audiencia Nacional y del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de
una parte de los asuntos de los que venían entendiendo.
La redacción vigente del artículo 9 LJ define su competencia en los
siguientes términos:
1. En primera o única instancia según la cuantía:
A) El contencioso de personal cuando se trate de actos de los
Ministros y Secretarios de Estado, salvo que se refieran al
nacimiento o extinción de la relación de servicio de funcionarios de
carrera y a ascensos, orden y antigüedad en el escalafón del personal
militar o confirmen en vía de recurso, fiscalización o tutela los actos
dictados por órganos inferiores.
B) El contencioso de los órganos centrales de la Administración
General del Estado en materia de multas cuya cuantía no supere los
60.000 euros y las sanciones de cese de actividad o privación del
ejercicio de derechos que no excedan de seis meses.
C) Recursos contra disposiciones generales y actos de los
organismos públicos y entidades pertenecientes al sector público
estatal con competencia en todo el territorio nacional.
D) Recursos contra resoluciones de los Ministros y Secretarios de
Estado en materia de responsabilidad patrimonial cuando lo
reclamado no exceda de 30.050 euros.
2. En primera instancia de las resoluciones que acuerden la
inadmisión de las peticiones de asilo político.
787
3. En única o primera instancia, de las resoluciones que, en vía de
fiscalización, sean dictadas por el Tribunal Administrativo del
Deporte en materia de disciplina deportiva.
Les corresponde también otorgar las autorizaciones judiciales a las
que se refiere el artículo 8.2 de la Ley 34/2002, de 11 de julio, de
Servicios de la Sociedad de la Información y del Comercio
Electrónico para identificar al responsable de la vulneración de los
principios que dicha Ley establece y para que se proceda a
interrumpir el servicio o se retiren contenidos que vulneren la
propiedad intelectual (apartado 2 del art. 9, añadido por la Ley
2/2011, de 4 de marzo).
Conocerán asimismo del procedimiento previsto en el artículo [Link]
de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos.
3. SALAS DE LO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO DE LOS
TRIBUNALES SUPERIORES DE JUSTICIA
A. Composición
Cada Tribunal Superior de Justicia (cuyo territorio coincide con el de
una Comunidad Autónoma) tiene al menos una Sala de lo
Contencioso-Administrativo (el de Andalucía tiene tres, en Sevilla,
Granada y Málaga, y dos los de Castilla y León, con sede en Burgos y
Valladolid, y Canarias, con sede en Las Palmas y Santa Cruz de
Tenerife), las cuales pueden funcionar en distintas Secciones cuya
creación corresponde al Gobierno, oído el Consejo General del Poder
Judicial.
Las Salas son órganos colegiados y para el despacho ordinario, la
vista y la deliberación o fallo de los recursos deben estar constituidas,
al menos, por tres magistrados, todos ellos procedentes de la Carrera
Judicial y uno, como mínimo, con la condición de «especialista» en el
contencioso-administrativo (art. 330 LOPJ), por haber superado las
pruebas que a estos efectos determine el Consejo General del Poder
Judicial.
788
La especialización en lo contencioso-administrativo, que está en la
base misma de la jurisdicción contencioso-administrativa desde su
implantación en nuestro país, recibió, como ya hemos visto, un
decisivo impulso con la Ley Jurisdiccional de 1956 y, aunque ha
perdido en intensidad en los últimos años al desaparecer en buena
parte los extraordinarios alicientes profesionales que ofrecía en
aquellas fechas, sigue siendo esencial para el correcto funcionamiento
de los Tribunales de este orden, por lo que sería deseable una
revitalización de la escala de «especialistas» y una profundización
real en la especialización, que habría de operar, además, a partir de
una formación adecuada en las áreas de Derecho Administrativo y
Tributario de todos los jueces, que hoy resulta sencillamente
imprescindible en razón de la creación de los Juzgados unipersonales
de lo contencioso-administrativo.
B. Competencia
Hasta la nueva LJ las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los
Tribunales Superiores de Justicia han venido soportando la mayor
parte del peso de la jurisdicción, en la que jugaban el papel de
«Tribunales de derecho común», ya que las competencias asignadas a
las Salas de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional
y del Tribunal Supremo eran de simple «atribución» y se referían a
los concretos asuntos expresamente relacionados en los artículos 58 y
62 LOPJ.
La puesta en marcha de los Juzgados de lo Contencioso-
Administrativo alteró notablemente, sin embargo, la situación
descrita, de forma que, a partir de la nueva LJ, las Salas de lo
Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia
pasan a tener competencias para conocer en única instancia, en
apelación e, incluso, en casación.
Conocerán en única instancia, según el artículo 10.1, de los recursos
que se deduzcan en relación con el contencioso local y autonómico en
lo no atribuido a los Juzgados; los actos de los órganos de gobierno
de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas y de
las instituciones autonómicas análogas al Tribunal de Cuentas y al
789
Defensor del Pueblo en materia de personal, administración y gestión
patrimonial; las resoluciones de los Tribunales Económico-
Administrativos Regionales y Locales, así como las del Tribunal
Económico-Administrativo Central en materia de tributos cedidos; el
contencioso electoral (actos y disposiciones de las Juntas Electorales
Provinciales y de Comunidades Autónomas y recursos contra
acuerdos de las Juntas Electorales sobre proclamación de electos y
elección y proclamación de Presidentes de Corporaciones Locales);
convenios entre Administraciones Públicas cuyas competencias se
ejerzan en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma
correspondiente; prohibición o propuesta de modificación de
reuniones y actos y resoluciones de los órganos de la Administración
General del Estado de nivel inferior a Ministro o Secretario de Estado
cuya competencia se extienda a todo el territorio nacional en materia
de personal, propiedades especiales y expropiación forzosa, así como
los actos y resoluciones de los órganos de las Comunidades
Autónomas competentes para la aplicación de la Ley de Defensa de la
Competencia.
A esta larga lista el artículo 3.1 de la Ley 34/2010, de 5 de agosto, ha
añadido las resoluciones de los órganos competentes en materia de
contratos de las Comunidades Autónomas y las dictadas por los
Tribunales Administrativos Territoriales de Recursos Contractuales
[apartados k) y l)]. El artículo 105 bis de la Ley Orgánica de
Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales
de 5 de diciembre de 2018 ha añadido, a su vez, un nuevo apartado 7
al artículo 10 que incluye la competencia para conocer de las
solicitudes de autorización a las que se refiere el artículo 122 ter
cuando fuesen formuladas por la autoridad de protección de datos de
la Comunidad Autónoma correspondiente.
A todo ello hay que sumar la cláusula final [apartado j) o residual del
art. 10.1] que las asigna, en razón de ese carácter de «Tribunales de
derecho común» antes subrayado, el conocimiento de «cualesquiera
otras actuaciones administrativas no atribuidas expresamente a la
competencia de otros órganos de este orden jurisdiccional».
En segunda instancia les corresponde el conocimiento de las
apelaciones que se promuevan contra las sentencias y autos de los
Juzgados, en los términos que en su momento veremos, así como de
790
los recursos de queja (art. 10.2).
Asimismo conocerán de los recursos de revisión contra sentencias
firmes de los Juzgados (art. 10.3) y de los recursos de casación que
se interpusieren por infracción del Derecho Autonómico (artículo
86.3 LJ).
La Ley 3/2020, de 18 de septiembre, les atribuye también el
conocimiento de la autorización o ratificación judicial de las medidas
adoptadas con arreglo a la legislación sanitaria que las autoridades
sanitarias de ámbito distinto al estatal consideren urgentes y
necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o restricción
de derechos fundamentales cuando sus destinatarios no estén
identificados individualmente.
4. SALA DE LO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO DE LA
AUDIENCIA NACIONAL
Dada la naturaleza del órgano jurisdiccional en el que se integra, su
competencia se refiere al contencioso estatal exclusivamente. En ese
marco el artículo 11 LJ le atribuye el conocimiento «en única
instancia» de los recursos que se deduzcan en relación con las
disposiciones generales y los actos de los Ministros y Secretarios de
Estado en general y en materia de personal cuando dichos actos se
refieran al nacimiento o extinción de la relación de servicio de
funcionarios de carrera, así como los relativos a las resoluciones de
dichas autoridades que rectifiquen en vía de recurso o de fiscalización
o tutela los dictados por órganos inferiores, a los convenios entre
Administraciones Públicas no atribuidos a los Tribunales Superiores
de Justicia y a las resoluciones del Ministro de Economía y Hacienda
y del Tribunal Económico-Administrativo Central en materia
económico-administrativa (salvo si se refieren a tributos cedidos), a
los actos dictados por la Comisión de Vigilancia de Actividades de
Financiación del Terrorismo y a las resoluciones dictadas por el
Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales.
Conocerá igualmente de los recursos que interponga la Comisión
Nacional de los Mercados y de la Competencia en defensa de la
unidad de mercado. A esta lista hay que añadir los recursos contra los
791
actos del Banco de España, de la Comisión Nacional del Mercado de
Valores y del FROB en materia de recuperación y resolución de
entidades de crédito y empresas de servicios de inversión (nuevo
apartado g) del artículo 11.1, añadido por la Ley 11/2015, de 18 de
junio) y las solicitudes de autorización a las que se refiere el artículo
122 ter cuando fueron formuladas por la Agencia Española de
Protección de Datos (nuevo apartado 5 del artículo 11, añadido por la
Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantía de los
Derechos Digitales de 5 de diciembre de 2018). Y, en fin, de acuerdo
con la disposición adicional cuarta de la Ley, el conocimiento, en
única instancia también, de los recursos que se interpongan contra:
los actos del Banco de España y de la Comisión Nacional del
Mercado de Valores y contra las resoluciones del Ministro de
Economía y Hacienda que pongan fin a los recursos administrativos
ordinarios que se deduzcan contra ellos; las resoluciones del
Presidente y del Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y
la Competencia, de la Agencia de Protección de Datos, del Consejo
Económico y Social, del Instituto Cervantes, del Consejo de
Seguridad Nuclear, del Consejo de Universidades, de la Sección 2.ª
de la Comisión de Propiedad Intelectual de la Junta Arbitral regulada
por Ley Orgánica 3/1996, de 27 de diciembre, de Modificación
parcial de la de Financiación de las Comunidades Autónomas.
Conocerá también de las resoluciones del Ministro de Economía que
resuelvan recursos de alzada contra autos dictados por el Instituto de
Contabilidad y Auditoría de Cuentas, así como de las resoluciones de
carácter normativo de dicho Instituto.
Y, en fin, de las resoluciones del Consejo Gestor del Fondo de apoyo
a la solvencia de empresas estratégicas.
Le está atribuida igualmente la competencia para la autorización o
ratificación judicial de las medidas adoptadas con arreglo a la
legislación sanitaria que la autoridad sanitaria estatal considere
urgentes y necesarias para la salud pública e impliquen la limitación o
restricción de derechos fundamentales cuando los destinatarios no
estén identificados individualmente.
En segunda instancia le corresponde también el conocimiento de las
apelaciones contra autos y sentencias de los Juzgados Centrales. Y
asimismo los recursos de revisión contra sentencias firmes de dichos
792
Juzgados.
5. SALA DE LO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO DEL TRIBUNAL
SUPREMO
A. Composición
La Sala 3.ª del Alto Tribunal actúa normalmente en Secciones (en la
actualidad son ocho), que se distribuyen los asuntos por materias o
Ministerios u órganos de procedencia, según acuerdos anuales de la
Sala de Gobierno del Tribunal Supremo.
La Ley Orgánica de 13 de julio de 1998, de modificación de la LOPJ,
ha añadido un apartado 3 al artículo 61 de ésta por el que se crea una
Sección, formada por el Presidente del Tribunal Supremo, el de la
Sala de lo Contencioso-Administrativo y cinco Magistrados de ésta
(los dos más antiguos y los tres más modernos), a la que se atribuye el
conocimiento del recurso de casación para la unificación de doctrina
cuando la contradicción se produzca entre sentencias dictadas en
única instancia por Secciones distintas de la referida Sala.
La provisión se realiza por el modo normal de provisión de plazas en
el Tribunal Supremo, artículos 342 y siguientes LOPJ: de cada cinco
magistrados, cuatro entre miembros de la carrera judicial con veinte
años de antigüedad y diez de magistrado y uno entre «Abogados y
otros juristas de reconocida competencia» con veinte años de
actividad profesional.
De cada cuatro plazas reservadas a la Carrera judicial, dos habrán de
ser de especialistas, para los cuales se reduce la antigüedad a cinco
años de Magistrados y quince en la Carrera.
B. Competencia
La definen el artículo 58 LOPJ y el artículo 12 LJ, cuyas
793
prescripciones pueden resumirse así:
a) Actúa en función de Tribunal de única instancia en recursos
contencioso-administrativos contra actos o disposiciones del Consejo
de Ministros y de sus Comisiones Delegadas.
b) La misma función de Tribunal de única instancia contra actos y
disposiciones en materia de personal y «de administración» emanados
de los órganos constitucionales superiores: Tribunal Constitucional,
Consejo General del Poder Judicial, órganos de gobierno del
Congreso y del Senado y Defensor del Pueblo.
c) Actúa luego en función de Tribunal de casación contra las
Sentencias dictadas por:
– Los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo cuando las
Sentencias «contengan doctrina que se reputa gravemente dañosa para
los intereses generales y sean susceptibles de extensión de efectos»
(artículo 86.1, párrafo segundo, LJ).
Se exceptúan, sin embargo, las Sentencias dictadas en el
procedimiento para la protección del derecho fundamental de
reunión y en los procesos contencioso-electorales (artículo 86.1,
párrafo tercero, LJ).
– La Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia
Nacional.
– Las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales
Superiores de Justicia, cuando «el recurso pretenda fundarse en
infracción por las Sentencias de normas de Derecho estatal o de la
Unión Europea que sea relevante y determinante del fallo, siempre
que hubieran sido invocadas oportunamente en el proceso o
consideradas por la Sala sentenciadora» (artículo 86.3 LJ).
– Las resoluciones del Tribunal de Cuentas en materia de
responsabilidad contable en los casos establecidos por la Ley 7/1988,
de 5 de abril, de Funcionamiento de dicho Tribunal.
También actúa como Tribunal de casación contra los Autos de los
mismos Tribunales que declaren la inadmisión del recurso
794
contencioso-administrativo o hagan imposible su continuación, los
que pongan término a la pieza separada de suspensión y los recaídos
en ejecución de sentencia que resuelvan cuestiones no decididas en
aquélla o que contradigan lo ejecutoriado.
Más adelante tendremos ocasión de precisar estas primeras
indicaciones.
d) Finalmente actúa como Tribunal de revisión para decidir los
recursos de este nombre cuya resolución no corresponda ni a los
Tribunales Superiores de Justicia ni a la Sala especial del artículo 61
LOPJ.
e) El contencioso electoral de las elecciones generales y del
Parlamento Europeo: artículo 112.2 de la Ley Electoral General,
modificada por la Ley Orgánica de 13 marzo 1991.
La Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantía de los
Derechos Digitales de 5 de diciembre de 2018 le atribuye, en fin, el
conocimiento de las solicitudes de autorización judicial a las que se
refiere el artículo 122 ter cuando fuesen formuladas por el Consejo
General del Poder Judicial.
6. LA SALA ESPECIAL DEL ARTÍCULO 61 LOPJ
Este precepto ha configurado una Sala especial formada por
(composición extraña y poco meditada) el Presidente del Tribunal
Supremo, todos los Presidentes de Sala de éste y los Magistrados más
antiguos y más modernos de cada Sala a la que se ha encomendado,
en materia contencioso-administrativa, las siguientes competencias:
– recursos de revisión contra las sentencias dictadas en única
instancia por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
Supremo;
– incidentes de recusación del Presidente de la Sala o de más de dos
Magistrados de la misma; y
– pretensiones de declaración de error judicial (a efectos de la
795
responsabilidad civil del Estado del art. 121 de la Constitución)
cuando el mismo se impute a una Sala del Tribunal Supremo.
7. LA REGLA ESPECIAL DE LA NUEVA DISPOSICIÓN ADICIONAL
SÉPTIMA DE LA LJ
La Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre, ha añadido también
(apartado nueve) una nueva disposición adicional, la séptima, a la LJ,
según la cual corresponde a los Juzgados y Tribunales del orden
contencioso-administrativo el conocimiento de las cuestiones que se
promuevan entre la Sociedad Estatal Correos y Telégrafos, S. A., y
sus empleados que conserven la condición de funcionarios y presten
servicios en ella, «en los mismos términos en que conocen las
cuestiones que se plantean entre los organismos públicos y su
personal funcionario».
8. REGLAS COMPLEMENTARIAS
La pluralidad de Juzgados y de Tribunales Superiores de Justicia hace
obligado el establecimiento de reglas complementarias para decidir el
órgano jurisdiccional territorialmente competente en cada caso. A
estos efectos el artículo 14.1, regla primera, LJ dispone con carácter
general que la competencia corresponderá al órgano jurisdiccional en
cuya circunscripción tenga su sede el órgano administrativo que
hubiere dictado la disposición o el acto originario impugnado.
No obstante, en materia de responsabilidad patrimonial, personal,
propiedades especiales y sanciones se deja a elección del demandante
la elección entre el fuero de su domicilio y el de la sede del órgano
administrativo, aunque dentro siempre de la circunscripción del
Tribunal Superior de Justicia que corresponda a dicha sede (artículo
14.1, segunda). En materia urbanística, expropiatoria y, en general, en
todos los casos de intervención administrativa en la propiedad
privada, el órgano jurisdiccional competente será aquel en cuya
jurisdicción radiquen los inmuebles afectados (art. [Link]).
796
La regla general del fuero de la sede del órgano administrativo se
impone en todo caso cuando el acto impugnado afecte a una
pluralidad de destinatarios (art. 14.2).
IV. NATURALEZA Y CARACTERES
La exposición que hemos realizado hasta ahora de la significación y
la formación de la jurisdicción contencioso-administrativa, de su
reconfiguración constitucional y de su organización y de la
competencia respectiva de sus distintos órganos, nos permitirá ahora
ser mucho más concisos en la exposición de este epígrafe, que se
corresponde al Capítulo primero del Título I de la LJ. Tres apartados
iniciales intentan exponer los principios básicos de funcionamiento
del sistema.
1. LA INSERCIÓN DEL CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO EN EL
SISTEMA DE AUTOTUTELA Y DE LA RESPONSABILIDAD
CONSTITUCIONAL DEL EJECUTIVO E INSTITUCIONES
GARANTIZADAS
Como ya indicamos en su momento (capítulo IX, supra), la posición
jurídica de la Administración en su relación con la justicia viene
determinada por su formidable privilegio de autotutela, esto es, la
capacidad de innovar ejecutoriamente en las relaciones jurídicas de
que es parte y de imponer sus decisiones frente a pretensiones o
resistencias contrarias.
Es este principio estrictamente técnico, arbitrado desde luego para
asegurar la mejor gestión de los servicios públicos, el que explica
toda la peculiaridad de la justicia contencioso-administrativa respecto
a la que se presta por los demás órdenes jurisdiccionales. No hay
ninguna necesidad de acudir, como vimos que se hizo históricamente
en Francia, a ninguna interpretación del principio de la división o
separación de los poderes para explicar que la actuación de los
Tribunales contencioso-administrativos haya de producirse
normalmente a posteriori de la actuación administrativa y haya de
797
respetar íntegro el ámbito de responsabilidad que la Constitución
asegura a los órganos políticos: al Gobierno y sus agentes, como
director de la política y de la Administración civil y militar (art. 97), a
las instituciones garantizadas (Comunidades Autónomas,
Administración Local: arts. 137, etc.), a los demás órganos
constitucionales sobre los que vimos que el Tribunal Supremo puede
fiscalizar determinados actos. La Constitución española no recoge tal
«interpretación» análoga a la francesa de la división de los poderes,
aunque de ella sí resulte la instauración y la garantía de tal división,
en los términos precisos de su articulado y no según cualquier modelo
teórico o cualquier presuposición tácita.
Ocurren, simplemente, dos cosas: ningún precepto constitucional ha
querido derogar la técnica de la autotutela, que más bien se presupone
en el artículo 106 («los Tribunales controlan la potestad
reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa») y que
está inserta en nuestra tradición y cultura política y jurídica; segundo,
el control judicial de la Administración se opera exclusivamente
sobre la legalidad de su actuación (medida según «la Ley y el
Derecho», art. 103.1) de la acción administrativa, no sobre el
contenido político de las decisiones, que la Constitución reserva
íntegro a los órganos políticos antes aludidos.
El juez contencioso-administrativo no puede hablar más que en
nombre del Derecho y, por consiguiente, no puede pretender, en
modo alguno, sustituir en todas sus atribuciones a los órganos
políticos con ocasión de su control. Si tal hiciese excedería
notoriamente sus atribuciones constitucionales y usurparía las
atribuciones legítimas de las instancias políticas, aparte de no
constituir propiamente ninguna garantía, pues la gestión política la
harán siempre mejor los políticos que los jueces. Lo que el juez puede
y debe hacer es mantener la observancia de la Ley y del Derecho en la
actuación de esas instancias políticas. Éstas tienen todas sus
atribuciones para ser ejercidas «con sometimiento pleno a la Ley y al
Derecho» y ese ejercicio no puede justificar, por tanto, en ningún
caso, una infracción del ordenamiento. Según el sistema
constitucional no hay «razón de Estado» capaz de justificar un
quebrantamiento del Derecho. Por el contrario, el ordenamiento
atribuye y pauta todas las competencias que los órganos políticos
ostentan y, a la vez, condiciona la posibilidad de su ejercicio legítimo.
798
En ese mismo ordenamiento hay previsiones de situaciones
excepcionales (urgencias, expropiaciones, requisas, estados de
excepción, procedimientos abreviados, reducción de plazos,
habilitación de facultades extraordinarias, etc.) capaces de justificar o
un apartamiento o una modulación de la norma ordinaria para dar
curso al apremio de dichas situaciones. No será posible, sin embargo,
ni en la Constitución ni en norma alguna del ordenamiento, encontrar
una base para intentar alojar dentro del sistema un principio como el
que expresaba la famosa clausula salutaris del Estado de policía,
cláusula que se pretendía implícita en todas las relaciones jurídicas y
que era capaz de destruirlas según el principio salus publica suprema
lex esto, la salud o la salvación pública es la suprema Ley. Nuestra
suprema lex es hoy la Constitución y no cualquier estimación
subjetiva de la conveniencia o de la oportunidad, y es la Constitución
la que proclama «el imperio de la Ley» y el Estado de Derecho, como
sabemos.
El punctus saliens de la justicia administrativa es mantener esa
observancia de la Ley y el Derecho y respetar, a la vez, el ámbito
propio de las competencias políticas y de sus agentes, responsables de
la gestión de los intereses generales. Esto supone, en el plano
estructural, el respeto del ejercicio previo de la autotutela
administrativa como modo ordinario de intervención jurisdiccional en
la actividad de la Administración. El recurso contencioso-
administrativo adopta por ello con normalidad la técnica
impugnatoria de actos o disposiciones previos ya dictados y
normalmente en trance de ejecución.
Pero supone también algo más, y es que la censura del juez
administrativo a la actuación administrativa deberá limitarse a
términos estrictamente jurídicos. Sólo invocando el Derecho y en
nombre del Derecho podrá el juez reprochar algo a la Administración,
no en el terreno político o de la valoración política o de oportunidad
en que las decisiones se adopten. Este aserto recibe su máxima
tensión en el caso de las potestades discrecionales, como ya
conocemos y conviene recordar ahora. En el capítulo VIII, § IV,
vimos que el control judicial de los actos discrecionales no puede, en
modo alguno, excluirse, sin más, como decidió la Ley Santamaría de
Paredes desde 1888 a 1957. Pueden y deben controlarse los actos
discrecionales, pero no por la vía de sustitución de la apreciación
799
política y de oportunidad presente en el acto por la que pueda
ocurrírsele ocasionalmente al juez como distintos y supuestamente
más objetivos. El control del juez, por el contrario, debe limitarse a
un control desde la legalidad y desde los elementos reglados que
limitan el acto, incluido, naturalmente, el fin (técnica de la desviación
de poder, hoy constitucionalizada en el art. 106.1 de la Constitución
«Los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de
la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los
fines que la justifican»), así como a la comprobación de la
racionalidad y razonabilidad de las decisiones adoptadas en los
términos que vimos en su momento, de forma que quede descartada la
arbitrariedad que el artículo 9.3 de la Constitución prohíbe (vid.
Capítulo VIII). Pero, además, ese control puede y debe hacerse con
los principios generales del derecho, que como expresiones de valores
sustantivos del ordenamiento, pautan también y condicionan el
ejercicio de las potestades administrativas (art. 103: «sometimiento
pleno a la Ley y al Derecho»).
Esta específica problemática de la jurisdicción administrativa
constituye toda su singularidad. No se trata, por tanto, de excepciones
a los principios ordinarios de actuación de la justicia, o de limitación
más o menos convencional de los límites comunes propios de ésta,
sino de su adaptación a la materia sobre la que se aplica y a la
circunstancia de que esa materia es política misma, que la
Constitución no sólo no proscribe, sino que habilita y responsabiliza.
2. SOBRE EL SUPUESTO CARÁCTER NO PLENO DE LA
JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA Y SU
LIMITACIÓN AL RESTABLECIMIENTO DE LA LEGALIDAD
OBJETIVA, SIN POSIBILIDAD DE IMPONER CONDENAS DE
HACER. EL CARÁCTER NECESARIAMENTE «SUBJETIVO» DE LA
JURISDICCIÓN O DE TUTELA DE DERECHOS E INTERESES
LEGÍTIMOS DEL CIUDADANO
Otra de las ideas convencionales que han circulado durante más de
cien años a partir de la doctrina francesa de lo contencioso-
administrativo (doctrina que aún sostiene esta construcción, por
cierto) es que, por diferencia de lo que ocurre en la justicia ordinaria,
800
en la justicia administrativa, con independencia de un sector de
recursos muy limitados referidos a los derechos de carácter
patrimonial, donde se ejerce una «plena jurisdicción», equiparable a
la otorgada por los demás Tribunales, se ejerce sobre todo una
jurisdicción supuestamente «objetiva», en la cual no habría
propiamente partes en el sentido procesal del término y de cuya
decisión o Sentencia no sale ningún reconocimiento de derechos ni
ninguna protección o tutela en favor de éstos, sino sólo la eventual
anulación de un acto administrativo como técnica de puro
restablecimiento de la legalidad. Esta concepción ha dejado su huella
en los artículos 31 y 71 LJ, que siguen la senda de los artículos 41, 42
y 84 de la Ley Jurisdiccional de 1956.
Toda esta construcción, como ya nos es conocido (supra, capítulo
XV, § III), respondió a un esfuerzo y a una sutileza verdaderamente
notables del Consejo de Estado francés, que se movía dentro de
límites infranqueables: el límite de no exceder la proscripción de
troubler o interferir el funcionamiento de la Administración, el límite
de no consagrar ningún «derecho subjetivo a la legalidad», que
hubiera parecido que podría determinar la paralización de la acción
administrativa o su condicionamiento a actos de multitud de
ciudadanos. Pero, a la vez, el Consejo de Estado pretendía asegurar la
observancia de la legalidad por la multitud de órganos de la
Administración, única manera de mantener en orden un aparato
funcionarial numeroso y en la práctica enteramente nuevo, objetivo
en que su papel de «conciencia de la Administración» y de cuidador
de su buen funcionamiento entraba claramente en sus funciones.
Finalmente, esa observancia de la legalidad por la Administración
venía a asegurar, por una feliz coincidencia, los principios materiales
que habíamos visto emerger desde el ideario de la Revolución
Francesa.
Todo ese complejo de condicionamientos, circunstancias y objetivos
confluyeron en la singular construcción del recurso por exceso de
poder, que en todo caso no surge de un golpe, sino que se desarrolla
paulatinamente a lo largo de más de un siglo. Por razones «de orden
público» (término utilizado por nuestra antigua jurisprudencia en un
intento análogo al francés, pero bastante menos lúcido, y que
concluyó concretándose en los vicios de forma, cuya hipertrofia
recaía, paradójicamente, sobre el propio recurrente privado, obligado
801
a soportar una repetición de todo el procedimiento administrativo), el
Consejo de Estado francés acepta la toma en consideración de ciertas
denuncias contra el vicio de incompetencia, inicialmente, en los actos
administrativos; el recurrente sería un denunciante que pone en
marcha un sistema de control de oficio, en consideración a la
significación de los vicios denunciados. La decisión final del Consejo
de Estado sería una simple restauración de la legalidad objetiva, en
consideración a los fines objetivos que legitiman ésta, no para tutelar
el derecho de nadie. El recurrente invoca, ciertamente, un «interés»,
pero ese interés jugaría sólo en la fase de admisión del recurso, como
simple «requisito de seriedad» de éste (con lo que se evita también la
acción popular y el riesgo de multiplicación de las acciones o de su
utilización como simple arma política); pero una vez superada la
admisión, el juicio del Consejo de Estado y la sentencia que concreta
ese juicio no se refiere para nada al «interés» del recurrente, a su
posición jurídica subjetiva, sino al puro problema «objetivo» de la
legalidad del acto según el Derecho objetivo que pauta su producción.
Esta construcción convencional permitió sobre todo dos cosas: la
extensión del recurso a todos los ciudadanos con intereses afectados
por la acción administrativa en el funcionamiento administrativo y no
sólo al limitado segmento de los titulares de derechos patrimoniales;
y, en segundo lugar, poner a punto un sistema sumamente afinado de
control de la legalidad de la Administración, sistema que es el
Derecho Administrativo, pura y simplemente. El inicial vicio único
de la incompetencia se extenderá enseguida a los demás vicios de
legalidad imaginables (vicio de forma, infracción de Ley, desviación
de poder, infracción de los principios generales del Derecho). Pero se
mantiene intacta la concepción «objetiva» del proceso, en el que
realmente no se enjuicia propiamente a la Administración como parte,
sino al acto administrativo mismo («proceso al acto»), sin que la
Administración pueda resultar condenada como consecuencia a
ningún hacer o no hacer, sino sólo a obtener las consecuencias del
pronunciamiento puramente declarativo de que un determinado acto
administrativo es o no nulo. Es una especie de proeza de
microcirugía, que no compromete a la Administración como sujeto y
a su exención judicial, según el viejo mito revolucionario.
Pero esta sutilísima concepción ha quebrado ya, resueltamente. En la
reforma del contencioso-administrativo francés de 1990 se acepta ya
802
llanamente que de esas supuestamente abstractas y asépticas
sentencias el recurrente puede extraer pronunciamientos y
ejecuciones que le favorecen, que el Consejo de Estado pueda
imponer injonctions o conductas de hacer a la Administración
demandada, incluso ejecuciones impuestas con multas coercitivas
para forzar su voluntad. Una Ley de 8 de febrero de 1995 ha llevado a
su término esta línea evolutiva, normalizando definitivamente las
sentencias de condena. La supuesta «objetividad» del sistema, capaz
de mantener la teórica exención judicial de la Administración, la
dogmática falta de plenitud jurisdiccional ejercida en este proceso,
han saltado espectacularmente por los aires. Ha quedado visible,
finalmente, que todo el contencioso-administrativo, y en particular el
famoso recurso de anulación o por exceso de poder, es y no puede
dejar de ser un recurso subjetivo, esto es, en el que se tutelan
derechos subjetivos y que, por esa razón, si la tutela ha de ser
efectiva, la jurisdicción ha de ser, en consecuencia, también plena.
Esto es para nosotros algo más que una opinión teórica, es ya un
postulado constitucional según el artículo 24 de la Constitución y por
las demás razones que vimos más atrás, § II. Pero lo es también en
otros sistemas jurídicos, menos vinculados que el francés a los
dogmas convencionales de la separación. Así en el sistema alemán,
donde la totalidad de la construcción gira sobre el concepto de lesión
jurídica subjetiva, en los términos del artículo 19.4 de la Ley
Fundamental, o en el sistema italiano, donde se habla de tutelar,
además de derechos, intereses legítimos como posiciones o
situaciones jurídicas subjetivas materiales y no sólo procesales, las
cuales, por otra parte, pueden justificar incluso indemnizaciones
patrimoniales en caso de lesión.
El supuesto mecanismo objetivo, en que el interés de los recurrentes
sería una convencional señal de seriedad para poder entrar, con
poderes de oficio, en el juicio de legalidad, ha descubierto ser, en
realidad, un mecanismo de protección de la libertad, según la técnica
de los derechos subjetivos que hemos llamado «reaccionales»; nos
remitimos a lo que se expuso más despacio en el capítulo XV, § III,
supra, que ahora acaba de confirmarse en la propia matriz del
sistema, en Francia misma, a instigación directa del gran creador del
sistema, el Consejo de Estado.
803
Sólo en los supuestos tasados de acciones populares podrá hablarse de
que los recurrentes ocupan la posición del Ministerio Fiscal sin que
luchen necesariamente por propios intereses o derechos; pero aun en
este caso se trata, según las Leyes que han consagrado tal acción
popular (urbanismo, medio ambiente, patrimonio histórico-artístico,
costas, etc.), de una técnica de protección de derechos colectivos, en
el sentido del artículo 7.º.3 LOPJ, de modo que tampoco se excluye
en absoluto el aspecto subjetivo de la tutela y de la acción (y, por
tanto, de las eventuales sentencias, que ninguna razón puede justificar
que tengan que ser meras sentencias declarativas, sin
pronunciamientos de condena, y así lo prueba la numerosa y uniforme
jurisprudencia existente en toda esa materia).
3. SOBRE EL CARÁCTER IMPUGNATORIO DEL RECURSO
CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO Y EL LLAMADO CARÁCTER
REVISOR DE LA JURISDICCIÓN
Bien es sabido que el hábito judicial de resolver sobre todas las
pretensiones de la demanda hizo pronto en España ilusoria la rígida
distinción de pronunciamientos que los artículos 41, 42 y 84. b) de la
Ley Jurisdiccional de 1956 pretendieron imponer dogmáticamente.
Desde el origen mismo de la jurisprudencia sobre dicha Ley fue ya
normal incluir pronunciamientos de condena en las acciones
puramente anulatorias del artículo 41. Hoy esta práctica es ya
preceptiva por imposición del artículo 24 de la Constitución, que ha
hecho claro, así como obligado, que todo el recurso contencioso-
administrativo sea estrictamente subjetivo y pleno y no objetivo o no
pleno. Así lo reconoce ahora el artículo 32 de la nueva LJ, incluso en
el caso de los recursos dirigidos contra la mera inactividad de la
Administración al afirmar expresamente que también aquí podrá el
demandante «pretender del órgano jurisdiccional que condene a la
Administración al cumplimiento de sus obligaciones en los concretos
términos en que estén establecidas». Y lo mismo en el supuesto de
que el recurso tenga por objeto una actividad material constitutiva de
vía de hecho, en el que el demandante podrá pretender «que se ordene
el cese de dicha actuación» y, además, que se adopten las medidas
necesarias para el pleno restablecimiento de su situación inicial y,
entre ellas, «la emisión de un acto» y «la práctica de una actuación
804
jurídicamente obligatoria» dentro del concreto plazo que la sentencia
fije al efecto [art. 32.2, en relación con el 71.1. c)].
Por razones históricas que hemos aludido, el sistema contencioso-
administrativo francés, del cual son tributarios la mayor parte de los
sistemas existentes, fue montado sobre la técnica de la impugnación
de actos administrativos dictados previamente, expresión ellos
mismos, como hemos visto, del privilegio de la autotutela
administrativa. El recurso contencioso-administrativo se ha
configurado así como impugnatorio de actos administrativos previos.
Sólo últimamente en Alemania, a través de la Ley de la Jurisdicción
contencioso-administrativa de 1960, se ha pretendido buscar una
construcción técnica diversa, sobre el concepto de lesión subjetiva
(art. 19.4 de la Ley Fundamental) y, según un esfuerzo doctrinal
notable construido sobre el esquema de la relación jurídica
«concretizada», que puede tener otras técnicas de concretización
distintas del acto mismo.
En España la técnica impugnatoria se ha impuesto como general,
según toda la tradición hasta ahora existente (aunque no fue ese, por
cierto, el planteamiento originario de las Leyes de 1845, como ha
demostrado recientemente J. R. FERNÁNDEZ TORRES), lo cual obliga
con normalidad cuando el administrado busca la solución de un
proceso a «provocar» el acto de la Administración, expreso o por
silencio, para poder iniciar el recurso contencioso-administrativo
instrumentado como una impugnación de ese acto. El mismo nombre
de «recurso», que presupone una resolución previa que se ataca, se
siente ligado a este mecanismo.
Una vieja jurisprudencia enfatizó y sustantivó esa técnica en la
fórmula del «carácter revisor de la jurisdicción contencioso-
administrativa», que significaría que los Tribunales habrían de
limitarse a enjuiciar la validez del acto impugnado según sus propios
precedentes en el expediente, al modo con que un recurso de casación
enjuicia una sentencia. La tesis se radicó inicialmente en la doctrina
del «Ministro-juez», que consideraba a la vía administrativa como
una primera instancia jurisdiccional. Al amparo de ese «carácter
revisor» se excluía la posibilidad de pronunciarse sobre cuestiones
que no hubiesen sido planteadas de manera formal en la vía
administrativa o respecto de las cuales no existiese un previo
805
pronunciamiento expreso de la Administración; se excluyó incluso la
posibilidad de practicar prueba en el proceso contencioso-
administrativo, salvo para «revisar» la practicada en el expediente
administrativo; se cerró, en fin, cualquier pronunciamiento de la
sentencia que no fuese anular el acto impugnado o absolverlo de la
impugnación declarándolo válido.
Vemos aquí reaparecer, en una nueva articulación, varios de los
supuestos en que se intentó justificar el carácter «objetivo» del
recurso y la técnica del «proceso al acto», más atrás estudiados y,
como también vimos, ya sin encaje en el sistema constitucional.
Hay que partir de los artículos 24 y 106 de la Constitución, ninguno
de los cuales ha limitado a esos estrechos cauces el proceso
contencioso-administrativo y cuyos postulados más bien lo hacen
enteramente incompatible con tales límites rígidos. El artículo 106 no
fuerza, en modo alguno, a la técnica impugnatoria estricta, desde el
momento en que habla de controlar «la legalidad de la actuación
administrativa» y no de actos específicos [el mismo concepto, en el
art. 153, apartado c): «El control de la actividad de los órganos de las
Comunidades Autónomas se ejercerá... por la jurisdicción
contencioso-administrativa, el de la Administración autónoma y sus
normas reglamentarias»], pero aún más claramente el artículo 24 no
permite límites convencionales al derecho fundamental a la tutela
judicial de los derechos e intereses, tutela que en todo caso ha de ser,
precisamente, «efectiva»; mucho menos tolera límites provenientes de
dogmas políticos y jurídicos con siglo y medio de retraso.
Pero, por si fuese poco, hay que decir que tampoco la Ley
Jurisdiccional de 1956 alentó una concepción formal como la que se
expresa en el famoso «carácter revisor». Frente a la arcaica
concepción del «Ministro-juez», su Preámbulo explicó con absoluto
rigor: no se ha querido «concebir la Jurisdicción contencioso-
administrativa como una segunda instancia; ante ella, por el contrario,
se sigue un auténtico juicio o proceso entre partes, cuya misión es
examinar las pretensiones que deduzca la actora por razón de un acto
administrativo. La Jurisdicción contencioso-administrativa es, por
tanto, revisora en cuanto requiere la existencia previa de un acto de la
Administración, pero sin que ello signifique, dicho sea a título
enunciativo, que sea impertinente la prueba, a pesar de que no exista
806
conformidad en los hechos de la demanda, ni que sea inadmisible
aducir en vía contenciosa todo fundamento que no haya sido
previamente expuesto ante la Administración. El proceso ante la
Jurisdicción contencioso-administrativa no es una casación, sino,
propiamente, una primera instancia jurisdiccional». Y más adelante:
«no puede impartirse justicia con la mediatización de las
posibilidades probatorias de las partes ante el órgano jurisdiccional».
Pero más importante es notar que el objeto del recurso contencioso-
administrativo tampoco era realmente en dicha Ley el acto
administrativo impugnado, sino precisamente las «pretensiones» (en
el sentido de la doctrina procesal de GUASP, cuyo mejor representante
es hoy GONZÁLEZ PÉREZ) que se formulen «en relación con las
disposiciones y los actos de la Administración» (arts. 37 y 41 y sigs.).
Esas pretensiones podían incluir e incluían, como ya hemos visto, «el
reconocimiento de una situación jurídica individualizada y la
adopción de las medidas adecuadas para el pleno restablecimiento de
la misma» (art. 42), incluso en las situaciones de legitimación por
simple interés. Las pretensiones ejercitables «en relación» con actos
administrativos obligaban, simplemente, a esperar a que éste se
produjera o a provocarlo previamente mediante la técnica expeditiva
del silencio administrativo; había que demostrar en el recurso la
ilegalidad de esa resolución expresa o presunta, pero «en relación»
con esa ilegalidad podía pedirse bastante más que la simple anulación
del acto, podía pedirse toda «pretensión» que, en conexión con esta
anulación, derivase de una titularidad subjetiva, entendida ésta en el
sentido genérico que concretamos en el capítulo XV, § III, el
reconocimiento de esa «situación jurídica individualizada» (art. 42
LJ) en los términos que exigiera la efectividad de la tutela pretendida
(«medidas adecuadas para el pleno restablecimiento de la misma»:
art. 42 LJ; «medidas que considere procedentes para el cumplimiento
de lo mandado», art. 110.2 LJ).
El acto administrativo no era, pues, en sí mismo el objeto del recurso
contencioso-administrativo, sino, como precisaba la Exposición de
Motivos de la Ley, sólo «presupuesto de admisibilidad de la acción
contencioso-administrativa»; no había posibilidad de abrir el proceso
contencioso-administrativo si no era atacando un acto administrativo
previo, pero este ataque podía agotar en sí mismo el contenido de la
pretensión (pretensión anulatoria) o ser, simplemente, la referencia
807
para pretender del Tribunal, además de esa anulación, una declaración
positiva contraria a la que el acto impugnado contenía directa o
indirectamente, declaración que, en caso de estimación del recurso,
sustituía al acto anulado [art. 84. b)], con la imposición a la
Administración de todas las conductas necesarias para que esa
declaración sustitutoria desplegara la plenitud de sus efectos prácticos
(pretensión de condena).
La cuestión venía aun facilitada por la utilización sistemática de la
técnica del silencio administrativo, que ya conocemos (capítulo X, §
VI), especialmente en las formas expeditivas introducidas felizmente
por la LPJDF de 1978, artículo 8.º (veinte días para entenderlo
denegatorio, sin necesidad de denunciar la mora, aunque referido
únicamente a la materia de derechos fundamentales objeto de
amparo). La Exposición de Motivos de la Ley de 1956 ya enfatizó
lúcidamente la significación del silencio administrativo para excluir
las rigideces tradicionales, diciendo: «El acceso a la Jurisdicción
contenciosa no ha de ser posible únicamente cuando la
Administración produce actos expresos y escritos, sino también
cuando revisten cualquier otra forma de manifestación regulada por el
Derecho, sean tácitos o presuntos, porque todos ellos y no solamente
los primeros, pueden incurrir en infracciones jurídicas que requieren
la asistencia judicial»; es importante la admisión expresa en este texto
de la impugnabilidad de los actos tácitos, que suponen resoluciones
indirectas de conflictos y no un expreso pronunciamiento que haya
que revisar en sus propios términos. Cualquier actitud de simple
resistencia de la Administración para entrar, simplemente, en una
materia no podía, pues, cerrar por ello el acceso al contencioso, con lo
que la posibilidad de configuración del contenido de éste quedaba así
disponible para el administrado.
Lo que quedaba, finalmente, de la antigua concepción revisora del
proceso contencioso-administrativo era, pues, simplemente, la
necesidad de otorgar una oportunidad de resolución del litigio a la
Administración mediante un acto previo, que es el reducto último de
su posición privilegiada de autotutela, pero ante el proceso, cumplido
ese «presupuesto procesal», no se limitaba, por ello, la tutela judicial
efectiva que el administrado tenía derecho a exigir.
Esta interpretación de la Ley Jurisdiccional ahora derogada, que la
808
Constitución hizo inexcusable, no siempre pudo imponerse a la
inercia del tópico principio revisor del que la jurisprudencia
contencioso-administrativa postconstitucional siguió extrayendo
muchas veces consecuencias excesivas. La nueva LJ, siguiendo la
pauta de una importante Sentencia constitucional de 25 de septiembre
de 1995, ha puesto, sin embargo, punto final a cualquier vacilación en
este aspecto afirmando en su Exposición de Motivos su propósito de
«superar la tradicional y restringida concepción del recurso
contencioso-administrativo como una revisión judicial de actos
administrativos previos, es decir, como un recurso al acto, y de abrir
definitivamente las puertas frente a cualquier comportamiento ilícito
de la Administración».
Para evitar cualquier equívoco en este sentido su artículo 1 ya no
relaciona las pretensiones ejercitables con los «actos» de la
Administración Pública, como lo hacía el correlativo de la Ley
Jurisdiccional de 1956, sino con la «actuación» de ésta, que es el
término que utiliza el artículo 106.1 de la Constitución y que,
naturalmente, comprende no sólo los actos propiamente dichos, sino
también «la actividad prestacional, las actividades negociales de
diverso tipo, las actuaciones materiales, las inactividades u omisiones
de actuaciones debidas», que, como subraya la Exposición de
Motivos, «expresan también la voluntad de la Administración, que ha
de estar sometida en todo caso al imperio de la Ley».
Al servicio de este propósito la nueva Ley diseña dos nuevos tipos
específicos de acciones, contra la inactividad y contra las actuaciones
materiales constitutivas de vía de hecho (arts. 29 y 39), cuyo ejercicio
se hace preceder de una reclamación previa en sede administrativa y
de un requerimiento previo de carácter potestativo en dicha sede,
respectivamente, aunque advirtiendo que «eso no convierte a estos
recursos en procesos contra la desestimación, en su caso por silencio,
de tales reclamaciones o requerimientos», desestimación que –añade
la Exposición de Motivos– no constituye un auténtico acto
administrativo expreso o presunto, porque con esas reclamaciones y
requerimientos «lo que se persigue es sencillamente dar a la
Administración la oportunidad de resolver el conflicto y de evitar la
intervención judicial», de forma que «lo que se impugna sin más
trámites es, directamente, la inactividad o actuación material
correspondiente, cuyas circunstancias delimitan el objeto del
809
proceso».
La articulación técnica de estas nuevas acciones carece
probablemente del vigor y la amplitud que hubiera sido deseable,
especialmente en el caso de la inactividad de la Administración,
dados los términos excesivamente cautelosos del artículo 29 de la
Ley, pero el principio de partida está nítidamente formulado y cierra
ya definitivamente el paso a la vieja concepción revisora de la
jurisdicción que tan gravemente ha limitado, aun sin texto legal
expreso que pudiera ampararla, su normal funcionamiento.
V. EXTENSIÓN Y LÍMITES
1. LA EXTENSIÓN DE LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVA: EL ALCANCE DE LA CLÁUSULA GENERAL
La LJ utiliza, como ya sabemos, el sistema de cláusula general para
definir la extensión de la jurisdicción contencioso-administrativa, es
decir, el ámbito de competencia genérica de los Tribunales que la
integran, precisando en su artículo 1.º que dicha jurisdicción
«conocerá de las pretensiones que se deduzcan en relación con la
actuación de las Administraciones Públicas sujeta al Derecho
Administrativo, con las disposiciones de categoría inferior a la Ley y
con los Decretos legislativos cuando excedan los límites de la
delegación».
A pesar de su aparente claridad, la interpretación de la cláusula de la
LJ no está exenta de dificultades. Consciente de ello, el propio
legislador se ha creído obligado a precisar en el número 2 del propio
artículo 1.º qué se entiende a estos efectos por Administración
Pública, afirmando expresamente que en esta expresión se
considerarán comprendidas la Administración General del Estado, las
Administraciones de las Comunidades Autónomas, las Entidades que
integran la Administración Local y las Entidades de Derecho Público
que sean dependientes o estén vinculadas al Estado, las Comunidades
Autónomas o las Entidades locales, expresión esta última correlativa
de la utilizada por el artículo 2 LPAC y LSP, cuyo alcance ya hemos
810
estudiado (vid. capítulo VII). Sin embargo, las dificultades antes
aludidas no quedan solventadas en su totalidad con estas precisiones,
como vamos a ver a continuación.
Parece claro, en principio, que el criterio delimitador utilizado es
exclusivamente de orden subjetivo formal. Sin la presencia de una
Administración pública no puede haber, en principio, proceso
contencioso-administrativo, con lo cual, de ser esto cierto, quedarían
excluidas de revisión en este orden jurisdiccional las actuaciones
materialmente administrativas de otros órganos del Estado, como, por
ejemplo, los integrados en el Poder Legislativo y en el Poder Judicial.
Por otra parte, el propio concepto de Administración Pública que
pretende concretar el número 2 del artículo 1.º LJ necesita de
ulteriores precisiones con el fin de resolver adecuadamente los
supuestos límites que la realidad plantea. Existen, en fin, órganos
cuya naturaleza, administrativa o jurisdiccional, puede suscitar dudas,
que es imprescindible despejar con carácter previo si se quiere
delimitar con seguridad el ámbito concreto al que se extiende la
competencia de los Tribunales de la jurisdicción. A todas estas
cuestiones nos vamos a referir a continuación, pues los conceptos de
acto administrativo y de disposición de carácter general ya nos son
familiares y su problemática específica ha quedado ya
suficientemente analizada en otros lugares de esta obra.
A. Actos de los órganos del Poder Judicial, del Poder Legislativo,
Tribunal de Cuentas, Administración electoral, Tribunal
Constitucional, Asambleas legislativas autonómicas y otros órganos
constitucionales no integrados en la Administración del Estado
El problema del acceso a la jurisdicción contencioso-administrativa
de los actos de estos órganos constitucionales que, con toda
evidencia, no están integrados en la Administración del Estado (la
cual se corresponde al Poder ejecutivo estrictamente) no es una
cuestión a resolver por la vía de una supuesta depuración de ese
concepto de Administración del Estado y menos aún por un abandono
del criterio subjetivo o de personificación de la Administración del
Estado como criterio determinante a los efectos del artículo 1.º.2. a)
LJ y un retorno a un concepto supuestamente objetivo del concepto
811
de Administración, que habría que generalizar a órganos de todos los
poderes públicos, como a veces se ha pretendido.
Por el contrario, hay que resaltar que todo el sistema contencioso-
administrativo está ordenado al control de la Administración en
sentido subjetivo y formal. Ésta es la regla general, o competencia
«de derecho común», en la terminología francesa, si se prefiere. No
obstante lo cual, y como una competencia específica «de atribución»
o por ministerio de la Ley, se ha asignado también a los Tribunales
contencioso-administrativos el conocimiento de ciertas cuestiones
(nunca de todas) atinentes a esos otros poderes constitucionales no
integrados en la Administración. El artículo 24 LOPJ, después de
indicar, en términos análogos a su artículo 9.º.4, que la competencia
de la jurisdicción contencioso-administrativa entra en juego cuando
«la pretensión que se deduzca se refiera a disposiciones de carácter
general o a actos de las Administraciones Públicas», como núcleo
básico de dicha competencia, añade: «Asimismo conocerá de las
pretensiones que se deduzcan en relación con actos de los Poderes
públicos españoles, de acuerdo con lo que dispongan las Leyes». Esta
segunda es, pues, una competencia de atribución legal específica.
El legislador podría haber optado, y así resulta del Derecho
Comparado y de nuestra propia historia, por fórmulas distintas de
atribución: por ejemplo, a los Tribunales civiles (competentes en
Francia para conocer los actos de la administración parlamentaria y
en otros países para el contencioso-electoral), o al sistema de
«autodikia» o autojurisdicción, tradicional también en materia
parlamentaria en muchos países y en el nuestro (incluyendo la
Administración electoral) hasta la Constitución de 1978, o en la
creación de órganos cuasi jurisdiccionales especiales (usual en
materia de personal en muchos países para este tipo de órganos, como
también en las organizaciones internacionales o en materia electoral).
La inclusión en nuestra Constitución de 1978 del derecho
fundamental que alcanza «a todas las personas», con independencia
de sus centros de encuadramiento, de un derecho fundamental a la
tutela «judicial» efectiva obligó a buscar una atribución de dicha
tutela a una verdadera jurisdicción. Ésta resultó ser, por analogía de
los problemas a enjuiciar, la contencioso-administrativa. Así se
recoge, como tal competencia de atribución, en el artículo 1.3 LJ,
según el cual los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-
812
administrativo «conocerán también» de las pretensiones que se
deduzcan en relación con: a) los actos y disposiciones en materia de
personal, administración y gestión patrimonial sujetos al derecho
público adoptados por los órganos competentes del Congreso de los
Diputados, del Senado, del Tribunal Constitucional, del Tribunal de
Cuentas y del Defensor del Pueblo, así como de las Asambleas
Legislativas de las Comunidades Autónomas y de las instituciones
autonómicas análogas al Tribunal de Cuentas y al Defensor del
Pueblo; b) los actos y disposiciones del Consejo General del Poder
Judicial y la actividad administrativa de los órganos de gobierno de
los Juzgados y Tribunales en los términos de la LOPJ; c) la actuación
de la Administración electoral, en los términos previstos en la Ley
Orgánica del Régimen Electoral General.
La opción en favor de la jurisdicción contencioso-administrativa de
ese contencioso de los órganos constitucionales (y de la
Administración electoral) ha sido razonable por dos razones: porque
la materia de que trata es esencialmente materia de personal y de
relaciones patrimoniales con terceros (contratos, responsabilidad
aquiliana, expropiaciones: a esto es a lo que la LOPJ llama «actos de
administración») cuya analogía, e incluso identidad, con la materia
contencioso-administrativa típica es patente; en el caso de
Administración electoral, la analogía de la materia y la circunstancia
de la tutela del derecho fundamental del artículo 23 de la
Constitución, justifica razonablemente la atribución a los órganos
contencioso-administrativos (Ley Orgánica de Régimen Electoral
General de 1985, modificada por la de 13 marzo 1991); en fin, en el
caso del Tribunal de Cuentas, fuera de los casos comunes de personal
y de relaciones patrimoniales con terceros, la atribución a la
jurisdicción contencioso-administrativa de recursos contra
providencias y autos de la jurisdicción contable y de recursos de
casación y de revisión contra sentencias definitivas en esa misma
jurisdicción contable (arts. 49 de la Ley Orgánica del Tribunal de
Cuentas de 12 mayo 1982, arts. 80-84 de la Ley de Funcionamiento
del Tribunal de Cuentas de 5 abril 1988), parece una opción
justificada también por razón de analogía rigurosa con la materia
común de la jurisdicción contencioso-administrativa.
En ningún caso parece que sea posible intentar inducir de estas
competencias secundarias (por relación a su competencia común, no
813
porque tengan menor importancia, por supuesto) de la jurisdicción
contencioso-administrativa un supuesto y abstracto concepto objetivo
de lo que haya que entender por Administración en nuestro Derecho,
ni mucho menos pretender ver aquí un fenómeno de quiebra del
principio básico de división de los poderes. Baste decir que, fuera del
caso del contencioso-electoral y del ateniente a la jurisdicción
contable del Tribunal de Cuentas, en todos los demás casos los
Tribunales contencioso-administrativos no fiscalizan el
funcionamiento de los órganos constitucionales, ni siquiera su
función pública más característica, sino materias absolutamente
menores o instrumentales de dicha función pública que, a lo sumo,
sólo al Tribunal Constitucional corresponderá controlar en cuanto
entren en juego sus cauces procesales característicos (recursos de
inconstitucionalidad, recursos de amparo, conflictos de atribuciones).
B. La llamada Administración corporativa y demás fórmulas de
autoadministración
El artículo 1.2 de la Ley Jurisdiccional de 1956 incluía en su apartado
c), entre las entidades que consideraba Administraciones Públicas a
estos efectos, a «las Corporaciones o Instituciones públicas sometidas
a la tutela del Estado o de alguna Entidad Local», lo que encajaba en
la cláusula general a la llamada Administración corporativa. La nueva
LJ ha prescindido ahora en el precepto correlativo de toda mención a
las Corporaciones, a las que por un escrúpulo dogmático no
demasiado justificado ha preferido referirse en su artículo 2. c), según
el cual «el orden jurisdiccional contencioso-administrativo conocerá
de las cuestiones que se susciten en relación con... los actos y
disposiciones de las Corporaciones de Derecho Público adoptados en
el ejercicio de funciones públicas».
Por nuestra parte, consideramos más conveniente por razones
sistemáticas analizar aquí esta cuestión, cuyo planteamiento
tradicional no ha experimentado, por lo demás, alteración alguna con
la nueva Ley.
Al tema nos hemos referido ya en otro lugar (vid., especialmente, el
capítulo VII), por lo que en este momento basta recordar que estas
814
Corporaciones, así como todas aquellas organizaciones de base
privada que, con una u otra calificación jurídico formal, gestionan
determinados intereses públicos en régimen de autoadministración,
producen auténticos actos administrativos en el marco de las
funciones que la propia Administración del Estado ha descentralizado
o delegado singularmente en ellas. Los supuestos, que habrán de ser
calificados caso por caso a la vista de las normas concretamente
aplicables a cada uno de ellos, encajan en el tipo previsto en el
artículo 20. b) LJ (personas que obran como delegados, agentes o
mandatarios de la Administración Pública), precepto que, como ya
notamos, hay que considerar como complemento necesario del propio
artículo 1.º.2 de la Ley.
En todos estos casos se impone, pues, un deslinde de funciones, más
allá de la calificación jurídico-formal de la personalidad reconocida a
la organización de que se trate. Si esta personalidad es pública según
la Ley, no por ello podemos afirmar que estamos en presencia de una
Administración Pública a todos los efectos; tampoco sería lícito, en
consecuencia, calificar de privados todos los actos de una persona u
organización cualquiera cuya personalidad jurídica tenga atribuido
este carácter. Supuesta la dualidad de actividades que realizan todas
estas organizaciones que actúan en régimen de autoadministración, la
diferenciación es obligada y el criterio para llevarla a cabo, a la vista
de las normas aplicables, no es otro que el apuntado por el artículo
20. b) LJ.
La distinción ha entrado ya en las costumbres. En este sentido es
explícito el artículo 8.º.1 LCP. En esta línea se movían ya las
Sentencias de la Sala 1.ª del Tribunal Supremo de 22 de marzo de
1954 y 24 de octubre de 1958, que negaban a las Cámaras de
Comercio los beneficios que la Ley de Arrendamientos Urbanos
reconocía a las Administraciones Públicas, a pesar de la calificación
formal de las Cámaras como Corporaciones de Derecho público y las
de la Sala 5.ª del Alto Tribunal de 5 de febrero y 16 de junio de 1964
y 7 de diciembre de 1968, entre otras, que negaron igualmente la
condición de Administraciones Públicas a las Mutualidades de
Funcionarios, supuesto que sus funciones son exclusivamente de
previsión y auxilio de sus miembros. Ninguna dificultad se opuso, en
cambio, a la impugnación en la vía contencioso-administrativa del
acuerdo del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos por el
815
que se denegó a un médico la preceptiva autorización para el ejercicio
de su profesión (S. de 12 de febrero de 1960). La distinción operó
también, sin mayores problemas, en los supuestos relativos a la
intervención de los Colegios de Farmacéuticos en los expedientes de
apertura de farmacias o en la fijación de turnos de guardia (Ss. de 15
de diciembre de 1962, 11 de junio de 1964 y 6 de febrero de 1969).
Semejante a ésta fue, en fin, la postura adoptada por el Tribunal
Supremo en relación a los Consejos reguladores de las
Denominaciones de Origen (Ss. de 10 de marzo de 1965 y 13 de julio
de 1984), a los grupos de exportadores (S. de 14 de febrero de 1975),
a las Comunidades de Regantes (vid. Decreto de conflictos de 17 de
enero de 1957), etc. Y, por supuesto, en el ámbito de la disciplina de
las profesiones, que es el más característico. La solución es ya
enteramente pacífica en la jurisprudencia reciente, tanto contencioso-
administrativa, como constitucional.
