HUGO ALCONADA MON
Topos
La historia real de los espías rusos
que tomaron Buenos Aires
como base de operaciones
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Rodilla en tierra, Ludwig Gisch apuró el tranco. Ajustó la an-
tena en la azotea del edificio de la calle O’Higgins 2191, uno
de los más altos de las Barrancas de Belgrano. Debía terminar
rápido o el portero se pondría nervioso. Podría exigirle que
se retirara o, peor, informarle a la administración del consor-
cio, que le vendría con preguntas incordiosas.
Revisó las conexiones, cotejó el cableado y rogó que fun-
cionara el transmisor y receptor, ubicado en las alturas, casi
a mitad de camino y en línea recta entre la oficina que había
montado sobre la avenida Cabildo al 2200 –con otro trans-
misor y antena en la azotea– y la Oficina de Representación
Comercial de la Federación Rusa, sobre la calle Dragones al
2300 de la ciudad de Buenos Aires.
Gisch les había dado la misma (y falsa) explicación a los
porteros de la calle O’Higgins y los de la avenida Cabildo.
Les planteó que era dueño de DSM&IT, una empresita que
proveía servicios informáticos a personas y empresas, y quería
evitar ese refrán que dice que “en casa de herrero, cuchillo
de palo”. En otras palabras, quería usar su propio servicio de
Internet para cotejar en tiempo real la prestación que reci-
bían sus clientes.
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Todo falso, pero los porteros lo descubrirían más de una
década después. A principios de 2013, Gisch era apenas un
inquilino más, callado, educado, con una hija en camino y
acento peculiar, venido de Austria en busca de un futuro me-
jor en la República Argentina.
Gisch se movió con eficacia, atento siempre y en todo
lugar a un dogma del espionaje: jamás llamar la atención. Ni
por brillante, ni por torpe, acotando al mínimo las huellas
físicas y digitales, sin fotos suyas en Internet. Con impuestos
pagos y ninguna pelea; con servicios públicos al día, cero
multas o infracciones; sin tatuajes, ni ropa estrafalaria; sin
nada que destaque, ni nada que avergüence. Ser, en suma,
una persona gris. Esa que cuesta recordar, de la que hay poco
para decir, a la que todos olvidan minutos después.
Pero los clientes de su empresita no existían.
La empresita era una fachada.
Las antenas no eran para fines inocuos.
Él no era informático.
Y ese no era su verdadero nombre.
Los porteros lidiaron, sin saberlo, con un agente de élite
del Departamento 2, a cargo de América Latina, del “Direc-
torado S” del SVR. Con uno de los “soldados del frente invi-
sible”, al decir de Vladimir Putin, heredero de los zares, de
Catalina la Grande, de Iozif Stalin.
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Primera parte
LA FORMACIÓN
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Ludwig Gisch era como las serpientes. Su identidad, una piel
más en un largo recorrido. O como los gatos, iba ya por su
cuarta existencia.
Llevaba ya casi un tercio de su vida habitando otras bio-
grafías, existencias vicarias, usurpadas, difuntas, para la mayor
gloria de Rusia.
Primero fue Артём Викторович Дульцев –en español,
Artyom Viktorovich o Artem Víctor Dultsev–, nacido en la Repú-
blica de Bashkiria o Bashkartastán o Bashkortostán, según los
gustos del traductor y la enciclopedia consultada. Clase 1981.
Se sabe que nació en Yemashi, una aldea con 1025 habi-
tantes y 13 calles, 1600 kilómetros al oeste de Moscú, y que
al menos desde 2001 vivió en un complejo para estudiantes
de la Universidad Federal de los Urales, en Ekaterimburgo,
la cuarta ciudad más populosa de Rusia.
Fue en esos claustros donde lo reclutó el SVR para conver-
tirlo en espía, aunque la palabra en español que más se acerca
a la palabra rusa que lo define sería “explorador”: alguien
que se infiltra detrás de las líneas enemigas para analizar el
terreno y reportar sus hallazgos.
¿Algún profesor con vínculos en los servicios notó que te-
nía aptitudes especiales para el espionaje y sugirió su nombre,
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algo muy frecuente en Rusia y Estados Unidos? ¿Él se mostró
interesado tras escuchar alguna conferencia? ¿O se postuló
tras revisar los requerimientos en Internet?
Eso sigue en las sombras, porque entró en un programa
secreto del que solo se conocen retazos gracias a las memo-
rias de Viktor Suvórov, un espía que en 1978 desertó al Reino
Unido y que seis años después relató cómo había sido su vida
al servicio (secreto) de la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas (URSS).
El adiestramiento de los “ilegales”, contó, solía comenzar
en una dacha, en las afueras de Moscú, donde cada candi-
dato debía zambullirse en el idioma, el estilo de vida y la
cultura del país objetivo. Si el plan era infiltrarlo en Francia,
debía leer los diarios, escuchar las radios y ver la televisión
que consumían los franceses, comer lo que un francés, vestir
como un francés, comunicarse como un francés, mientras
memorizaba la historia, las recetas, los chistes, los clubes de
fútbol, las canciones infantiles, los restaurantes, los refranes y
discos de moda franceses, además de aprender los recorridos
de autobuses y metros de su futura ciudad, cómo maniobrar
los cubiertos, cómo fumar o cómo llenar una declaración
tributaria francesa, bajo la supervisión de uno o más kura-
tors del Instituto Bandera Roja, en lo posible “ilegales” rusos
que hubieran vivido en Francia o, mejor aún, de desertores
franceses que trabajaran para Rusia. “Tiene que aprenderlo
todo de un país en el que jamás ha estado en su vida, hasta
los chismes”, resumió Suvórov.