La Sentencia de 17 de noviembre de 2015 considera también que «el
cese de un Académico de Número (de la Real Academia de Farmacia)
es cuestión propia de la jurisdicción contenciosa-administrativa»,
dada la naturaleza de Corporaciones de Derecho Público que sus
respectivos Estatutos atribuyen a las Reales Academias.
C. Concesionarios de servicios públicos
Idéntico a los que acaban de exponerse es el caso de los
concesionarios de servicios públicos, que, con independencia de los
actos y negocios de índole privada que puedan realizar, ejercitan
también, en ciertos casos, auténticas funciones públicas por
delegación de la Administración concedente, en los términos de los
artículos 126.3 RSCL (policía del servicio). En estos supuestos, y
sólo en ellos, los actos realizados por el concesionario en el marco de
la delegación recibida son auténticos actos administrativos cuyo
conocimiento corresponde a la jurisdicción contencioso-
administrativa (vid., por ejemplo, la S. de 13 de octubre de 1961). Así
lo precisa hoy el artículo 2. d) LJ: «Los actos administrativos de
control o fiscalización dictados por la Administración concedente,
respecto de los dictados por los concesionarios de los servicios
públicos que impliquen el ejercicio de potestades administrativas
816
conferidas a los mismos, así como los actos de los propios
concesionarios cuando puedan ser recurridos directamente ante este
orden jurisdiccional de conformidad con la legislación sectorial
correspondiente».
D. La Administración institucional y entidades dependientes de ella
El artículo 1.º.2 LJ incluye expresamente bajo la rúbrica de
Administraciones públicas a «las Entidades de Derecho Público que
sean dependientes o estén vinculadas al Estado, las Comunidades
Autónomas o las Entidades locales».
Al tema nos hemos referido ya con detalle en los capítulos I y VII de
esta obra, en los que hemos destacado el progresivo abuso de las
personificaciones de Derecho Privado y de la remisión
incondicionada a éste de la actividad de un número progresivamente
creciente de entidades formalmente calificadas de Derecho Público.
No es necesario repetir ahora, por lo tanto, que de la Constitución
derivan para los poderes públicos sujeciones específicas que no
pueden ser eludidas tan simplemente con una mera manipulación de
la personificación o del régimen jurídico. Tampoco que en todos estos
casos es preciso distinguir siempre entre la decisión de actuar, que es
siempre decisión pública en cuanto procedente de una entidad
perteneciente al aparato organizativo global de la Administración
Pública y que, en consecuencia, debe ser enjuiciada a la luz de los
principios generales del ordenamiento jurídico-administrativo por los
Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa, y la
instrumentación concreta de esa decisión, que podrá remitirse al
Derecho Privado cuando las normas de creación de esas entidades así
lo dispongan.
Una segunda cuestión conflictiva se presenta a propósito de las
entidades gestoras de la Seguridad Social, que, a pesar, de su
condición de entidades de Derecho Público, escapan sustancialmente
al control de la jurisdicción contencioso-administrativa en beneficio
de la jurisdicción social, a la que por determinación legal expresa, a
raíz de la promulgación de la Ley de Bases de la Seguridad Social de
1963, se han venido remitiendo las cuestiones litigiosas planteadas
817
por los beneficiarios del sistema, así como el contencioso del personal
funcionario de dichas entidades.
La disposición adicional quinta de la nueva LJ modificó el artículo 3
del Texto Refundido de la Ley de Procedimiento Laboral de 7 de abril
de 1995 excluyendo expresamente de la jurisdicción social el
conocimiento de las cuestiones relativas a la tutela de los derechos de
libertad sindical y huelga de los funcionarios públicos y demás
personal incluido en el artículo 1.3 del Estatuto de los Trabajadores,
así como de las resoluciones de la Tesorería General de la Seguridad
Social en materia de gestión recaudatoria o, en su caso, de las
Entidades Gestoras sobre cuotas de recaudación conjunta, actas de
liquidación e infracción y de las pretensiones que versen sobre la
impugnación de las disposiciones generales y actos de las
Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo en
materia laboral, salvo las relativas a la imposición de sanciones por
infracciones de orden social y las resoluciones administrativas sobre
regulación de empleo y traslados colectivos. El artículo 3 de la Ley de
10 de octubre de 2011, reguladora de la jurisdicción social, que ha
sustituido al Texto Refundido de 1995, mantiene en los mismos
términos dichas exclusiones.
Como ya se dijo más atrás, la nueva disposición adicional séptima LJ
atribuye a los Juzgados y Tribunales de la jurisdicción contencioso-
administrativa la competencia para conocer las cuestiones que se
planteen entre la Sociedad estatal de Correos y Telégrafos S.A. y sus
empleados que todavía conserven la condición de funcionarios.
E. Órganos de naturaleza híbrida, jurisdiccional-administrativa
El establecimiento efectivo del principio de «unidad jurisdiccional»
por el artículo 117 de la Constitución (art. 3.º LOPJ) ha despejado el
panorama preconstitucional, en el que existía un abigarrado sistema
de órganos cuya naturaleza administrativa o jurisdiccional resultaba
con frecuencia difícil de establecer y, por tanto, la posible
recurribilidad de sus decisiones ante los Tribunales contencioso-
administrativos.
818
Hoy no existe duda ya de la recurribilidad general de las decisiones
de todas las organizaciones públicas distintas de las estrictamente
constitucionales (y, en cuanto a éstas, hemos visto más atrás que al
menos ciertos actos de las mismas pueden caer en el ámbito de la
jurisdicción contencioso-administrativa). De la situación anterior sólo
quedaba ya una huella anecdótica en el mantenimiento de la
denominación tradicional de los «Tribunales Económico-
Administrativos», pero la reforma de la LCSP realizada por la Ley
34/2010, de 5 de agosto, volvió a utilizar esta equívoca denominación
para el nuevo «Tribunal Administrativo Central de Recursos
Contractuales» (y para los Tribunales Administrativos Territoriales
que autoriza a constituir si fuesen necesarios) por ella creado para
conocer del recurso especial, «rápido y eficaz» exigido por la
normativa comunitaria para garantizar la efectiva observancia de los
principios de transparencia y no discriminación que deben presidir los
procedimientos de adjudicación de los contratos sometidos a ella,
aunque, como ya nos consta, ni aquéllos ni éste son verdaderos
Tribunales, ya que resuelven simplemente un recurso administrativo
previo al jurisdiccional. Lo mismo puede decirse del ahora llamado
Tribunal Administrativo del Deporte, que sustituyó al antiguo Comité
Español de Disciplina Deportiva y que hoy regula el artículo 84 de la
Ley del Deporte de 15 de octubre de 1990, en la nueva redacción
dada al mismo por la Ley Orgánica 11/2021, de 28 de diciembre, de
lucha contra el dopaje en el deporte. La Ley 15/2007, de 3 de julio, de
Defensa de la Competencia, ha prescindido, sin embargo, con buen
criterio de la palabra «Tribunal» para designar al organismo público
«encargado de preservar, garantizar y promover la existencia de una
competencia efectiva en los mercados», que ahora recibe el nombre
más apropiado de Comisión Nacional de los Mercados y la
Competencia, cuyas resoluciones en la materia son plenamente
recurribles en la vía contencioso-administrativa, ante la Audiencia
Nacional, concretamente (vid. art. 48 y disposición adicional séptima,
tres, de la Ley).
2. LOS LÍMITES DE LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVA
Analizada ya la cláusula general que define el ámbito normal de la
819
competencia genérica de los Tribunales de la jurisdicción
contencioso-administrativa, nos corresponde ahora fijar los límites
concretos de la misma, límites que contribuyen a precisar los artículos
2, 3,4 y 28 LJ.
A. Delimitación negativa. Materias excluidas y materias ajenas a la
jurisdicción contencioso-administrativa; los actos de gobierno como
materia incluida
El artículo 3.º LJ enuncia una serie de materias que, según su propio
tenor, no corresponden a la jurisdicción contencioso-administrativa,
es decir, que son ajenas a la misma por su propia naturaleza. Por su
parte, el artículo 28 LJ hace referencia a otras cuestiones que, siendo
propiamente administrativas, se apartan y excluyen expresamente del
conocimiento de los Tribunales de la jurisdicción contencioso-
administrativa por razones diversas y que, en consecuencia, se
concibieron como derogaciones singulares de la cláusula general. A
ambos tipos de cuestiones –ajenas y excluidas– nos vamos a referir
seguidamente.
a. Materias ajenas: el artículo 3.º LJ
El artículo 3.º LJ comienza excluyendo de la jurisdicción
contencioso-administrativa «las cuestiones expresamente atribuidas a
los órdenes jurisdiccionales civil, penal y social, aunque estén
relacionadas con la actividad de la Administración Pública». La
aplicación de este texto suscita una serie de dificultades que es
preciso examinar aquí.
La referencia a la jurisdicción penal es, en principio, la menos
problemática, dada la categórica delimitación de la materia a través
del Código Penal y de las leyes penales especiales. Por otra parte, la
integridad de la materia penal resulta enérgicamente defendida por el
artículo 4.º LJ, que excluye expresamente el conocimiento de la
misma por los Tribunales de la jurisdicción contencioso-
administrativa en vía prejudicial o incidental, lo que obliga a éstos a
820
inhibirse y detener el curso del proceso hasta tanto no se pronuncien
los Tribunales penales sobre la cuestión incidental planteada, como ya
tuvimos ocasión de ver al estudiar el tipo de nulidad absoluta previsto
en el artículo 47.1. a) LPAC (actos constitutivos de delito), en cuyo
momento analizamos también las dificultades que en este tema suelen
producirse a consecuencia del exceso de jurisdicción en que los
Tribunales penales suelen incurrir a causa de un incorrecto manejo de
la prejudicialidad administrativa.
La solución no ofrece, pues, duda alguna cuando se trata de
cuestiones prejudiciales penales que surgen en el seno de un
procedimiento o proceso administrativo.
El supuesto problemático es el inverso, es decir, el que se produce
cuando en el curso de un proceso penal surge una cuestión prejudicial
administrativa. El artículo 3 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal
establece que «por regla general la competencia de los Tribunales
encargados de la justicia penal se extiende a resolver, para el sólo
efecto de la represión», dichas cuestiones. Esta regla general no es,
sin embargo, absoluta. Tiene excepciones, como aclara el artículo 4
de la Ley citada, según el cual «si la cuestión prejudicial fuese
determinante de la culpabilidad o de la inocencia, el Tribunal de lo
criminal suspenderá el procedimiento hasta la resolución de aquélla
por quien corresponda; pero puede fijar un plazo, que no exceda de
dos meses, para que las partes accedan al Juez o Tribunal civil o
contencioso-administrativo correspondiente». En estos casos
(cuestiones prejudiciales devolutivas), la infracción por los Tribunales
penales del artículo 4 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal puede
tener trascendencia constitucional e implicar una violación del
artículo 24 de la Constitución, como viene afirmando el Tribunal
Constitucional a partir de su Sentencia de 22 de febrero de 1996, que
anuló una condena penal por delito de intrusismo de un odontólogo
que tenía derecho a la homologación de su título de tal obtenido fuera
de España, cuestión ésta que en el momento de producirse la referida
condena estaba pendiente de decidir en el correspondiente recurso
contencioso-administrativo por él interpuesto contra la resolución
administrativa denegatoria de la homologación, resolución que fue
finalmente anulada por los Tribunales de la jurisdicción contencioso-
administrativa. «Tratándose, pues, de una cuestión prejudicial
devolutiva con respecto a la cual se había incoado ya el pertinente
821
proceso contencioso-administrativo, es claro –dice la Sentencia
constitucional citada– que, de conformidad con lo dispuesto en dicha
norma procesal, el Tribunal no podía extender a ese elemento del tipo
su competencia» y que debía haber suspendido el procedimiento
penal hasta que se resolviera por sentencia firme de los Tribunales
contencioso-administrativos la cuestión prejudicial de la
homologación del título de odontólogo para no infringir el derecho
del inculpado de intrusismo a la tutela judicial efectiva
(jurisprudencia constitucional reiterada: Sentencias de 26 de marzo,
27 de mayo y 11 de junio de 1996, etc.).
La nueva LJ ha derogado expresamente los artículos 114 y 249 del
Texto Refundido de la Ley de Reforma y Desarrollo Agrario de 12 de
enero de 1973, que, recogiendo los preceptos de la legislación agraria
de la postguerra, diseñaron un atípico recurso de revisión ante la Sala
de lo Social del Tribunal Supremo contra las resoluciones de la
Administración en materia de justiprecio, pago y toma de posesión de
las fincas expropiadas por razones de colonización y reforma agraria.
Esta solución, justificada en el momento en que fue establecida por la
suspensión del contencioso-administrativo (que no fue reabierto,
como ya vimos, hasta 1944), logró sorprendentemente subsistir por el
desacierto y la incuria de los sucesivos legisladores hasta la Sentencia
constitucional de 1 de julio de 1993, que, haciéndose eco de la
denuncia formulada en la edición anterior de esta obra, declaró
finalmente la nulidad de los referidos preceptos por su manifiesta
contradicción con el artículo 9.4 LOPJ, que atribuye a los Tribunales
del orden contencioso-administrativo con carácter general y, por lo
tanto, sin excepción alguna el conocimiento «de las pretensiones que
se deduzcan en relación con los actos de la Administración Pública
sujetos al Derecho Administrativo», carácter que inequívocamente
tienen todas las resoluciones administrativas en todos los
procedimientos expropiatorios, cualesquiera que sean las causas que
los legitiman.
En el ámbito laboral la partición ha sido siempre particularmente
conflictiva. Los criterios generales del artículo 9 LOPJ no resultan
aquí definitivos, ya que la atribución al orden contencioso-
administrativo del conocimiento de las cuestiones que se deduzcan en
relación con «los actos de la Administración Pública sujetos al
Derecho Administrativo y con las disposiciones reglamentarias» no
822
evita la colisión con la cláusula de competencia del orden social, que
viene referida a «las pretensiones que se promuevan dentro de la rama
social del Derecho» y a «las reclamaciones en materia de Seguridad
Social o contra el Estado cuando le atribuya responsabilidad la
legislación laboral». Hay, pues, un ámbito de actuación de las
Administraciones Públicas –sancionadora, arbitral, recaudatoria y de
gestión de las prestaciones sociales, por citar sólo sus manifestaciones
más destacadas– en la que confluyen normas sociales y
administrativas.
Un Auto de la Sala Especial de Conflictos de Competencia de 28 de
marzo de 1990 subrayó que el criterio de reparto de la competencia
entre los dos órdenes jurisdiccionales «no reside en el carácter del
órgano, ni tampoco en el carácter del acto, sino que resulta decisivo el
área jurídica en que éste incide», lo que vino a inclinar la balanza del
lado del orden social. Como los problemas no acabaron con ello el
legislador optó por modificar el artículo 3 del Texto Refundido de la
Ley de Procedimiento Laboral de 7 de abril de 1995 (disposición
adicional quinta de la nueva LJ) en los términos que ya hemos visto,
que responden no tanto o no sólo a razones de índole técnico-jurídica,
sino también, muy probablemente, al propósito de equilibrar la carga
de trabajo de ambas jurisdicciones.
Otro Auto de la propia Sala de Conflictos de 20 de junio de 2005 ha
resuelto en favor de la jurisdicción contencioso-administrativa la vieja
contienda entre ésta y la jurisdicción social a propósito del personal
estatutario de los Servicios de Salud, cuyo status funcionarial y su
vinculación a la Administración, titular de los referidos Servicios, ha
afirmado el Estatuto Marco aprobado por la Ley de 16 de diciembre
de 2003, que, al derogar expresamente el artículo 45.2 del Texto
Refundido de la Ley de Seguridad Social de 1974 ha liquidado
definitivamente la disputa.
El aspecto más conflictivo de la partición jurisdiccional es el que
afecta a la jurisdicción civil y ello porque falta, incluso, en nuestro
ordenamiento una definición de lo que se considera cuestión civil.
Este riesgo no es, sin embargo, muy grande en la práctica diaria, tal y
como se «vive» actualmente el sistema. Por lo pronto, hay que notar
que la atribución a la jurisdicción contencioso-administrativa de las
cuestiones prejudiciales e incidentales de carácter civil que se
823
produzcan con ocasión de un acto administrativo (art. 4.º LJ) elimina
la mayor parte de los problemas, al permitir que los Tribunales de
esta jurisdicción entren en el análisis de dichas cuestiones y se
pronuncien sobre ellas incidenter tantum, sin perjuicio del posterior
ejercicio por las partes de las acciones que puedan asistirles ante los
Tribunales civiles. Queda así eliminada ab initio toda posible
conflictividad en todos aquellos asuntos en que la Administración
incide lateralmente en relaciones jurídico-privadas entre particulares
(autorización de derribo de fincas, inclusión de inmuebles en el
Registro de Solares y efectos de la misma para los inquilinos, policía
de vivienda, deslindes, etc.), puesto que, a pesar de las declaraciones
que la sentencia contencioso-administrativa pueda hacer sobre ellas,
la cuestión de fondo queda íntegra para su posterior decisión por el
juez ordinario, dado que tales declaraciones no producen efectos de
cosa juzgada. Aclarado este extremo por la propia Ley (art. 4.º.2 LJ),
todo posible equívoco queda despejado de antemano, aun en el
supuesto –no infrecuente por cierto– de que la sentencia guarde
silencio al respecto.
En lo que se refiere a aquellas instituciones que el Derecho
Administrativo toma a préstamo del Derecho Civil para moldearlas
según sus necesidades (especialmente, contratos y responsabilidad)
hay que tener en cuenta, en principio, el papel que en orden a la
reducción de la posible conflictividad juega la técnica de los actos
separables, que ya nos es familiar. El artículo 2. b) de la nueva LJ ha
acogido expresamente esta técnica al afirmar la competencia del
orden jurisdiccional contencioso-administrativo para conocer de las
cuestiones relativas a «los contratos administrativos y los actos de
preparación y adjudicación de los demás contratos sujetos a la
legislación de contratación de las Administraciones Públicas», con lo
que se trata de evitar, como explica la Exposición de Motivos de la
Ley, «que la pura y simple aplicación del Derecho privado en
actuaciones directamente conectadas a fines de utilidad pública se
realice, cualesquiera que sean las razones que la determinen, en
infracción de los principios generales que han de regir, por imperativo
constitucional y del Derecho Comunitario europeo, el
comportamiento contractual de los sujetos públicos».
La LCSP utiliza también esta técnica de los actos separables para
distribuir entre las jurisdicciones contencioso-administrativa y civil el
824
contencioso contractual del sector público, pero lo ha hecho en unos
términos poco comprensibles al combinarla con el criterio de la
sujeción o no sujeción de los contratos a regulación armonizada (esto
es, a la disciplina comunitaria), de forma que las cuestiones relativas
a la preparación y adjudicación de los contratos no sujetos a
regulación armonizada que suscriban los entes del sector público que
no tengan el carácter de Administración Pública se remiten a la
jurisdicción civil y esas mismas cuestiones se encomiendan, en
cambio, a la jurisdicción contencioso-administrativa cuando se trata
de contratos privados de las Administraciones Públicas o de contratos
sujetos a regulación armonizada, incluidos –dice el art. 27– los
contratos subvencionados.
La unificación en la jurisdicción contencioso-administrativa de las
cuestiones relativas a la responsabilidad patrimonial tropezó, sin
embargo, con dificultades muy serias, resultantes, primero, de la
afirmación por la jurisdicción social de su competencia para conocer
de la responsabilidad por los daños derivados de la asistencia sanitaria
prestada por el INSALUD y su personal y, después, por la
implicación progresiva de las compañías de seguros en este campo
con el fin de dar cobertura a las Administraciones Públicas. Al primer
problema dio respuesta la modificación del artículo 9.4 LOPJ por la
Ley Orgánica de 13 de julio de 1998 al disponer que los Tribunales
del orden contencioso-administrativo «conocerán, asimismo de las
pretensiones que se deduzcan en relación con la responsabilidad
patrimonial de las Administraciones Públicas y del personal a su
servicio, cualquiera que sea la naturaleza de la actividad o el tipo de
relación del que se derive», incluso en el caso de que «a la producción
del daño hubieran concurrido sujetos privados», supuesto en el que
«el demandante deducirá también frente a ellos su pretensión ante
este orden jurisdiccional». La reforma de la LPC realizada por la Ley
de 13 de enero de 1999 ratificó poco después esta misma solución al
establecer en la nueva redacción dada al artículo 144 que la
responsabilidad de Derecho Privado de las Administraciones Públicas
habría de exigirse también «de conformidad con lo previsto en los
artículos 139 y siguientes de esta Ley», suprimiendo así la tradicional
dualidad de regímenes de responsabilidad y con ella la dualidad
jurisdiccional. Para resolver el segundo ha sido precisa una nueva
modificación de la LOPJ, la acordada por la Ley Orgánica 19/2003,
de 23 de diciembre, que ha añadido al artículo 9.4 de aquélla una
825
nueva precisión afirmando que los Tribunales de la jurisdicción
contencioso-administrativa conocerán igualmente «de las
reclamaciones de responsabilidad cuando el interesado accione
contra la aseguradora de la Administración, junto a la
Administración respectiva».
El último párrafo de la vigente redacción del artículo 9.4 LOPJ
reafirma, por su parte, la competencia del orden jurisdiccional
contencioso-administrativo cuando «las demandas de responsabilidad
patrimonial se dirigen, además, contra las personas o entidades
públicas o privadas indirectamente responsables de aquéllas». La Ley
Orgánica 19/2003 ha dado también nueva redacción al artículo 2. e)
LJ para ajustarlo a los términos del modificado artículo 9.4 LOPJ. Es
de esperar que con ello haya quedado definitivamente resuelta la
cuestión.
Hay que subrayar, finalmente, que la jurisprudencia contencioso-
administrativa se muestra especialmente rigurosa en todos aquellos
asuntos en los que está implicada una cuestión de propiedad,
absteniéndose de pronunciarse sobre el fondo de los mismos aunque
éste sea inequívocamente administrativo (por ejemplo: reivindicación
de oficio de bienes demaniales, a la que hicimos referencia puntual en
el capítulo XIV de esta obra), cuando para ello sea preciso hacer
declaraciones sobre titularidades dominicales no definitivamente
establecidas (lo cual no obsta, naturalmente, para que afirme su
competencia para declarar la incompetencia de la propia
Administración cuando los actos de ésta incluyen declaraciones de
derechos civiles, actitud tradicional que está en la base de la doctrina
de los vicios de orden público a que hemos hecho referencia en otros
lugares; vid., entre otras muchas, las Ss. de 18 y 19 de mayo, 6 de
junio y 11 de diciembre de 1973; 16 de diciembre de 1974, etc.). La
propiedad es, en efecto, la cuestión civil por excelencia y los
Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa se muestran
respetuosos en extremo con esta vieja regla, que fuera otrora la
expresión de un recelo frente a una jurisdicción que nació como
especial y levantó siempre sospechas y que hoy se mantiene por la
fuerza de la tradición, aunque tales sospechas y recelos ya no existan
ni tienen base real en que apoyarse.
Semejante es el caso de los actos dictados en el ámbito que
826
convencionalmente se conoce con la denominación de
Administración del Derecho Privado (cambios de nombre, dispensas,
nacionalidad, etc.). El carácter civil de la materia explica en estos
casos su atribución a la jurisdicción ordinaria, aunque se trate de
auténticos actos administrativos (vid. el art. 52 de la Ley de Registro
Civil de 5 de junio de 1957, según el cual las inscripciones registrales
sólo pueden rectificarse por sentencia firme de los Tribunales
ordinarios; vid. también, el art. 362 del Reglamento de la Ley,
aprobado por Decreto de 14 de noviembre de 1958, que excluye el
recurso contencioso-administrativo; el art. 22.5 CC adopta, en
cambio, la solución contraria, remitiendo expresamente a la vía
contencioso-administrativa la concesión o denegación de la
nacionalidad por residencia).
Tal carácter tienen igualmente los actos dictados por los
Registradores de la Propiedad y por la Dirección General de los
Registros y del Notariado en el ejercicio de la función registral, que,
como ha advertido GONZÁLEZ PÉREZ, es típicamente administrativa.
El Registro de la Propiedad (y lo mismo el Mercantil, naturalmente)
es, en efecto, un servicio público, por lo que parecía forzoso
distinguir los actos «dictados en relación con la gestión y
funcionamiento» del mismo, cuyo enjuiciamiento correspondería a
los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa, de «las
cuestiones y conflictos que puedan surgir con motivo de la aplicación
de las normas sustantivas de derecho privado sobre las que se
proyecta la función registral», que corresponderían al orden
jurisdiccional civil. Así vinieron a entenderlo finalmente las
Sentencias de 15 y 24 de febrero y 22 de mayo de 2000, 23 de mayo
de 2003 y 12 de enero de 2004. Todas ellas se refieren, sin embargo,
a la situación anterior a la reforma realizada por la Ley 24/2001, de
27 de diciembre, que ha añadido a la Ley Hipotecaria un Título
nuevo, el XIV, artículos 322 a 329, dedicado a los «recursos contra la
calificación». El artículo 324 de la Ley citada dispone que contra la
calificación negativa del Registrador se podrá interponer recurso ante
la Dirección General de los Registros y del Notariado, cuyas
resoluciones, expresas o presuntas, «serán recurribles ante los órganos
del orden jurisdiccional civil, siendo de aplicación las normas del
juicio verbal», según establece el artículo 329. Este precepto no hace
distinción alguna entre las cuestiones de forma y de fondo, por lo que
827
parece que la atribución de la competencia a la jurisdicción civil debe
comprender el conocimiento de todas.
Los apartados b) y c) del artículo 3 LJ no requieren mayores
comentarios: el recurso contencioso-disciplinario militar corresponde
a la jurisdicción militar, regulada por la Ley Orgánica 4/1987, de 15
de julio, que culmina en la Sala 5.ª del Tribunal Supremo; a los
conflictos de jurisdicción entre los Tribunales y la Administración y a
los conflictos de atribuciones entre los órganos de ésta ya nos hemos
referido en otro lugar (capítulo IX). La Ley Orgánica 1/2010, de 19
de febrero, ha vuelto a modificar el artículo 9.4 de la Ley Orgánica
del Poder Judicial [y, consiguientemente, el artículo 3 LJ, al que ha
añadido una nueva letra d)], esta vez para excluir del orden
jurisdiccional contencioso-administrativo el conocimiento de los
recursos directos o indirectos que se interpongan contra las Normas
Forales fiscales de los Territorios Históricos de Álava, Guipúzcoa y
Vizcaya, que a partir de ahora queda atribuido, en exclusiva, al
Tribunal Constitucional (vid. la, también nueva, disposición adicional
quinta de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, añadida
igualmente por la Ley Orgánica 1/2010), y ello en razón de la
singularísima posición que en el ordenamiento corresponde a dichas
Normas, que, como ya notamos en el capítulo VI de esta obra, se
ordenan directamente al Estatuto de Autonomía del País Vasco y a la
disposición adicional primera de la Constitución que ampara y respeta
los derechos históricos de los territorios forales y remite su
actualización general a dicho Estatuto. El ámbito de la exclusión no
puede extenderse a los demás actos y disposiciones dictadas por las
Juntas Generales de dichos territorios, que, por supuesto, son
residenciables ante los órganos de la jurisdicción contenciosa-
administrativa: vid. Sentencia de 7 de junio de 2016).
No corresponde, en fin, a la jurisdicción contencioso-administrativa el
conocimiento de los recursos que se interpongan ante los Reales
Decretos de declaración del estado de alarma y sus prórrogas, cuyo
control es privativo del Tribunal Constitucional, ya que, aunque
adoptados por el Consejo de Ministros, la decisión está revestida de
un valor equiparable, por su contenido y efecto, al de las Leyes, y
normas asimilables cuya aplicación puede excepcionar, suspender o
modificar. Así lo declaró el Tribunal Supremo a propósito del Real
Decreto de 4 de diciembre de 2010 por el que se declaró el estado de
828
alarma para la normalización del servicio público esencial de
transporte aéreo, lo que refrendó el Tribunal Constitucional en su
Auto de 10 de febrero de 2011 y luego la Sentencia del Pleno de
dicho Tribunal de 23 de febrero de 2016.
Esta doctrina ha vuelto a reiterarse con motivo de la declaración del
estado de alarma para hacer frente a la pandemia del COVID-19 por
el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo. Vid. el Auto de 4 de mayo
de 2020.
b. Materias excluidas: en particular, el artículo 28 LJ. El caso de los
actos de gobierno como materia incluida
Con lo dicho hasta aquí queda definido lo que constituye el ámbito
normal de la jurisdicción, es decir, la materia contencioso-
administrativa por utilizar la expresión tradicional.
Las excepciones a la cláusula general que hubo de admitir la Ley
Jurisdiccional de 1956, dada la época en que fue promulgada,
quedaron eliminadas pura y simplemente a la entrada en vigor de la
Constitución en virtud de su efecto derogatorio primario (disposición
transitoria 3.ª) en materia de derechos fundamentales, que hemos
explicado con detalle en el capítulo III de esta obra, al que ahora nos
remitimos.
El artículo 24 de la Constitución –y con él correlativamente los arts.
103.1 y 106.1– garantizan, como ya nos consta, el derecho de todas
las personas a la tutela judicial efectiva de sus derechos e intereses
legítimos «sin que en ningún caso, pueda producirse indefensión», lo
que, obviamente, cierra el paso a cualquier clase de excepciones. Por
eso, precisamente, la nueva LJ ha prescindido incluso de la propia
expresión de acto político (vid. capítulo X) que era la más detonante y
polémica de las exclusiones que la Ley Jurisdiccional de 1956 aceptó
[art. 2. a)], actos que expresamente se incluyen en el ámbito de la
jurisdicción.
El artículo 2. a) de la nueva Ley dice ahora, en efecto, que «el orden
jurisdiccional contencioso-administrativo conocerá de las cuestiones
829
que se susciten en relación con: la protección de los derechos
fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las
indemnizaciones que fueran procedentes, todo ello en relación con los
actos de Gobierno o de los Consejos de Gobierno de las Comunidades
Autónomas, cualquiera que fuese la naturaleza de dichos actos»,
precisión la subrayada con la que el legislador ha querido excluir a
radice toda posible discusión sobre una supuesta diferencia sustantiva
entre los actos de las autoridades públicas sujetos al Derecho
Administrativo y aquellos otros, difícilmente definibles, que no lo
estarían y que, en consecuencia, quedarían excluidos de todo control
por los Tribunales.
La nueva Ley –según explica su Exposición de Motivos– «parte del
principio de sometimiento pleno de los poderes públicos al
ordenamiento jurídico, verdadera cláusula regia del Estado de
Derecho», principio que «es incompatible con el reconocimiento de
cualquier categoría genérica de actos de autoridad –llámense actos
políticos, de Gobierno, o de dirección política– excluida per se del
control jurisdiccional», por lo que «sería un contrasentido que una
Ley que pretende adecuar el régimen legal de la jurisdicción
contencioso-administrativa a la letra y al espíritu de la Constitución,
llevase a cabo la introducción de toda una esfera de actuación
gubernamental inmune al Derecho», tanto más cuanto que «el propio
concepto de acto político se halla hoy en franca retirada en el Derecho
Público europeo». Esto supuesto –concluye–, «los intentos
encaminados a mantenerlo, ya sea delimitando genéricamente un
ámbito en la actuación del poder ejecutivo regido sólo por el Derecho
Constitucional, y exento del control de la Jurisdicción Contencioso-
Administrativa, ya sea estableciendo una lista de supuestos excluidos
del control judicial, resultan inadmisibles en un Estado de Derecho».
El artículo 29.3 LGO confirma, a su vez, esta importante precisión:
«Los actos del Gobierno... son impugnables ante la jurisdicción
contencioso-administrativa, de conformidad con lo dispuesto en su
Ley reguladora». Quedó así liquidado el intento de restaurar y aun
ampliar la exención jurisdiccional de los actos del Gobierno (y aun de
autoridades inferiores a él) que se plasmó en un Proyecto de Ley de
1995, que quedó felizmente caducado con la disolución de aquellas
Cortes.
El viejo tema de los actos de Gobierno ha quedado, pues, eliminado
830
en los términos que, por lo demás, había ya definido el Tribunal
Supremo en dos ruidosos asuntos resueltos positivamente por sus
Sentencias de 28 de junio de 1994 y 4 de abril de 1997, las dos del
Pleno de la Sala 3.ª, con las que definitivamente hizo crisis.
Por lo que hace a la excepción de acto confirmatorio [art. 28 LJ, que
reproduce el 40. a) de la Ley anterior], que pretende ser más una regla
técnica que estrictamente derogatoria de la cláusula general, nos
remitimos al análisis crítico que de la misma quedó hecho en el
capítulo XI de esta obra, limitándonos en este momento a recordar
dos cosas: en primer lugar, que para que la excepción pueda operar es
preciso que entre el acto confirmatorio y el anterior consentido exista
la más perfecta identidad de los sujetos y de la posición en que se
presentan, del objeto y de la causa de pedir, en aplicación de los
principios que regulan la cosa juzgada material (vid. hoy el artículo
222.4 de la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil, que ha derogado el
artículo 1.252 CC), exigencia ésta de «las tres identidades» que la
jurisprudencia interpreta rigurosamente, con la consiguiente
reducción de los efectos negativos inherentes a la excepción; en
segundo lugar, que ésta sólo es oponible en relación a los actos
anulables, pues los nulos de pleno derecho no sanan ni se convalidan
por el consentimiento de sus destinatarios o por el paso del tiempo,
como viene a proclamar hoy categóricamente el artículo 106 LPAC.
Así lo proclama sin ambages la jurisprudencia (Sentencias de 20 de
diciembre de 1989 y 25 de junio de 1991) e incluso la constitucional,
a propósito de la garantía debida en todo caso a los derechos
fundamentales (Sentencia de 19 de junio de 1995, que cita otras
anteriores).
Hay, finalmente, que hacer referencia a una excepción plenamente
justificada que tiene su base en el Tratado de Maastricht y en la
autonomía que éste garantiza al Sistema Europeo de Bancos
Centrales. De conformidad con lo dispuesto en el Protocolo sobre los
Estatutos del SEBC, artículo 14, los Gobernadores de los Bancos
centrales integrados en el SEBC, que forman parte del Consejo de
Gobierno del Banco Central Europeo, sólo pueden ser relevados de
sus cargos en caso de que pierdan los requisitos exigidos para el
cumplimiento de sus funciones e incurran en falta grave. Las
resoluciones correspondientes de los Gobiernos respectivos podrán
ser recurridas por el Gobernador removido o por el propio Consejo de
831
Gobierno del Banco Central Europeo ante el Tribunal de Justicia de
la Unión Europea.
B. Delimitación positiva: la competencia de atribución de la
jurisdicción contencioso-administrativa
Delimitado el ámbito normal de desenvolvimiento de la jurisdicción
contencioso-administrativa, es decir, su «competencia de Derecho
Común» resultante de la cláusula general ya examinada, resta
solamente para completar el cuadro reseñar aquí otra serie de
competencias específicas, atribuidas ministerio legis en virtud de
razones total o parcialmente distintas. A la mayoría de ellas hemos
hecho referencia ya: el contencioso de los actos dictados por los
órganos constitucionales en materia de personal, administración y
gestión patrimonial [art. 1.3, apartados a) y b)], el contencioso
electoral [art. 1.3. c)], el contencioso de la responsabilidad
patrimonial de la Administración, ahora unificado «cualquiera que
sea la naturaleza de la actividad o el tipo de relación de que derive»
aquélla [art. 2. e)] y el contencioso contractual, en los términos que
hoy establece el artículo 21 LCSP, más atrás aludido.
El apartado f) del artículo 2 LJ abre, en fin, una vía específica a la
competencia de la jurisdicción contencioso-administrativa en relación
a «las restantes materias que le atribuya expresamente una Ley» (y
que –se entiende– no resulten incluidas en el ámbito de la cláusula
general).
C. Las cuestiones prejudiciales e incidentales
Páginas atrás hemos tenido ocasión de aludir repetidamente a las
cuestiones prejudiciales e incidentales, es decir, a aquellas cuestiones
que, no perteneciendo al orden administrativo, aparecen directamente
implicadas en un recurso contencioso-administrativo y cuya decisión
previa es imprescindible, en consecuencia, para decidir éste.
Pues bien, por razones de eficacia y de acuerdo con un principio
832
general de nuestro Derecho Procesal, el artículo 4.º LJ atribuye el
conocimiento de dichas cuestiones, salvo las de carácter
constitucional (vid. arts. 35 y concordantes LOTC) y penal, a la
jurisdicción contencioso-administrativa. Quiere esto decir que, si en
el curso del debate dentro de un proceso contencioso-administrativo
se suscita una cuestión de carácter civil o laboral que es necesario
valorar previamente para poder pronunciarse sobre el fondo de dicho
recurso, el juez del contencioso podrá hacer esa valoración
incidentalmente a los solos efectos de poder acceder a la decisión de
fondo del proceso. La atribución de competencia está marcada y
definida en este caso por las notas de excepcionalidad e
instrumentalidad, por lo que la opinión que sobre esta cuestión
incidental forme el juez del contencioso sólo surte efectos en este
concreto proceso en el que se ha formulado, careciendo, por tanto, de
toda eficacia fuera de él. La solución dada a la cuestión prejudicial
suscitada no vincula, por tanto, ni a las partes ni a los demás órganos
y tribunales, carece de eficacia de cosa juzgada y no impide, en
consecuencia, el posterior planteamiento frontal de la misma ante el
Tribunal específicamente competente para conocer de ella, ya que su
única finalidad es facilitar sin más demoras el acceso a la cuestión de
fondo que es objeto del recurso contencioso-administrativo. Así lo
proclama con carácter general el artículo 4.º.2 LJ («la decisión que se
pronuncie no producirá efectos fuera del proceso en que se dicte y no
vinculará al orden jurisdiccional correspondiente») y lo afirman
singularmente otras leyes especiales (vid., por ejemplo, en materia de
deslindes administrativos, que exigen por hipótesis la valoración del
estado posesorio existente sobre las fincas deslindadas, los arts. 50 y
sigs. LPAP, 21 de la Ley de Montes, etc.), recordándolo asimismo la
propia jurisprudencia en cada caso (vid., por ejemplo, las Ss. de 6 de
abril y 6 de junio de 1973, 30 de junio de 1977, etc.).
A las cuestiones prejudiciales penales ya nos hemos referido con
detalle más atrás, por lo que en este momento basta con una simple
remisión.
VI. LA JURISDICCIÓN COMO PRESUPUESTO PROCESAL
Las reglas que acabamos de estudiar, en cuanto definen el ámbito
833
propio de actuación de los Tribunales contencioso-administrativos y
lo deslindan del que es privativo de otros órdenes jurisdiccionales
diferentes, tienen carácter de Derecho necesario y se imponen a las
partes y a los propios Tribunales, constituyendo el primero de los
presupuestos del proceso contencioso-administrativo, al margen del
cual éste resulta radicalmente inadmisible. Son pues, normas de orden
público, de obligatoria observancia, cuya integridad, exigida por
razones de seguridad jurídica, defiende a ultranza la LJ a través de
una serie de mecanismos a los que conviene hacer aquí una breve
alusión.
El artículo 5.º de la Ley comienza, en efecto, subrayando el carácter
improrrogable de la jurisdicción contencioso-administrativa, es decir,
su irreductibilidad a cualesquiera pactos inter privatos, que, de existir,
carecerían de toda eficacia e, incluso, a cualquier intento de la
Administración de fundar la jurisdicción imponiendo sumisión
expresa a los administrados (Ss. de 12 de diciembre de 1952 y 28 de
junio de 1960, entre otras).
En garantía de dicho carácter, y para evitar que la voluntad o el error
de las partes puedan llegar a desvirtuarlo, el artículo 5.º.2 LJ dispone
que los órganos de la jurisdicción podrán apreciar, incluso de oficio,
la falta de jurisdicción, previa audiencia de las partes y del Ministerio
Fiscal sobre la misma por plazo común de diez días. Para ello no es
necesario esperar al momento de dictar sentencia, ya que la Ley
organiza al efecto un trámite de admisión (art. 51) en el que el
Tribunal una vez recibido y examinado el expediente, puede suscitar
la cuestión. Igualmente pueden hacerlo las partes demandadas en vía
de alegaciones previas (art. 58 LJ) o en el momento de contestar la
demanda. En cualquier caso, el resultado es siempre el mismo: si se
comprueba la falta de jurisdicción, el recurso es declarado
inadmisible, bien sea por auto o por la propia sentencia [arts. 51, 59 y
69 LJ] sin entrar a conocer el fondo del mismo.
En todo caso el artículo 5.3 LJ, repitiendo el correlativo de la Ley
anterior, obliga al Tribunal que declare la inexistencia de este
presupuesto procesal a indicar a la parte demandante la concreta
jurisdicción que se estima competente al objeto de que pueda
personarse ante ella en el plazo de un mes y aprovechar la nueva
oportunidad que se le ofrece, entendiéndose en tal caso efectuada en
834
forma la personación en la fecha en que se inició el plazo para
interponer el fracasado recurso contencioso-administrativo (vid.
también, en este mismo sentido, los arts. 51.6 y 59.4).
Un último mecanismo asegura, en fin, la virtualidad de las reglas
estudiadas: el sistema de conflictos, al que hicimos referencia en el
capítulo IX de esta obra.
Como entonces vimos, tanto la Administración como los Tribunales
de cualquier orden pueden recabar para sí el conocimiento de una
cuestión concreta de la que venga entendiendo un órgano al que
estiman incompetente (conflicto positivo), o rechazar un asunto
previamente rechazado también por otro órgano de diferente orden
(conflicto negativo), supuestos ambos en los que la LCJ de 18 de
mayo de 1987 remite la decisión final al Tribunal de Conflictos de
Jurisdicción.
Este planteamiento reduce, en principio, las posibilidades de conflicto
entre los Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa y
los demás órganos jurisdiccionales, puesto que, dado que la actuación
de aquéllos se produce normalmente a partir de un acto administrativo
previo, las eventuales diferencias han tenido ocasión de ser depuradas
con anterioridad a la producción de dicho acto.
No obstante, si el conflicto surge habrá de estarse a lo dispuesto en
los artículos 42 y siguientes LOPJ, que regulan los llamados
conflictos de competencia que puedan producirse entre Juzgados y
Tribunales de distinto orden jurisdiccional. El órgano de resolución
está integrado por una Sala especial del Tribunal Supremo, presidida
por el Presidente y compuesta por dos Magistrados, uno de cada
orden jurisdiccional en conflicto. El conflicto, tanto positivo como
negativo, puede ser promovido de oficio o a instancia de parte o del
Ministerio Fiscal.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: La bibliografía sobre lo contencioso-
administrativo es extremadamente abundante. Por esa razón se
limitan aquí las referencias a las obras más significativas. Vid., por
ejemplo, con carácter general: T.-R. FERNÁNDEZ, La plenitud de la
garantía jurisdiccional contencioso-administrativa en el contexto
constitucional, en «Libro Homenaje a M. García Pelayo», Caracas,
1980, tomo I, pág. 343, y Una revolución de terciopelo que pone fin a
835
un anacronismo (La Ley de 8 de febrero de 1995 y las nuevas
reformas del contencioso-francés), en «REDA», núm. 91; J. R.
FERNÁNDEZ TORRES, La formación histórica de la jurisdicción
contencioso-administrativa (1845-1868), Civitas, Madrid, 1998 e
Historia legal de la jurisdicción contencioso-administrativa (1845-
1998), Iustel, Madrid 2007; Jurisdicción administrativa revisora y
tutela judicial efectiva, Civitas, Madrid, 1998; GARCÍA DE ENTERRÍA,
Hacia una nueva justicia administrativa, Civitas, 2.ª ed., Madrid,
1992; La batalla por las medidas cautelares, Civitas, 2.ª ed.
ampliada, Madrid, 1995; La nulidad de los actos administrativos que
sean constitutivos de delito ante la doctrina del Tribunal
Constitucional sobre cuestiones prejudiciales administrativas, en
«REDA», núm. 98; Democracia, jueces y control de la
Administración, 5.ª ed., 2000; Contencioso-administrativo objetivo y
contencioso-administrativo subjetivo a finales del siglo XX. Una
visión comparatista, en «RAP», núm. 152; La justicia administrativa
en el cambio de siglo, en su volumen Problemas del Derecho Público
al comienzo de siglo. Conferencias en Argentina, Madrid, 2001; y,
Las transformaciones de la Justicia Administrativa: de excepción
singular a la plenitud jurisdiccional. ¿Un cambio de paradigma?
Thomson-Civitas, Madrid 2007;GARRIDO FALLA, La evolución del
recurso contencioso-administrativo en España, en «RAP», núm. 55,
págs. 65 y sigs.;GIMENO SENDRA y otros, Derecho Procesal
Administrativo, Valencia, 1993; F. GONZÁLEZ BOTIJA, Los otros actos
administrativos y su acceso a la jurisprudencia contencioso-
administrativa, en «RAP», núm. 167, págs. 223 y sigs.; J. GONZÁLEZ
PÉREZ, Derecho Procesal Administrativo, tres vols., 2.ª ed., IEP,
Madrid, 1966, y Comentarios a la Ley de la Jurisdicción
Contencioso-Administrativa, dos vols., 4.ª ed., Civitas, Madrid, 2003;
MARTÍN MATEO, Derecho Administrativo y materia contenciosa, en
«RAP», núm. 55, págs. 113 y sigs.; L. MARTÍN REBOLLO, El proceso
de elaboración de la Ley de lo Contencioso-Administrativo de 13 de
septiembre de 1888, IEA, Madrid, 1975, y La justicia administrativa
ante el texto constitucional, en «REDA», núm. 19; L. MARTÍN-
RETORTILLO, Unidad de jurisdicción para la Administración Pública,
en «RAP», núm. 49, págs. 143 y sigs.; NIETO GARCÍA, Los orígenes de
lo contencioso-administrativo en España, en «RAP», núm. 50, págs.
27 y sigs., Sobre la tesis de Parada en relación con los orígenes de lo
contencioso-administrativo, en «RAP», núm. 57, págs. 9 y sigs., y La
inactividad de la Administración y el recurso contencioso-
836
administrativo, en «RAP», núm. 37, págs. 75 y sigs.; PARADA
VÁZQUEZ, Privilegio de decisión ejecutoria y proceso contencioso, en
«RAP», núm. 55, págs. 65 y sigs. y Réplica a Nieto sobre el
privilegio de decisión ejecutoria y el sistema contencioso-
administrativo, en «RAP», núm. 59, págs. 41 y sigs.; L. PAREJO
ALFONSO, La garantía jurisdiccional frente a la actividad
administrativa. A propósito de los artículos 24 y 104 del
Anteproyecto de Constitución, en «RAP», núm. 84; SANTAMARÍA
PASTOR, Sobre la génesis del Derecho Administrativo Español del
Siglo XIX (1812-1845), Sevilla, 1973. Tras la promulgación de la LJ
de 1998 se ha publicado una nutrida serie de comentarios,
generalmente colectivos, a la misma, entre los cuales señalamos:
AYALA MUÑOZ y otros, BAENA DEL ALCÁZAR y otros, DEL CACHO,
ESTEVE PARDO y otros, GIMENO SENDRA y otros, J. GONZÁLEZ PÉREZ,
GONZÁLEZ VARAS, ÁLVAREZ CIENFUEGOS y otros, LEGUINA, SÁNCHEZ
MORÓN y otros, LÓPEZ MUÑIZ y otros, PENDÁS y otros, PERA
VERDAGUER, RUIZ ALSUEÑO y otros. El núm. 100 de «REDA»
(extraordinario) también es un comentario pormenorizado por un
colectivo de autores de la LJ. Por su amplitud (13 volúmenes) y
también por su contenido, destaca quizás P. SALA, J. A. XIOL y R.
FERNÁNDEZ VALVERDE, Práctica procesal contencioso-administrativa,
Barcelona, 1999. Pueden consultarse también E. ARNALDO ALCUBILLA
y R. FERNÁNDEZ VALVERDE, Jurisdicción contencioso-administrativa.
Comentarios a la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la
jurisdicción contencioso-administrativa, La Ley-El Consultor, 3.ª ed.
Madrid, 2007 y J. A. SANTAMARÍA PASTOR, La Ley reguladora de la
jurisdicción contencioso-administrativa. Comentario, Iustel, 2010.
837
CAPÍTULO XXV
LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVA: EL PROCEDIMIENTO Y
LA SENTENCIA
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. LAS PARTES EN EL
PROCESO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO. 1.
Observaciones generales. 2. Dualidad de partes. Emplazamiento de
las mismas. A. Partes del proceso contencioso-administrativo. B.
Emplazamiento. C. La peculiaridad de la Administración como
parte. 3. Requisitos de las partes. A. Capacidad, representación,
postulación. B. En especial, la legitimación. C. La acción pública y la
acción vecinal. 4. El principio de igualdad de las partes. III. EL
OBJETO DEL RECURSO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO.
1. Las pretensiones de las partes. El carácter subjetivo del proceso
contencioso-administrativo. 2. Actividad administrativa impugnable.
3. Clases de pretensiones. El requisito de congruencia y sus
modulaciones. IV. EL PROCEDIMIENTO EN PRIMERA O
ÚNICA INSTANCIA. 1. La interposición del recurso y sus efectos.
A. Requisitos de la interposición. En especial, la vieja regla de
«solve et repete». B. Plazos de interposición del recurso. C. Efectos
de la interposición del recurso. 2. La tutela cautelar en el proceso
contencioso-administrativo. A. Principios generales. B. La
regulación de las medidas cautelares en la nueva LJ. a. Régimen
general. b. Las medidas cautelares precontractuales. C. El régimen
procesal de las medidas cautelares y su grave insuficiencia. 3. La
tramitación del recurso. 4. La terminación del procedimiento. A. La
inadmisión anticipada del recurso. B. El desistimiento del
demandante. C. Transacción. D. El allanamiento. E. La satisfacción
extraprocesal y la desaparición del objeto del recurso. V. LA
SENTENCIA. 1. Contenido y alcance de la sentencia. A. Los
pronunciamientos posibles. B. Alcance subjetivo de la sentencia. 2.
La ejecución de las sentencias. A. Los principios tradicionales y su
superación constitucional. B. El régimen de la ejecución de
sentencias en la nueva LJ. a. El sistema de la ejecución judicial. b. La
situación procesal durante la ejecución. c. Imposibilidad de
838
ejecución y posible expropiación de la sentencia. d. La mediación
intrajudicial como sistema alternativo de ejecución. C. El caso
particular de las condenas al pago de cantidad. D. La extensión de la
sentencia a terceros, especialmente en el caso de los llamados
«actos en masa». 3. La ejecución provisional de las sentencias
objeto de recurso. VI. RECURSOS CONTRA PROVIDENCIAS,
AUTOS Y SENTENCIAS. 1. Recursos contra providencias y autos.
2. Recurso ordinario de apelación. 3. El recurso de casación. A.
Origen y evolución. B. Objeto del recurso. C. El interés casacional,
único motivo de admisión. D. El procedimiento. 4. El recurso de
revisión. VII. PROCEDIMIENTOS ESPECIALES. 1. El
procedimiento abreviado. 2. Procedimiento para la protección de
los derechos fundamentales de la persona (arts. 114 y sigs. LJ). 3.
La cuestión de ilegalidad. 4. Procedimiento en los casos de
suspensión administrativa previa de acuerdos. 5. Procedimiento
para la garantía de la unidad de mercado. 6. Procedimiento para la
declaración judicial de extinción de partidos políticos. VIII. LAS
COSTAS DEL PROCESO.
I. INTRODUCCIÓN
En el capítulo precedente han quedado subrayadas las características
generales que contribuyen a configurar actualmente la jurisdicción
contencioso-administrativa. Corresponde, pues, ahora, estudiar en su
detalle el funcionamiento de la misma, es decir, el proceso
contencioso-administrativo, su tramitación y resolución.
Como ya vimos, la Exposición de Motivos de la LJ de 1956 puso
especial énfasis en afirmar que el recurso contencioso-administrativo
es un auténtico juicio o proceso entre partes (lo que no fue
tradicionalmente), cuya misión es examinar las pretensiones que
deduzca la actora por razón de un acto administrativo. Consecuente
con este planteamiento de base, que la LJ de 1998 ha reafirmado, la
LJ articula técnicamente el proceso contencioso-administrativo sobre
las mismas bases que el proceso civil ordinario.
Hasta la LJ de 1998 el recurso contencioso-administrativo se
configuró, no obstante, como un proceso impugnatorio (de ahí la
conservación del nombre de «recurso») resultante de la exigencia de
839
un acto administrativo previo, cuyas condiciones de validez eran, en
principio, el único objeto del litigio. La reforma de 1998 ha
rectificado esta limitación, procedente de la configuración histórica
del contencioso y de su articulación con el principio de autotutela,
abriendo cauces procesales nuevos perfectamente equiparables a los
juicios declarativos ordinarios, como luego veremos. El proceso
contencioso-administrativo es, pues, un proceso entre partes (en modo
alguno un «proceso al acto», según la vieja tradición francesa del
excès de pouvoir, hoy también superada allí).
Al igual que el proceso civil ordinario, el contencioso-administrativo
se orienta, consecuentemente, en función del principio dispositivo.
Los órganos de la jurisdicción contencioso-administrativa están
obligados, por tanto, a juzgar «dentro del límite de las pretensiones
formuladas por las partes y de las alegaciones deducidas para
fundamentar el recurso y la oposición», según dispone el artículo 33.1
LJ, sin más correcciones que las que en su momento tendremos
ocasión de precisar. Son por ello válidos y aplicables en este ámbito
los principios clásicos ne procedat iudex ex officio, sententia debet
esse conformis libello, iuxta allegata et probata, que informan el
proceso ordinario. Son admisibles no sólo sentencias anulatorias, sino
también de declaración de derechos, de condena y de ejecución.
Afecta a este proceso en su plenitud el artículo 24 de la Constitución,
con su postulado de la «tutela judicial efectiva».
Esta identidad de base se refleja también en la propia mecánica
procesal, muy semejante, como veremos, aunque más simple, a la del
juicio declarativo ordinario. Esto justifica que en el estudio que se
hace a continuación del recurso contencioso-administrativo se
prescinda de toda referencia a los problemas procesales de carácter
general para centrar la atención en los específicos de dicho recurso.
Es necesario, sin embargo, desde ahora formular una advertencia
capital en relación a este punto concreto, sin perjuicio de precisiones
ulteriores. El legislador de 27 de diciembre de 1956 se preocupó de
subrayar con desusada insistencia su posición en orden al problema
de las formas procesales y, con el fin de disipar cualquier posible
duda, quiso dar especial relieve a sus declaraciones haciendo de ellas
pórtico y broche al mismo tiempo de la Exposición de Motivos de la
Ley. En el apartado I de la misma y a la hora de justificar la reforma
840
se afirmó, en efecto, que «al redactarse el nuevo texto no se han
olvidado las experiencias obtenidas en la aplicación de la Ley hasta
ahora en vigor. Así, se han recogido aquellas orientaciones de la
jurisprudencia realmente aprovechables y redactado los preceptos de
esta Ley de modo tendente a evitar interpretaciones formalistas que,
al conducir a la inadmisión de numerosos recursos contencioso-
administrativos, comportaban la subsistencia de infracciones
administrativas, en pugna con la Justicia, contenido del verdadero
interés público y fundamento básico de toda organización política».
La jurisprudencia constitucional sobre el artículo 24 de la
Constitución ha robustecido este criterio, sentando el criterio del
carácter generalmente subsanable de los defectos formales no
sustanciales (así Sentencias del Tribunal Constitucional 201/1987,
53/1992, 159/1995, etc., y del Tribunal Supremo de 13 de octubre de
1986, 29 de junio de 1987, 14 de julio de 1988, etc.). Así lo proclama
ahora el artículo 138.2 y 3 de la LJ de 1998.
En estos y otros pasajes se ha visto lo que se ha dado en llamar la
orientación espiritualista o antiformalista de la LJ. Sin embargo, es
preciso decir que lo que la LJ consagra es algo más que un simple y
vago antiformalismo, es un verdadero principio técnico que obliga
positivamente al Juez a buscar allí donde exista indeterminación de
las reglas de acceso al fondo la solución menos rigorista, de modo
que sea realmente efectivo y operante el derecho del administrado al
enjuiciamiento jurisdiccional de los actos administrativos. Este
principio pro actione o favor actionis es constantemente recordado
por la jurisprudencia y recogido ya por la jurisprudencia
constitucional como incluido en el artículo 24 de la Constitución
(Sentencia de 21 de diciembre de 1987).
Sobre estas bases, pues, está construida la normativa que vamos a
estudiar a continuación. Conviene retener, como criterio general
interpretativo de la LJ, que es supletoria de sus preceptos la Ley de
Enjuiciamiento Civil, tanto por virtud de la Disposición final 1.ª de
aquélla como por el artículo 4 de esta última (texto de la Ley 1/2000).
II. LAS PARTES EN EL PROCESO CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO
841
1. OBSERVACIONES GENERALES
La afirmación que formuló la Exposición de Motivos de la LJ de
1956 de que el recurso contencioso-administrativo es un «auténtico
juicio o proceso entre partes» adquiere su verdadera dimensión
cuando se pone en relación con los orígenes de la jurisdicción y con
la propia configuración del recurso por exceso de poder en el Derecho
francés. Como ya sabemos, éste empezó siendo un control interno de
carácter marcadamente jerárquico, establecido por la Administración
en su propio interés, con la finalidad de depurar las ilegalidades
flagrantes de los agentes inferiores de la jerarquía. El papel del
particular era, pues, más parecido al de un simple denunciante que al
de una verdadera parte procesal. Estas viejas ideas siguen presentes
de alguna manera en la configuración actual del recurso por exceso de
poder, que ha sido, formalmente, hasta hace casi dos décadas, un
recurso «objetivo», en el que, según la doctrina tradicional, no se
debatiría propiamente sobre los derechos del recurrente, sino sobre la
legalidad objetiva presuntamente vulnerada por el acto recurrido.
Sin embargo, la tradición francesa es extraña entre nosotros (salvedad
hecha de un corto ensayo exclusivamente referido al ámbito local
que, como ya notamos, no llegó a arraigar), como la LJ de 1956,
enfatizó y la de 1998 refuerza aún más. El proceso contencioso-
administrativo es, pues, a todos los efectos, un proceso entre partes,
una de las cuales es siempre la Administración Pública en cualquiera
de las versiones a que se refiere el artículo 1.2 LJ (o un particular en
el supuesto excepcional de que actúe como delegado o agente
descentralizado de la propia Administración), y su objeto es decidir
sobre las pretensiones que deduzca la (parte) actora ordinariamente
por razón de un acto administrativo, y hoy también por simples
actuaciones de hecho y aun por inactividad de la Administración.
A continuación, vamos a examinar con detalle el reparto de papeles
entre las distintas partes del proceso.
2. DUALIDAD DE PARTES. EMPLAZAMIENTO DE LAS MISMAS
842
A. Partes del proceso contencioso-administrativo
La situación existente en el tráfico jurídico-administrativo, según la
cual la Administración disfruta como regla de la posición posesoria
privilegiada que resulta de su potestad básica de autotutela, hace que
lo normal del proceso administrativo sea que los ciudadanos tengan
que adoptar la posición de parte demandante o actora para remover
esa situación posesoria y, a la vez, eventualmente, obtener del
Tribunal la anulación del acto administrativo de autotutela en que
dicha posesión se basa, la declaración de sus propios derechos
desconocidos por la Administración, la condena a ésta para que
cumpla sus obligaciones desatendidas o para que cese una actuación
de facto no amparada siquiera en un acto administrativo previo, o
para que proceda a la ejecución de una sentencia anterior. Veremos
más adelante que todas esas pretensiones resultan hoy posibles tras la
LJ de 1998, que ha roto definitivamente con el viejo dogma del
llamado «carácter revisor» de la jurisdicción contencioso-
administrativa, que limitaba ésta a controlar, al modo de un recurso
de casación, la legalidad del acto recurrido, única pretensión posible.
La misma posición de demandante puede asumir una Administración
respecto de la actuación o inactividad de otra (a los «litigios entre
Administraciones públicas» aluden los arts. 44.1 y 46.6), y aun, en
fin, la propia Administración autora de un acto administrativo cuando
carezca de la potestad de revisión de oficio de éste, que es el caso del
llamado «recurso de lesividad» (art. 107 LPAC y art. 19.2 LJ), hoy
procedente, cuando pretenda revocar un acto simplemente anulable.
Como parte demandada actúa siempre una Administración Pública,
que es aquella respecto de cuya actividad se dirija el recurso, artículo
21.1 LJ. Igualmente pueden adoptar la posición de demandados,
además de la Administración Pública, que es el caso ordinario, los
órganos constitucionales que se enumeran en el artículo 1.3 LJ:
Cámaras Legislativas, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas,
Defensor del Pueblo, Consejo General del Poder Judicial,
Administración Electoral, más los órganos correlativos de las
Comunidades Autónomas, esto es, Asambleas Legislativas e
instituciones análogas al Tribunal de Cuentas y al Defensor del
Pueblo; pero, en todos los casos, estos órganos constitucionales sólo
843
son justiciables en vía contencioso-administrativa en cuanto a los
actos y disposiciones en materia de personal, administración y gestión
patrimonial sujeta al derecho público, no, pues, respecto a su
actividad constitucional principal.
En el recurso de lesividad, que ya hemos notado que es el que
interpone la Administración contra un acto propio cuando no lo puede
revocar de oficio, en fin, el demandado será el beneficiario del acto
cuya nulidad se pretende.
El artículo 21.2 aclara a quién ha de corresponder el papel de
Administración demandada en aquellos supuestos en que entren en
juego dos Administraciones Públicas distintas ligadas entre sí por una
relación de tutela y lo hace en función del resultado de la fiscalización
en que la tutela se concreta: si el acto sometido a fiscalización es
aprobado, se considera demandada la entidad autora del mismo; si,
por el contrario, el resultado de la fiscalización es desaprobatorio del
acuerdo de la entidad tutelada, será Administración demandada la
entidad matriz que ha ejercido la fiscalización.
Una particularidad de la nueva LJ es la de considerar también parte
demandada necesaria a la Administración autora de un Reglamento,
aunque no proceda de ella la actuación recurrida, cuando las
pretensiones del demandante se funden en la ilegalidad de dicho
Reglamento (art. 21.3), esto es, cuando estemos en presencia del
llamado «recurso indirecto» contra Reglamentos (supra, capítulo IV,
§ V, 2, B), regulado en el artículo 26 LJ. Esta introducción necesaria
en el proceso de la Administración autora del Reglamento cuya
legalidad se cuestiona en el momento de su aplicación es una
consecuencia del plusvalor que ha dado la nueva LJ a este recurso
indirecto contra Reglamentos como instrumento de depuración del
ordenamiento, según veremos cuando tratemos de la llamada
«cuestión de ilegalidad», artículos 123 y sigs.
La misma posición de parte demandada corresponde, en fin, a «las
personas o entidades cuyos derechos o intereses legítimos pudieran
quedar afectados por la estimación de las pretensiones del
demandante» [art. 21.1. b)]. La eventual afección de esos derechos o
intereses legítimos como resultado del proceso obliga a darles la
oportunidad de personarse en éste para que puedan defenderse
personalmente, en una posición, por cierto, completamente autónoma
844
respecto a la de la Administración demandada principal; han dejado,
pues, de ser simples «coadyuvantes» de ésta, condicionados por su
posición en el proceso, para pasar a ser perfectamente independientes.
Las compañías aseguradoras de las Administraciones públicas serán
siempre también parte codemandada junto con la Administración a la
que aseguren, según la nueva redacción dada al artículo 21.1 LJ por la
modificación de la LOPJ de 23 de diciembre de 2003.
Con la nueva LJ ha desaparecido la figura misma del coadyuvante de
la Administración, que podían asumir hasta ahora los titulares de
intereses directos. Hoy a éstos se les ha equiparado a los titulares de
derechos para reconocerles el mismo estatuto procesal de
codemandados, como se ha visto, lo que independiza su posición
respecto de la que pueda adoptar la Administración en el proceso,
como hemos notado.
B. Emplazamiento
Los demandados, que son aquellos contra quienes se dirige el
proceso, deben ser emplazados para darles la oportunidad de
defenderse.
El emplazamiento de la Administración demandada, según dispone el
artículo 50.1 LJ, se entiende producido por la reclamación del
expediente administrativo, que es el primer acto procesal dictado por
el Juzgado o la Sala tras la interposición del recurso por el
demandante (art. 48.1 LJ).
El emplazamiento de los demás demandados debe practicarlo
normalmente la Administración titular del expediente, una vez
comprobados en éste quienes figuran como interesados en el mismo,
artículo 49.1 LJ. El Juzgado o Tribunal, al recibir el expediente,
comprobará si se han efectuado las debidas notificaciones para
emplazamiento y, si advirtiere que son incompletas, ordenará a la
Administración que se practiquen las necesarias para asegurar la
defensa de los interesados que sean identificables. Cuando no haya
sido posible emplazar a algún interesado en su domicilio, se
845
emplazará por edictos (art. 49). Estos edictos en los Diarios Oficiales,
antes preceptivos en todos los casos, sólo son obligados hoy en ese
caso o bien, artículo 47.1, si el recurrente lo solicitase.
La jurisprudencia constitucional ha sido decisiva para imponer ese
régimen de emplazamientos personales, que en la redacción inicial de
la LJ de 1956 no se preveían, y ello en virtud de la interdicción de la
indefensión judicial que prescribe el artículo 24 de la Constitución
(«sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión»).
C. La peculiaridad de la Administración como parte
Debe aclararse, finalmente, que las posiciones de demandante o
demandado referidas a la Administración Pública lo son a dicha
Administración en bloque, en cuanto persona jurídica
(Administración del Estado, Instituto Nacional de Estadística,
Ayuntamiento de Sevilla, etc.), y no a uno de sus órganos (Ministerio
de Comercio, Alcalde de Sevilla, etc.). Los órganos de una
Administración Pública carecen de personalidad propia y no pueden
por esa simple razón sostener por sí mismos un proceso y mucho
menos, claro está, hacerlo frente a la propia Administración de la cual
forman parte. El artículo 20 LJ establece categóricamente esta
prohibición [«salvo que una Ley lo autorice expresamente»; es el caso
de la vigente LRL, art. 63.1. b), que permite con carácter general
impugnar los actos y acuerdos de las Entidades locales a los
miembros de las mismas que hubieran votado en contra de tales actos
y acuerdos], prohibición que es extensiva a las Entidades, públicas o
privadas, y a los particulares «cuando obraren por delegación o como
meros agentes o mandatarios» de una Administración Pública. En
aplicación de esta regla la jurisprudencia ha negado la posibilidad de
impugnar los actos de la Administración, además de a órganos
propiamente dichos –por ejemplo, S. de 15 de marzo de 1990: los
Departamentos universitarios contra otros órganos de la
Universidad–, al denunciante –jurisprudencia constante: S. de 15 de
marzo de 1991–, salvo que la estimación de la denuncia le afecte
positivamente –S. de 22 de diciembre de 1997–, así como a entidades
instrumentales respecto de los actos de la Administración matriz.
846
3. REQUISITOS DE LAS PARTES
A. Capacidad, representación, postulación
La capacidad procesal o para ser parte en un proceso contencioso-
administrativo se reconoce por el artículo 18 LJ a todas aquellas
personas que la ostenten con arreglo a lo dispuesto en el artículo 2.º
LEC y, además, a los menores de edad para la defensa de aquellos de
sus derechos cuyo ejercicio esté permitido por el ordenamiento
jurídico-administrativo sin la asistencia de la persona que ejerza la
patria potestad o la tutela (por ejemplo, la defensa de los derechos que
les correspondan en cuanto funcionarios públicos), fórmula que el
artículo 22 LPA extendió al procedimiento administrativo y que
conserva el artículo 3. b) LPAC.
El mismo artículo 18 LJ reconoce capacidad procesal, aunque
condicionándolo a los casos en que «la Ley así lo declare
expresamente», a «grupos de afectados, uniones sin personalidad o
patrimonios independientes o autónomos»; pero el legislador de 1998
parece haber olvidado que el artículo 7.3 LOPJ (que no ha podido ser
derogado en este punto, dado su carácter orgánico, por la LJ) ordena a
todos «los Juzgados y Tribunales proteger los derechos e intereses
legítimos, tanto individuales como colectivos, sin que en ningún caso
pueda producirse indefensión», precisando que «para la defensa de
estos últimos se reconocerá la legitimación [y previamente la
capacidad procesal, como es obvio] de las corporaciones,
asociaciones y grupos que resulten afectados o que estén legalmente
habilitados para su defensa y promoción». La exigencia de una Ley
especial que requiere el artículo 18 LJ, para la capacidad procesal de
los «grupos» habrá que referirla únicamente a los supuestos de
defensa de situaciones jurídicas o de intereses individuales, no para
los colectivos, que la LOPJ ya les ha otorgado. Una Sentencia
constitucional, la 214/1991, reconoció a una mujer judía capacidad
procesal para actuar en nombre del pueblo judío como colectivo para
defender su honor frente a quien negaba su persecución por la
Alemania nazi. La Sentencia de 5 de marzo de 2014 (Pleno) niega, sin
embargo, capacidad procesal a los grupos parlamentarios salvo que
esté implicada en el recurso la protección de los derechos
847
fundamentales ínsitos en el ejercicio de la función parlamentaria que
corresponde a sus miembros (sobre la salvedad vid. la Sentencia
constitucional de 4 de enero de 2005).
Todas estas personas u organizaciones deben conferir su
representación en el proceso a un Procurador y su defensa o
postulación a un Abogado o ambas cosas a la vez a este último
mediante poder otorgado al efecto. Esta exigencia es general y no
tiene otra excepción que la relativa a las actuaciones ante los
Juzgados, en que se permite la comparecencia personal, aunque no
prescindir de Abogado; los funcionarios públicos, sin embargo,
pueden comparecer y defenderse por sí mismos en los procesos sobre
sus derechos estatutarios, salvo en caso de separación de funcionarios
inamovibles (art. 23 LJ).
El artículo 24 LJ remite el tema de la representación y defensa de las
Administraciones Públicas y de los órganos constitucionales a lo que
dispone la LOPJ y la Ley de Asistencia Jurídica del Estado de 27 de
noviembre de 1997 y a las normas propias de las Comunidades
Autónomas. Según las Leyes aludidas, la representación y defensa del
Estado y de sus organismos autónomos corresponde al Abogado del
Estado, que unifica así las dos funciones de representación y
postulación, actuando bajo la dependencia de la Abogacía General del
Estado-Dirección del Servicio Jurídico del Estado (con rango de
Subsecretaría desde el año 2000), dentro del Ministerio de Justicia. A
los Abogados del Estado corresponde igualmente la representación y
defensa de los restantes organismos y entidades públicos, sociedades
mercantiles y fundaciones con participación estatal, así como la de los
órganos constitucionales cuyas normas internas no establezcan un
régimen especial propio (art. 551.1 LOPJ).
La representación y defensa de las entidades gestoras y de la
Tesorería General de la Seguridad Social corresponde a los Letrados
de la Administración de la Seguridad Social, sin perjuicio que puedan
encomendarse a abogado colegiado designado al efecto.
La representación y defensa de las Cortes Generales, del Congreso de
los Diputados, del Senado, de la Junta Electoral Central y de los
órganos e instituciones vinculados a o dependientes de aquéllas
corresponde a los Letrados de Las Cortes Generales.
848
La de las Comunidades Autónomas y de los entes locales corresponde
a los letrados de sus respectivos servicios jurídicos, salvo que
designen abogado colegiado al efecto o encomienden su
representación y defensa a los Abogados del Estado en los términos
previstos en la Ley de Asistencia Jurídica al Estado más atrás citada.
B. En especial, la legitimación
Aunque, en principio, todo administrado que goce de capacidad
procesal en los términos del artículo 18 LJ puede acudir a los
Tribunales de la jurisdicción contencioso-administrativa, para ser
parte en un concreto proceso de esta clase se necesita (salvo en los
casos excepcionales de acción popular, a los que aludiremos) estar
legitimado activamente, es decir, encontrarse en una determinada
relación previa con un acto o disposición administrativa, con una
actuación activa o pasiva de la Administración que haga legítima la
presencia de un determinado sujeto en el concreto proceso en el que
se impugna tal actuación o situación.
Esa relación sujeto-objeto en que consiste la legitimación juega, pues,
como una condición o presupuesto subjetivo de la admisibilidad del
recurso impidiendo en los casos en que falte entrar a decidir sobre la
cuestión de fondo objeto de la litis.
No nos corresponde estudiar aquí la naturaleza y caracteres de este
especial requisito procesal, que se llama legitimación. Bástenos
remitirnos a lo que expusimos en el cap. XV, § III, a propósito de los
derechos subjetivos del administrado. En principio, de acuerdo con un
importante sector de la doctrina procesal, que en España representa
autorizadamente GÓMEZ ORBANEJA, no creemos que la legitimación
tenga naturaleza procesal stricto sensu, sino que es identificable con
la titularidad de los derechos subjetivos que se hacen valer en el
proceso, sin perjuicio de que a la invocación y la realidad de esa
titularidad pueda dársele (en la realidad no siempre, exigiendo con
frecuencia la unión de la cuestión al fondo del proceso, como la
jurisprudencia acepta: Ss. de 27 de abril y 28 de junio de 1963; la
Sentencia constitucional 214/1991 afirma que la legitimación
«pertenece al fondo del asunto») un tratamiento prioritario al fondo,
849
esto es, equiparando su tratamiento técnico al de un presupuesto
procesal, aun sin serlo estrictamente.
La importancia de este requisito está, pues en que en él se hace visible
la mayor o menor amplitud de las acciones que se ejercitan en el
proceso, esto es, de los derechos subjetivos de que se apodera a los
administrados [y, por trasposición, a las Administraciones cuando
adoptan la posición de demandantes: o de actos propios, recurso de
lesividad –art. 19.2 LJ–, o impugnando actos de otra Administración,
art. 19.1. c)] para imponer y exigir límites a la acción de la
Administración; más claramente aún, la mayor o menor amplitud de
la tutela judicial a las posiciones del ciudadano, o, lo que es lo mismo,
la mayor o menor penetración del juez o Tribunal en la fiscalización
del cumplimiento por la Administración de la legalidad que pauta su
desenvolvimiento. Se comprende fácilmente que esto excede bastante
de ser una simple técnica procesal y que, en realidad, es una de las
cuestiones básicas del Derecho Administrativo material.
Como ya sabemos (supra, cap. XV), la tradición del proceso civil
trasladada al contencioso-administrativo inicial, significó la
limitación de la tutela judicial a los derechos subjetivos típicos,
activos o prestacionales, cuya titularidad se erigió así en requisito
previo de legitimación; la vieja Ley SANTAMARÍA DE PAREDES de 1888,
artículo 1.º, delimitó por ello el ámbito de la jurisdicción a la
titularidad de derechos subjetivos perfectos. La especial contextura
del Derecho Administrativo, que no obedece más que parcialmente a
un principio conmutativo de justicia y que por ello sólo en estrechos
márgenes relacionales directos parece permitir descomponer la
legalidad administrativa en derechos subjetivos típicos de los
ciudadanos, implica que esa limitación de las acciones contenciosas
dejaba sin fiscalización judicial posible el grueso de esa legalidad,
cuya efectividad queda entonces abandonada a la simple buena
voluntad de la Administración. Es aquí, como ya sabemos, donde se
inserta la formidable construcción histórica del recurso de excès de
pouvoir realizada por el Consejo de Estado francés, que termina por
hacer alumbrar un derecho subjetivo del ciudadano, de radio mucho
más extenso, que le permite fiscalizar al final la totalidad de la
legalidad administrativa, y al que hemos llamado, con ROUBIER,
derecho reaccional, que le permite oponerse a las invasiones que la
actuación de la Administración opere en el propio «círculo vital»
850
cuando esa actuación sea ilegal.
La protección de dicho derecho subjetivo se identifica entonces con la
circunstancia de que el acto administrativo impugnado afecte a un
«interés» del recurrente y, a la vez, incurra en cualquier ilegalidad de
forma o de fondo. Esos dos requisitos tienden a disociarse por razones
de simple oportunidad procesal y el interés se convierte en requisito
de admisión del recurso y la ilegalidad de la actuación en la cuestión
de fondo. Se comprende, no obstante, que tal división de tratamiento
es un puro convencionalismo, puesto que el derecho reaccional de
que se trata (o la acción judicial puesta a su servicio, si se prefiere)
depende simultáneamente de ambos requisitos, sólo que la estimación
del primero de ellos puede hacerse normalmente de manera previa e
independiente, lo que, al economizar la actuación del juez, permite su
equiparación práctica a un requisito procesal, aun sin serlo
propiamente.
Como ya vimos, la construcción francesa de la acción contencioso-
administrativa basada en el simple interés fue recibida
legislativamente (no jurisprudencialmente; pocas jurisprudencias
menos abiertas que la producida bajo el imperio de la Ley
Santamaría) por nuestra legislación local primero, y definitivamente
generalizada por la LJ de 1956. Ésta recogió en su artículo 28 bajo la
convencional rúbrica de «legitimación», que permite su tratamiento
técnico como requisito independiente del fondo [arts. 58.1 y 69. b) de
la vigente LJ], las dos técnicas que el arrastre histórico ha dejado en
nuestras manos: la titularidad «de un derecho derivado del
ordenamiento que se considere infringido por el acto o disposición
impugnados» (párrafo 2) y el «interés directo» en la anulación de
dicho acto o disposición (párrafo 1). La fórmula constitucional del
artículo 24 llevó a la eliminación jurisprudencial del carácter
«directo» del interés exigible. La LJ vigente, artículo 19.1, utiliza la
fórmula general de ostentar «un derecho o interés legítimo», que
procede de dicho artículo 24 de la Constitución.
Es obvio que en el primer caso (ostentar «un derecho») lo que juega
como requisito de legitimación es la mera invocación de la titularidad
del derecho subjetivo típico o activo, pues su existencia misma y su
extensión concreta constituirá normalmente el fondo mismo del
proceso.
851
En cuanto a la legitimación por interés, que es hoy la normal, de
modo que absorbe a la anterior, por permitir fiscalizar en la actuación
administrativa «cualquier forma de infracción del ordenamiento
jurídico» (art. 70.2 LJ) y no sólo la infracción directa de las
titularidades subjetivas típicas, la jurisprudencia del Tribunal
Supremo, ahora ya sensible y creadora, viene sosteniendo con
fórmula feliz que por interés legitimador hay que entender aquel que,
de prosperar el recurso, produciría algún beneficio de cualquier tipo
en favor del accionante. Una muestra de esta doctrina jurisprudencial
se contiene ya en la Sentencia de 5 de julio de 1972, que, por la
expresividad y detalle con que resume dicha doctrina, conviene
transcribir aquí. Dice así:
«Partiendo de los principios generales expuestos, la jurisprudencia se ha
visto precisada a realizar una labor conceptual y casuística al mismo
tiempo por imperativo de su propia función; si, por un lado, ha tenido
que cortar abusos y extralimitaciones, declarando que las meras
expectativas no bastan ni legitiman para plantear un recurso (S. de 13 de
marzo de 1958) con el fin de contener el contenido expansivo del
concepto..., no basta esgrimir un deseo o aspiración a una actuación
administrativa exenta de máculas; por otra parte, esta misma
jurisprudencia ha proclamado que para reputar que (existe) el interés
legitimador basta con que la declaración jurídica pretendida coloque al
accionante en condiciones naturales y legales de consecución de un
determinado beneficio, sin que simultáneamente quede asegurado que
forzosamente le haya de obtener (S. de 22 de noviembre de 1965), pues
este concepto del interés, se dice en otra Sentencia (la de 12 de
noviembre de 1965), ha de aplicarse con un criterio laxo, con el fin de
que en situaciones dudosas se evite el cerrar el acceso del administrado a
la revisión jurisdiccional del acto, hasta el punto de haber estimado como
interés legitimador el llamado interés “competitivo”, el “profesional” o
de “carrera”, el interés por razón de “vecindad” y tantos otros, que
permite llegar a la conclusión de que cuando se trata de intereses
económicos no cabe negar a los recurrentes la legitimación activa por
ellos alegada (S. de 23 de febrero de 1965). En definitiva, la
jurisprudencia, aun moviéndose con propósito de prudencia, no ha
podido sustraerse a la tendencia de guiar este problema de la
legitimación activa, con criterio más bien amplio y progresivo que
restrictivo, viniendo proclamando con reiteración que el concepto de
“interés” no consiente una interpretación angosta, tal y como se ha dicho,
entre otras, en las Sentencias de 21 de junio de 1963, 18 de marzo y 19
de diciembre de 1968, 13 y 23 de octubre de 1969, 2 de diciembre de
1969 y 19 de enero de 1970».
852
La Sentencia de 15 de septiembre de 1997 dice, a su vez, que «para
que exista legitimación activa será necesario que la declaración
pretendida por el actor del órgano jurisdiccional suponga para él un
beneficio, siquiera sea instrumental o de efecto indirecto, sin que sea
suficiente el mero interés por la legalidad, salvo en los casos muy
limitados en que se admite la acción popular»; y la S. de 6 de marzo
de 1997: «abarca todo interés material o moral que pueda resultar
beneficiado con la estimación de la pretensión ejercitada».
Esta corriente jurisprudencial ha recibido el explícito refrendo de la
jurisprudencia constitucional producida en aplicación del artículo 24
de la Norma Fundamental.
Así, las Sentencias constitucionales de 17 de octubre y 30 de
noviembre de 1982 y 11 de junio de 1983 han destacado que la
fórmula «intereses legítimos» que emplea el artículo 24.1 de la
Constitución es más amplia que la de «interés directo» de la anterior
LJ, por lo que comprende y ampara también los intereses indirectos,
de modo que todo interés individual y social tutelado por el Derecho
indirectamente con motivo de la protección del interés general puede
calificarse como interés legítimo. Tampoco es preciso hoy, según esta
misma doctrina, que el interés sea personal, ya que «cuando un
miembro de la sociedad defiende un interés común sostiene
simultáneamente un interés personal», como advierte la Sentencia
constitucional de 11 de junio de 1983, antes citada.
Como los casos difíciles hacen mal Derecho (hard cases make bad
law), los Autos del Tribunal Supremo de 22 de febrero de 2022 han
inadmitido los recursos interpuestos por el Partido Popular y por Vox
contra los Reales Decretos de 22 de junio de 2021 que otorgaron el
indulto a los condenados del procés, olvidando que, al menos el
segundo de los partidos políticos citados, sí podía obtener un
beneficio del ejercicio de su acción, en concreto, el mantenimiento de
la condena que solicitó como parte acusadora que fue en el proceso
penal en el que se dictó la Sentencia que impuso aquélla.
La excepción no priva de valor en absoluto a la jurisprudencia
aludida, que tiene ya medio siglo de vida y que, desde luego, refuerza
y amplía las técnicas de legitimación corporativa previstas en la Ley.
El artículo 19.1. b) LJ cita en segundo lugar, tras las «personas físicas
o jurídicas» que ostenten derechos o intereses propios, a «las
853
corporaciones, asociaciones, sindicatos y grupos y entidades a que se
refiere el artículo 18 que resulten afectados o estén legalmente
habilitados para la defensa de los derechos e intereses legítimos
colectivos». Esta legitimación para recurrir se refiere no sólo a los
intereses generales o comunes propios de estas entidades, sino a los
que afectan a una parte de sus miembros (Ss. de 10 de marzo de 1972
y 11 de junio de 1975) y aun a actos perfectamente singulares. Así lo
declaró la Sentencia constitucional de 25 de febrero de 1986,
revocando en amparo una Sentencia del Tribunal Supremo que había
declarado inadmisible el recurso interpuesto por una Asociación de
Fiscales contra el nombramiento de un Fiscal de dicho Tribunal. La
Sala de lo Contencioso-Administrativo en pleno del Tribunal
Supremo en Sentencia de 28 de julio de 1994 aplicó idéntica doctrina
con motivo de la impugnación por la Asociación citada de la
designación por el Gobierno de un Fiscal del Tribunal Supremo.
El círculo del interés legitimador queda así definitivamente trazado en
los términos más amplios, como, por otra parte, exige la sociedad
contemporánea, en la que el individuo aislado carece frecuentemente
de posibilidades reales de actuación frente a las poderosas y anónimas
organizaciones administrativas y se encuentra por ello en la necesidad
de asociarse o agruparse para poder articular medidas efectivas de
defensa. La «solidaridad e interrelación social, especialmente intensa
en la época actual, que se refleja en la concepción del Estado como
social y democrático de Derecho que consagra la Constitución», en
palabras de la Sentencia constitucional de 11 de julio de 1983,
justifican e imponen esta consecuencia.
Hay que señalar únicamente que ese interés susceptible de legitimar
la impugnación de actos y disposiciones administrativas por parte de
personas, entidades y aun grupos debe ser en todo caso un interés
actual, no meramente potencial, ni futuro, en la retirada de tales actos
y disposiciones. La jurisprudencia sostiene, en efecto, como ya
recordamos en otro lugar, que la jurisdicción contencioso-
administrativa no está para prevenir o evitar agravios futuros, sino
simplemente para restaurar los agravios o perturbaciones ya
producidos en la esfera jurídica de los particulares. Por cierto, que la
jurisprudencia del Tribunal de Justicia de las Comunidades es más
amplia, permitiendo prevenir agravios futuros cuando la previsión no
dimana de un simple temor, sino que resulta amparada en un
854
pronóstico virtualmente seguro, por ejemplo, un anuncio anticipado
de su actuación por la propia Administración.
Esta regla de la legitimación individual por interés, antes referida por
la LJ a los actos administrativos básicamente, debe considerarse hoy
general y, por lo tanto, aplicable también a la impugnación directa de
las disposiciones generales dictadas por las Administraciones en
cualquiera de sus niveles, una vez eliminadas por las jurisprudencias
constitucional y ordinaria las limitaciones que a la legitimación
individual imponía para este supuesto la LJ de 1956. La LJ actual no
exige condición alguna adicional de legitimación para impugnar
disposiciones generales respecto a la admitida para la impugnación de
simples actos singulares. La LJ se ha atemperado aquí a lo declarado
por la Sentencia constitucional de 14 de febrero de 1991, que, afirma
de modo categórico que, referido el derecho fundamental del artículo
24 de la Constitución a todas las personas, «la distinción a estos
efectos entre personas físicas y jurídicas carece de todo apoyo
constitucional».
También ha desaparecido de la nueva LJ la exigencia de condiciones
especiales de legitimación para poder formular en el proceso la
pretensión de reconocimiento de una situación jurídica
individualizada y medidas para su pleno restablecimiento (exigencia
que era un eco de la distinción francesa entre el contencioso de
anulación y el de plena jurisdicción). Hoy esta pretensión, admitida
con normalidad en todo proceso por el artículo 31 LJ, puede
ejercitarse tanto por quienes invoquen un derecho como por los que lo
hagan por un simple interés, lo cual se justifica, como sabemos,
porque el interés legítimo esconde un verdadero derecho subjetivo
reaccional. Naturalmente, dependerá del contenido exacto de ese
derecho el grado de restablecimiento que pueda permitir. La misma
evolución se ha dado en Francia, por cierto, con lo que se ha llamado
el «retorno de la plena jurisdicción» y la admisión de sentencias de
condena en los recursos de anulación. Éste es hoy, como ya lo era
desde la Constitución, nuestro propio régimen ordinario.
El artículo 19.1. b) LJ reconoce también legitimación para recurrir a
las corporaciones, asociaciones, sindicatos y grupos y entidades a los
que se refiere el artículo 18 y el apartado 1. i) del propio artículo,
añadido por la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad
855
efectiva de mujeres y hombres, considera igualmente legitimados
para la defensa de la igualdad de sus afiliados y asociados que así lo
autoricen a los sindicatos y asociaciones legalmente constituidas cuyo
fin primordial sea éste de la defensa de la igualdad de trato.
Dada la amplitud con la que, como acabamos de ver, está concebida
la legitimación para recurrir resultan innecesarias las precisiones que
se ha creído obligado a hacer el artículo 73.1 de la Ley 11/2015, de 18
de junio, de recuperación y resolución de entidades de crédito en
relación a la impugnación de determinados actos del Fondo de
Reestructuración Ordenada Bancaria (FROB).
La novísima Ley Orgánica 11/2021, de 28 de diciembre, de lucha
contra el dopaje en el deporte, considera, por su parte, legitimados
para recurrir las sanciones por dopaje no sólo al deportista o sujeto
afectado por la resolución sancionatoria, sino también a la eventual
parte contraria en la resolución o los perjudicados por la decisión, a la
Federación deportiva internacional correspondiente al Director de la
Agencia Estatal Comisión Española para la Lucha Antidopaje en el
Deporte y a la Agencia Mundial Antidopaje, así como a los Comités
Olímpico y Paralímpico Internacionales cuando la resolución afecte a
los Juegos correspondientes (artículo 49).
Conviene, por último, aludir a una corriente jurisprudencial según la
cual reconocida en vía administrativa la capacidad, representación o
legitimación de un recurrente no es posible negarlas en vía
contencioso-administrativa (vid. Ss. de 6 de diciembre de 1971, 17 de
enero de 1975, 30 de septiembre, 26 y 30 de noviembre de 1976, 29
de noviembre de 1994, 6 de marzo y 22 de diciembre de 1997).
Cuando la Administración no ha opuesto reparo en la vía
administrativa por estos motivos, su representante en el proceso no
puede hacerlo; por otra parte, y aunque es cierto que por tratarse de
presupuestos procesales es al Tribunal a quien corresponde decidir
sobre su existencia, no lo es menos que el reconocimiento hecho de
los mismos por la Administración ha creado una apariencia que
justifica la atribución al recurrente de una «confianza legítima» (hoy
proclamada por el art. 3.1 LSP) y que por ello postula en favor del
mantenimiento del mismo en la vía jurisdiccional en aplicación del
principio pro actione, al que la jurisprudencia constitucional ha dado
inequívoco refrendo (vid., entre otras muchas, la S. de 21 de enero de
856
1987: «El derecho de acceso a los recursos legalmente establecidos,
integrado en la tutela judicial efectiva, impone a los Jueces y
Tribunales que en el control de los requisitos formales que
condicionan la válida interposición de los mismos utilicen criterios
interpretativos que sean favorables a dicho acceso, evitando incurrir
en el error formalista de limitarse a una aplicación automática y literal
de los preceptos legales que conduzca a negar el recurso»).
La lista de legitimados para recurrir que contiene el artículo 19 LJ se
cierra con la referencia a las distintas Administraciones territoriales y
a las Entidades de Derecho Público, a las que hay que añadir la
Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, que, de
acuerdo con el artículo 12.3 de la nueva Ley de Defensa de la
Competencia de 3 de julio de 2007, está específicamente legitimada
para impugnar los actos y disposiciones de los que deriven obstáculos
al mantenimiento de una competencia efectiva en los mercados
cualquiera que sea la Administración autora de los mismos, lo que
comprende, por lo tanto, los acuerdos de las Administraciones
autonómicas. El artículo 27 de la Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de
Garantía de la Unidad de Mercado, reconoce igualmente legitimación
a dicha Comisión para impugnar las disposiciones, actos, actuaciones,
inactividad o vía de hecho que considere contrarias a la libertad de
establecimiento o circulación.
C. La acción pública y la acción vecinal
La acción pública o popular y la acción vecinal están referidas como
situaciones especiales de legitimación extensa en el artículo 19,
apartados 1. h) y 2 LJ.
La acción pública supone que la Ley habilita a cualquier persona para
ejercer acciones en defensa de la legalidad y no de propios derechos o
intereses legítimos, que no necesitan por ello ser invocados; puede
actuarse incluso en protección de derechos de terceras personas (S. de
12 de febrero de 1991).
El caso más relevante es el de la materia urbanística, ya desde la LS
de 1956, hoy artículo 62 LS, donde ha jugado un papel relevante. De
857
ahí se ha extendido a otros sectores y materias próximos, como el
patrimonio histórico (art. 8.2 de la Ley de 25 de junio de 1985), las
costas (art. 109.1 de la Ley de 28 de julio de 1988) y el medio
ambiente. La Ley 27/2006, de 18 de julio, por la que se regulan los
derechos de acceso a la información, de participación pública y de
acceso a la justicia en materia de medio ambiente la reconoce aquí
con carácter general (arts. 20 y sigs.). El artículo 47.3 de la Ley
Orgánica del Tribunal de Cuentas de 12 de mayo de 1982 dispone
igualmente que será pública la acción para exigir la responsabilidad
contable. La Ley 20/2013, de 9 de diciembre, establece, en fin, en su
disposición adicional quinta que será pública la acción para exigir
ante los órganos administrativos y, a través de la Comisión Nacional
de los Mercados y de la Competencia, ante los Tribunales el
cumplimiento de lo establecido en ella y en las disposiciones que la
desarrollen para la defensa de la unidad de mercado.
La acción vecinal tiene dos aplicaciones en la legislación local. Por
una parte, para la impugnación del Presupuesto General están
legitimados, según el artículo 151 de la Ley de Haciendas Locales de
1988, «los habitantes en el territorio de la respectiva entidad local»,
así como Colegios, Cámaras Oficiales, Sindicatos, Asociaciones
constituidas para velar por intereses económicos o vecinales, y
también (lo que ya es otro supuesto distinto de la legitimación
vecinal) los que resulten directamente afectados aunque no habiten en
el territorio local.
Por otra parte, está el artículo 68 LRL, que faculta a «cualquier
vecino que se hallare en pleno goce de sus derechos civiles y
políticos» para que requiera a la entidad local para que ejerza las
acciones necesarias para la defensa de sus bienes y derechos. Si en el
plazo de treinta días (en los que se pondrá en conocimiento de los
posibles interesados) la entidad no acordara el ejercicio de las
acciones solicitadas, «los vecinos podrán ejercitar dicha acción en
nombre e interés de la Entidad local». De prosperar la acción, el
vecino accionante tendrá derecho a ser reembolsado de las costas
procesales y de los perjuicios que se le hubieren seguido.
Aquí hay una legitimación en favor de cualquier vecino, pero lo
peculiar es que éste actúa como sustituto procesal de la entidad local,
en su nombre y ejerciendo los derechos que sólo a ella pertenecen. La
858
jurisprudencia ha hablado por eso de «legitimación indirecta mediante
sustitución procesal» (Ss. de 3 de mayo de 1991, 25 de enero de 1982,
17 de enero de 1973, etc.). No es procedente esta legitimación frente
a actos de la propia corporación (S. de 10 de enero de 1996).
4. EL PRINCIPIO DE IGUALDAD DE LAS PARTES
La antigua atribución a la Administración del Estado de la
jurisdicción contencioso-administrativa, que estuvo vigente en
España hasta 1888 (sistema llamado de la «jurisdicción retenida», que
en Francia misma se mantuvo hasta 1872) y la participación ulterior
de la misma Administración hasta la LJ de 1956, en la formación de
los órganos jurisdiccionales a través del llamado «sistema mixto», ha
creado una cierta inercia en virtud de la cual la Administración sería
una parte privilegiada en el seno del proceso contencioso-
administrativo. Este criterio carece de toda consistencia jurídica
actualmente, en que la jurisdicción contencioso-administrativa es
totalmente judicial, incardinada por tanto en un poder del Estado
independiente y en el que la Administración «actúa... con
sometimiento pleno a la Ley y al Derecho» (art. 103.1 de la
Constitución) y, por tanto, con sometimiento pleno al juez. En el
proceso contencioso-administrativo actual las partes son
rigurosamente iguales en cuanto a derechos y cargas, sin lo cual el
proceso carecería de «todas las garantías», como impone el artículo
24 de la Constitución, y padecería irremisiblemente. El Tribunal
Constitucional ha precisado que «el principio de igualdad de las
partes en el proceso se integra en el ámbito del artículo 24 de la
Constitución» (S. de 17 de marzo de 1994, que cita otras tres
anteriores). El principio de absoluta independencia del Poder Judicial,
artículo 117.1 de la Constitución, que obliga a una objetividad
absoluta, se vería afectado si se primase a un justiciable frente a los
demás, y más aún si ese beneficio no resulta de Ley alguna sino de
viejos hábitos mantenidos por simple inercia o por comodidad. Esto
es lo que no es excepcional que ocurra, por ejemplo, en materia de
caducidad de plazos procesales, exigidos a los recurrentes con tanto
rigor como benevolencia para la Administración, frecuentemente; en
la estimación de la carga de la prueba, en la que no es infrecuente que
se sustantive el principio de presunción de validez de las pruebas
859
administrativas, cuando ese principio no es más que una expresión de
la técnica estructural de la autotutela y queda sometido en un proceso
a la jurisdicción plenaria del juez; en presumir en favor de la
Administración omisiones en los expedientes administrativos o en la
prueba que ella misma causa (la buena doctrina se proclama en
alguna Sentencia como la de 13 de febrero de 1980: «La relativa
inconcreción obedece a los escasos datos que ha sido posible obtener
de la Administración», lo que es suficiente para declarar el derecho);
en cierta resistencia a aplicar a la Administración la regla de la buena
fe procesal que impone a todas las partes el artículo 11, apartados 1 y
2 LOPJ, especialmente ante la tan frecuente y casi normal
manipulación de los expedientes administrativos y aun de la prueba,
que constituyen la base fáctica de los procesos (no faltan sentencias
que proclaman la buena doctrina; así, la Sentencia de 18 de diciembre
de 1991: nadie puede obtener ventaja de las dificultades probatorias
que esa misma parte origina, pues «el principio de buena fe,
plenamente operante en el campo procesal –art. 11 LOPJ– impide,
como señalan las Sentencias de 14-4-1990 y 16-5-1991, que el que
crea una situación de ilegalidad pueda obtener ventaja de las
dificultades probatorias originadas por esta ilegalidad»; se hace eco
esta jurisprudencia del viejo principio general allegans propriam
turpitudinem non auditur, esencial en el trato con la Administración).
No aludiremos a una no excepcional actitud de «deferencia» ante las
posiciones de fondo que la Administración sostiene, actitud que tiene
normalmente su origen en una falta de especialización rigurosa de
algunos miembros de las Salas. Suele herir la susceptibilidad de los
justiciables el reconocimiento simbólico de una cierta preeminencia
formal al Abogado del Estado respecto a los demás Abogados de las
partes al situarse en las salas de audiencia en el estrado preferente
reservado al Fiscal (el cual actúa «en defensa de la legalidad», art.
124 de la Constitución y no de la Administración), y ello por simple
inercia del sistema de la Ley Santamaría en que era el Fiscal el
defensor de la Administración.
Hay, por tanto, un cierto camino que recorrer aún para instaurar en la
realidad el principio procesal básico de la «igualdad de armas y
medios», que el Tribunal Constitucional, como el Tribunal Europeo
de Derechos Humanos, han incluido entre las garantías necesarias de
una tutela judicial efectiva (Ss. constitucionales de 3 de julio de 1995
–que lo aplica específicamente al contencioso-administrativo–, 23 de
860
septiembre de 1991, 10 de febrero de 1992, 17 de marzo de 1994,
entre otras muchas).
III. EL OBJETO DEL RECURSO CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO
1. LAS PRETENSIONES DE LAS PARTES. EL CARÁCTER
SUBJETIVO DEL PROCESO CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO
El objeto del proceso contencioso-administrativo lo constituyen las
pretensiones procesales que se ejercitan por el actor o recurrente y las
que le opongan las partes demandadas.
Todo el proceso gira, pues, en torno a las peticiones concretas que las
partes formulan ante el órgano jurisdiccional solicitando del mismo
una resolución en un sentido determinado. La pretensión acota, pues,
el contenido del proceso, fija sus límites concretos, condiciona su
tramitación y resultado, y delimita el ámbito en el que necesariamente
ha de moverse el juzgador.
La tradición del contencioso-administrativo desde sus orígenes
franceses puso todo su énfasis en su configuración como un proceso
impugnatorio de actos administrativos, el examen de cuya legalidad,
con la consiguiente sentencia anulatoria o absolutoria, agotaba toda su
funcionalidad. Se habló, por ello, de un «proceso al acto», de un
proceso «objetivo», en el que incluso en la doctrina francesa, que ha
durado hasta hace muy poco, no se reconocía la condición de parte al
recurrente, pues no era el interés personal que aducía como
legitimación (qualité pour agir) lo que había de ser el objeto del
proceso, sino tan sólo un «requisito de seriedad» para que el juez
administrativo se concentrase en el único problema que le concernía,
la validez o nulidad del acto impugnado. De ello se concluía en lo que
entre nosotros se llamó el «carácter revisor» de la jurisdicción
contencioso-administrativa, estudiado recientemente por J. R.
FERNÁNDEZ TORRES, carácter que excluía cualquier otra función del
proceso que no fuese la de controlar la legalidad «objetiva» del acto
recurrido, sin tomar en consideración más que la situación en que el
861
acto fue producido originariamente por la Administración. El recurso
contencioso-administrativo se identificaba así en su funcionalidad con
la de un recurso de casación, en la que no se admitía la prueba ni
cuestiones nuevas respecto de las ya tratadas en las instancias
inferiores, aquí en la vía administrativa dentro de la cual el acto se
había producido.
Aunque ya la LJ de 1956 asestó golpes contundentes a esa
concepción, lo cierto es que no se extrajeron demasiadas
consecuencias de esa novedad y la inercia mantuvo lo más sustancial
de dicha concepción originaria. El desmontaje definitivo de la misma
vino del artículo 24 de la Constitución, que configuró toda actuación
judicial, y por tanto la contencioso-administrativa, como una técnica
de tutela efectiva de «derechos e intereses legítimos». El proceso
contencioso-administrativo pasó a ser así inequívocamente
«subjetivo», de defensa de esos derechos e intereses frente a «la
actuación administrativa» en general (art. 106.1 de la propia
Constitución) y no precisamente sólo frente a actos administrativos
formales. La tutela de los derechos e intereses legítimos de los
ciudadanos no puede reducirse a la fiscalización abstracta y objetiva
de la legalidad de unos actos administrativos formales; derechos e
intereses son los que son, resultan de los complejos ordenamientos
jurídicos a que el ciudadano de hoy se ve sometido, y su tutela
efectiva, «sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión»,
como precisa también el artículo 24, impondrá extenderse
necesariamente a todos los aspectos de la actuación administrativa,
sea formal o informal, por procedimientos tipificados o por vía de
hecho, reglados o discrecionales, típicamente administrativos o con
eventuales contenidos políticos anejos, por acción o por omisión, que
puedan llegar a afectar a dichos derechos o intereses. La acción
contencioso-administrativa no podrá justificarse sólo como puramente
declarativa (legalidad o ilegalidad del acto impugnado), sino que
deberá admitir necesariamente pronunciamientos de condena a hacer
o no hacer de la Administración, para restituir la integridad de los
derechos o intereses del recurrente que se hayan podido violar, de
ejecución forzosa de las propias sentencias también, ejecución que
hasta ahora (art. 103 LJ de 1956) se había seguido considerando como
un privilegio de la propia Administración, inmune a toda compulsión
de otros poderes, pero que el artículo 117.3 de la Constitución y la
interpretación que el Tribunal Constitucional ha hecho de la
862
«efectividad» de la tutela judicial proclamada por el artículo 24 ha
entregado necesariamente al propio juez.
Esta «subjetivización» completa de la justicia administrativa ha sido
el cambio más espectacular de ésta desde su judicialización y es la
obra directa de la Constitución, como hemos notado. Pero su
plasmación definitiva en unas reglas procesales inequívocas y
precisas (sin perjuicio de que alguna jurisprudencia había ya extraído
consecuencias importantes directamente de la Constitución, supuesto
su carácter normativo directo) ha sido, sin duda, la aportación más
importante de la LJ de 1998. Como vamos a ver, la nueva LJ despeja
definitivamente sobre el particular cualquier equívoco y pone en pie
un completo sistema de pretensiones de los recurrentes que pueden, y
deben, abarcar cualquier exigencia de tutela efectiva de sus derechos
e intereses legítimos, único y necesario objeto del proceso.
2. ACTIVIDAD ADMINISTRATIVA IMPUGNABLE
Los artículos 25 y sigs. LJ enuncian cuál es la actividad
administrativa impugnable, esto es, frente a la cual los ciudadanos
pueden formular ante los Tribunales contencioso-administrativos sus
pretensiones.
Esa materia impugnable se reducía en la anterior regulación de 1956,
desde la concepción «objetivista» subyacente al sistema, a dos únicos
supuestos: disposiciones de la Administración o Reglamentos y actos
administrativos (expresos o presuntos). Ahora este objeto único del
contencioso-administrativo ha quedado notablemente ampliado. La
materia recurrible puede esquematizarse como sigue.
1.º Disposiciones generales de rango inferior a la Ley. Es la fórmula
que utiliza el artículo 1 LJ, que comprende, por lo tanto, no sólo los
reglamentos dictados por las Administraciones Públicas, sino también
los emanados de los órganos constitucionales (vid. la Sentencia de 28
de octubre de 2011, que anuló el Acuerdo del Consejo General del
Poder Judicial que aprobó un Reglamento sobre reutilización de
sentencias y otras resoluciones judiciales).
863
El precepto legal citado con el fin de romper definitivamente con una
opinión contraria mantenida por un sector de los constitucionalistas
ha querido especificar que también son recurribles «los Decretos
Legislativos» «cuando excedan los límites de la delegación», sigue
diciendo, pero ésta será ya la cuestión de fondo a dilucidar en la
sentencia. Se restituye, así, sin equívocos lo que dispone el artículo
82.6 de la Constitución, y ha quedado expuesto más atrás, capítulo V,
§ 2.2 (esta inclusión ha sido llevada hasta el art. 9.4 LOPJ, redactado
de nuevo a estos efectos por la Ley Orgánica de 13 de abril de 1998).
La impugnación de los Reglamentos –y de los Decretos Legislativos–
puede hacerse, especifica el artículo 26, o bien por medio de un
recurso directo contra el acuerdo que los aprueba, o bien al impugnar
los actos de aplicación de los mismos, aunque el anterior recurso
directo no se hubiese interpuesto (recurso indirecto), y ello sea
cualquiera la fecha de dicho Reglamento o Decreto legislativo, cuya
ilegalidad no prescribe nunca. Pero es importante subrayar, lo que es
una notable novedad de la LJ, que este recurso indirecto se ha
configurado de forma que permite una depuración definitiva de la
eventual ilegalidad de los Reglamentos, haciendo preceptiva, en caso
de una sentencia estimatoria del recurso, o bien la nulidad general del
reglamento, si el Tribunal tiene competencia para ello o bien el
planteamiento, de la llamada «cuestión de ilegalidad» (art. 26 y su
regulación, que estudiaremos más adelante, en arts. 126 y sigs.).
2.º Actos administrativos, expresos o presuntos, artículo 25.1. Es el
supuesto tradicional y seguirá siendo, obviamente, el más ordinario.
No hay exclusión ninguna entre los actos recurribles: todos lo son sin
que se reconozcan ya los llamados «actos políticos o de Gobierno»
(como en la LJ de 1956) como actos exentos de control, los cuales,
por el contrario, están expresamente incluidos en el ámbito
jurisdiccional, artículo 2. a) [remitimos a lo expuesto en el capítulo
anterior, § V, 2. b)].
Los únicos actos administrativos excluidos hoy del recurso
contencioso-administrativo son los llamados «actos consentidos»,
artículo 28 LJ: «actos que sean reproducción de otros anteriores
definitivos y firmes y los confirmatorios de actos consentidos por no
haber sido recurridos en tiempo y forma». Es una excepción técnica,
y no política, reconocida en todos los Derechos, que es consecuencia
de la naturaleza de plazo de caducidad que la Ley establece para
864
interponer el recurso contencioso-administrativo. La doctrina en
general y la jurisprudencia (Sentencias de 20 de diciembre de 1989,
25 de junio de 1991 y 26 de enero de 1994; Sentencia constitucional
de 19 de junio de 1995, que cita otras varias a propósito de derechos
fundamentales) excluyen de la excepción de acto consentido el
supuesto de que éste sea nulo de pleno derecho (art. 47 LPAC). Esta
tesis puede hoy invocar en su favor, concluyentemente, el tenor del
artículo 102 de la propia LPC, que admite «en cualquier momento... a
solicitud del interesado» la declaración de nulidad «de los actos
enumerados en el artículo 62.1»; aunque el precepto se refiere a la
«revisión de oficio» por parte de la propia Administración, ninguna
razón podrá darse para que el juez contencioso-administrativo no
pueda hacer lo mismo por sí solo ante una excepción de acto
consentido, sin necesidad de declarar una nulidad de actuaciones –iter
inutilis y negación de la efectividad de la tutela judicial impuesta por
el art. 24 de la Constitución–, para que la Administración se
pronuncie previamente sobre la revisión de oficio del acto nulo; la
regla general del artículo 33 LJ, que faculta a los órganos
jurisdiccionales a decidir «dentro del límite de las pretensiones
formuladas por las partes y de los motivos que fundamenten el
recurso y la oposición», así lo permite, sin que tuviera el menor
sentido tener que volver en este caso, en el que no está en juego
cualquier interés gestor de la Administración, sino una actuación de
ésta meramente declarativa, al viejo mito del carácter estrictamente
revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa, que por ningún
lado podrá fundamentarse en la LJ.
Otra excepción al acto consentido es el de aquellos derechos que
tengan un plazo de prescripción que no hubiera transcurrido en el
momento de la petición de su reconocimiento contra cuya negativa se
alza el recurso contencioso-administrativo. Si el derecho está vivo, su
protección jurisdiccional debe estarlo también. Aunque la doctrina
está clara, la jurisprudencia ha sido más bien parca en reconocerla.
Así Ss. de 29 de enero y 8 de febrero de 1963, 23 de noviembre de
1964, 22 de julio de 1966, 4 de noviembre de 1969, 26 de enero de
1970, 6 de julio de 1972, cuya doctrina fue formalmente refrendada
por la Sentencia constitucional de 26 de diciembre de 1984.
En fin, convendrá notar que para la aplicación de la excepción de acto
consentido se exige por la jurisprudencia «la más completa identidad
865
de sujetos, de pretensiones y de fundamento» (Ss. de 26 de enero de
1998, 23 de julio de 1991, 3 de octubre de 1989, 10 de mayo de 1977,
etc.), interpretado restrictivamente en virtud del principio pro actione
(S. 23 de julio de 1991).
3.º Inactividad material de la Administración (art. 25.2 LJ y nuevo
art. 9.4 LOPJ). La admisión de un recurso dirigido directamente
contra la inactividad material de la Administración es una de las
mejores novedades de la LJ de 1998. Hasta ahora sólo la larga vía de
convertir la inactividad material en inactividad formal, mediante la
técnica del silencio administrativo, con la carga de impugnar éste para
conseguir una sentencia anulatoria, con cuya ulterior y laboriosa
ejecución podría, eventualmente, conseguirse una condena de hacer a
la Administración, además tarada de la inexistencia de vías eficaces
para imponer la efectiva ejecución de sentencias, había hecho de las
situaciones de inactividad de la Administración, como notó
tempranamente Alejandro NIETO, uno de los ámbitos más
notoriamente desprotegidos de la justicia administrativa, lo cual
resultaba especialmente grave en una situación generalizada de
«Administración prestacional» u obligada legalmente a efectuar
prestaciones y servicios en favor de los ciudadanos. El modelo
alemán (Verpflichtungsklage, caracterizada inicialmente por BACHOF)
ha tenido aquí un influjo directo.
El supuesto que permite ejercitar una acción de este carácter está
delimitado en el artículo 29 LJ y contempla dos supuestos
característicos. El primero «cuando la Administración, en virtud de
una disposición que no precise actos de aplicación o en virtud de un
acto, contrato o convenio administrativo esté obligada a realizar una
prestación concreta en favor de una o varias personas determinadas,
quienes tuvieran derecho a ello pueden reclamar de la Administración
el cumplimiento de dicha obligación»; para ello han de comenzar
reclamando a la Administración el cumplimiento de la obligación; si
en plazo de tres meses la Administración no hubiera dado
cumplimiento a lo solicitado o no hubiera llegado a un acuerdo con
los interesados, éstos podrán deducir este tipo de recurso. La
jurisprudencia advierte, sin embargo, que «cuando existe un cierto
margen de actuación o apreciación por la Administración o cuando la
disposición general que impone la obligación exija un acto de
aplicación no será posible la admisión del recurso» al amparo del art.
866
29.1 (vid. Sentencia de 14 de diciembre de 2007, 18 de noviembre de
2011 y 16 de septiembre de 2013). La acción prevista en el artículo
29.1 LJ no pretende, pues, remediar cualquier incumplimiento
administrativo, sino que está destinada –dice expresivamente la
Sentencia de 18 de febrero de 2019– a exigir prestaciones concretas,
sobre cuya existencia no se debate, derivadas de una disposición
general (siempre que no precise de actos de aplicación) o de un
contrato o convenio, pretendiendo, en consecuencia, el cumplimiento
de obligaciones o prestaciones que ya han sido previamente
establecidas. La segunda modalidad es aún más simple: «Cuando la
Administración no ejecute sus actos firmes podrán los afectados
solicitar su ejecución si ésta no se produce en el plazo de un mes
desde tal petición»; la Ley remite la sustanciación de esta pretensión
al procedimiento abreviado, pero hubiera sido más lógico haber
montado para él un verdadero juicio ejecutivo, desde el momento en
que el acto administrativo firme es un «título ejecutivo» de valor en
ningún caso inferior al de la letra de cambio, por ejemplo. Es siempre,
en los dos casos, una típica acción de condena, puesto que la
sentencia estimatoria condena a la Administración a realizar la
prestación desatendida o a ejecutar la decisión incumplida como
actividad material. Por otra parte, la LJ privilegia a esta acción con
una enérgica protección cautelar, artículo 136: la medida cautelar, que
será la orden de cumplimiento o de ejecución, «se adoptará salvo que
se aprecie con evidencia que no se dan las situaciones previstas» en el
artículo 29 «o la medida ocasione una perturbación grave de los
intereses generales o de tercero», admitiéndose incluso que la medida
cautelar se solicite antes de la interposición del recurso, con carácter
provisionalísimo, debiendo ratificar su petición al interponer el
recurso, que ha de hacerse en el plazo máximo de diez días desde que
la medida cautelar se adoptó. Obsérvese que aquí se da un paso más
que el del fumus boni iuris para otorgar la medida cautelar: ha de ser
«evidente» que no se está en la situación de fondo que habilita la
acción para denegar la medida cautelar. El proceso de fondo sobre el
primer supuesto (obligación de prestación concreta) se sustanciará
según las reglas generales, en tanto que el segundo ha de tramitarse
por el procedimiento abreviado del artículo 78.
4.º Vía de hecho, artículo 30 LJ y nuevo artículo 9.4 LOPJ. Es otra
importante novedad de la nueva LJ. Entendemos que no ha de tratarse
aquí de la vía de hecho cualificada a que nos hemos referido en el
867
capítulo XIV, § V, sino de cualquier actividad material de la
Administración que afectando de hecho a cualquier «interesado»,
según la fórmula del artículo 30, no esté cubierta por un acto
administrativo previo. Esto es, una actividad material de la
Administración, de cualquier orden, que no haya respetado la regla
del artículo 97 LPAC, según el cual «las Administraciones Públicas
no iniciarán ninguna actuación material de ejecución de resoluciones
que limiten derechos de los particulares sin que previamente haya
sido adoptada la resolución que le sirva de fundamento jurídico»,
resolución que debe ser notificada antes de ordenar su ejecución
material, precisa el mismo artículo.
Es también importante destacar que la LJ no sólo ha abierto esta
nueva vía procesal, susceptible de adquirir gran importancia en el
orden práctico, sino que le ha prestado una especial expeditividad
judicial, otorgándole el mismo régimen de protección cautelar
privilegiada del artículo 136, que hemos expuesto ya para el recurso
por inactividad, en que también se aplica.
3. CLASES DE PRETENSIONES. EL REQUISITO DE CONGRUENCIA
Y SUS MODULACIONES
Los artículos 31 y sigs. LJ enuncian las clases de pretensiones que las
partes pueden formular ante el juez administrativo.
El artículo 31 recoge la tradición de la Ley anterior, aunque
admitiendo las dos pretensiones tradicionales sea cual fuere el tipo de
legitimación invocado, derechos o intereses legítimos. En uno y otro
caso, pues, precisa el artículo 31, el demandante puede pretender «la
declaración de no ser conforme a Derecho y, en su caso, la anulación
de los actos y disposiciones impugnadas» y, además, «el
reconocimiento de una situación jurídica individualizada y la
adopción de las medidas adecuadas para el pleno restablecimiento de
la misma, entre ellas la indemnización de daños y perjuicios, cuando
proceda». Lo normal es, pues, que la acción que se ejercite sea, a la
vez, declarativa y de condena, con una cláusula abierta para esta
última («medidas adecuadas», para «el pleno restablecimiento» de la
situación jurídica desconocida por la Administración), cuya
868
pretensión no enerva la mera legitimación por interés.
El artículo 32 enuncia las pretensiones propias de las acciones contra
la inactividad de la Administración y contra la actuación material
constitutiva de vía de hecho. En el primer caso, acción típica de
condena, «que (se) condene a la Administración al cumplimiento de
sus obligaciones en los concretos términos en que están establecidas»
por el título jurídico de que se trate: disposición general, acto,
contrato o convenio, el propio acto administrativo dictado pero no
ejecutado.
En el segundo caso, vía de hecho, el actor podrá pretender, en otra
característica acción de condena, «que se declare contraria a derecho»
la correspondiente «actuación material», y que, consecuentemente, se
«ordene el cese de esa actuación y que se adopten, en su caso, las
demás medidas previstas en el artículo 31.2», esto es, el pleno
restablecimiento de la situación jurídica individualizada mediante las
medidas adecuadas.
Quizás interese notar que en todos los casos las pretensiones de los
demandantes, y especialmente las de condena de hacer o de no hacer,
podrán desarrollarse, como veremos, en la fase de ejecución de
sentencia cuando ésta sea estimatoria, artículos 103 y sigs.,
especialmente artículo 108, según veremos más adelante.
Estas pretensiones, más las contrarias de las partes demandadas, que
serán normalmente de inadmisión o desestimación, total o parcial,
determinan el ámbito en que la sentencia debe de pronunciarse. Es el
llamado principio de congruencia, que formula el artículo 33.1 LJ en
estos términos: «Los órganos del orden jurisdiccional contencioso-
administrativo juzgarán dentro del límite de las pretensiones
formuladas por las partes y de los motivos que fundamenten el
recurso y la oposición». Obsérvese que la obligación de congruencia
se extiende no sólo a las pretensiones, sino también a los motivos en
que éstas se fundamenten, lo que ya hacía la LJ de 1956 y el Tribunal
Constitucional ha destacado también.
En relación con esto último, el párrafo 2 del artículo 33 dispone que si
al dictar sentencia el juez o Tribunal «estimare que la cuestión
sometida a su conocimiento pudiera no haber sido apreciada
debidamente por las partes, por existir en apariencia otros motivos
869
susceptibles de fundar el recurso o la oposición, lo someterá a
aquéllas», sin que ello signifique prejuzgar el sentido del fallo,
«concediendo a los interesados un plazo común de diez días para que
formulen alegaciones».
Es una aplicación del principio de actuación de oficio del juez, en
beneficio de la mayor objetividad de la justicia, principio que se
extrema en el párrafo 3 del mismo artículo 3 en el supuesto de recurso
directo contra Reglamentos. Aquí se faculta al juez a «extender el
enjuiciamiento», previo el mismo trámite de alegaciones de las partes,
a otros preceptos del mismo Reglamento «por razones de conexión o
consecuencia con los preceptos recurridos». Es una técnica que se ha
tomado, manifiestamente, del recurso o cuestión de
inconstitucionalidad, artículo 20.1 LOTC, que permite la extensión
ultra petitum de la inconstitucionalidad a otros preceptos de la Ley
que los impugnados «por conexión o consecuencia». Se ha tomado,
pues, el recurso de inconstitucionalidad como modelo del recurso
directo contra Reglamentos, como paradigma del recurso «abstracto»
de normas.
IV. EL PROCEDIMIENTO EN PRIMERA O ÚNICA INSTANCIA
La mecánica procesal con arreglo a la cual se desenvuelve y tramita el
recurso contencioso-administrativo es muy semejante a la del juicio
declarativo ordinario, del que difiere solamente por su mayor
simplicidad y por la existencia (en el caso del procedimiento común)
de una primera fase de interposición determinada por la necesidad de
disponer del expediente administrativo para poder formalizar la
demanda. Tras esta primera fase, que por sus peculiaridades propias
hemos de estudiar con un cierto detalle, se desarrollan las de
alegaciones, prueba y vista o conclusiones, cuyo análisis ofrece
menor interés.