El entrenamiento, en la actualidad, ya no es en una dacha.
Quedó bajo la responsabilidad de la Academia de Inteligencia
Exterior, que opera en una instalación secreta, en un bosque
de los alrededores de Moscú. Dejó atrás su viejo nombre, pero
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conserva lo esencial: formar espías de élite, tabicados entre sí
para preservar la compartimentación, en procesos que toman
años, a un costo que algunos cifran en un millón de dólares
por “ilegal”.
No cualquiera puede ingresar al programa. Deben tener
menos de 30 años, título universitario o superior, conocimien-
tos avanzados de idiomas y cultura general, y superar varios
tests psicológicos que evalúan su inteligencia, patriotismo,
lealtad y capacidad para lidiar con niveles galopantes de pre-
sión y estrés, además de sus dotes para labores turbias o encu-
biertas, talento para el fingimiento y cierta flexibilidad moral,
entre otros factores.
Para Dultsev, la formación fue intensa. Abarcó idiomas
–en su caso, alemán, inglés y español–, filosofía, sociología,
cursos de inteligencia y contrainteligencia, historia militar
y política. También, prácticas con armas de fuego, clases de
defensa personal y conducción de distintos tipos de rodados,
lecciones para trabajar con tecnología encriptada y sobre
cómo superar un detector de mentiras y mucho más.
Dultsev también aprendió de sus antecesores, según con-
taría muchos años después. Absorbió lecciones del Héroe de
Rusia, Alexei Mikhailovich Kozlov, un mayor de la KGB que
completó misiones en Europa, Medio Oriente y África, y con
el que compartió varios encuentros. “Emanaba tanta energía
de él…”, celebró el aprendiz. “¡Indescriptible!”.
Mucha energía, sí, y muy indescriptible, también, pero las
experiencias de los viejos lobos se probarían anticuadas en al
menos una faceta. Ellos no debieron lidiar con los desafíos
que presentan las nuevas tecnologías. Hoy, cualquier teléfono
saca fotos y graba videos, en cualquier esquina puede haber
una cámara de seguridad con funcionalidades biométricas,
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casi todo aparato electrónico puede ser intervenido o hackea-
do y, como lamentaría Dultsev, en las redes sociales hay más
información de la que imaginamos o queremos.
Pero eso vendría luego. El pichón de espía conoció antes
a una muchacha de su edad, menuda, delgada, de pelo lacio
y sonrisa ancha llamada Анна Валерьевна Июдина; Anna Va-
lerievna Iudina o Ana Valeria Iyudina, según la traducción.
Se conocieron en las filas del SVR, pero de una manera
muy distinta a Elizabeth y Philip Jennings en la ficción de The
Americans.
¿Fue en una discoteca? Ellos dicen que sí, aunque la histo-
ria completa es más inquietante: el 20 de septiembre de 2004,
él viajó a Nizhny Novgorod, donde coincidió con Anna en un
entrenamiento en contraterrorismo que duró una semana…
y de allí fueron a bailar, como tantos otros jóvenes.
Al completar las prácticas, él volvió a Moscú. Pero reapa-
reció en Nizhny Novgorod el fin de semana siguiente. Y el
otro. Y el otro.
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¿Conclusión? Hicieron una escapada romántica a San
Petersburgo, en noviembre, él le propuso matrimonio y se
casaron el 10 de diciembre, siguiendo la tradición de que
ella adoptara una declinación del apellido de su esposo. Atrás
quedó Anna Iyudina; desde ese día pasó a ser Anna Dultseva.
Él se casó elegante y con pelo peinado con gel hacia atrás;
ella, de blanco y con un coqueto ramo de flores en una mano.
Felices y enamorados. Un fotógrafo los retrató para el recuer-
do y la madre de Dultsev convirtió esa foto en un cuadrito
que colgó en una pared de su casa, junto a otras imágenes
familiares. Ella misma posteó la foto de los recién casados en
ВКонтакте Вход, más conocida como VK, el equivalente ruso
a Instagram, sin saber cuán sensible sería lo que exponía.
Detalles (y torpezas) aparte, ya casados continuaron con el
adiestramiento hasta que en 2008 los convocaron al servicio
activo. Pero no como Artem Dultsev y Anna Dultseva.
Adoptarían otras existencias, en las arenas de Tesalónica.
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3. Flechazo
La película más taquillera de 1968 en Rusia fue El escudo y la es-
pada. Basada en la novela homónima de Vadim Kozhevnikov, narró
las peripecias del mayor Aleksandr Belov, un agente secreto soviético
que simuló ser el alemán Johann Weiss y se infiltró en la inteligencia
nazi, la Abwehr, y luego en la Schutzstaffel o SS, para sabotear los
planes de Adolf Hitler. Filmada en blanco y negro, la película duraba
5 horas y 44 minutos, y para Vladimir Vladimirovich Putin, de 15
años, resultó un flechazo. Fue a verla al cine varias veces con sus ami-
gos, que lo apodaban “Volodia”. Y decidió entonces que sería espía,
como Belov, el apuesto, sagaz, esbelto y empoderado protagonista del
film. “Lo que más admiraba –contaría ya como presidente– era cómo
los esfuerzos de un solo hombre podían lograr más que ejércitos enteros.
Un espía podía decidir el destino de miles de personas”.
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