Especificaremos luego las reglas propias de los procedimientos
especiales regulados por la LJ; añadiremos a ellos el llamado
«procedimiento abreviado», que es en realidad el procedimiento
ordinario para una buena parte de los procesos de la competencia de
los Juzgados de lo contencioso-administrativo.
870
1. LA INTERPOSICIÓN DEL RECURSO Y SUS EFECTOS
A. Requisitos de la interposición. En especial, la vieja regla de «solve
et repete»
El proceso contencioso-administrativo comienza con la presentación
de un simple escrito en el que el recurrente se limita a solicitar del
Tribunal que se tenga por interpuesto el recurso contra el acto,
disposición, inactividad o vía de hecho que expresamente se designe
(salvo lo previsto en el art. 45, apartados 4 y 5, al que más adelante se
hará referencia).
Este modo de iniciar el procedimiento es ya tradicional desde la vieja
Ley SANTAMARÍA DE PAREDES, que sustituyó con él el sistema
establecido en 1845 por las Leyes que implantaron la jurisdicción
contencioso-administrativa, en las cuales se preveía que el proceso
había de comenzar con la presentación de la demanda, como es
habitual en el proceso civil ordinario. El apartamiento del modelo
civil está en este caso justificado plenamente. El proceso contencioso-
administrativo tiene normalmente carácter impugnatorio, su finalidad
es, por consiguiente, combatir un acto, disposición, inactividad o vía
de hecho determinados y esto no puede hacerse eficazmente sin tener
a la vista el expediente que ha dado lugar al objeto contra el que se
ejercita la pretensión. Resulta, pues, obligado desdoblar la
impugnación en dos momentos, limitando la fase inicial a anunciar la
impugnación para que, a su vista, se emplace a todos los demandados
en la forma que ya conocemos y se reclame el envío al Tribunal del
expediente administrativo, de forma que, en una segunda fase, el
recurrente pueda formalizar su demanda con conocimiento de causa
en base al expediente en cuestión.
Al escrito de interposición del recurso deben acompañarse
preceptivamente, según el artículo 45.2 LJ, una serie de documentos
acreditativos de la representación y legitimación del recurrente, de la
existencia del acto, etc. De esos requisitos interesa especialmente
detenerse en dos de ellos, concretamente en los exigidos en los
apartados c) y d) del precepto citado. El artículo 45.2. c) LJ obliga a
presentar la copia o traslado de la disposición o del acto que se
871
recurre o indicación del expediente en que haya recaído o el periódico
oficial en que se haya publicado. Si el objeto del recurso fuera la
inactividad de la Administración o una vía de hecho, habrá de
mencionarse el órgano o dependencia al que puedan imputarse una u
otra, el expediente en que tuvieran origen «o cualesquiera otros datos
que sirvan para identificar suficientemente el objeto del recurso».
El apartado d) se refiere a los documentos que acrediten el
cumplimiento de los requisitos exigidos para entablar acciones las
personas jurídicas según las normas o estatutos que les sean
aplicables, «salvo que se hubieren incorporado o insertado en lo
pertinente» dentro del poder o documento propio de la representación
del compareciente. En el caso de las entidades públicas, la exigencia
legal se concreta esencialmente en la obligación de acompañar el
acuerdo del órgano competente de la Entidad en el que se haya
adoptado la decisión de recurrir, acuerdo cuya suficiencia hay que
medir en función de la normativa específica de cada institución. En lo
que se refiere a las Corporaciones Locales, debe tenerse en cuenta,
por lo tanto, lo dispuesto en el artículo 54.3 TRRL en orden a la
exigencia de dictamen de Letrado.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo, a partir de las Sentencias de
5 de noviembre y 23 de diciembre de 2008, que han puesto fin a las
vacilaciones precedentes considera igualmente inexcusable la
aportación por las sociedades y demás personas jurídicas privadas del
acuerdo corporativo que acredite la efectiva voluntad de las mismas
de interponer el recurso. La Sentencia de 7 de febrero de 2014 ha
aclarado por su parte que en el caso de sociedades con administrador
único es suficiente, como regla general, que éste acredite su condición
de tal, a menos que los estatutos sociales contengan alguna cláusula
atributiva de competencia a la Junta General de la sociedad.
Si no se aportaren los documentos referidos o los presentados fueren
incompletos y, en general, siempre que el Secretario judicial estimare
que no concurren los requisitos exigidos por la Ley para la validez de
la comparecencia habrá de requerirse la subsanación, que el
recurrente podrá realizar en el plazo de diez días, procediéndose, de
no hacerlo, al archivo de las actuaciones (artículo 45.3; sobre la
subsanación de defectos en general vid. el artículo 138 de la Ley).
Ha desaparecido definitivamente en la nueva LJ el requisito, derivado
872
de un viejo privilegium fisci, de que la discusión judicial de un crédito
de la Administración exigía haber pagado previamente éste, regla
solve et repete, paga y recurre. Este sorprendente y abusivo requisito,
que cegaba la vía procesal a quien careciese de recursos económicos
(quizás por la misma medida cuya legalidad pretende discutirse) se
mantuvo desde los orígenes del contencioso-administrativo hasta,
aunque ya limitada, en la misma LJ de 1956. La jurisprudencia
ordinaria antes de la Constitución, pero sobre todo después de ésta,
unida a la misma jurisprudencia constitucional (por ejemplo,
Sentencias de 21 de enero de 1987 y 18 de octubre de 1990), lo han
abolido definitivamente como radicalmente contradictoria con el
principio del derecho a la tutela judicial efectiva que impone el
artículo 24 de la Constitución. La LJ no hace ya, por eso, ninguna
referencia a esa vieja regla.
B. Plazos de interposición del recurso
El problema de los plazos, muy simple en apariencia, tiene una
importancia capital, porque transcurrido el plazo el acto se convierte
en firme e inatacable y el recurso resulta inadmisible (art. 28 LJ).
El artículo 46 LJ, que regula esta cuestión del plazo, que quizás
resulte de alguna complejidad para quienes no tengan práctica
procesal, puede esquematizarse como sigue:
– plazo normal: dos meses, contados desde el día siguiente al de la
publicación de la disposición impugnada (publicación que no se
entiende producida hasta que no se haya concluido la totalidad de su
texto) o al de la notificación del acto que se recurre, si fuese expreso
y si la notificación contiene todos los requisitos que impone el
artículo 40 de la LPAC. Este precepto, en su párrafo 3 (que procede
de la reforma realizada por la Ley de 13 de enero de 1999) niega todo
valor a la notificación que no incluya tales requisitos en su totalidad,
de modo que la que contenga al menos el texto íntegro del acto sólo
surtirá efecto a partir de la fecha en que el interesado realice
actuaciones que supongan el conocimiento del contenido y alcance de
la resolución o interponga un recurso procedente;
873
– en el supuesto de acto presunto o por silencio negativo, la LJ de
1998 establece en el texto originario del artículo 46.1 un plazo de seis
meses para recurrir a contar de la producción del efecto denegatorio.
Pero, como notamos ya en el capítulo X de esta obra, § VI.2.B. d), a
partir de una Sentencia de la Sala de lo contencioso-administrativo
del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 25 de noviembre de
1999, hoy confirmada por dos importantes Sentencias
constitucionales, la 118/2003, de 27 de octubre, y la 220/2003, de 15
de diciembre, los Jueces y Tribunales contencioso-administrativos
entienden que esa limitación de plazo ha quedado derogada por la
nueva regulación del silencio administrativo realizada por la Ley
4/1999 al modificar la LPC de 1992, de modo que ningún plazo
excluye ahora el deber de la Administración de resolver ni la opción
del interesado de esperar a esa resolución. Por otra parte, como la
jurisprudencia del Tribunal Supremo (Ss. de 14 de octubre de 1992, 3
de octubre de 1994, 19 de junio de 1998, etc.) había equiparado la
producción del efecto de silencio a una notificación irregular de la
resolución, irregular porque no contiene pie de recursos, resulta
aplicable lo dispuesto para estos casos por el artículo 58.2 LPC, que
no convalida ese defecto de la notificación por el mero transcurso de
un plazo y deja a la iniciativa del interesado «ejercitar [el recurso] que
estime procedente». Una importante Sentencia del Tribunal Supremo
de 23 de enero de 2004, dictada en un recurso de casación en interés
de Ley interpuesto por la Diputación Provincial de Sevilla ha
ratificado expresivamente estas dos líneas argumentales afirmando
sin vacilación «que la remisión que el artículo 46.1 de la Ley
Jurisdiccional hace al acto presunto, no es susceptible de ser aplicada
al silencio negativo, pues la regulación que del silencio negativo se
hace en la LPC lo configura como una ficción y no como un acto
presunto» y que «en tanto las Administraciones Públicas no informen
a los interesados de los extremos a que dicho precepto se refiere (el
42.4.2.º LPC), los plazos para la interposición de los recursos no
empiezan a correr». Las Sentencias constitucionales de 16 de enero y
5 de junio de 2006 han zanjado definitivamente el problema en el
sentido que ha quedado expuesto, que es el que ha hecho suyo la
novísima LPAC, cuyos artículos 122 y 124 establecen que el plazo
para recurrir en alzada o reposición permanecerá abierto «si el acto no
fuera expreso» y el recurso podrá interponerse en consecuencia «en
cualquier momento a partir del día siguiente a aquel en que se
produzca el acto presunto».
874
Así las cosas puede decirse ya con seguridad que no existe plazo
formal para interponer el recurso en los supuestos de silencio
negativo, habida cuenta de la obligación que sigue pesando sobre la
Administración de resolver expresamente en todo caso.
– en el supuesto de inactividad de la Administración regulado por el
artículo 29 LJ, a que ya nos hemos referido, el plazo para interponer
el recurso será también de dos meses, pero a contar «desde el día
siguiente al vencimiento de los plazos» en que una disposición
general, un acto, un contrato o convenio administrativo haya obligado
a la Administración a realizar una prestación concreta en favor de una
o varias personas; resulta obvio que si no existiese un plazo fijo de
cumplimiento de la obligación, el plazo de recurso no precluye; debe,
no obstante, recordarse que, con plazo o sin plazo de ejecución, la
situación de inactividad no queda constituida en tanto no transcurran
tres meses «desde la fecha de la reclamación» del cumplimiento de la
obligación, según el artículo 29.1 LJ; el plazo para interponer el
recurso contencioso-administrativo se computa, pues, a partir de esos
tres meses;
– en el caso de que una acción contencioso-administrativa se dirija
contra una vía de hecho de la Administración, el plazo para interponer
el recurso será de diez días, a contar desde que haya transcurrido el
plazo (también de diez días) de la intimación de corregir dicha vía de
hecho a que se refiere el artículo 30; aunque la LJ no señala dies a
quo para esta intimación, puede entenderse que resultaría aplicable el
plazo máximo de un año, propio de las acciones posesorias según el
CC y la LEC, desde que la vía de hecho se consumó, dada la analogía
entre esta acción contencioso-administrativa y los interdictos
posesorios, que afirma expresamente la Exposición de Motivos de la
LJ, § V, al decir que «la acción tiene una naturaleza... en cierto modo
interdictal». En todo caso, la LJ no señala ese plazo, por lo que una
interpretación pro actione podría entenderlo no aplicable. Sin
necesidad de requerimiento previo de rectificación, puede
interponerse este recurso directamente, si se hace dentro de los veinte
días siguientes desde que se inició la actuación administrativa en vía
de hecho (art. 46.3), plazo incomprensiblemente breve;
– el § 4 del mismo artículo 46 prevé que en caso de recurso de
reposición facultativo el plazo de recurso se contará desde su
875
resolución expresa o presunta, lo que en este último caso hay que
entender corregido en los términos que han quedado señalados más
atrás;
– el plazo para que la Administración interponga recurso de lesividad
contra sus propios actos, será de dos meses desde la declaración de
lesividad a que se refieren los artículos 19.2 y 43;
– finalmente, aún se establece un plazo específico para los recursos
entre Administraciones, que será de dos meses, salvo regulación legal
contraria. Si hubiere mediado el requerimiento que regula el artículo
44 (que deberá producirse en todo caso en el plazo de dos meses
contados desde la publicación de la norma o desde que la
Administración requirente hubiera conocido o podido conocer el acto,
actuación o inactividad que lo motiva), el plazo general de dos meses
para acudir a la vía contencioso-administrativa se contará desde el día
siguiente a aquél en que se reciba la comunicación de la respuesta del
órgano requerido o se pueda entender presuntamente rechazado (lo
que ocurrirá si la respuesta no se recibe dentro del mes siguiente a la
recepción del requerimiento: art. 46.6, en relación al 44.3).
C. Efectos de la interposición del recurso
La interposición del recurso pone en marcha el procedimiento, fijando
la competencia del Tribunal y los términos concretos del proceso,
cuyo objeto ya no podrá alterarse ulteriormente (salvo la posibilidad
de ampliarlo a los actos o disposiciones dictados con posterioridad
que guarden conexión directa con el que haya sido impugnado
inicialmente: art. 36 LJ), sino sólo precisarse en el correspondiente
escrito de demanda. A partir de ese momento surge, pues, una
situación de litispendencia, que determina, además, la imposibilidad
de que se inicie otro proceso distinto sobre el mismo objeto (la
excepción de litispendencia, no prevista en la LJ de 1956, está hoy
recogida en el art. 69, apartado d), con efectos también en la fase de
alegaciones previas, art. 58.1 y no sólo en la sentencia).
La interposición del recurso interrumpe lógicamente el proceso de
adquisición de firmeza del acto recurrido. Ello no obsta, sin embargo,
876
para que dicho acto, en cuanto ejecutivo, despliegue los efectos que le
son propios, ya que el recurso contencioso-administrativo carece per
se de virtud suspensiva. Así lo dejan suponer los artículos 129 y sigs.
LJ, al igual que lo hace respecto de los recursos administrativos el
artículo 117 LPAC, preceptos ambos de los que tuvimos ocasión de
ocuparnos en otro lugar (capítulo X), sin perjuicio, naturalmente, de
medidas cautelares.
2. LA TUTELA CAUTELAR EN EL PROCESO CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVO
A. Principios generales
La ejecutoriedad de las disposiciones y actos objeto de recurso
contencioso-administrativo, como expresión del beneficio máximo de
la autotutela administrativa, ha sido un dogma indiscutible desde que
el proceso contencioso-administrativo se configuró como meramente
impugnatorio y se inspiró, desde el dogma del Ministro-juez, como un
recurso de casación, llamado a revisar ex post un acto que se entendía
que debía continuar produciendo sus efectos como obra de la función
administrativa de ordenar y gestionar su propia organización y la vida
social.
Sólo tardíamente se imaginó una posible medida cautelar, la de
suspensión del acto recurrido, que la Ley SANTAMARÍA limitó a los
supuestos en que la ejecución pudiese producir daños de imposible
reparación (a los que la LJ de 1956 añadió los de «difícil»
reparación). Pero esta situación tradicional ha variado de manera
sustancial. Por una parte, la elevación al rango constitucional (y en la
jurisprudencia europea) del principio de «tutela judicial efectiva» (art.
24 de la Constitución) ha hecho manifiesto que tal situación era
convencional, supuesta la larga duración de los procesos, más la
facilidad (utilizada con bastante normalidad) que permite el abuso de
la Administración, dispensada de pedir ayuda judicial y capaz de
desplazar a la otra parte la carga de sostener largos procesos, que ya
inicialmente pueden apreciarse abusivos o de escasa justificación. Por
otra parte, se hace cada vez más evidente que la cada día más intensa
877
actividad judicial (en todos los órdenes jurisdiccionales y también en
el contencioso-administrativo) se alimenta sobre todo de quienes,
siendo conscientes de no tener la razón, intentan agotar al contrario,
al menos para retrasar la hora del cumplimiento de sus obligaciones y
aun el beneficio económico que el simple retraso de ese cumplimiento
inexorablemente implica, sin que los intereses legales de demora,
también condicionados (disminuidos aun en el caso de la
Administración Pública: art. 576.3 LEC), compensen ese beneficio
injusto. La «lucha contra el abuso de los procesos» ha desencadenado
en todo el mundo occidental la puesta en marcha de juicios
provisionales (como lo han sido históricamente los interdictos, que
dispensan de largas acciones declarativas), juicios sumarísimos y
autónomos o no accesorios de otro principal, que no causan fuerza de
cosa juzgada formal (los famosos référés, desarrollados sobre todo en
el Derecho francés) y de un incremento resuelto de las llamadas
«medidas cautelares», que permiten reequilibrar desde el inicio del
proceso, sin necesidad de esperar a las lejanas sentencias firmes, la
situación real de que se parte, cuando ésta aparece en términos
suficientemente claros. Esto es aún más necesario en el proceso
contencioso-administrativo, pues, como ha dicho el Tribunal
Constitucional (S. de 17 de diciembre de 1992) «la reversibilidad
plena o absoluta [de la situación creada por el acto que se anula] es,
sencillamente, una ficción», mucho más dado el prolongado plazo de
los procesos que ha generado normalmente nuevas cadenas de actos
derivados del inicialmente recurrido.
Nuestro Tribunal Constitucional, siguiendo una línea avanzada ya por
otros Tribunales Constitucionales así como, de manera especial, por
el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, ha declarado
resueltamente incluido en el derecho a la tutela judicial efectiva del
artículo 24 de la Constitución el derecho a la tutela cautelar. Así ya
las Sentencias de 12 de diciembre de 1991, 10 de febrero de 1992 y
17 de diciembre de 1992. Ni siquiera el legislador, dice esta última,
«puede eliminar la posibilidad de adoptar medidas cautelares
dirigidas a asegurar la efectividad de la sentencia estimatoria que
pudiera dictarse en el recurso contencioso-administrativo, pues con
ello se vendría a privar a los justiciables de una garantía que, por
equilibrar y ponderar la incidencia de aquellas prerrogativas [de la
Administración] se configura como contenido del derecho a la tutela
judicial efectiva». En otra Sentencia, la de 29 de abril de 1993, el
878
Tribunal Constitucional declaró conforme al artículo 24 una medida
cautelar positiva, por la cual la Sala de Sevilla sustituyó por su propia
autoridad una Orden de servicios mínimos dictada por la Junta de
Andalucía en vísperas de una huelga general, fijando por sí misma el
contenido razonable de esos servicios mínimos. En la misma
Sentencia citada de 17 de diciembre de 1992 el Tribunal afirma
categóricamente, desde la autoridad de la Constitución que interpreta
con efecto vinculante para todos los Tribunales, que
«La prerrogativa de la ejecutoriedad no puede desplegarse libre de todo
control jurisdiccional y debe el legislador, por ello, articular... las
medidas cautelares que hagan posible el control que la Constitución
exige el mandato de plena justiciabilidad del actuar administrativo
presente en el artículo 106.1».
Aquí el Tribunal Constitucional es totalmente explícito: la
ejecutoriedad de que se prevale la Administración no puede estar
«libre de todo control jurisdiccional» y ese «control que la
Constitución exige», según «el mandato de plena justiciabilidad del
actuar administrativo presente en el artículo 106.1» referido a la
ejecutoriedad que define la posición de la Administración es,
justamente, la medida cautelar, cuya sola misión es suspenderla,
sustituirla o mantenerla. La Constitución, pues, impone así
inequívocamente el juicio cautelar preventivo, doctrina que, según el
artículo 5 LOPJ vincula a todos los jueces y Tribunales contencioso-
administrativos, diga lo que diga la LJ, pues dimana de la
«vinculación más fuerte» de la Constitución.
Por otra parte, otra Sentencia constitucional, la de 10 de febrero de
1992, ha declarado que el juicio ejecutivo es una medida cautelar, del
género de los juicios provisionales antes aludidos, lo que justifica el
llamado référé provision, esto es, ordenar el pago anticipado de una
deuda cuando su título parece especialmente bien fundamentado, lo
que, añadimos nosotros, no debe limitarse sólo al supuesto clásico de
la existencia de un «título ejecutivo», que sustantiva, hasta casi una
especie de metafísica, el documento público, lo que no tiene, por
supuesto, como la medida cautelar en sí misma, sustento
constitucional.
El Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas ha desarrollado
las mismas tesis de una manera aún más resuelta. En la Sentencia
879
Factortame I de 1990 (donde eran parte, por cierto, pescadores
españoles) declaró que un juez nacional podía y debía suspender
cautelarmente la aplicación de una Ley cuando ésta infringe el
Derecho Comunitario, lo que causó una verdadera revolución
constitucional en Inglaterra, y ello sobre la base del fumus boni iuris o
apariencia de buen derecho y del periculum in mora, o peligro de
perjuicio serio si la medida se retrasa. En la Sentencia Zuckerfabrik,
1991, admitió que un Tribunal nacional pueda suspender, con los
mismos requisitos, una norma comunitaria. La Sentencia Atlanta,
1995, admitió que un Tribunal nacional dicte cautelarmente normas
provisionales en sustitución de las comunitarias impugnadas. En fin,
la Sentencia Antonissen, 1997, ha admitido el référé provision o pago
anticipado de deudas exigidas a la propia Comunidad antes de llegar a
la sentencia de fondo.
Esta corriente entró en nuestra jurisprudencia contencioso-
administrativa, por el influjo directo de Factortame, en los Autos de
20 de diciembre de 1990 y 17 de enero de 1991. La tendencia se
desarrolló parcialmente, pero más tarde resurgió una tendencia
negativa, nunca unánime, pero sí prevalente, que intentó descalificar
la doctrina del fumus y la imposibilidad de anticipar el fallo del
proceso antes del debate plenario. Este criterio, carente del más
mínimo fundamento objetivo y específicamente contrario a la
jurisprudencia constitucional en la medida en que negaba
radicalmente la institución cautelar misma, llegó a pasar
increíblemente al Proyecto de nueva LJ presentado en las Cortes en
1995, que afortunadamente caducó con la disolución de las Cámaras.
La vigente LJ ha rescatado, venturosamente, la buena doctrina,
aunque, quizás, no haya acertado del todo, como luego veremos, a
articular técnicamente la institución como parece objetivamente
justificado.
B. La regulación de las medidas cautelares en la nueva LJ
a. Régimen general
La Exposición de Motivos, § 5, de la LJ afirma que «se parte de la
880
base de que la justicia cautelar forma parte del derecho a la tutela
judicial efectiva..., por lo que la adopción de medidas provisionales
[= cautelares] no debe contemplarse como una excepción, sino como
una facultad que el órgano judicial puede ejercitar siempre que resulte
necesario». Esto como regla general. La más importante novedad es
que «teniendo en cuenta la experiencia de los últimos años y la mayor
amplitud que hoy tiene el objeto del recurso contencioso-
administrativo, la suspensión de la disposición o del acto recurrido no
puede constituir ya la única medida cautelar posible. La Ley
introduce en consecuencia la posibilidad de adoptar cualquier
medida cautelar, incluso las de carácter positivo... corresponderá al
Juez o Tribunal determinar las que, según las circunstancias, fuesen
necesarias. Se regulan medidas inaudita parte... así como medidas
previas a la interposición del recurso en los supuestos de inactividad o
vía de hecho». Es, en efecto, una buena cosecha de novedades.
El numerus apertus en la configuración de medidas cautelares se
enuncia en el artículo 129 («Los interesados podrán solicitar en
cualquier estado del proceso la adopción de cuantas medidas
aseguren la efectividad de la sentencia»). La mención a que la
petición puede hacerse «en cualquier estado del proceso» (hay que
entender, por tanto, que también si éste estuviera en fase de recurso),
se excepciona en el caso de que se impugne una disposición general,
supuesto en el cual, precisa el apartado 2 del mismo artículo 129, la
petición de medida cautelar ha de hacerse precisamente en los escritos
de interposición o demanda, regla cuya justificación no se aprecia
fácilmente.
Caben, por tanto, en la fórmula pedir la suspensión del acto o
cualquier medida positiva (de las que algún Tribunal Superior, como
los del País Vasco y de Aragón, han sabido ofrecer ya, sobre la sola
base del art. 24 de la Constitución, un rico muestrario), incluso
condenas cautelares de hacer o de no hacer. Cabe, además, sustituir la
disposición impugnada –aunque sólo con efectos sobre el recurrente,
salvo que éste represente intereses colectivos– por una regulación
provisional (como aceptó, en un caso paradigmático, anulando la
sentencia del Tribunal Supremo que la había revocado, la Sentencia
del Tribunal Constitucional de 29 de abril de 1993). Cabe también,
indudablemente, una medida cautelar de provisión anticipada de una
deuda, cuando la negación de la Administración resulte claramente
881
dolosa o infundada (un Auto de la Sala de lo contencioso-
administrativo del Tribunal Superior de Aragón de 26 de febrero de
1998 ha dispuesto ya esta medida). Cabe cualquier operación que
resulte pertinente a la finalidad de preservar los efectos de la
Sentencia futura. Es expresivo en este sentido el Auto del Tribunal
Superior de Justicia de Galicia de 11 de enero de 2001, que ordena a
un Ayuntamiento tramitar cautelarmente un Plan Parcial, tramitación
que ese Ayuntamiento había diferido al acordar la acumulación del
procedimiento correspondiente al de la futura revisión del propio Plan
General. Una medida cautelar típica, que cabe en la fórmula general
del artículo 129, es la anotación preventiva de la demanda sobre
bienes inmuebles en el Registro de la Propiedad, que trasladó al
ámbito urbanístico el artículo 307.6 del Texto Refundido de la Ley
del Suelo de 1992, al declarar inscribible en el Registro de la
Propiedad la interposición de recurso contencioso-administrativo que
pretenda la anulación de instrumentos de ordenación urbanística, de
ejecución o de actos administrativos de intervención (vid. hoy los arts.
51 y 53 de la vigente LS y el Reglamento sobre inscripción en el
Registro de la Propiedad de actos de naturaleza urbanística de 4 de
julio de 1997).
Esta amplitud de concepción de la LJ, resueltamente elogiable,
incurre luego, sin embargo, en una inexplicable debilidad al formular
en el artículo 130 los criterios materiales con los que el juez o
Tribunal debe otorgar la medida cautelar, en estos términos: «Previa
valoración circunstanciada de todos los intereses en conflicto, la
medida cautelar podrá acordarse únicamente cuando la ejecución del
acto o la aplicación de la disposición pudieran hacer perder su
finalidad legítima al recurso. La medida cautelar podrá denegarse
cuando de ésta pudiera seguirse perturbación grave de los intereses
generales o de tercero, que el juez o Tribunal ponderará en forma
circunstanciada». Lo primero que hay que decir es que carece de
fundamento erigir en presupuesto de la medida a adoptar la
ponderación de los «intereses en conflicto», de modo que haya que
denegarla cuando la medida cautelar pueda causar «perturbación
grave de los intereses generales o de tercero». Obtener una medida
cautelar es fruto de un derecho fundamental, como hemos visto que el
Tribunal Constitucional ha declarado y, por tanto, no pueden
oponerse a su efectividad la invocación de meros intereses, ni de los
generales que la Administración siempre invocará como gestor típico
882
que es de los mismos (art. 106.1 de la Constitución) ni, menos aún, de
un tercero. A un derecho fundamental sólo podrá oponerse otro
derecho fundamental, no ningún interés, exactamente como ocurrirá
en la Sentencia de fondo, que ha de dictarse conforme al «imperio de
la Ley» (art. 117.1 de la Constitución) y no intentando ponderar los
intereses respectivos de las partes. La calificación que hace el artículo
130 de que la perturbación de tales intereses ha de ser grave para
poder denegar la medida cautelar, ha de interpretarse necesariamente
de forma restrictiva, para comprender únicamente los conflictos con
otros derechos fundamentales, bien de un tercero, bien de los que
puedan resultar protegidos por la específica actuación administrativa
(el Derecho alemán es aún más riguroso: «cuando la autoridad adopta
en interés público medidas de necesidad, expresamente calificada
como tal, en situaciones de peligro inminente, particularmente cuando
se deban temer perjuicios para la vida, la salud o la propiedad»; es
éste el único supuesto en que el recurso contencioso-administrativo
no produce allí efecto suspensivo).
El criterio de fondo que enuncia el artículo 130 LJ para el
otorgamiento de la medida, «cuando la ejecución del acto o la
aplicación de la disposición pudieran hacer perder su finalidad
legítima al recurso», está tomado del artículo 56 de la LOTC, y no es
sino una formulación más de la doctrina del perjuicio irreparable. El
criterio no ha funcionado ni con la Ley Santamaría ni con la LJ de
1956. Hay muchos casos en que sin la medida cautelar se frustraría el
fin del proceso, si éste fuese estimado, pero en muchos de ellos la
apertura misma del proceso es ya un abuso procesal, una temeridad,
un fraude, que el artículo 11 LOPJ obliga a rechazar.
Lamentablemente los Tribunales están interpretando este nuevo
criterio en su sentido más literal, lo que arruina pura y simplemente
todo el sistema de justicia cautelar, ya que es muy difícil que el
recurso contencioso-administrativo, un típico recurso ex post facto,
pierda su finalidad en ningún caso (a diferencia del recurso de amparo
de donde la fórmula se ha tomado), mucho menos, claro está, cuando
se argumenta, como no es infrecuente que se haga, con la posibilidad
de indemnización en el supuesto de que el recurso sea finalmente
estimado. Sólo falta ya añadir que la Administración es siempre
solvente y puede hacer frente a la indemnización que eventualmente
se acuerde para que el regreso a un pasado que creímos haber dejado
883
atrás sea completo. Resulta paradójico que la nueva LJ esté
produciendo esos efectos, contra los principios que vimos que
proclama su Exposición de Motivos, así como contra la tendencia
uniforme del Derecho comparado (Leyes francesa e italiana del año
2000).
El verdadero criterio no está ahí, sino en la doctrina del fumus boni
iuris (que el propio Tribunal Constitucional aplica, como el Tribunal
de Justicia de las Comunidades), unida al elemento del periculum in
mora: sólo son protegibles por medidas cautelares aquellos procesos
que acreditan que la temeridad está en la Administración que ha
forzado al recurso y que está abusando, por consiguiente, de su
privilegio de ejecutoriedad y, por lo tanto, del proceso mismo, lo que
obliga a una evaluación, siquiera sea incompleta, de la justificación
de las respectivas posiciones enfrentadas; si de este análisis resulta la
fuerte apariencia de buen derecho del demandante y la correlativa
falta de fundamento serio por parte de la Administración, que ha
forzado el proceso, abusando de su privilegio de autotutela, entonces,
si el perjuicio del retraso en llegar a la sentencia definitiva es también
patente, la medida cautelar debe ser acordada. Esta doctrina está hoy
recogida, aparte de en una jurisprudencia reiterada, en el artículo 728
de la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil(Ley 1/2000), explícitamente
de valor supletorio en la materia contencioso-administrativa según su
artículo 4, que reitera lo dispuesto por la Disposición final 1.ª LJ. Es,
pues, la pretensión de la parte que tiene prima facie la razón y que se
ha visto obligada por el abuso de la posición procesal de la otra parte
a presentar una demanda, la única que tiene derecho a una protección
cautelar. Todo el sistema de medidas cautelares lo que pretende es
evitar el abuso de los procesos por parte de quienes no ostentan razón
de fondo y que se amparan en él y en las cargas que necesariamente
comporta frente a quienes, teniendo la razón, tienen la onerosa carga
de accionar. En el proceso contencioso-administrativo la tutela
cautelar contrapesa el formidable privilegio administrativo de la
autotutela y trata de cortar inicialmente su abuso por la
Administración, nada infrecuente, que intenta jugar con la ventaja de
la larga duración del proceso. La medida cautelar inmediata pretende
privar de su ventaja abusiva a ésta la Administración cuando se
aprecia desde el comienzo que está abusando del proceso y de sus
injustas ventajas fácticas, desnaturalizando así la institución procesal,
haciéndola, paradójicamente, un instrumento de la injusticia. Son,
884
pues, un instrumento que devuelve al proceso su función genuina y
que impide su desnaturalización, en modo alguno una excepción al
mismo y a su lógica institucional.
Conviene notar que, aunque no en el artículo 130, la LJ recoge la
doctrina del fumus, incluso reforzada, en el artículo 136, referente a
los procesos contra la inactividad de la Administración o contra la vía
de hecho, como se ha notado más atrás. En estos dos supuestos, dice
el precepto, la medida cautelar como regla «se adoptará salvo que se
aprecie con evidencia que no se dan las situaciones previstas» para
esos tipos de proceso, «o la medida ocasione una perturbación grave
de los intereses generales o de tercero, que el juez ponderará en forma
circunstanciada». Obsérvese que aquí se pide y como excepción
singular al otorgamiento como regla de la medida cautelar, no una
simple apariencia, sino la evidencia, icto oculi, manifiesta, de que la
vía procesal utilizada es improcedente respecto de la situación que se
denuncia; la negativa sólo se justifica, pues, cuando resulte
«evidente» la inadmisión final del recurso.
Convendrá recordar que la doctrina del fumus es la utilizada por el
Tribunal de Justicia, cuya doctrina es vinculante para los jueces
nacionales siempre que esté presente algún elemento de Derecho
Comunitario, lo que es hoy tan común (p. ej. toda la LCSP, la
legislación medio-ambiental, sectores liberalizados –electricidad,
telecomunicaciones, hidrocarburos, etc.–), así como utilizada por el
Tribunal Constitucional, según hemos visto, que también vincula (art.
5 LOPJ) a todos los jueces. En la jurisprudencia del Tribunal
Supremo, no obstante esa regresión parcial inexplicable que estuvo a
punto de convertirse en ley, no es infrecuente su utilización resuelta,
por ejemplo, Auto y Sentencias de 15 de abril de 1988, 2 de octubre
de 1989, 15 de mayo de 1990, 12 de julio de 1993, 11 de marzo de
1994, 22 de febrero de 1995, 23 de septiembre de 1997, 6 de mayo de
1999. Es, en último extremo, el criterio más objetivo y sólido,
teniendo en cuenta el principio de Derecho, que declaró el Tribunal
de Justicia de las Comunidades en Factortame I, de que la necesidad
de acudir al proceso para obtener la razón no puede perjudicar a
quien tiene la razón, principio que la jurisprudencia contencioso-
administrativa ha hecho suyo (Auto de 20 de diciembre de 1990, Ss.
27 de febrero, 20 de marzo y 4 de diciembre de 1990, 20 de mayo de
1999, etc.). Carece, pues, de todo sentido oponerse a la aplicación de
885
esta doctrina en nombre del artículo 24 de la Constitución o reducirla,
como lo hace el Auto del Tribunal Supremo de 21 de julio de 1999 (y
los en él citados), a los casos en los que el acto impugnado haya
recaído en cumplimiento o ejecución de una norma o disposición
general que haya sido previamente declarada nula o sea idéntico a
otros que ya fueron jurisdiccionalmente anulados. La doctrina del
fumus exige, desde luego, una cierta prudencia, lo que, por lo demás,
es consustancial a la función jurisdiccional (iuris prudentia), pero una
cosa es eso y otra muy distinta limitar su aplicación a los supuestos en
los que el acto recurrido es ya un auténtico cadáver.
El incidente cautelar se tramita, precisa el artículo 131, en pieza
separada, con audiencia de la parte contraria. La medida cautelar que
se adopte estará en vigor hasta que recaiga sentencia firme en el
proceso, aunque podrán ser modificadas o revocadas en el curso de
éste si cambiaran las circunstancias, no «en razón de los distintos
avances que se vayan haciendo durante el proceso» (art. 132) (Esta
doctrina sobre el mantenimiento hasta sentencia firme de la medida
cautelar es absurda si una primera sentencia, pendiente de ulterior
recurso, ha desestimado ya la demanda, pues en ese momento el
fumus, y algo más que el fumus, ya ha desaparecido; habrá que
entender, necesariamente, que esa primera sentencia genera por sí
sola el «cambio de circunstancias» que determina la revocación de la
medida). La medida podrá incluir cautelas para evitar «o paliar»
perjuicios de terceros e ir acompañada –no necesariamente– de una
caución para responder de los eventuales perjuicios, los cuales podrán
ser reclamados concluido el proceso en un incidente en el plazo de un
año (art. 133).
Los artículos 135 y 136 regulan las llamadas medidas cautelares
«provisionalísimas», tipificadas ya por una lúcida jurisprudencia
anterior, que se caracterizan por adoptarse inaudita parte, dada su
urgencia extrema, y antes, incluso, de la interposición del recurso. Su
régimen es el siguiente:
– en términos generales, el artículo 135 dispensa de la necesidad de
oír a la otra parte para adoptar medidas cautelares en «circunstancias
de especial urgencia», citándose en la misma resolución que las
otorga a las partes a una comparecencia en plazo de tres días, tras de
la cual se adopta la resolución definitiva (mantener, modificar o
886
levantar la medida);
– el artículo 136 contempla la posibilidad de una medida cautelar
anticipada a la interposición del recurso sólo en los casos de los
recursos contra la inactividad y por vía de hecho; dicha interposición
debe hacerse, en tal caso, en plazo de diez días desde la adopción de
la medida cautelar, a la vez que ratificar la petición, procediéndose en
los tres días siguientes a la comparecencia de las partes como en el
caso anterior.
El Tribunal Constitucional ha confirmado la constitucionalidad de
estas medidas provisionalísimas (vid. Auto de 12 de febrero de 2004).
La LJ no ha recogido, en cambio, una medida cautelar
«provisionalísima» que había creado la jurisprudencia anterior (y
sancionado expresamente la Sentencia del Tribunal Constitucional de
20 de mayo de 1996) y que nada permite suponer que haya sido
derogada: la petición de la medida cautelar, en tanto no haya sido
resuelta por el juez o Tribunal, impide como regla a la
Administración ejecutar el acto cuestionado, pues es lógico entender
–dice la Sentencia constitucional citada– «que mientras se toma
aquella decisión no pueda impedirse, ejecutando el acto, con lo cual
la Administración se habría convertido en juez». En el mismo sentido,
enérgicamente, la Sentencia de 2 de diciembre de 2011.
El Auto que acuerde la medida cautelar «se comunicará al órgano
administrativo correspondiente, el cual dispondrá su inmediato
cumplimiento», según las reglas de la ejecución de sentencias firmes;
si se ha suspendido una disposición general, el Auto deberá
publicarse en el diario oficial correspondiente (art. 134). Esta
ejecución inmediata del Auto cautelar, que es todo su sentido, podría
ponerse en cuestión, falseando toda la institución, si se entendiese que
el recurso de casación que es admisible contra el mismo (siempre que
el proceso principal en que la medida cautelar se produjo sea
recurrible por su objeto y cuantía), según el artículo 87.1. b) LJ,
tuviese efecto suspensivo por sí solo. Esta conclusión absurda fue
obviada por la jurisprudencia interpretativa del antiguo artículo 125
de la LJ de 1956 (Auto de 30 de junio de 1971) y así debería
interpretarse con la LJ actual, aunque nada dice al respecto. En todo
caso, será prudente formular, cuando la casación haya sido admitida,
la petición de ejecución provisional ante la Sala a quo, que deberá ser
887
otorgada por ésta automáticamente si no se quiere desvirtuar
totalmente la institución cautelar.
b. Las medidas cautelares precontractuales
En el capítulo XII, apartado IV, de esta obra dimos cuenta ya de la
tardía y accidentada incorporación a nuestro Derecho de la Directiva
«de recursos» 89/665/CEE con la que la Comunidad Europea quiso
poner remedio al efecto disuasorio que la inexistencia de un sistema
de recursos «rápido y eficaz» en algunos Estados miembros podía
ejercer en el ámbito de la contratación pública con el consiguiente
perjuicio para la libre concurrencia.
La LCSP de 2007 sustituyó la regulación provisional introducida por
la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, a raíz de la Sentencia
condenatoria del Tribunal Europeo de Justicia de 15 de mayo de
dicho año, por otra más ajustada a la normativa comunitaria, pero la
modificación de esta última por la Directiva 2007/66/CE ha obligado
a un nuevo reajuste, que ha sido realizado por la Ley 34/2010, de 5 de
agosto, que, a su vez, ha sido sustituida por la LCSP de 2017.
La novedad principal de ésta regulación (artículos 44 y sigs. LCSP)
radica, como ya notamos, en la creación de un Tribunal
Administrativo Central de Recursos Contractuales a cuyos miembros
se garantiza la inamovilidad durante los seis años de su mandato con
el fin de asegurar la independencia funcional del órgano (artículo
45.5).
En lo que respecta a las medidas cautelares no se han producido
cambios significativos. Se sigue permitiendo solicitarlas antes de
interponer el recurso ante el citado Tribunal Administrativo a todas
las personas, físicas y jurídicas, cuyos derechos o intereses legítimos
puedan resultar afectados por las eventuales infracciones del
procedimiento de licitación (artículo 41), pero en tal caso, su
mantenimiento se hace depender de la efectiva interposición en plazo
del recurso (artículo 41.5). El apartado 4 del artículo 41 precisa, por
otra parte, que «la suspensión del procedimiento que pueda acordarse
cautelarmente no afectará, en ningún caso, al plazo concedido para la
888
presentación de ofertas o proposiciones por los interesados», lo que
obliga éstos a convertirse en licitadores.
Es ésta una limitación inaceptable, que mengua sustancialmente la
eficacia de las medidas que la normativa comunitaria persigue, por lo
que los Tribunales de la jurisdicción deberán aplicar directamente
dicha normativa de acuerdo con la doctrina común del Derecho
Comunitario que afirma la prevalencia y el efecto directo del mismo
sobre las normas nacionales contrarias.
C. El régimen procesal de las medidas cautelares y su grave
insuficiencia
El procedimiento de acordar medidas cautelares es el incidental, en
pieza separada (art. 131) y se resuelve por auto (art. 134).
Siendo la urgencia una de las razones básicas de la institución, la
regla general es que los recursos contra el auto que las otorga no
tienen efectos suspensivos. Así lo determina la Ley en el caso de los
Juzgados de lo contencioso (art. 80) y cuando actúa el Tribunal
Supremo (art. 79.1). El artículo 134.1 (como el anterior art. 125 de la
LJ de 1956) no exige la firmeza de los autos que acuerden medidas
cautelares, sea cual sea el órgano que los adopte, para proceder a «su
inmediato cumplimiento», remitiendo sin más a las reglas de la
ejecución de Sentencias. Por ello, la admisión (insólita) de un recurso
de casación contra los autos de medidas cautelares dictados por los
Tribunales Superiores de Justicia y la Audiencia Nacional [art. 87.1.
b)], que son justamente los órganos ordinarios o de «derecho común»
de la jurisdicción, debe de interpretarse en el sentido de que no
excepciona ese régimen general del artículo 134 y que, en este
específico caso, la casación no produce efectos suspensivos,
conclusión capital, exigida por la naturaleza de la institución cautelar.
Sin embargo, esa suspensión no está excepcionada de modo expreso a
propósito de la técnica de la «ejecución provisional de la sentencia»,
pendiente el recurso, art. 91, porque resulta que el auto del Tribunal a
quo que pudiese acordarla es él mismo susceptible también de
casación [art. 87.1. d)], lo que no resulta, en modo alguno,
justificable, como se demuestra con el régimen de la misma
889
institución en las jurisdicciones civil y laboral. Intercalar entre el
otorgamiento de medidas cautelares y su efectividad o entre el auto de
ejecución provisional de las Sentencias y sus efectos un recurso de
casación suspensivo, con años, o al menos meses, de duración, carece
de todo sentido. Esta cuestión debe ser urgentemente modificada y,
por de pronto, aclarada por la jurisprudencia, que cuenta en la LJ con
apoyos suficientes, a nuestro juicio (y en especial el art. 134, como
vimos), para imponer la solución objetivamente debida.
3. LA TRAMITACIÓN DEL RECURSO
1) El procedimiento ordinario (más adelante estudiaremos los
especiales, entre los que hoy destaca el «procedimiento abreviado»,
que es el común en los Juzgados de lo Contencioso-administrativo
cuando la cuantía no exceda de 30.000 euros o se trate de cuestiones
de personal de las Administraciones Públicas a las que se refieran al
nacimiento o extinción de la relación funcionarial, de extranjería o de
inadmisión de peticiones de asilo político) se inicia, como ya hemos
expuesto, con un escrito de interposición, que identifica el acto,
disposición o situación recurridas. Pero la LJ ha previsto que en el
caso de un recurso contra una disposición general, inactividad de la
Administración o vía de hecho en que no existan terceros interesados,
podrá iniciarse el recurso directamente con la demanda, como
igualmente debe hacerse por la Administración en el recurso de
lesividad (art. 45, apartados 4 y 5).
2) En el caso ordinario de simple interposición, el Secretario del
Tribunal, tras ordenar la publicación de los anuncios oficiales, si así
lo ha pedido el demandante, reclama a la Administración demandada
el envío del expediente administrativo. El artículo 48 LJ formula
reglas sobre el plazo de remisión de éste (veinte días), transcurrido el
cual el Secretario del Tribunal reiterará la reclamación y, si no se
enviare en los diez días siguientes, «tras constatarse su
responsabilidad, previo apercibimiento notificado personalmente para
formulación de alegaciones», el Tribunal podrá imponer multas
coercitivas de 300 a 1.200 euros a la autoridad o empleado
responsable, que podrán ser reiteradas cada veinte días hasta el
cumplimiento de lo requerido. El artículo 53 faculta al recurrente para
890
que, transcurrido el plazo para la remisión del expediente por la
Administración, se le conceda inmediatamente plazo para formalizar
la demanda, que luego podrá complementar si se recibiera el
expediente.
3) Hay un trámite que permite, según el artículo 51, al juez o Tribunal
declarar la inadmisión a limine del recurso una vez recibido el
expediente administrativo y antes de formalizada la demanda «cuando
constare de modo inequívoco y manifiesto» la causa de la inadmisión
(falta de jurisdicción o competencia del Tribunal –la incompetencia
obliga al juez o Tribunal, según el art. 7.3 LJ, a remitir las
actuaciones «al órgano que se estime competente para que ante él siga
el curso del proceso», de modo que es una inadmisibilidad
subsanable, como el Tribunal Constitucional había ya impuesto: Ss.
de 11 de marzo de 1985, 9 de mayo de 1986, etc.–, falta de
legitimación del recurrente, que la actividad recurrida no sea
susceptible de impugnación, o caducidad del plazo de interposición).
También la nueva LJ permite declarar la inadmisibilidad por razones
de fondo y esto debe analizarse y aplicarse con especial cuidado. El
párrafo 2 del artículo 51, en efecto, posibilita declarar la
inadmisibilidad «cuando se hubieran desestimado en el fondo otros
recursos sustancialmente iguales por sentencia firme» y el párrafo 3
hace lo propio, cuando se impugne una actuación constitutiva de vía
de hecho, «si fuera evidente (!) que la actuación administrativa se ha
producido dentro de la competencia y en conformidad con las reglas
del procedimiento legalmente establecido». Esto último resulta
radicalmente inadmisible. El artículo 24 de la Constitución, que tiene
«vinculación más fuerte» para el juez y que obliga, según precisión
del artículo 5 LOPJ, a interpretar de conformidad con él todas las
reglas procesales, impide aplicar este precepto tal como está
redactado, puesto que el Tribunal no puede pronunciarse por la
impresión de una aparente «evidencia» si no se ha dado al recurrente
la posibilidad de destruir esa apariencia en el proceso, con todas sus
armas, si se le niega, tan flagrantemente, el derecho de defensa
constitucionalmente consagrado. La misma objeción al párrafo
siguiente, que permite inadmitir por el simple sentimiento subjetivo
de que «fuera evidente la ausencia de obligación concreta de la
Administración» en el caso del recurso por inactividad.
En cualquier caso, estas declaraciones liminares de inadmisión
891
requieren para ser adoptadas que el Tribunal comunique a las partes
el supuesto motivo en que pudieran fundarse y éstas aleguen lo que
proceda en plazo de diez días (art. 51.4). La resolución de inadmisión
se declara recurrible, pero parece que sólo, en el caso de la casación,
si se dan los requisitos de naturaleza y de cuantía que condicionan el
acceso a este recurso.
4) Fuera de esa hipótesis, el trámite ordinario se inicia con la
demanda, previa entrega al recurrente del expediente administrativo,
que deberá formularse en plazo de veinte días (art. 52). De la
demanda se da traslado, junto con el expediente administrativo, a las
partes demandadas, comenzando por la Administración, que deberá
contestar a la demanda en el plazo de otros veinte días (art. 54); si la
Administración no hubiese remitido el expediente y no obstante lo
cual el demandante hubiese optado por formalizar la demanda, a la
Administración demandante se le condiciona la posibilidad de
contestar a ésta a la necesidad de acompañar dicho expediente
administrativo (art. 54.1). El resto de los demandados distintos de la
Administración contestarán después de ésta a la demanda
simultáneamente, aunque actúen con distinta defensa. Hay la
posibilidad de que si las partes del proceso estiman insuficiente el
expediente administrativo soliciten que se reclamen los antecedentes
para completarlo (art. 55).
Demanda y contestación deben formularse con la debida separación
entre hechos, fundamentos de derecho y suplico, pudiendo alegarse –
precisa la LJ– motivos distintos de los planteados ante la
Administración. Con ellas deberán acompañar los documentos que
obren en su poder y pedir por otrosí el recibimiento a prueba, con
especificación de los puntos de hecho sobre los que habrá de versar y
de los medios de prueba que pretendan utilizarse o que se falle el
pleito sin más trámite (arts. 57 y 60).
No obstante, si de la contestación a la demanda resultaran nuevos
hechos de transcendencia para la resolución del pleito, el recurrente
podrá pedir el recibimiento a prueba y expresar los medios de prueba
que considere pertinentes dentro de los cinco días siguientes a aquel
en que se le haya dado traslado de aquélla, amén de aportar los
documentos correspondientes.
5) La prueba se desarrollará con arreglo a las normas generales de la
892
LEC, siendo el plazo para practicarla de treinta días aunque
expresamente dice el artículo 60.4 que las pruebas practicadas fuera
de ese plazo por causas no imputables a las partes podrán ser
aportadas.
El artículo 61 faculta al órgano jurisdiccional para acordar de oficio el
recibimiento a prueba y disponer la práctica de cuantas estime
pertinentes para la más acertada decisión del asunto. Esta facultad es
ejercitable incluso después del período de prueba, hasta que se cite
para sentencia. Se permite también, como una medida más de estas
facultades de oficio, «la extensión de los efectos de las pruebas
periciales a los procedimientos conexos».
6) El procedimiento concluye con la fase de vista o conclusiones. Las
partes pueden solicitar una u otra de estas dos fórmulas, o incluso que
el pleito sea declarado concluso, sin más trámites, para sentencia,
petición que ha de hacerse por otrosí en los escritos de demanda o
contestación o por escrito presentado dentro de los tres días desde que
se declare concluso el período de prueba.
En el supuesto de vista, el artículo 63.2 introduce una novedad
procesal relevante: que el Juez o Presidente de la Sala, por sí o a
través del Magistrado ponente, podrá invitar a los defensores de las
partes a que concreten los hechos y puntualicen o aclaren «cuanto sea
preciso para delimitar el objeto del debate». El órgano judicial deja,
pues, de ser puramente pasivo en este trámite.
Las conclusiones «sucintas», como fórmula alternativa de la vista, se
formularán en plazo de diez días por escrito, siendo comunes si hay
pluralidad de demandados.
En vista o conclusiones no pueden plantearse cuestiones nuevas no
suscitadas en la demanda y la contestación, pero no parece que esta
regla del artículo 65 impida alegar razones de derecho nuevas,
supuesto el principio iura novit curia. En todo caso, el órgano judicial
puede pedir que se traten cuestiones distintas de las alegadas en los
escritos principales, dando a las partes nuevo plazo de diez días.
7) Instruido el proceso de este modo, el Tribunal dictará sentencia en
el plazo de diez días desde la celebración de la vista o del señalado
para la votación y fallo, en el supuesto de que hubiese sustituido ésta
893
por el trámite de conclusiones escritas. Sólo excepcionalmente se
cumple este plazo en el caso de conclusiones escritas, siendo aquí
donde se localizan los retrasos, realmente extraordinarios, que sufre
ordinariamente esta jurisdicción.
El orden para la vista y conclusiones y, correlativamente, para dictar
sentencias es el de la antigüedad de los recursos, salvo circunstancias
excepcionales que deberán motivarse por resolución del órgano
jurisdiccional (art. 63), con excepción de los recursos de protección
de derechos fundamentales y de recursos directos contra
disposiciones generales, que gozan de preferencia (art. 66).
4. LA TERMINACIÓN DEL PROCEDIMIENTO
El iter que acaba de describirse es el que normalmente sigue el
proceso contencioso-administrativo ordinario desde su iniciación
hasta la sentencia, que es el modo típico de resolución del mismo. El
estudio de la sentencia requiere, sin embargo, un especial detalle que
justifica un tratamiento por separado del tema. Por esa razón, nos
limitaremos en este momento a analizar las demás formas de
terminación del recurso contencioso-administrativo.
A. La inadmisión anticipada del recurso
Ya han quedado expuestas más atrás las dos posibilidades de que se
anticipe la decisión del recurso con la declaración de su
inadmisibilidad cuando sea notoria la falta de los presupuestos
procesales que condicionan la viabilidad del proceso (jurisdicción,
competencia, capacidad, representación, legitimación, plazo de
interposición). De esas dos posibilidades de decisión anticipada por
inadmisibilidad la primera es la que puede plantear de oficio el juez o
Tribunal al iniciarse el procedimiento, según el artículo 51 de la Ley.
Ya criticamos que esta declaración de inadmisión pueda también
hacerse por razones de fondo (párrafos 2 y 3) y expresamos las graves
dudas de inconstitucionalidad que esta regla, si se interpretase
literalmente, suscita ante las exigencias del artículo 24.
894
La segunda posibilidad es la de «alegaciones previas», que puede
formular el demandado al ser emplazado para contestar a la demanda
(arts. 58 y 59), sobre lo que ya hemos hablado.
A subrayar que entre las causas de inadmisibilidad del artículo 58 ha
desaparecido el de la falta de competencia del órgano por razón del
grado o del territorio, que aunque se ha mantenido en el artículo 51 es
sólo un trámite para remitir las actuaciones al órgano competente a
que obliga el artículo 7.3, siguiendo la jurisprudencia constitucional.
B. El desistimiento del demandante
La figura del desistimiento consiste en el apartamiento del recurso de
quien lo ha promovido como demandante, bien entendido que este
apartamiento no equivale a una renuncia de los derechos y acciones
que le correspondan, sino a un simple abandono de la discusión
iniciada en el concreto proceso.
En la práctica, en cambio, desistimiento y renuncia vienen a ser
equivalentes en la jurisdicción contenciosa, ya que al estar concebidos
los plazos de acceso a la misma como plazos brevísimos de caducidad
(a diferencia de los largos plazos de prescripción de los derechos en el
Código Civil), rara vez podrá repetirse la suerte, a menos que el
desistimiento se produzca cuando aún no han transcurrido los plazos
de interposición del recurso. Con todo, la distinción es importante y
debe retenerse.
La Ley se refiere al desistimiento en el artículo 74. El demandante
puede desistir en cualquier momento anterior a la Sentencia, debiendo
ratificarlo el recurrente o su representante con poder especial. Si las
demás partes se opusiesen, o el Ministerio Fiscal en el caso de acción
popular, no se aceptará el desistimiento y el proceso deberá continuar
hasta el fallo. Lo mismo cuando el Secretario del Tribunal «apreciase
daño para el interés público» (artículo 74.4). En todos estos supuestos
de oposición al desistimiento, el principio objetivo de la legalidad y el
interés en una precisión del mismo en sentencia firme prima sobre el
simple interés de la parte actora, que con frecuencia ha podido ser
negociado con quien tiene interés en que la ilegalidad se mantenga.
895
C. Transacción
El artículo 77 LJ ha introducido una previsión singular: la de que el
juez o Tribunal, de oficio o a solicitud de parte, una vez formulada la
demanda y la contestación, «podrá someter a la consideración de las
partes el reconocimiento de hechos o documentos, así como la
posibilidad de alcanzar un acuerdo que ponga fin a la controversia».
Lo primero parece más propio de la fase de prueba y no se comprende
su inserción en este lugar. Lo segundo es promover una transacción,
que acaso pueda alcanzarse si el Tribunal se comprometiese
ejerciendo una discreta indicación, como no es infrecuente que ocurra
en la jurisdicción social. La realidad es que las transacciones con la
Administración (sometidas a estrechos controles, que la LJ recuerda y
no excusa: arts. 31 LPAP y 7.3 LGP) no han sido hasta la fecha nada
frecuentes.
El párrafo 3 del artículo 77 precisa que ante un «acuerdo que
implique la desaparición de la controversia» se declarará terminado el
procedimiento, siempre que dicho acuerdo «no fuera manifiestamente
contrario al ordenamiento jurídico ni lesivo del interés público o de
terceros».
D. El allanamiento
El allanamiento supone el acatamiento o aceptación por los
demandados de las pretensiones del demandante y da lugar, en
consecuencia, a que el Tribunal dicte sentencia de conformidad con
esas pretensiones, «salvo si ello supusiere una infracción manifiesta
del ordenamiento jurídico», en cuyo caso dictará la sentencia que
estime ajustada a Derecho (art. 75).
La eficacia del allanamiento depende de la observancia de los
requisitos ya señalados para el desistimiento. Por lo demás, al igual
que en éste, si alguno de los demandados no se allanase continuará el
procedimiento respecto del mismo.
El allanamiento de la Administración del Estado exige, sin embargo,
896
autorización del Servicio Jurídico del Estado, previo informe del
departamento o entidad competente (art. 7 de la Ley de Asistencia
Jurídica al Estado, de 27 de noviembre de 1997).
La legislación autonómica suele exigir autorización del respectivo
Consejo de Gobierno. En el caso de las Corporaciones Locales esta
autorización corresponde al Pleno, sin necesidad de quórum especial,
por aplicación del artículo 22 LRL.
E. La satisfacción extraprocesal y la desaparición del objeto del
recurso
Nada impide, como es natural, que, interpuesto un recurso, la
Administración demandada reconozca totalmente en vía
administrativa las pretensiones del demandante. Es lo que se conoce
con el nombre de «satisfacción extraprocesal de la pretensión».
Cuando esto ocurra (recuérdese a estos efectos que la desestimación
por silencio administrativo no exime a la Administración de su deber
de dictar resolución expresa «sin vinculación alguna al sentido del
silencio: artículos 21 y 24 LPAC»), cualquiera de las partes podrá
ponerlo en conocimiento del Juez o Tribunal, que, previa audiencia de
las partes por cinco días y comprobación de lo alegado, dictará Auto
declarando terminado el procedimiento y ordenando el archivo del
recurso, «si el reconocimiento no infringiera manifiestamente el
ordenamiento jurídico». En caso contrario el procedimiento habrá de
proseguir su curso y el Juez o Tribunal habrán de dictar la sentencia
que en Derecho corresponda (artículo 76).
El apartado 7 del artículo 74 prevé el supuesto de que la
Administración se vuelva atrás y dicte un acto total o parcialmente
revocatorio del reconocimiento extraprocesal que hubiere podido
inducir al recurrente a desistir de su recurso. En tal caso éste podría
pedir la continuación del procedimiento en el estado en que se
encontrara extendiéndolo al acto revocatorio. La regla es confusa
porque mezcla la satisfacción extraprocesal con el desistimiento y no
deja muy clara la solución, esto es, si el procedimiento podrá
reabrirse una vez concluido.
897
A la revocación directa hay que equiparar una actuación
administrativa que no se presente como tal pero que indirectamente la
suponga. Es la misma regla que establece el artículo 108.2, a
propósito de la ejecución de la sentencia, para los casos en que «la
Administración realizase alguna actividad que contraviniera los
pronunciamientos del fallo», supuesto en los que «el Juez o
Tribunal», a instancia de los interesados, procederá a reponer la
situación al estado exigido por el fallo y determinará los daños y
perjuicios que ocasionare el incumplimiento. De no ser así se
consumaría un fraude procesal, contra el que autoriza a actuar el
artículo 11 LOPJ.
La LJ no incluye entre los modos de terminación del procedimiento la
desaparición del objeto del recurso, que puede, ciertamente,
producirse si con posterioridad a la interposición de aquél surgen
circunstancias que privan de eficacia a los actos recurridos o hacen
desaparecer la disposición impugnada hasta el punto de determinar la
desaparición real de la controversia. Así ha venido a reconocerlo con
apoyo en el artículo 22 de la Ley de Enjuiciamiento Civil una
abundante jurisprudencia (vid. Sentencias de 19 de mayo y 17 de
septiembre de 2003, 15 de julio de 2005 y 4 de abril de 2007, entre
otras muchas).
V. LA SENTENCIA
El estudio de la sentencia merece, sin duda, una atención especial, ya
que en ella culmina el proceso como instrumento de satisfacción de
pretensiones y se hace efectiva la tarea de administrar la Justicia. En
la sentencia contencioso-administrativa se reflejan, pues, todas las
virtualidades de un sistema jurisdiccional específicamente construido
para controlar los actos del Poder público y para asegurar y hacer
efectivo el principio de legalidad que constituye la clave del arco del
Estado de Derecho y el de tutela de los derechos e intereses de los
ciudadanos.
1. CONTENIDO Y ALCANCE DE LA SENTENCIA
898
A. Los pronunciamientos posibles
La sentencia, que es el acto del órgano judicial que pone fin al
proceso, resolviendo sobre las pretensiones de las partes, contendrá,
precisa el artículo 68 LJ, alguno de estos fallos: la inadmisibilidad del
recurso, o la estimación o desestimación del mismo en cuanto al
fondo. El artículo 69 tasa los motivos que pueden justificar la
declaración de inadmisión, por ausencia de algún requisito procesal
esencial: falta de jurisdicción, falta de capacidad, representación o
legitimación del recurrente, que se hubiesen impugnado actos no
susceptibles de recurso, cosa juzgada o litispendencia y, finalmente,
que el recurso se hubiera interpuesto fuera de plazo. Cualquier otro
posible vicio del recurso o de su fundamentación deberá decidirse
como fondo y no por inadmisibilidad.
El artículo 70 dispone que la sentencia desestimará el recurso si el
acto, disposición o actuación impugnada «se ajustan a Derecho». Por
contra, el artículo 70, siguiendo la fórmula de la LJ de 1956,
determina que la sentencia estimará el recurso cuando la disposición,
acto o actuación impugnadas «incurrieran en cualquier infracción del
ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder», definiendo a
continuación esta última figura en los términos que nos son ya
conocidos. «Cualquier infracción del ordenamiento jurídico» incluye
tanto la de la Constitución y normas formales como la de los
principios generales del Derecho, como especificó, introduciendo
entonces una gran novedad, la Exposición de Motivos de la LJ de
1956. Hoy la fórmula del artículo 103.1 de la Constitución (la
Administración actúa «con sometimiento pleno a la Ley y al
Derecho») hace incuestionable ese aserto.
El artículo 71 precisa las declaraciones que puede contener el fallo
estimatorio:
– La primera, no ser conformes a Derecho la disposición o acto
recurrido (fallo declarativo) o que cese o se modifique la actuación
impugnada (fallo de condena).
– Si se hubiese pretendido (para lo que conviene recordar que la LJ
no exige hoy una legitimación especial) el «reconocimiento y
899
restablecimiento de una situación individualizada, reconocerá dicha
situación jurídica y adoptará cuantas medidas sean necesarias para el
pleno restablecimiento de la misma». Precisión importante para
concluir que la sentencia no es ya meramente anulatoria, según la
vieja concepción del recurso objetivo, sino de reconocimiento y
restablecimiento de derechos e intereses legítimos.
Esta precisión no es meramente teórica, ni mucho menos, y en virtud
de ella puede y debe sostenerse que no serán lícitas las declaraciones
de simple «nulidad de actuaciones» en el procedimiento
administrativo que se ha seguido para dictar el acto que se anula, sin
ningún otro pronunciamiento favorable al ganador, al que, en
realidad, con esa fórmula se grava con la onerosísima carga de tener
que soportar un segundo proceso contencioso una vez subsanada la
irregularidad procedimental por la Administración. Nadie puede
obtener ventaja de su propia torpeza, precisa un viejo apotegma
jurídico (allegans propriam turpitudinem non auditur) y la
Administración que ha incurrido en un vicio de procedimiento en su
actuación no puede gravar al ciudadano con una tal carga
(especialmente hoy, con los enormes retrasos de la justicia
administrativa, de los que puede decirse simplemente que no son
compatibles con la brevedad de la vida humana). El recurrente no
lucha porque las reglas procedimentales administrativas se cumplan,
sino por su derecho (al que sabemos que es equiparable el «interés
legítimo»), que debe serle reconocido de manera efectiva y «sin
dilaciones indebidas», como exige el artículo 24 de la Constitución,
sin perjuicio de que la Administración, una vez regularizados sus
incumplimientos, pueda, si dispone de título para ello, reaccionar
contra su antiguo ganador. Una jurisprudencia lúcida así lo declaró
bajo la antigua LJ y hoy parece obligado, según el precepto que
glosamos. Las Sentencias del Tribunal Supremo de 21 de marzo y 13
de junio de 1991 y dos de 16 de marzo de 1996 y 12 de mayo de 1998
declararon: «Deben descartarse los particulares referentes a la
pretendida condena de la Administración para que ésta elabore una
nueva regulación, porque quedaría con ello desnaturalizada la función
jurisdiccional». Más categóricamente aun cuando se trata de anular
actos presuntos o producidos por silencio administrativo; la Sentencia
de 14 de febrero de 1998 recuerda la solidez de esta doctrina: «Esta
Sala... ha declarado en sus Sentencias de 10, 14 y 22 de mayo de
1993, 22 de enero, 24 de octubre, 26 de noviembre y 13 de diciembre
900
de 1994, recogiendo la orientación marcada por las Sentencias... de
15 de octubre y 6 de noviembre de 1990, 5 de diciembre de 1991 y 9
de marzo de 1992, que el régimen de la impugnación de resoluciones
presuntas no consiente como solución, la nulidad de actuaciones y la
retroacción del expediente para que se cumplan los requisitos
omitidos».
– Si la medida que para el restablecimiento de la situación jurídica del
recurrente acuerde la sentencia consistiese «en la emisión de un acto
o en la práctica de una actuación jurídicamente obligatoria, la
sentencia podrá establecer plazo para que se cumpla el fallo», precisa
el precepto en un loable esfuerzo porque éste, en este punto
condenatorio, tenga su efectividad asegurada y no quede remitida a la
buena voluntad de la Administración.
– En fin, última hipótesis de fallo estimatorio que contempla el
artículo 71, el de resarcimiento de daños y perjuicios, «se declarará en
todo caso el derecho a la reparación» y el obligado a indemnizar,
fijará su cuantía si así se ha pedido y se ha probado su alcance, y «en
otro caso, se establecerán las bases para la determinación de la
cuantía» en ejecución de sentencia.
– Aún precisa el apartado 2 del artículo 71 que «los órganos
jurisdiccionales no podrán determinar la forma en que han de quedar
redactados los preceptos de una disposición general en sustitución de
los que anularen», lo que antes se admitía en el caso de las
Ordenanzas fiscales locales. A contrario, se deduce que sí podrán
hacerlo cuando lo que se haya anulado sean actos administrativos,
con la sola excepción que el propio precepto señala: «determinar el
contenido discrecional de los actos anulados». A este respecto,
convendrá recordar que es posible, según ha establecido la doctrina
alemana y han recogido algunas Sentencias de nuestro Tribunal
Supremo (p. ej.: Ss. de 11 de junio de 1991, 15 y 20 de marzo, 21 de
septiembre de 1993, 13 de julio de 1984, 23 y 26 de mayo de 1995,
25 de febrero de 1998, etc.) que la discrecionalidad pueda quedar
«reducida a cero», al eliminarse jurídicamente cualquier otra
alternativa de elección o revelarse ésta arbitraria. Cuando esto ocurra,
no sólo será posible, sino que resultará obligado por exigencias de la
efectividad de la tutela que el artículo 24 de la Constitución garantiza
que la Sentencia incluya el pronunciamiento que corresponda (vid.
901
capítulo VIII, apartado IV.5 de esta misma obra).
B. Alcance subjetivo de la sentencia
Los efectos de la sentencia quedan restringidos normalmente a las
personas que han sido partes en el proceso y sólo a ellas. Así lo
establece el artículo 72 LJ en relación a las que declaren la
inadmisibilidad o la desestimación del recurso.
Sin embargo, la anulación de un disposición o acto, precisa el párrafo
2 del mismo artículo 72, producirá efectos «para todas las personas
afectadas», hayan sido o no partes. Esto es: tienen un alcance erga
omnes.
No obstante, hay que entender que esta generalidad de efectos no
alcanza a los actos firmes (por no impugnados) dictados en aplicación
de la disposición que se anule con anterioridad a la sentencia
anulatoria (en este sentido era explícito el art. 120.1, in fine, de la
LPA, orientado por una preocupación de seguridad jurídica y que ha
desaparecido de la actual LPC porque ésta ha suprimido el recurso
administrativo contra Reglamentos, pero así lo declara ahora
explícitamente el art. 73 LJ; en este sentido vid. la Sentencia de 31 de
octubre de 2000).
El efecto erga omnes de la anulación de una disposición general
obliga a publicar la sentencia respectiva «en el mismo periódico
oficial en que lo hubiera sido la disposición anulada». La afirmación
del artículo de que sólo desde ese día tendrán efectos generales no es,
quizás, muy correcta técnicamente, ya que, en principio, la anulación
del Reglamento declara su invalidez originaria (o a lo sumo desde el
suceso posterior que la ocasione) y tiene por eso siempre valor ex
tunc. Deberá, por ello, interpretarse esa afirmación de que sólo tras la
publicación de la sentencia producirán sus «efectos generales» en el
sentido referido a los actos firmes dictados en su aplicación, según lo
especifica el artículo 73 LJ de manera explícita.
En fin, la declaración en la sentencia del reconocimiento de una
situación jurídica individualizada sólo produce efectos entre las
902
partes, si bien la nueva LJ ha introducido un procedimiento de
extensión a terceros en los artículos 110 y 111, del que trataremos
dentro del capítulo de ejecución de sentencias, donde serán estudiados
como fórmula para resolver lo que la Exposición de Motivos llama
«recursos en masa».
2. LA EJECUCIÓN DE LAS SENTENCIAS
A. Los principios tradicionales y su superación constitucional
A lo largo de más de un siglo de historia el contencioso-
administrativo ha recorrido un largo y complicado camino a partir de
los primeros planteamientos que hicieron de él un sistema muy
limitado de control de los actos de la Administración. Las primeras
regulaciones hubieron de moverse necesariamente en un difícil
equilibrio, acosadas estrechamente por dos principios encontrados: el
principio de legalidad, que postula en favor del control de dichos
actos, y el principio de separación de poderes, que, por el contrario,
tendía a hacer impracticable un control jurisdiccional verdaderamente
efectivo de los mismos. La evolución ya nos es conocida a estas
alturas y no hay por qué seguir insistiendo en ella. Con este
recordatorio se trata simplemente de advertir que esta evolución no
concluyó con la LJ de 1956 y que, a pesar de la intensa y
prácticamente definitiva judicialización del sistema, siguieron
operando en ella todavía los viejos principios en sectores o aspectos
concretos del mecanismo jurisdiccional.
El aspecto más importante del influjo de la arcaica concepción del
contencioso-administrativo ha sido que la ejecución de las sentencias
no estaba confiada a los Tribunales que las dictaban, como ocurre en
las demás jurisdicciones, sino a los propios órganos de la
Administración misma. Así lo establecía la LJ de 1956 en su artículo
103: «La ejecución de las sentencias corresponderá al órgano que
hubiere dictado el acto o la disposición objeto del recurso».
Pero la Constitución dio el paso decisivo para superar esa vieja traba,
que en la práctica hacía de las sentencias meras admoniciones
903
morales para que las Administraciones ejecutaran las sentencias que
les concernían y contra cuya resistencia resultaba sumamente difícil,
y a veces imposible, luchar. Por una parte, el artículo 24 proclamó el
derecho de «todas las personas» a «obtener la tutela efectiva de los
jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses
legítimos, sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión»,
precepto evidentemente aplicable a la materia contencioso-
administrativa y que confía esa tutela a los jueces y Tribunales. Por
otra parte, el artículo 117.3 precisa que «el ejercicio de la potestad
jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar
lo juzgado, corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales
determinados por las Leyes». En fin, el artículo 103.1 declara a la
Administración sometida «plenamente a la Ley y al Derecho», lo que
incluye, obviamente, la sumisión al juez, que es instrumento
insoslayable del Derecho.
La jurisprudencia constitucional, sobre todo tras la básica Sentencia
de 7 de junio de 1984 (cuya doctrina reiteran las Sentencias 167/1987,
92/1988, 152/1990, 163/1998), extendió resueltamente todas esas
garantías a la jurisdicción contencioso-administrativa y así lo ha
reiterado posteriormente en numerosas ocasiones.
B. El régimen de la ejecución de sentencias en la nueva LJ
a. El sistema de la ejecución judicial
La LJ de 1998 ha recogido e instrumentado definitivamente esa
ganancia constitucional explícita y así el artículo 103, que comienza
la regulación de la ejecución de las sentencias contencioso-
administrativas, dice resueltamente:
«1. La potestad de hacer ejecutar las sentencias y demás resoluciones
corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales de este orden
jurisdiccional y su ejercicio compete al que haya conocido del asunto en
primera instancia.
2. Las partes están obligadas a cumplir las sentencias en la forma y
términos que en ésta se consignen.
904
3. Todas las personas y entidades públicas y privadas están obligadas a
prestar la colaboración requerida por los Jueces y Tribunales de lo
contencioso-administrativo para la debida y completa ejecución de lo
resuelto».
El cambio es, pues, radical respecto del contencioso-administrativo
desde sus orígenes hasta, prácticamente, hoy mismo, pues, no
obstante la interpretación conforme a la Constitución que había
efectuado el Tribunal Constitucional de los preceptos de la LJ de
1956, la realidad es que tales preceptos que confiaban a la
Administración la ejecución de las sentencias que le eran
desfavorables siguieron aplicándose, con escasas excepciones. Ahora
todo posible equívoco ha desaparecido.
Por otra parte, el sistema arbitrado por la LJ puede estimarse como
uno de sus mayores aciertos y es de esperar que corrija
definitivamente la situación pasada. Este sistema puede
esquematizarse como sigue:
– Tras la firmeza de la sentencia, se comunica la misma en plazo de
diez días al órgano que hubiera realizado la actividad objeto del
recurso, a fin de que «la lleve a puro y debido efecto y practique lo
que exija el contenido de las declaraciones contenidas en el fallo y en
el mismo plazo indique el órgano responsable del cumplimiento de
aquél» (art. 104.1).
– Si transcurren dos meses desde la notificación de la sentencia o el
plazo fijado en ésta para su ejecución (que puede ser inferior a los dos
meses si éste la hiciese ineficaz o cause grave perjuicio), cualquiera
de las partes y personas afectadas «podrá instar su ejecución forzosa»
(art. 104.2 y 3).
– Si la sentencia condenare a la Administración a realizar una
determinada actividad o a dictar un acto, el órgano jurisdiccional
podrá, para actuar esa ejecución forzosa: ejecutar la sentencia a través
de sus propios medios o requiriendo la colaboración de las
autoridades y agentes de la Administración condenada o «en su
defecto de otras Administraciones»; adoptar las medidas necesarias
«para que el fallo adquiera la eficacia que, en su caso, sería inherente
al acto omitido», esto es, sustituir con su propia decisión judicial la
decisión requerida por la sentencia y omitida por la Administración;
905
específicamente se prevé «la ejecución subsidiaria con cargo a la
Administración condenada» (art. 108).
– El órgano jurisdiccional puede disponer, a instancia de parte, la
inscripción del fallo en los registros, publicación «en periódicos
oficiales o privados, si concurriera causa bastante, a costa de la parte
ejecutada» (art. 107).
– (Reservamos epígrafes especiales, infra, para la ejecución de
condenas a pago de cantidad y la extensión a terceros interesados que
no fueron parte de los efectos de una sentencia).
– Transcurridos los plazos señalados para el total cumplimiento de la
sentencia sin que la Administración la haya ejecutado, el órgano
jurisdiccional «adoptará, previa audiencia de las partes, las medidas
necesarias para lograr la efectividad de lo mandado». «Singularmente
–añade ahora el artículo 112 LJ–, acreditada su responsabilidad,
previo apercibimiento del Secretario judicial notificado
personalmente a los interesados, el Juez o la Sala podrán: a) imponer
multas coercitivas de 150 a 1.500 euros a las autoridades,
funcionarios o agentes que incumplan los requerimientos del Juzgado
o de la Sala, así como reiterar estas multas hasta la completa
ejecución del fallo judicial» o «deducir el oportuno testimonio de
particulares para exigir la responsabilidad penal que pudiera
corresponder».
– En fin, una cláusula general se contiene en el artículo 113:
«Transcurrido el plazo de ejecución que se hubiere fijado [y si no se
hubiere fijado el apartado 2 lo fija en dos meses desde el
requerimiento de cumplimiento]... cualquiera de las partes podrá
instar su ejecución forzosa», lo que remite a la LEC (disposición final
1.ª de la LJ y art. 4 de la propia LEC de 2000) y, consecuentemente, a
cualquier medio adecuado, sin tasa establecida.
b. La situación procesal durante la ejecución
Es importante notar que todo ese instrumentario se actúa en una
situación procesal que domina toda la fase ejecutiva y que viene
906
determinada por tres elementos esenciales:
– el principio formulado en el artículo 103.4 de que «serán nulos de
pleno derecho los actos y disposiciones contrarios a los
pronunciamientos de la sentencia que se dicten con la finalidad de
eludir su cumplimiento», nulidad que, a instancia de parte, declarará
el órgano jurisdiccional ejecutante, previo el trámite incidental del
artículo 109.2 y 3;
– igualmente, «si la Administración realizare alguna actividad que
contraviniera los pronunciamientos del fallo», el órgano jurisdiccional
ejecutante «procederá a reponer la situación al estado exigido por el
fallo y determinará los daños y perjuicios que ocasionare el
incumplimiento» (art. 108.2).
Estos dos casos tienden a evitar los llamados «incumplimientos
indirectos de la sentencia» y a liberar al afectado de la carga de
nuevos recursos independientes, que podrían multiplicarse a voluntad
si la Ley no lo impidiera en virtud de estas reglas.
Es muy de lamentar por eso la resistencia de algunos Tribunales a
adoptar estas medidas y, en especial, la primera de ellas. Frente a esta
tendencia a dar por bien ejecutada la Sentencia y a remitir al
ejecutante disconforme a un nuevo recurso vid. la ejemplar Sentencia
de 27 de febrero de 2008, que casa y anula dos Autos del Tribunal
Superior de Justicia de Madrid, precisando lo que la Administración
ha de hacer para dar exacto cumplimiento a la ejecutoria y fijando en
seis meses el plazo para realizarlo.
– Tercer elemento básico en fase de ejecución: «Mientras no conste
en autos la total ejecución de la sentencia, la Administración y las
partes procesales y las personas afectadas por el fallo» (estas últimas
aun sin haber sido parte en el proceso) podrán promover incidente
para decidir, sin contrariar el contenido del fallo, cuantas cuestiones
se planteen en la ejecución y especialmente determinar el órgano
administrativo que ha de responsabilizarse del cumplimiento «en
atención a las circunstancias que concurran» (de modo que puede ser
otro que el autor de la actuación que fue objeto de recurso), plazo
máximo para la ejecución, atendidas las circunstancias y «medios a
seguir». Este incidente, que puede renovarse cuantas veces sea
menester, se reduce a dar traslado de la pretensión a las otras partes
907
por plazo común de veinte días y a la decisión judicial por auto en los
diez siguientes (art. 109). Una diligencia activa en la ejecución queda,
así, en manos de las partes.
c. Imposibilidad de ejecución y posible expropiación de la sentencia
El artículo 105 dispone, contradiciendo a la LJ anterior, que «no
podrá suspenderse el cumplimiento ni declarar la inejecución total o
parcial del fallo». Sin embargo, el precepto ha previsto dos hipótesis
especiales: «imposibilidad material o legal de ejecutar una sentencia»
y «expropiación de los derechos o intereses legítimos reconocidos
frente a una sentencia firme».
En el primer caso, imposibilidad material o legal de ejecutar la
sentencia, la Administración condenada, de oficio o a requerimiento
de los interesados, lo manifestará al juez o Tribunal a través de su
representación procesal dentro del plazo de dos meses desde la
comunicación del fallo, plazo que no se considera de caducidad por la
jurisprudencia, «de manera que, si efectivamente concurre la
imposibilidad puede ser declarada aun cuando haya transcurrido»
(Sentencias, entre otras, de 17 de noviembre de 2008, 9 de febrero de
2009 y 12 de febrero de 2013). Oyendo a las partes, el juez o Tribunal
apreciará la concurrencia o no de las causas de imposibilidad alegadas
y adoptará «las medidas necesarias que aseguren la mayor efectividad
de la ejecutoria, fijando en su caso la indemnización que proceda por
la parte en que no pueda ser objeto de cumplimiento pleno».
La jurisprudencia más reciente ha puesto especial empeño en precisar
que el artículo 105 «implica una específica habilitación al Juez o
Tribunal para que, en el marco del supuesto de imposibilidad que el
precepto regula, el mismo órgano jurisdiccional pueda adoptar –
incluso de oficio, previa audiencia– cuantas medidas resulten
necesarias para la ejecución de la sentencia, aunque fuese de una
forma diferente a la contemplada en el fallo y sin tener que recurrir,
de forma irremisible y necesaria, al mecanismo expresamente
previsto en la indemnización», que no tiene carácter obligatorio y que
procede acordar solamente en el caso de que se acredite la existencia
de un daño efectivo (Sentencia del 12 de febrero de 2013 y en la
908
misma línea las de 13 de marzo y 30 de abril del propio año 2013).
Esta precisión es muy importante y proyecta una luz nueva sobre un
problema que ha llegado a alcanzar en los últimos tiempos unas
proporciones extraordinarias: el de la ejecución de las sentencias que
al anular las licencias objeto de impugnación conllevan la demolición
de las edificaciones construidas (cientos a veces) al amparo de las
mismas. La resistencia al cumplimiento de las sentencias de los
adquirentes de las viviendas construidas ha pretendido encontrar
cobertura en el artículo 34 de la Ley Hipotecaria, que protege a los
terceros de buena fe que adquirieron según el Registro, pero el
Tribunal Supremo, a partir sobre todo de una Sentencia de 12 de
mayo de 2006, rechazó enérgicamente el argumento, lo que no dejaba
otra posible salida que la «normalización» de la situación a través de
la aprobación de nuevo plan de ordenación que viniera a hacer legal
lo que en su día se declaró ilegal. Ese nuevo plan daría pie a alegar la
imposibilidad legal de ejecutar las sentencias que hubieren acordado
la demolición de lo construido. Se planteaba así un auténtico dilema:
o se ejecutaban las sentencias firmes, como lo exige
inexcusablemente el artículo 118 de la Constitución, lo que conlleva
la demolición de lo construido y la indemnización a los titulares de
las viviendas o se mantenían éstas para eludir el problema social que
planteaba su demolición en cuyo caso se arruinaría el imperio de la
Ley.
El Tribunal Supremo, que no se ha negado nunca a apreciar la
existencia de una imposibilidad legal de ejecutar una Sentencia
cuando el nuevo planeamiento no ha sido buscado de propósito para
eludir el cumplimiento de la ejecutoria (vid., entre otras muchas
resoluciones la Sentencia de 21 de enero de 1999 y el Auto de 18 de
octubre de 2001), se ha mantenido firme en los demás casos, lo que
ha dado lugar, incluso, a que algún Parlamento autonómico haya
intentado encontrar una vía indirecta de solución del dilema aludido.
Es el caso de la Ley del Parlamento de Cantabria, región en la que el
problema al que nos venimos refiriendo afecta a varios cientos de
personas, 2/2011, de 4 de abril, cuya disposición adicional sexta vino
a establecer que «sólo se podrá proceder a la demolición cuando haya
finalizado el procedimiento de responsabilidad patrimonial, se haya
establecido en su caso el importe de la indemnización y se haya
puesto ésta a disposición del perjudicado».
909
El Tribunal Constitucional en Sentencia de 22 de abril de 2013 ha
declarado inconstitucional y nulo este precepto porque introduce un
trámite ajeno a la propia ejecución de la sentencia que paraliza ésta,
lo que excede la competencia de una Comunidad Autónoma e invade
la del Estado. No obstante esto, que es muy claro, la Sentencia,
consciente de lo delicado del problema, subraya que «los órganos
judiciales deberán ponderar la totalidad de los intereses en conflicto a
la hora de hacer ejecutar sus resoluciones y que no cabe descartar que
tal ponderación pudiera llevar al órgano judicial a acomodar el ritmo
de la ejecución material de las demoliciones que ha de tener lugar a
las circunstancias concretas de cada caso».
En esta misma línea se sitúan las Sentencias del Tribunal Supremo de
12 de febrero, 13 de marzo y 30 de abril de 2013, más atrás citadas, la
primera de las cuales no se limita a destacar, como ya notamos, que el
artículo 105 LJ permite al juez de la ejecución adoptar cuantas
medidas sean necesarias para la ejecución de las sentencias, «aunque
fuere de una manera diferente a la contemplada en el fallo», sino que
no duda en apuntar a título de ejemplo que «bien pudieran –cual
medida compensatoria o indemnizatoria de ámbito general–
imponerse modificaciones obligatorias del planeamiento o
determinaciones urbanísticas de carácter público o social, con las que
tratar de compensar la anterior vulneración de las normas
urbanísticas», así como «la participación o colaboración material o
económica de los causantes o responsables de la infracción o de los
beneficiados por la misma», que «podría resultar un adecuado
mecanismo que socialmente paliare o rehabilitare la situación de
hecho producida».
Son éstas observaciones muy atinadas que puedan ayudar a resolver
los delicados problemas que el insoslayable deber constitucional de
ejecutar las sentencias plantea sin incurrir en una generalización
abusiva de la imposibilidad legal de ejecución que el artículo 105 LJ
regula, que debe reservarse, como es lógico, para casos
excepcionales.
Este tipo de preocupaciones ha llevado a la Ley Orgánica 7/2015, de
21 de Julio, de modificación de la LOPJ, a añadir al artículo 108 LJ
un nuevo apartado 3 que recoge la idea de la Ley de Cantabria
anulada por el Tribunal Constitucional y establece, en consecuencia,
910
que el Juez o Tribunal que ordene la demolición de un inmueble y la
reposición a su estado originario de la realidad física alterada
«exigirá, como condición previa a la demolición y salvo que una
situación de peligro inminente lo impidiera, la prestación de garantías
suficientes para responder del pago de las indemnizaciones debidas a
terceros de buena fe» (vid. Sentencias de 21 de diciembre de 2017 y
31 de marzo y 25 de mayo de 2018).
Un supuesto específico de «imposibilidad legal» de ejecutar la
sentencia es el de las llamadas «validaciones legislativas»: una Ley
posterior a la Sentencia intenta convalidar la actuación administrativa
anulada. Una Sentencia del Tribunal Constitucional (inspirada en la
jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos) limita
los efectos de tales Leyes. Nos remitimos a la Sentencia
constitucional 73/2000, de 14 de marzo.
La imposibilidad material de ejecución parece, en principio, menos
problemática, pero también puede plantear dificultades muy serias,
sobre todo si se radicaliza la interpretación del texto legal. La
jurisprudencia al respecto entiende por imposibilidad material «aquel
impedimento de carácter físico que no permita ejecutar la sentencia
porque el objeto de la misma ha desaparecido o porque se ha
destruido» (cabría añadir o pueda destruirse: por ejemplo, la
demolición parcial de un edificio puede eventualmente provocar el
derrumbe de éste). Ha de tratarse, advierte, de imposibilidad y no de
mera dificultad o excesivo coste de las actuaciones requeridas por el
fallo, porque la complejidad no puede ser equiparada a la
imposibilidad, que es una excepción que debe interpretarse en todo
caso restrictivamente (vid. la Sentencia de 9 de febrero de 2022).
Este modo de razonar es, sin duda, irreprochable en términos de
principio, pero exige también una cierta dosis de flexibilidad y buen
pulso cuando tiene que enfrentarse a supuestos límites, como es el
caso de la Marina Isla de Valdecañas en el que la Sentencia anulatoria
del Proyecto de Interés Regional que la dio vida ha planteado con
toda crudeza la demolición de una urbanización de ciento cincuenta
hectáreas, con varios cientos de edificaciones, hoteles, campo de golf
y pistas deportivas. El Tribunal Superior de Justicia de Extremadura,
mediante Auto de 30 de junio de 2020 optó por limitar la demolición
a «todo lo que se encuentra en fase de estructura o no está terminado
911
y en funcionamiento» (dos tercios del total, aproximadamente) en un
intento, no de incumplir el fallo, sino de dar «un cumplimiento
posible y eficaz al mismo» y de evitar «una desproporción entre el
derecho a la ejecución de las sentencias de las dos asociaciones
demandantes y los irreparables perjuicios que se producirían al interés
general». El Tribunal Supremo en la Sentencia más atrás citada de 9
de febrero de 2022 ha revocado en casación el referido Auto y
acordada la demolición de la totalidad de las obras y la reposición del
terreno a un estado que permita un proceso de regeneración del
bosque mediterráneo para crear un enclave y un paisaje similares a
los protegidos, objetivo éste de cuya consecución no parece dudar,
aunque el propio Legislador dista mucho de tener esto tan claro en
supuestos análogos, como pone de relieve, por ejemplo, el artículo
100 de la Ley de Costas («cuando la restitución y reposición... no
fueran posibles...»).
La imposibilidad material de ejecución es el cauce que el artículo 74
de la Ley 11/2015, de 18 de junio, de recuperación y resolución de las
entidades de crédito, ha utilizado para hacer frente a los problemas
que puede llegar a plantear la ejecución de una sentencia anulatoria
de las decisiones que dicha Ley autoriza a adoptar al Banco de
España o al FROB. Para valorar la imposibilidad material de
ejecución que estas entidades pueden alegar el artículo 74.2 de la Ley
precisa que el juez o Tribunal habrá de tener en cuenta el «volumen»
o «la complejidad» de las operaciones que pudieren resultar
afectadas, los perjuicios que pudieran derivarse de la ejecución de la
sentencia «para la entidad y para la estabilidad del sistema
financiero» y la existencia de derechos o intereses legítimos de otros
accionistas, obligacionistas, cuotapartícipes, acreedores o
cualesquiera otros terceros amparados por el ordenamiento jurídico.
Y es que, en efecto, las decisiones sobre reestructuración y resolución
de entidades de crédito son difícilmente reversibles.
Las anteriores causas de incumplimiento de la sentencia se han
transformado ahora (siguiendo el art. 18 LOPJ, pero mejorando su
régimen) en una expropiación formal de los derechos o intereses
legítimos reconocidos por la sentencia. El artículo 105.3 especifica
como causas legales tipificadas de dicha expropiación «el peligro
cierto de alteración grave del libre ejercicio de los derechos y
libertades de los ciudadanos, el temor fundado de guerra o el
912
quebranto de la integridad del territorio nacional». La declaración de
la concurrencia de esas causas corresponderá al Gobierno de la
Nación y la primera de ellas podrá hacerla el Consejo de Gobierno de
la Comunidad Autónoma si actuaciones de ésta o de sus municipios
hubieran sido las que fueron objeto de recurso; esta última causa
puede ser valorada y, por tanto, descartada por el órgano
jurisdiccional. Es importante precisar que la declaración de
concurrencia de causa expropiatoria habrá de hacerse dentro de los
dos meses de la comunicación del fallo.
La indemnización expropiatoria será fijada en este caso por el propio
juez o Tribunal ejecutante por el trámite de los incidentes (vid.
Sentencia de 2 de octubre de 2007 que reconoce al adjudicatario de
un contrato el «derecho a obtener el beneficio industrial que se
concreta en un 6% del importe del contrato más los perjuicios que se
hubieren acreditado»).
d. La mediación intrajudicial como sistema alternativo de ejecución
La ejecución de las sentencias que ordenan la demolición de
inmuebles plantea muchas veces un problema que, ciertamente, no es
de imposibilidad material ni de imposibilidad legal, pero sí de
imposibilidad social, si se nos permite decirlo así, lo que suele
traducirse en un rosario de incidentes y aún de procesos nuevos con
toda su secuela de recursos que se prolonga con frecuencia durante
doce, quince o, incluso, más años.
En este concreto escenario, en el que parece no haber salida, ha
surgido un sistema alternativo de ejecución, la mediación
intrajudicial, a través de la cual las partes, con la guía de un Mediador
que canaliza las propuestas y orienta las negociaciones, consigue
llegar a unos acuerdos sobre la forma de ejecutar la sentencia que
somete al Tribunal encargado de la ejecución de la sentencia para que
éste, previa comprobación de la legalidad de dichos acuerdos,
proceda a su homologación y declare, en consecuencia, finalizado el
proceso.
Unos Autos de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
913
Superior de Justicia de Galicia de 8 de febrero de 2019 han resuelto
así un espinoso problema que llevaba pendiente desde el 28 de junio
de 2006, fecha en la que el Tribunal Supremo dictó Sentencia
confirmando la del Tribunal de Galicia de 20 de diciembre de 2001.
Los Autos en cuestión fueron adoptados por el Pleno de la Sala
sentenciadora con el voto discrepante de cuatro de sus miembros, lo
cual no puede extrañar, ya que la fórmula de la mediación carece de
una cobertura explícita en la Ley, salvo la que indirectamente pueda
prestarle el artículo 77 de ésta, invocado por la mayoría, que se refiere
a un supuesto bastante distinto como el tenor literal del precepto
destaca («... y, en particular, cuando verse sobre estimación de
cantidad»).
A esta dificultad hay que unir en este caso la radical disparidad de los
acuerdos homologados con el fallo de la sentencia a ejecutar que hace
muy difícil admitir que el contenido de aquéllos pueda calificarse de
una ejecución por equivalente alternativa a la ejecución in natura.
Forzar las soluciones hasta estos límites no puede aceptarse
fácilmente, tanto más cuanto que contribuye a enmascarar y a diferir
sine die la solución del problema de fondo, que exige una limitación
de los supuestos de demolición, que el legislador debería reducir a
aquellas construcciones con cuyo mantenimiento no se puede
transigir de ninguna manera (las ubicadas en parajes protegidos, en la
zona marítimo-terrestre, etc.), como sucede en el país vecino. El
Derecho debe hacerse siempre a la medida de nuestras propias
fuerzas; ir más allá es inútil y contraproducente.
C. El caso particular de las condenas al pago de cantidad
El viejo y resistente privilegium fisci de la inembargabilidad de los
bienes y caudales públicos ha marcado durante siglos, y sigue aún
marcando el artículo 106 LJ, como régimen particular de ejecución de
las condenas al pago de cantidad por la Administración. Pero ha
ocurrido, por ventura feliz, que el mismo día de la publicación de la
LJ el Tribunal Constitucional, con su Sentencia de 15 de julio de
1998 (BOE de 18 de agosto) quebrantaba por vez primera, aunque
914
aún no en su totalidad, ese viejo privilegio (una segunda Sentencia de
1 de diciembre de 1998 ha confirmado este criterio). La Exposición
de Motivos de la LJ, § VI, 3, dice que la Ley no ha pretendido
«eliminar la prerrogativa de inembargabilidad de los bienes y
derechos de la Hacienda Pública, ya que dicha modificación no puede
abordarse aisladamente en la Ley Jurisdiccional». ¿Dónde, entonces?,
nos permitimos preguntar. Porque debe recordarse que la
inembargabilidad se define precisamente como una prohibición de
ejecución judicial (arts. 23.1 LGP, 30.3 LPAP y 154.2 LHL). Por otra
parte, el legislador no podía ignorar que él mismo, en la Ley de
Medidas de 30 de diciembre de 1997, complementaria de la de
Presupuestos para 1998, había modificado expresamente el artículo
154.2 de la Ley de Haciendas Locales de 1988 para precisar, tras la
declaración de inembargabilidad de los «derechos, fondos, valores y
bienes en general de la Hacienda Local», la siguiente frase: «excepto
cuando se trate de la ejecución de hipotecas sobre bienes
patrimoniales inmuebles no afectados directamente a la prestación de
servicios públicos». ¡El dogma de la inembargabilidad estaba ya roto
en favor del acreedor hipotecario! ¿Por qué no, entonces, en favor del
acreedor declarado legítimo tras un juicio declarativo fallado por
sentencia firme? ¿Qué plusvalor puede reconocerse a una hipoteca
sobre una sentencia? Pero tampoco podía ignorar el legislador que,
antes aun de ese importante pronunciamiento legal, los jueces civiles
(con el aval del Tribunal Supremo, Sala 1.ª: Auto de 18 de diciembre
de 1996) y sociales estaban despachando normalmente mandamientos
de ejecución contra cuentas corrientes de los Ayuntamientos (sin esa
facilidad difícilmente podrían obtener créditos de entidades bancarias
privadas o Cajas de Ahorro; a su vez el Banco de Crédito Local
dispuso de vías de ejecución privilegiadas desde su creación), usando
un argumento simple: la inembargabilidad (que es una gruesa
excepción a la potestad judicial de ejecución que la Constitución
proclama en su art. 117.3) sólo la contempla la Constitución en su
artículo 132.1 para los bienes de dominio público y comunales. Por lo
demás, un sistema económico basado en la «economía de mercado»
(art. 38 de la Constitución) no puede funcionar regularmente, ni
siquiera ordenadamente, si los agentes económicos que administran
casi el 50 por 100 del producto interior bruto son económicamente
irresponsables, puesto que los jueces no pueden ejecutar sus no
inhabituales, por cierto, incumplimientos de sus obligaciones
patrimoniales.
915
Las Sentencias constitucionales de 15 de julio y 1 de diciembre de
1998 se refirieron sólo al principio de inembargabilidad de las
Haciendas Locales formulado en el artículo 154.2 de la LHL entonces
vigente, porque resolvían sendas cuestiones de inconstitucionalidad
planteadas precisamente sobre ese precepto, pero su doctrina tiene un
indudable alcance general. Recuerdan lo que el Tribunal ha declarado
sobre el alcance del artículo 24 de la Constitución, que incluye el
derecho subjetivo a que sean cumplidas las resoluciones judiciales,
derecho «de trascendental importancia en nuestro sistema jurídico»
(STC 113/1989), «pues únicamente con el cabal y efectivo
cumplimiento de dichas resoluciones el derecho al proceso se hace
real y efectivo, ya que, si fuera de otro modo, el derecho no pasaría de
ser una entidad ilusoria» (reiterando la doctrina de la STC 61/1984).
Recuerdan también que calificar el incumplimiento de una sentencia
como delito «no constituye un cauce legal que, en todo caso, permita
hacer efectivo el pago al particular». Aceptan el principio de
inembargabilidad cuando se trate de bienes locales afectos a un
servicio público; lo aceptan también respecto de los «recursos
financieros» o dinero por entender que están también «ordenados a
fines de interés general», pero la rechazan, en fin, en el caso de los
bienes patrimoniales. Recuerdan igualmente que el artículo 132 de la
Constitución protege con la inalienabilidad, la imprescriptibilidad y la
inembargabilidad exclusivamente a los bienes demaniales y a los
comunales, pero no a los patrimoniales. De donde deducen que el
régimen de pago previsto en el artículo 154.4 LHL (que ordena
habilitar un crédito extraordinario o suplementario si el presupuesto
no fuese suficiente) «no garantiza por sí solo que la Entidad Local
deudora cumpla con el mandato judicial, pudiendo posponer o diferir
la ejecución de la sentencia, por lo que la inembargabilidad
establecida en el citado artículo, en la medida en que se extiende a
“los bienes en general de la Hacienda Local” y comprende los bienes
patrimoniales no afectados materialmente a un uso o servicio público
no puede considerarse razonable desde la perspectiva del derecho a la
ejecución de las resoluciones judiciales firmes que el artículo 24.1
reconoce y garantiza». Resulta difícil negar, de un lado, dicen, que
nos encontramos ante «”bienes de propiedad privada” en los que tanto
los Entes públicos como los particulares se hallan en igual posición
jurídica (art. 345 CC)... de otro lado, que no cabe olvidar otra
finalidad inherente tanto al patrimonio de los Entes públicos como al
de los sujetos privados...: la de responder del cumplimiento de las
916
obligaciones contraídas por su titular (art. 1.911 CC). De suerte que...
desde el Derecho común aplicable al tráfico privado y por exigencias
de seguridad y buena fe inherentes al mismo, no está
constitucionalmente justificado el excluir que los bienes
pertenecientes al patrimonio de las Entidades Locales... respondan de
las obligaciones contraídas por la Corporación Local con los
particulares y, en concreto, de las declaradas en una sentencia
judicial». Parecen salvar (aunque sin llevarlo al fallo) bienes «sujetos
a una legislación especial», citando el Patrimonio municipal del
suelo, los montes vecinales en mano común (que, por cierto, son
propiedad de los vecinos y no del ente local), lo que incluye a los
montes de propios, y los bienes muebles de notable valor histórico,
artístico, arqueológico, científico, técnico o cultural, regulados por la
Ley de Patrimonio Artístico. Con lo que concluyen declarando «la
inconstitucionalidad y la nulidad del inciso “y bienes en general” del
artículo 154.2 LHL en la medida en que no excluye de la
inembargabilidad los bienes patrimoniales no afectados a un uso o
servicio público».
Las Sentencias (que obligaron a dar una nueva redacción al artículo
154.2 repetidamente citado, lo que hizo la Ley de Medidas de 30 de
diciembre de 1998; vid. hoy el artículo 173 del vigente Texto
Refundido de la LHL de 5 de marzo de 2004) son muy importantes,
aunque entendemos que no han debido excluir de la ejecución judicial
el dinero, mercancía abstracta, fungible y de cambio por excelencia,
con el que por ello pueden atenderse tanto funciones públicas como
privadas, y cuyo importe puede suplirse inmediatamente por
operaciones de crédito, sin que tenga que recaer únicamente sobre el
ejecutante el peso de su relevancia general. Es de esperar que en un
próximo paso el Tribunal Constitucional se decida a extender la
efectividad de las sentencias a ese bien, que es el llamado por su
naturaleza, más que los bienes materiales, que remiten a un sistema
económico de trueque, a cubrir la función de garantía del tráfico sobre
la que se organiza el mercado.
La legislación producida con posterioridad se ha hecho eco, como no
podía ser de otro modo, de la doctrina constitucional expuesta
extendiéndola a los bienes integrantes del patrimonio del Estado,
pero, como también era de esperar, ha ahondado y consolidado las
salvedades formuladas en relación a ciertos bienes patrimoniales por
917
las Sentencias constitucionales citadas, estrechando en consecuencia
el alcance real de la ruptura del viejo privilegium fisci, aunque
manteniendo un último reducto del mismo. Así resulta, en efecto, del
tenor literal del artículo 30.3 de la nueva LPAP, según el cual
«ningún tribunal, ni autoridad administrativa podrá dictar providencia
de embargo ni despachar mandamiento de ejecución contra los bienes
y derechos patrimoniales cuando se encuentren materialmente
afectados a un servicio público o a una función pública, cuando sus
rendimientos o el producto de su enajenación estén legalmente
afectados a fines determinados o cuando se trate de valores o títulos
representativos del capital de sociedades estatales que ejecuten
políticas públicas o presten servicios de interés económico general»
(en los mismos términos el artículo 23.1 de la nueva LGP).
El precepto transcrito se remite expresamente al artículo 106 LJ, que
dispone que «cuando la Administración fuere condenada al pago de
cantidad líquida, el órgano encargado de su cumplimiento acordará el
pago con cargo al crédito correspondiente de su presupuesto, que
tendrá siempre la consideración de ampliable». Es el primer paso.
Debe recordarse que la declaración que hace la LJ de que los créditos
presupuestarios «tendrá(n) siempre la consideración de ampliable(s)»
a efectos de las condenas judiciales al pago de cantidad es sumamente
importante, con lo que de hecho no podrá nunca invocarse la
insuficiencia del crédito presupuestario, dado el régimen que para los
«créditos ampliables», como excepción expresa al carácter limitativo
de los créditos, dispone el artículo 54 LGP, que preceptúa que podrá
ser incrementada su cuantía hasta el importe de «las obligaciones
específicas del respectivo ejercicio derivadas de normas con rango de
Ley», función que aquí cumple explícitamente el artículo 106.1 LJ.
Novedad fundamental, que acomoda la ejecución de las sentencias
contencioso-administrativas al principio de legalidad presupuestaria,
que ha sido hasta ahora (y así lo refleja aun, por cierto, las Sentencias
constitucionales de 15 de julio y 1 de diciembre de 1998, que en este
extremo son tributarias de una técnica rígida que había sido ya
superada en la propia legislación financiera) el obstáculo formal para
ejecutar las condenas judiciales de pago.
El mismo apartado 1 del artículo 106 LJ dispone que «si para el pago
fuese necesario realizar una modificación presupuestaria, deberá
concluirse el procedimiento correspondiente dentro del plazo de tres
918
meses siguientes al de la notificación de la resolución judicial».
Obsérvese que ya la Ley no habla de créditos extraordinarios o
suplementos de crédito, cuya tramitación parlamentaria (aparte de
resultar judicialmente incoercible) podía durar años, sino de simple
«modificación presupuestaria», que es la operación que, sin
necesidad de intervención del legislador en el caso del Estado y de las
Comunidades Autónomas, habrá normalmente de realizarse por la
propia Administración para incrementar el importe del crédito
(ampliable) afecto al pago de la condena. Los artículos 61 y
siguientes LGP enuncian los principios de competencia y
procedimiento para estas modificaciones. En el caso de las entidades
locales, el carácter limitativo de los créditos presupuestarios que
formula el artículo 172 LHL queda excepcionado por el artículo
106.1 LJ, según el régimen del artículo 178 de la propia LHL (vid.
también el reglamento aprobado por el Real Decreto de 20 de abril de
1990, en especial artículos 34 y siguientes). Lo importante es notar
que todas esas «modificaciones presupuestarias» son puramente
administrativas y que están vinculadas, por tanto, al plazo máximo de
tres meses que fija el artículo 106.1 LJ. Por otra parte, como tales
competencias administrativas, son sustituibles por el juez o Tribunal
en la fase de ejecución de la Sentencia, como sabemos.
El artículo 106.2 ordena incorporar al importe de la cantidad a cuyo
pago ha sido condenada la Administración el interés legal del dinero
desde la fecha de notificación de la sentencia dictada en única o
primera instancia, dies a quo del cómputo que no interrumpen, pues,
los plazos, normalmente largos, de los recursos de apelación o de
casación (siempre que en ellos recaiga fallo confirmatorio de la de
primera instancia, como es natural).
El plazo para instar la ejecución forzosa, que el artículo 104.2 fija en
términos generales en dos meses, se eleva en este supuesto a tres
meses. Pero, si el juez o Tribunal «apreciase falta de diligencia en el
cumplimiento» podrá, además, a partir de esa fecha, incrementar en
dos puntos el interés legal a devengar, lo que es retornar al régimen
común del artículo 576 LEC.
¿Y cómo se practica la ejecución forzosa? Resuelto el tema de la
legalidad presupuestaria, que es el único, según las Sentencias
constitucionales de 15 de julio y 1 de diciembre de 1998, que justifica
919
la inembargabilidad de los fondos públicos, entendemos que tal
ejecución puede ejecutarse sobre estos fondos, supuesto el título
presupuestario explícito, una vez ampliado o modificado, y la
afección, por tanto, de esos fondos, no a los inespecíficos «fines de
interés general» que dice la Sentencia constitucional, sino al bien
concreto de ejecutar el «crédito ampliado», que es la ejecución de la
sentencia. En último extremo, la ejecución forzosa puede practicarse
sobre los bienes patrimoniales de la Administración condenada, según
ha quedado expuesto.
En el artículo 106.4 ha pervivido, sin embargo, un régimen
difícilmente justificable, y mucho más tras la expeditividad que la LJ
ha querido dar a todas las ejecuciones. Dice así: «Si la
Administración condenada al pago de cantidad estimase que el
cumplimiento de la sentencia habría de producir trastorno grave a su
Hacienda, lo pondrá en conocimiento del juez o Tribunal acompañado
de una propuesta razonada para que, oídas las partes, se resuelva
sobre el modo de ejecutar la sentencia en la forma que sea menos
gravosa para aquélla». Se está apuntando, claramente, a un
aplazamiento escalonado de los pagos, pero esto supone gravar al
acreedor ejecutante con un préstamo forzoso a la Administración
ejecutada. Lo lógico sería que ésta negocie en el mercado ese
préstamo y pague su deuda con el importe del mismo. En último
extremo, lo que es evidente es que esta fórmula arcaica, de ser
aplicada, deberá ser compensada en términos reales de perjuicio,
según el mercado y la situación particular del ejecutante, sin que los
tipos legales de interés puedan jugar más que como una simple
referencia.
La Ley 2/2022, de 24 de febrero, se ha hecho eco de estas
observaciones y ha ampliado el crédito presupuestario
correspondiente para hacer frente a la ejecución de la Sentencia
1404/2020, de responsabilidad patrimonial del Estado legislador
(asunto del almacenamiento submarino Castor), disponiendo que se
financiará con cargo a deuda pública e incluyendo, por supuesto, los
intereses legales que pudiera corresponder a partir de la notificación
de la Sentencia.
En fin, la última forma de ejecutar la condena al pago de cantidad es
la de «pago por compensación» (arts. 1.156 y 1.195 CC). Aunque la
920
compensación con la Administración pública está muy limitada en las
Leyes financieras (arts. 71 a 74 LGT, 14 LGP, 55 a 59 del
Reglamento General de Recaudación de 29 de julio de 2005, 109
LRL y disposición adicional cuarta LHL), el artículo 106.6 permite al
ejecutante solicitar (al juez o Tribunal, se entiende) que «se compense
con créditos que la Administración ostente contra el recurrente», sin
ningún otro requisito, lo que parece especialmente justo en la
circunstancia.
A notar, finalmente, que todo este régimen de ejecución es aplicable
también al caso de ejecución provisional de las sentencias (art. 106.5)
a que luego nos referiremos.
El juicio global sobre esta nueva regulación es muy positivo, aunque
sigue siendo deseable, como ya quedó dicho, que el Tribunal
Constitucional se decida a dar un paso más en la dirección apuntada
por sus Sentencias de 15 de julio y 1 de diciembre de 1998.
D. La extensión de la sentencia a terceros, especialmente en el caso de
los llamados «actos en masa»
Como ya notamos más atrás, el artículo 72.2 LJ ha previsto
especialmente que las sentencias anulatorias producirán «efecto para
todas las personas afectadas». El artículo 109.1 ha previsto que
quienes no han sido partes pueden promover incidente de ejecución
para que ésta les sea aplicada, según el procedimiento incidental que
ya expusimos.
Pero más problemas plantea la extensión a terceros no ya de los
pronunciamientos anulatorios, sino de los que contienen el
reconocimiento o restablecimiento de una situación jurídica
individualizada. Aquí la LJ ha limitado la posibilidad a las materias
tributaria y de personal al servicio de la Administración (arts. 72.3 y
110). Es el caso de los llamados «actos en masa».
La expresión «actos en masa» es de la Exposición de Motivos de la
LJ, § VI.3. Se refiere al supuesto de que una misma disposición o
resolución administrativa sea objeto de una multiplicidad (contados
921
por miles en muchas ocasiones) de recursos. Por ejemplo: la
regulación de una materia de personal, la clasificación de puestos de
trabajo de un Ministerio, la alteración de los valores catastrales en una
ciudad a efectos del Impuesto sobre Bienes Inmuebles, una
determinada interpretación de una norma fiscal, que ha podido ser
impuesta por una circular interna, los descuentos por jornadas
perdidas en una huelga, convocatoria de un concurso de provisión de
plazas, etc.
El artículo 110 dispone que «en materia tributaria y de personal al
servicio de la Administración pública –y de unidad de mercado, en la
nueva redacción dada al precepto por la Ley 20/2013, de 9 de
diciembre, de Garantía de la Unidad de Mercado–, los efectos de una
sentencia firme que hubiera reconocido una situación jurídica
individualizada en favor de una o varias personas [observemos que
sólo, pues, las sentencias estimatorias de un recurso, no las
desestimatorias] podrán extenderse a otras en ejecución de
sentencia». Se requiere para ello: que los interesados se encuentren en
idéntica situación que los favorecidos por el fallo, que el juez o
Tribunal autor de la sentencia sea también competente por razón del
territorio para conocer de sus pretensiones de reconocimiento de
dicha situación individualizada y que se solicite la extensión de los
efectos de la sentencia en el plazo de un año desde la notificación de
la sentencia a quienes fueron parte en el proceso.
El procedimiento se inicia instando esa extensión directamente al
órgano jurisdiccional (según la nueva redacción dada al precepto por
la reforma de la LOPJ de 23 de diciembre de 2003, que ha eliminado
con acierto la previa petición a la Administración, que podía
consumir tres meses inútilmente). La petición deberá ser razonada,
acompañada de los correspondientes documentos y se sustanciará por
el trámite de los incidentes. Antes de resolver, el Secretario judicial
recabará de la Administración las actuaciones referentes al caso, así
como un informe sobre la viabilidad de la extensión solicitada, de lo
cual se dará traslado por tres días a los interesados para alegaciones,
resolviéndose luego el incidente sin más trámite por medio de auto,
en el que, lógicamente, no podrá reconocerse una situación jurídica
distinta a la definida por la sentencia firme de que se trate.
Una regla última prescribe que la petición se desestimará si existiera
922
cosa juzgada, «o cuando la doctrina determinante del fallo cuya
extensión se postule fuere contraria a la jurisprudencia del Tribunal
Supremo» o, tratándose de un Juzgado, a la doctrina de los Tribunales
Superiores de Justicia, así como en aquellos casos en los que se
hubiese dictado para un interesado resolución administrativa al
respecto y ésta hubiese quedado firme y consentida por no haberse
promovido contra ella recurso contencioso-administrativo.
Si se encontrare pendiente un recurso de revisión o de casación en
interés de Ley contra la sentencia cuya extensión se pretende el
incidente correspondiente quedará en suspenso hasta que dichos
recursos sean resueltos (art. 110.6 LJ en su nueva redacción de 23 de
diciembre de 2003).
El artículo 111 resuelve la cuestión en el supuesto del artículo 37.2,
que permite, ante una pluralidad de recursos con idéntico objeto, no
acumularlos y tramitar uno con carácter preferente dejando los otros
en suspensión.
Merece notarse, finalmente, que los autos dictados en estos supuestos
son recurribles en los términos previstos en el artículo 80 LJ.
3. LA EJECUCIÓN PROVISIONAL DE LAS SENTENCIAS OBJETO DE
RECURSO
Esta figura, introducida por la reforma de la LEC de 1984, pasó a lo
contencioso-administrativo en la reforma operada en 1992 de la LJ de
1956. La LJ actual la acoge y desarrolla. A su vez, la LEC de 2000,
supletoria de la LJ, como sabemos, la ha generalizado (arts. 524 y
sigs.).
La cuestión aparece regulada en la LJ en los artículos 84 (sentencias
objeto de recurso de apelación) y 91 (sentencias objeto de recurso de
casación). En los dos casos, las partes favorecidas por el fallo
«podrán instar su ejecución provisional» del órgano autor
jurisdiccional del fallo. En los dos casos se singulariza el supuesto de
que de dicha ejecución puedan derivarse «perjuicios de cualquier
naturaleza», en cuyo caso «podrán acordarse las medidas que sean
923
adecuadas para evitar o paliar dichos perjuicios». Además, podrá
exigirse la presentación de una caución de garantía para responder de
dichos perjuicios. Se prescribe, en fin, que «se denegará la ejecución
provisional cuando pueda crear situaciones irreversibles o perjuicios
de difícil reparación».
La institución pretende desincentivar la interposición de recursos que
pretendan únicamente retrasar el procedimiento y la ejecución.
Pueden extenderse a la institución los principios de las medidas
cautelares, con la ventaja en este caso de que el fumus boni iuris está
ya formalmente acreditado en la sentencia cuya ejecución se pretende.
El artículo 134, como hemos visto más atrás, resuelve el problema de
la ejecución inmediata de las medidas cautelares, no obstante
cualquier impugnación del auto que las acuerda, incluida, pues, la
casación. La misma regla debiera mantenerse para los autos de
ejecución provisional de las Sentencias no firmes, resultando absurdo
y propiamente contradictorio con la institución, hacer estos autos
¡susceptibles de recurso de casación! [art. 87.1. d)]. ¿Con efectos
suspensivos?, habría que preguntar. La lógica institucional más
elemental debe excluir esa consecuencia, aunque la Ley no lo precise;
entendemos que debiera valer la invocación del citado artículo 134,
dada la naturaleza cautelar de la institución de la ejecución
provisional de las Sentencias pendientes de recurso. No estaría
justificado, en modo alguno, mostrar una inexplicable desconfianza
hacia los órganos ordinarios de la jurisdicción, sometiéndolos a una
especie de tutela, completamente inadecuada, por parte del Tribunal
Supremo para hacer eficaces sus decisiones. En todo caso, he aquí
otro precepto, el apartado d) del artículo 87.1, de imprescindible
reforma.
VI. RECURSOS CONTRA PROVIDENCIAS, AUTOS Y
SENTENCIAS
1. RECURSOS CONTRA PROVIDENCIAS Y AUTOS
Contra las providencias y autos no susceptibles de apelación o
924
casación puede interponerse recurso de súplica en el plazo de cinco
días, ante el propio órgano jurisdiccional que dictó aquéllos, que se
resolverá por auto, previa audiencia de las partes por tres días. Ni este
auto, ni los autos de aclaración son susceptibles de recurso de súplica.
Este recurso no tiene efectos suspensivos, salvo que el órgano
judicial, de oficio o a instancia de parte, acuerde lo contrario (art. 79).
Son apelables en un solo efecto, el devolutivo, ante la Sala de lo
Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia
y de la Audiencia Nacional, respectivamente, los autos dictados por
los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo y los Juzgados
Centrales en los procesos de los que conozcan en primera instancia
que pongan término a la pieza separada de medidas cautelares, los
dictados en ejecución de sentencia, los que declaren la inadmisión del
recurso o hagan imposible su continuación, los recaídos en materia de
autorizaciones para la entrada en domicilios y los dictados en los
incidentes para la ejecución provisional de sentencias contra las
cuales se haya interpuesto recurso de apelación o para la adopción de
medidas cautelares para asegurar, en su caso, la ejecución de éstas
(art. 80.1).
Son apelables, sin embargo, en ambos efectos (devolutivo y
suspensivo), los autos que resuelvan los incidentes sobre extensión a
terceras personas de los efectos de una sentencia (art. 80.2, en
relación a los arts. 110 y 111).
2. RECURSO ORDINARIO DE APELACIÓN
La introducción por la nueva LJ de los Juzgados de lo Contencioso-
Administrativo y de los Juzgados Centrales ha obligado a «recuperar»
el recurso de apelación previsto en la Ley Jurisdiccional de 1956, que
la Ley 10/1992, de 30 de abril, había sustituido por el de casación.
Las sentencias dictadas por los referidos Juzgados de lo Contencioso-
Administrativo y los Juzgados Centrales son ahora susceptibles de
recurso ordinario de apelación ante las Salas de lo Contencioso-
Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia y de la
925
Audiencia Nacional, respectivamente, como regla general, salvo que
se hubieren dictado en asuntos de cuantía inferior a 30.000 euros o en
materia contencioso-electoral. No obstante, el recurso de apelación
procederá siempre, aunque la cuantía litigiosa no alcance el mínimo
indicado, cuando se trate de sentencias que declaren la
inadmisibilidad del recurso, se dicten en el procedimiento para la
protección de los derechos fundamentales de la persona, resuelvan
litigios entre Administraciones Públicas o decidan impugnaciones
indirectas de disposiciones generales (art. 81).
El recurso ordinario de apelación podrá interponerse por quienes se
hallen legitimados como parte demandante o demandada (art. 82) y
será admisible en ambos efectos, devolutivo y suspensivo, sin
perjuicio de lo cual el Juez podrá, en cualquier momento y a instancia
de parte interesada, adoptar las medidas cautelares que sean
pertinentes para asegurar, en su caso, la ejecución de la sentencia
recurrida (art. 83) o acordar la ejecución provisional de ésta, con o sin
exigencia de caución, a petición de las partes favorecidas por ella (art.
84).
La tramitación del recurso consta de dos fases, una primera ante el
propio Juzgado que hubiere dictado la sentencia y una fase final ante
la Sala competente para resolverlo.
El recurso ha de interponerse, por lo tanto, ante el Juzgado dentro de
los quince días siguientes al de notificación de la sentencia mediante
escrito razonado, que deberá contener las alegaciones en que se
fundamente la impugnación. Si el escrito cumple estos requisitos y se
refiere a una sentencia susceptible de apelación, el Juzgado dictará
resolución admitiendo el recurso y dará traslado del mismo a las
demás partes para que en el plazo común de quince días puedan
formalizar su oposición. En caso contrario denegará la admisión por
medio de auto, contra el que podrá interponerse recurso de queja en
los términos prevenidos en la LEC.
En los escritos de interposición y de oposición las partes podrán pedir
el recibimiento a prueba, pero sólo para la práctica de las que
hubieren sido denegadas o no hubieren sido practicadas debidamente
en la primera instancia por causas que no les fueren imputables.
Podrán igualmente solicitar en dichos escritos que se celebre vista,
que se presenten conclusiones o que el pleito sea declarado concluso,
926
sin más trámites, para sentencia. En el escrito de oposición al recurso
la parte apelada, si entiende que la apelación ha sido indebidamente
admitida, podrá hacerlo constar así, en cuyo caso se dará vista al
apelante por tres días de dicha alegación. Podrá también el apelado en
el propio escrito de oposición adherirse a la apelación formulada para
combatir la sentencia en aquellos puntos concretos en que crea que le
es perjudicial, de lo que se dará traslado al apelante por plazo de diez
días para que alegue lo que considere procedente al respecto.
Llegados a este punto, el Juzgado elevará los autos y el expediente
administrativo, en unión de los escritos presentados, a la Sala que
resolverá lo que proceda sobre la discutida admisión del recurso y
sobre el recibimiento a prueba, en su caso. El Secretario judicial
acordará la celebración de vista o la presentación de conclusiones si
lo hubieren solicitado todas las partes o si se hubiere practicado
prueba. La Sala podrá, a su vez, acordar que la vista se celebre o que
se formulen conclusiones escritas cuando lo estimare necesario,
atendida la índole del asunto y dictará sentencia en el plazo de diez
días desde la declaración de que el pleito está concluso para sentencia
(art. 85).
Como en todo proceso, el ámbito del recurso de apelación viene
determinado, lógicamente, por las concretas pretensiones ejercitadas
por las partes en la primera instancia (límite máximo) y, dentro de
ellas, por las articuladas concretamente al impugnar la sentencia o al
adherirse el apelado a la apelación en algún punto concreto en que
aquélla le fuese desfavorable. Más allá de estos concretos límites la
sentencia es inmodificable (prohibición radical de reformatio in
pejus: Ss., entre otras, de 29 de septiembre, 30 de noviembre de 1971
y 8 de febrero de 1993).
En este marco el Tribunal ad quem «tiene competencia no sólo para
resolver, adicionar, suplir y enmendar las sentencias de primera
instancia, sino también para dictar, respecto de todas las cuestiones
controvertidas objeto de apelación, el pronunciamiento que proceda»
(Sentencia de 15 de febrero de 1972), estando formalmente obligado,
además, a pronunciarse sobre el fondo cuando revoque la sentencia
apelada y ésta se hubiese limitado a declarar la inadmisibilidad del
recurso. Así lo establece expresamente el artículo 85.10 de la nueva
LJ.
927
3. EL RECURSO DE CASACIÓN
A. Origen y evolución
El recurso de casación fue introducido en la jurisdicción contencioso-
administrativa por la Ley de 30 de Abril de 1992 en sustitución del
tradicional recurso de apelación con el propósito de reducir la carga
excesiva de trabajo que pesaba sobre el Tribunal Supremo y la
consiguiente demora en la resolución de los conflictos, que ha sido y
sigue siendo el motor de todas las reformas, orgánicas y procesales,
que se han ido sucediendo a lo largo del último medio siglo.
Se dijo entonces para aliviar la lógica preocupación que produjo la
sustitución de un recurso ordinario por otro extraordinario, que,
además, tenía bien ganada fama de formalista en la jurisdicción civil,
que el diseño realizado por la Ley de 1992 era el de una casación muy
abierta, que, en realidad, no sería muy diferente en cuanto a sus
resultados al recurso de apelación al que estábamos acostumbrados.
Pronto se vio, sin embargo, que las cosas no iban a discurrir por ese
camino y que el rigor tradicional de la casación terminaría por
imponerse.
También se comprobó enseguida que, pese a ello, el recurso de
casación no iba a conseguir el objetivo pretendido por el legislador,
por lo que la nueva LJ 98 multiplicó por cuatro la summa gravaminis
inicial de seis millones de pesetas (equivalentes a 36.000 euros
actuales) fijando en veinticinco millones de pesetas (150.000 euros) el
umbral para la admisión del recurso, cifra que tampoco sirvió para
frenar el crecimiento del número de recursos, lo que dio lugar a una
nueva elevación por la Ley de 10 de Octubre de 2011, que volvió a
multiplicar por cuatro la cuantía mínima para acceder a la casación
fijándola en 600.000 euros (cien millones de pesetas).
Es evidente que por ese camino, que convertía de facto la casación en
un «recurso para ricos», ya no se podía seguir y que era necesario
abrir una vía diferente y articular, en consecuencia, el recurso sobre
otras bases. Y eso es lo que ha hecho la Ley Orgánica 7/2015, de 21
de Julio, por la que se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial,
928
cuya disposición final tercera ha dado nueva redacción a los artículos
86 a 93 de la LJ 98 y con ella un «vuelco» espectacular a la situación
al pasar de un modelo sustancialmente reglado a otro enteramente
discrecional, en la línea del certiorari norteamericano, por la que ya
había optado poco antes la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que
con el mismo objetivo de reducir el número de recursos, en este caso
de amparo, ha condicionado la admisión de los mismos a la
justificación de su «especial transcendencia constitucional», concepto
jurídico impreciso, muy próximo al de «interés casacional objetivo»
empleado por la Ley Orgánica 7/2015, que se ha esforzado en
precisar la Sentencia constitucional 155/2009, de 25 de junio.
A partir de ahora, en efecto, el recurso de casación queda reservado a
los asuntos que presenten «interés casacional objetivo para la
formación de la jurisprudencia» (art. 88.1 LJ), lo que, en principio,
queda a expensas del juicio que en cada caso pueda adoptar el
Tribunal de casación, es decir el Tribunal Supremo o el Tribunal
Superior de Justicia que en cada caso corresponda según el Derecho,
estatal o autonómico, que esté en juego. Sólo en cinco casos la Ley
presume que tal interés existe y aun así en cuatro de ellos esa
presunción es iuris tantum y puede, en consecuencia, ser destruida
por el Tribunal (art. 88.3). El recurso de casación queda así
convertido en un puro mecanismo de depuración de la jurisprudencia
del que la justicia del caso será un mero subproducto.
El cambio realizado por la Ley Orgánica 7/2015 no puede ser más
drástico, por lo tanto. No basta ya que la resolución judicial haya
infringido una norma o la jurisprudencia que la interpreta, sino que es
necesario, aunque no suficiente, que esa infracción sea gravemente
dañosa para los intereses generales, que afecte a un gran número de
situaciones, que la resolución esté en contradicción con la doctrina
constitucional o con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la
Unión Europea y aun en estas circunstancias y otras semejantes que
precisa el artículo 88.2 no puede darse sin más por existente el interés
casacional, ya que dicho precepto precisa simplemente que el
Tribunal de casación «podrá apreciar» su existencia. Todo depende,
pues, de la valoración que en cada caso pueda hacer dicho Tribunal,
cuyos poderes son amplísimos, tan amplios como abiertos los
conceptos jurídicos que el artículo 88.2 de la Ley utiliza.
929
Al prescindirse de la cuantía y trasladarse el centro de gravedad al
interés casacional perdieron su razón de ser los recursos de casación
para unificación de doctrina y en interés de Ley, que han sido por ello
eliminados por la Ley Orgánica 7/2015.
No es fácil, en absoluto, avanzar una opinión sólidamente fundada
sobre el impacto de la nueva regulación del recurso de casación, a
pesar del tiempo transcurrido desde su implantación, dada la
deficiente calidad de las estadísticas disponibles, la coexistencia
inicial del viejo y del nuevo sistema, la incidencia del COVID-19 y la
descapitalización que viene sufriendo la Sala 3.ª del Tribunal
Supremo a consecuencia de la prohibición de efectuar nuevos
nombramientos de Magistrados mientras el Consejo General del
Poder Judicial se encuentre en prórroga de sus funciones, que ha
acordado inopinadamente la polémica Ley Orgánica 4/2021, de 29 de
marzo. Es difícil, sin embargo, evitar la impresión de que la dosis de
medicina empleada por la Ley Orgánica 7/2015 para hacer frente a la
enfermedad puede haber sido excesiva.
No parece, por lo pronto, que el número de recursos de casación haya
descendido apreciablemente. El porcentaje de los recursos que se
admiten es muy bajo y tiende a descender todavía más. El tiempo de
duración tampoco se ha reducido gran cosa porque el trámite de
admisión concurre por sí solo más de medio año. Si a esto se une que
los asuntos más importantes, que son, obviamente, aquellos de los
que conocen en única instancia las Salas de la Jurisdicción de los
Tribunales Superiores de Justicia y de la Audiencia Nacional, no
cuentan ya más que con una sola oportunidad de ser enjuiciados por
un Tribunal y que el nuevo recurso tiene como objetivo la formación
de la jurisprudencia y no la de hacer Justicia, por fuerte que esto
pueda sonar, la conclusión que de todo ello se desprende tiene que ser
inevitablemente negativa.
La reforma de 2015 ha sido, por lo demás, sorprendentemente
asimétrica porque, a diferencia del tratamiento que ha dado a los
asuntos importantes, en el caso de los asuntos menores, esto es, de
aquellos cuyo conocimiento está atribuido a los Juzgados Provinciales
y Centrales su «cuota» de Justicia ha aumentado, ya que cuando su
cuantía supere los 30.000 euros pueden disponer de hasta tres
oportunidades de revisión en sede judicial habida cuenta de que el
930
artículo 86.1 LJ permite ahora la impugnación en casación de las
Sentencias que dicten en apelación los Tribunales Superiores de
Justicia y la Audiencia Nacional. Las reformas parciales son siempre
proclives a este tipo de sorpresas y contribuyen a evidenciar la
necesidad de un replanteamiento general del conjunto del sistema.
B. Objeto del recurso
Son susceptibles de recurso de casación las sentencias que dicten en
única instancia los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo y las
dictadas, en única instancia o en apelación, por las Salas de la
jurisdicción de la Audiencia Nacional y de los Tribunales Superiores
de Justicia (art. 86.1). Esta regla general, característica de los sistemas
de admisión discrecional, no tiene otra excepción que la relativa a las
sentencias de los Juzgados, que serán impugnables únicamente
cuando su doctrina se repute gravemente dañosa para los intereses
generales, a menos que se trate de sentencias dictadas en el
procedimiento para la protección del derecho fundamental de reunión
y en los procesos contencioso-electorales, a las que no será aplicable
la limitación citada (art. 86.2).
El artículo 86.3 mantiene la anterior línea divisoria entre el Tribunal
Supremo y los Tribunales Superiores de Justicia, responsables
respectivamente de la interpretación uniforme del Derecho estatal y
de los Derechos autonómicos, y exige en consecuencia para poder
impugnar en casación sentencias dictadas por los Tribunales
Superiores de Justicia que el recurso se funde en infracción de normas
de Derecho estatal o de la Unión Europea «que sea relevante y
determinante del fallo impugnado, siempre que hubieran sido
invocadas oportunamente en el proceso o consideradas por la Sala
sentenciadora». Esta limitación estaba ya prevista en el texto inicial
del artículo 58.4 LOPJ y es congruente con las propias previsiones
constitucionales, según las cuales los Tribunales Superiores de
Justicia culminan la organización judicial en el ámbito territorial de
las respectivas Comunidades Autónomas (art. 152.1, párrafo segundo
de la Constitución), en tanto que el Tribunal Supremo «es el órgano
jurisdiccional superior en todos los órdenes, salvo lo dispuesto en
materia de garantías constitucionales» (art. 123.1 de la Constitución).
931
Las resoluciones del Tribunal de Cuentas, dice el art. 86.4, en materia
de responsabilidad contable son susceptibles de recurso de casación
ante el Tribunal Supremo en los casos establecidos en su Ley de
Funcionamiento de 5 de Abril de 1988.
El nuevo artículo 87 LJ declara igualmente impugnables en casación
los autos que declaren la inadmisión del recurso contencioso-
administrativo o hagan imposible su continuación, los que pongan
término a la pieza separada de suspensión o de otras medidas
cautelares, los recaídos en ejecución de sentencia, siempre que
resuelvan cuestiones no decididas, directa o indirectamente, en
aquélla o que contradigan los términos del fallo que se ejecuta, los
dictados en el incidente de ejecución provisional y los que se dicten
en aplicación de los artículos 110 y 111 sobre extensión de los efectos
de la sentencia. En todos estos casos es precisa la previa interposición
de recurso de súplica.
C. El interés casacional, único motivo de admisión
Como ya quedó indicado más atrás, la nueva regulación del recurso
de casación limita la admisión del mismo a los supuestos en que se
aprecie por el Tribunal de casación la existencia de una infracción del
ordenamiento jurídico, ya sea procesal o sustantiva, o de
jurisprudencia que presente «interés casacional objetivo para la
formación de jurisprudencia». Pues bien, del texto del artículo 88 de
la Ley se desprende que ese interés casacional solo puede reconocerse
en casos excepcionales y que para ello es condición necesaria, pero
no suficiente que concurran unas determinadas circunstancias muy
especiales, a saber: que, ante cuestiones sustancialmente iguales, la
resolución que pretende impugnarse se fundamente en una
interpretación contradictoria con la que otros órganos jurisdiccionales
hayan establecido, que dicha resolución siente una doctrina
gravemente dañosa para los intereses generales, que afecte de un
modo u otro a un gran número de personas, que resuelva un debate
que haya versado sobre la validez constitucional de una norma sin
que haya quedado suficientemente establecida la improcedencia de
plantear la pertinente cuestión de inconstitucionalidad, que interprete
y aplique aparentemente con error una doctrina constitucional, que
932
esté en contradicción aparente con la jurisprudencia del Tribunal de
Justicia de la Unión Europea o que se refiera a supuestos en los que
pueda ser exigible la intervención de éste a título prejudicial, que
resuelva un proceso en el que se impugnó, directa o indirectamente,
una disposición de carácter general o un convenio celebrado entre
Administraciones Públicas o, en fin, que haya sido dictada en el
procedimiento especial de protección de derechos fundamentales.
La lista no es cerrada, ya que el artículo 88.2 emplea la expresión
«entre otras» cuando se refiere a estas circunstancias, aunque no
ofrece ningún criterio que permita suponer cuales puedan ser esas
otras circunstancias susceptibles de ser tomadas en consideración por
el Tribunal de casación, en cuyas manos se deja, por lo tanto,
incondicionadamente la posibilidad de ir completando dicha lista.
Está muy claro en cualquier caso que, tanto en los supuestos
expresamente contemplados por la norma, como en aquellos otros que
pueda añadir en el futuro la jurisprudencia, el Tribunal de casación no
está obligado sin más a dar por existente el interés casacional, ya que
el artículo 88.2 le autoriza a apreciar su existencia pero no le obliga a
hacerlo («podrá apreciar», dice), y le exige, además, justificar
expresamente su efectiva concurrencia («motivándolo expresamente
en el auto de admisión»). Quiere ello decir que el interés casacional
del que depende la admisión del recurso se considera por el
Legislador como algo excepcional.
El apartado 3 del artículo 88 completa la regulación de este tema
capital indicando cinco casos en los que «se presumirá que existe
interés casacional objetivo». En tres de ellos (cuando la resolución
impugnada se haya basado en normas sobre las que no exista
jurisprudencia, cuando se trata de resoluciones de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional sobre recursos
interpuestos contra autos o disposiciones de los organismos
reguladores o de supervisión o agencias estatales y cuando resuelvan
recursos contra autos o disposiciones de los Consejos de Gobierno de
las Comunidades Autónomas) la presunción es simplemente iuris
tantun, ya que el Tribunal de Casación podrá dictar auto motivado de
inadmisión cuando aprecie que el asunto «carece manifiestamente de
interés casacional objetivo para la formulación de jurisprudencia»
(art. 88.3, párrafo último).
933
El mismo tratamiento se da cuando la sentencia recurrida declare nula
una disposición de carácter general, ya que se añade a continuación
«salvo que ésta, con toda evidencia, carezca de transcendencia
suficiente» (apartado c) del artículo 88.3). El texto de la Ley es aquí
notablemente ambiguo, ya que no permite saber con claridad a qué se
refiere concretamente esa falta de transcendencia suficiente, si a la
disposición acordada o a la sentencia. Declarar la nulidad de una
pieza del ordenamiento jurídico tiene en cualquier caso la mayor
transcendencia por pequeña que sea esa pieza, por lo que la excepción
no resulta realmente afortunada.
En rigor, sólo en uno de los cinco casos que enuncia el artículo 88.3
de la Ley la presunción se impone al Tribunal de Casación y le obliga
a admitir el recurso. Es el contemplado en el apartado b): cuando la
resolución que se recurre se aparte deliberadamente de la
jurisprudencia al considerarla errónea.
Resta decir que la reforma ha introducido un artículo 87 bis de nuevo
cuño, cuyo apartado 1 precisa que, sin perjuicio de la posibilidad de
integrar los hechos que ya reconocía el anterior artículo 88.3 y admite
ahora el actual artículo 93, el recurso de casación «se limitará a las
cuestiones de derecho con exclusión de las cuestiones de hecho». Esta
precisión resulta, por innecesaria, preocupante. Los hechos, como
tales, están, ciertamente, excluidos de la casación, pero una cosa es
eso y otra muy distinta que la sentencia de instancia seleccione a su
arbitrio lo que el Tribunal Supremo haya de tener en cuenta a la hora
de «decir el Derecho» que a estos hechos corresponde. Por eso la Ley
permitía y permite integrar el factum, esto es, incluir en los hechos
admitidos como probados por la Sala de instancia aquellos que,
habiendo sido omitidos por ésta, estén suficientemente justificados
según las actuaciones y cuya toma en consideración resulte necesaria
para apreciar la infracción alegada de las normas del ordenamiento
jurídico o de la jurisprudencia, incluso la desviación de poder.
Distinta de la existencia misma de estos hechos (de todos los que
resultan del expediente administrativo y de la prueba eventualmente
practicada en primera instancia y no de una parte de los mismos
arbitrariamente seleccionada) es también la cuestión de la valoración
jurídica que de ellos haya podido hacer el Juzgado en aplicación de
los preceptos legales pertinentes y en el marco de los principios
934
generales del Derecho que vertebran el ordenamiento jurídico, entre
los cuales, por supuesto, figura el de interdicción de la arbitrariedad
(art. 9.3 de la Constitución), que condena toda decisión de los poderes
públicos «cuando sea clara la incongruencia o discordancia (de la
misma) con la realidad que es su presupuesto inexorable». Así lo
viene afirmando reiteradamente el Tribunal Supremo a propósito de
la discrecionalidad de la Administración y así había de hacerlo
necesariamente por las mismas razones en relación a las decisiones
judiciales sobre las que pesa idéntica prohibición constitucional. A
ello hay que unir, naturalmente, las exigencias que resultan del propio
artículo 24 de la Constitución, que «impone a los órganos judiciales la
obligación de dictar una resolución fundada en Derecho que no puede
considerarse cumplida con la mera emisión de una declaración de
voluntad en un sentido o en otro», por lo que ha de ir «precedida de la
argumentación que la fundamente», de forma que «se pueda
comprobar que la solución dada es consecuencia de una exégesis
racional del ordenamiento y no el fruto de la arbitrariedad» (Sentencia
constitucional de 28 de Octubre de 1991, entre otras muchas).
Como ya se advirtió en ediciones anteriores de esta obra, todos los
hechos «suficientemente justificados en las actuaciones» deben ser
tenidos en cuenta en el recurso de casación, en cuyo ámbito entra
también necesariamente la valoración jurídica de esos hechos.
Otro tanto cabe decir de la aplicación al caso de los conceptos
jurídicos indeterminados de los que con frecuencia hacen uso de las
normas jurídicas, cuestión que es siempre de estricto Derecho por
más que la reducción en cada caso de la incertidumbre inicial de tales
conceptos obligue a utilizar criterios de valor o de experiencia.
D. El procedimiento
La LJ distingue cuatro fases: preparación, admisión, interposición, y
sustanciación.
a) El recurso de casación se prepara ante la Sala de instancia en el
plazo de treinta días a contar desde la notificación de la resolución
que se recurre mediante un escrito en el que «en apartados separados
935
que se encabezarán con un epígrafe expresivo de aquello de lo que
tratan», dice puntillosamente el artículo 89.2, se debe: acreditar los
requisitos relativos al plazo, legitimación y recurribilidad de la
resolución que se impugna; identificar con precisión las normas o la
jurisprudencia que se consideran infringidas, justificando que fueron
alegadas en el proceso o tomadas en consideración por la Sala de
instancia o que está hubiera debido observarlas aún sin ser alegadas;
acreditar que se pidió la subsanación de la falta o transgresión en la
instancia, de haber existido momento procesal oportuno para ello
cuando se trate de infracciones procesales que hubiesen producido
indefensión; justificar que las infracciones imputadas han sido
relevantes y determinantes de la decisión adoptada; justificar que la
norma infringida forma parte del ordenamiento estatal o comunitario
cuando se impugne una resolución de un Tribunal Superior de Justicia
y «especialmente, fundamentar con singular referencia al caso» que
concurre alguna de las circunstancias que permiten apreciar el interés
casacional objetivo y la concurrencia de un pronunciamiento del
Tribunal Supremo.
Si el escrito de preparación no se presentara en plazo, la resolución
judicial quedaría firme y así habría de declararlo el Letrado de la
Administración de Justicia mediante decreto, contra el cual no cabrá
otro recurso que el de revisión.
Si se presentase el escrito pero no cumpliera los requisitos exigidos,
la Sala de instancia tendría por no preparado el recurso mediante
Auto motivado contra el cual sólo podría interponerse recurso de
queja en la forma prevista en la LEC.
Si, en cambio, sí cumpliera los referidos requisitos, dicha Sala,
mediante Auto «en el que se motivará suficientemente su
concurrencia», tendrá por preparado el recurso, y emplazará a las
partes para que comparezcan dentro del plazo de treinta días ante la
Sala de la jurisdicción del Tribunal Supremo, remitiendo a ésta los
autos originales y el expediente administrativo. Debe advertirse, no
obstante, que el Auto de 24 de mayo de 2019 permite al Tribunal de
instancia denegar la preparación del recurso, aun en el caso de que se
cumplan todos los requisitos, cuando el Tribunal Supremo haya
dictado con anterioridad resoluciones de inadmisión por carencia de
interés casacional en asuntos idénticos.
936
El artículo 89.3 de la Ley autoriza –y esto es novedad– que la Sala de
instancia, «si lo entiende oportuno», emita opinión «sucinta y
fundada» sobre el interés objetivo del recurso. Contra el Auto que
tenga por preparado el recurso de casación no cabe interponer recurso
alguno, aunque la parte recurrida podrá oponerse a su admisión al
tiempo de comparecer ante el Tribunal Supremo.
En cualquier caso, la preparación del recurso no impedirá la ejecución
de la resolución recurrida, por lo que las partes favorecidas por ésta
podrán instar su ejecución provisional, que podrá acordarse por la
Sala de instancia exigiendo caución bastante en el supuesto de que de
la ejecución pudieran derivarse perjuicios de cualquier naturaleza (art.
91.1). No obstante, la ejecución podrá ser denegada cuando pueda
crear situaciones irreversibles o causar perjuicios de difícil reparación
(art. 91.3).
Resta decir que el artículo 89.1 considera legitimados para recurrir a
quienes hayan sido parte en el proceso «o debieran haberlo sido»,
precisión ésta que recoge la doctrina constitucional establecida
inicialmente en las Sentencias de 18 de Enero de 1985, que ratificó
definitivamente la de 11 de Noviembre de 1997.
b) La resolución sobre la admisión del recurso corresponde a una
Sección de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
Supremo presidida por el Presidente de la Sala y formada por un
Magistrado por cada una de las restantes Secciones, cuya
composición se renovará por mitad cada seis meses con el fin de que
todos los Magistrados que forman parte de la Sala puedan participar
efectivamente en la formación de la doctrina de ésta en una cuestión
tan capital como la determinación del interés casacional objetivo.
Esa Sección de admisión puede acordar excepcionalmente y si las
circunstancias del asunto así lo aconsejan oír a las partes personadas
por plazo común de treinta días sobre la efectiva concurrencia de
dicho interés y decidirá finalmente en cualquier caso si procede o no
admitir el recurso. Si opta por la admisión, deberá resolver por auto
motivado y si lo hace por la inadmisión bastará la forma de
providencia, salvo que el Tribunal de instancia hubiera expresado su
opinión fundada en sentido favorable a la admisión, en cuyo caso la
inadmisión habrá de acordarse por auto motivado. También requiere
auto motivado la inadmisión en aquellos supuestos en los que el
937
artículo 88.3 de la Ley permite al Tribunal de casación apartarse de la
presunción de la existencia de interés casacional que dicho precepto
establece (art. 90).
Los autos de admisión, dice el artículo 90.4, precisarán la cuestión o
cuestiones en las que se entiende que existe interés casacional
objetivo e identificarán la norma o normas jurídicas que en principio
serán objeto de interpretación. Las providencias de inadmisión, por su
parte, únicamente han de indicar si en el recurso concurre una
cualquiera de las siguientes circunstancias: ausencia de los requisitos
de plazo, legitimación o recurribilidad de la resolución impugnada,
incumplimiento de cualquiera de las exigencias del escrito de
preparación, no ser relevante ni determinante del fallo ninguna de las
infracciones denunciadas o carencia de interés casacional objetivo
para la formación de jurisprudencia. En estos dos últimos supuestos y
especialmente en el último de ellos parece evidente que se necesita
algo más que una «sucinta motivación», que es lo que el artículo
208.1 LEC considera propio de las providencias.
Todo este juego de providencias y de autos motivados muestra muy
claramente en cualquier caso que el Legislador concibe la admisión
del recurso de casación como algo rigurosamente excepcional.
Es de agradecer que el artículo 90.7 haya previsto la publicación
semestral por la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
Supremo en la página web de éste y en el Boletín Oficial del Estado
del listado de los recursos de casación admitidos a trámite, «con
mención sucinta de la norma o normas que serán objeto de
interpretación y de la programación para su resolución».
Contra las providencias y los autos de admisión o inadmisión no se
dará recurso alguno (art. 90.5). La inadmisión comportará en todo
caso la condena en costas de la parte recurrente, aunque podrá
limitarse a una parte de las mismas o a una cifra máxima (art. 90.8).
c) Admitido el recurso, se hará saber al recurrente que dispone de
treinta días para presentar el escrito de interposición del recurso, que
se declarará desierto en caso de que tal escrito no sea presentado.
Dicho escrito, que habrá de respetar la extensión máxima y las
condiciones extrínsecas que el artículo 87 bis.3 autoriza
938
sorprendentemente a determinar a la Sala de Gobierno del Tribunal
Supremo, debe exponer razonadamente, «en párrafos separados que
se encabezarán con un epígrafe expresivo de aquello de lo que
tratan», por qué han sido infringidas las normas o la jurisprudencia
que como tales se identificaron en el escrito de preparación, «sin
poder extenderse a otra u otras no consideradas entonces» y habrá de
analizar y no simplemente citar las Sentencias del Tribunal Supremo
expresivas de la jurisprudencia que se considera infringida, precisión
esta última muy oportuna para terminar con el hábito generalizado de
multiplicar innecesariamente las referencias inespecíficas (art.
90.3.a).
El escrito de interposición habrá de precisar también, como es lógico,
el sentido de las pretensiones que se articulan, que podrán tener por
objeto la anulación total o parcial de la resolución recurrida y, en su
caso, la devolución de los autos al Tribunal de instancia o la
resolución definitiva del litigio por la propia Sala de lo Contencioso-
Administrativo del Tribunal Supremo dentro de los términos en que
apareciese planteado el debate (art. 90.3.b) y 87 bis.2).
d) Si el escrito no reuniera estos requisitos, la Sala, tras oír a la parte
sobre el incumplimiento detectado, podrá dictar sin más trámites
sentencia de inadmisión. En otro caso, dará traslado a la parte
recurrida para que pueda oponerse al recurso en el plazo de treinta
días, transcurrido el cual podrá acordar, de oficio o a petición de
parte, la celebración de vista pública, que tendrá lugar ante el Pleno
de la Sala cuando así lo acuerde su Presidente o la mayoría de los
Magistrados que la componen (art. 92).
e) «La sentencia fijará la interpretación de aquellas normas estatales o
la que tenga por establecida o clara de las de la Unión Europea» que
el auto de admisión identificó en su momento como objeto de
pronunciamiento y resolverá sobre las cuestiones y pretensiones
deducidas en el proceso, anulando en todo o en parte la resolución
recurrida o confirmando ésta. Puede también, «cuando justifique su
necesidad», ordenar la retroacción de actuaciones a un momento
determinado del procedimiento de instancia para que el proceso siga
su curso hasta su culminación (art. 93.1).
Si apreciara que el orden jurisdiccional contencioso-administrativo no
es competente para conocer de las pretensiones articuladas o que no
939
lo era el Tribunal de instancia, anulará la resolución recurrida
indicando, en el primer caso, el orden jurisdiccional que se estima
competente o remitiendo, en el segundo, las actuaciones al órgano
judicial que hubiera debido conocer de ellas.
Resolverá también lo que proceda sobre las costas de la instancia de
acuerdo con lo dispuesto por el artículo 139 de la Ley y dispondrá, en
cuanto a las del recurso de casación, que cada parte abone las
causadas a su instancia y las comunes por mitad, salvo que se aprecie
mala fe o temeridad en cuyo caso se impondrán a la parte responsable
de aquélla o ésta.
4. EL RECURSO DE REVISIÓN
La introducción en el orden jurisdiccional contencioso-administrativo
del recurso de casación por la Ley 10/1992, de 30 de abril, obligó
también a depurar el recurso de revisión que contemplaba el artículo
102 de la anterior Ley Jurisdiccional, para ajustarlo a lo que es propio
de un remedio procesal excepcional que se ofrece a la parte
perjudicada por una sentencia que ya ha ganado firmeza cuando en lo
hecho o en lo omitido en el proceso resuelto por ésta estuvo impedida
por fuerza o engaño. De ahí salió el artículo 102.c) de la Ley anterior,
que reproduce ahora el artículo 102 de la nueva LJ.
De acuerdo con este precepto, habrá lugar a la revisión de una
sentencia firme cuando con posterioridad a ésta se recuperen
documentos decisivos no aportados por causa de fuerza mayor o por
obra de la parte victoriosa; cuando se hubiese dictado en virtud de
documentos declarados falsos o de prueba testifical si los testigos
hubiesen sido condenados por falso testimonio dado en dicha prueba
o, en fin, de cohecho, prevaricación, violencia u otra maquinación
fraudulenta.
En estos supuestos, que la jurisprudencia acostumbra a interpretar con
extremo rigor, pueden, pues, impugnarse en revisión las sentencias
firmes de cualquier Juzgado o Tribunal de la jurisdicción,
impugnación que se formulará ante las Salas de lo Contencioso-
Administrativo de los Tribunales de Justicia, si proceden de los
940
Juzgados de lo Contencioso-Administrativo (art. 10.3), ante la Sala de
lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional, si se trata
de sentencias provenientes de los Juzgados Centrales (art. 11.3), ante
la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo
cuando se trate de sentencias de los Tribunales Superiores de Justicia
y de la Audiencia Nacional [art. 12.2. c)] y ante la Sala Especial del
artículo 61.1.1 LOPJ si la sentencia recurrida procede en primera
instancia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del propio
Tribunal Supremo.
La Ley Orgánica 7/2015, de 21 de Julio, ha modificado el precepto
legal citado para añadir a los cuatro motivos de revisión tradicionales
uno nuevo: que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya
declarado que la resolución judicial firme ha sido dictada en violación
de alguno de los derechos reconocidos en el Convenio Europeo para
la Protección de los Derechos Humanos y Libertadas Fundamentales
y sus Protocolos, «siempre que la violación, por su naturaleza y
gravedad, entrañe efectos que persistan y no puedan cesar de ningún
otro modo que no sea mediante esta revisión», que no podrá
perjudicar los derechos adquiridos de buena fe por terceras personas
(art. 102.2 LJ).
Es ésta una medida acertada que realza y afirma, como merece la
eficacia, hasta ahora más bien limitada, de las Sentencias del TEDH.
En lo referente a plazos, procedimiento y efectos de las sentencias
dictadas en este recurso regirán las disposiciones establecidas por los
artículos 509 a 516 LEC para los de su clase. El plazo de
interposición es de tres meses a contar desde la recuperación de los
documentos o de la declaración del fraude o de la falsedad, dentro del
límite máximo de cinco años desde la notificación de la sentencia
recurrida.
La sentencia que resuelva el recurso de revisión, si fuere estimatoria,
rescindirá en todo o en parte la recurrida, devolviendo los autos a la
Sala correspondiente a fin de que ella misma pronuncie el nuevo
fallo, en el que ésta habrá de respetar sin discutirlas las declaraciones
contenidas en la sentencia de revisión. Contra esta Sentencia no
cabrán ya nuevos recursos.
941
VII. PROCEDIMIENTOS ESPECIALES
El Título V de la LJ regula tres procedimientos especiales, pero antes
ha regulado ya otro, que será el más utilizado por los Juzgados de lo
contencioso-administrativo y que en este sentido será un
procedimiento «ordinario» alternativo, el llamado «procedimiento
abreviado» en el artículo 78. Los estudiamos seguidamente.
Los procedimientos contencioso-administrativos en materia electoral
no están incluidos en la LJ, por lo que tampoco los expondremos
ahora. Su regulación debe buscarse en la Ley Orgánica de Régimen
Electoral General de 1985 (modificada en 1987, 1991, 1992, 1994,
1995 y 1997), artículos 49 y 109 y siguientes.
1. EL PROCEDIMIENTO ABREVIADO
En la redacción inicial de la LJ era aplicable este procedimiento en
los recursos propios de los Juzgados de lo contencioso-administrativo
«cuando su cuantía no supere las 500.000 pesetas o se trate de
cuestiones de personal distintas de las que se refieran al nacimiento y
extinción de la relación de servicio de los funcionarios públicos de
carrera». La reforma realizada por la Ley Orgánica de 23 de
diciembre de 2003 ha ampliado sustancialmente el ámbito de este
procedimiento que ahora es aplicable también a las resoluciones sobre
extranjería y a las denegatorias de las solicitudes de asilo político. La
nueva redacción dada al artículo 78.1 LJ ha añadido los asuntos de
disciplina deportiva en materia de dopaje y ha elevado la cuantía
hasta 30.000 euros.
Lo que se regula circunstanciadamente en los veintitrés apartados del
artículo 78 es un juicio verbal (cuyo modelo parece haber sido el
llamado «proceso ordinario» en la jurisdicción social, donde ha
rendido muy buenos resultados), juicio sustanciado concentradamente
en una vista. El recurso se inicia con la presentación de la demanda.
En la misma resolución de admisión el juez cita a las partes para la
vista, a la vez que se reclama el expediente de la Administración
demandada, que deberá remitirlo con quince días de antelación, al
942
menos, del señalado para la vista. Cabe, no obstante, que el recurso se
falle sin necesidad de recibimiento a prueba ni tampoco de vista si el
actor así lo solicita en su escrito de demanda, en cuyo caso el
Secretario habrá de dar traslado a los demandados para que contesten
ésta en el plazo de veinte días.
La vista se abre una vez que hayan comparecido las partes o alguna
de ellas, bastando sólo con la presencia del actor (su ausencia se toma
por un desistimiento), el cual comienza con una exposición de los
fundamentos de lo que pida. El demandado contesta, pudiendo
formular excepciones a la admisión del recurso. El juez resuelve en el
acto sobre estas excepciones y si mandase proseguir el juicio el
demandado podrá hacer constar en acta su disconformidad, lo que
también puede hacer el actor si el juez admitiese dichas excepciones o
alguna de ellas. Si en las alegaciones de fondo no hubiese
conformidad, se propondrán las pruebas que, una vez admitidas por
no ser impertinentes o inútiles, se practicarán seguidamente en el
mismo acto, salvo que no sean compatibles con el mismo, en cuyo
caso se practicarán del modo previsto para el procedimiento común.
No se admiten pliegos de posiciones para la prueba de confesión ni
escritos de preguntas y repreguntas en la prueba testifical, así como
tampoco la tacha de testigos, que el juez puede limitar. «En la
práctica de la prueba pericial no serán de aplicación las reglas
generales sobre insaculación de peritos». Las resoluciones sobre
prueba del juez pueden ser objeto de recurso de súplica en el mismo
acto, que se sustanciará y resolverá seguidamente. «Si el juez
estimare que alguna prueba relevante no puede practicarse en la vista,
sin mala fe por parte de quien tuviera la carga de aportarla, se
suspenderá, señalando en el acto» el lugar, día y hora en que deba
reanudarse.
Tras la práctica de la prueba, si la hubiere, y en su caso de las
conclusiones, oídos los Letrados, las personas que sean parte pueden
exponer lo que crean oportuno para su defensa. El juez dictará
sentencia en el plazo de los diez días siguientes.
El precepto señala pormenorizadamente el contenido del acta «que se
irá extendiendo durante la celebración del juicio»; cualquier
observación de las partes al contenido del acta (que firmarán con el
juez) las resolverá éste en el acto.
943
Son supletorias de estas reglas específicas «las normas generales de la
presente Ley».
2. PROCEDIMIENTO PARA LA PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS
FUNDAMENTALES DE LA PERSONA (ARTS. 114 Y SIGS. LJ)
Este procedimiento se ha desgajado de la Ley general sobre el mismo
objeto, Ley 62/1978, aprobada días antes de la Constitución, 26 de
diciembre de 1978, y ampliada en cuanto a los derechos protegibles
por la Disposición transitoria de la LOTC de 1979.
Como ya notamos en el capítulo XVI, § IV.5, supra, este proceso
pretende la protección inmediata y efectiva de los derechos
fundamentales susceptibles de recurso de amparo (arts. 14 a 30,
inclusive, de la Constitución). El artículo 114.2 contempla la
posibilidad de hacer valer en este proceso, además de las pretensiones
ordinarias de anulación y restablecimiento de la situación jurídica
individual, las que se dirigen contra la inactividad de la
Administración o contra vía de hecho «siempre que tengan como
finalidad [los recursos] la de restablecer o preservar» los derechos
fundamentales cuya protección se pretende; es, por cierto, una
posibilidad muy importante en el supuesto del recurso contra la vía de
hecho, dada la expeditividad de su regulación, mucho más eficaz que
la regulación general de los artículos 114 y siguientes LJ.
El proceso está considerado como sumario y preferente. La
sumariedad se expresa en una reducción de los plazos (tanto
procesales, como el mismo de interposición del recurso: diez días) y
la concentración de trámites (se elimina el trámite de conclusiones o
vista; sin embargo, la Sentencia de 15 de enero de 2016 precisa
acertadamente que, aunque no lo haya previsto la Ley, la omisión de
dicho trámite produce indefensión y vulnera el derecho a la tutela
judicial efectiva cuando se solicita para valorar la prueba practicada)
y el carácter preferente, con la declaración (que en la práctica anterior
no ha sido demasiado efectiva) de que «la tramitación tendrá carácter
preferente». Otra particularidad procesal es la presencia en el proceso
del Ministerio Fiscal, por la relevancia especial de los derechos
fundamentales, cuya protección le confía el Estatuto del Ministerio
944
Fiscal.
Otra particularidad es que en el escrito de interposición, que en el
procedimiento ordinario se limita a identificar la actuación contra la
que se recurre, ha de precisarse, además de los derechos cuya tutela se
pretende, «los argumentos sustanciales que den fundamento al
recurso», «de manera concisa». Al comparecer la Administración y
los demás demandados pueden pedir la inadmisión del recurso, lo que
se sustancia en una comparecencia oral. La demanda ha de
formalizarse en el plazo de ocho días, el mismo que rige para
contestar a la demanda, en plazo común a todas las partes, incluido el
Fiscal. Se contempla la posibilidad de un período de prueba, por
plazo de veinte días para su proposición y práctica. La sentencia se
dictará en plazo de cinco días. Las dictadas por los Juzgados de lo
contencioso son apelables en un solo efecto.
Sin justificación discernible, se ha eliminado el régimen privilegiado
de medidas cautelares que para este supuesto había dispuesto la Ley
62/1978.
Una regla especial para la protección del derecho de reunión, por su
extremada urgencia, se regula en el artículo 122. El plazo de
interposición es de cuarenta y ocho horas y en cuatro días se ventilará
la cuestión en una audiencia oral, tras de la cual se dicta sentencia,
que únicamente podrá mantener o revocar la prohibición o
modificaciones del ejercicio del derecho.
Merece la pena notar que la puesta en marcha de este proceso no
excluye el interponer simultánea o posteriormente, dentro del plazo
ordinario de los dos meses, el recurso ordinario por si el primero
fuese declarado inadmisible, cosa no infrecuente.
Por cierto, que el Tribunal Supremo ha tendido a inadmitir este
recurso especial por una de las razones utilizadas por el Tribunal
Constitucional para inadmitir los recursos de amparo: que la cuestión
planteada es de «legalidad ordinaria» y no constitucional. ¡Pero los
Tribunales contencioso-administrativos no limitan su control –como
el Constitucional– a las infracciones constitucionales, sino a
«cualquier infracción del ordenamiento jurídico» –art. 70.2–, sin que
ninguna norma excluya esta regla común, lo que sería absurdo, en el
momento de proteger a derechos fundamentales! El artículo 106.1 de
945
la Constitución no consiente tampoco esta restricción a la «legalidad
de la actuación administrativa» cuyo control general confía a los
Tribunales ordinarios. Resulta urgente corregir esa inexplicable
desprotección de los derechos fundamentales, cuya única razón
podría verse, acaso, en la especialidad de este proceso especial, de
modo que las infracciones de la «legalidad ordinaria» tuvieran que ser
llevadas por la vía del proceso ordinario. Pero esta sustantivación de
las vías procesales no parece justificada. Lo que singulariza este
proceso especial no es limitar la protección de los derechos
fundamentales a los contenidos constitucionales (la LJ no dice esto en
parte alguna), sino el carácter básico y preferente de estos derechos en
el ordenamiento, derechos que el juez debe proteger en todo caso, en
cumplimiento del inequívoco mandato del artículo 7.1 y 2 LOPJ:
«Los derechos y libertades reconocidos en el capítulo II del Título I
de la Constitución vinculan, en su integridad, a todos los Jueces y
Tribunales y están garantizados bajo la tutela efectiva de los mismos.
En especial, los derechos enunciados en el artículo 53.2 de la
Constitución se reconocerán, en todo caso, de conformidad con su
contenido constitucionalmente declarado, sin que las resoluciones
judiciales puedan restringir, menoscabar o inaplicar dicho contenido».
Excluir de la protección debida a los derechos fundamentales a las
cuestiones que deriven de «la legalidad ordinaria» es,
manifiestamente, menoscabar ese mandato categórico de protección.
3. LA CUESTIÓN DE ILEGALIDAD
Una de las novedades más notables de la nueva LJ es la introducción
de este procedimiento, con el que se pretende una depuración de las
normas reglamentarias contrarias al ordenamiento jurídico.
La Exposición de Motivos lo destaca en su § V: «Ha parecido
necesario destacar... las peculiaridades de los recursos en que se
enjuicia la conformidad a Derecho de las disposiciones generales,
hasta ahora no suficientemente consideradas... si se tiene en cuenta la
extensión y relevancia que en el polifacético Estado moderno ha
asumido la producción reglamentaria». Se ha establecido un régimen
de modo que «la impugnación de las disposiciones generales se
tramite con celeridad y que aboque siempre a una decisión judicial
946
clara y única de efectos generales, con el fin de evitar innecesarios
vacíos normativos y situaciones de inseguridad o interinidad en torno
a la validez y vigencia de las normas».
En el llamado recurso directo contra Reglamentos esa finalidad se
cumple siempre, por el carácter erga omnes de las sentencias
anulatorias. Pero en el recurso indirecto, o dirigido contra actos de
aplicación del Reglamento por la razón de la ilegalidad de éste, el
fallo se limita a anular el acto aplicativo, siendo el juicio de ilegalidad
del Reglamento en que dicha nulidad se funda un juicio que figura en
la motivación de la sentencia, pero que no pasaba al fallo.
La reforma de la LJ consiste en la introducción de esta llamada
«cuestión de ilegalidad» (que la Exposición de Motivos confiesa
inspirada en la cuestión de inconstitucionalidad, regulada en la
LOTC), que el artículo 27.1 ordena plantear al juez o Tribunal que
hubiera resuelto estimatoriamente un recurso indirecto «por
considerar ilegal la disposición aplicada», cuestión que ha de
plantearse, tras la sentencia (en lo que se distingue de la cuestión de
inconstitucionalidad, por cierto) «ante el Tribunal competente para
conocer del recurso directo contra la disposición», si él no lo fuera.
Ha de notarse que para preparar el planteamiento de esta cuestión el
artículo 21.3 ha considerado ya parte demandada, además de a la
Administración autora del acto recurrido, «a la Administración autora
de la disposición general», en el caso de que una y otra sean distintas.
Ejemplo: se impugna ante un Juzgado, un Tribunal Superior o la
Audiencia Nacional un acto aplicativo de un Reglamento aprobado
por Real Decreto; esos órganos son competentes para enjuiciar el acto
aplicativo, pero no lo serían para haber conocido del recurso directo
contra dicho Real Decreto, que es sólo el Tribunal Supremo.
La cuestión de ilegalidad, precisa el artículo 123, la plantea de oficio
el juez o Tribunal que ha dictado la sentencia contra el acto aplicativo
y sólo si la sentencia se ha estimado en base a la ilegalidad del
Reglamento. Debe hacerlo en plazo de cinco días desde la firmeza de
la sentencia y «habrá de ceñirse exclusivamente a aquel o aquellos
preceptos reglamentarios cuya declaración de ilegalidad haya servido
de base para la estimación de la demanda» (vid. la Sentencia de 3 de
marzo de 2005). Hay un trámite de personación y de alegaciones de
las partes ante el Tribunal ad quem y se dicta seguidamente la
947
sentencia (art. 125). Se prescribe que «cuando la cuestión de
ilegalidad sea de especial trascendencia para el desarrollo de otros
procedimientos será objeto de tramitación y resolución preferentes».
Lo característico de este procedimiento es, por una parte, el efecto
erga omnes de la sentencia que se dicte, como la de un recurso directo
contra Reglamentos, pero, por otra parte, que si la sentencia
desestima la ilegalidad del Reglamento que apreció el órgano judicial
inferior su fallo «no afectará a la situación jurídica concreta derivada
de la sentencia dictada por el juez o Tribunal que planteó» la cuestión
(nueva diferencia con la cuestión de inconstitucionalidad, por cierto).
Es, pues, una sentencia puramente nomofiláctica, que depura con
efectos generales el recto uso de la potestad reglamentaria,
eliminando los Reglamentos cuya ilegalidad se aprecia en el
momento de su aplicación, pero que no produce ningún efecto
procesal para la parte ganadora del recurso de cuyo seno ha surgido la
cuestión.
Es de notar, finalmente, que este trámite de control abstracto de la
norma se concentra cuando el juez o Tribunal que conoce del recurso
indirecto es competente también para conocer del recurso directo
contra el Reglamento de cuya aplicación se trata; en esta hipótesis la
sentencia ordinaria, además de resolver las pretensiones sobre el acto
aplicativo, «declarará la validez o nulidad de la disposición general»
(art. 27.2). Se prescribe también que el Tribunal Supremo en todos los
casos de recurso indirecto de que conozca declarará la nulidad de la
disposición, proceda de la autoridad que proceda (art. 27.3). Es de
entender que este régimen de concentración procesal se produce bien
actúe el Tribunal en vía principal, o en la de casación.
El propósito de esta nueva «cuestión de ilegalidad» es loable,
despejar la incertidumbre sobre la validez o invalidez de una norma
reglamentaria y evitar, en el caso de la invalidez, que pueda seguir
produciendo actos de aplicación ilegales. Pero es un proceso que se
aparta de la pauta general del contencioso-administrativo de ser un
proceso subjetivo, de protección de derechos e intereses legítimos; es,
en efecto, un verdadero –el único que subsiste– proceso «objetivo».
Se echa de menos en su regulación la citación por edictos públicos de
interesados que puedan tener un interés en defender o atacar el
Reglamento de que se trate, pues la sentencia que se dicte les va a
948
afectar, y con toda frecuencia el demandante en el proceso del recurso
indirecto de que la «cuestión» trae causa, una vez asegurado el objeto
de su pretensión inicial, anular el acto aplicativo, carezca de interés
para seguir el juicio general sobre el Reglamento en una nueva
instancia que a él no va a afectarle normalmente en nada. Sería de
desear que se introdujese ese trámite, que más bien la regla del
artículo 123.2 parece proscribir al disponer que sólo se emplazará a
las partes, sin que se admitan nuevas personaciones, trámite que
restablecería el carácter subjetivo del proceso y que evitaría la
indefensión absoluta de quienes van a encontrarse con una sentencia
sobre la validez general de un Reglamento que les afecta en cuyo
debate procesal no han tenido ninguna oportunidad de intervenir.
4. PROCEDIMIENTO EN LOS CASOS DE SUSPENSIÓN
ADMINISTRATIVA PREVIA DE ACUERDOS
En la legislación administrativa existen hoy algunos supuestos en que
una autoridad puede suspender los acuerdos propios de un órgano
colegiado, remitiendo seguidamente la cuestión de la validez del
acuerdo suspendido a la jurisdicción contencioso-administrativa: los
más relevantes son el regulado por el artículo 186 de la Ley del Suelo
de 1976, cuyo modelo sigue la legislación urbanística autonómica, el
del artículo 30.2 de la Ley de Aguas y el del artículo 67 LRL.
El artículo 30.2 de la Ley de Aguas dispone que «los actos y acuerdos
de los órganos colegiados del organismo de cuenca que puedan
constituir infracción de Leyes o no se ajusten a la planificación
hidrológica podrán ser impugnados por el Presidente ante la
jurisdicción contencioso-administrativa», impugnación que producirá
automáticamente la suspensión del acto o acuerdo, aunque el Tribunal
«deberá ratificarla o levantarla en un plazo no superior a treinta días».
El supuesto contemplado en el artículo 186 de la Ley del Suelo de
1976 se refiere a las licencias u órdenes de ejecución constitutivas de
infracción urbanística grave, actos que, según el citado precepto,
podían ser suspendidos, con paralización inmediata de las obras
realizadas a su amparo, por el Alcalde y por el Gobernador Civil,
autoridad estatal esta última que gozaba en la época de una facultad
949
de suspensión general sobre los acuerdos de los entes locales. Las
Sentencias constitucionales de 11 de noviembre y 22 de diciembre de
1988, cuya doctrina ratificó luego la de 2 de abril de 1992, declararon
incompatible este régimen de tutela del Estado con la autonomía local
garantizada por el artículo 140 de la Constitución, dejando en pie
solamente el supuesto excepcional contemplado por el artículo 67
LRL, según el cual cuando una Entidad local adopte «actos o
acuerdos que atenten gravemente el interés general de España» el
Delegado del Gobierno, previo requerimiento para su anulación al
Presidente de la Corporación, «podrá suspenderlos y adoptar las
medidas pertinentes para la protección de dicho interés».
El Tribunal Constitucional no puso, en cambio, reparo alguno a la
suspensión por el Alcalde de las licencias ilegales prevista en el
artículo 186 de la Ley del Suelo de 1976, que tiene hoy un valor
meramente supletorio, pero que, como ya indicamos, ha servido de
modelo a los legisladores autonómicos que han incluido en sus Leyes
urbanísticas un precepto semejante.
En todos estos casos la adopción del acuerdo de suspensión debe ir
seguida del planteamiento ante el órgano competente de la
jurisdicción contencioso-administrativa del conflicto producido, que
se sustanciará por los cauces del procedimiento especial regulado en
el artículo 127 LJ. Este procedimiento es muy simple. En el plazo de
diez días desde la fecha del acto de suspensión, la Autoridad que la
haya acordado deberá interponer el recurso contencioso-
administrativo, bien mediante escrito fundado, bien con simple
traslado del acuerdo suspendido y del acto de suspensión. El órgano
jurisdiccional reclama el expediente y requiere a la Autoridad actora
que formule, con el envío de dicho expediente, una defensa de la
suspensión y para que emplace a los interesados. Tras ello el Tribunal
convocará una vista o podrá sustituirla por el trámite de alegaciones
escritas por plazo común a las dos partes de diez días. Tras un
eventual período de prueba, la Sala dicta sentencia que anula o
confirma el acto inicialmente suspendido.
5. PROCEDIMIENTO PARA LA GARANTÍA DE LA UNIDAD DE
MERCADO
950
La Ley 20/2013, de 9 de diciembre, de Garantía de la Unidad de
Mercado, ha añadido a la LJ tres artículos –127 bis, 127 ter y 127
quáter– que regulan un nuevo procedimiento especial para la
protección de la unidad de mercado al cual habrán de ajustarse la
tramitación de los recursos que la Comisión Nacional de los
Mercados y la Competencia puede interponer ante la Sala de lo
Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional en el plazo de
dos meses contra cualquier disposición, acto, actuación, inactividad o
vía de hecho procedente de cualquier Administración Pública que
estime contraria a la libertad de establecimiento o de circulación en
los términos previstos en la citada Ley (art. 127 bis). El
procedimiento queda así ceñido subjetiva y objetivamente, de forma
que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia no
podrá utilizar este cauce procesal específico para reprochar a la
actuación administrativa cualquier otra deficiencia o ilegalidad, como
advierte la Sentencia de 22 de octubre de 2019.
La tramitación sigue los pasos del procedimiento ordinario, aunque
con una sustancial reducción de los plazos (diez días para demanda y
contestación y veinte para la práctica de la prueba). La especialidad
más notable es que a lo largo de la misma cualquier operador
económico que tuviese un interés directo en la anulación del acto o
disposición impugnado puede solicitar su intervención como parte
recurrente, aunque no hubiera recurrido en su momento de forma
independiente contra aquél o ésta (art. 127 ter).
La Sentencia no ofrece ninguna particularidad reseñable salvo que
puede ser dictada de viva voz cuando se trate de asuntos en los que no
quepa ulterior recurso. Puede anular, por supuesto, la disposición,
acto o actuación recurridos cuando incurran en cualquier infracción
del ordenamiento jurídico y ordenar la corrección de la conducta
infractora, así como el resarcimiento de los daños y perjuicios,
incluido el lucro cesante, que dicha conducta pueda haber causado
(art. 127 ter.6).
El artículo 127 quáter establece, en fin, que la suspensión del acto,
disposición o actuación objeto del recurso se producirá
automáticamente si la solicita la Comisión Nacional de los Mercados
y de la Competencia, aunque la Administración demandada podrá
solicitar su levantamiento en el plazo de tres meses siempre que
951
acredite que de su mantenimiento podría seguirse una perturbación
grave de los intereses generales o de tercero, que el Tribunal habrá de
ponderar.
La Sentencia constitucional de 23 de junio de 2017 ha declarado
inconstitucional y nulo el apartado 2 del artículo 127 quáter, «aunque
únicamente en su aplicación a actos o disposiciones de las
Comunidades Autónomas», por entender que la suspensión
automática de los actos y disposiciones de éstas «implica una
evidente afectación» de su autonomía, que «supondría una forma de
control» sobre su actuación no prevista constitucionalmente.
6. PROCEDIMIENTO PARA LA DECLARACIÓN JUDICIAL DE
EXTINCIÓN DE PARTIDOS POLÍTICOS
El artículo 127 quinquies, añadido al texto inicial de la LJ por la
disposición final 2.2. de la Ley Orgánica 3/2015, de 30 de marzo, ha
introducido la regulación de un procedimiento nuevo para la
declaración judicial de extinción de un partido político, que se
tramitará por los cauces del procedimiento abreviado del artículo 78
con ciertas especialidades.
La primera de ellas es la participación en el proceso como parte del
Ministerio Fiscal. La segunda concierne a los motivos de la extinción,
que habrá de especificar la demanda con referencia a los recogidos en
el artículo 12 bis de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de
Partidos Políticos (no haber adaptado sus estatutos a las leyes, no
haber convocado al órgano competente para la renovación de los
órganos de gobierno y representación y no haber presentado sus
cuentas anuales durante tres ejercicios consecutivos o cuatro
alternos). La tercera y última se refiere al plazo para la presentación
de la demanda, que será de dos meses contados a partir del
vencimiento del plazo de seis meses desde el apercibimiento que el
Registro de Partidos ha de hacer al partido interesado para que ponga
fin a la situación de incumplimiento de la que en cada caso se trate.
VIII. LAS COSTAS DEL PROCESO
952
La Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización
procesal, ha rectificado el criterio tradicional que limitaba la condena
en costas a los casos de temeridad o mala fe sustituyéndolo por el
criterio del vencimiento, de forma que con la actual redacción del
artículo 139.1 las costas se impondrán (sic) en primera o única
instancia a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones,
salvo que el órgano jurisdiccional «aprecie y así lo razone que el caso
presenta serias dudas de hecho o de derecho».
En caso de estimación o desestimación parcial cada parte abonará las
causadas a su instancia y las comunes por mitad, «salvo que el órgano
jurisdiccional, razonándolo debidamente, las imponga a una de ellas
por haber sostenido su acción o interpuesto el recurso con mala fe o
temeridad».
En las demás instancias o grados, la regla general es la del
vencimiento («se impondrán las costas al recurrente si se desestimare
totalmente el recurso»); pero también puede ser objeto de excepción:
«salvo que el órgano jurisdiccional, razonándolo debidamente,
aprecie la concurrencia de circunstancias que justifiquen su no
imposición».
En los recursos se impondrán las costas al recurrente si su recurso es
desestimado totalmente, salvo que el Tribunal aprecie la concurrencia
de circunstancias que justifiquen su no imposición.
En el recurso de casación, sin embargo, cada parte abonará las suyas
y las comunes por mitad, salvo que el Tribunal aprecie que una de las
partes ha actuado con temeridad o mala fe. La Sentencia que resuelva
el recurso de casación acordará lo que proceda sobre las costas de la
instancia de acuerdo con la regla general establecida en el artículo
139.1.
El párrafo 3 de este artículo dispone que «la imposición de las costas
podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra
máxima», posibilidad que es la primera vez que se introduce en
nuestro ordenamiento procesal, aunque la fijación de límites máximos
venía siendo desde hace años habitual en el Tribunal Supremo, al que
en ocasiones imitaban los Tribunales inferiores.
En fin, última novedad: «la Administración acreedora utilizará el
953
procedimiento de apremio, en defecto de pago voluntario» para la
exacción de las costas impuestas a particulares. Pero esta regla no
puede entenderse que exima del trámite de tasación de las costas por
el condenado, que faculta al condenado a su impugnación y somete la
discrepancia a la decisión judicial. Es, pues, la simple exacción
material, una vez judicialmente tasadas.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: Además de las obras reseñadas en el
capítulo precedente, pueden consultarse las siguientes:
M. J. ALONSO MAS, El acceso al recurso de casación en el orden
contencioso-administrativo, en el núm. 197 de la «Revista de
Administración Pública»; M. BACIGALUPO, La nueva tutela cautelar en
el contencioso-administrativo, Madrid, 1999; D. BLANQUER, El
llamado recurso en interés de Ley: la legitimación y su fundamento
extraprocesal; la postulación, en «RAP», núm. 130; M. CAMPOS
SÁNCHEZ-BORDONA, Reflexiones iniciales sobre algunos problemas
que plantea el nuevo régimen de las medidas cautelares en la LJ de
1998, en «RAP», núm. 149; R. C. CANCIO FERNÁNDEZ, El nuevo
recurso de casación contencioso-administrativo, Thomson-Reuters-
Aranzadi, 2015; T. CANO CAMPOS, Algunas precisiones sobre el
recurso de revisión contencioso-administrativo. En particular, la
recuperación de documentos decisivos (STS 25 de junio de 1999), en
«RAP», núm. 151; Silencio administrativo negativo y plazos para
recurrir. (Un estudio crítico de la normativa vigente a la luz de la
reciente jurisprudencia constitucional, en «REDA», núm. 122, 2004;
M. CARLÓN, Casación y cuestión de ilegalidad: una propuesta de lege
ferenda, en «RAP», núm. 138, págs. 131 y sigs.; L. M. CAZORLA y R.
C. CANCIO coord., Estudio sobre el nuevo recurso de casación
contencioso-administrativo, Aranzadi 2017; C. CHINCHILLA, La tutela
cautelar en la nueva justicia administrativa, Civitas, Madrid, 2.ª ed.,
1999; L. M. COSCULLUELA, El recurso en interés de la Ley, en «RAP»,
núm. 100-102, vol. II, págs. 1255 y sigs.; J. R. CHAVES GARCÍA, La
ejecución de sentencias en los procesos contencioso-selectivos, El
Consultor, 2020; A. EZQUERRA HUERVA, Ejecución de sentencias
contencioso-administrativas y adopción de medidas cautelares. En
particular, la suspensión de la ejecución de sentencias por el
Tribunal de instancia en caso de interposición del recurso de
amparo, en el núm. 197 de la «Revista de Administración Pública» y
A vueltas con la ejecución de sentencias de derribo que pueda causar
954
perjuicios a terceros de buena fe, en REDA núm. 195; G. FERNÁNDEZ
FARRERES, Sobre la eficiencia de la jurisdicción contencioso
administrativa y el nuevo recurso de casación «para la formación de
jurisprudencia», en el núm. 174 de la Revista Española de Derecho
Administrativo; E. GARCÍA DE ENTERRÍA, El principio de la
interpretación más favorable al derecho de los administrados al
enjuiciamiento de los actos administrativos, en «RAP», núm. 42,
págs. 267 y sigs.; Hacia una nueva justicia administrativa, Civitas,
Madrid, 1988; La batalla por las medidas cautelares, Civitas, 2.ª ed.,
Madrid, 1995, y comentarios a las Sentencias del Tribunal de Justicia
Atlanta de 1995, sobre medidas cautelares positivas, y Antonissen, de
1997, sobre «référé-provision» o pago anticipado de deudas, en
«REDA», núm. 88, y «RAP», núm. 142, respectivamente, y
Observaciones sobre la tutela cautelar en la nueva Ley de la
Jurisdicción contencioso-administrativa de 1998. ¿Tienen efectiva
potestad de acordar tutela cautelar las Salas de los Tribunales
Superiores de Justicia y de la Audiencia Nacional?, en «RAP», núm.
151; Sobre la ejecutoriedad inmediata de las medidas cautelares
recurridas en casación, en «RAP», núm. 153; El Tribunal de Justicia
de las Comunidades Europeas constata y censura dos graves
quiebras de nuestro Derecho Administrativo en materia de entes
sujetos al Derecho público y a medidas cautelares contencioso-
administrativas. La Sentencia Comisión c. España C-214/00, de 15 de
mayo de 2004, en «REDA», núm. 119, 2004; La Sentencia del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 28 de octubre de 2003,
Store Court Shipping Co S.A. c/España, y las prácticas judiciales
españolas para inadmitir recursos, en «RAP», núm. 163; R. GÓMEZ-
FERRER RINCÓN, La imposibilidad de ejecución de sentencias en el
proceso contencioso-administrativo, Thomson-Civitas, 2008; J.
GONZÁLEZ PÉREZ, El principio antiformalista de la Ley de la
Jurisdicción contencioso-administrativa, en «RAP», núm. 57, y
Comentarios a la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa
(de 1998), Madrid, Civitas, 1998; S. GONZALEZ-VARAS, La acción
procesal para la ejecución de un acto firme del artículo 29.2 de la
LJCA 1998, Thomson-Reuters, 2020; F. LÓPEZ MENUDO, Un lustro de
la nueva casación. Balance ante el reto de la obligada nueva
instancia, en la RAP núm. 214; L. MARTÍN-RETORTILLO, Justicia
administrativa y Comunidades Autónomas, «RAP», núm. 121; S.
MARTÍN-RETORTILLO, La defensa en Derecho de las Administración
Públicas, «RAP», núm. 121, y La defensa en Derecho del Estado.
955
Aproximación a la historia del Cuerpo de Abogados del Estado,
Madrid, 1986; A. NIETO GARCÍA, El recurso de revisión previsto en el
apartado b) del número 1 del artículo 102 de la Ley de la
Jurisdicción contencioso-administrativa, en «RAP», núm. 41, págs.
29 y sigs. e Impugnación jurisdiccional de actos y acuerdos de las
Entidades locales, «RAP», núm. 115; M. A. RUIZ LÓPEZautor>, La
reforma del recurso de casación contencioso-administrativo, Tirant
lo Blanch, Valencia 2016; J. A. SANTAMARIA PASTOR, 1700 dudas
sobre la Ley de lo Contencioso-Administrativo, La Ley, Madrid 2014
y Una primera aproximación al nuevo sistema casacional, en el núm.
198 de la Revista de Administración Pública; J. M. SIEIRA MIGUEZ
dir., El recurso de casación en la jurisdicción contencioso-
administrativa, Aranzadi, 2012; J. TORNOS, La situación actual del
proceso contencioso-administrativo, «RAP», núm. 122.
Un panorama completo del estado actual de la cuestión en E. GARCÍA
DE ENTERRÍA y R. ALONSO GARCÍA coord., Administración y justicia.
Un análisis jurisprudencial. Liber amicorum Tomás-Ramón
Fernández, 2 vols., Civitas-Thomson-Reuters, Madrid 2012.
Pueden verse además los trabajos incluidos en el núm. 220 de
«Documentación Administrativa» coordinado por L. MARTÍN-
RETORTILLO, así como el comentario pormenorizado de la LJ de 1998
que se contiene en el núm. 100 de «REDA», por un numeroso
conjunto de autores.
956
CAPÍTULO XXVI
LA ADMINISTRACIÓN Y LA JUSTICIA
ORDINARIA
SUMARIO: I. INTRODUCCIÓN. II. LA POSICIÓN ESPECIAL
DE LA ADMINISTRACIÓN EN EL PROCESO ORDINARIO.
MANIFESTACIONES. 1. Origen histórico. 2. La cobertura legal
del sistema en la actualidad. 3. Análisis individualizado de las
reglas enunciadas. A. Especialidades relativas a los presupuestos
del proceso. a. La excepción de conciliación previa. b. Necesidad de
autorización para entablar demandas a nombre del Estado. c. Fuero
territorial de las Administraciones Públicas. B. Especialidades
relativas al desarrollo del proceso. a. El privilegio de suspensión de
plazos para consulta. b. Régimen de notificaciones. c. Reglas
especiales en materia de prueba. C. Especialidades relativas a la
terminación del proceso y a sus efectos. a. El allanamiento y el
desistimiento de la Administración. b. La técnica del recurso
obligatorio. c. Exención de gastos, depósitos y cauciones. D. La
reconducción a la Constitución del viejo privilegio de exclusión de
ejecución judicial. Remisión. III. LA RECLAMACIÓN
ADMINISTRATIVA PREVIA A LA VÍA JUDICIAL. 1. Origen y
evolución. 2. Reclamación previa y acto de conciliación. 3. Ámbito
de aplicación. 4. La reclamación previa como Procedimiento
Administrativo. 5. La reclamación previa como presupuesto
procesal. IV. SUSTITUCIÓN PROCESAL DE LA
ADMINISTRACIÓN. SUPUESTOS LEGALES.
I. INTRODUCCIÓN
El privilegio de autotutela, con su secuela de consecuencias y efectos
peculiares que se resumen en el reconocimiento de una posición
privilegiada de la Administración Pública en relación a los Tribunales
de Justicia, opera sólo, como ya nos consta (vid. capítulo IX de esta
957
obra), en el ámbito de las potestades conferidas por el ordenamiento
jurídico-administrativo con vistas a la mejor satisfacción de interés
público, siempre que su concreto ejercicio, por ajustarse a las
condiciones mínimas de legitimidad relativas a la competencia y al
procedimiento que la Ley establece, no sea constitutivo de una vía de
hecho, en cuyo caso el particular afectado por el abuso tiene a su
disposición, según vimos en otro lugar (capítulos XIV y XXV), todos
los medios de reacción específicos del Derecho Administrativo y,
adicionalmente, los propios del Derecho común, incluidos los de
carácter interdictal.
Por todo ello –acabamos de verlo también–, el ámbito de la
jurisdicción contencioso-administrativa, en cuanto orden judicial
especializado, se acota exclusivamente en función de las
«pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las
Administraciones públicas sujeta al Derecho Administrativo, con las
disposiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos
legislativos cuando excedan los límites de la delegación» (arts. 1.º LJ
y 9.º.4 LOPJ), lo que significa que todas las demás pretensiones que
los particulares puedan verse obligados a ejercitar ante los entes
públicos (con la sola excepción de las reclamaciones de
responsabilidad patrimonial que corresponden ahora en todo caso a la
jurisdicción contencioso-administrativa, como ya vimos más atrás:
capítulo XXI, VII.4) y las que estos mismos traten de hacer valer ante
aquéllos se canalizan a través de los demás órdenes jurisdiccionales
según su respectiva naturaleza (civil, laboral, etc.), sustanciándose
con arreglo a las Leyes generales privativas de cada uno de ellos en el
marco de los procesos, ordinarios y especiales, que éstas diseñan, en
los que la Administración puede comparecer, como demandante o
demandada, en condiciones de igualdad con los particulares que han
trabado con ella las relaciones jurídicas en las que tienen su origen los
eventuales conflictos.
A todo ello hemos hecho ya cumplida referencia, por lo cual en este
momento sólo nos interesa subrayar que la presencia de la
Administración en un proceso ante los Tribunales ordinarios no altera
esencialmente el Derecho material y objetivo, aplicable con carácter
general. Expuesto el principio, hay que apresurarse a indicar que este
planteamiento de base, que de llevarse a sus últimas consecuencias,
haría ociosas cualesquiera otras explicaciones, tiene que ser
958
adecuadamente matizado, supuesto que a ese esquema básico de
igualdad de las partes se ha superpuesto tradicionalmente una confusa
e informe serie de privilegios parciales, surgidos a lo largo del
tiempo, y por razones simplemente coyunturales muchas veces, de
una manera asistemática, inspirados en principios de muy diferente
rango o, incluso, en meras razones de eficacia organizativa o de celo
corporativo al margen de toda exigencia institucional, cuyo conjunto
ha contribuido a configurar una posición especial en los procesos
ordinarios de la Administración Pública, que se resiste siempre a
aparecer despojada de su peculiar ropaje externo aun cuando actúe en
el tráfico ordinario al margen de lo que constituye su específica
función.
Una Ley de 27 de noviembre de 1997, sobre el régimen de la
asistencia jurídica al Estado e Instituciones públicas, ha intentado
racionalizar esas prerrogativas procesales adaptándolas a las
exigencias de los principios constitucionales de igualdad y tutela
judicial efectiva para evitar –dice su Exposición de Motivos– que
«supongan cargas desproporcionadas o irrazonables para la
contraparte del Estado en el proceso», lo que, al menos, ha
contribuido a asegurar la imprescindible claridad que el asistemático
y heterogéneo conjunto normativo anterior no proporcionaba.
A todos esos privilegios en particular y al conjunto que componen,
fruto, como ya hemos dicho, de un arrastre histórico y no siempre
justificado sólidamente en el plano institucional, vamos a hacer
referencia a continuación.
II. LA POSICIÓN ESPECIAL DE LA ADMINISTRACIÓN EN EL
PROCESO ORDINARIO. MANIFESTACIONES
1. ORIGEN HISTÓRICO
La posición especial de la Administración del Estado y de los demás
entes públicos en el proceso ordinario ha venido resultando de un
heterogéneo y abigarrado conjunto de reglas cuyo origen se remonta a
la primera mitad del siglo pasado, etapa en la que fueron surgiendo y
959
consolidándose, de modo empírico muchas veces y al compás de muy
concretas circunstancias, las reglas que contribuyen hoy a definir el
status privilegiado de las Administraciones Públicas. Sin ánimo de
hacer historia y sin perjuicio, también, de las precisiones que más
adelante tendremos ocasión de hacer al estudiar individualizadamente
el requisito de la reclamación gubernativa previa a la vía judicial,
interesa resaltar ahora algunos datos generales que contribuyan a
perfilar, al menos a grandes rasgos, los hitos generales de la
evolución.
Una parte, la más importante sin duda, de las reglas que nos
proponemos estudiar aquí tiene su origen y su justificación concreta
en el proceso de lucha por la exención judicial de la Administración
que se desarrolla en la época anterior al establecimiento en 1845 de la
jurisdicción contencioso-administrativa, momento en el que cristaliza
una determinada interpretación del principio de separación de poderes
que hasta entonces había convivido confusamente con otras
diferentes. Al tema hemos hecho ya referencia en otros lugares de
esta obra, por lo que en este momento basta dar cuenta de alguna de
sus más importantes manifestaciones. De entre ellas destaca la
prohibición de interdictos, surgida de modo empírico con una Real
Orden de 8 de mayo de 1839 y generalizada más tarde por Ordenes de
la Regencia de 26 de abril de 1841 y 8 de junio de 1843. En esta
misma línea se inscribe, también, como ha demostrado SANTAMARÍA
PASTOR y luego veremos, la aparición del requisito de la reclamación
administrativa previa, que tiene sus primeros precedentes en las
Reales Ordenes de 25 de noviembre de 1839, 9 de febrero de 1842 y
15 de marzo de 1843, antes de cristalizar definitivamente con la Real
Orden de 9 de junio de 1847. La consagración del privilegio de
inembargabilidad de los fondos y caudales públicos y su inmediata
consecuencia, la exclusión de ejecución judicial, tiene igualmente su
origen en este proceso del que viene a ser una de sus principales
manifestaciones a raíz de su generalización por Real Orden de 14 de
junio de 1845.
En todos estos casos el problema de fondo al que empíricamente trata
de darse una solución es el de la consolidación de la Hacienda estatal
y local. La Hacienda pública, extremadamente deteriorada en la
época, se convierte en el gran protagonista del proceso, y sus crónicas
dificultades en el motor principal de la evolución. Por eso y porque la
960
Hacienda es en esta etapa la cifra misma de la Administración, los
privilegios que al compás de sus problemas van surgiendo se refieren
primariamente a ella, desde donde se generalizan más tarde a la
Administración en su totalidad.
Este protagonismo primario de la Hacienda es, también, el que
explica el concreto rumbo que ya desde la primera hora va a tomar la
evolución del sistema. Por lo pronto, es ahí donde toma impulso y
donde encuentra justificación un proceso de centralización en el
Ministerio de Hacienda de la defensa en juicio de la Administración
hasta entonces confiada al Ministerio Fiscal, que venía
desenvolviendo su función específica con plena autonomía sin
sujeción a directrices previas de ningún órgano central. Razones de
eficacia y el deseo de asegurar una cierta coordinación en la defensa
de los intereses del Estado explican, en efecto, un primer intento de
sujetar la actuación de los Fiscales a un trámite de consulta previa que
se plasma por vez primera en el Real Decreto de 26 de enero de 1844.
El paso siguiente no tarda en darse y supone la creación por BRAVO
MURILLO, mediante Real Decreto de 28 de diciembre de 1849, de una
Dirección General de lo Contencioso en el Ministerio de Hacienda
con el fin de asegurar una defensa uniforme y centralizada del Estado
en los litigios en que éste sea parte.
El nuevo órgano no liquida sin más la polémica con el Ministerio
Fiscal, cuya resistencia se traduce en un continuo vaivén legislativo, a
través del cual la Dirección General de lo Contencioso se crea,
modifica y suprime sucesivamente hasta su definitivo
restablecimiento por el Real Decreto Camacho de 10 de marzo de
1881, que creó, a su vez, el Cuerpo de Abogados del Estado, al que
por Real Decreto de 16 de marzo de 1886 se encomendó la
representación y defensa en juicio de la Administración.
Son, pues, las normas orgánicas del Ministerio de Hacienda
producidas a lo largo de este período las que van estableciendo y
perfilando las reglas definitorias de la especial posición de la
Administración en el proceso, cuyas Leyes generales no aciertan
nunca a asumir y, menos aún, a liquidar aquellas especialidades
defendidas por el Ministerio de Hacienda y sus funcionarios con el
celo que suele ser habitual a la hora de poner a cubierto las propias
competencias. Así, por ejemplo, cuando se establece la unidad de
961
fueros por Ley de 6 de diciembre de 1868 y se suprimen los Juzgados
de Hacienda disponiéndose que los asuntos de que éstos conocían se
sustancien con arreglo a las Leyes comunes, el Ministerio de
Hacienda no duda en aclarar por Decreto de 9 de julio de 1869 que la
referida Ley general no había derogado las reglas especiales que
venían imponiendo al Ministerio Fiscal la obligación de consultar con
el de Hacienda antes de entablar demandas a nombre del Estado o de
contestar las que contra él se presentasen, pues «lo especial de la
legislación de Hacienda en cualquiera de sus ramas, las diferencias
que se advierten entre ellas y las leyes comunes, y la necesidad de
buscar en los centros administrativos los medios de defensa, fueron
sin duda, las causas que dieron origen a la consulta previa, siempre
que se tratase de asuntos litigiosos de la Hacienda»; tampoco había
derogado la Ley de 1868, sigue diciendo este Decreto, la obligación
de los particulares de reclamar previamente a la Hacienda Pública
como requisito para forzar a ésta a sostener un litigio, pues en otro
caso se «colocaría al Estado en peor condición que a los particulares,
porque éstos gozan según las leyes comunes del medio conciliatorio»,
que es ineficaz para el Estado, «supuesto que no puede transigir en
sus derechos».
Más adelante veremos en qué medida resultan de recibo estas
justificaciones, que tienen mucho de convencionales. Al margen de
ellas, es lo cierto que las reglas especiales así justificadas
consiguieron subsistir gracias a su implantación orgánica en el
Ministerio de Hacienda, que, una vez salvado el momento crítico de
la unificación de fueros, hizo lo posible por consolidarlas al regular la
organización y competencias de su Asesoría General y de la Sección
de Letrados existente en la misma por Decretos de 26 de julio y 26 de
agosto de 1874 y 14 de agosto de 1876, convalidados con fuerza de
Ley, junto con el ya citado de 9 de julio de 1869, por la Ley de 10 de
enero de 1877.
A raíz de esta Ley y del Real Decreto de 10 de marzo de 1881, la
polémica quedó definitivamente cerrada y las Leyes generales, de
Enjuiciamiento Civil y adicional a la Orgánica del Poder Judicial, no
hicieron sino respetar un sistema ya consolidado al margen de ellas
sin intentar siquiera la asunción del mismo y su inserción en la
normativa procesal común.
962
2. LA COBERTURA LEGAL DEL SISTEMA EN LA ACTUALIDAD
Supuesta esta trayectoria, no puede extrañar que hayan sido el
Estatuto de la Dirección General de lo Contencioso y del Cuerpo de
Abogados del Estado, aprobado por Real Decreto-Ley de 21 de enero
de 1925, y el Reglamento orgánico del Cuerpo citado, texto refundido
aprobado por Decreto de 27 de julio de 1943, los que han amparado y
dado cobertura legal al conjunto de reglas definidoras de la especial
posición en el proceso de la Administración Pública hasta la
promulgación de la Ley de 27 de noviembre de 1997, antes citada. No
puede extrañar tampoco que, dentro de ese conjunto, abundaran
normas que no respondían, en rigor, a principios de orden superior,
sino a simples exigencias pragmáticas ligadas a la organización del
servicio, que, en realidad, constituían una herencia de épocas pasadas
y que encontraron el modo de pervivir sustituyendo la inicial
desconfianza del Ministerio de Hacienda respecto a los Fiscales por la
de la Dirección General de lo Contencioso (hoy de la llamada desde
el año 2000 «Abogacía General del Estado, Servicio Jurídico del
Estado», incardinado ahora en el Ministerio de Justicia, con rango de
Subsecretaría) hacia los propios Abogados del Estado, cuya actuación
intentaban dirigir estrechamente desde el centro a costa de sacrificar a
lo que es una simple alternativa organizatoria el principio de igualdad
de las partes en el proceso.
Un somero repaso del Estatuto de 1925, al que vino a dar un cierto
respaldo el artículo 38 de la Ley General Presupuestaria de 4 de enero
de 1977, al ratificar expresamente la vigencia del mismo (de la que se
venía dudando no sin motivo, dada la época en que fue dictado y la
falta de convalidación posterior en el marco del proceso de revisión
de la obra legislativa de la Dictadura), y de su Reglamento de 1943
permitía aislar las siguientes reglas especiales: exigencia de
reclamación administrativa previa (arts. 6.º del Estatuto y 63 del
Reglamento), fuero especial de Hacienda referido a los Juzgados de
las poblaciones en que existan Audiencias (art. 7.º del Estatuto),
exención de gastos (arts. 8.º del Estatuto y 57 del Reglamento),
exención de cauciones y depósitos (arts. 8.º del Estatuto y 57 del
Reglamento), suspensión del plazo para contestar a efectos de
consulta a la Dirección General de lo Contencioso del Estado (arts. 9.º
del Estatuto y 16 a 19, 55 y 58 al 60 del Reglamento), necesidad de
963
autorización previa para entablar demandas a nombre del Estado (arts.
10 del Estatuto y 14, 15 y 55 del Reglamento), así como para
allanarse y desistir en los pleitos ya entablados (arts. 10 del Estatuto y
55.3 del Reglamento), obligación de utilizar todos los recursos
previstos por las Leyes procesales (arts. 55 y 71 del Reglamento) y
exclusión de la ejecución judicial (arts. 13 del Estatuto y 65 y 67 del
Reglamento), esta última eliminada, en los términos que ya vimos en
el capítulo precedente, por incompatible con los artículos 24, 117 y
118 de la Constitución.
La Ley de 27 de noviembre de 1997, que sustituyó, como hemos
dicho, a las normas citadas y dio así nueva cobertura a los referidos
privilegios, ha visto su vigencia expresamente mantenida por la LEC
de 2000, disposición derogatoria, in fine. Pero convendrá, en
cualquier caso, contrastar si en algún supuesto concreto esos
privilegios que mantienen aun el aire arcaico de los viejos privilegia
fisci, son compatibles con el principio básico de igualdad de armas
procesales entre las partes que ha destacado el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos como contenido necesario de la regla del
principio de «audiencia equitativa» (fair hearing) que impone el
artículo 6 del Convenio Europeo (Sentencias Ofner y Hopfinger v.
Austria, de 26 de noviembre de 1962, Neumeister v. Austria, de 27 de
junio de 1968, Delcourt v. Bélgica, de 17 de enero de 1970, Arey v.
Irlanda, de 9 de octubre de 1979, Pakelli v. Alemania, de 25 de abril
de 1983, Borgers v. Bélgica, de 30 de octubre de 1991, Hentrich v.
Francia, de 22 de septiembre de 1994, etc.). El principio lo ha
repetido, por su parte, el Tribunal Constitucional como incluido en el
artículo 24 de la Constitución (Sentencias 186/1990, 92/1992, 152 y
273/1993, 16 y 140/1994, 125/1995, 15/1996, 41/1998, 76 y
105/1999, 16/2000, 178/2001, 133/2002, etc.), pero a efectos
prácticos tiene más interés la doctrina del Tribunal Europeo porque,
como derivada de un Convenio Internacional, los jueces ordinarios
pueden aplicarla directamente, pasando por encima de la Ley nacional
de 1997, en virtud de la regla del artículo 96 de la Constitución.
A los privilegios procesales mantenidos por la Ley de 1997, hay que
añadir todavía las reglas contenidas en una serie de Leyes especiales a
las que en su momento habremos de hacer referencia, todas las cuales
contribuyen a componer un cuadro cuya única característica común es
la de hacer más gravosa la posición del particular que litiga con el
964
Estado, pues es aquél quien soporta en último término las
consecuencias negativas que se desprenden de todas ellas, incluso de
las que, prima facie, parecen concebidas como simples normas
internas del servicio destinadas a pautar la actuación de los
funcionarios encargados del mismo. De un modo u otro, también, sea
cual sea la calificación que quiera dárselas (auténticos privilegios
singulares, beneficios o, incluso, cargas procesales), las reglas en
cuestión constituyen otras tantas excepciones al principio de igualdad
que preside con carácter general la posición de las partes en todo
proceso ordinario, lo que obliga a interpretar restrictivamente su
alcance concreto y a resolver los casos de duda en favor del referido
principio general.
La radical heterogeneidad de dichas reglas hace, por otra parte, inútil
cualquier intento de sistematización, por lo que en su exposición nos
limitaremos a agruparlas en función de las distintas fases del proceso
sobre las que concretamente inciden, sin perjuicio de dedicar especial
atención a la reclamación administrativa previa, cuya compleja
problemática justifica su estudio separado.
Dicho esto, sólo resta hacer una aclaración de carácter general y es
que el cuadro al que acabamos de hacer referencia sólo se aplica
íntegramente a la Administración del Estado y a sus Organismos
autónomos, así como a las entidades públicas empresariales cuando
sean representadas y defendidas por los Abogados del Estado, que
son los funcionarios a los que corresponde la asistencia jurídica de
dichas Administraciones Públicas consistente en el asesoramiento y la
representación y defensa en juicio de las mismas. En lo que respecta a
las Comunidades Autónomas hay que observar que los Estatutos de
Extremadura (art. 47), Castilla y León (art. 32), Canarias (art. 41),
Cantabria (art. 35), La Rioja (art. 31), Comunidad Valenciana (art.
48) y Madrid (art. 36) recaban para las Comunidades respectivas los
mismos privilegios y prerrogativas propios de la Administración del
Estado, mencionando expresamente el de inembargabilidad y la
excepción de la obligación de prestar todo tipo de cauciones o
garantías ante cualquier clase de Tribunales y, en algún caso [art. 47.
f) del Estatuto de Extremadura], el relativo a la comparecencia en
juicio. Con independencia de ello a todas sin excepción les son
aplicables las especialidades procesales reguladas en el capítulo III de
la Ley de 27 de noviembre de 1997 como normas procesales dictadas
965
al amparo del artículo 149.1.6 de la Constitución, según precisa la
disposición adicional cuarta del citado texto legal, aunque, como es
natural, cuentan con sus propios servicios de asistencia jurídica (el
art. 1.º.3 de la Ley prevé, no obstante, la posibilidad de que los
Abogados del Estado puedan representar, defender y asesorar a las
Comunidades Autónomas cuando éstas suscriban con el Gobierno los
correspondientes convenios).
3. ANÁLISIS INDIVIDUALIZADO DE LAS REGLAS ENUNCIADAS
A. Especialidades relativas a los presupuestos del proceso
a. La excepción de conciliación previa
El requisito de conciliación previa fue establecido con carácter
general por el artículo 284 de la Constitución de Cádiz como un
medio de evitar litigios innecesarios. Sin embargo, la tradicional
consideración de los entes públicos como menores de edad, a los que
no les era dado transigir libremente sobre sus derechos, llevó de
inmediato a exceptuar de este trámite previo, dada su clara
conceptuación como un negocio transaccional, los litigios en los que
fueran partes «la Hacienda pública, los municipios, los
establecimientos de Beneficencia y, en general, las Corporaciones
Civiles de carácter público» por Decreto de las Cortes de 18 de mayo
de 1821, que ratificó luego el artículo 21.1 del Reglamento
provisional para la Administración de Justicia de 26 de septiembre de
1835, de donde pasó a la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855 (art.
201.6.º) y a la LEC de 1881, cuyos artículos 460 y sigs. se mantienen
en vigor tras la LEC vigente del año 2000, según su disposición
derogatoria única, regla 2.ª.
La diferencia de trato que de esta excepción venía a resultar se ha
diluido, no obstante, al configurarse como voluntario el trámite de
conciliación previa en la nueva redacción dada al artículo 460 LEC
por la Ley de 6 de agosto de 1984.
966
b. Necesidad de autorización para entablar demandas a nombre del
Estado
El artículo 10 del Estatuto de la Dirección General de lo Contencioso
de 1925 prohíbe a los Abogados del Estado ejercitar acciones civiles
«sin estar autorizados previamente por Real Orden o por acuerdo de
la Dirección General de lo Contencioso», requisito que sólo se
exceptúa en los casos urgentes, cuya apreciación se confía a la
discreción de los propios funcionarios, sobre quienes pesa la
obligación de dar cuenta inmediata a la Abogacía General de que
dependen para que apruebe su conducta u ordene, en su caso, el
desistimiento de la acción ejercitada.
El requisito en cuestión, que procede del Real Decreto de 26 de enero
de 1844, que impuso a los Fiscales por vez primera la obligación de
consulta previa con el fin de controlar su actuación, hasta entonces
independiente, permanece en vigor, ya que no ha sido afectado por la
nueva Ley de 27 de noviembre de 1997, aunque como una simple
norma interna del servicio, pese a lo cual su relevancia procesal es
igualmente clara, ya que, al obligarse a acreditar en autos su
cumplimiento «con copia de la parte dispositiva de la Real Orden o
acuerdo que autorice la acción que se interponga», su omisión se
traduce en un defecto legal en el modo de proponer la demanda.
c. Fuero territorial de las Administraciones Públicas
Para conocer de los pleitos en los que el Estado (art. 15 de la Ley) y
las Comunidades Autónomas (disposición adicional cuarta, apartado
3, de la misma) sean parte son competentes exclusivamente los
Juzgados y Tribunales que tengan su sede en las capitales de
provincia y en Ceuta y Melilla (en el caso del Estado) y aquéllos que
la tengan en la capital de la Comunidad Autónoma en el caso de que
ésta no sea capital de provincia. Esta regla especial fue establecida
originariamente por el artículo 57 de la Ley Adicional a la orgánica
del Poder Judicial de 14 de octubre de 1882 con la finalidad obvia de
facilitar su actuación al Ministerio Fiscal y de evitar a sus miembros
continuos desplazamientos en perjuicio de sus restantes funciones.
967
Encomendada la defensa del Estado al Cuerpo de Agobados del
Estado por el Real Decreto de 16 de marzo de 1886, la especialidad,
que impone a los particulares una carga adicional alejándoles de su
juez natural, dejó de tener sentido y así llegó a entenderlo el Tribunal
Supremo en Sentencias de 29 de septiembre de 1914 y 12 de marzo
de 1924.
Sin embargo, el Estatuto de 21 de enero de 1925 volvió a resucitarla
en su artículo 10 sin otras razones en que apoyarse que la pura
comodidad personal de los Abogados del Estado. De esta regla se
exceptuaron únicamente, según el precepto citado, «los juicios
universales, las demandas de pobreza y las cuestiones incidentales
que tengan inmediata relación o afecten a la validez del
procedimiento del asunto principal que no esté sometido a la regla»
en cuestión.
Tras la promulgación de la Constitución y de la LOPJ, que no recoge
la regla, las dudas respecto a su vigencia volvieron a tomar cuerpo,
dando lugar, de nuevo, a una jurisprudencia contradictoria. A esas
incertidumbres puso fin, sin embargo, la Ley 10/1992, de 30 de abril,
de Medidas urgentes de reforma procesal, que dio nueva redacción al
artículo 71 LEC y con ello ratificó el fuero territorial del Estado y de
las entidades públicas de él dependientes, extendiendo éste, además, a
las Comunidades Autónomas y a sus entes públicos filiales. El
artículo 15 de la Ley de 1997 ha seguido esta misma senda (vid.
disposición adicional cuarta para las Comunidades Autónomas),
exceptuando solamente los juicios universales y los interdictos de
obra ruinosa, norma especial que suple el silencio de la LEC vigente
sobre el tema.
B. Especialidades relativas al desarrollo del proceso
a. El privilegio de suspensión de plazos para consulta
El viejo requisito de consulta previa, impuesto a los Fiscales en 1844
en un momento en que la defensa del Estado no estaba centralizada
como ahora en la Dirección General del Servicio Jurídico del Estado
968
del Ministerio de Justicia y en que, incluso, la propia exigencia de la
reclamación previa no se había generalizado, fue mantenido por el
artículo 9.º del Estatuto de 1925, según el cual «en las demandas
contra el Estado y en las citaciones de evicción del mismo, los
Abogados del Estado, dentro de los quince días siguientes a la fecha
en que se les haya citado y emplazado para contestar, consultarán con
la Dirección y esperarán su respuesta e instrucciones durante el plazo
de tres meses».
Dicho precepto daba, además, al trámite de consulta una especial
rigidez procesal, puesto que su omisión o defectuoso cumplimiento se
consideraba «como falta de citación y emplazamiento al Estado», lo
que daba base para solicitar y obtener la nulidad de las sentencias que
pudieran dictarse en cualquier procedimiento.
Este aparatoso mecanismo (del que sólo se exceptuaban los procesos
ventilados ante la Justicia municipal: Circular de la Dirección General
de lo Contencioso de 25 de junio de 1957) distaba mucho de ser una
simple norma interna, ya que se traducía en una importante
paralización del procedimiento, especialmente grave, como es lógico,
en los procesos sumarios cuyo diseño legal pretende ante todo dar a la
tramitación una especial celeridad acorde con la urgencia de las
cuestiones que en ellos se ventilan. Por esa razón alguna
jurisprudencia llegó a poner en cuestión este singular trámite, en
cuanto no recogido por la LOPJ y generador de una dilación
innecesaria, aunque la posición mayoritaria siguió siendo favorable al
mismo.
La nueva Ley de 27 de noviembre de 1997 ha optado por conservarlo,
aunque suavizando sus anteriores rigores. El artículo 15 de la misma
faculta, en efecto, a los Abogados del Estado (y a los Letrados de las
Comunidades Autónomas: disposición adicional cuarta) para pedir al
Juez, en el momento de recibir el primer traslado, citación o
notificación del órgano jurisdiccional, la suspensión del curso de los
autos con la finalidad de recabar antecedentes para la defensa y elevar
consulta, en su caso, a la Dirección del Servicio Jurídico del Estado (o
del órgano correspondiente de la Comunidad Autónoma).
Corresponde en todo caso al Juez resolver sobre la petición de
suspensión por auto motivado, pudiendo denegarla cuando estime que
podría producirse grave daño para el interés general. En su resolución
969
el Juez fijará discrecionalmente el plazo de suspensión, que no podrá
exceder de un mes ni ser inferior a quince días, salvo que se trate de
procedimientos interdictales, del artículo 41 de la Ley Hipotecaria o
de aseguramiento de bienes litigiosos o incidentes, en los que la
suspensión no podrá ser superior a diez días ni inferior a seis.
Aun así dulcificado, el trámite carece por completo de justificación.
Baste pensar que si lo que pretende asegurarse, como parece, es una
defensa eficaz del Estado y de las Comunidades Autónomas, esto es,
el estudio detenido de las demandas formuladas contra él y el acopio
de los documentos y medios de defensa convenientes, esa finalidad
está garantizada con creces por la propia reclamación administrativa
previa que necesariamente ha debido preceder a la demanda y cuya
sustancial identidad con ésta excluye toda posibilidad de
planteamientos nuevos que requieran estudios adicionales tan
prolongados. Reclamación previa y suspensión para consulta son
privilegios que se duplican sin motivo y hacen inútilmente gravoso
para los particulares el litigar con el Estado y las Comunidades
Autónomas, a los que, sin ninguna razón seria que lo justifique, se
entregan medios que pueden llegar, incluso, a desvirtuar totalmente la
eficacia misma de cierto tipo de acciones (por ejemplo, los
interdictos), que dependen esencialmente de la rapidez de la respuesta
judicial.
b. Régimen de notificaciones
El artículo 56 del Reglamento de 1943 estableció que «las citaciones,
notificaciones y demás diligencias se entenderán directamente con el
Abogado del Estado en su despacho oficial y, habiendo más de un
funcionario, con el que tenga encomendado expresamente el servicio
de Tribunales o el asunto de que se trate». El artículo 11 de la Ley de
1997 ha mantenido también este privilegio obligando expresamente a
que todos los actos de comunicación procesal se entiendan
directamente con el Abogado del Estado en la sede oficial de la
respectiva Abogacía del Estado (o de los órganos equivalentes de la
Comunidad Autónoma litigante), so pena de nulidad.
970
c. Reglas especiales en materia de prueba
La antigua LEC, artículo 595, excluía al Estado y a las Corporaciones
públicas de la posibilidad de exigencia de la prueba de confesión, que
se sustituía por un simple informe de los empleados que tuviesen
relación con los hechos. La nueva LEC de 2000, que regula la antigua
prueba de confesión con el nombre de «interrogatorio de las partes»,
dedica ahora al tema el artículo 315, que dispone que la lista de
preguntas se remitirá al Estado, Comunidad Autónoma, Entidad Local
u Organismo público, «para que sean respondidas por escrito y antes
de la fecha señalada» para la vista. «Leídas en el acto del juicio... las
respuestas escritas, se entenderán con la representación procesal de la
parte que las hubiera remitido las preguntas complementarias que el
tribunal estime pertinentes y útiles y si dicha representación
justificase cumplidamente no poder ofrecer las respuestas que se
requieran, se procederá a remitir nuevo interrogatorio por escrito
como diligencia final». Especialmente se prevé en el § 3 del artículo
la aplicación del régimen común del artículo 307, que sanciona con la
carga del poder considerar como reconocidos, previo apercibimiento,
los hechos a los que se refieren las preguntas cuyas respuestas fuesen
evasivas o inconcluyentes.
La reforma parece adecuada al ya citado principio de igualdad de
armas.
C. Especialidades relativas a la terminación del proceso y a sus efectos
a. El allanamiento y el desistimiento de la Administración
El artículo 7.3 LGP sujeta a formalidades rigurosas la transacción y el
arbitraje sobre los derechos del Estado, como ya sabemos. Por su
parte, el propio artículo 7 de la misma Ley prohíbe enajenar los
derechos económicos de la Hacienda Pública y aun conceder rebajas
o perdones en el pago de los débitos al Tesoro, salvo en los casos y en
la forma que determinen las Leyes (vid. art. 75 LGT). Ello excluye la
renuncia a las acciones ejercitadas en juicio a nombre del Estado,
971
pero no el abandono del proceso mediante el allanamiento o el
desistimiento consiguiente.
Sin embargo, ambas figuras se rodearon por el Estatuto de 1925 de
formalidades especiales al subordinar su procedencia a la previa
autorización por Real Orden o acuerdo de la Dirección General del
Servicio Jurídico del Estado (art. 10, in fine, del Estatuto, y 55.3 del
Reglamento). El artículo 7 de la Ley de 27 de noviembre de 1997
(aplicable sólo a la Administración del Estado y a sus Organismos
públicos cuando sean representados y defendidos por los Abogados
del Estado), sigue exigiendo autorización expresa del Servicio
Jurídico del Estado para desistir y allanarse, autorización para la que
dicho Órgano deberá recabar previamente informe del Departamento,
Organismo o entidad pública correspondiente. De hecho, no obstante,
esta posibilidad de que el Estado abandone los procesos en los que se
ve envuelto es más teórica que real, aunque sólo sea por la razón, que
en otro lugar hemos apuntado, de que es más fácil para el funcionario
evacuar los distintos trámites del procedimiento hasta el final del
mismo que comprometerse ante sus superiores solicitando una
autorización que, cuando menos, puede poner en cuestión su propio
celo. Esta rigidez formal con que se rodean el allanamiento y el
desistimiento, expresiva de una injustificada desconfianza de la
Administración hacia sus propios servidores, se traduce, pues,
indirectamente en un perjuicio para los particulares que, en muchos
casos, se ven obligados a soportar procesos que muy bien podían
liquidarse sin necesidad de agotar todos sus posibles trámites.
b. La técnica del recurso obligatorio
Otro tanto cabe decir de la obligación que el artículo 55 del
Reglamento orgánico de 1943 impone a los Abogados del Estado de
interponer todos «los recursos que sean procedentes contra las
providencias, autos o sentencias que lesionen los derechos o intereses
del Estado mientras no obtengan la autorización indicada en otro
sentido, a menos que en las instrucciones de la Dirección General se
les hubiera ya autorizado para no interponerlos». La obligación
expuesta, únicamente moderada en lo que se refiere al recurso de
casación (art. 71 del propio Reglamento, que arbitra una consulta a la
972
Dirección General de lo Contencioso cuando, a juicio del funcionario,
el recurso careciere de fundamento), se remonta a una Real Orden de
10 de noviembre de 1846 que la impuso a los Fiscales, entonces
defensores de la Hacienda, para limitar su independencia y asegurar
el control último de su actuación.
Su mantenimiento actual, en un marco de centralización del servicio,
dista mucho de estar justificado. La mayor o menor confianza que el
Estado pueda tener en el celo y competencia de sus servidores no
tiene por qué traducirse en una generalización apriorística del sistema
de doble instancia en perjuicio de los ciudadanos, a quienes de este
modo se obliga, contra toda razón en muchos casos, a vencer dos
veces al Estado y a sostener a su costa durante largo tiempo las
acciones que se vean obligados a ejercitar contra él.
La Ley de 27 de noviembre de 1997 no hace referencia alguna a esta
obligación, por lo que debe considerarse no subsistente. Hay que
decir que las instrucciones del Servicio Jurídico del Estado han
contribuido a suavizarla un tanto últimamente, de forma que ya no es
infrecuente, por ejemplo, que no se formalicen por los Abogados del
Estado los recursos de casación previamente preparados por ellos
contra las sentencias desfavorables.
c. Exención de gastos, depósitos y cauciones
El artículo 8.º del Estatuto de 1925 estableció también que «en las
actuaciones que se practiquen a instancia o en interés del Estado y en
los escritos que se formulen en nombre del mismo, se empleará el
papel de oficio y no se satisfarán derechos a peritos, auxiliares y
subalternos de los Tribunales, así como tampoco se garantizará
previamente, por medio de depósito o caución, el ejercicio de
acciones o la interposición de recursos, aunque por la Ley se hallen
sujetos a dicha formalidad». Se consagraron así dos privilegios
diferentes, aunque afines por afectar a los efectos económicos del
proceso: la exención de costas y la exención de depósitos y cauciones.
El fundamento de este último privilegio se situó tópicamente en la
solvencia económica de los entes públicos. El artículo 12 de la Ley de
973
27 de noviembre de 1997 lo ha mantenido, refiriendo la exención «a
la obligación de constituir depósitos, cauciones, consignaciones o
cualquier otro tipo de garantía previsto en las Leyes». Hay que
suponer, sin embargo, pese a la generalidad del precepto, que sigue
quedando fuera de él el pago de las contraprestaciones debidas por el
uso de la cosa litigiosa para la interposición o prosecución de ciertos
recursos (las rentas de un arrendamiento, por ejemplo), tal y como ha
venido sosteniendo la jurisprudencia del Tribunal Supremo (Ss. de 16
de enero y 12 de junio de 1961 y de 1 de julio de 1963, entre otras).
El Estado está exento, también, del pago de las costas causadas a su
instancia en el curso del proceso, privilegio que no altera, como es
natural, el régimen propio de la condena en costas de la que,
lógicamente, el Estado es susceptible como cualquier otro litigante
con arreglo a las normas comunes.
A salvo este supuesto excepcional, se aplican las reglas generales en
la materia, según las cuales el particular debe soportar exclusivamente
las costas por él causadas y la mitad de las comunes.
En relación a este asunto, el artículo 13 de la Ley de 1997 se limita a
precisar que la tasación de las mismas cuando fuere condenada a su
pago la parte que litigue contra la Administración se regirá por las
normas generales y su cuantía se aplicará al presupuesto de ingresos
del Estado. Si éste o los Organismos de él dependientes fueran
condenados al pago de las costas, el abono de éstas se realizará
también con cargo a los presupuestos en la forma que se determine
reglamentariamente.
D. La reconducción a la Constitución del viejo privilegio de exclusión
de ejecución judicial. Remisión
En el capítulo precedente estudiamos ya con detalle el sistema de
ejecución de las sentencias dictadas por los Tribunales de la
jurisdicción contencioso-administrativa y, al hacerlo, advertimos ya
acerca del carácter general de los principios históricos en los que
tradicionalmente se apoyó (separación de autoridades administrativas
y judiciales e inembargabilidad de los fondos públicos) hasta la
974
promulgación de la Constitución y la ulterior reconducción del mismo
a la Norma Fundamental por la jurisprudencia constitucional y su
definitiva unificación por la LJ de 1998.
Fue aquí, justamente, en el ámbito del contencioso ordinario donde
aquellos principios se gestaron, a falta de declaraciones
constitucionales terminantes, de forma puramente empírica, al calor
de problemas de índole estrictamente coyuntural, por la inercia
histórica de los viejos privilegia fisci.
Como puso de relieve hace años SANTAMARÍA PASTOR, el origen del
principio de inembargabilidad de los fondos públicos hay que situarlo
en el marco del proceso de racionalización y consolidación de las
Haciendas locales y de la propia Hacienda estatal que se desarrolla al
filo de la primera mitad del siglo pasado. De este proceso forman
parte las Leyes de Ayuntamientos de 14 de julio de 1840 y de 8 de
enero de 1845, que intentaron introducir una mínima disciplina
presupuestaria que contribuyera a regularizar la difícil situación
financiera por la que atravesaban los municipios, exigiendo a éstos
incluir sus deudas en los respectivos presupuestos y prohibiéndoles
expresamente efectuar pagos de cantidades no comprendidas en ellos.
Las normas en cuestión no fueron puntualmente cumplidas, sin
embargo, y ello dio lugar a que los acreedores instaran y obtuvieran la
ejecución de sus créditos en la vía judicial, contribuyendo con ello a
agravar aún más la situación de los Ayuntamientos deudores, cuyo
patrimonio quedó a resultas de ello gravemente comprometido y, en
muchos casos, en trance de liquidación total. Para hacer frente a esta
situación se dictó una Real Orden de 1 de enero de 1845 disponiendo
la suspensión inmediata de todo apremio o ejecución contra fondos
municipales y reiterando la obligación de los Ayuntamientos de
incluir sus deudas en el presupuesto, como requisito previo para el
pago de las mismas. La Orden en cuestión provocó serias resistencias
por parte de la judicatura, que consideraba, no sin razón, mermada su
competencia constitucional para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, lo
que dio lugar a la promoción de los correspondientes conflictos
jurisdiccionales, en los que la tesis de la Administración terminó por
imponerse al decidir el Gobierno, a propuesta del Consejo Real, en
favor de la vigencia y aplicabilidad de la Real Orden en cuestión,
mediante Reales Decretos-Sentencias de 25 de mayo de 1846,
convertidos en norma de carácter general por el Real Decreto de 12
975
de marzo de 1847.
Un proceso semejante tuvo lugar por las mismas fechas en relación a
la Administración del Estado, igualmente amenazada de ejecución en
vía judicial por sus acreedores. A propósito de uno de estos intentos
de ejecución, una Real Orden de 28 de febrero de 1844, luego
convertida en regla general por otra de 14 de junio de 1845, excluyó
categóricamente toda posibilidad de ejecución judicial contra las
rentas, bienes y efectos públicos, pues «de poder hacerse el pago
privilegiado y ejecutivamente según se supone a favor de un
interesado por providencia de un Tribunal vendría a seguirse que
aquéllos estarían facultados para pedir, y los Tribunales para otorgar,
el total aniquilamiento de los intereses del Estado y de aquí resultaría
que en beneficio de algunos particulares, y por Sentencia de los
Tribunales de Justicia, serían desatendidas y abandonadas las
atenciones públicas más privilegiadas y perentorias, y que las leyes
quedaban sin valor ni fuerza por acuerdo de unos cuerpos que reciben
su poder y sus facultades de ellas mismas», declarando, finalmente,
de modo explícito «que el modo de llevar a ejecución las sentencias
de los Tribunales que declaran a favor de los particulares derecho a
percibir del Estado por ciertos conceptos algunas cantidades, se
reduce a hacer que sean reconocidos tales particulares como
acreedores del Estado y con derecho a percibir el valor de sus
créditos en el modo, tiempo y lugar acordado por el Gobierno y
dispuesto por las Leyes respecto de los demás de su clase».
El sistema así diseñado fue recogido por la Ley de 20 de febrero de
1850, que fijó las bases de la contabilidad general, provincial y
municipal, de donde pasó sin variación a las sucesivas Leyes de
Administración y Contabilidad de la Hacienda Pública de 1870, 1893
y 1911 y luego a la LGP.
Sobre este planteamiento, común como puede verse a todos los
órdenes jurisdiccionales, vino a incidir la Constitución, en los
términos que ya hemos examinado con detalle en el capítulo anterior.
Basta, pues, en este momento con una remisión pura y simple a lo que
entonces se expuso sobre la reconducción a la Norma Fundamental
del viejo privilegio de exclusión de la ejecución judicial, ejecución
hoy posible en los términos que establecen los artículos 23 y 30.3 de
las vigentes LGP y LPAP, respectivamente.
976
III. LA RECLAMACIÓN ADMINISTRATIVA PREVIA A LA VÍA
JUDICIAL
1. ORIGEN Y EVOLUCIÓN
La exigencia de un planteamiento previo ante la Administración de
las reclamaciones de los particulares susceptibles de dar lugar a un
litigio ante los Tribunales ordinarios, tiene un origen que
convencionalmente suele remontarse a la Real Orden de 9 de junio de
1847, por la que, «no siendo justo ni conveniente que la causa pública
sea de peor condición que los particulares, a los cuales concede la
Ley medios de transigir sus diferencias por motivos de equidad, antes
de verse envueltos en las dificultades que ofrece un litigio y
considerando que la instrucción de expedientes gubernativos puede
suplir en los negocios en que es parte el Estado las ventajas que en los
privados producen los juicios de conciliación», se acordó con carácter
general «que no se controviertan intereses del Estado sin que
previamente se haga constar que se ha obtenido resolución en el
asunto sobre el que verse por la vía gubernativa».
Esta presentación primera del requisito de la reclamación previa
como una técnica alternativa al juicio de conciliación que regulaba la
vieja LEC de 1881, inaccesible, dada su naturaleza transaccional, para
los entes públicos por la rigidez y solemnidad de que
tradicionalmente se rodea la posibilidad de transigir sobre sus
derechos (acuerdo del Consejo de Ministros, previa audiencia del de
Estado en Pleno), y el hecho de que tal presentación se mantenga
invariable a lo largo del tiempo hasta nuestros días en los textos que
sucesivamente han ido regulándola (Decreto de 9 de julio de 1869,
Real Decreto de 23 de marzo de 1886, etc.), y en la propia
jurisprudencia del Tribunal Supremo, invitan a pensar que el instituto
que vamos a estudiar ahora ha tenido una vida pacífica y al margen de
tensiones.
Esta impresión no se corresponde con la realidad, sin embargo, como
ha puesto de relieve SANTAMARÍA PASTOR. La asimilación de la
reclamación previa al acto de conciliación, elemento constante en
toda la evolución, es solamente un dato externo, un manto bajo el cual
977
se encubre una historia conflictiva y llena de tensiones, de la que es
necesario dar cuenta aquí para comprender en su justa medida el
significado y alcance actual de la institución.
La primera de esas tensiones se inscribe en el marco de la lucha entre
la Administración y los Tribunales de Justicia por la afirmación de
una posición privilegiada de aquélla frente a éstos, lucha que se
desenvuelve a lo largo de la tercera y cuarta décadas del siglo pasado
y en la cual encuentran explicación cumplida todos los privilegios
posicionales que hoy siguen singularizando el status jurídico
privativo de los entes públicos. La historia de los orígenes de la
reclamación previa no es, pues, sino un capítulo, muy destacado por
cierto, de las conflictivas relaciones entre la Administración y los
Tribunales, que en una primera etapa se orientan hacia el
desapoderamiento de los jueces y la exención jurisdiccional de la
actividad administrativa, para resolverse, más tarde, en un modus
vivendi de matiz claramente transaccional que cristaliza en el
reconocimiento de este poder de decisión administrativa previa a toda
intervención judicial. De este reconocimiento arranca la
configuración revisora de la jurisdicción contencioso-administrativa,
cuya significación tradicional, que amenazó con convertirla en una
segunda instancia jurisdiccional, ya nos es conocida. De ese
reconocimiento viene a ser expresión, también, la reclamación previa,
que es al proceso civil lo que la vía administrativa y el acto que pone
fin a ella es al proceso contencioso-administrativo.
En este contexto, la Real Orden de 9 de junio de 1847 se sitúa,
justamente, en la línea divisoria de las dos fases sucesivas del
proceso, como es fácil comprobar. Su vinculación con la primera de
esas fases es, en efecto, muy clara, puesto que si sus precedentes
inmediatos se habían concretado en la administrativización de la
decisión de ciertos asuntos, previa su calificación de gubernativos,
con el propósito de aplazar el control judicial de la misma hasta que
dicha decisión estuviere consumada y dejar en consecuencia expedito
el camino de obstáculos embarazosos (vid., por ejemplo, la Real
Orden de 25 de noviembre de 1839: «Los expedientes sobre la
subasta y venta de bienes nacionales son puramente gubernativos
mientras que los compradores no entren en plena y efectiva posesión
y estén terminadas las mismas subastas y ventas con todas sus
incidencias. Hasta entonces, de consiguiente, no admitirán los jueces
978
ordinarios de Primera Instancia recursos ni demandas relativas a
dichos bienes y a las obligaciones, servidumbres o derechos a que
puedan estar sujetos»; en el mismo sentido y sobre la misma materia,
las Reales Ordenes de 9 de febrero de 1842 y 15 de marzo de 1843),
la Real Orden de 1847 también apunta en la misma dirección, ya que
lo que se exige al particular para poder demandar en juicio a la
Administración no es que reclame a ésta previamente, sino que
obtenga de ella una resolución expresa de su reclamación, lo cual
equivale a dejar en manos del ente público requerido la posibilidad
misma de formalizar el litigio.
Con todo, la Real Orden que nos ocupa marca el punto de inflexión
de esa primera tendencia, que deriva ya del franco intento de
desapoderar a los jueces hacia la afirmación pura y simple de un
poder de decisión previa, cuyos desorbitantes efectos iniciales (de los
cuales sigue dando testimonio la vigente estructura técnica del
contencioso-administrativo) no tardaron, sin embargo, en ser
neutralizados. Esa neutralización se produjo, en efecto, con el Real
Decreto de 20 de septiembre de 1851, que ante la explicable
resistencia con que los Tribunales acogieron el requisito impuesto por
la Real Orden de 1847, en cuanto instrumento que, bajo su neutral
presentación como simple técnica procesal, atentaba directamente
contra sus propias competencias jurisdiccionales, reiteró en términos
de categórico mandato la obligatoriedad del mismo, si bien
flexibilizándolo de forma apreciable con el fin de eliminar las
dificultades precedentes y de asegurar su aceptación, al limitar la
exigencia a la mera presentación de la reclamación e introducir, al
mismo tiempo, un plazo de silencio negativo de cuatro meses, con el
cual se hacía desaparecer la anterior posibilidad de bloquear unilateral
e indefinidamente la intervención judicial.
Zanjada de este modo la primera fuente de tensiones y neutralizada en
lo sustancial la intención política inicial del instituto, la historia de la
reclamación previa entra en una segunda etapa, en la cual se
convertirá en instrumento de la lucha por la centralización de la
defensa procesal de la Administración que enfrenta al Ministerio de
Hacienda y a sus órganos y funcionarios con los miembros del
Ministerio Fiscal.
A esta segunda causa de tensiones, que tiene su reflejo en múltiples
979
recordatorios, generales y sectoriales, de la vigencia y obligatoriedad
de la reclamación previa, ya nos hemos referido más atrás. Basta por
ello retener aquí el papel que en este nuevo contexto juega el
proclamado paralelismo con el acto de conciliación, que se convierte
en el argumento salvador de la institución cuando la Ley de Bases de
11 de abril de 1868 y el Decreto de 6 de diciembre siguientes, últimos
embates del judicialismo progresista del siglo pasado, establecen la
unidad de fueros, suprimiendo los Juzgados especiales de Hacienda y
ordenando que los negocios de esta clase se sustancien con arreglo a
las leyes comunes. En este sentido es explícito el preámbulo del
Decreto de 9 de julio de 1869, luego convalidado con fuerza de Ley
por la de 10 de enero de 1877, que repite punto por punto la
justificación ya tradicional esgrimida por vez primera por la Real
Orden de 9 de junio de 1847.
El preámbulo del citado Decreto aporta, también, una justificación
adicional del conjunto de instrumentos y reglas especiales que
acompañan al requisito de la reclamación previa. En él se alude, en
efecto, a propósito de la consulta obligatoria que los Fiscales han de
elevar al Ministerio de Hacienda (requisito que duplica la
funcionalidad del trámite de reclamación previa, como ya notamos, y
que sólo podía explicarse en este contexto conflictivo de la lucha
entre ambos órganos por la defensa de la Administración), a la
necesidad de asegurar una más eficaz defensa de la Hacienda,
argumento éste estrechamente ligado al protagonismo que por
entonces intenta consolidar el citado Departamento y que constituirá
en adelante el punto de referencia de la institución, a la que la
predicada semejanza con el juicio de conciliación prestará todavía un
último servicio al utilizarse como punto de apoyo por el Decreto de
23 de marzo de 1886, última regulación general con la que enlaza
directamente la normativa en vigor.
El Decreto de 23 de marzo de 1886 se dicta, en efecto, para hacer
frente a la tendencia a confundir la tramitación de la reclamación
gubernativa previa con la de las reclamaciones económico-
administrativas, que amenazaba con liquidar la centralización en el
Ministerio de Hacienda de la defensa procesal del Estado tan
fatigosamente conseguida por dicho Departamento al propiciar la
atribución del conocimiento de aquélla a los Ministerios competentes
por razón de la materia. Ante esta amenaza, el viejo argumento de la
980
similitud con el acto de conciliación es el arma idónea para justificar
la intervención exclusiva de la Dirección General de lo Contencioso
(reorganizada siete días antes de la promulgación de dicho Decreto) y
del Cuerpo de Abogados del Estado de ella dependiente, al que pocos
días después, por Real Orden de 9 de abril del mismo año 1886, se
atribuyó formalmente la representación y defensa del Estado ante los
Tribunales ordinarios.
Consolidada así la centralización pretendida, las indicadas normas
cierran una compleja evolución, cuyo esclarecimiento nos permitirá
ahora afrontar con alguna seguridad el análisis de la naturaleza y
funcionalidad actual de la institución, cuya pervivencia en nuestros
días resulta por lo menos discutible una vez desaparecidas totalmente
las circunstancias concretas que dieron lugar a su aparición y
alimentaron durante décadas su mantenimiento.
2. RECLAMACIÓN PREVIA Y ACTO DE CONCILIACIÓN
Supuesta la trayectoria que ha quedado descrita, no puede extrañar
que la mayor parte de las explicaciones que suelen darse del instituto
de la reclamación previa se inclinen por la calificación que
tradicionalmente le han dado sus normas reguladoras con absoluta
unanimidad, ni tampoco que se hayan alzado voces discrepantes visto
el carácter instrumental que aquella calificación ha tenido siempre y
los distintos fines a los que con el paso del tiempo ha servido.
A la asimilación de ambas figuras –reclamación previa y acto de
conciliación– se han opuesto, en efecto, importantes objeciones que la
doctrina (CLAVERO ARÉVALO y, posteriormente, SANTAMARÍA PASTOR)
no ha vacilado en subrayar y con ella alguna jurisprudencia (S. de la
Sala 1.ª del Tribunal Supremo de 16 de abril de 1974, por ejemplo).
Por lo pronto, es claro que la reclamación previa es prima facie un
procedimiento administrativo, aunque de carácter especial. Así ha
sido calificada tradicionalmente con la importante consecuencia de
que es la Administración, parte en el conflicto, la llamada a resolver
sobre ella, a diferencia de lo que ocurre con el acto de conciliación,
que es un auténtico proceso (GUASP) que se plantea ante y se resuelve
981
por órganos judiciales.
Por otra parte, ya hemos visto que a la asimilación de ambas figuras
se opone, también, la naturaleza transaccional de la conciliación, que,
formalmente al menos, no puede predicarse de la reclamación previa,
ya que, si bien puede llegarse a través de ella a una solución de
compromiso capaz de evitar la formalización de un litigio entre la
Administración y el reclamante, es obvio que esa solución no es ni
puede ser una transacción en sentido propio, supuesto que la
reclamación previa ha de resolverse en Derecho y no por la vía
negociadora, es decir, «dando, prometiendo o reteniendo alguna
cosa» (art. 1.809 CC) mutuamente, como en la transacción, cuya
instrumentación concreta cuando está implicada en ella una
Administración Pública obliga a atenerse a un procedimiento en todo
diferente.
Incompatible con la naturaleza de la conciliación es, también, el
carácter unilateral de la exigencia de reclamación previa, que sólo es
requerida en los pleitos en que la Administración haya de comparecer
como demandada y no en aquellos otros en los que actúe como
demandante (SANTAMARÍA PASTOR).
Este planteamiento jurídico-formal resulta, sin embargo, demasiado
rígido. La reclamación previa es, en efecto, un procedimiento
administrativo y, al mismo tiempo, un presupuesto del proceso de
carácter específico. Como tal, sin embargo, no cuenta con una
regulación completa en la Ley, lo que obliga a resolver por vía
analógica los problemas concretos que su exigencia plantea. Es así
como entra en juego el acto de conciliación, no porque la reclamación
previa tenga este carácter, sino, más bien, porque, sean cualesquiera
las diferencias existentes entre ambas figuras, es notoria su semejanza
e igualmente evidente que la una sustituye a la otra, supuesta la
identidad de fines que son propios de ambas.
Sobre esta base ha venido operando tradicionalmente la
jurisprudencia del Tribunal Supremo, que, sin perjuicio de tener en
cuenta las diferencias entre ambos institutos cuando las normas
aplicables a uno y otro imponen un trato diferenciado, ha considerado
la reclamación previa como un sustitutivo de la conciliación,
igualándolas en sus efectos, cuando no existe norma exactamente
aplicable a la primera, por entender, acertadamente a nuestro juicio,
982
que así lo exige la idéntica finalidad a la que ambas sirven
(Sentencias, entre otras, de 3 de marzo de 1893, 20 de junio de 1899,
14 de febrero y 20 de mayo de 1941, 14 de febrero de 1950, 17 de
febrero de 1954, 23 de marzo y 12 de mayo de 1961, 9 de enero de
1962, 10 de junio de 1968, 17 de febrero de 1972, todas ellas a
propósito del problema de la subsanabilidad de la falta de
reclamación previa al que luego nos referiremos; en contra de esta
tesis, la S. de 22 de marzo de 1963).
La reclamación previa no es, evidentemente, réplica pura y simple del
acto de conciliación, sino un presupuesto procesal específico, al que,
en caso de laguna legal, se le aplican por analogía algunas de las
reglas propias de aquél.
La polémica no tiene ya demasiado sentido porque la novísima LPAC
ha excluido de su ámbito la reclamación previa, que ahora se
mantiene solamente en el ámbito de la jurisdicción social y en los
términos que establecen los artículos 69 y siguientes de la Ley
36/2011, de 10 de Octubre, reguladora de dicha jurisdicción, a los que
ha dado nueva redacción la disposición final tercera de la propia
LPAC.
3. ÁMBITO DE APLICACIÓN
El artículo 69 de la Ley reguladora de la jurisdicción social de 10 de
Octubre de 2011 establece como regla general que «para poder
demandar al Estado, Comunidades Autónomas, entidades locales o
entidades de Derecho Público con personalidad jurídica propia
vinculadas o dependientes de los mismos será necesario haber
agotado la vía administrativa, de acuerdo con lo establecido en la
normativa de procedimiento administrativo aplicable», a cuyos
efectos la Administración Pública habrá de notificar a los interesados
las resoluciones y actos que les afecten en los términos que establecen
los artículos 40 y siguientes LPAC, que el artículo 69.1 de la Ley de
10 de Octubre de 2011 reproduce sustancialmente.
De esta regla se exceptúan por el artículo 70 de la Ley citada la
demanda de tutela de derechos fundamentales y libertades públicas
983
frente a actos de las Administraciones Públicas en el ejercicio de sus
potestades en materia laboral y sindical.
Agotada la vía administrativa el interesado podrá formalizar la
demanda en el plazo de dos meses ante el Juzgado o Sala competente,
acompañando a la misma copia de la resolución denegatoria o del
documento acreditativo de la interposición o resolución del recurso
administrativo. En el caso de acciones derivadas del despido y de
cualesquiera otras que estén sujetas a plazo de caducidad el plazo de
la interposición de la demanda será de veinte días hábiles, como regla
general, contados a partir del siguiente a aquél en que se hubiera
producido el acto o notificado la resolución impugnada o desde que
se debe entender agotada la vía administrativa (art. 69.2 y 3).
4. LA RECLAMACIÓN PREVIA COMO PROCEDIMIENTO
ADMINISTRATIVO
La reclamación previa es un procedimiento administrativo más, sujeto
como todos ellos a las disposiciones generales de la LPAC. Nos
limitaremos por ello a hacer aquí unas breves indicaciones.
En primer lugar procede destacar que la reclamación previa se ha
configurado siempre como una técnica extrajerárquica, en forma
semejante a lo que, como ya vimos, sucede en materia de
responsabilidad patrimonial de la Administración.
La legislación anterior a la actual LPAC establecía por ello que,
tratándose de la Administración del Estado, habían de ser dirigidas al
Ministro y en los demás casos al Jefe o Director del establecimiento u
Organismo en que el trabajador preste sus servicios (art. 125.1 LPC
de 1992).
Los preceptos de la Ley reguladora de la Seguridad Social
modificados por la LPAC no precisan nada al respecto, aunque parece
claro que habrá de seguirse aplicando la regla establecida por el
precepto que acaba de citarse.
El escrito de reclamación no está sujeto a ninguna formalidad especial
y ha de surtir efectos, por lo tanto, cualquiera que sea su calificación,
984
siempre que de su contenido se deduzca su verdadero carácter, de
conformidad con los principios que inspiran el procedimiento
administrativo y con lo previsto expresamente en el artículo 115.2
LPAC.
A dicho escrito habrán de acompañarse los documentos en que el
reclamante funde su derecho. Hay que entender, sin embargo, que la
documentación de la reclamación no constituye una obligación en
sentido propio, sino más bien una simple carga procesal, por lo que de
su no absolución no podrá deducirse perjuicio alguno para el
interesado como no sea el de la desestimación de sus pretensiones por
falta de la necesaria fundamentación.
La mera presentación de la reclamación interrumpe la prescripción de
las acciones que puedan asistir al reclamante, a tenor de lo dispuesto
en el artículo 1.973 CC en relación a todas las reclamaciones
extrajudiciales. Igual efecto interruptivo se produce también en
relación a la prescripción adquisitiva por analogía con lo establecido
para el acto de conciliación por el artículo 1.947 CC, si bien en este
caso es necesario que la demanda subsiguiente se presente dentro de
los plazos establecidos al efecto.
La resolución que se dicte podrá estimar o denegar la reclamación,
según proceda en Derecho, y habrá de ser motivada en virtud de lo
dispuesto con carácter general por los artículos 35 y 88 LPAC.
Es importante observar, finalmente, que, haya resolución expresa o
simple silencio, no juega en esta materia la excepción de acto
consentido, por lo que la no presentación de la demanda no impide al
particular ejercitar más adelante las acciones correspondientes,
dentro, naturalmente, de los plazos de prescripción aplicables.
5. LA RECLAMACIÓN PREVIA COMO PRESUPUESTO PROCESAL
Como ya indicamos más atrás, la reclamación previa constituye un
auténtico presupuesto procesal, es decir, un elemento que afecta a la
regular constitución de la relación jurídica en que el proceso consiste.
La doctrina procesalista es unánime en este sentido, al que también
985
apuntan los artículos 69 y 117 de la Ley reguladora de la jurisdicción
social(«Para poder demandar al Estado… será requisito necesario...»;
«Para demandar al Estado por salarios en tramitación será requisito
previo...») y, más enérgicamente todavía, el artículo 6.º del Estatuto
de la Dirección General de lo Contencioso, que, en la línea del viejo
Decreto de 20 de septiembre de 1851, formula la exigencia en
términos de prohibición, formalmente dirigida a los Jueces y
Tribunales, de admitir las demandas que se dirijan contra el Estado
sin haber apurado antes la vía gubernativa.
Importa, pues, examinar ahora cómo funciona este presupuesto, es
decir, cuáles son las consecuencias que se deducen de la ausencia de
reclamación previa. A este respecto, hay que comenzar indicando que
a la ausencia de reclamación previa se equipara la falta de
correspondencia entre la reclamación formulada en la vía
administrativa y la ulterior demanda judicial, ya que, dado el carácter
de presupuesto de esta última que corresponde a aquélla, existe entre
ambas una correlación necesaria, básicamente semejante a la que se
produce entre el procedimiento administrativo ordinario y el acto que
pone fin al mismo en relación al posterior recurso contencioso-
administrativo. Esta correlación necesaria entre la reclamación previa
y la demanda la ha venido exigiendo tradicionalmente la
jurisprudencia del Tribunal Supremo por considerarla implícita en la
propia naturaleza de aquella. El artículo 72 de la Ley reguladora de la
jurisdicción social es muy claro en este sentido cuando dice que «en
el proceso no podrán introducir las partes variaciones sustanciales de
tiempo, cantidades o conceptos respecto de los que fueran objeto del
procedimiento administrativo y de las actuaciones de los interesados
o de la Administración, bien en fase de reclamación previa en materia
de prestaciones de la Seguridad Social o de recurso que agote la vía
administrativa, salvo en cuanto a los hechos nuevos o que no hubieran
podido conocerse con anterioridad».
Con todo, la correlación no debe ser planteada en términos de
absoluta identidad, sino de conformidad sustancial. Es explícita en
este sentido la Sentencia de la Sala 1.ª de 12 de mayo de 1961, según
la cual el requisito de la reclamación previa debe considerarse
cumplido cuando ésta es «sustancialmente conforme con la demanda
judicial formulada, sin que de ésta surjan cuestiones distintas ni
desconectadas de la reclamación gubernativa, como lo confirma la
986
posición irreductible de ambas partes litigantes, demostrativa de la
inutilidad de mayores precisiones en la reclamación, pues nada se ha
ocultado ni sobre nada se ha litigado que pusiera de manifiesto la
indefensión del Ayuntamiento, ni que fuera demandado sobre
materias que lo sorprendieran lesionando sus derechos o que hicieran
inútil el pleito».
Aclarada esta cuestión, hay que decir que, aunque la conceptuación
de la reclamación previa como presupuesto del proceso parece
postular en favor del reconocimiento al Juez de poderes de oficio para
apreciar su falta, la jurisprudencia se niega sistemáticamente a admitir
esta posibilidad (Ss., entre otras, de 14 de febrero de 1941, 14 de
noviembre de 1957, 30 de abril de 1966 y 25 de enero de 1967; en el
mismo sentido la jurisprudencia de conflictos: vid. Decreto de 31 de
enero de 1957), por entender que, al estar configurada la falta de
reclamación previa como excepción dilatoria por el artículo 533.7.ª de
la antigua LEC, el control del presupuesto «está encomendado al
poder dispositivo del litigante contrario» (S. de 30 de abril de 1966),
conclusión a la que también conduce su carácter de auténtico
privilegio susceptible por ello de renuncia por la parte a quien
beneficia (sobre la naturaleza de privilegio de la reclamación
administrativa previa vid. las Sentencias de 2 de octubre de 1985, 15
de noviembre de 1989 y 20 de mayo de 1991, entre otras).
En el fondo, en la doctrina jurisprudencial al uso siguen latiendo los
tradicionales recelos que desde el primer momento suscitó la
reclamación previa por lo equívoco de su origen. Ello explica la
flexibilidad con que los Tribunales civiles han venido tratando la falta
de reclamación previa, que han estimado subsanable en cualquier
momento del litigio «como acaece con el acto de conciliación no
celebrado a su tiempo» (S. de 17 de febrero de 1954), pues «la Ley no
sanciona con nulidad de actuaciones esa infracción» (S. de 23 de
marzo de 1961), que «sólo provoca la suspensión del procedimiento
en cualquier trámite para que tal falta se subsane, sin perjuicio de
reconocer expresamente la validez de todo lo actuado» (Ss. de 12 de
mayo de 1961, 9 de enero de 1962, 17 de febrero de 1972, 2 de
octubre de 1985, 27 de marzo de 1992, etc.), actitud ésta que se
apoyaba en lo dispuesto por el antiguo artículo 462.2 LEC a propósito
del acto de conciliación y que hoy viene avalada por el artículo 24 de
la Constitución y la jurisprudencia constitucional producida en
987
aplicación del mismo (vid. específicamente sobre el carácter
intrínsecamente subsanable de esta exigencia las Sentencias de la Sala
1.ª del Tribunal Supremo de 27 de enero y 11 de diciembre de 1997 y
28 de noviembre de 2000 y las Sentencias constitucionales de 11 de
noviembre de 2002 y 20 de noviembre de 2006).
La enemiga de la jurisprudencia civil hacia el requisito de la
reclamación previa ha llegado, incluso, al extremo de rechazar la
excepción extraída de su falta «por razones de equidad y de
economía, que demuestran la inutilidad de tal reclamación previa
dada la irreconciliable posición de las partes en el litigio y las
gravísimas consecuencias que representaría para los contendientes la
pérdida de actuaciones de tan voluminoso pleito dando lugar a otro
similar» (S. de 23 de marzo de 1961; en el mismo sentido, la de 12 de
mayo de 1968).
La jurisprudencia constitucional se muestra igualmente contraria a las
interpretaciones de signo formalista y viene por ello declarando
contrarias al derecho a la tutela judicial efectiva las decisiones
judiciales que aprecian la falta de agotamiento de la vía previa en
supuestos en los que esta exigencia ha sido materialmente satisfecha,
como ocurre en el caso de demandas formuladas antes de vencer el
plazo de silencio para entender desestimada la reclamación previa si
ese plazo había ya transcurrido el día del juicio y la Administración
adoptó en éste una postura procesal de oposición a la pretensión o
cuando la demanda se formula sin más una vez que la Administración
ha conocido y rechazado una solicitud formulada ante ella por el
demandante, ya que en tales casos se ha cumplido perfectamente la
finalidad perseguida por la reclamación al haber tenido oportunidad la
Administración de conocer y valorar las pretensiones del particular
(vid. la Sentencia constitucional de 11 de noviembre de 1997 y sus
referencias).
Todo ello, unido a la sistemática negativa a admitir que la infracción
de los preceptos legales que imponen tal requisito sea denunciable en
casación por infracción de Ley (Ss. de 30 de diciembre de 1953, 28
de octubre de 1955, 16 de marzo y 6 de abril de 1957, 23 de enero de
1959, 20 de febrero de 1962, 8 de mayo y 7 de diciembre de 1963, 7
de marzo de 1964, 13 de marzo de 1965, 25 de enero de 1967, etc.), y
al hecho de que la misma estimación de la excepción no surta otro
988
efecto que el de aplazar el conocimiento del fondo de la litis, supuesta
la inexistencia de obstáculo alguno que se oponga a la repetición del
proceso, contribuye a poner en evidencia la inutilidad de tan
aparatoso sistema, cuya única función es, como ya notamos, la de
permitir a la Administración que prepare con tiempo su defensa,
finalidad que garantiza por sí mismo sobradamente el trámite de
suspensión para consulta.
Cubierto este flanco y asegurados de este modo los intereses de la
Administración, parece obligado postular, al igual que lo hicimos con
anterioridad respecto de la vía administrativa de recurso, la
conversión de la reclamación previa en un trámite simplemente
facultativo, cuya utilización debería quedar al arbitrio de los
interesados, que son los únicos que pueden decidir hoy día si tiene o
no alguna utilidad.
IV. SUSTITUCIÓN PROCESAL DE LA ADMINISTRACIÓN.
SUPUESTOS LEGALES
El artículo 68.1 LRL dispone, genéricamente, que «las Entidades
Locales tienen la obligación de ejercer las acciones necesarias para la
defensa de sus bienes o derechos». En garantía de esta obligación
legal y para asegurar a todo evento que el patrimonio de los entes
locales no sufra mengua o perjuicio por abandono o negligencia de
las Corporaciones, el precepto legal citado faculta a los vecinos que
se hallen en el pleno goce de sus derechos civiles y políticos para
instar de aquéllas el ejercicio de las acciones que las asistan,
permitiéndoles, incluso, en el supuesto de que las Corporaciones
requeridas no adopten los acuerdos oportunos al efecto, subrogarse en
su lugar y ejercitar por sí mismos dichas acciones «en nombre y en
interés de la Entidad local», reconociéndoles el derecho a ser
reembolsados de las costas procesales y de los daños y perjuicios
sufridos, si prosperase la acción ejercitada.
El sistema así concebido configura un supuesto típico de lo que en
otro lugar (vid. cap. XVI) hemos denominado participación
«funcional», de los ciudadanos en las funciones administrativas, es
decir, un caso claro de colaboración de los particulares en las tareas
989
de la Administración que tiene lugar desde fuera del aparato
administrativo (a diferencia de lo que ocurre en los supuestos de
participación «corporativa», en los que el ciudadano colaborador se
integra en un órgano público actuando como tal) y que se concreta en
el ejercicio de funciones materialmente públicas.
Desde un punto de vista procesal, que es el que ahora nos interesa
especialmente, el supuesto que regula el artículo 68 LRL no
constituye una manifestación de la acción pública, como a veces se ha
sostenido, sino más bien un caso típico de legitimación indirecta o de
sustitución procesal propiamente dicha, puesto que los vecinos en
cuestión no actúan en defensa de pretensiones propias, sino de las
mismas pretensiones que podría hacer valer el Ayuntamiento en cuyo
lugar se subroga «con los mismos supuestos, plazo y condiciones que
a éste se exigieran, más las que deben cumplir los vecinos que les
sustituyan» (Ss. de 26 de abril de 1966, 27 de diciembre de 1974, 29
de junio de 1981 y 26 de abril de 1986).
La utilización concreta de la facultad a que hace referencia el artículo
68 LRL plantea algunos problemas a los que conviene hacer aquí
alguna referencia.
Por lo pronto, ya hemos visto que la posibilidad misma de hacer uso
de esa facultad está condicionada a la pasividad o negativa de la
propia Corporación titular de la acción de cuyo ejercicio se trate en
cada caso, cuya actitud debe quedar formalmente definida con
carácter previo mediante requerimiento formulado expresamente al
efecto por el vecino, que, según precisa el artículo 68.3 LRL, debe
aún esperar treinta días a que la posición de la Entidad local se
concrete. La decisión que ésta adopte se estima libre por la
jurisprudencia, que ha afirmado con reiteración que «a las
Corporaciones Locales no se les puede obligar a reivindicar sus
propiedades si ellas así no lo estimaran» (S. de 26 de septiembre de
1973), ni puede tampoco pedirse para ellas una declaración de
condena cuando se niegan, incluso sin razón, al ejercicio de la acción
para el que han sido requeridas (S. de 28 de noviembre de 1961), lo
cual equivale a dejar sin sanción la obligación genérica que sobre los
entes locales hace recaer el artículo 68.1 LRL.
Hay que precisar, sin embargo, que la actitud negativa, incluso
expresa, de la Corporación requerida no perjudica en ningún caso la
990
posición procesal del vecino en el pleito subsiguiente, caso de que
éste sea autorizado a subrogarse en lugar de aquélla. Así ha venido a
declararlo una importante Sentencia de la Sala 1.ª del Tribunal
Supremo de 27 de diciembre de 1974, que, casando la dictada por la
Audiencia Territorial que había desestimado la demanda formulada
por el vecino so pretexto de que el Ayuntamiento con sus propios
actos había reconocido la propiedad privada del terreno litigioso,
afirma explícitamente que «el particular actúa no en nombre de ella
(la Corporación), sino en su sustitución o en su lugar por defecto en el
actuar, a quien se faculta para la defensa de un interés público ante la
jurisdicción ordinaria, por lo que son inoperantes los actos que la
Corporación realiza en relación con todos ellos, máxime cuando,
como aquí sucede, son indicio de aquella negligencia o abandono
indispensable para que el mecanismo pueda entrar en
funcionamiento», lo cual contribuye a conformar técnicamente la
figura no como una simple sustitución procesal, sino como una
subrogación caracterizada esencialmente por su finalidad institucional
de propiciar la defensa, más que de la Corporación, del «interés
colectivo» subyacente.
El obstáculo con el que tradicionalmente tropezaba esta fórmula, ya
contemplada en la legislación local anterior, esto es, la exigencia de la
preceptiva y previa autorización del Gobernador Civil, ha sido,
lógicamente eliminado por el artículo 68 de la vigente LRL.
Con todo, la efectividad práctica del sistema es reducida, dados sus
escasos o nulos alicientes, habida cuenta de que el vecino debe
soportar los gastos inherentes al proceso, de los que sólo es
reembolsado en el supuesto de que llegue a prosperar la acción
ejercitada.
NOTA BIBLIOGRÁFICA: M. ALONSO OLEA, La reclamación
administrativa previa, Inst. G.ª Oviedo, Sevilla, 1961; ANALES DE LA
DIRECCIÓN GENERAL DE LO CONTENCIOSO, tomo I, 1961, La vía
gubernativa y el acto de conciliación; tomo II, 962, La vía
gubernativa como posible excepción sustancial; CLAVERO ARÉVALO ,
Consideraciones generales sobre la vía gubernativa, en Estudios
García Oviedo, vol. I, Sevilla, 1954; J. GARCÍA CASAS, Vía
gubernativa y proceso civil, Ed. CYMIS, Barcelona, 1975; M. GODED
MIRANDA, La Administración del Estado como parte en el proceso
991
civil, en «Anales de la Dirección General de lo Contencioso», tomo
III, 1963-1965; J. GONZÁLEZ PÉREZ, El juez ordinario defensor de la
legalidad administrativa, en «Rev. de Derecho Procesal
Iberoamericano» 1971, págs. 79 y sigs.; F. LÓPEZ MENUDO, Vía de
hecho administrativa y justicia civil, Ed. Civitas, Madrid, 1988; S.
MARTÍN-RETORTILLO, La defensa en derecho de las Administraciones
Públicas, en «RAP», núm. 121, y La defensa del Estado. Una
aproximación a la historia del Cuerpo de Abogados del Estado,
Civitas, Madrid, 1986; L. MIGUEL IBARGUEN, Vía gubernativa, en
«Rev. General de Legislación y Jurisprudencia», 1883, y Vía
gubernativa y procedimiento administrativo y contencioso-
administrativo, en la misma Revista, 1889; MONEDERO GIL Y SERRERA
CONTRERAS, Estudio sobre lo contencioso-ordinario del Estado:
justificación de una Ley reguladora, en «Anales de la Dirección
General de lo Contencioso», tomo III, 1963-1965; J. M. PABÓN
ACUÑA, La reclamación previa en la vía gubernativa, en «Anales de
la Dirección General de lo Contencioso», 1966-1973, vol. IV; Z.
RODRÍGUEZ PORRERO, Situación privilegiada del Estado en los
Tribunales de Justicia, en «Rev. General de Legislación y
Jurisprudencia», tomo 72, Madrid, 1888; F. SAINZ MORENO, Ejercicio
subrogatorio de una acción reivindicatoria de bienes de dominio
público realizado en nombre y en interés de una entidad local, en
«REDA», núm. 5, págs. 260 y sigs.; y Defensa frente a la vía de
hecho: Recurso contencioso-administrativo, acción interdictal y
amparo, en «RAP», núm. 123; J. A. SANTAMARÍA PASTOR, Sobre el
origen y evolución de la reclamación administrativa previa, en
«RAP», núm. 77; F. SOTO NIETO, Excepción de falta de reclamación
previa en la vía gubernativa, en «Rev. de Derecho Español y
Americano», Madrid, abril-junio 1968.
992
Representación aduanera y comercio
internacional en el siglo XXI
Álvarez Rubio, Juan José
9788413917696
800 Páginas
Cómpralo y empieza a leer
Este trabajo jurídico propiamente internacional y europeo tiene por
objeto, desde una aproximación de estudio, reflexión y análisis
caleidoscópica o multidisciplinar, ofrecer una respuesta reflexiva y
analítica sobre el desarrollo jurídico-normativo y técnico de
determinados sectores del Comercio Internacional conforme a las
993
características propias de la Representación Aduanera y el
Comercio Internacional del Siglo XXI, condicionada por una más
que sugerente especialización por sectores. Esta obra completa el
catálogo de Thomson-Reuters Aranzadi.
Cómpralo y empieza a leer
994
La lucha contra las inmunidades del poder
en el derecho administrativo
García de Enterría y Martínez-Carande, Eduardo
9788491358923
112 Páginas
Cómpralo y empieza a leer
Análisis doctrinal llevado a cabo por Eduardo García de Enterría,
sobre las diversas formas de manifestarse el ejercicio de la
postestad político-administrativa, señalando el papel que la
995
legalidad, a través de la jurisdicción, llama a jugar en cada caso,
como función de control. INTRODUCCIÓN El ciudadano se
enfrenta con el Poder primariamente en cuanto poder
administrativo. El le acompaña, como decían nuestros clásicos dsl
siglo xix, desde la cuna a la sepultura. Pero no se trata,
naturalmente, de enfocar este problema de la justicia administrativa
como un sistema de regulaciones procesales formalss, sino de
hacer pasar por ellas todo un conjunto de reglas sustanciales, que
es lo que vamos a intentar; precisar, en cuanto a uno de sus puntos
críticos, en esta lección de esta mañana. Así, todo el suculento
tema del Estado de Derecho se convierta para los administrativistas
en un conjunto de técnicas concretas y particulares. Esta
conversión de la metafísica en técnica es, justamente, nuestro
papel en el gran concierto de las ciencias sociales.
Cómpralo y empieza a leer
996
Las criptomonedas a debate
Belando Garín, Beatríz
9788413910536
160 Páginas
Cómpralo y empieza a leer
Las criptomonedas constituyen en la actualidad un fenómeno no
solo jurídico sino social y económico frente al que los poderes
públicos han respondido con cierta lentitud. El libro trata de aclarar
y delimitar ciertos conceptos que giran sobre las criptomonedas y
expone las aproximaciones que la Unión Europea ha realizado para
garantizar la seguridad del sistema económico.
997
Cómpralo y empieza a leer
998
Derecho Romano
Fernández de Buján y Fernández, Antonio
9788413905075
432 Páginas
Cómpralo y empieza a leer
La aplicación de la Declaración de Bolonia a la Universidad
Española, ha supuesto una reducción sustancial de la enseñanza
teórica dedicada a las disciplinas jurídicas en los nuevos Planes de
Estudio. En consonancia con la nueva situación, y con la finalidad
de adaptarse a las exigencias del denominado Espacio Europeo de
Educación Superior, la obra que ahora ve la luz aborda el estudio
999
de las instituciones y los conceptos básicos que informan el
Derecho Público y Privado Romano. El derecho romano constituye
la experiencia jurídica más paradigmática de la historia europea. La
enseñanza del Digesto Justinianeo en la Bolonia del siglo XI, está
en el origen de la que fue la primera universidad europea, y
contribuye, desde entonces, a la conformación de la lógica jurídica
de los estudiantes, al tiempo que les faculta para entender los
distintos Ordenamientos jurídicos modernos como el resultado de
sucesivas experiencias históricas, que deberán ser tenidas en
cuenta a la hora de interpretar y aplicar el derecho vigente. El
estudio aséptico del derecho positivo, sin una valoración histórica y
filosófica de las normas jurídicas, comporta el riesgo de generar
una percepción sacralizada o dogmática de la ley, que daría como
resultado una figura de experto o técnico de normas en vigor que
no distaría mucho de la vilipendiada imagen del leguleyo. Se ha
procedido, en esta quinta edición, a la adición de un epígrafe nuevo
en el Capítulo XI titulado Protección pretoria extraprocesal, al
trasvase del punto 3, Arbitraje, del Capítulo 10, al capítulo 11, y a la
revisión de la obra en su conjunto.
Cómpralo y empieza a leer
1000
Economía española. Una introducción
García Delgado, José Luis
9788413463872
292 Páginas
Cómpralo y empieza a leer
Economía española. Una introducción tiene como referencia
principal Lecciones de economía española (16ª ed., 2021), título al
que podrá acudirse para encontrar la ampliación de los temas que
completan un curso universitario de economía española. Aquí se
ofrece una versión depurada del temario que se considera
imprescindible para adentrarse en tal ámbito de estudio. El periodo
1001
temporal que se contempla es el que coincide con la plena
incorporación de España al proceso de construcción de la Europa
unida. Tres decenios y medio que han presenciado, primero, la
prosperidad ganada durante el largo ciclo de expansión a caballo
de los dos siglos, luego la severidad de la crisis desde el final de
2008 y, más tarde, una apreciable recuperación económica desde
2015 hasta desembocar en la abrupta recesión provocada por la
pandemia. Esta obra quiere contribuir a comprender mejor cada
uno de esos pasajes y a valorar la capacidad de la economía
española para encarar los problemas y retos planteados cuando se
alcanza la tercera década del siglo XXI.
Cómpralo y empieza a leer
1002
Índice
INICIO 2
SUMARIO 6
ABREVIATURAS UTILIZADAS 29
TÍTULO QUINTO LA POSICIÓN JURÍDICA DEL
34
ADMINISTRADO
CAPÍTULO XV LA TEORÍA DEL ADMINISTRADO Y DE
35
SUS SITUACIONES JURÍDICAS (I)
I. El administrado en general y su capacidad jurídica y de
35
obrar
1. La figura del administrado y sus clases 35
2. La capacidad del administrado y sus circunstancias
modificativas; en particular, nacionalidad, vecindad
territorial, vecindad administrativa, sexo, edad, 40
enfermedad, domicilio, religión, condena penal,
procesamiento; la cuestión de la «buena conducta»
II. Las situaciones jurídicas del administrado en general 49
1. Consideraciones generales y cuadro sistemático 49
2. Las situaciones jurídicas subjetivas de carácter activo.
51
En especial, las potestades del administrado
3. Las situaciones jurídicas pasivas. Sujeciones, deberes y
53
obligaciones del administrado
A. Sujeciones 55
B. La teoría de los deberes públicos. Distinción entre
55
deber y obligación
C. Los deberes de la Constitución 57
D. La imposición administrativa de deberes y
59
obligaciones
III. Los derechos subjetivos del administrado 60
1. Derechos subjetivos típicos 60
2. Derechos subjetivos y legalidad de la Administración 61
A. Planteamiento general 62
B. La cuestión en el derecho administrativo francés: la
formación del recurso por exceso de poder como un 64
1003
supuesto recurso «objetivo» y el requisito del interés
C. El problema en Italia 67
D. El problema en Alemania 69
E. El problema en España 70
F. La explicación técnica de un tipo específico de
73
derecho subjetivo
a. Crítica de las construcciones tradicionales 73
b. La construcción de este nuevo derecho subjetivo 77
3. Recapitulación 83
CAPÍTULO XVI LA TEORÍA DEL ADMINISTRADO Y DE
88
SUS SITUACIONES JURÍDICAS (II)
I. Las libertades públicas en particular 88
1. El papel central de los derechos fundamentales en el
88
sistema constitucional
2. Las libertades públicas y derechos fundamentales en
89
general, sus clases y sus técnicas jurídicas
3. Los derechos fundamentales como derechos subjetivos 93
4. Funcionalidad jurídico-administrativa de las libertades
94
públicas
A. En el plano formal 95
B. En el plano material 96
5. La protección jurisdiccional de las libertades públicas 99
II. El derecho de los administrados a obtener prestaciones de
103
los servicios públicos
1. Los presupuestos del planteamiento tradicional y su
103
crisis actual
2. El derecho de los administrados a los servicios públicos 107
A. Las notas dominantes del sistema en vigor 108
B. El derecho a la creación y mantenimiento de los
111
servicios públicos u organizaciones prestacionales
C. El derecho al uso y disfrute de los servicios
113
existentes
D. Un paso decisivo: el recurso contencioso-
administrativo contra la inactividad de la 117
Administración creado por la LJ de 1998
E. La participación de los usuarios en la orientación
1004
del desenvolvimiento de los servicios 118
F. Técnicas adicionales de garantía 119
3. Observación final sobre el tema de la actividad
120
prestacional de los entes públicos
III. La participación del administrado en las funciones
124
administrativas
1. La participación en general, su ámbito y su carácter 124
2. La participación orgánica 129
3. La participación funcional 135
4. Las fórmulas cooperativas de participación 137
IV. Actos jurídicos del administrado 140
1. En general 140
2. Las principales especies de actos del administrado 140
A. Peticiones y solicitudes 142
B. Aceptaciones 143
C. Contratos y convenios con la Administración 144
D. Recursos y reclamaciones 144
E. Renuncias 145
F. Comunicaciones y declaraciones 145
G. Opciones 147
H. Requerimientos e intimaciones 147
CAPÍTULO XVII LA INCIDENCIA DE LA ACCIÓN
ADMINISTRATIVA SOBRE LAS SITUACIONES JURÍDICAS 150
DEL ADMINISTRADO
I. Introducción 150
II. Creación y ampliación de situaciones activas favorables.
152
El acto administrativo como título
III. Creación y ampliación de situaciones pasivas:
154
operaciones de gravamen
1. Introducción: los tipos de incidencia negativa en la
posición del administrado, su posible caracterización y sus 154
clases
2. El sacrificio de situaciones de mero interés 157
3. Las limitaciones administrativas de derechos 158
A. Concepto 159
1005
B. Tipos de limitaciones administrativas 160
C. La exigencia de un respaldo normativo específico y
162
su rango
D. Las medidas de limitación administrativa 165
E. Clases de limitaciones administrativas 166
F. La no indemnizabilidad de las limitaciones 167
4. Precisiones adicionales sobre la licitud constitucional de
166
las diferentes limitaciones y criterios para su elección
5. Potestades ablatorias (reales): expropiaciones,
174
transferencias coactivas no expropiatorias, comisos
6. Prestaciones forzosas 179
A. Concepto, caracteres y clases 180
B. Prestaciones personales 181
C. Prestaciones reales 182
7. Imposición de deberes 182
A. Concepto de la figura y de su relevancia en el
183
Derecho Administrativo
B. Imposición reglamentaria de deberes a los
185
administrados
C. Deberes impuestos por decisión administrativa.
185
Teoría de las órdenes
a. Concepto, justificación y extensión de las
185
órdenes
b. La vinculación a las órdenes: el deber de
187
obediencia y sus límites
c. Clases de órdenes 188
D. Deberes normativos fiscalizados por la
191
Administración
IV. En particular, la técnica autorizatoria 192
1. La autorización como «genus» 192
2. El concepto clásico de autorización: su crisis y su
195
vigencia actual
3. Clases de autorizaciones 199
A. Criterios clasificatorios 200
B. Autorizaciones simples y autorizaciones operativas 200
C. Autorizaciones por operación y autorizaciones de
1006
C. Autorizaciones por operación y autorizaciones de 202
funcionamiento
D. Autorizaciones regladas y autorizaciones
206
discrecionales
E. Autorizaciones personales, reales y mixtas 210
V. La delimitación administrativa de derechos privados 211
1. Introducción: la alternativa de la acción interventora
211
sobre la libertad de actuación privada
2. La atribución de derechos privados de explotación de
214
una actividad mediante la técnica concesional
A. El principio general 215
B. La calificación demanial de bienes cuya utilidad
última es privada y no el de sostener una función 216
pública estrictamente tal
C. El caso de los derechos de la caza 219
D. Las concesiones de servicio público e industriales 222
3. La delimitación del contenido normal del derecho de
222
propiedad a través de Planes administrativos
A. En la propiedad urbana 223
B. La extensión de esta técnica a otras formas de
226
propiedad o de empresa
CAPÍTULO XVIII LAS SANCIONES ADMINISTRATIVAS 233
I. Concepto, significado y extensión 233
1. Concepto y formación de una potestad sancionatoria
233
administrativa
2. El problema de la articulación técnico-jurídica de las
237
sanciones administrativas
3. La aplicación de los principios generales del Derecho
239
Penal al Derecho sancionador de la Administración
4. La cuestión de las sanciones disciplinarias y rescisorias 241
A. La materia disciplinaria 242
B. El régimen disciplinario militar 245
C. Las llamadas sanciones rescisorias 246
5. Las sanciones tributarias 246
II. Los principios del derecho sancionatorio administrativo 247
1. La aplicación y la matización de los principios jurídico-
1007
penales
A. Principio de legalidad 248
B. Principio de tipicidad 252
C. Culpabilidad 255
D. Proporcionalidad 258
E. Derecho a la presunción de inocencia 259
F. Prescripción 263
III. Las relaciones entre la potestad sancionatoria
263
administrativa y la jurisdicción penal
1. Incompatibilidad y «non bis in idem» 263
2. Precedencia del enjuiciamiento penal sobre el
265
administrativo
3. La autonomía del ilícito administrativo frente a la
apreciación prejudicial del juez penal. La llamada 265
prejudicialidad devolutiva en favor del juez administrativo
IV. El procedimiento sancionador 267
1. Principios generales 267
2. El procedimiento general sancionador. Reglas comunes 269
3. Los derechos de defensa del inculpado 272
A. Vista del expediente y proposición de prueba 274
B. La aplicación de los derechos del artículo 24 de la
274
Constitución
V. Las medidas sancionatorias administrativas 276
1. Las clases de medidas sancionatorias y el problema de
276
su limitación
2. Las medidas accesorias: incapacidades, comiso y
280
responsabilidad civil derivada de la infracción
VI. La efectividad de las sanciones y su impugnación
jurisdiccional. Suspensión, «solve et repete» y «reformatio in 285
peius»
TÍTULO SEXTO SACRIFICIO Y LESIÓN DEL
291
PATRIMONIO DEL ADMINISTRADO
CAPÍTULO XIX LA EXPROPIACIÓN FORZOSA: LA
292
POTESTAD EXPROPIATORIA
I. Introducción 292
1008
1. La historia normativa de la expropiación 292
2. Los dos aspectos de la institución expropiatoria 297
II. Naturaleza y justificación de la potestad expropiatoria 298
1. La potestad expropiatoria como potestad administrativa 298
2. Potestad expropiatoria actuada a través del legislador o
299
del juez
A. Las expropiaciones legislativas en general 300
B. Las expropiaciones legislativas en España 303
C. Las expropiaciones judiciales 311
3. La justificación del poder de expropiar 311
III. Los sujetos de la potestad expropiatoria 312
IV. El objeto de la potestad expropiatoria 321
1. El enunciado general 321
2. El problema de los «intereses patrimoniales legítimos»
323
como objeto expropiatorio
V. La «causa expropriandi» 324
1. En general 324
2. Utilidad pública e interés social como fines legales de la
326
expropiación
3. Especificidad de la «causa expropriandi» para cada
328
operación y su calificación por Ley
VI. El contenido de la expropiación 331
1. La cláusula general del artículo 1.º LEF y su significado 331
2. El «criterium» de la expropiación: expropiaciones y
334
limitaciones legales
A. Significación del tema 335
B. Privación 337
C. Singularidad de la privación 338
D. La indagación ulterior del criterio expropiatorio:
341
beneficio y enriquecimiento
E. Los problemas aplicativos: algunos ejemplos
342
legales y los criterios interpretativos
F. Expropiaciones plenas y no plenas 347
3. La privación ha de ser «acordada imperativamente» 346
1009
expropiación y responsabilidad civil de la 347
administración
B. La exclusión del ámbito de la expropiación de los
sacrificios patrimoniales producidos en el seno de 349
relaciones jurídicas singulares
4. Las excepciones del concepto legal de expropiación: las
350
llamadas «ventas o cesiones forzosas»
A. El fenómeno de las llamadas «ventas forzosas» 351
B. La naturaleza de estas operaciones 353
VII. El ejercicio de la potestad expropiatoria y su concreción
355
sobre bienes determinados
1. El procedimiento expropiatorio en general 355
2. La declaración de necesidad de la ocupación de los
357
bienes o derechos objeto de la expropiación
A. El sentido general de la declaración de necesidad
358
de la ocupación, su finalidad y su desvirtuación
B. El control de la legalidad de la aplicación de la
«causa expropriandi» y de la necesidad específica de
362
un bien concreto por depuración de alternativas de
localización
C. La extensión concreta de la necesidad y el
366
problema de las expropiaciones parciales
CAPÍTULO XX LA EXPROPIACIÓN FORZOSA
(CONTINUACIÓN): LA GARANTÍA PATRIMONIAL EN LA 370
EXPROPIACIÓN. LAS EXPROPIACIONES ESPECIALES
I. Carácter esencial de la garantía expropiatoria y sus aspectos 370
II. La protección frente a la «vía de hecho» 374
1. El concepto de «vía de hecho» en la expropiación y sus
374
supuestos típicos
2. La reacción frente a la «vía de hecho» 377
A. La reacción interdictal 379
B. La acción específica en vía contencioso-
380
administrativa contra la vía de hecho
III. El derecho a las formas procedimentales 380
IV. La indemnización expropiatoria o «justo precio» 382
1. El «justo precio» como garantía 382
1010
2. Naturaleza de la indemnización expropiatoria. El
principio del «previo pago» 383
A. La indemnización como carga legal. El momento
de la producción del efecto expropiatorio. La
384
justificación y las consecuencias de la regla del
«previo pago». El carácter constitucional de la regla
B. Las correcciones de la regla del «previo pago» 391
3. En particular, la expropiación urgente 395
A. El sistema legal y su naturaleza 396
a. El régimen positivo 396
b. La naturaleza de la figura 398
B. La desnaturalización del sistema 400
C. La necesaria corrección del sistema 404
4. El sistema de valoración del justiprecio 408
A. El acuerdo amigable o mutuo acuerdo 409
B. El Jurado Provincial de Expropiación 411
5. La garantía judicial de la valoración 414
V. Extensión de la indemnización y criterios de valoración 417
1. El concepto de justo precio. Elementos integrantes 417
A. El concepto general 418
B. Elementos integrantes del justiprecio y momento
421
de la valoración
C. El criterio formal de los valores fiscales y su
424
relativización. El principio del «valor real»
2. La libertad estimativa del artículo 43 LEF, su utilización
426
jurisprudencial y su alcance actual
A. Principio general 427
B. Valoración de industrias y establecimientos
430
mercantiles
C. Valoración de arrendamientos 432
VI. El pago del justo precio 433
VII. La garantía del justiprecio frente a demoras y
434
depreciación monetaria
1. Planteamiento general del problema 434
2. Análisis de las técnicas correctoras de la LEF y su
436
1011
A. La reducción de los plazos del procedimiento 437
B. Los intereses de demora 438
C. La retasación 439
D. La calificación preferencial de los procesos sobre
440
expropiación
3. La corrección de las iniquidades resultantes 441
VIII. La reversión del bien expropiado 447
1. Justificación y naturaleza de la reversión 447
2. Supuestos legales y condiciones de ejercicio 451
A. Los supuestos de hecho de la reversión y
452
excepciones a la misma
B. El surgimiento del derecho a la reversión y su
455
régimen
C. El ejercicio del derecho de reversión 457
3. La indemnización reversional 457
IX. Las expropiaciones especiales 459
1. Sentido y alcance de la especialidad 460
2. La expropiación por zonas o grupos de bienes 461
3. La expropiación por incumplimiento de la función social
462
de la propiedad o expropiación-sanción
4. Expropiación de bienes de valor artístico, histórico y
464
arqueológico
5. Expropiación por Entidades Locales 464
6. Expropiación que da lugar al traslado de poblaciones 465
7. Expropiaciones por causa de colonización y mejora
466
agraria
A. Expropiaciones para la transformación de grandes
468
zonas
B. Expropiación por causa del interés social 469
C. Expropiación de fincas mejorables y por causa de
470
reforma agraria
8. Expropiaciones por causa de obras públicas 470
9. La expropiación en materia de propiedad industrial 470
10. La expropiación por razones de defensa nacional y
seguridad del Estado 471
1012
seguridad del Estado
11. Otros procedimientos especiales 472
X. En particular, las expropiaciones urbanísticas 472
1. La prioridad aplicativa de la legislación urbanística 472
2. Las diversas funciones del instituto expropiatorio en el
473
ámbito urbanístico
A. La expropiación como sistema general de
ejecución de los Planes y como técnica alternativa de 475
recuperación de las plusvalías urbanísticas
B. La expropiación como instrumento para la
ejecución de los sistemas generales o de operaciones 476
urbanísticas aisladas
C. La expropiación como fórmula para la constitución
477
de patrimonios públicos de suelo
D. La expropiación como sanción por el
incumplimiento de las obligaciones y cargas que 479
pesan sobre los propietarios de suelo
3. Las especialidades procedimentales 479
4. Los criterios de valoración 481
A. El problema general y la formación del sistema
482
vigente
B. El sistema actual 484
5. La nueva regulación de la reversión en las
486
expropiaciones urbanísticas
CAPÍTULO XXI LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL DE
491
LA ADMINISTRACIÓN
I. Introducción 491
II. El proceso de afirmación de la responsabilidad patrimonial
493
del Estado
1. El principio «the king can do not wrong» como punto de
493
partida
2. La ruptura por vía legislativa. El ejemplo de los
494
ordenamientos anglosajones
3. La evolución por vía jurisprudencial. En especial, el
497
ejemplo del Derecho francés
A. El problema en el Derecho alemán 498
1013
III. La responsabilidad patrimonial de la Administración en
504
nuestro Derecho: orígenes y evolución
1. La situación anterior a la LEF 504
2. La situación actual 508
IV. Los presupuestos de la responsabilidad de la
512
Administración
1. Universalidad de la cláusula general de responsabilidad
512
patrimonial
2. La configuración básica de la responsabilidad
514
patrimonial de la Administración
3. El concepto técnico-jurídico de lesión resarcible y sus
518
notas características
4. El problema de la imputación 530
A. Planteamiento general 531
B. La fórmula legal y los problemas específicos de la
532
responsabilidad del Estado-Juez
C. Títulos y modalidades de imputación del daño a la
537
Administración
5. La relación de la causalidad 547
A. El problema de la causalidad en la producción del
daño. Equivalencia de condiciones, causalidad 548
adecuada, apreciación pragmática
B. La incidencia de causa extraña, culpa de la víctima
y hecho de un tercero. El concurso de causas y su 552
tratamiento
6. La cobertura por la Administración de la responsabilidad
560
del funcionario. Acciones de regreso
V. El problema de la imputación a la Administración de
563
daños producidos «por hecho de las leyes»
1. Planteamiento general y análisis crítico de la
563
jurisprudencia
2. El caso especial de la responsabilidad derivada de la
569
infracción del Derecho Comunitario por las Leyes internas
3. La responsabilidad en caso de ruptura por una Ley del
571
equilibrio financiero de un contrato administrativo
VI. La efectividad de la reparación 571
1014
1. Principios generales 571
A. Reparación «in natura» e indemnización
573
suplementaria
B. La extensión de la reparación 575
C. Momento de la valoración del perjuicio 579
D. En particular, el problema de los intereses de
582
demora por deudas de dinero
2. Referencia a regímenes especiales 585
VII. La acción de responsabilidad 588
1. Plazo de ejercicio y prescripción 588
2. El procedimiento de reclamación 592
3. La reparación de los daños causados por un acto
595
administrativo recurrido ante y anulado por los Tribunales
4. La garantía judicial 599
TÍTULO SÉPTIMO LAS GARANTÍAS FORMALES
DE LA POSICIÓN JURÍDICA DEL ADMINISTRADO:
605
PROCEDIMIENTO Y RECURSOS
ADMINISTRATIVOS
CAPÍTULO XXII EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO 606
I. Introducción 606
II. El procedimiento administrativo como institución jurídica.
607
Concepto y clases de procedimientos
1. Naturaleza y fines del procedimiento administrativo 607
2. La estructura técnica del procedimiento 614
3. Clases de procedimientos 616
III. La regulación del procedimiento administrativo en
620
nuestro Derecho
1. La regulación inicial: la Ley Azcarate de 1889 620
2. La decisiva LPA de 1958 y su sustitución en 1992 622
3. La regulación vigente del Procedimiento Administrativo 624
A. La aplicabilidad general de la LPAC a todas las
Administraciones Públicas. El principio y sus 625
limitaciones
B. El procedimiento administrativo en la
628
Administración institucional
1015
C. El procedimiento administrativo en la llamada 630
Administración corporativa
4. La tramitación electrónica del procedimiento 632
IV. Los principios generales del procedimiento administrativo 634
1. El carácter contradictorio del procedimiento
635
administrativo
2. El principio de economía procesal 637
3. El principio «in dubio pro actione» 641
4. El principio de oficialidad 643
5. Exigencia de legitimación 646
6. La imparcialidad en el procedimiento administrativo 648
7. El principio de transparencia 652
8. La gratuidad del procedimiento administrativo 658
V. Los interesados en el procedimiento administrativo 659
1. Concepto y clases de interesados 659
2. La posición de los interesados en el procedimiento 663
3. Capacidad y representación de los interesados 663
VI. La estructura del procedimiento administrativo 665
1. La iniciación del procedimiento: sus formas y sus
666
efectos
A. Iniciación de oficio e iniciación a instancia de
667
parte. Derecho de petición
B. Efectos de la iniciación del procedimiento 671
2. Instrucción del procedimiento 672
A. Alegaciones 673
B. Informes 676
C. La prueba en el procedimiento administrativo 679
a. El principio de oficialidad y la carga de la prueba
679
en el procedimiento administrativo
b. Duración del período de prueba 682
c. Carácter no tasado de los medios de prueba 683
d. Valoración de las pruebas 684
D. El trámite de audiencia y vista del expediente 687
E. La tramitación simplificada 690
3. Terminación del procedimiento 690
1016
3. Terminación del procedimiento 690
A. Consideraciones generales. La propuesta de
691
resolución
B. La resolución. El principio de congruencia y sus
692
modulaciones
C. El desistimiento y la renuncia 695
D. La caducidad del procedimiento 696
E. La imposibilidad material de continuar el
699
procedimiento
F. Fórmulas convencionales de terminación 699
VII. La cuestión de la lengua en el procedimiento
701
administrativo
CAPÍTULO XXIII LOS RECURSOS ADMINISTRATIVOS 707
I. Concepto y caracterización. Significado real de la vía
707
administrativa de recurso
1. Los recursos administrativos como garantía 707
2. Los recursos administrativos como presupuesto de la
711
impugnación jurisdiccional
3. La reforma del sistema de recursos realizada por la LPC
713
de 1992 y la «reforma de la reforma»
II. Clases de recursos y regulación positiva 717
III. El procedimiento administrativo en vía de recurso.
723
Principios generales
1. Elementos subjetivos 723
A. Autoridad competente para resolver los recursos 724
B. El recurrente 726
2. Elementos objetivos: actos y disposiciones impugnables 728
3. Análisis del procedimiento propiamente dicho 729
A. La interposición y sus efectos 731
B. Tramitación del recurso. En especial, el trámite de
733
audiencia
C. Terminación del procedimiento. En especial, el
736
problema de la «reformatio in peius»
IV. El recurso de alzada 739
V. El recurso de reposición 742
VI. El recurso extraordinario de revisión 743
1017
VII. Procedimientos alternativos de impugnación o 748
reclamación
VIII. La especialidad de la vía de recurso en materia fiscal.
750
Las reclamaciones económico-administrativas
1. Consideraciones generales 750
2. El principio de separación entre la actividad de gestión y
la actividad de resolución. Los Tribunales Económico- 752
Administrativos: su naturaleza
3. La materia económico-administrativa. Actos
754
impugnables
4. El procedimiento en la vía económico-administrativa 755
A. La extensión de la revisión en vía económico-
757
administrativa
B. El recurso de reposición previo a la vía
758
contencioso-administrativa
C. Los recursos económico-administrativos
758
propiamente dichos
a. La jurisdiccionalización del procedimiento y el
758
sistema de doble instancia
b. La especialidad del sistema en orden a la
760
legitimación, suspensión y resolución
5. La vía económico-administrativa en la esfera local 760
IX. Recursos administrativos especiales 761
TÍTULO OCTAVO LA TUTELA JURISDICCIONAL
766
DE LA POSICIÓN JURÍDICA DEL ADMINISTRADO
CAPÍTULO XXIV LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
767
ADMINISTRATIVA: NATURALEZA, EXTENSIÓN, LÍMITES
I. La formación del contencioso-administrativo 767
1. La formación del contencioso-administrativo francés 767
2. El contencioso-administrativo en España hasta la LJ de
771
1956
3. La Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa de
774
27 de diciembre de 1956
II. La Constitución de 1978 y el contencioso-administrativo 776
1. La significación general de la Constitución para la
776
jurisdicción contencioso-administrativa
1018
2. La Ley de 26 de diciembre de 1978, de protección
jurisdiccional de los derechos fundamentales 778
3. La crisis de la legislación preconstitucional y su
obligada reforma: la nueva Ley jurisdiccional de 13 de 779
julio de 1998
III. Los órganos de la jurisdicción 783
1. Juzgados de lo Contencioso-Administrativo 783
2. Juzgados Centrales de lo Contencioso-Administrativo 786
3. Salas de lo Contencioso-Administrativo de los
787
Tribunales Superiores de Justicia
A. Composición 788
B. Competencia 789
4. Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia
790
Nacional
5. Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal
792
Supremo
A. Composición 793
B. Competencia 793
6. La Sala especial del artículo 61 LOPJ 794
7. La regla especial de la nueva disposición adicional
795
séptima de la LJ
8. Reglas complementarias 795
IV. Naturaleza y caracteres 796
1. La inserción del contencioso-administrativo en el
sistema de autotutela y de la responsabilidad constitucional 796
del Ejecutivo e instituciones garantizadas
2. Sobre el supuesto carácter no pleno de la jurisdicción
contencioso-administrativa y su limitación al
restablecimiento de la legalidad objetiva, sin posibilidad de
799
imponer condenas de hacer. El carácter necesariamente
«subjetivo» de la jurisdicción o de tutela de derechos e
intereses legítimos del ciudadano
3. Sobre el carácter impugnatorio del recurso contencioso-
administrativo y el llamado carácter revisor de la 803
jurisdicción
V. Extensión y límites 809
1019
administrativa: el alcance de la cláusula general 809
A. Actos de los órganos del Poder Judicial, del Poder
Legislativo, Tribunal de Cuentas, Administración
electoral, Tribunal Constitucional, Asambleas
811
legislativas autonómicas y otros órganos
constitucionales no integrados en la Administración
del Estado
B. La llamada Administración corporativa y demás
814
fórmulas de autoadministración
C. Concesionarios de servicios públicos 816
D. La Administración institucional y entidades
817
dependientes de ella
E. Órganos de naturaleza híbrida, jurisdiccional-
818
administrativa
2. Los límites de la jurisdicción contencioso-administrativa 818
A. Delimitación negativa. Materias excluidas y
materias ajenas a la jurisdicción contencioso-
820
administrativa; los actos de gobierno como materia
incluida
a. Materias ajenas: el artículo 3.º LJ 820
b. Materias excluidas: en particular, el artículo 28
LJ. El caso de los actos de gobierno como materia 829
incluida
B. Delimitación positiva: la competencia de atribución
832
de la jurisdicción contencioso-administrativa
C. Las cuestiones prejudiciales e incidentales 832
VI. La jurisdicción como presupuesto procesal 832
CAPÍTULO XXV LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-
ADMINISTRATIVA: EL PROCEDIMIENTO Y LA 838
SENTENCIA
I. Introducción 838
II. Las partes en el proceso contencioso-administrativo 840
1. Observaciones generales 841
2. Dualidad de partes. Emplazamiento de las mismas 841
A. Partes del proceso contencioso-administrativo 843
B. Emplazamiento 845
1020
C. La peculiaridad de la Administración como parte 846
3. Requisitos de las partes 846
A. Capacidad, representación, postulación 847
B. En especial, la legitimación 849
C. La acción pública y la acción vecinal 857
4. El principio de igualdad de las partes 858
III. El objeto del recurso contencioso-administrativo 860
1. Las pretensiones de las partes. El carácter subjetivo del
860
proceso contencioso-administrativo
2. Actividad administrativa impugnable 862
3. Clases de pretensiones. El requisito de congruencia y sus
867
modulaciones
IV. El procedimiento en primera o única instancia 869
1. La interposición del recurso y sus efectos 870
A. Requisitos de la interposición. En especial, la vieja
871
regla de «solve et repete»
B. Plazos de interposición del recurso 873
C. Efectos de la interposición del recurso 876
2. La tutela cautelar en el proceso contencioso-
876
administrativo
A. Principios generales 877
B. La regulación de las medidas cautelares en la
880
nueva LJ
a. Régimen general 880
b. Las medidas cautelares precontractuales 888
C. El régimen procesal de las medidas cautelares y su
889
grave insuficiencia
3. La tramitación del recurso 889
4. La terminación del procedimiento 893
A. La inadmisión anticipada del recurso 894
B. El desistimiento del demandante 895
C. Transacción 896
D. El allanamiento 896
E. La satisfacción extraprocesal y la desaparición del
897
objeto del recurso
1021
V. La sentencia 897
1. Contenido y alcance de la sentencia 897
A. Los pronunciamientos posibles 899
B. Alcance subjetivo de la sentencia 902
2. La ejecución de las sentencias 902
A. Los principios tradicionales y su superación
903
constitucional
B. El régimen de la ejecución de sentencias en la
904
nueva LJ
a. El sistema de la ejecución judicial 904
b. La situación procesal durante la ejecución 906
c. Imposibilidad de ejecución y posible
908
expropiación de la sentencia
d. La mediación intrajudicial como sistema
913
alternativo de ejecución
C. El caso particular de las condenas al pago de
914
cantidad
D. La extensión de la sentencia a terceros,
especialmente en el caso de los llamados «actos en 921
masa»
3. La ejecución provisional de las sentencias objeto de
922
recurso
VI. Recursos contra providencias, autos y sentencias 923
1. Recursos contra providencias y autos 923
2. Recurso ordinario de apelación 924
3. El recurso de casación 927
A. Origen y evolución 928
B. Objeto del recurso 931
C. El interés casacional, único motivo de admisión 932
D. El procedimiento 935
4. El recurso de revisión 939
VII. Procedimientos especiales 941
1. El procedimiento abreviado 941
2. Procedimiento para la protección de los derechos
943
fundamentales de la persona (arts. 114 y sigs. LJ)
1022
3. La cuestión de ilegalidad 945
4. Procedimiento en los casos de suspensión administrativa
948
previa de acuerdos
5. Procedimiento para la garantía de la unidad de mercado 949
6. Procedimiento para la declaración judicial de extinción
951
de partidos políticos
VIII. Las costas del proceso 951
CAPÍTULO XXVI LA ADMINISTRACIÓN Y LA JUSTICIA
957
ORDINARIA
I. Introducción 957
II. La posición especial de la Administración en el proceso
958
ordinario. Manifestaciones
1. Origen histórico 958
2. La cobertura legal del sistema en la actualidad 962
3. Análisis individualizado de las reglas enunciadas 965
A. Especialidades relativas a los presupuestos del
966
proceso
a. La excepción de conciliación previa 966
b. Necesidad de autorización para entablar
967
demandas a nombre del Estado
c. Fuero territorial de las Administraciones Públicas 967
B. Especialidades relativas al desarrollo del proceso 968
a. El privilegio de suspensión de plazos para
968
consulta
b. Régimen de notificaciones 970
c. Reglas especiales en materia de prueba 971
C. Especialidades relativas a la terminación del
971
proceso y a sus efectos
a. El allanamiento y el desistimiento de la
971
Administración
b. La técnica del recurso obligatorio 972
c. Exención de gastos, depósitos y cauciones 973
D. La reconducción a la Constitución del viejo
privilegio de exclusión de ejecución judicial. 974
Remisión
1023
1. Origen y evolución 976
2. Reclamación previa y acto de conciliación 980
3. Ámbito de aplicación 982
4. La reclamación previa como Procedimiento
983
Administrativo
5. La reclamación previa como presupuesto procesal 984
IV. Sustitución procesal de la Administración. Supuestos
988
legales
1024